Hasta siempre, Edward
12 de septiembre de 2025, 20:35
Narrador Osvaldo
Salimos del almacén lo más rápido que pudimos. Tenía que apoyarme en Edward ya que mi pierna había comenzado a doler.
Para nuestra suerte, el coche en el que Edward había venido no estaba muy lejos. Cuando llegamos, Edward me sentó en el asiento del copiloto y, posteriormente, él se colocó en el conductor. El motor rugió al ponerse en funcionamiento.
La adrenalina aún corría violentamente por mis venas, y estoy seguro de que lo mismo le pasaba a Edward porque pisó el acelerador casi con rabia. Condujo hasta la carretera más cercana, poniendo rumbo a la mansión.
—¡¿Estás bien?! ¿¡Estás bien!? —no paraba de preguntar, histérico, apartando la mirada de la carretera, cada pocos segundos, para mirarme. Estaba inclinado sobre el volante, sin apoyar en lo absoluto su espalda en el respaldo del asiento.
Yo estaba demasiado concentrado en el intenso dolor de mi pierna y no era capaz de responderle con algo más que un ligero asentimiento de cabeza. Ese pequeño gesto pareció calmarlo un poco, porque se dejó caer sobre el mullido asiento de piel, en una posición más relajada y lanzó un suspiro.
—Tú…, tú…, ¿tú estás bien?- conseguí preguntar, no con poco esfuerzo, tratando de disimular el dolor en mi voz,
—Yo estoy bien, no te preocupes —volvió a apartar la mirada de la carretera por un momento para poder mirarme a los ojos, luego a mi pierna malherida (la cual yo sostenía entre mis manos) y finalmente de nuevo al camino—. Estaremos pronto en casa y podremos ocuparnos de tu pierna.
Y no mentía. En menos de cinco minutos ya nos encontramos frente a la puerta de entrada de la mansión. Edward salió del coche, fue hasta mi puerta y la abrió. Me recogió como si de un novio cargando a su novia la noche del día de su boda se tratase y así, conmigo elevado por el aire por sus fuertes brazos, fue como llegar hasta la puerta principal.
Dio unas cuantas patadas contra la madera para llamar la atención de algún criado que nos abrió la puerta. Nos abrió y Edward entró rápidamente, sin siquiera prestar atención al criado que había abierto. Me llevó hasta el salón y me senté en el sofá.
Me dejé caer, con un ligero gemido de dolor, sobre la blanda superficie. Se arrodilló frente a mí, me quitó el zapato y el calcetín derechos y dobló mi pantalón hasta la rodilla, dejando mi piel al descubierto. Acercó sus cálidas manos y rozó mi pierna. Ante el contacto sentí un pinchazo e hice una mueca de dolor.
—Lo siento, Oswald… —dijo—, no quería hacerte daño. Lo haré con más delicadeza.
Volvió a posar sus manos en mi piel y masajeó con suavidad cada zona. El dolor dejó de ser tan intenso. Cerré los ojos y me dejó caer cómodamente en el respaldo del sofá. Podía sentir la suave tela bajo mis manos y el olor a whisky en los cojines, fruto de tantos tragos derramados en las noches de borracheras. Aquellas noches de dolor en mi maltrecho corazón, en las que solo las botellas de alcohol pudieron ahogar los desgarradores gritos de amor que lanzaba al aire, buscando, en un intento desesperado, que el hombre que ahora me masajeaba, por fin los escuchara. Maldito corazón inocente. Nunca se rendía a pesar de ver que no era correspondido.
De improviso, las manos de Edward se separaron de mí, abrí los ojos para mirarle y averiguar el motivo por el que se había detenido tan bruscamente. Lo vi, cabizbajo.
—¿Ocurre algo? —pregunté, confundido.
No entendía su cambio de actitud, ¿Acaso mientras estaba con los ojos cerrados había ocurrido algo malo?
—Oswald… —había duda en sus palabras—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Bueno, de hecho, ya lo estás haciendo… jaja —me reí nerviosamente. Él me sonríe levemente. Me miraba directo a los ojos, se notaba que de verdad quería hacer su pregunta, así que añadí—. Por supuesto que puedes preguntarme lo que sea, Edward.
—Antes..., en el almacén, cuando hablaba con Isabella…, ella… —suspiró—, ella dijo que tú...., que tú… —yo estaba completamente paralizado—, que tú estabas enamorado de mi —antes de que pudiera cambiar de tema, él me formuló la temida pregunta que yo estaba esperando—. ¿Es eso cierto?
Rompí el contacto visual, estaba demasiado avergonzado como para mirarlo a los ojos. También estaba absolutamente furioso, por culpa de aquella mujer ahora Edward conocía mi secreto, seguro que ahora le daba asco estar junto a mí, posiblemente se avergonzaba de tenerme como amigo, me vería como un cobarde y un mentiroso por no haberlo contado nunca. Lo iba a perder para siempre.
Mi corazón se retorcía dentro de mi pecho por la tristeza de aquellos pensamientos, perder a Edward...para siempre y no volver a verle, nunca. Está bien, aceptaría eso con el alma rota, siempre he tenido que soportar dolor en mi vida, no creía que un poco más me destruirá finalmente…Pero no pensaba despedirme de él dejándole una imagen de cobardía y manteniendo en mi cuerpo la sensación de angustia. por el secreto mantenido durante tanto tiempo.
Giré mi cabeza para mirarlo y, sin previo aviso, me incliné hacia él y uní nuestros labios.
Aquel beso lo llevaría guardado en lo más hondo de mi mente, para recordarlo cuando él ya no estuviera junto a mí. Sorprendido, no siguió los movimientos de mi inexperta boca, aunque noté cierto temblor en sus labios.
Me separé de él y me levanté. Volví a notar un agudo pinchazo en mi pierna derecha, pero traté de disimularlo delante de Edward, que ahora me miraba, aún arrodillado, desde el suelo.
—Esto responde a tu pregunta? —él me miró, confundido. Me coloqué bien la americana de mi traje y, tratando de mantener la compostura, añadí—. Siento no haberte dicho esto, pero sabía cuál sería tu respuesta. Hasta siempre, Eduardo. Siempre serás el amor de mi vida.
Salí del comedor en dirección a la escalera que me llevaría hasta la segunda planta, donde se encontraba mi habitación. No podía creer aún que me hubiera confesado de una manera tan natural y sincera. Bueno, en realidad si me lo creía. Se lo había dicho un hombre completamente derrotado y conocedor de las nulas oportunidades que tenía a su alcance para estar junto a quien amaba.
Ahora me sentí mucho más ligero. Edward podía odiarme cuanto quisiera, pero yo ya no tenía ningún secreto con él, y poco me importaba ya si decidía matarme. Al menos moriría libre de toda angustia y sin nudos en la garganta.
Entré a mi cuarto y, mientras cerraba la puerta, escuché un portazo en el piso de abajo. Por ahí se iba el único hombre al que he amado y al que siempre amaré.
Me lancé sobre la cama y lloré hasta que me dormí del cansancio.