Capítulo 30 (FINAL)
13 de septiembre de 2025, 16:42
El teléfono no sonó en todo el día.
Pablo lo había revisado varias veces desde la mañana. Primero con ansiedad. Después con una molestia creciente que se le instaló en la boca del estómago. Nada. Ni un "hola", ni una llamada perdida. Nada de ella. Y no es que no le molestará tener contacto con ella, es que no era habitual, aunque sea una llamada por la mañana si no iban a verse.
A las cuatro de la tarde, se rindió y le mandó un mensaje:
"¿Todo bien? ¿Te llamé dos veces. Avísame si estás bien."
Tardó horas en llegar la respuesta. La pantalla del Nokia parpadeó cerca de las siete y media. Pablo estaba sentado en el borde de su cama, con el pasaporte en la mano, como si eso lo acercara de alguna forma a lo que venía.
"Sí, todo bien. Estoy a mil con la valija. Hablamos mañana."
Eso era todo. Ciento seis caracteres que no decían nada. La frialdad le zumbó en los oídos.
Habían estado juntos la noche anterior. Abrazados, haciendo el amor, en la fiesta con sus amigos, entre listas de cosas que llevarse a Nueva York. Habían estado bien. ¿Entonces?
Volvió a marcar su número.Tres tonos.Buzón.
Apretó la mandíbula. No se le daba bien esperar. Y menos cuando no entendía por qué.Se puso la campera, metió el celular en el bolsillo y salió sin pensar demasiado.
La casa tenía la luz encendida. Subió los escalones, con el corazón acelerado sin saber si por la bronca o la incertidumbre. Golpeó la puerta con los nudillos.
Nada.
Golpeó otra vez.
Pasaron unos segundos. Estaba por insistir cuando escuchó pasos del otro lado. Y una voz conocida, pero que no era la de ella.
—¿Pablo?
Luján apareció al abrir apenas la puerta. Estaba en medias, con un buzo grande. Se sorprendió al verlo.
—¿Está Marizza? —preguntó él, directo.
—Eh... —Luján miró hacia dentro, incómoda—. Está en su pieza. No... no está para ver a nadie ahora.
—¿Qué pasó? ¿Está bien?
Luján lo miró con atención. Vio los ojos brillosos, la mandíbula apretada, las manos metidas en los bolsillos de la campera como si se estuviera sosteniendo desde ahí.
—No me dijo mucho —dijo ella, más suave ahora—. Está... rara. Callada. Como si estuviera en otra parte. Le pregunté si le pasaba algo y me dijo que no, pero no sé. Yo la conozco, Pablo. Está metida en la cama y la luz apagada desde hace rato. Eso no es normal en ella.
Pablo bajó un poco la cabeza, sin saber qué responder.
—¿Le podés decir que estoy acá?
—Ya lo sabe. Escuchó cuando tocaste y te vio por la ventana. Me dijo que no... que no quería hablar.
Se hizo un silencio. Luján lo sostuvo con la mirada, y entonces, con un paso tímido, salió un poco más al pasillo y cerró la puerta apenas detrás suyo.
—No sé qué pasó entre ustedes, de verdad. Y no quiero meterme. Pero... —hizo una pausa, midiendo sus palabras—. Capaz no es con vos, capaz es con algo que le está pasando adentro, no sé. Pero te juro que no la vi así desde hace mucho.
Pablo la miró por un segundo, con la respiración contenida.
—Yo tampoco entiendo nada —murmuró—. Estaba todo bien. Hasta ayer, estaba todo bien.
Luján asintió despacio, con una expresión cargada de empatía. Le puso una mano en el brazo, apenas un gesto.
—Deben ser los nervios. Todo esto... el viaje, el cambio, ustedes dos... A veces Marizza se guarda cosas y después explota por dentro. Ya la conocés. Capaz mañana se despierta y te busca como si nada.
Él hizo una mueca que parecía una sonrisa agotada. No confiaba en ese "como si nada", pero agradecía que Luján intentara calmarlo.
—Decile que vine —dijo finalmente, con voz baja—. Que no entiendo qué pasa, pero que si necesita espacio, se lo doy. Solo... decile eso.
—Se lo digo —respondió ella, con convicción—. Y si querés, te aviso si cambia algo.
—Gracias.
Al llegar a la vereda, se quedó un segundo parado, mirando hacia arriba. No había luz en el en su abitación. Y por primera vez en mucho tiempo, Pablo sintió que el viaje que habían planeado juntos podía estar por venirse abajo... antes de empezar.
************
Pablo llegó al parque con el corazón en la garganta.
La noche caía despacio sobre Buenos Aires, con ese olor a tierra húmeda y hojas secas que anunciaba el cambio de estación. El cielo, apenas teñido de naranja, no alcanzaba a calmar el temblor que llevaba en el cuerpo. Marizza lo había citado ahí, a doce horas del vuelo, y no tenía sentido. Nada lo tenía. De hecho llevaba casi dos días sin saber nada de ella y ya estaba empezando a desesperar.
La vio a lo lejos. De pie, con los brazos cruzados y el mentón bajo. El impulso fue correr hacia ella. Abrazarla. Pero cuando dio un paso, ella retrocedió. No fue brusco, pero sí claro. Algo se quebró en su pecho.
La tensión en el aire era espesa, cargada, como antes de una tormenta.
Se acercó con cautela, la mirada fija en ella. Marizza no levantaba la suya. Mantenía los ojos en el suelo, las manos en los bolsillos de la campera, como si estuviera sosteniéndose desde ahí.
—¿Por qué me citás acá? —preguntó Pablo, con la voz más ronca de lo habitual—. ¿Tan cerca del vuelo? ¿Por qué llevas dos días sin hablar conmigo?
Ella alzó la vista por un segundo. Tenía los ojos vidriosos. No lloraba, pero estaba a una respiración de hacerlo. Intentó hablar, pero al principio solo le salió aire.
—Tenemos que hablar —dijo al fin, con una voz tan suave que no coincidía con el peso de lo que venía.
Pablo sintió un nudo subiendo por el pecho.—No me gusta esto —murmuró—. Decime qué pasa.
Marizza tragó saliva.—No podés venir conmigo —soltó, sin rodeos, como si arrancarse la piel fuera más fácil que decirlo lento.
Él no reaccionó al instante. Solo la miró. Y luego frunció el ceño como si no hubiera entendido.
—¿Qué?
—No quiero que vengas conmigo —repitió, la voz un poco más firme, pero temblándole en la última sílaba.
—¿Qué estás diciendo, Marizza? —preguntó, avanzando un paso.
Ella dio otro hacia atrás.—Quiero hacer esto sola —dijo, bajito—. Necesito vivirlo por mí, sin que nadie me acompañe.
—¿Nadie o sin mí?
Ella dudó. Y ese silencio fue la peor respuesta. Pablo abrió los brazos, frustrado.
—¡Esto era de los dos! ¡Íbamos juntos!
Marizza negó con la cabeza, apretando los ojos.—Ya no.
—¿Qué carajo cambió?
—Yo —dijo ella, clavando la mirada en él, como si quisiera creerse esa respuesta—. Yo cambié. Ya no quiero esto... con vos.
Él la miró con la boca entreabierta. Como si el aire le doliera.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué me dejaste hacer planes? ¿Empacar? ¿Soñar?
—Porque no estaba segura de que era esto lo que quería... —respondió, con un hilo de voz.
—¡Entonces no lo digas! —gritó él, perdiendo el control—. ¡No lo digas si no es verdad!
—¡Pero tengo que hacerlo! —estalló ella de repente, rompiéndose por dentro—. ¡Aunque me parta al medio, Pablo! ¡Quiero hacerlo sola, no quiero que vengas!
El silencio que vino después fue peor que los gritos. Él la miró con una mezcla de miedo y rabia.Ella tenía las mejillas rojas, las manos temblorosas.
—¿Me estás dejando? —preguntó él, casi sin aire—. ¿De verdad me estás dejando así?
—Te estoy pidiendo que no me sigas —dijo, sin mirarlo.
—¿Porque no me querés? ¿Eso es?
Marizza bajó la mirada. Las lágrimas se le escaparon por fin, aunque se las limpió rápido.
—Eso no importa —susurró—. No ahora.
—Sí importa, claro, que importa. A mí sí me importa.
Ella lo miró. Solo un segundo. Y él vio todo en esos ojos: el amor, el miedo, el dolor.
—No vengas —dijo ella, con un tono bajo, seco, definitivo.
Pablo dio un paso atrás, como si esas palabras lo hubieran empujado. Sintió que algo se le quebraba en el pecho. Y entonces gritó.
—¿Y entonces qué? ¿Se termina todo así? ¿Dos años, Marizza? ¿Dos años para esto?
Ella no respondió.
—¡DOS AÑOS TIRADOS A LA MIERDA! —repitió, la voz rota, la cara bañada en rabia y angustia.
Marizza se encogió un poco sobre sí misma. Como si cada grito fuera una piedra encima del pecho.
— Por favor, no vengas, Pablo —murmuró de nuevo, casi sin voz.
Pablo la miró. Le temblaban las manos. Quiso decir algo más, pero ya no tenía palabras. Se dio vuelta. Caminó. Paso firme, casi sin respirar. Y ella se quedó quieta, apretando los labios, con las lágrimas cayéndole sin permiso. No lo llamó. No lo siguió. El parque quedó en silencio. Y algo en los dos quedó atrás, roto, enterrado... aunque ninguno de los dos supiera si algún día podrían volver a desenterrarlo.
***********
El caos ya se había instalado desde las seis de la mañana. Franco intentaba cerrar la valija más grande sentándose encima, mientras Sonia iba y venía por el pasillo con una lista en la mano y el ceño fruncido. En la cocina, el olor a café se mezclaba con el perfume de los nervios.
—¿Dónde está el adaptador, por el amor de Dios? —gritó Sonia desde la habitación—. ¡Alguien que revise en el cajón del living!
—¿Querés que también me meta en la valija a buscarlo? —murmuró Franco, sudando mientras empujaba el cierre.
Mía y Luján estaban sentadas en el borde del sillón, vestidas y listas desde hacía rato, esperando a que Marizza bajara. Manuel tomaba café en silencio, parado junto a la ventana, con la mirada un poco perdida. Había algo raro en la atmósfera, más allá de la tensión por el vuelo. Era la ausencia.
—¿Y Marizza? —preguntó Luján por tercera vez.
—Sigue en su cuarto —dijo Sonia, cruzándose de brazos frente al pasillo—. Le toqué la puerta hace media hora y me dijo que bajaba en cinco. No bajó nada.
—Es raro —murmuró Mía—. Con lo impulsiva que es, debería estar acá mandándonos a todos al carajo.
Manuel se giró y asintió, en silencio. Afuera, un auto tocó bocina. El remís estaba esperando. En ese momento, se escucharon pasos en la escalera. Todos giraron la cabeza. Marizza apareció. Tenía la cara lavada, sin maquillaje. El pelo suelto, desordenado. Llevaba la mochila colgada de un solo hombro y un abrigo encima, aunque todavía no lo necesitaba.
Su mirada estaba lejos. Las ojeras le marcaban el rostro como si no hubiera dormido.No saludó. Solo bajó en silencio.
—Al fin —dijo Sonia, exasperada—. ¡Vas a perder el avión! ¿Qué hacías?
—Nada. Ya estoy —dijo Marizza con un hilo de voz, mientras dejaba la mochila junto a la puerta.
Luján la observó con atención. Mía también. Había algo en su postura, en sus ojos hinchados, en la forma en que respiraba. Algo que no encajaba con la excitación del viaje.
—¿Y Pablo? —preguntó Mía, cruzando los brazos—. ¿Va con Mora directo al aeropuerto?
El silencio que cayó fue inmediato. Marizza parpadeó. Y ahí fue. El momento exacto en que se rompió la superficie.
—No —dijo, apenas—. Pablo no viene.
Franco se detuvo en seco, con medio cierre de valija en la mano.
—¿Cómo que no viene?
—¿Va en otro vuelo? —preguntó Mía, frunciendo el ceño.
Marizza se quedó quieta. Tragó saliva. No podía con ese nudo en la garganta.
—Se queda en Buenos Aires.
La frase quedó flotando en el aire como una bomba que nadie sabía cómo manejar. Todos se miraron entre sí. Manuel la miraba fijo. Luján apretó los labios.
—Pero... —empezó Sonia—. ¿Qué pasó?
Marizza negó con la cabeza, apenas.—No quiero hablar de esto —susurró. Y enseguida, con la voz quebrándose—: Solo... no estamos más juntos.
Intentó seguir hablando, pero no pudo. Las palabras se le ahogaron. El pecho se le contrajo como si no le entrara aire. Y entonces, Mía quien estaba más cerca, se acercó rápido, sin decir nada, y la abrazó fuerte. Marizza apoyó la frente en su hombro y se deshizo. El llanto le salió de golpe, seco, contenido. Luján se acercó detrás, con los ojos llenos de sorpresa, abrazandola también. Franco bajó la mirada. Sonia abrió la boca para decir algo, pero no dijo nada. Solo el sonido de Marizza llorando. Solo eso. Y ese abrazo de Mía y Luján, firme, cálido, necesario. Como si con eso pudiera evitar que se desmoronara del todo.
***************
Puerta de embarque.
El grupo se encontraba reunido, entre abrazos sentidos, indicaciones innecesarias y el murmullo incesante del aeropuerto. El altavoz anunciaba el embarque final para el vuelo a Nueva York. Sonia repasaba en voz alta lo que ya habían hecho: check-in, valijas, pasaportes, cambio de moneda. Marizza, con el rostro serio y las ojeras marcadas, escuchaba sin escuchar. Iba asintiendo, diciendo que sí con la cabeza, pero tenía la mirada anclada en otra parte.
Mía la abrazó con fuerza. Luján la besó en la mejilla y le pidió que le escribiera cada día. Franco le apretó el hombro y le guiñó un ojo. Todo el mundo se movía con cierta normalidad... excepto ella. Cuando ya estaba a punto de avanzar en la fila, se giró.
Buscó a Manu.
Él la vio venir y frunció el ceño, porque había algo distinto en su caminar. Algo entre lento y determinado. Cuando llegó hasta él, lo abrazó sin decir palabra. Fue un abrazo largo, sentido, con olor a despedida.
Y entonces, sin soltarlo del todo, con la cara cerca de su cuello, Marizza susurró.Le temblaba apenas la mano sobre su espalda.
—Por favor... cuidalo, ¿sí?
Manuel se separó, mirándola.
—¿A Pablo? —preguntó, y justo ahí vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.
Ella asintió, tragando saliva con dificultad.
—Asegurate que haga lo que tiene que hacer.
—¿Qué cosa? —preguntó él, bajando la voz.
Ella bajó la mirada, y cuando habló de nuevo, la voz le salió rota, apenas un hilo:
—Solo... asegurate... que lo haga.
Manu la miró, completamente desconcertado. No preguntó más. Porque algo en su tono, en su cara, en ese nudo silencioso en la garganta, le dijo que no era momento. Ella le dio un último apretón en el brazo, volvió a colocarse bien la mochila al hombro y se dio vuelta, sin mirar atrás.
Y mientras avanzaba hacia el túnel de embarque, con los ojos empañados y el paso firme, Manuel se quedó inmóvil.
Esa frase no se le iba a borrar tan fácil.
"Asegurate que lo haga."
Y sin saber por qué, sintió que acababa de prometer algo mucho más importante de lo que entendía.
***********
El avión avanzaba con suavidad entre las nubes, pero el corazón de Marizza temblaba como si fuera a estallar. Apoyó la cabeza contra la ventanilla, sin ver nada. El reflejo del cielo no tenía forma. Tampoco sus pensamientos. El asiento de al lado estaba vacio, pues Pablo le hubiera tocado ir ahí. Sacó su libreta. Aquella donde siempre escribía las letras que nunca mostraba. Las que eran sólo suyas. Abrió una página nueva. El trazo le tembló. Y entonces escribió:
"No se lo dije. Porque si le decía que lo había escuchado hablar con Manu sobre la oferta, él iba a insistir. Iba a decir que venía igual. Que no le importaba. Y yo sé que solo había una cosa capaz de hacerlo quedarse en Buenos Aires: que nuestra relación ya no existiera."
Discográfica – 11:23 hs, Buenos AiresDía del vuelo. Día sin ella.
Pablo bajó del taxi sin mirar el edificio. No había dormido, había tomado mucho. Tenía el estómago vacío y los nudillos marcados por la tensión de apretar el vaso toda la madrugada.La ropa le colgaba arrugada. La misma camisa del día anterior. Nadie lo detuvo en recepción. Apenas murmuró su nombre y le indicaron un pasillo largo, blanco, demasiado limpio para el estado en el que se encontraba.
Cada paso que daba tenía un eco raro, como si lo pisara otro. Uno que todavía no terminaba de entender por qué había venido. Pero ahí estaba. Caminando.
"Me quedé callada. Porque a pesar del dolor que me producía dejarlo, no quiero que renuncie a su sueño por mí. Quiero a Pablo con todo lo que es. Incluso si eso no me incluye."
Apoyó la birome encima del cuaderno. Cerró los ojos. Respiró hondo, pero el aire no alcanzaba.
Le volvieron imágenes en ráfaga. Pablo con la guitarra, Pablo cocinando, Pablo escribiéndole poemas en una cuaderno. Y el grito. Ese grito. "¡DOS AÑOS TIRADOS A LA MIERDA!" Se cubrió la boca con una mano. No quería llorar. No ahí. No con gente durmiendo a su alrededor.
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La oficina estaba al fondo, con una puerta de vidrio esmerilado.Adentro, el productor lo esperaba con una sonrisa entusiasta que le pareció fuera de lugar.
—¡Pablo! Justo a tiempo. ¿Querés un café?
Negó con la cabeza. Se sentó sin decir nada. El productor le empezó a hablar de planes, de estructuras, de nombres que Pablo no registraba del todo. Lo escuchaba, pero no. Como si su cabeza siguiera en otra parte. Porque lo estaba. Porque mientras el otro hablaba de "creatividad", "proyección", "futuro". Pablo pensaba en Marizza que estaría ahora en el avión, en como le había dejado la noche anterior.
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"Lo amé tanto que lo dejé ir. Y sé que va a odiarme por esto. Sé que no lo va a entender. Pero yo sí. Yo lo entiendo. Yo sé lo que significa tener algo tan tuyo que asusta.Él ama la música. Yo no podía ser quien le robara eso. Ni siquiera por amor."
El avión tembló levemente. Marizza cerró la libreta. Cerró los ojos. Y dejó que el silencio le hiciera compañía.
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Pablo apoyó los codos en las rodillas. Las manos juntas. La mirada perdida. Sintió que todo sonaba lejos. Como si alguien hubiera presionado "mute" en su vida. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Una pua con la M de Marizza que le había regalado unas semanas atrás. La miró durante varios segundos, con los labios apretados y los ojos húmedos. Y no dijo nada.
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"Tal vez nunca lo entienda. Tal vez crea que fue porque ya no lo amaba. Pero no.Fue porque lo amaba tanto... que no pude permitir que dejara aquello que tanto deseaba."
Marizza apoyó la frente en el vidrio helado. No había paisaje. Solo cielo. Y aun así, sentía que se alejaba de todo. De él. De Buenos Aires. De sí misma.
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Pablo se volvió hacia la ventana de la oficina. En el cielo de Buenos Aires no había nubes.Solo un azul intenso que dolía a distancia. No sabía que, al otro lado del océano, alguien acababa de escribir su nombre... con el corazón roto, pero con amor.
Y aunque en ese momento no lo supieran, con los años, el destino —caprichoso como siempre—volvería a hacer que sus caminos se encontraran.