ID de la obra: 890

ARCHIVES MARVEL: NEW STRANGE TALES

Het
PG-13
En progreso
0
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Midi, escritos 21 páginas, 8.721 palabras, 2 capítulos
Descripción:
Notas:
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PILOTO: LA TRAGEDIA DE PROMETEO

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Los días en la Universidad de Stanford solían transcurrir con calma. Los estudiantes paseaban o corrían apresurados hacia sus salones, mientras algunos profesores conversaban sobre la coyuntura actual. Ese día, en particular, el sol brillaba con intensidad, o al menos así lo pensó Victoria Anderson, licenciada en ingeniería mecánica, mientras caminaba con prisa hacia la facultad. Llevaba una semana preparando su ponencia sobre la aplicación de la inteligencia artificial en prótesis médicas, un tema que había definido su carrera. A pesar de su experiencia, sentía un leve cosquilleo de nerviosismo. Al cruzar la puerta del imponente edificio David Packard Electrical Engineering, de tres pisos y con amplias ventanas que dejaban entrar la luz del día, una sensación nostálgica la invadió. Ese lugar evocaba recuerdos de su juventud: largas horas de estudio, conversaciones con amigos sentados sobre el césped, la emoción de las primeras grandes ideas. Sin embargo, su ensimismamiento se vio interrumpido por una voz que la llamó con amabilidad. —Señorita Anderson —un hombre se acercó a saludarla—, muchas gracias por su presencia hoy. —No hay nada que agradecer, son ustedes quienes me están dando la oportunidad —respondió Victoria, fijando la mirada en su interlocutor. Era el profesor Elijah Thompson, antiguo docente de Matemáticas III. En su época de estudiante, él había sido un verdadero desafío en el aula, pero también uno de los mejores maestros que había tenido. Un hombre robusto, de traje beige y corbata roja, con signos evidentes de la edad: poco cabello, lentes gruesos y un bigote meticulosamente arreglado. —Debo informarle que su ponencia ha sido reprogramada para las... —miró su reloj— cinco y media de la tarde. Victoria frunció el ceño. —Entonces he llegado demasiado pronto. ¿Por qué no me avisaron del cambio de horario? —Permítame explicarle, pero antes, acompáñeme a un lugar más tranquilo —dijo, señalando el pasillo ruidoso y atestado de estudiantes—. En mi oficina podremos conversar mejor. Ambos recorrieron los pasillos abarrotados de jóvenes que iban en todas direcciones. Subieron las escaleras hasta el despacho del profesor, donde, al abrir la puerta, un molesto chirrido rompió el silencio del lugar. —Discúlpeme, permítame invitarle algo. ¿Qué desea beber? —Un café, con tres de azúcar. Victoria tomó asiento y recorrió el lugar con la mirada. Todo seguía igual que en sus recuerdos: los diplomas colgados en las paredes beige, los exámenes corregidos apilados sobre el escritorio de madera, la ventana con vista a la facultad y el característico tapete azul cobalto. Un aire familiar, aunque con ligeras diferencias. Fue entonces cuando notó algo peculiar: la silla giratoria del profesor estaba en una posición inusual. —Señorita Anderson... ¿o debería decir licenciada? —una voz calmada emergió desde la silla. Victoria se tensó. —¿Quién es usted? La puerta detrás de ella se cerró con un golpe sordo. Se giró de inmediato y vio a dos personas que habían ingresado en silencio, bloqueando la salida. —Por favor, no he... hecho nada —balbuceó, con la voz temblorosa. —No tiene de qué preocuparse, no hemos venido a hacerle daño —respondió el hombre en la silla, girándola lentamente. Era un sujeto vestido con un traje verde con detalles amarillos y una gabardina. Su mirada era aguda, pero su expresión relajada. —Mis compañeros tampoco harán nada —agregó, señalando a los dos individuos detrás de ella. Victoria los observó con detenimiento: una mujer de cabello negro, vestida con un ajustado traje de spandex rojo y amarillo, y un hombre de cabello rubio, traje negro y detalles con el logo de S.H.I.E.L.D. —No hay necesidad de gritar —continuó el hombre—. Solo queremos tener una charla amena. Un gesto suyo bastó para que el hombre rubio le dejara una taza de café sobre la mesa. —¿Qué es lo que desean? —preguntó Victoria, sin apartar la vista de la taza. —Antes de responder, permítame presentarme. No es educado iniciar una conversación sin hacerlo —dijo el hombre con una sonrisa pícara—. Mi nombre es Jamie Madrox. La dama a su izquierda es Jessica Drew, y el chico de lentes, Jasper Sitwell. —¿"Chico de lentes"? El carisma no es uno de tus múltiples talentos —comentó Sitwell con una risa sarcástica. Madrox ignoró el comentario y se inclinó ligeramente hacia adelante. —Señorita Anderson, iré directo al punto: queremos hablar sobre Phineas Horton. El nombre hizo que Victoria alzara la vista de golpe, mirándolo directamente a los ojos. —Yo... no sé nada al respecto —murmuró, sintiendo cómo sus manos comenzaban a temblar. —Entendemos su preocupación, pero créanos, solo queremos conocer la verdad —intervino Jessica con un tono sereno. La calidez en su voz hizo que Victoria sintiera un leve consuelo, pero su instinto le decía que debía tener cuidado. —No conozco ese nombre —insistió. Madrox suspiró y sacó un sobre de manila, dejándolo con suavidad sobre la mesa. —No estamos aquí porque escribimos palabras al azar en internet —su mirada se afiló—. Sabemos quién es usted. Victoria tragó saliva. —Si lo saben, entonces ¿por qué me hacen preguntas personales? —Está bien, iré al grano. Phineas Thomas Horton fue una de las mentes más brillantes del siglo XX. Sin embargo, fue desacreditado, expulsado de la comunidad científica por sus supuestas ideas absurdas sobre la aplicación de IAs en cuerpos biomecánicos... Las palabras de Madrox cayeron sobre Victoria como un golpe. Recuerdos antiguos irrumpieron en su mente, avivando una ira y amargura que creía enterradas. —Eso no es cierto —interrumpió con firmeza—. Mi abuelo no fue un fraude. Madrox esbozó una sonrisa satisfecha. —Bien, entonces cuéntenos sobre él. Victoria inspiró hondo, luchando contra la emoción que se reflejaba en sus ojos. —Mi abuelo fue, en vida, uno de los mejores científicos de su tiempo. Ni siquiera las mentes más brillantes de la actualidad han podido descifrar su trabajo —su voz tembló levemente—. He intentado comprenderlo, continuarlo... entender qué pensaba, por qué... Se detuvo en seco. Había dicho demasiado. —Parece que hay algo más. No temas en expresarte —Jessica posó una mano sobre la suya con una sonrisa tranquilizadora. El gesto la desconcertó. A pesar de no conocer a esa mujer, sintió un extraño consuelo en su cercanía. —No tengo por qué contarles mi vida privada —respondió con determinación. —Tiene razón. Pero no estamos hablando de su vida privada —dijo Madrox, abriendo el folder y extendiendo algunas notas—. Hablamos del trabajo de su abuelo. —Creo que ya vas entendiendo por dónde van los tiros —se burló Sitwell. —Lo que mi compañero intenta decir —intervino Jessica— es que sabemos lo ligada que está su historia familiar a la investigación de Horton. Victoria sintió un nudo en la garganta. —¿Por qué les interesa tanto? Madrox sonrió con calma. —Somos arqueólogos de la verdad. Buscamos en los rincones más ocultos del mundo lo extraño, lo imposible... lo maravilloso. Victoria cerró los ojos un instante. No había escapatoria. —Está bien —dijo finalmente—. No tengo otra alternativa. Respiró profundo antes de continuar. —Mi abuelo fue un hombre apasionado... El doctor Phineas Horton tuvo una infancia complicada. En la década de 1920, Estados Unidos rebosaba prosperidad; el glamour, la opulencia y el desarrollo dominaban las calles. Sin embargo, no todos se beneficiaban de esta bonanza. Los Horton apenas tenían lo necesario para sobrevivir en East Boston. Phineas acostumbraba a acompañar a su padre a su modesto taller mecánico, donde los automóviles comenzaban a multiplicarse. Su fascinación por la mecánica creció al ritmo del entusiasmo de su padre: las autopartes, las herramientas, los motores... Veía en ellos un medio, tal vez, para algo más grande en el futuro. Los años pasaron y la Gran Depresión golpeó con brutalidad. Estados Unidos entró en una de sus peores crisis y la miseria se extendió como una sombra. Phineas era aún joven cuando su madre falleció, víctima de la pobreza y el hambre que asolaban la ciudad. Su padre, incapaz de sobrellevar la pérdida, se refugió en la bebida. Como el país, la vida de Phineas se oscurecía. Pero el mundo está lleno de maravillas, y estas siempre resplandecen en la penumbra. A pesar de las adversidades, Phineas se convirtió en un hombre hecho y derecho, graduado en ingeniería mecánica y biomecánica. La marca de su infancia lo acompañó, y aunque el país comenzaba a recuperarse, la enfermedad, la pobreza y la guerra seguían presentes. "Debe haber algo más en esta vida que simplemente esperar la muerte", se repetía. Entonces, concibió una idea: un mecanismo capaz de calcular diversas probabilidades en segundos para ofrecer respuestas basadas en información preexistente. —¿Se refiere a una inteligencia artificial? —preguntó Jessica, asombrada. —Exacto. Mi abuelo diseñó un sistema capaz de procesar respuestas gracias a una base de datos almacenada en su memoria —explicó Victoria. —Pero eso significa que creó un sistema antes siquiera de que existiera el código de programación —exclamó Sitwell, incrédulo—. Estamos hablando de 17 años antes de que se acuñara el término. —Estamos de acuerdo en que su abuelo fue un pionero en más de una rama de la ciencia, ¿no es así, señorita Anderson? —Madrox observaba pensativo a través de la ventana. Cuando la Segunda Guerra Mundial estalló, las investigaciones de Horton sobre la inteligencia artificial avanzaban a pasos agigantados. La guerra solo intensificó su deseo de crear un invento que ayudara a la humanidad. Se sintió inspirado cuando el Capitán América emergió como símbolo de esperanza en los años 40; estaba convencido de que las maravillas comenzaban a surgir entre nosotros. Fue entonces cuando desarrolló la "Consciencia Horton". Pero no se detuvo allí: su creación, su "hijo", necesitaba sentir lo que era ser humano. Necesitaba respirar, reír, dormir... y llorar. —Los científicos de su tiempo lo consideraron un loco. Decían que crear vida artificial era un disparate sacado de la ciencia ficción —Victoria sonrió con satisfacción—. Pero mi abuelo era mejor que ellos. No solo creó una IA, sino que diseñó un cuerpo artificial. En lugar de depender de la alimentación para obtener energía, su célula biotérmica utilizaba el aire como combustible, generando una respuesta directa al oxígeno. —¿Cómo está tan segura de que fue real? —preguntó Jessica Drew. —Mi abuelo fue un gran hombre, pero... no pudo con todo —la voz de Victoria se quebró, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—. Su esposa, sus hijos por nacer, la guerra, la comunidad... ¿Por qué fueron tan crueles con él? El silencio llenó la habitación. Solo el llanto de Victoria resonaba. Aquel secreto enterrado durante años salía a la luz, infectando a todos los presentes con su peso. —Yo sé que la vida no lo trató bien. Por mucho tiempo lo odié... por cómo trató a mi abuela, por cómo tuvimos que alejarlo de la familia por su alcoholismo —Victoria suspiró—. Dios mío, mi familia vivió un infierno con sus ataques. Pero yo sé que él era más que eso. Madrox se levantó de la silla y la abrazó. —Sabemos lo que pasó con su abuelo. El accidente... según la versión oficial de la policía. Pero también sabemos algo más: él no mentía. Victoria lo miró fijamente. Por primera vez en su vida, sintió alivio al escuchar esas palabras. —Por favor, permítanos continuar con el trabajo de su abuelo. Archives Marvel puede usar su tecnología para cumplir su verdadero propósito: ayudar a la humanidad —Madrox posó sus manos en los hombros de Victoria. —Pero yo... yo he estudiado su investigación toda mi vida y no he podido... —Jessica la interrumpió. —Discúlpeme, pero nosotros somos especialistas en entender lo imposible. Ese es nuestro propósito. Confié en nosotros —afirmó Sitwell con voz cálida. Victoria cerró los ojos y recordó aquella noche de su infancia. Su abuelo, borracho como siempre, murmuraba incoherencias. Curiosa, entró en su taller. Esperaba encontrar herramientas y mecanismos, pero en su lugar vio una cápsula del tamaño de un hombre adulto, con un vidrio hermético. En su cubierta había un nombre grabado: "Jim Hammond". Dentro, un hombre rojo como el fuego yacía en aparente letargo. Cuando se acercó, abrió los ojos y la miró fijamente. Con voz profunda, pronunció un simple "hola". En ese momento, su abuelo entró al taller, la miró y lloró. —Esto, Vicky... esto es el legado que te dejo. Nunca olvides que este mundo está lleno de maravillas. Victoria secó sus lágrimas y miró a Madrox. —Mi abuelo nunca fue un fraude. —Délo por hecho —dijo Madrox, extendiendo la mano—. Sería un honor trabajar con usted. Ese día, la ponencia en la facultad de ingeniería mecánica fue cancelada. Pero una nueva oportunidad había surgido para Victoria: la oportunidad de redimir a su familia, de honrar el legado de su abuelo... y de cambiar el mundo, su reputación y a su herencia, lo notó cuando salió del edificio, rodeada por una multitud de estudiantes. Algunos, tal vez, se dirigían a su ponencia; otros, simplemente a sus clases. No lo sabía con certeza, pero tampoco le importaba. Respiró hondo y sintió cómo su mundo comenzaba a cambiar. Los últimos rayos del sol acariciaron su rostro, y en ese instante, comprendió que lo mejor estaba por venir. — ¿Estamos seguros de esto? —preguntó Jessica mientras deambulaba por el despacho del profesor Thompson—. No sabemos hasta dónde nos llevará esto. — Ese es precisamente el encanto de nuestro trabajo —replicó Sitwell, jugueteando con una mira de francotirador—. Descubrir lo que este mundo aún nos oculta. — ¿Y tú qué opinas? —Drew se volvió hacia Madrox, intrigada. — Lo de siempre —respondió él, esbozando una sonrisa mientras observaba el campus—. El mundo es maravilloso. Mantengámoslo así. El sol se desvanecía en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos ámbar y violeta, mientras la noche extendía su manto sobre Stanford.
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