ID de la obra: 911

Marizza & Pablo - Tercera temporada (Pablizza)

Het
NC-17
Finalizada
0
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
505 páginas, 191.839 palabras, 31 capítulos
Descripción:
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Capítulo 29

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La fecha se iba acercando y Marizza y Pablo estaban preparando todo. Los boletos ya los tenían. Habían contactado con una agencia americana que les alquilaría un pequeño apartamento por los primeros meses en Nueva York. Todo empezaba a volverse real. Palpable. Una de las cosas que más le pesaban a Marizza era no poder hacer el viaje de egresados con todos sus amigos. Las fechas se superponían con el vuelo. Intentaron postergarlo, buscar opciones, pero no había forma. Así que esa cena con todo el grupo, seguida del boliche de siempre, se había convertido, sin decirlo en voz alta, en su verdadera despedida. Pablo actuaba como si no pasara nada. Reía en los momentos que debía reír. Pero Marizza lo conocía demasiado. Había algo en sus gestos, en su forma de quedarse callado unos segundos más de la cuenta, en la forma en que esquivaba algunas miradas, que no le cerraba. Le había preguntado un par de veces si le pasaba algo, y él le había dicho que no. Que solo estaba cansado. Y eso era peor. Porque era mentira. Y a ella las mentiras la desarmaban más que cualquier verdad. Pablo, por su parte, no le había contado a nadie sobre la oferta de la discográfica. Ni siquiera a sus amigos. La propuesta seguía pesándole en el bolsillo, oculta dentro de su mochila. Sabía que si hablaba, si alguien más se enteraba, iba a tener que dar explicaciones. Y no quería que nadie le hiciera dudar de lo que ya había decidido: Rechazarla. Irse con Marizza a Nueva York. Confiaba en que allá pudiera encontrar otra oferta similar. Aunque el nudo en el estómago no se le aflojara ni un poco. Llegaron juntos al restaurante. Era uno de esos lugares grandes, con bancos de madera, luces cálidas colgando del techo y ruido de vasos todo el tiempo. La mesa larga ya estaba medio ocupada: Tomás y Pilar discutían por la salsa, Guido chateaba con cara de no entender nada, y Luján hablaba animadamente con Marcos, que parecía más concentrado en su sonrisa que en lo que decía. Mía y Manu se reían y se besaban y alternaba las conversaciones con Vico y Rocco, y Belén con Laura y Diego. Cuando vieron entrar a Pablo y Marizza, los aplausos y los gritos no se hicieron esperar. —¡Mirá quiénes llegaron! ¡Los internacionales! —gritó Diego, levantando una servilleta al aire como si fuera una bandera. —¡Miren cómo caminan! ¡Si parecen celebridades! —añadió Francisco, mientras Guido golpeaba la mesa con los nudillos en modo aplauso lento. Marizza hizo una reverencia exagerada y se dejó caer en la silla entre Mía y Pilar. Pablo se sentó a su lado, saludando con una sonrisa poco sincera. La cena empezó como empiezan esas cenas: risas, caos, comentarios cruzados, panes que vuelan, alguien que se olvida de pedir bebida, alguien que se quema con una milanesa. Y ahí, en medio de ese desorden, había algo hermoso. Era el tipo de energía que solo aparece cuando todos saben que es una última vez, aunque nadie lo diga. Marizza se reía con Belén, que contaba una historia imposible de una profesora del primer año. Mía le pasaba papas fritas con la mano, y Manu brindaba con todos cada dos minutos, como si quisiera que se les grabara el momento en la piel. —Che, ¿vieron que Feli no vino? —preguntó Vico, mientras se servía otra copa de vino. —Estuve con ella hoy —saltó Mía, acomodándose el pelo detrás de la oreja—. Fui a ver al bebé. No tienen idea. Es... hermoso. Está igualito a ella, con esos ojos enormes. —¿En serio? —preguntó Pilar, acercándose un poco más—. Yo la vi hace un mes y ya tenía una panza tremenda. ¿Y cómo está ella? —Agotada —dijo Mía, sonriendo con ternura—. Pero feliz. Dice que duerme dos horas por noche, pero que se le pasa todo cuando lo ve. Le hubiera encantado venir, pero no quería moverse con el nene tan chiquito. —Ay, me muero —dijo Marizza, con una sonrisa que se le curvó más allá de los labios—. Hay que hacerle una visita todas juntas. Y llevarle algo lindo. No sé, un body con mensaje ridículo o algo así. —Yo me anoto —dijo Belén. —¡Y yo también! —añadió Pilar. Brindaron por Feli. Por la nueva vida que ya había empezado antes que todos. Del otro lado de la mesa, Pablo los observaba. Desde su lado, miraba a sus amigos con una mezcla de ternura y distancia. Sentía que estaba ahí, pero a punto de irse. Como si la risa ya no fuera completamente suya. Tomás, que se había corrido hasta quedar a su lado, le pegó un codazo suave. —Che... ¿vos estás bien? Pablo giró apenas la cabeza. —¿Por? —No sé... estás raro. Silencioso. Pablo sonrió con esfuerzo. —Estoy bien, Tomi. Solo... cansado. Demasiadas cosas en la cabeza. Tomás no insistió. Pero lo miró un rato más de la cuenta. Pablo lo notó. Y desvió la mirada hacia Marizza, que en ese momento se reía tan fuerte que casi se atraganta. El sonido de su risa le golpeó algo en el pecho. Como si cada carcajada fuera un recuerdo que ya se estuviera alejando. Más allá en la mesa, el ambiente se cargaba de otra tensión más superficial: Laura, que llevaba toda la noche lanzando miradas a Guido, que seguía respondiendo con su clásica indiferencia confundida. Pero en algún momento, cuando Pilar fue al baño con Marizza, y Tomás se puso a hablar con Diego, Laura se sentó justo al lado de Guido, muy casual. —¿Te molesta si me siento acá? Es que me estaba congelando con el aire —dijo, con una sonrisa inocente que no convencía a nadie. Guido levantó una ceja. —¿Acá? ¿Con todos los asientos que hay? Qué casualidad... Laura se rió, le empujó el hombro como si fuera su mejor amigo. —No seas desconfiado. Siempre tan agrandado... —No. Solo tengo memoria —dijo Guido, bajando la mirada al vaso, pero con una sonrisita que se le escapó al costado. Fue entonces cuando Marizza volvió del baño y se detuvo a la mitad del camino. Observó la escena un segundo: Laura inclinada hacia Guido, Guido sin moverse, pero tampoco apartándose. Se acercó a Luján, le dio un codazo suave. —¿Estás viendo eso? —Lo estoy registrando desde que se sentó. Mirá cómo lo mira. Marizza no se aguantó. Le hizo una seña a Pablo y a Tomás, que estaban conversando entre ellos. —Ey, vengan. Tienen que ver esto. Guido y Laura... segundo round. En vivo. Tomás se giró enseguida. —¿Otra vez? —Estos dos... —murmuró Pablo, y negó con la cabeza, sonriendo. —Sí, pero viste cómo es. Hay química que ni en la tabla periodica —dijo Marizza, y todos soltaron una carcajada bajita. Brindaron otra vez. Por los que estaban. Por los que se iban. Por lo que no se iba a repetir. Y Pablo, desde su silla, levantó la copa con todos. Sonrió. Rió. Pero esa noche... el vaso le tembló. *********** El boliche estaba lleno. Música alta, luces cruzadas, cuerpos bailando sin vergüenza ni pausa. Las mesas reservadas para el grupo eran una isla dentro del caos. Algunos habían dejado los abrigos en un rincón, otros ya habían pedido la primera ronda de tragos, y Marizza ya tenía brillantina en el cuello sin saber cómo. Era la última vez que estarían todos juntos así. Y lo sabían. Por eso bailaban con una alegría exagerada, casi salvaje, como si intentaran exprimir hasta el último segundo de esa noche. Tomás y Pilar se habían adueñado del centro de la pista con una coreografía ridícula pero contagiosa. Mía y Manu los imitaban mal, a propósito. Luján bailaba con Marcos mientras Laura y Belén agitaban los brazos arriba de la cabeza como si no existiera mañana. Diego y Francisco se turnaban para hacer de DJ imaginario, subiendo y bajando los brazos en sincronía con los beats. Marizza bailaba con Vico y Lujan, riéndose con la cabeza hacia atrás, el pelo suelto, la sonrisa viva. Se movía sin pensar, sin mirar, dejándose llevar por la música, el calor, el sudor de todos los cuerpos mezclados. Y aunque no lo buscara, sabía que Pablo la miraba desde el otro lado de la pista. Él estaba con Tomás y Guido, con un vaso en la mano y la camisa ya fuera del pantalón. Reía, sí. Pero con una risa que duraba menos. Que no nacía del todo. Como si hubiera algo dentro que no le permitiera soltarse del todo. Entonces pasó: Laura, que había estado bailando cerca de Guido toda la noche, se giró hacia él en medio de un tema lento y le pasó los brazos por el cuello. Guido la miró, confundido primero. Pero no se apartó. Y antes de que nadie lo procesara, ella lo besó. Y él, esta vez, respondió. La pista entera estalló. No porque fueran famosos. Sino porque todo el grupo había estado viendo esa historia como si fuera una telenovela en capítulos, y ese beso era la escena final de temporada. —¡Vamos, Guido! —gritó Tomás, levantando los brazos. —¡No me lo puedo creer! —gritó Mía, con las manos en la cabeza. Belén, Roco y Vico aplaudían. Marcos silbó. Diego hacía de relator ficticio al oído de Manu: "¡Y Guido entra por la banda, se escapa de su pasado, y... la besa! ¡Goooool!" Pablo, en medio del alboroto, terminó de reír. Una risa real. Larga. Soltada. Ovacionó con las manos en alto como todos. Como si por unos segundos, el nudo en su estómago no existiera. Y en medio de esa risa, la buscó con la mirada. Marizza también se reía. Le devolvió la mirada. Pero no se acercaron. Siguieron separados. Toda la noche había sido así. Risas con otros. Bailes separados. Como si los amigos tuvieran que ocupar todo antes del final. Como si el "nosotros" pudiera esperar un poco más. Hasta que, casi una hora más tarde, Pablo se acercó. El boliche seguía vibrando de música. Pero él la encontró al borde de la pista, tomando agua, con el cuerpo aún agitado por el baile. —Che —le dijo al oído, con una voz apenas más baja, apenas más firme. Marizza se giró. Lo miró. Sus ojos brillaban, pero ya no del baile. —¿Nos vamos? —preguntó él, sin dar demasiadas vueltas. Sin una sonrisa grande. Solo con esa mirada que lo decía todo. No era deseo. No era urgencia. Solo ganas de estar con ella. De salir de ahí, juntos. Ella lo entendió. No necesitaba traducción. Asintió sin hablar. Agarró su campera y la de él. Salieron del boliche como quien deja atrás una fiesta en cámara lenta. No se despidieron de todos. Solo de los más cercanos, con gestos, con guiños. Nadie preguntó. *************** El trayecto en auto fue silencioso. No incómodo. No frío. Solo... distinto. Pablo conducía con la ventanilla apenas entreabierta, dejando que el aire fresco de la madrugada entrara y les enfriara un poco el sudor del boliche. Marizza iba con las piernas cruzadas sobre el asiento, los zapatos en el suelo, la cabeza apoyada en el vidrio. Las luces de la ciudad se reflejaban intermitentes en su rostro, y Pablo no podía dejar de mirarla en cada semáforo. La piel de sus piernas brillaba bajo la luz, y su perfume, mezclado con la noche, le llegaba en oleadas suaves. Cada tanto, ella suspiraba leve, y él cerraba los dedos más fuerte sobre el volante para no girarse por completo a mirarla. No hablaban. Pero no hacía falta. Algo en ese silencio estaba diciendo todo lo que las palabras no podían. En un momento, sin mirar, Marizza extendió una mano hacia él, apoyándola sobre su muslo. Pablo bajó la vista, y sin soltar el volante, la acarició con la yema de los dedos. Lento. Como si no quisiera apurar ese gesto. Como si fuera sagrado. Le rozó los nudillos, después el dorso, subiendo apenas con el pulgar hasta el hueco entre los dedos. Era un contacto mínimo, pero les hervía la piel. Ella giró la palma hacia arriba. Él entrelazó sus dedos con los de ella, se la acercó a los labios y le dio un beso seco, suave, justo en el centro de la mano. Después, sin soltarla, le acarició el dorso con el pulgar, despacio, mientras los faros de otro coche cruzaban por la carretera, iluminándolos un instante. Llegaron a casa de Mora en silencio. Entraron al cuarto sin encender la luz. El mundo quedó afuera. Pablo cerró la puerta con suavidad, como si no quisiera despertar ni a la noche. El pasillo quedó atrás como un eco lejano. Adentro, solo estaban ellos y el zumbido eléctrico de lo que aún no se habían dicho. Ella se acercó. Lo abrazó fuerte. Largo. Con el rostro escondido en su cuello, respirándolo hondo, como si necesitara llenarse de ese olor, de ese calor, de ese pedazo de casa que solo encontraba en él. Él la sostuvo sin decir palabra, con las manos firmes en la espalda, bajando hasta la cintura. Se quedaron así unos segundos, en silencio, balanceándose apenas, como si estuvieran bailando una canción muda que solo ellos escuchaban. Marizza le acarició la nuca con suavidad, con los ojos cerrados, sintiéndolo respirar sobre su piel, dejando que el amor se le desbordara lento, hondo, sin apuro. —Quedate conmigo... así... —susurró ella, apenas audible. Pablo la besó despacio, primero en el cuello, luego en la mandíbula, subiendo a la comisura de los labios, hasta que se encontraron ahí, en una boca tibia que se abrió de inmediato. El beso fue lento. Calmo. Pero tenía algo que quemaba por debajo. Se besaron como si necesitaran memorizar todo. Él la levantó con los brazos por debajo de los muslos, y la apoyó con delicadeza sobre la cama. Ella rió bajito, sorprendida, y tiró de él hacia abajo. Empezaron a desvestirse en la oscuridad. Primero la camisa de Pablo, que ella desabrochó una a una, rozándole el pecho con los nudillos. Luego el top de Marizza, que él le subió por los brazos mientras le besaba la piel del vientre, suave, como si estuviera leyendo con la boca. Su piel estaba tibia, salada aún por la noche. El roce de sus labios la hizo arquear la espalda. La falda cayó al suelo con un susurro. Pablo bajó la bombacha con ambas manos, despacio, besándole el hueso de la cadera, el vientre, los muslos. Luego se arrodilló frente a ella y separó con las manos firmes el hueco entre sus piernas. Su aliento cálido le rozó la piel más sensible antes de que su lengua tocara el centro de ella, con una lentitud desesperante. La lamió primero con trazos suaves, de abajo hacia arriba, deteniéndose apenas sobre el clítoris para provocar un temblor inmediato en la pelvis de Marizza. Luego se sumergió más, profundo, con la lengua y con los labios, chupándola con hambre contenida, sosteniéndola de las caderas con fuerza, impidiéndole escapar del placer. Su lengua se movía húmeda, precisa, y ella se arqueaba, sus caderas buscándolo. Los gemidos le salían entrecortados, rotos, mientras sus dedos se enredaban en las sábanas, y los muslos temblaban contra la mandíbula de Pablo. Él no se detuvo. La saboreó con deseo y con ternura, con lentitud, hasta que ella soltó un gemido agudo, intenso, con la espalda arqueada y los músculos tensos, temblando bajo su lengua, con los dedos clavados en las sábanas como si se le escapara el aire. Su cuerpo se sacudía, húmeda, deshecha entre sus manos. Solo entonces él levantó la cabeza, la boca mojada, la mirada cargada, y volvió a besarle la piel del vientre, besandole y mordiendole con suavidad mientras ella aún respiraba entrecortado, abierta y temblorosa. Ella se inclinó hacia él, le sacó el cinturón con los dedos, bajándole el pantalón con urgencia suave, y él, sin dejar de mirarla, se deshizo del calzoncillo con un movimiento torpe. Ella lo miró un segundo más, con la boca entreabierta, y sus ojos se cruzaron intensos, cargados. Él le sostuvo la mirada, con las pupilas dilatadas, sin decir palabra. Entonces ella bajó, inclinándose con lentitud, tomándolo con los labios con una provocación silenciosa. Lo acarició con la lengua desde la base hasta la punta, haciendo una pausa en cada movimiento, mientras lo rodeaba con la mano, marcando un ritmo lento pero firme. Pablo cerró los ojos por un instante, se tragó un gemido, y al abrirlos la encontró mirándolo desde abajo, sin dejar de moverse. Esa mirada, fija, profunda, lo desarmó por dentro. Ella lo lamía profundo, pausado, tomándose su tiempo, sintiendo cómo él se tensaba con cada caricia, cómo vibraba su cuerpo con cada movimiento húmedo de su lengua. Pablo jadeaba, murmuraba su nombre entre dientes, perdido en esa sensación íntima. Le acarició la mejilla con los nudillos, en un gesto de admiración, mientras sus dedos seguían enredados en el cabello de ella. Cada vez que ella bajaba más, él se estremecía, con los labios entreabiertos, los ojos empañados. Cuando no pudo más, la levantó con ternura, con urgencia, como si necesitara que dejara de hacerlo pero también que no se detuviera nunca. La besó profundo, con hambre y agradecimiento, con el sabor de ella y de lo que acababan de ser, empapado en los labios. Pablo se incorporó apenas para buscar un preservativo en la mesita. Lo abrió con los dientes, se lo puso con los dedos temblorosos mientras ella lo miraba, sentada sobre los talones, desnuda, el cabello enredado y la respiración agitada. Se estiró para besarlo antes de que volviera sobre ella. Lo atrajo de nuevo a la cama. Ella abrió las piernas despacio, con naturalidad, y él se acomodó entre ellas. Se rozaron con las caderas, las respiraciones mezcladas, las frentes pegadas, los cuerpos sudados, tibios, dispuestos. —¿Estás bien? —susurró, con la frente contra la de ella. —Sí —respondió, con la voz cargada, acariciándole el rostro—. Solo... hacelo. La penetró despacio. Con todo el cuerpo. Ella cerró los ojos y abrió la boca sin emitir sonido, mordiéndose el labio. Lo sintió entrar hasta el fondo. Pablo se quedó quieto un segundo, hundido en ella, respirando con fuerza. —Estás tan... —empezó a decir, pero no terminó. Porque se le quebraba la voz. Se movieron despacio. Coordinados. En un ritmo íntimo, callado, como si no quisieran romper lo que compartian. Cada embestida era profunda, completa, acompañada de una lentitud que los volvía locos. Pablo se inclinaba sobre ella con cada movimiento, besándole el cuello, lamiéndole el lóbulo, respirando su nombre al oído mientras sentía cómo Marizza se abría más a cada roce, cómo su cuerpo respondía con un temblor suave, involuntario. Él bajó una mano y volvió a acariciarla, buscándola con los dedos entre cada embestida, sincronizando el ritmo con la yema, presionando justo donde sabía que la hacía gemir. Sus dedos se humedecían al contacto, y se deslizaban en círculos lentos, firmes, que la hacían gemir bajo su aliento. Ella se arqueaba, se tensaba, lo agarraba más fuerte de los hombros. El cuerpo entero de Marizza se tensaba bajo él, jadeante, vulnerable. Pablo la miraba entre cada movimiento, como si temiera que desapareciera si cerraba los ojos. El vaivén se intensificó apenas, sin romper el silencio espeso que los envolvía. Solo el roce de piel, las respiraciones calientes, el sonido húmedo de los cuerpos chocando suave, y los suspiros que se escapaban entre los dientes. Él la sostenía por la cintura, bajando una mano por su muslo, empujándola levemente hacia él, hundiéndose más con cada encuentro. La sentía tan apretada, tan caliente, que todo en él pedía más, pero se contenía. Quería que durara. Marizza le arañó la espalda sin querer. Le mordió la mandíbula. Le dijo su nombre al oído, ronca, rota. Él le susurró que la amaba, que era hermosa, que no quería estar en ningún otro lugar del mundo. Que quería quedarse así para siempre, dentro de ella, sintiéndola temblar. Los gemidos eran bajos, contenidos. Como si supieran que Mora dormía del otro lado de la casa. Pero también porque lo que pasaba entre ellos no era ruido, era fuego lento. Era amor. El orgasmo los encontró así. Juntos. Apretados. Él dentro de ella. Ella aferrada a sus hombros. Fue lento, como una ola que se arrastra. Ella tembló, jadeando bajito, los muslos apretándole la cintura. Él la siguió enseguida, enterrado en su cuello, con un gemido sordo que se le ahogó entre los dientes. Se quedaron así. Pegados. Respirando fuerte. Sin decir nada. Pablo aún dentro de ella, quieto, abrazándola, sintiendo cómo le latía todo el cuerpo contra el suyo. Le acariciaba la espalda con una mano temblorosa, dibujando líneas invisibles sobre su piel caliente. El pecho de él subía y bajaba contra el suyo. Marizza lo abrazaba con las piernas flojas, con los ojos cerrados y el rostro escondido en su cuello, como si quisiera quedarse fundida ahí para siempre. Después, se separaron con una lentitud que dolía. Pablo se salió de ella con cuidado, dejando un vacío húmedo que ambos sintieron, aunque no dijeran nada. Se quedó unos segundos sentado al borde de la cama, con la cabeza baja, el pecho brillando de sudor. Se quitó el preservativo, lo ató con gesto mecánico y lo dejó en la papelera, luego pasó una mano por su cara, como si necesitara volver al cuerpo. Volvió a la cama. Marizza seguía ahí, boca arriba, la sábana en la cadera, los pechos al descubierto, uno de sus brazos sobre los ojos, como si el mundo le pesara. Tenía la piel aún húmeda, el pelo revuelto sobre la almohada, la respiración lenta pero irregular. Él se recostó a su lado y la abrazó desde atrás, rodeándole el vientre, con el pecho pegado a su espalda. Le besó el hombro, luego la nuca, y cerró los ojos. Se quedaron así. Enredados. Sin hablar. Con la piel aún vibrando. Con los corazones desacompasados. Como si sin decirlo, ambos intentaran grabarse en el cuerpo el olor, la textura, la presencia del otro. — Quiero quedarme así. Todo el tiempo. —susurró, con la voz ronca. Marizza no respondió. Solo se abrazó más fuerte a él, enterrando el rostro en su cuello, como si ahí estuviera su casa, su refugio, su todo. Acarició su pecho con los dedos, apenas rozándolo, como si lo estuviera dibujando a ciegas. Él apoyó la mejilla en su frente y la sostuvo aún más cerca, hasta que sus respiraciones se acompasaron. Él deslizó una mano sobre su cadera, por la curva de su espalda, en un movimiento lento que no buscaba nada más que el contacto. Ninguno de los dos dijo nada con una sensación lleno de amor. Pablo se quedó dormido enseguida y minutos después le siguió Marizza. ************* La habitación olía a noche, a piel, a sábanas calientes. Pablo despertó antes. Estaban desnudos. Lo notó al sentir la curva tibia de su cadera contra la suya, el roce suave de una rodilla entre sus muslos, la textura de su pecho pegado al suyo. Marizza dormía boca abajo sobre él, con una pierna lanzada sobre su cadera y un brazo abrazándole el torso como si, incluso dormida, no quisiera soltarlo. Como cada mañana, Pablo se había despertado con una erección. Le acarició la espalda con la yema de los dedos, despacio, desde la nuca hasta el comienzo de la cadera. La piel se le erizó bajo el tacto. Se detuvo un segundo en la línea de la columna, dibujándola con suavidad. No quería despertarla. La observó un momento, con los ojos cerrados, su boca entreabierta, sus cabellos rozando su mejillas. Pero ella murmuró algo entre sueños y se movió, estirándose como una gata. El pecho le rozó el costado, y su boca, entreabierta, le rozó la clavícula antes de abrir los ojos. —Mmm... ¿ya estás despierto? —preguntó con voz ronca, aún arrastrada por el sueño. —Hace un rato —susurró él, y le besó la sien. Ella subió un poco por su cuerpo, sin separar del todo los cuerpos, apoyando el muslo más arriba, enredándose un poco más. —Me encanta despertarme así... —dijo ella, con la frente apoyada en su cuello—. Y pensar que en menos de una semana vamos a levantarnos así todos los días. Pablo sintió una punzada en el pecho. Volvió a besarla en la frente sin decir nada. Pero su mirada se desvió hacia la mesita, donde asomaba, casi imperceptible, una esquina doblada del sobre con el logo de Sur Records. La punzada era culpa. Era miedo. Era el dolor de amar tanto a alguien como para renunciar a lo que soñabas... y no saber si hiciste bien. Se inclinó apenas y, sin que ella lo notara, deslizó el celular encima. Marizza solo se apretó más contra él, con la pierna enredada, los labios apoyados en su cuello, sin intuir nada. —¿Y si hacemos waffles? —preguntó, sonriendo contra su piel—. Seguro Mora tiene harina en algún lado. —¿Sos consciente de que vas a llenar la cocina de humo, no? Se rieron bajito. Ella levantó la cabeza y lo besó. Primero en la mejilla. Después, en la comisura. Luego, en la boca. Un beso lento, tibio, con la boca aún dormida, pero con el amor latiendo bajo la lengua. Pablo la sostuvo del rostro, le acarició la mandíbula con el pulgar, y al separarse le rozó la nariz con la suya. Marizza se sentó en la cama, sujetando la sábana sobre el pecho con una mano, aunque sin demasiada vergüenza. Estiró los brazos y se quedó mirando la habitación con los ojos entrecerrados por la luz. —¿Sabés qué es raro? Que hasta Sonia dejó de quejarse de que me quede a dormir acá —dijo, con una sonrisa torcida—. Ya ni se gasta en mandarme mensajes pasivo-agresivos. Es como si... hubiera aceptado que ya no puede controlar nada. —O como si ya se resignó —respondió Pablo, desde la almohada sin intención de levantarse aún, con una media sonrisa. —Puede ser. Igual, qué placer. No tener que explicarle a nadie dónde estoy, con quién estoy, qué hago. Solo... estar. Se volvió hacia él, dejando caer la sábana hasta la cintura. Volvió a meterse en la cama, metiéndole las piernas frías entre las suyas. Pablo la abrazó con todo el cuerpo, piel contra piel. Marizza le besó el pecho, justo donde latía más fuerte, y después apoyó la mejilla ahí. Sintió, sin buscarlo, la erección de él contra su vientre. La reconoció enseguida, como si su cuerpo ya supiera leerlo con solo rozarlo. Abrió los ojos apenas, lo miró de reojo con una sonrisa lenta y murmuró: —¿Siempre te despertás así? —susurró, sin moverse. —Solo cuando estoy feliz —murmuró él, bajito, como si confesarlo lo desarmara. Ella levantó apenas la cabeza, lo besó otra vez y luego, de repente, se escabulló de sus brazos y se levantó de la cama con una sonrisa pícara, envolviéndose apenas con la sábana. —No, no... no vuelvo a la cama. Sé perfectamente qué pasa si vuelvo —bromeó, caminando hacia la ventana. —¿Y qué pasa? —preguntó Pablo, apoyado en un codo, con una sonrisa de lado. La miró con atención, y por un segundo, se quedó quieto al ver la escena frente a él: Marizza de espaldas, la sábana apenas sosteniéndose sobre su pecho, dejando al descubierto la línea limpia de su espalda, la curva de su cintura y de su culo. —Vos sabés muy bien qué pasa —dijo ella, divertida, girándose apenas. Pablo se levantó rápido y la alcanzó. Ella chilló de risa cuando él la atrapó por la cintura y la arrastró hacia sí con facilidad. Esa visión —su espalda descubierta, el juego de luz sobre su piel— lo sacudió. No pudo resistirse. La rodeó por detrás con los brazos, pegando su cuerpo desnudo al de ella, y la abrazó con una mezcla de deseo y ternura, enterrando el rostro en su cuello mientras la arrastraba suavemente de vuelta hacia la cama. —No, no te vas a ir todavía —le susurró, sonriendo mientras ella intentaba zafarse entre carcajadas—. Vení para acá. —¡Pablo! ¡No! —reía, mientras se revolvía con las piernas atrapadas por la sábana. —Estás jugando con fuego —le advirtió, riéndose también. —¡Por eso no quiero volver a la cama! —gimió con dramatismo fingido—. Porque sé perfectamente qué va a pasar si vuelvo. —No tengo idea de qué hablás —dijo él, haciendo el inocente. —Mentirosito... —le murmuró, entre risas, pegándole un manotazo en el pecho. Dandole la vuelta quedando encima de él. Entonces, como en un movimiento de distracción, lo besó rápido, fugaz, en los labios. Y justo cuando él se quedó quieto, medio confundido, ella se pegó más a él, rodeándole el cuello con los brazos y frotando sus caderas con lentitud, deslizando su centro húmedo sobre su erección con una intención tan clara como descarada. Le mordió el lóbulo de la oreja y luego bajó apenas el rostro para rozarle el abdomen con la nariz, tan cerca que su aliento le erizó la piel. Se detuvo un segundo ahí, como saboreando la anticipación. Con la nariz todavía rozándole la piel, le soltó un suspiro cálido, y bajó la mano por su costado como para sujetarse. Luego pasó la lengua por la punta con una rebeldia y provocación. Pablo soltó un gemido bajo, ahogado, y cerró los ojos, con el pecho levantándose en un suspiro contenido. Entonces ella rió, baja, caliente, y le dejó un beso juguetón en la mandíbula. —Eso es trampa —susurró él, con la respiración agitada, sosteniéndola fuerte por la cintura. —¿Y? ¿Vas a detenerme? —provocó ella, aún riendo. —Sí... pero más tarde —dijo él, volviéndola a alzar. Rodaron entre las sábanas, entre carcajadas y besos, con las piernas enredadas y las bocas buscándose. Se revolvían entre risas, tropezando con las sábanas, enredándose en el otro como si no existiera nada fuera de ese juego. Hubo cosquillas en la cintura, zancadillas suaves bajo las sábanas, manotazos con risas entrecortadas. Marizza chilló divertida cuando Pablo le mordió el hombro y ella le devolvió el gesto, mordiéndole el cuello apenas. Él fingía dejarla escapar, solo para acorralarla de nuevo entre almohadas, haciéndola reír más fuerte mientras le cubría el rostro de besos. Se empujaban y se acariciaban con la misma intensidad, entre juegos y gemidos cortos, como si no pudieran elegir entre rendirse al deseo o seguir riéndose hasta quedarse sin aliento. Marizza se revolvía bajo él, con las mejillas rojas y los ojos brillantes, hasta que lo empujó de espaldas, jadeante y con la sonrisa temblándole en los labios. Pablo tiró de nuevo hacia sí con una sonrisa que le encendía la piel. Ella se dejó caer sobre él, con la risa ya desbordada de ternura. Lo besó como si no pudiera más, como si el juego la hubiera vencido, y en ese beso se mezcló todo: la alegría, la complicidad, el deseo. El vaivén se detuvo, pero la energía seguía vibrando entre sus cuerpos. Se quedaron así, quietos un segundo, respirando el uno sobre el otro, con las frentes apoyadas, las sonrisas todavía latiendo en los labios. Marizza deslizó los dedos por su pecho, aún sin hablar, y luego se incorporó con un gesto suave, sin romper el contacto, estirando una mano hacia la mesita. —Se acabó el juego —murmuró con una sonrisa suave, dando a entender que su paciencia se había acabado, justo antes de rozar el cajón. Pablo ya sabía qué buscaba. Con una sonrisa, abrió el cajón y le alcanzó el preservativo. Lo sostuvo entre los dedos un segundo, mirándola sin decir palabra, y luego se lo puso con movimientos lentos, sin perder la conexión de las miradas. Marizza no dejaba de mirarlo, con los labios entreabiertos, una mano apoyada sobre su pecho, y el cuerpo aún vibrando de risa y deseo. Volvió a sentarse sobre él con suavidad, guiándose por el tacto, rozando su piel con la suya. Antes de dejarse hundir del todo, se inclinó hacia él y le susurró al oído, entre risas y suspiros: —Esperá... Pablo la miró, atento. Entonces, como un impulso natural, deslizó su mano entre ambos cuerpos, buscando confirmación. La acarició con la yema de los dedos, despacio, con reverencia. La notó húmeda tan lista como él. Marizza soltó un suspiro leve al sentirlo. Lo miró sin palabras y, con la misma mano, guió su entrada. Se dejó caer sobre él despacio, mordiéndose el labio al sentirlo dentro, con un suspiro contenido que le tembló en la garganta. Sus labios estaban juntos, pero no se besaban. Solo respiraban uno sobre el otro, mirándose en silencio mientras se movían con ese ritmo mudo, leve, como si no quisieran romper la calma de la casa. El vaivén era suave, hondo, cargado de algo que ya no era solo deseo. Las manos de Pablo acariciaban sus costados, subían por su espalda mientras ella se sostenía con las manos apoyadas en su pecho, el cabello cayéndole como una cortina sobre los hombros. Marizza jadeaba en silencio, apenas un murmullo entre labios apretados, y Pablo no dejaba de mirarla, con los ojos encendidos, las cejas fruncidas de emoción contenida. Se movían lento, entregados, como si el tiempo hubiera desaparecido. El vaivén se fue haciendo más profundo, más cargado de urgencia contenida, hasta que Marizza inclinó el rostro hacia él y buscó su boca con un beso tembloroso, entrecortado. Pablo le devolvió el beso con la misma necesidad, tomándola más fuerte de la cintura, aferrándose a ese momento como si pudiera hacerlo eterno. No tardaron. Era la necesidad de fundirse un poco más antes de salir del mundo que habían creado bajo las sábanas. Cuando terminó, ella se quedó apoyada sobre su pecho, con los ojos cerrados. Pablo le acarició la espalda, los muslos, el pelo, como si quisiera grabarla para siempre con las manos. Ninguno dijo nada. Pero en ese roce callado, se lo dijeron todo. Marizza le besó el pecho de nuevo, luego subió la cabeza y apoyó la frente contra la suya. —Me da miedo estar tan feliz —murmuró. Pablo cerró los ojos. Le acarició el brazo lentamente, de abajo hacia arriba, hasta los dedos, que enredó con los suyos. —A mí también —dijo, casi sin voz. Se quedaron así. No dijeron más. Pero se besaron otra vez. Lentos. Desnudos. Callados. Como si en esa caricia con la boca intentaran decir todo lo que no sabían si se animaban a decir en voz alta. Desde la cocina, empezaron a escucharse ruidos de vajillas y pasos suaves. Mora ya estaba despierta. Se miraron en silencio, con una media sonrisa que decía todo. Era hora de volver al mundo. De buscar ropa. De cubrirse. De salir de esa burbuja perfecta que, aunque durara poco, ya se les había tatuado en la piel. ************** La habitación de Pablo era un caos de ropa, valijas abiertas y papeles sueltos. Pablo, sentado en la cama, giraba el pasaporte entre los dedos con el ceño fruncido. No miraba nada en particular, pero lo sentía todo. A su lado, sobre la mesita, la tarjeta de Sur Records seguía donde la había dejado. La miró. La leyó de nuevo. "Martín Rinaldi – Director artístico, Sur Records". La giró entre los dedos como si pudiera encontrar una respuesta oculta en el reverso. La punzada volvía. Culpa. Miedo. Amor. Todo junto. El peso de un sueño que ahora parecía un castigo. En ese momento, sonó el timbre. Pablo se sobresaltó. Pensó en Marizza, en que venía a ayudar. Se levantó de golpe y, en el apuro, se dio un golpe en la espinilla contra una valija abierta en el suelo. —¡La puta madre... —murmuró, agarrándose la pierna. Fue hasta la puerta y abrió. —¿Y ese quilombo? —preguntó Manu al entrar con su sonrisa de siempre—. ¿Estás empacando o intentando escapar de la ley? —No sé... un poco de ambas —respondió Pablo, forzando una risa. Manu entró sin cuidado, dejando la puerta apenas encajada. Al cruzar el umbral del cuarto, se frenó. —Güey... ¿qué pasó acá? ¿Te explotó una valija? Pablo alzó los hombros, sin ganas de explicaciones. —Che, al menos doblá las cosas. Vas a parecer un vagabundo llegando a Nueva York. —Qué sé yo, Manu. No tengo cabeza para eso —dijo Pablo, dejándose caer hacia atrás sobre el colchón. Manu se sentó al borde de la cama, mirándolo con algo de preocupación. —¿Estás bien? Pablo no respondió. Solo se encogió de hombros. Manu, como quien no quiere la cosa, estiró la mano hacia la mesita de luz y agarró la tarjeta que estaba medio escondida entre unos papeles. —¿Y esto? —leyó en voz alta—. "Martín Rinaldi – Director artístico, Sur Records"... ¿Este es el productor? ¿Fuiste a su discográfica? Pablo se incorporó al instante, tratando de sacar la tarjeta de sus manos. —Dejá, no es nada. —No me digas. ¿Te fuiste a hacer el rockstar y no contás nada? —insistió Manu, apartándose con una media sonrisa burlona. Pablo suspiró, resignado, y bajó la cabeza. —Fui el otro día. Me citó él. Dice que le gustó lo que vio en el último show de Erreway. Que tengo "instinto de productor" o algo así. Me ofreció una formación, y una beca para trabajar con ellos. Es una locura. Manu lo miró, impactado. —¡Pará! ¡¿Y no nos contaste?! ¡Eso es enorme, hermano! —Sí... Lo sé, es un sueño... pero, no puedo, ¿no? —Pablo se encogió de hombros, como si eso explicara todo—. No se lo digas a Marizza, si ella se entera... Ya está decidido. —¿Estás diciendo que vas a renunciar? Pablo bajó la mirada, murmurando: —Obvio, ¿que opciones tengo? Si acepto, pierdo a Marizza. Si tengo que elegir... —empezó, con voz baja, como si cada palabra le costara más que la anterior. Hizo una pausa, apretando la mandíbula, y cuando volvió a hablar lo hizo casi en un susurro—. No sé. No sé si estoy listo para perderla otra vez. Manu frunció el ceño, en silencio. —Pero... ¿y vos? —insistió Manu, con la voz más baja, casi como si no quisiera meter el dedo en la herida, pero sabiendo que tenía que hacerlo—. Esto... esto no es cualquier cosa. Es probablemente algo por lo que llevás soñando años. Pablo levantó los ojos por un instante, vidriosos, y luego volvió a bajarlos. — Lo sé, lo sé pero justo ahora que por fin estamos tan bien. Mejor que nunca... No puedo elegir quedarme acá mientras esta en Nueva York. —Capaz no tenés que elegir —dijo Manu, casi en voz baja. —Sí, tengo que elegir —respondió Pablo con una amargura contenida—. Porque si le digo que me quiero ir con ella y renunciar a esto, se va a sentir culpable. Además, la conoces, no me va a dejar renunciar... Y si me quedo, la pierdo. Elija lo que elija, pierdo algo. —No tenés que romper vuestra relación, Pablo... —¿Y vernos cuándo? ¿Dos veces al año? ¿Hablar por telefono cada cierto tiempo? No sé si puedo con eso, Manu. Se pasó la mano por la cara, como si quisiera borrar todo lo que sentía. —Por favor, no quiero que lo sepa, es lo mejor. Que piense que no hay nada que decidir. Que no hay ninguna oportunidad acá, sin preguntas. Esto puede esperar o quien sabe si me saldrá algo allá. Manu lo miró largo, con la incomodidad de quien está viendo a su amigo romperse de a poco. Manu se quedó callado un segundo, más serio. —Manu... —dijo de pronto, sin mirarlo—. Si fuera Mía en el lugar de Marizza... si fueras vos el que se está por ir y recibís una oferta como esta, ¿qué harías? Hubo un silencio breve, pero lleno de comprensión. Manu lo miró de costado, sin necesidad de palabras. Se acercó y, sin decir nada, le dio un golpe suave en la espalda. De esos que no duelen, pero pesan. De esos que dicen "te entiendo, no estás solo" sin pronunciar una sola sílaba. Pablo bajó la cabeza, tragando saliva. A veces, lo que más necesitás no es una respuesta. Es que alguien entienda el quilombo que tenés adentro. Desde el pasillo se escuchó el sonido leve de la puerta, mal cerrada. Un crujido que se coló hasta el cuarto. Ambos giraron la cabeza hacia el ruido. Ambos giraron la cabeza. —¿Hay alguien más en la casa? —preguntó Manu. —No... —dijo Pablo. Salió al pasillo. Miró el living. Vacío. Fue hasta la puerta. La abrió con cuidado. Silencio. Ninguna señal de nadie. —No hay nadie —murmuró. —Capaz fue la puerta mal cerrada —dijo Manu. Pablo se quedó un segundo más mirando hacia el pasillo vacío. Luego cerró la puerta. **********
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