Venganza
12 de septiembre de 2025, 20:41
Ajusté mi corbata morada en el cuello de mi camisa mientras los nervios aún recorrían mi piel. El espejo sobre el que se reflejaba mi figura se hizo testigo de la evidente incomodidad y desconcentración que mis músculos presentaban.
—Estaremos bien Oswald —me aseguró Edward
Se encontraba detrás de mí, sentado sobre nuestra cama y atándose los cordones de sus elegantes zapatos negros. Levanté la vista y usé el espejo para mirarle sin girarme.
—Me preocupa lo que pueda pasar —confesé—. Es una reunión muy extraña.
—Quizás ya ha terminado con todos aquellos que se oponían a él y ahora ha decidido aliarse con los criminales que quedamos —opinó Edward.
—Sigue habiendo algo que me preocupa, pero no sé lo que es.
Edward se levantó y se acercó a mi. Me sujetó los hombros y, sin previo aviso, me besó el cuello. Mi cuerpo tembló al contacto de su saliva y la piel se me erizó.
—No empecemos de nuevo, o te juro que no te dejaré salir de esta habitación hasta cobrarme tus provocaciones —dije.
—¿Es un ofrecimiento? —preguntó con una sonrisa.
—Una advertencia —aclaré divertido—. Debemos irnos.
—Justo cuando empezaba la mejor parte —me respondió con una sonrisa burlona, al tiempo que se separaba de mí para dirigirse a la puerta.
Revisé que mi traje no tuviera ninguna arruga y enganché mi pisacorbatas plateado en forma de paraguas en la tela antes de seguir a Edward a través de la puerta. Justo antes de salir, eché un vistazo atrás y vi sobre la mesilla de noche que correspondía a mi lado de la cama mi Colt M1911. Giré sobre mis talones, la recogí de allí y la guardé en el doble fondo de mi chaqueta.
Recuperé el camino seguido por Edward. Bajé las escaleras y crucé el umbral hacia la calle. Él ya se encontraba dentro del coche y nuestro chófer esperaba delante de la puerta trasera mi llegada. Una vez allí, me abrió la puerta con elegancia y, una vez estuve dentro, la cerró. Miré a Edward antes de indicar al conductor al lugar al que debíamos dirigirnos: Los Narrows.
...
Los edificios casi derruidos, con las ventanas rotas y las puertas colgando de las bisagras se paseaban por mi mirada mientras el coche saltaba con los agujeros de la carretera. El polvo que se levantaba de las calles era tan denso que parecía formar una niebla que escondía todo el barrio, como si fuera una muralla que lo protegiera del resto de la ciudad.
Todas las estructuras que veía se habían construido con los mismos materiales: ladrillo, cemento y hierro. Estos elementos tan brutos y toscos aportaban una dureza escalofriante al entorno que ahora me rodeaba y que, con cada metro que avanzábamos, me recordaba más a una enorme prisión de la que difícilmente se podría escapar. Sentí como mi pulso se aceleraba con el paso del tiempo y la sensación de que algo le podría pasar a Edward en aquella reunión. Mi mente no pudo evitar imaginar su sangre pintando el sucio suelo de alguno de los edificios que veía y la rabia y el dolor hizo temblar mis músculos.
De pronto, la calidez de la mano de Edward cayó como un martillazo sobre todos los pensamientos que me atormentaban y removían mi corazón. Le miré, anhelante de aquellos ojos que me transmitían paz.
—Sé lo que estás pensando —afirmó—. Y no quiero que lo hagas, te protegeré.
—No es mi vida por lo que temo —le respondí yo.
Él no me respondió. Se limitó a apretar su mano con la mía y a devolver su vista al frente. Al fin, el coche se detuvo delante de una gran edificio de dos plantas que compartía el mismo aspecto lúgubre y descuidado que había podido apreciar en los otros edificios.
Bajamos del coche y nos dirigimos a la amplia entrada. Tras nosotros caminaban Kevin, Bob, William y Kim, nuestros guardaespaldas, que nos acompañaban con el fin de protegernos.
Al entrar, noté que no habíamos sido los únicos en temer por nuestra protección pues en el lugar, además de estar los poderosos criminales que quedaban vivos tras la masacre de Montresor, también se encontraban hombres desconocidos de fornidos brazos y rostros amenazantes que los escoltaban.
El interior del edificio se componía de un espacio rectangular de dos plantas. En cada pared (exceptuando la que albergaba la puerta por la que habíamos entrado) se situaba una amplia ventana; éstas permitían el acceso de la luz del día e iluminaban por completo la estancia. La planta baja (en la que nos encontrábamos), estaba vacía en cuanto a muebles se refería; sólo el tumulto de criminales llenaba el enorme espacio. A la segunda planta se accedía mediante cuatro escaleras de hierro que surgían de la planta baja y que se encontraban repartidas entre las paredes de la sala, junto a las cuales iniciaban su ascenso. Los peldaños se detenían a medio camino hacia el techo y se convertían en pasillos que se conectaban con las otras escaleras, dejando el centro hueco.
De esta forma, quien subiera podía rodear todo el espacio y observar lo que ocurría en la planta baja a la perfección. Caminando por aquellos pasillos oxidados podías acceder a cuatro puertas excavadas en la pared, cuyo trayecto no podía ser visto desde donde yo me encontraba.
El murmullo generalizado de tantas bocas tratando de hacerse oír al mismo tiempo no estaba ayudando a rebajar a mis nervios y por unos instantes sopesé la posibilidad de marcharme discretamente hacia la puerta para tomar aire. Este pensamiento fue rápidamente descartado ya que, rodeado de criminales como estaba, dicha acción solo podría ser vista como una muestra de debilidad y en mi mundo, lleno de sangre y dolor, la debilidad no es una opción.
—Bienvenidos, señores.
Aquella voz rota y artificial hizo que me sobresaltara. Busqué desesperadamente el origen de aquellas palabras y como yo, el resto de asistentes hizo lo propio. Edward me tomó la mano y entonces pude notar que mi cuerpo temblaba, de forma casi imperceptible, pero no tanto como para no ser reconocido por quien tan bien me conocía. Le miré y vi su rostro alzado. Seguí el recorrido de su mirada y pude ver una figura apoyada contra la barandilla de uno de aquellos pasillos de metal en la planta superior, justo frente a nosotros. El resto de personas poco a poco se fueron girando.
Una vez que todos mirábamos en la misma dirección y teníamos nuestras caras levantadas, no pude evitar recordar aquellas ridículas escenas que a veces aparecían en las noticias sobre grupos sectarios que se reunían para escuchar las instrucciones de su líder y lo alababan con fervor. Y nuestro "líder" no podía tener más aspecto de ello: su cuerpo se ocultaba con eficacia bajo una capa negra que le llegaba hasta los pies y con cuya capucha escondía la forma de la cabeza. La tela, completamente opaca, permitía solo la visión de sus manos y parte de las botas de caza marrones que asomaban por el bajo. Por último, (la parte más inquietante en mi opinión) una máscara de arlequín de color grisáceo cubría su cara al completo.
A pesar de la incomodidad de observar aquel rostro inexpresivo y paralizado en el tiempo, no pude evitar admirar la belleza que se escondía tras los detalles de aquella careta de yeso pintado, lisa y sin imperfecciones. Observándola mejor pude ver que unos finísimos hilos blancos creaban complejas figuras, casi imperceptibles a primera vista, a lo largo de toda la máscara.
Pero antes de que pudiera continuar analizando aquella obra, digna de presentarse como adorno en los carnavales venecianos, alguien entre el público decidió alzar la voz.
—¿Quién eres? —preguntó con voz grave un hombre de aspecto freudiano que se encontraba a pocos pasos de mí— ¿Por qué estamos aquí? —se atrevió a añadir.
La máscara, como no podía ser de otra forma, mantuvo su rigidez y su semblante imperturbable.
—Yo soy Montresor —contestó finalmente, alzando la voz y recordando a mis oídos el timbre artificial que poseía su voz—. Os he hecho venir porque hay un último asunto del que debo encargarme antes de desaparecer.
"¿Desaparecer?", me pregunté.
¿Qué sentido tenía sacar del juego de los negocios criminales a tantas personas importantes y reunir tanto poder para luego dejarlo todo sin más?
—¿Y se puede saber cuál es ese asunto? —preguntó otra voz en la lejanía, con un evidente tono de molestia y hartazgo.
Los ojos (la única parte visible del rostro que se escondía tras el yeso decorado), parecieron relucir ante una pregunta que parecía tan esperada.
—La venganza —espetó Montresor.
Los murmullos no se hicieron esperar. Algunas de las voces se alzaban en señal de protesta ante una respuesta poco esclarecedora, otras susurraban nerviosas tratando de buscar un sentido tranquilizador a las palabras pronunciadas y, por último, los habíamos que decidimos callar y observar con atención la oscura figura que se alzaba sobre nuestras cabezas. Mientras el caos de voces se hacía cada vez más intenso pude notar como la mirada de Montresor se cruzaba con la mía por unos breves instantes y creí percibir un nuevo brillo emanando de ellos. Un fuerte escalofrío recorrió mi espalda.
—Una vez amé a un hombre —volvió a hablar, alzando la voz para poder ser oído entre la marea de inquietud que habían formado sus últimas palabras—, pero terminé odiándolo. Y podría ser un caso extraño —reconoció—, pero Edgar Allan Poe una vez dijo que era posible olvidar años de amor en tan solo un minuto de odio..., y fue justo lo que a mi me ocurrió —explicó, mirando ahora con atención hacia abajo. Al fin, detuvo su mirada— ¿O no es así, Edward? —preguntó con voz burlona
El movimiento que siguió a sus palabras, junto con el sonido de una bala surcando el aire, sorprendió a todos los congregados.