ID de la obra: 827

Hasta la última gota

Slash
NC-17
Finalizada
1
Fandom:
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
17 páginas, 6.435 palabras, 5 capítulos
Descripción:
Notas:
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Mi juramento

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—No me lo creo —rio Edward. Le miré con falsa indignación. —Te lo digo totalmente enserio —respondí, metiendo un trozo de tortita en mi boca—. Le di un balazo y se le salió un ojo —le expliqué. —Pobre inútil —me dijo, aún sonriente, mientras daba un sorbo a su café. Esos momentos eran los que más disfrutaba con Edward. Esos momentos (que se reducían a todo el tiempo que pasábamos juntos) me recordaban una parte que tanto amaba de tenerle como mi pareja. Edward no me juzgaba; Podía ser la persona más cruel y psicópata frente a él, pero siempre me miraría con admiración, respeto y amor..., y yo, haría lo mismo. Es decir, le acababa de contar como en la noche anterior le había volado el ojo de un balazo a un hombre y lejos de escupir su café, había bromeado conmigo y había tragado su desayuno con una sonrisa. —¿Qué ocurre? —me preguntó Edward, sacándome de golpe de mis pensamientos. No me había percatado de que, por unos segundos, me había mantenido quieto, observándole. Simplemente, contemplando su belleza y admirándole. —Nada —respondí—. Pensaba en la suerte que tengo de tenerte. A Edward se le iluminó la cara de felicidad. —Eres lo más bonito que me ha pasado, ¿sabes? —me espetó. Al instante, el rojo de la vergüenza manchó mis mejillas y la luz del cariño rutiló en mis pupilas. Mis labios formaron un puchero. —¡Siempre me haces lo mismo! —me quejé en broma, completamente sonrojado. —Es tu culpa por enamorarte de mi -se rio él. Se levantó de su silla y caminó hasta llegar a mi lado. Me tomó la cabeza y la apoyo sobre su pecho, al tiempo que plantaba un suave beso sobre la misma—. Estas hermoso cuando te sonrojas. Mis mejillas ardían con una intensidad sólo comparable con el fuego mismo. — ¿Cuándo no estoy rojo no te gusto o qué? —contraataqué. —Yo he dicho que estas hermoso cuando te sonrojas —me respondió—. Pero siempre lo estás —se separó un poco de mí y me miró de arriba a abajo—. Aunque él de admitir que me gustas mucho más cuando te desnudas -remató, guiñándome un ojo. —Está bien, está bien. Tu ganas —claudiqué, al borde del desmayo—. Es imposible ruborizarte —afirmé. Se apartó y el aire llegó frío hasta mis mejillas. —Será mejor que termines de desayunar —me aconsejó—. Tenemos que prepararnos para la reunión. Esa maldita reunión. Hacía tan solo algunos meses que había aparecido la que ahora era la persona más importante de la ciudad y de la cual no se conocía más que el seudónimo: Montresor. El apodo no era ninguna casualidad. Lo había tomado de la importante novela negra de Edgar Allan Poe, "El barril amontillado", y, como en la misma, había copiado la forma de castigo y asesinato para aplicarla a aquellos que interfirieran en sus negocios. Los invitaba a un bar y, con el pretexto de hacer las paces, les invitaba a copas hasta que estos se emborrachaban. Una vez su víctima apenas podía mantenerse en pie los invitaba a continuar la diversión en su casa. Pero, en lugar de hacer esto, los llevaban hasta las alcantarillas. La víctima, confundida por el alcohol, no vio su vida peligrar y lo siguió por las sucias calles subterráneas, hasta que ambos encontraron un punto previamente excavado en la pared. En el hueco, se había levantado una pared interior de la que colgaban dos rejillas que esperaban al desdichado borracho. Rápidamente, Montresor empujó a su acompañante contra la pared y encerraba sus muñecas con las esposas. Con el chasquido del metal la víctima parecía recobrar algo del sentido común (según algunos testigos, que decían haber escuchado gritos desesperados salir de rejillas cercanas a los lugares en los que luego aparecieron los cuerpos), y luchaban; pero ya era demasiado tarde. Montresor tomó los ladrillos que habían pertenecido a la pared exterior, y que habían permanecido escondidos dentro de la cavidad, y comenzaba a colocarlos de nuevo en su lugar. Cuando finalmente la pared quedó cuidadosamente sellada, Montresor dibujó la silueta de un cuervo de alas recogidas (una nueva referencia a Poe), con pintura de spray negro para marcar la tumba. Una semana después, a sabiendas de que la deshidratación habría terminado con la vida de su víctima, y en el afán de demostrar su poder, dio aviso a la policía a través de una carta en la que se detallaba el lugar escogido para el emparedamiento. La policía, ante aquel humillante aviso, no le quedaba más remedio que dirigirse hasta las alcantarillas, recorrer los sucios pasillos y rebuscar entre las piedras para rescatar el cuerpo en división para trasladarlo discretamente hasta la comisaría. Pero, a pesar del cuidado puesto en el traslado, la intervención de una prensa sedienta de noticias frescas y novedades sobre el asesino que había aparecido de la nada y que parecía dispuesto a gobernar la ciudad, hacía que la aparición de un nuevo cadáver fuera tema. de conversación en todas partes. Y ahora, esa misma persona, había invitado a todos los líderes criminales a tener una reunión, cuyo fin no había sido especificado. —Da algo de miedo —dije. —Al menos no nos ha invitado solos —rio Edward—. Aunque también me parece extraño que haya invitado a tanta gente poderosa. —Crees que es capaz de matarnos a todos? —pregunté. —¿Capaz? —repitió—. Eso seguro —me respondió convencido—. Pero no creo que lo haga —continuó—, ¿Con quién haría negocios entonces? No puedes dominar una ciudad y ocuparte de todas sus actividades, necesitas gente que se ocupe de ellas mientras tú organizas el resto. —Eso es cierto. —Lo que me preocupa realmente es saber si es una tapadera para cubrir el rapto y asesinato de alguno de los presentes -aclaró Ed. Miré hacia el suelo. Sería una forma muy inteligente de hacerse con una nueva víctima. El bullicio creado por tantas personas fácilmente podría camuflar la desaparición de una de ellas. Mi piel se estremeció al sentir un escalofrío recorriendo mi espalda. En ese momento agradecí de alguna manera que ambos estuviéramos invitados a la reunión, así podría proteger a Edward de cualquier peligro y mantener a salvo. —Edward —le llamé, levantándome de la mesa y dirigiéndome hacia él. —Dime pingüinito. —Jamás permitiría que alguien te hiciera daño —le aseguré, dejándome caer sobre él y apretándole con fuerza—. Lo daría todo para que estuvieras bien. Aunque tuviera que dar mi vida. Te lo juro. —Pero yo me encargaré de que eso no sea necesario -me respondió, correspondiendo al abrazo y entregándome un suave beso sobre la cabeza-. No quiero tu vida Oswald. Quiero vivir la mía junto a ti. Y en aquel preciso instante, creí que me convertiría en el primer pingüino en volar de la historia.
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