Marca
12 de septiembre de 2025, 21:42
T’Challa Udaku no había planeado quedarse tanto tiempo en Nueva York. Su contrato como consultor urbano duraría solo tres meses, pero el barrio lo abrazó más rápido de lo esperado. Había algo en ese edificio de ladrillo oscuro, en ese vecindario cargado de historia, que lo hizo sentir… menos extranjero. Él vivía en Wakanda, pero actualmente su trabajo como arquitecto de preservación y diseño urbano en Nueva York lo había llevado como consultor para proyectos sostenibles
Era muy reservado, pero con fuerte presencia. Siempre elegante, siempre medido. Su departamento en Harlem era amplio, al que le ha ido agregando detalles de Wakanda. En una esquina, una lámpara de obsidiana tallada proyectaba sombras con forma de panteras, animal sagrado en su pais. Las cortinas eran de lino negro bordadas con hilo dorado, traídas de la montaña Jabari. Sobre la repisa, máscaras ancestrales protegían el silencio. Y en el centro, una alfombra tejida a mano con patrones geométricos contaba historias que solo los wakandianos sabían leer. El aroma sutil del bálsamo de corazón violeta impregnaba el aire, mezclado con el incienso de madera ntare que ardía lento cada anochecer.
El primer día que usó el ascensor, Sam ya estaba adentro. El alfa sostenía una caja con libros y olía a café recién hecho. Intercambiaron un saludo breve. Sam bajó en el piso cuatro. T’Challa vivía en el quinto. Y aunque T’Challa supo al instante que el otro moreno también era un Alfa, había algo extraño en su comportamiento, ya que más parecía un beta
Se habían conocido por casualidad cuando Sam recogía un paquete entregado por error. Con el correr de los días T’Challa había descubierto que el otro moreno era un instructor de vuelo y terapeuta de trauma para veteranos. Era muy centrado, empático, pero guardaba muchas cosas.
Bucky se mudó el jueves siguiente. Justo al sexto piso. Aunque era omega, su carácter era firme, incluso arisco al principio. Nadie lo vio llegar. Solo una noche, una puerta sonó cerrándose en el piso seis, y al día siguiente apareció un felpudo nuevo con la palabra “no”. Era un antiguo soldado que actualmente trabajaba restaurando libros antiguos en una biblioteca privada.
Tenía las manos siempre llenas de polvo y tinta, pero le gusta el silencio.
La primera vez que coincidieron los tres fue en la lavandería del sótano. Bucky sacaba su ropa con guantes de lana. Sam le preguntó si era alérgico al detergente. T’Challa observó sin intervenir.
Bucky no respondió.
El primer mes empezaron a notar los horarios del otro. Sam salía a correr al amanecer. T’Challa le abría la puerta del edificio a esa hora. A veces le ofrecía té.
Bucky no salía, pero dejaba pan horneado en la zona de buzones del piso. Una vez, T’Challa dejó una nota junto al plato: Gracias. Estaba perfecto.
A la semana, el pan volvió, ahora con canela.
La primera conversación real entre Bucky y T’Challa ocurrió por culpa de una gotera el segundo mes. El grifo de la cocina de Bucky tenía una fuga que ya había inundado medio piso. T’Challa, harto de escuchar las cañerías llorar, bajó con una llave inglesa.
-O me dejas ayudarte, o lo arreglo igual. —dijo.
-Hazlo rápido. —respondió Bucky, pero dejó la puerta abierta.
Esa noche, compartieron cerveza y silencio. Sam apareció al día siguiente con herramientas dispuesto a arreglar la gotera que en el silencio de la noche se escuchaba hasta su piso, y terminó almorzando con ellos.
Las cenas se hicieron costumbre. Una vez a la semana, luego dos. A veces en casa de Sam, a veces en la de T’Challa. Nunca en la de Bucky, pero él siempre llegaba con vino o postre. Las conversaciones ya no eran pequeñas. Hablaban de música, de infancia, de pérdidas.
Y también del presente.
T’Challa hablaba poco, pero miraba con atención. Sam reía fuerte y tocaba al hablar. Bucky sonreía más seguido. ¿quién diría que llevaban tres meses de conocerse?
El primer contacto físico ocurrió una noche del cuarto mes que nadie quiso que terminara. Vieron una película vieja en casa de T’Challa. Bucky se durmió primero, la cabeza sobre el hombro de Sam. T’Challa apagó las luces sin pedirles que se fueran. Al amanecer, seguían ahí, enredados en una manta, respirando en sincronía.
No lo hablaron. Pero después de eso, todo cambió.
Las miradas duraban más.
Las despedidas eran más lentas.
No era común que un omega atravesara el celo frente a un alfa sin ser reclamado. El instinto empujaba, exigía, quemaba desde adentro, y desgraciadamente Bucky lo vivió. Hacia el quinto mes, entró en celo de manera inesperada. Sam fue quien lo encontró encogido en el pasillo. Llamó a T’Challa, y entre los dos lo cuidaron durante tres días. Sin cruzar la línea. Sin exigir nada. Solo presencia, agua, compañía, cariño.
Ambos estaban entrenados para resistir los impulsos. T’Challa, como consultor urbano, había aprendido a manejar situaciones de alta presión sin ceder al caos emocional; su formación exigía mente clara y dominio absoluto del cuerpo. Sam, por su parte, además de instructor de vuelo, era terapeuta de traumas para veteranos. Había pasado años entrenando su mente y su voluntad para acompañar a otros en los peores momentos sin dejarse arrastrar.Estaban conscientes que el deseo era parte de la biología, pero la elección era parte del respeto. Y ellos eligieron cuidar primero, siempre.
Tenían el autocontrol entrenado, la disciplina marcada por años de contener su fuerza .T’Challa respiraba en silencio, regulando su pulso, recordando cada oración de su madre sobre el dominio real. Sam hablaba en voz baja, como si cada palabra pudiera enfriar el fuego.
Le daban toallas frías, sostén cuando el cuerpo temblaba, y un rincón seguro donde su omega podía ser vulnerable sin miedo. No intentaron calmarlo con feromonas propias. No invadieron su espacio. Lo protegieron.
Y cuando pasó, cuando Bucky se arrastró fuera del dolor y abrió los ojos, supo con certeza que no estaba rodeado de alfas comunes. Estaba a salvo.
Cuando pasó, Bucky no lloró. T’Challa lo abrazó con los brazos enteros. Sam con el alma. Esa fue la grieta por donde entró algo más.
Lo que antes era deseo, ahora era necesidad.
Una noche del sexto mes, Sam se quedó a dormir en casa de T’Challa. Luego otra. Luego Bucky también. Las habitaciones ya no importaban. Lo importante era el espacio compartido. La ropa se confundía. Las tazas también. Ya no sabían si eran vecinos, amigos… o algo en proceso de brotar.
La noche de la marca llegó sin ser planificada. Fue el séptimo mes. Una cena común. Bucky trajo pastel de manzana. Sam llevó una botella de vino. T’Challa cocinó. Después de los platos, vino la música suave. Después de la música, vino el roce.
Y después del roce… Vinieron ellos. Desnudos. Sin excusas. Sin miedo. Y el olor a deseo aún flotaba en el aire.
Las sábanas estaban arrugadas, empapadas de sudor, marcadas por el paso lento de los cuerpos. Afuera llovía, pero dentro de aquella habitación solo se oía el murmullo de la respiración entrecortada y el crujir ocasional del colchón cuando uno de los tres cambiaba de posición.
T’Challa estaba en el centro. Su pecho subía y bajaba con calma medida, como si acabara de cazar algo salvaje y ahora saboreara el silencio. A su izquierda, Bucky se aferraba a la almohada, los labios aún rojos por los besos, el cuello humedecido donde los dientes del arquitecto habían dejado su huella. A su derecha, Sam yacía boca arriba, los ojos cerrados, los brazos estirados, como si no supiera si debía rendirse o volver a ponerse en pie.
La noche había sido larga. Lujuriosa. Imparable. Todo comenzó con un roce torpe, un “solo por esta vez”, y terminó con los tres ardiendo, mezclados, desbordando límites que ni siquiera habían planeado cruzar.
T’Challa los había marcado a ambos.
Primero a Bucky. Fue natural. El omega lo buscó sin palabras, ofreciéndose sin pudor cuando el momento lo exigió. Gritó cuando los colmillos cruzaron la piel, pero no se apartó. Hubo algo sagrado en ese instante. Una rendición total.
Sam fue diferente. Otro alfa. Orgulloso, fuerte, el tipo de hombre que no entregaba el cuello por capricho. Pero aquella noche… lo hizo. A pesar de su naturaleza alfa, Sam sabía que su rol podía cambiar dependiendo de la situación. Disfrutaba de su fuerza, de su posición, pero frente a ciertos alfas como T’Challa, a veces se sentía más cercano a un beta, o incluso, a un omega. No lo aceptaba abiertamente, pero en lo profundo de su ser, sabía que esas dinámicas existían, era un especie de acuerdo sin palabras entre los lados animales de las personas, y él podía abandonarse a ellas cuando la confianza era inquebrantable.
No hubo palabras. Solo una mirada. T’Challa no pidió permiso, pero tampoco impuso. Esperó. Y cuando Sam giró ligeramente la cabeza y dejó el lado izquierdo del cuello expuesto, comprendió lo que significaba. No era sumisión. Era confianza absoluta. Era amor disfrazado de silencio.
La mordida fue firme. Sam tembló. Sus manos buscaron las caderas de T’Challa y lo sostuvieron con fuerza, mientras el vínculo se sellaba, caliente, vibrante, imborrable. Ahora, horas después, las marcas aún brillaban, frescas, latiendo con cada respiración.
T’Challa se incorporó. Miró a sus hombres con una mezcla de devoción y deseo contenido. Estaban rendidos, pero no rotos. Todo lo contrario. Parecían más completos que nunca. Bucky murmuraba algo entre sueños. Sam abrió un ojo, perezoso, y le sonrió con una dulzura que no mostraba a nadie más.
-¿Estás bien? —preguntó T’Challa en voz baja.
-Mejor de lo que esperaba —respondió Sam, su voz aún ronca – me pregunto si en verdad soy alfa, porque desde que te conozco me he sentido omega. Y hoy me siento el más afortunado del mundo
-Ese soy yo – dijo Bucky medio dormido
El wakandiano sonrió, inclinándose para besar la frente del otro alfa, y luego la de Bucky. Cerró los ojos por un instante, dejándose envolver por el calor de ambos cuerpos a su lado.
La noche había terminado, sí. Pero algo nuevo acababa de comenzar.