Capítulo 6
Los días habían pasado lentos, demasiado lentos. El reloj de la celda parecía reírse de Caitlyn cada vez que entraba. Segundos que se estiraban como horas. No porque Jinx estuviera haciendo de las suyas, no porque cantara hasta enloquecer o lanzara insultos disfrazados de risa. Todo lo contrario: porque no hacía nada. Desde aquel día, desde aquella burla inocente —tan estúpida, tan insignificante en boca de cualquiera— Jinx había dejado de ser... ¿Jinx? No había bombas improvisadas con vendas dobladas. No había rimas absurdas. No había frases con doble filo. Solo silencio. Silencio que pesaba más que la decepción de mamá homofóbica cuando la hija le dice que es lesbiana. Caitlyn pasaba sus noches en la silla frente a la celda, el uniforme arrugado, el rifle apoyado contra la pared, con la esperanza absurda de que en cualquier momento la criminal soltara una de sus carcajadas para romper el aire denso. Pero no. Jinx dormía. O fingía dormir. A veces daba la impresión de que ni siquiera respiraba. El hambre también se convirtió en arma. Los platos que los guardias le dejaban al otro lado de la reja se quedaban intactos. Pan duro, carne seca, nada tibio, frutas cortadas pero casi dañadas… todo quedaba en el suelo hasta que alguien, resignado, lo retiraba horas después. Jinx no probaba bocado. Solo se enroscaba en la litera, abrazando la nada como si quisiera fundirse con ella. Al tercer día, Caitlyn comenzó a sentir la frustración crecer como un veneno. Jinx callada no era una victoria. Era un castigo. Porque los gritos podían bloquearse. La burla podía ignorarse. Incluso la locura podía resistirse. Pero la indiferencia… eso era otra cosa. —Hoy le hablaré, y si no me contesta la trasladaré al pozo más oscuro de Stillwater. Pero si me contesta... —murmuró la mayor en el baño de la prisión. Aquella mañana, después de otra noche sin dormir bien, Caitlyn entró a la sala de contención con el paso cansado antes de irse al departamento. El sol apenas empezaba a filtrar su luz a través de los ventanales superiores, pintando la celda de un tono pálido. Allí estaba Jinx, como siempre: acostada de lado, las trenzas largas desparramadas sobre el colchón barato. Sus ojos estaban abiertos, pero fijos en un punto invisible del muro. Ni siquiera se giró al escuchar el chirrido de la puerta. —¿Vas a seguir con esto? —preguntó Caitlyn, sin disimular el fastidio. Silencio. —Si tu idea es desgastarme, vas por buen camino —añadió, quitándose los guantes y dejándolos sobre la mesa metálica—. Pero no creas que con callar logras más que con gritar. —Que metáfora tan mierda. —Ah, ¿Ahora sí hablas? Nada, silencio. Ni una mueca. Ni un parpadeo. Caitlyn apretó la mandíbula. Caminó un par de veces frente a la celda, como una fiera enjaulada al revés. Ella era la que parecía atrapada en ese juego absurdo. —Mira, si lo de la cucaracha fue lo que te molestó… —dijo, finalmente, apoyando las manos en la reja y acercando el rostro—. No es mi culpa, no sé que parte de mi burla absurda te ofendió tanto. Los ojos de Jinx se movieron apenas, lo suficiente para mirarla de reojo. Caitlyn captó esa chispa mínima como si fuera un disparo. —Solo estaba… —la comandante se detuvo, buscando las palabras. ¿Qué se suponía que dijera? ¿Que se burlaba por costumbre? ¿Que necesitaba romper la tensión de alguna manera?— Solo estaba burlándome, es todo. Jinx no respondió, pero el parpadeo lento de sus pestañas fue una señal. Caitlyn lo entendió: había sido un error. Uno grave. —No somos enemigas en todo, ¿sabes? Bueno, si—prosiguió, con voz más baja, casi un murmullo—. Pero trato de al menos tener palabras intercambiadas contigo, de lo contrario no estaría aquí hablándote. Una expresión se dibujó en su rostro, pero Jinx la ignoró. Se giró apenas, dándole la espalda. Caitlyn suspiró y retrocedió un paso. No había caso. Era como hablar con una estatua. Sin embargo, al sacar algo del bolsillo de su chaqueta, sintió que debía intentarlo una vez más... Con un pequeño soborno. La hamburguesa estaba aplastada, fría como un cadáver. La había comprado la noche anterior en un puesto callejero cuando regresaba para la nueva vigilancia, demasiado tarde para una cena decente. No la había comido; la había guardado en un impulso absurdo, pensando en... ¿Ella misma? Ahora, la sostenía en su mano, envuelta en papel grasiento. —Mira —dijo, avanzando hasta la pequeña ranura de la reja y dejándola caer dentro—. No es mucho. Está helada, lo sé. Pero es mejor que morirte de hambre por la mierda que te sirven. El objeto cayó con un golpe suave en el suelo de la celda. Jinx, desde la litera, giró lentamente la cabeza. Sus ojos magenta se posaron en el bulto de papel arrugado. Durante un instante, el silencio fue tan intenso que Caitlyn escuchó el latido de su propio corazón. Jinx se incorporó despacio, como si aquel gesto costara demasiado. Caminó hasta la hamburguesa y la recogió con dedos delgados. La levantó, la olfateó. Luego miró a Caitlyn, que permanecía firme, observándola. —¿Crees que con esto arreglas todo? —preguntó Jinx, su voz ronca por días de mutismo. Caitlyn sintió un alivio extraño: al menos habló de nuevo. —No —respondió con honestidad—. Pero al menos considerarlo un soborno. Jinx soltó una risita seca, carente de alegría. Se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Con una mano sostuvo la hamburguesa, con la otra se frotó el rostro. —No somos amigas, comandante —murmuró—. Pero traes hamburguesas en el bolsillo solo para mí. —Era para mi, olvidé comerla, está fría y seca, no te emociones—dijo Caitlyn, encogiéndose de hombros. Por un segundo, la mirada de Jinx se suavizó. Luego bajó la vista y deshizo el papel, dejando que el olor rancio del pan frío llenara la celda. Dio un mordisco pequeño, casi simbólico. Caitlyn asintió, satisfecha con ese mínimo gesto. —Eso es todo, disfruta tu banquete —dijo, dando un paso atrás hacia la puerta. Jinx la siguió con la mirada mientras masticaba. Sus labios manchados de ketchup dibujaron una curva ambigua, mezcla de burla y aceptación. —No pienses que esto significa que ya no estoy enojada, me ofendiste —advirtió. —Jamás lo pensaría, sé que siempre estarás enojada conmigo—replicó Caitlyn, pero su voz tenía un tono que no coincidía del todo con las palabras. Había una burla detrás. —Ya vete, eres pésima para el sarcasmo. Cuando salió de la sala y cerró la puerta tras de sí, Caitlyn se recargó en la pared del pasillo. Respiró hondo. Sentía el olor de la hamburguesa todavía en las manos, como si lo hubiera impregnado todo. “¿Qué mierda estoy haciendo?”, pensó. Era Jinx. Una criminal. Una amenaza constante para Piltover. Y, aun así, había pasado noches enteras sin ir a su departamento, vigilándola, esperando que hablara. Ahora hasta compartía con ella una hamburguesa fría, como si fueran… amigas. La palabra le pesó en la mente, incómoda, peligrosa. Sacudió la cabeza, ajustó el cinturón de su uniforme y caminó por el pasillo iluminado por lámparas amarillas. Pero por más que intentara convencerse, la pregunta la perseguía como una sombra: “¿Por qué estoy haciendo esto… si Jinx es una criminal?” Y no encontró respuesta. Tampoco quería escucharla. Supo que necesitaba alejarse, al menos por poco, reponerse y regresar a la dureza que la caracterizaba. Dos días habían pasado desde la última visita, dos días en los que se había prometido endurecerse. Nada de hamburguesas guardadas en el bolsillo, nada de conversaciones ambiguas que la dejaran preguntándose a quién trataba de proteger en realidad. Era la de comandante Piltover, no la niñera de una criminal. Y sin embargo… allí estaba de nuevo, con la llave en la mano, respirando hondo antes de girarla en la cerradura. El chirrido de la puerta metálica rompió el silencio. La celda estaba igual que siempre: paredes desnudas, frías, húmedas, oscuras. Y Jinx, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, como si hubiera estado esperando. No había risa en su rostro, pero sí una chispa en los ojos, esa chispa que Caitlyn conocía demasiado bien. —Vaya, vaya —canturreó Jinx apenas la vio—. La sheriff vuelve después de dos días de vacaciones. ¿Qué tal el spa, comandante? ¿Muchos masajes? Caitlyn no respondió al sarcasmo. Caminó firme hasta la silla y dejó allí su libreta, como si estuviera anotando algo importante. No lo estaba, pero necesitaba ese gesto de rutina para recordarse quién era. —Estoy aquí para vigilarte, nada más —dijo, seca. Jinx ladeó la cabeza y sonrió. —¿Segura? Porque la última vez trajiste cena. ¿Qué será hoy? ¿Un postrecito? ¿Un pastelito? —Hoy no hay nada —replicó Caitlyn, clavando la mirada en ella—. Y no volverá a haberlo. El silencio que siguió no fue pesado como los de días anteriores, sino distinto: expectante. Jinx entrecerró los ojos, estudiando a su guardiana. Después, se levantó con un salto y se acercó a la reja, aferrándose a los barrotes. —Quiero un espejo. —soltó de golpe. Caitlyn la miró sin comprender al principio. —¿Qué? —Un espejo —repitió Jinx, como si pidiera agua o aire—. Grande, pequeño, roto, da igual. Quiero verme. La sheriff apretó los labios, conteniendo un bufido. —No. —Vamos, sheriff… —Jinx alargó la palabra, arrastrándola con tono suplicante—. Me debes un soborno. —Soy comandante, no sheriff. ¿Y te debo un qué? —Un soborno —explicó, teatral, llevándose la mano al pecho—. Por lo de la cucaracha. Por reírte de mí. Por el trauma. ¿Recuerdas? Caitlyn frunció el ceño. Así que era un trauma... —Te di una hamburguesa. Eso fue más que suficiente. —¡Oh, no, no, no! —Jinx agitó la cabeza con dramatismo, haciendo bailar sus trenzas azules—. Una hamburguesa fría no paga un trauma infantil. Necesito un espejo. Tengo que peinarme, arreglarme las pestañas, comprobar que sigo siendo adorable. Tú no sabes lo que es vivir sin un espejo. Trauma infantil... La mente de la comandante ya estaba corriendo a mil por hora. El tono exagerado de Jinx contrastaba con la tensión real que empezaba a asomar en sus ojos. Caitlyn lo notó: el temblor leve en los dedos, el mordisco en el labio. —No va a ser posible —dijo, firme, sin dejarse arrastrar. Jinx parpadeó. Se apartó un paso, como si no esperara esa respuesta. Durante un segundo, pareció perder el aire. Pero enseguida sonrió de nuevo, más torcida, más peligrosa. —¿Tienes miedo de que me enamore de mi propio reflejo? —se burló. —Tengo miedo de que uses cualquier cosa como arma —respondió Caitlyn sin titubear—. Y un espejo, contigo, sería un cuchillo. Jinx chasqueó la lengua, rodando los ojos. —Siempre tan seria… Caminó de un lado a otro dentro de la celda, con pasos nerviosos. Levantó las manos, gesticulando como actriz de teatro barato. —¿Sabes lo que es no poder verte? ¿No saber si tienes ojeras, si tu cabello parece un nido, si la pintura de guerra sigue donde la dejaste? Tú te miras cada mañana en el vidrio brillante de tu perfecta ventana. Yo me despierto y lo único que tengo es un muro gris. Caitlyn cruzó los brazos. —Eso es consecuencia de tus actos, Jinx. Estás aquí por una razón. —¡Ja! —Jinx rió, pero su risa sonó hueca, rota—. Consecuencia, razón, justicia… siempre las mismas palabras. Te fuiste dos dias ¿Entonces por qué viniste hoy, sheriff? ¿Solo para decirme “no” otra vez? ¿Para demostrar que sigues teniendo el control? ¿Para negar la atención que tuviste la última vez? Caitlyn sostuvo la mirada, resistiendo el impulso de retroceder. —Vine porque es mi deber. Y porque la última vez confundí mi papel. Eso no volverá a pasar. Los labios de Jinx se apretaron en una línea delgada. Sus ojos se nublaron por un instante, y la sonrisa desapareció. No era la negativa lo que dolía. Era la frialdad. La máscara. —Así que ahora eres de piedra —murmuró, casi para sí misma. Caitlyn se tensó. Había algo en esa frase, en el tono, que la atravesó más de lo que esperaba. —Estoy haciendo lo correcto —dijo, más para convencerse a ella misma que a la otra. Jinx se dejó caer al suelo, con la espalda contra la pared. Apretó la hamburguesa imaginaria entre las manos, como si aún la sostuviera. Luego la arrojó contra el suelo invisible, riéndose de su propia mímica. —La sheriff dura, la sheriff implacable… y, sin embargo, te aseguro, te pensarás lo del espejo—susurró. Caitlyn tragó saliva, pero no contestó. Dio media vuelta, recogió la libreta de la mesa y se dirigió a la puerta. —No, no lo haré. No habrá espejo. No habrá nada más. —¿Ya te vas? —Iré por la planilla, tenemos cuestionario hoy. —No responderé nada. —Lo sé, de igual forma debo ir a buscarla. Jinx la siguió con la mirada, los ojos brillantes de frustración. No era el espejo lo que quería. No realmente. Era la grieta. La duda. Esa parte de Caitlyn que dos noches antes había aparecido con una hamburguesa fría y un destello de compasión en la mirada. Y ahora esa parte estaba cubierta por una armadura demasiado perfecta. —Si, si lo harás… —susurró Jinx, apenas audible, cuando la puerta se cerró tras la sheriff. En el pasillo, Caitlyn se detuvo un instante, la espalda apoyada en el muro. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro largo. Sentía todavía la presión de los ojos de Jinx, la forma en que habían intentado atravesar su coraza. “Era lo correcto”, se repitió. “Tenía que negarme.” Pero por debajo de esa certeza, una grieta comenzaba a abrirse. Porque la frustración que vio en Jinx no era de niña caprichosa, sino de alguien que se dio cuenta de algo más doloroso: que Caitlyn estaba luchando no contra ella, sino contra sí misma. 5 minutos tardó. La puerta metálica se abrió con el mismo sonido áspero de siempre. Caitlyn entró con pasos firmes, una carpeta bajo el brazo y un bolígrafo en la mano. No saludó, no explicó nada. Solo arrastró la silla hasta quedar frente a la celda y se sentó. Jinx estaba tirada boca arriba en el suelo frio, las piernas colgando por diversión. No volteó a mirarla, no dijo nada. El silencio se hizo pesado. Caitlyn sacó el cuestionario. Unas veinte hojas con preguntas que Jinx jamás respondería. Lo sabía. Y aun así lo abrió, como si de verdad fuera a anotar cada palabra. El bolígrafo comenzó a girar entre sus dedos. Primero lento, luego más ágil. Lo hacía pasar de un dedo al otro con precisión casi militar. Lo atrapaba en el aire, lo dejaba rodar hasta su palma, luego volvía a lanzarlo. Jinx no tardó en mirarla. No fue la carpeta lo que captó su atención, sino el movimiento rítmico del bolígrafo. Sus ojos magenta siguieron cada giro, cada roce contra los labios de Caitlyn cuando lo sostuvo un segundo entre los dientes, distraída. —¿Sabes que pareces una de esas secretarias aburridas, verdad? —dijo Jinx, al fin rompiendo el silencio. Caitlyn no levantó la vista del papel. —Me alegra que al menos sepas reconocer a alguien que trabaja. —Ohhh, ¿eso es lo que haces? —Jinx se incorporó, abrazando sus rodillas—. Pensé que estabas inventando dibujitos para no morir de aburrimiento aquí conmigo. El bolígrafo giró una vez más y Caitlyn lo detuvo contra la silla con un golpecito seco. —Hay algo de lo que debo hablarte. —Sorprendeme, Kilyn. —Escucha bien. A partir de hoy habrá orden aquí. —Habló sin alzar la voz, pero con un peso que llenó la celda—. Horarios. Rutinas. Nada de improvisación. Jinx arqueó las cejas, interesada. —¿Rutinas? ¿Quieres ponerme un uniforme también? ¿Quizá un reloj de esos que hacen “tic-tac” para que yo marche como soldadito? —Horas para dormir, horas para comer, cuestionarios intermedios. —Caitlyn enumeró, como si estuviera leyendo un reglamento—. Y tú vas a seguirlas. La carcajada de Jinx fue instantánea, aguda, rebotando contra los muros. —¡Oh, sheriff, eres adorable! ¿De verdad crees que puedes entrenarme como si fuera un cadete? ¿Que voy a decir “sí, señora, gracias por el desayuno, señora”? Caitlyn la observó un momento. Luego escribió en su hoja, como si hubiera registrado esa respuesta. —No necesitas decir nada. Solo hacerlo. —Ella jura—Jinx golpeó la pared con la palma, divertida—. Justo dejaron de existir las rutinas ayer. ¿Después me darás medallitas de oro por buena conducta, ¿no? —Si eso funcionara contigo, ya estarás en la imagen de los mejores pacifistas de piltover. La sonrisa de Jinx se torció, como si la punzada de verdad en esas palabras la hubiera alcanzado de imprevisto. Giró el rostro, pero no dijo nada más. Caitlyn aprovechó el silencio. —Hoy comerás a las ocho en punto. Mañana también. Y pasado. A las diez, cuestionario. A las once, descanso. Y así todos los días. —Me niego —escupió Jinx, como reacción automática. —Puedes negarte todo lo que quieras. Igual la comida se servirá a esa hora. Si la tomas o no, es tu problema. La criminal entrecerró los ojos, desconfiada. Caitlyn siguió escribiendo en su hoja, el bolígrafo marcando el ritmo de cada palabra, cada anotación. —¿Qué escribes tanto? —preguntó Jinx. —Observaciones. —Caitlyn no levantó la mirada—. Por ejemplo: “La interna prefiere burlarse antes que responder”. —No me ofende—Jinx golpeó los barrotes, fingiendo indignación—. Pero eso no es justo, ¿dónde está mi derecho a réplica? —Se acabó la réplica. Ahora hay estructura. —Aburrida. —Si si... Lo que digas. Los primeros días fueron un caos. Jinx protestó cada anuncio, cada regla. Cuando la despertaban a las ocho, se tapaba con su misma ropa y fingía roncar a propósito. Cuando le dejaban la comida en la bandeja, la lanzaba contra la pared o se la ponía en la cabeza como sombrero. Durante los cuestionarios, recitaba canciones inventadas o hacía ruidos de explosiones en vez de responder. Pero Caitlyn nunca reaccionó. Ni una sonrisa, ni una mueca de fastidio. Solo anotaba en sus hojas, con esa calma que Jinx empezaba a detestar. Hasta que, sin darse cuenta, algo cambió. Una mañana, cuando la puerta se abrió a las ocho, Jinx ya estaba sentada en el piso frio jugando con sus uñas. Fingió que era casualidad, que había tenido insomnio. Pero Caitlyn lo notó. Al tercer día, la bandeja quedó en el suelo, intacta, durante una hora. Pero Jinx, después de dar mil vueltas, terminó probando un puré de papa seco. Y luego otra. Y luego toda la comida. Caitlyn anotó sin decir nada. En los cuestionarios, seguía burlándose, pero ya no tanto. Ahora a veces respondía con monosílabos. “Sí”. “No”. “Tal vez”. Lo suficiente para que Caitlyn siguiera escribiendo. Era como si la rutina se hubiera metido en la celda y, poco a poco, estuviera doblando las aristas de Jinx. Una tarde, Jinx se dejó caer en el suelo después del cuestionario, agotada de tanto protestar. Caitlyn cerró la carpeta con calma. —¿Sabes qué es lo gracioso? —dijo Jinx, mirando el techo. —Sorpréndeme. —Que al final del día… —Jinx sonrió, pero su voz sonó sincera, extrañamente baja—. No hay sorpresas. Caitlyn la observó, intentando leer entre las líneas. —Explicate. —En la rutina, si o si ya sé lo que sigue, no hay nada de golpe. —¿Eso te molesta? —No —Jinx mordió el borde de su trenza—. Me gusta. Caitlyn dejó el bolígrafo sobre la mesa. —El orden da seguridad. Siempre lo ha hecho. —¿Y tú qué sabes de eso, Kilyn? —Jinx levantó la cabeza, retándola con la mirada—. ¿Tú has vivido sin saber qué demonios pasará en la siguiente hora? ¿Si vas a comer, si alguien va a gritarte, si te van a encerrar en una caja? Caitlyn sostuvo el contacto visual, pero no respondió. En su lugar, se levantó despacio. —A las ocho, cena. —Fue todo lo que dijo antes de salir de la celda. Jinx se quedó en el suelo, sonriendo de lado, como si hubiera ganado algo invisible. Porque aunque no lo admitiera en voz alta, lo sabía: estaba obedeciendo. Poco a poco, sin darse cuenta. Y Caitlyn también lo sabía. Días después, la escena fue breve pero reveladora. A las diez en punto, Caitlyn entró con la carpeta. Jinx ya estaba sentada en el suelo frio, esperando, el bolígrafo invisible girando entre sus propios dedos como imitación burlesca. —¿Lista o te niegas? —preguntó Caitlyn, neutral. Jinx puso los ojos en blanco, pero no se movió. —Vamos, empieza. Era obediencia disfrazada de burla. Pero obediencia al fin y al cabo. Caitlyn lo notó. Lo anotó. Y por primera vez en días, dejó escapar una sonrisa mínima, casi imperceptible. Aquel momento se desvaneció en cuanto su turno terminó. El mensaje de Jaycee vibró en su teléfono: "Cena con el consejo, 40 minutos" Rodó los ojos, sabía para que lo querían "Avances" querían las respuestas de los cuestionarios. No le dió mucha importancia, tenía como defenderse o al menos eso pensaba, se decidió a caminar hasta su departamento, cambiarse de ropa e ir ante el consejo. Exactamente 40 minutos después, la mesa ovalada del Consejo de Piltover brillaba bajo la luz de las lámparas de cristal. El banquete estaba servido: copas de vino, carnes finas, panes recién horneados. Todo era opulencia, pero Caitlyn no probó bocado. Sentada en un extremo, con su uniforme impecable y el cabello recogido, mantenía el rostro serio. Sabía lo que venía. El primero en hablar fue Hoskel, siempre brusco, siempre directo. —Comandante Kiramman, han pasado semanas y seguimos sin un solo dato concreto. —Dejó caer la servilleta sobre la mesa, con desdén—. Esa criminal no nos ha dado nada. Caitlyn respiró hondo. —He recopilado observaciones. Detalles de su conducta. Cada gesto, cada reacción... La interrumpió Salo, el consejero cansón... Digo, colaborador. —¡Observaciones! —rio con desprecio—. Esto no es un pasatiempo académico. Necesitamos nombres, rutas, aliados. Información que sirva. Caitlyn apretó la mandíbula, pero no cedió. —Si me permiten —dijo, alzando un poco la voz—, Jinx no es una criminal común. Si se niega a hablar, presionarla con métodos directos no dará resultado. Pero su comportamiento revela patrones. He empezado a entenderlos. Un murmullo recorrió la mesa. La consejera Shoola golpeó su copa con el dedo, fastidiada. —Esto no es un experimento psicológico, comandante. Necesitamos resultados, no excusas. Caitlyn clavó la mirada en ella, helada. —Con todo respeto, consejera, si fuera tan sencillo, Jinx ya estaría quebrada. Pero no lo está. ¿Por qué? Porque lo que mueve a esa mujer no son intereses políticos ni dinero. Es algo más profundo. —¿Y de qué nos sirve esa filosofía barata? Solo debería encerrarla y acabar de una vez con todo este drama—replicó Hoskel, sarcástico. Jayce, que había permanecido en silencio hasta entonces, se inclinó hacia adelante. —Sirve, Hoskel, porque significa que Caitlyn está tocando la fibra correcta. —Su tono fue firme, el mismo con el que defendía sus proyectos en las asambleas—. Nadie más en esta sala tiene acceso a Jinx. Nadie la observa de cerca. Lo que Caitlyn está construyendo podría darnos más que cualquier interrogatorio forzado. Mel asintió, calmada, con esa elegancia que imponía respeto sin necesidad de levantar la voz. —No podemos subestimar a Jinx. Si lo que dice Caitlyn es cierto, su mente es un campo minado. Empujar en falso podría desatar consecuencias que ninguno de nosotros quiere asumir. Los murmullos crecieron. Algunos consejeros movían la cabeza en desacuerdo, otros cruzaban los brazos. —Con todo el respeto que me merecen Jayce y Mel —dijo Shoola—, no podemos permitir que se nos trate como ingenuos. Piltover necesita garantías. La ciudad pregunta qué hacemos con la terrorista más notoria, y nuestra respuesta no puede ser “la estamos analizando”. Debería haber sido ejecutada. —Exacto —añadió Salo, alzando la copa—. Si no va a hablar, que se la elimine. Es un riesgo demasiado grande tenerla encerrada en nuestras propias instalaciones. El estómago de Caitlyn se revolvió, pero su voz salió firme. —No. —El golpe de su palabra cortó las conversaciones. Todos giraron a mirarla. Ella no parpadeó—. Matarla sería un error. Un error que nos perseguiría como ciudad. —¿Ah, sí? —Hoskel arqueó las cejas—. ¿Y qué propones? Caitlyn enderezó la espalda. —Prolongar la observación. Establecer rutinas, generar confianza. A partir de ahí, extraeremos información real. Shoola soltó una carcajada seca. —¿Confianza? ¿Pretendes hacerte su amiga? —Pretendo comprenderla. —El tono de Caitlyn sonó tan afilado como su rifle—. Y créanme: comprenderla es la única forma de detenerla. Necesito respuestas, yo... Sospecho que quizás ella tuvo algo que ver con el incidente de la academia, hace años. —Pero... Eso fue hace años, comandante. —Lo sé y es por eso que tengo que encontrar la forma de probarlo. El silencio se extendió unos segundos, hasta que Jayce volvió a intervenir. —Yo apoyo a Caitlyn. He visto cómo maneja situaciones bajo presión. Si dice que es el camino, lo es. Mel lo respaldó con un simple movimiento de la mano. —Yo también. Pero eran solo dos voces frente a muchas. La mayoría permanecía en contra. —Que quede claro —dijo Salo, inclinándose hacia adelante—: su margen de maniobra se reduce. 6 semanas más, comandante. Seis. Si en ese tiempo no tenemos resultados tangibles, Piltover actuará sin su consentimiento. Caitlyn sintió el peso de esas palabras como una cadena alrededor del cuello. —Entendido —respondió, sin darles el gusto de verla flaquear. Cuando la cena terminó, Caitlyn apenas había probado un sorbo de vino. Caminó por los pasillos del edificio con paso acelerado. Su mente era un torbellino de reproches y preguntas. “Esto no es un experimento psicológico.” Las palabras de Shoola resonaban una y otra vez. Claro que lo era. Jinx era un rompecabezas viviente, y romperla a golpes no serviría. Pero ¿cómo demostrarlo al Consejo? ¿Cómo justificar que lo único que obtenía eran sonrisas torcidas, carcajadas y silencios? Cuando llegó a la prisión subterránea, el aire frío la recibió como un balde de agua. La celda estaba en penumbra. Jinx estaba despierta, sentada en el suelo, haciendo girar una tuerca entre los dedos como si fuera un juguete precioso. —Mira quién volvió de la cena de gala —canturreó con voz burlona—. ¿Qué tal la carne, comandante? ¿Tierna? ¿Sangrienta? ¿O sabías ya que estabas en el menú? —¿Cómo sabías que estaba en una cena? —Me subestimes, Kilyn. Muy mal. Caitlyn no respondió. Se limitó a apoyarse en la puerta, observándola. Jinx sonrió al notar el silencio distinto, más cargado que de costumbre. —Ohhh… —ladeó la cabeza, como un animal curioso—. Te regañaron, ¿verdad? Caitlyn cerró los ojos un segundo, conteniendo la rabia. —No es asunto tuyo. —¡Claro que lo es! —Jinx lanzó el nudo de vendas al aire y lo atrapó sin mirar—. Porque yo soy el circo, y tú eres la domadora que no logra que el tigre salte por el aro. ¿Adivina qué? El público se está aburriendo. Caitlyn dio un paso al frente, el rostro endurecido. —Metáfora de mierda ¿Sabes qué me pidieron? Que te ejecute. El brillo en los ojos de Jinx cambió. Se encendió, como si esas palabras fueran gasolina ardiendo en su interior. —¿Y por qué no lo aceptaste? —preguntó con voz baja, casi dulce. Caitlyn la sostuvo la mirada, fría como nunca. —Porque no voy a darte ese final. Quiero... Saber más. El silencio entre ellas fue espeso. Jinx dejó caer la tuerca y rió suavemente, una risa quebrada, casi un suspiro. —Entonces sigue jugando, comandante. Pero recuerda… —apoyó la frente en los barrotes, muy cerca de Caitlyn—. El juego solo termina cuando yo diga. Caitlyn retrocedió, con el corazón latiendo más fuerte de lo que quería admitir. —Eso es, ve por tu vasito de agua y tu libreta. Sabes que tengo razón. —No... No la tienes. Se giró y salió de la celda sin mirar atrás. Pero en su mente, el eco de la risa de Jinx la siguió como una sombra. Y con él, el peso insoportable de la presión del Consejo. El chirrido de la reja metálica anunció su regreso después de 3 minutos exactos. Jinx, ahora echada en el suelo con las piernas dobladas contra la pared, no se movió de inmediato. Solo ladeó los ojos magenta hacia la figura de la comandante. Caitlyn traía una jarra de agua y un vaso de plástico. Los dejó sobre la pequeña mesa que arrastró con ella dentro de la celda. Junto a ellos, desplegó su libreta negra, el bolígrafo y un fajo de hojas. —Oh Dios... Trajo producción. —Hoy será distinto —anunció, sin preámbulos, mientras se acomodaba en la silla frente a los barrotes—. Vamos a hacer un cuestionario más serio. Grabaré tus respuestas, este tendrá respuesta de audio. Jinx arqueó una ceja y fingió un bostezo exagerado. —¿Serio? ¡Oh no! —se llevó la mano a la frente, dramatizando—. ¡Qué terror! ¿También traerás un látigo? ¿O acaso me vas a leer artículos aburridísimos de tu Academia hasta que me desmaye? Caitlyn la ignoró. Pasó las páginas de la libreta y fijó los ojos en ella con expresión implacable. —Responde, Jinx. Esta vez no voy a tolerar juegos. La sonrisa torcida de la prisionera se ensanchó. —Pero yo siempre estoy jugando, sheriff. Si quieres respuestas, tendrás que jugar conmigo. —No vine a jugar —contestó Caitlyn, seca. Jinx se incorporó lentamente y se acercó a los barrotes, observándola con descaro. —Te haré una propuesta. No, no indecente—Apoyó la frente en el hierro frío, sus ojos chispeando de picardía—. Yo respondo a tus preguntas… pero después tú respondes la misma. Caitlyn frunció el ceño. —Ridículo. —¡No, no! —Jinx agitó un dedo—. Piénsalo: yo hablo, tú hablas. ¿Ves? ¡Un intercambio justo! Apuesto a que no te dejaron hablar mucho en tu cenita con el Consejo. Seguro solo te gritaron. El silencio de Caitlyn fue la confirmación que Jinx esperaba. —Ajá. Lo sabía. Te regañaron mucho, ¿Verdad? Pobrecita... —sonrió, triunfal—. Así que, si quieres algo de mí… tendrás que jugar. Caitlyn dudó. Todo en ella gritaba “no”. Pero parte de su mente calculaba que la burla disfrazada de propuesta era, en realidad, la primera rendija. —Esto no es un juego, si se enteran, me afectará—insistió, pero ya sin tanta fuerza. —Claro que lo es. —Jinx se encogió de hombros—. Y tú ya entraste. ¿Estás dispuesta a tomar riesgos? El silencio se prolongó. Caitlyn apretó el bolígrafo entre los dedos. Finalmente cedió. —De acuerdo. Pero si dejas de responder, el trato termina. Jinx sonrió como si hubiera ganado un premio. —Trato hecho. Empieza, comandante seria. Caitlyn bajó la mirada al papel, también sacó su teléfono y encendió la grabadora. —Cuestionario de protocolo, esta vez con audio. Criminal presente en la celda número 666, Nombre: Jinx. Iniciamos.... —Fue difícil de escuchar, yo creo que justo dejamos de hacer cuestionarios. —Nombre completo. —Pow… —dijo Jinx, casi en un susurro burlón, antes de corregirse—. Jinx. Eso ya lo sabes. —Contesta en serio. —Ya lo hice. El bolígrafo raspó la hoja. Caitlyn anotó sin mirarla. —Fecha de nacimiento. —No recuerdo. —Jinx ladeó la cabeza—. ¿Quieres inventar una conmigo? Podría ser un día especial para ambas, cuando te despidan quizás. Caitlyn levantó la vista, molesta. —Si no respondes, no hay trato. Jinx mordió el interior de su mejilla. Sus ojos, por un instante, se nublaron. —La Academia me borró las fechas. Todo. —Su tono cambió, más bajo, más áspero—. Ahí está tu respuesta. Caitlyn se tensó. —¿Estuviste en la Academia? Me refiero, dentro. La sonrisa de Jinx regresó, pero torcida. —Ohhh, ¿no lo sabías? Sí, sí, estuve. Breve, pero suficiente. Me lastimó. Caitlyn se inclinó hacia adelante. —¿Cómo? —Eso no lo voy a decir. —Jinx se cruzó de brazos, infantil—. Pregunta respondida. —Jinx, necesito que expliques qué ocurrió ahí. —La Academia guarda secretos, sheriff. Muchos. Incluso ahora. —La voz de la prisionera bajó a un murmullo casi conspirativo—. Secretos que deben destruirse antes de que vuelvan. Caitlyn la miró fijamente. —¿Quién vuelve? Jinx rió, pero no contestó. Dio media vuelta y se dejó caer contra la pared. —¡Tu turno! —¿Qué? No. —Dije que yo respondía y luego tú también. Es tu turno— Recordó. La mayor se pasó una mano por la frente. —¿Qué quieres saber? —¿Por qué me persigues tú y no cualquier otro? Caitlyn vaciló, pero respondió. —Porque nadie más puede hacerlo. —Mentira —canturreó Jinx—. ¡Hay muchos policías aburridos en tu ciudad! ¿Por qué tú? —Soy la mejor. —Hay una respuesta menos egocéntrica, vamos. —Porque… —Caitlyn respiró hondo— porque quiero detenerte yo. Jinx se rió, encantada. —¡Ves! Eso fue divertido. Tu turno de nuevo. La comandante volvió a la hoja. —¿Por qué solo me provocas a mí? —Correción, yo solo atacó a la academia, y tú siempre estás en medio. —Vamos, tienes algo más. —Porque eres la única que no me tiene miedo, pareces... Curiosa. —La respuesta fue tan inmediata que Caitlyn se quedó quieta. —¿Qué significa eso? —Significa que los demás disparan. Tú… dudas. Pero no por miedo, si no por querer saber más de lo que deberías. Caitlyn anotó, sin responder. Jinx se inclinó hacia adelante. —Ahora tú: ¿Por qué dudaste la primera vez que me tuviste en la mira? La mayor sintió la garganta seca. —No lo hice. —Si, si lo hiciste, tu labio temblaba. —Porque no eras un objetivo. Eras… un enigma, quiero saber, sé que sabes lo que necesito. Los ojos de Jinx se entrecerraron, curiosos. —Eso casi sonó bonito, sheriff. Caitlyn volvió al papel, acelerando. —¿Qué secretos guarda la Academia? —No te lo diré. —Jinx… —No. —Lo dijo firme, con un destello extraño en la mirada—. Pero créeme, son cosas que harían temblar incluso a tus amiguitos del Consejo. La sheriff se inclinó, insistente. —¿Por qué destruirlos? —cuestionó. Jinx sonrió con malicia. —Porque nadie se detuvo antes de... nadie destruyó lo mío cuando debía. El silencio cayó, pesado. Caitlyn comprendió que no avanzaría más por ese lado. —Sigamos —dijo, cerrando la libreta de golpe—. Haz tu pregunta. —Mmmm… —Jinx se mordió el labio, pensativa—. ¿Alguna vez rompiste las reglas de tu querida madre? Caitlyn parpadeó. —Sí. —¡Ohhh! —Jinx se levantó de golpe, teatral—. ¡La perfecta rompió reglas! Cuéntalo, cuéntalo. —Me escapaba de noche para practicar tiro en el campo junto a nuestro jardín. —contó. Jinx se echó a reír, casi rodando por el suelo. —¡Eso es tu gran rebeldía! ¡Disparar más de lo que ya disparabas! —Era mi forma de mejorar. —Eres tan aburrida… que resulta interesante. —opinó. Caitlyn intentó no dejarse alterar. —Tu turno. ¿Qué perdiste en la Academia? Los labios de Jinx temblaron. Hubo un instante en que pareció que respondería. Pero al final giró el rostro, se encogió de hombros y dijo: —No importa. Caitlyn apretó la libreta. —Sí importa. —Para ti, tal vez. Para mí… —Jinx se dio un golpecito en la sien—. Ya no hay arreglo. El silencio se extendió otra vez. Jinx lo rompió, casi cantando: —Pregúntame algo más tonto, anda. ¿Color favorito? ¿Comida? —Eso es estúpido. —Son solo preguntas. Caitlyn dudó, luego aceptó. —Comida favorita. —Hamburguesas con ketchup frío. —Se rió con descaro—. Tú ya deberías saberlo. —Sí —Caitlyn admitió, apenas moviendo los labios. Jinx alzó la barbilla, satisfecha. —Ahora yo: ¿Tienes miedo de mí? La comandante sostuvo su mirada. —No. La respuesta dejó a Jinx inmóvil, sorprendida. Un silencio extraño se coló entre las dos, más humano que hostil. —Interesante… —murmuró Jinx, casi para sí misma. Caitlyn cerró la libreta. —Se acabó por hoy. —No duramos nada literalmente. —Mejor así, pero haremos esto cada día. —Uhhh, Daily chat en la vida real, me encanta. —Voy a llevar el cuestionario a los archivos. —dijo la mayor levantándose y arrastrando la mesa de nuevo con ella. Jinx la observó alejarse, sin burla esta vez, con algo indescifrable en la mirada. Caitlyn, al salir del pasillo de la prisión, respiró hondo. Había conseguido poco… pero lo suficiente para notar algo distinto: la dinámica ya no era rígida. El juego había abierto una puerta. Y, aunque no quisiera admitirlo, también había abierto una grieta en ella misma. Dejó el cuestionario en el archivo, se lavó la cara y volvió. Se sentó en la misma silla de siempre, había abierto la libreta y estaba revisando las notas del cuestionario anterior. Cada línea estaba marcada con su letra ordenada, recta, como si la rigidez del trazo fuese un intento de poner en orden lo que Jinx arrojaba en caos. La criminal, por su parte, permanecía tumbada en el suelo, moviendo el pie como si llevara un ritmo que nadie más escuchaba. Durante unos minutos no dijo nada, pero su mirada seguía el movimiento de la mano de Caitlyn. —¿Qué escribes tanto, sheriff? —preguntó de repente, con un tono cargado de falsa inocencia. Caitlyn no levantó la vista. —No te importa. Jinx rió por lo bajo, rodando sobre su costado para encararla mejor. —Ohhh, así que secretos. ¿Qué haces, escribes mi biografía? “Jinx, la niña terrible. Capítulo uno: arruinó mi paciencia.” Caitlyn suspiró. —Estoy organizando mis notas. —Traducción: escribiendo tonterías para que el Consejo crea que trabajas. —Jinx se estiró como una gata, con las manos por encima de la cabeza—. ¿Sabes? Podrías poner que hoy hice una acrobacia espectacular, aunque sea mentira. Eso quedaría mucho más interesante en tu libreta aburrida. Caitlyn hizo caso omiso y continuó escribiendo. El bolígrafo raspaba con calma, firme, mientras la criminal la miraba fijamente. —Dame una hoja —pidió Jinx, de repente. —No. —Vamos, solo una. —No. —¿Qué crees que voy a hacer? ¿Escapar con un pedazo de papel? —Jinx arqueó las cejas con un gesto burlón—. Aunque pensándolo bien… tal vez podría. —No va a ser posible. —Caitlyn ni siquiera levantó los ojos. —¿Y si la uso para escribirte una carta de amor? —continuó Jinx, fingiendo dulzura—. O mejor, para hacer un dibujito de ti con cara de gay promedio. Ah no, esa ya la tienes. Caitlyn mantenía la compostura, pero Jinx detectaba la grieta. —Vamos, sheriff. Una sola hojita. Si quieres, hasta la firmo, así cuando el Consejo la vea podrán decir “¡Oh, qué gran evidencia!” —He dicho que no. La insistencia no paró. Jinx comenzó a tararear un sonsonete improvisado, repitiendo entre estrofas: “Una hoja, una hoja, no seas mala, dámela.” Golpeaba el suelo con los nudillos, haciendo percusión. Caitlyn apretó los labios, tratando de ignorarla. Pasaron minutos así. El ruido, la canción, las risitas burlonas. Hasta que, finalmente, Caitlyn dejó escapar un resoplido cansado. Con brusquedad, arrancó una página de su libreta y la lanzó a través de los barrotes. —Toma. Haz lo que quieras. Jinx atrapó el papel en el aire con una carcajada satisfecha. —¡Sabía que lo harías! —lo agitó como un trofeo—. La comandante Kiramman, vencida por el fastidio. —Solo quiero que te calles cinco minutos —replicó Caitlyn, volviendo a bajar la mirada al cuaderno. Jinx no respondió. En cambio, comenzó a doblar el papel con una precisión sorprendente. Sus dedos manchados de tinta y suciedad se movían ágiles, transformando la hoja en pequeñas figuras geométricas. El silencio regresó, pero era distinto: no era el mutismo pesado de los días anteriores, sino uno cargado de atención. Cuando Caitlyn volvió a alzar la vista, vio que Jinx había fabricado una estrellita de papel. Luego otra. Y otra. —¿Origami? —preguntó, sin poder contener cierta sorpresa. La menor tarareaba una melodía bajita, un fragmento de canción que no pertenecía a ninguna parte, algo improvisado y melancólico. No contestó de inmediato. Solo dejó otra estrellita junto a las demás y al fin murmuró: —No soy la peor mujer del mundo, ¿Sabes? Hago origami. Caitlyn se quedó mirándola, intrigada. El bolígrafo descansaba inmóvil sobre la libreta. Jinx levantó una de las estrellas y la hizo girar frente a su ojo, como si fuera un lente extraño. La sonrisa en su rostro era ligera, pero en sus ojos había algo distinto: concentración, casi ternura. La comandante la observó con más detenimiento de lo que debía. Los mechones celestes cayendo sobre su cara, la forma en que su boca se curvaba apenas al tararear, la precisión casi obsesiva en cada pliegue. Jinx lo notó. —Me estás mirando mucho, sheriff —dijo, sin apartar la vista de la estrellita—. Eso también podría meterte en problemas. Caitlyn parpadeó, atrapada por el comentario. —No seas ridícula. Jinx bajó el papel y le clavó los ojos. El magenta de ellos era tan penetrante que por un momento Caitlyn olvidó lo que estaba escribiendo. —¿Ridícula? Tal vez. Pero tú me sigues mirando. —La sonrisa se ensanchó, traviesa—. ¿Ves? Eso es un problema. Caitlyn rodó los ojos, exasperada. —Eres insoportable. —Y tú… —Jinx giró la estrellita entre los dedos y la sopló, dejándola caer al suelo— demasiado seria. Pero a veces, sheriff, se te escapa una grieta. Y yo siempre veo las grietas. El silencio que quedó después fue distinto. Caitlyn trató de recomponerse, bajando otra vez la mirada a la libreta, aunque sus pensamientos estaban lejos de las palabras escritas. Jinx, por su parte, retomó su tarareo, doblando una nueva hoja imaginaria con el aire. Y en esa rutina extraña, entre papeles, pliegues y miradas demasiado largas, ambas comprendieron que algo se estaba moviendo. Algo que no entraba en los informes ni en las órdenes del Consejo. Caitlyn lo sintió, Dios, claro que lo sintió y no podía hacerlo. Así que hizo en su lugar lo único que siempre sabía hacer bien... Huir. Apenas y volvió a la celda después de cinco días de ausencia. No había explicación, ni disculpas, ni palabras de advertencia. Simplemente entró como si su rutina jamás se hubiese interrumpido, llevando consigo la misma calma forzada, el mismo semblante imperturbable que había practicado frente al espejo de su despacho. Pero Jinx no lo pasó por alto. La criminal estaba sentada en un rincón, con las piernas encogidas y los brazos cruzados. En cuanto vio a Caitlyn, le lanzó una carcajada sarcástica. —¡Oh, miren quién decidió recordar que existo! —canturreó con voz chillona—. Cinco días de silencio y aparece la sheriff como si nada. ¿Qué pasa? ¿Te aburriste de tomar té con tus amiguitos de Piltover? Caitlyn no respondió. Cerró la puerta tras de sí, dejó una jarra de agua sobre la mesa metálica que volvió a arrastrar pero ahora solo la dejaría ahí y sacó su libreta, como si esa reacción no le afectara en lo más mínimo. —Comandante, Jinx. —No me ignores, Sheriff —Jinx siseó, sus ojos encendidos de furia contenida—. ¿Tienes idea de lo que es estar aquí, contando grietas en las paredes mientras tú juegas a ser la heroína allá afuera? Caitlyn, sin mirarla, abrió la libreta y repasó algunas anotaciones. —Eso no es asunto tuyo. —dijo. Jinx se levantó de golpe, caminando en círculos con pasos erráticos. —¿No es asunto mío? ¡Soy la prisionera, más bien, tu prisionera! Eres tú la que me dejó aquí como a un perro, esperando que vuelva su dueño. ¿Qué eres, sheriff, una niñera de medio tiempo? Caitlyn apretó los labios, pero se mantuvo firme en su fachada fría. —Tus rabietas no van a cambiar nada. No tengo que vigilante todo el día todos los dias. —Tu lo pediste, por eso no me enviaste a Stillwater —Jinx se acercó bruscamente a los barrotes y apoyó la frente contra el metal—. Porque te encanta venir a jugar a la psicóloga conmigo, a hacerme preguntas, a darme tus malditas vendas… y luego puff, desapareces. ¿Qué sigue? ¿Otro viajecito de vacaciones? ¿Me traerás un souvenir? —No me importa lo que pienses. —Yo... Agh—Se quejó Jinx, llevándose una mano a la herida llena de pus en su abdomen. —Que asco. —Gracias, literalmente me muero por dentro y dices "Que asco" —atacó. Caitlyn levantó apenas la vista. —Si no usaste las vendas, es tu problema. —respondió. Jinx rió de manera exagerada, una carcajada hueca. —¿Mi problema? ¡Claro, claro! Yo las usé para hacer muñequitos, ¿quieres verlos? —se inclinó hacia el suelo, levantando dos tiras sucias de tela anudadas—. ¡Mira, este eres tú, con tu cara de “soy muy seria y no siento nada”! Y este soy yo, pudriéndome de aburrimiento. —Ridícula, no estoy aquí para tu entretenimiento—murmuró Caitlyn, cerrando la libreta con un chasquido seco. Los días siguientes fueron un desfile de berrinches. Jinx se negaba a ponerse las vendas, se quejaba de cada comida, gritaba cuando Caitlyn intentaba hablarle. “No me importa nada de lo que digas”, repetía como un mantra, pero siempre lo hacía mirando de reojo, buscando una reacción que nunca llegaba. Hasta que tres días después, el juego dejó de ser un juego. Caitlyn notó que Jinx estaba más pálida de lo normal, que sus movimientos eran más torpes. Apenas probaba bocado, sudaba incluso en el frío de la celda, y su herida había adquirido un color aún más preocupante. La comandante, fiel a su coraza, pensó: Ella lo eligió. Su responsabilidad. Pero aquella noche, al abrir la puerta, la encontró desplomada en el suelo, respirando con dificultad, la piel empapada en sudor y los labios resecos. —Jinx… —Caitlyn se agachó de inmediato, con el corazón acelerado a pesar de sí misma. Tocó su frente y sintió el fuego de la fiebre. —Jinx maldita sea, abre la boca, ¿Qué sientes? La criminal abrió los ojos apenas un segundo, pero no la reconoció. —…Vi… —murmuró. Caitlyn se tensó. —No, soy Caitlyn. Pero Jinx no escuchaba. La fiebre había roto todas las barreras, arrastrándola a un lugar de memorias y dolores que Caitlyn no conocía. —Llegaste tarde… —susurró con la voz rota, los ojos perdidos—. Siempre llegas tarde. Caitlyn corrió afuera, volvió y trajo consigo un balde pequeño de agua y un paño, empapó el paño en agua y lo pasó por su frente, intentando bajarle la temperatura. —Ya, shhh, esto servirá. —Mentira —Jinx apretó los dientes, débil pero llena de rabia—. Dijiste… dijiste que no me lastimarías. Y lo hiciste. Caitlyn se quedó inmóvil, incapaz de comprender. —¿Qué dices? —Me golpeaste… —la voz se quebró en un sollozo desgarrador—. Me dejaste sola después de pegarme. ¿Por qué? Yo solo… yo solo quería estar contigo. El paño tembló en la mano de Caitlyn. ¿De qué está hablando? ¿Aún hablaba de Vi? Jinx giró la cabeza, como si buscara un rostro que no estaba allí. —Te busqué. Corrí detrás de ti. No me escuchaste. —Un quejido de dolor escapó de sus labios—. Yo grité hasta quedarme sin voz… y no estabas. Caitlyn tragó saliva, la confusión atravesándola por completo. No podía unir esas piezas: los reproches, el abandono, las palabras que parecían dirigidas a alguien más. —Jinx yo... —Vi… —la voz de Jinx se quebró en un sollozo infantil—. No me golpees otra vez. No me golpees. Caitlyn se inclinó, sosteniendo su cuerpo tembloroso contra el suyo. —No voy a golpearte. Era un reflejo, una mentira necesaria. No sabía si lo decía como sheriff, como guardiana, o simplemente como alguien que no podía soportar ese llanto. Jinx sollozó contra su hombro, delirante. —Duele… no solo aquí —dijo señalando torpemente su abdomen—. Duele en otro lugar —y se golpeó así misma con un puño débil—. Y tú… tú lo sabes. Caitlyn sintió un nudo en la garganta. —No soy Vi, Jinx. Pero la criminal ya no escuchaba. Estaba atrapada en otra época, en otro recuerdo, reprochando y rogando al mismo tiempo. La mayor la acomodó contra la pared, empapando de nuevo el paño, presionando con firmeza contra la herida inflamada. La criminal gimió, pero no la apartó. Al contrario, sus dedos se aferraron con fuerza al pantalón de Caitlyn, como una niña que teme perder a su madre en medio de una multitud. —Por favor… —susurró Jinx con un hilo de voz—. Quédate. Caitlyn la miró largo rato. Esa no era la criminal impredecible, la mujer explosiva y peligrosa que jugaba con la muerte como si fuese un juguete. Esa era una niña rota, delirando de fiebre, buscando a una hermana que no estaba. —Estoy aquí —repitió Caitlyn, aunque no estaba segura de cuánto de sí misma quedaba en esas palabras. Los minutos se hicieron eternos. La fiebre no cedía del todo, pero Jinx acabó quedándose dormida, agotada por la mezcla de dolor y delirio. Caitlyn permaneció junto a ella, velando su respiración, cambiando las compresas cuando se calentaban demasiado. La observó en silencio, el cabello celeste pegado a la frente, los labios resecos, el gesto vulnerable. Se sintió invadida por algo incómodo: no compasión, no exactamente… era un desorden de emociones que no podía nombrar. ¿Qué clase de relación tuvo con Vi? ¿Qué heridas son esas que yo no puedo ver? Suspiró, apoyando la cabeza contra la pared de la celda. —No eres solo un expediente, Jinx… eso es lo que quiero confirmar—murmuró casi sin darse cuenta. Pero no hubo respuesta. Solo el sonido leve de la respiración irregular de la criminal, sostenida en ese frágil sueño. Y Caitlyn supo que, aunque lo negara, cada palabra de ese delirio la había marcado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Sin embargo, lo que si no sabía era que en realidad, Jinx si era solo un expediente, solo que aún no había encontrado el real. Los días posteriores a esa fiebre y demencia pasaron con una calma enrarecida. La fiebre había cedido y, sorprendentemente, Jinx comenzó a usar las vendas que antes rechazaba. No había palabras de agradecimiento, pero tampoco resistencia. Simplemente se dejaba vendar, o lo hacía ella misma, con un gesto automático. Caitlyn observaba ese cambio con cautela. Una parte de ella quería atribuirlo a la disciplina que había intentado imponer desde el principio; otra, más honesta, sabía que lo que había ocurrido durante aquella noche de delirio había dejado una huella invisible. Una tarde, mientras revisaba sus apuntes, la mayor se acercó a la celda con algo en la mano: un pequeño espejo de mano, redondo, con el borde metálico gastado. El espejo que Jinx le había pedido semanas antes. La criminal levantó la cabeza de inmediato, curiosa. —¿Eso es…? —sus ojos se iluminaron con una chispa infantil, mezcla de sorpresa y codicia. Caitlyn sostuvo el objeto un segundo más, indecisa. —Es solo por un tiempo. —Su tono fue firme, como si quisiera adelantarse a cualquier juego—. Úsalo bien. Se lo entregó a través de los barrotes. Jinx lo tomó como si fuese un tesoro. —¿Un regalo, sheriff? —preguntó con sarcasmo, aunque su voz tenía un matiz distinto, más bajo, casi contenido. —No es un regalo. Es un préstamo —corrigió Caitlyn—. Si haces tonterías con él, lo retiro. Jinx asintió con exageración, imitando una reverencia ridícula. —Sí, sí, su señoría. Lo cuidaré como a mi propia vida. Caitlyn rodó los ojos, pero se permitió una exhalación breve. Había esperado una reacción más explosiva, más burlona; en su lugar, encontró algo parecido a un… agradecimiento mal disfrazado. Por primera vez en días, la celda no se sintió como un campo de batalla. Un par de horas después, la comandante se ausentó. Tenía que entregar un informe preliminar y, aunque sabía que los Consejeros volverían a desestimarlo, necesitaba al menos la ilusión de avanzar. Cuando regresó, abrió la puerta en silencio, sin anunciarse. Fue entonces cuando escuchó algo que la detuvo en seco. Jinx estaba sentada contra la pared, sosteniendo el espejo en ángulo. No lo usaba para peinarse ni para curiosear en su herida: lo tenía frente a su rostro, hablándole. —Mírala… siempre tan seria —decía, con voz baja y cantarina—. Camina derechita, como si llevara un palo atravesado en la espalda. Caitlyn frunció el ceño. —… Jinx continuó, sin darse cuenta de que ya no estaba sola. —Es fuerte, sí. Pero la veo dudar cuando me acerco demasiado. No lo muestra, claro, porque es la sheriff. —Soltó una risita suave—. Le gusta creer que me tiene bajo control. Caitlyn dio un paso adelante, pero se detuvo otra vez. Había algo hipnótico en la manera en que Jinx hablaba, como si no le hablara a su reflejo sino a una presencia oculta en él. —¿Sabes lo que hace? —prosiguió Jinx, girando el espejo para mirarse de cerca los ojos—. Escribe. Siempre escribe. Como si ponerme en un papel la hiciera entenderme. —Puso una mueca grotesca—. Pobrecita. No entiende nada. La voz de Caitlyn se endureció. —¿Con quién hablas? Jinx levantó el espejo y lo inclinó de modo que solo se veía ella misma. —Conmigo, sheriff. ¿Con quién más iba a hablar aquí? —respondió sin apartar la vista de su reflejo. —Estás describiéndome. —No, estoy hablando con ella—Jinx se encogió de hombros, una sonrisa torcida en los labios—. ¿Nunca hablaste sola frente al espejo? Es divertido. Es como si tu otro yo te respondiera… aunque no lo escuches. Caitlyn se cruzó de brazos, incómoda. —No tienes otro yo. —Oh, claro que lo tengo. —Jinx acercó el espejo a su boca y susurró, como compartiendo un secreto—. Ella tampoco lo sabe, ¿verdad? Cree que soy una. Pero somos dos, solo que ella es una falla y yo soy la coherente, bueno, un poquito. Caitlyn sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —Basta, Jinx. La criminal levantó la mirada hacia ella al fin. Sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora, como si acabara de escuchar un chiste que Caitlyn no entendía. —¿Qué pasa, sheriff? ¿Te da miedo verme hablar sola? ¿O te da miedo que te diga cosas que no quieres escuchar? Ella está aquí, solo que no la dejo salir. Caitlyn apretó la mandíbula. —Solo ten cuidado con lo que inventas. Jinx bajó la vista otra vez hacia el espejo, como si Caitlyn hubiera dejado de existir. —No es inventar… —murmuró con un hilo de voz—. Solo debo retenerla en mi cabeza. La comandante dio un paso atrás. Aquello no era el típico juego de provocaciones. Había algo distinto, un matiz que no podía descifrar. Durante unos minutos, permaneció allí, observando en silencio. Jinx se peinaba los cabellos con los dedos, riéndose sola, murmurando frases cortas que Caitlyn no alcanzaba a distinguir. Cada tanto, su risa estallaba en una carcajada aguda, para luego caer en un murmullo grave. Era como verla conversar con alguien invisible, atrapada en un ciclo propio que no necesitaba de testigos. Finalmente, Jinx giró el espejo hacia Caitlyn y lo sostuvo en alto. —Mírala —dijo, señalando el reflejo de la sheriff—. Cree que tiene el control. Pero yo la veo, ¿ves? Yo la veo de verdad. Caitlyn no respondió. Solo sintió una punzada extraña en el pecho: no felicidad, no enojo, no indiferencia. Algo más complejo, más incómodo. Jinx comenzó a reír, primero bajo, después más alto. La risa resonó en la celda como un eco distorsionado. Levantó el espejo y lo besó con un gesto grotesco, manchando el vidrio con sus labios secos. —Somos tú y yo ahora, ¿sí? —le susurró a su reflejo, como si Caitlyn no estuviera allí—. Nadie más. Solo nosotras. Pero no salgas, nunca salgas. El corazón de Caitlyn se aceleró. En ese momento comprendió algo: no se trataba de rebeldía ni de manipulación. Era peor. Había una falla en esa mente, un quiebre que no podía identificar ni mucho menos reparar. Y darle un espejo quizá había sido un error. Un error que ahora reflejaba, de frente, la fragilidad y la locura en los ojos de Jinx. Pero... ¿Qué pasaba cuando la falla salía de la cabeza de Jinx y la consumía por completo? Bueno, a Caitlyn le tocó descubrirlo de la peor manera, 3 días después. La celda estaba más silenciosa de lo normal. Jinx llevaba ya horas sentada en el rincón, con las piernas cruzadas y el pequeño espejo apoyado en la rodilla. Le hablaba en susurros, como si al otro lado existiera alguien más. Caitlyn la observaba desde la mesa, repasando notas, intentando ignorar la escena que se repetía una y otra vez desde que le había entregado ese objeto. Al principio había pensado que sería un simple entretenimiento, un ancla que la mantuviera ocupada. Pero con los días, la “conversación” con el reflejo había escalado. Jinx reía, murmuraba, gesticulaba de formas extrañas. En ocasiones se abrazaba a sí misma; otras, discutía con palabras que parecían cortantes, hasta que se callaba de golpe y volvía a sonreír como si nada. Caitlyn frunció el ceño. Cerró la libreta y se acercó. —Ya basta, Jinx. Eso es suficiente. Jinx giró el rostro lentamente, los ojos brillantes en la penumbra, el espejo aún en la mano. —¿Suficiente? —repitió, como si la palabra fuera nueva—. ¿Suficiente qué ? —Esto —La voz de Caitlyn era firme, pero no dura—. Estás… perdiéndote en ese reflejo. Voy a quitártelo. El cambio fue inmediato. Los hombros de Jinx se tensaron, la sonrisa desapareció y una rigidez extraña le endureció los rasgos. Como si otra fuerza tirara de su piel. —No. —Su tono era ronco, casi cavernoso—. ¡No lo toques! —Jinx… —Caitlyn dio un paso más. Entonces ocurrió. La chica comenzó a temblar, los dedos aferrados al espejo hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Murmuraba entrecortado, como si hablara con dos voces a la vez: una suplicante, otra llena de odio. —No quiero… no… no la dejes que salga… ¡Cállate! ¡CÁLLATE! El grito rebotó contra las paredes. Caitlyn levantó una mano en gesto pacificador, pero el estallido ya estaba ahí: Jinx arrojó el espejo contra el suelo. El cristal se rompió en pedazos que brillaron como cuchillas en la penumbra. Antes de que la mayor pudiera reaccionar, Jinx se lanzó sobre uno y lo atrapó. —¡Jinx, no! —El grito de Caitlyn fue instintivo. Pensó que la atacaría, que usaría el filo contra ella. Pero la joven giró el vidrio hacia sí misma y lo clavó sin dudar en la piel del brazo. Un hilo rojo empezó a correr inmediato y luego chorros cuando lo rasgó hacia abajo con profundidad, sin ninguna expresión. —¡Maldita sea! —Caitlyn saltó hacia adelante, entrenada para este tipo de emergencias. Sujetó la muñeca de Jinx, que se resistía con una fuerza desmedida, como si estuviera poseída por algo más grande que ella misma. —¡Suéltame! ¡Ella dice que me sueltes! —La voz era un sollozo entrecortado, mezclado con risas histéricas. Caitlyn forcejeó, usando toda la técnica aprendida en sus años de estudio. Con un movimiento rápido, logró que el vidrio resbalara y cayera lejos, rompiéndose en fragmentos aún más pequeños. Jinx chilló, intentando zafarse, pero la mayor la presionó contra el suelo, sujetándole los brazos para evitar más daño. —¡Detente, Jinx! ¡Para! —ordenó con voz dura. Por un segundo, creyó que lo había logrado: los ojos magenta la enfocaron. Pero lo que vio ahí no era solo furia; era una falla, una fractura. Las pupilas parecían dilatarse y contraerse al ritmo de dos respiraciones distintas. —No me mires… no la mires… —murmuró Jinx, el cuerpo temblando. Y finalmente, el agotamiento la venció. Caitlyn respiró hondo, soltándola con cuidado. La sangre manaba con insistencia, se desangraba del corte profundo. Tomó vendas limpias de la mesa y comenzó a presionar la herida. Sus manos estaban firmes, aunque por dentro sentía un torbellino de alarma. —Siempre encuentras formas de complicarlo todo… —murmuró entre dientes mientras apretaba el vendaje. Jinx, ya sin fuerzas, la observaba con los párpados a medio cerrar. Murmuraba incoherencias, reía y tosía entrecortado. Finalmente se desplomó, inconsciente, con la respiración irregular. Caitlyn se quedó un largo momento arrodillada junto a ella, sintiendo el calor pegajoso de la sangre en sus dedos. La rabia y la impotencia se mezclaban en su pecho. Entendía una cosa con total claridad: esto estaba más allá de simples interrogatorios o vigilancias. Jinx necesitaba ayuda… y no cualquier ayuda. Esa noche, la comandante no durmió. Vigiló a la criminal herida, ahora envuelta en vendas gruesas. Había optado por no reportar el incidente de inmediato: temía que el Consejo usara métodos violentos, como una cama de fuerza o ataduras permanentes. Y, por alguna razón que no se permitía examinar demasiado, no quería verla reducida a eso. Al amanecer, se decidió. Abrió un maletín médico y sacó un frasco pequeño con cápsulas. Sedantes, lo suficientemente fuertes para calmar episodios, pero sin provocar un sueño profundo. Cuando Jinx despertó, el dolor la mantenía semi-dócil. Caitlyn se acercó con el vaso de agua. —Vas a tomar esto —dijo, colocándole una pastilla en la mano. Jinx la observó desconfiada, labios apretados. —¿Qué es? —Algo que necesitas. Te hará bien. —respondió. La joven chasqueó la lengua. —¿Así que ahora me drogas? Qué bonito, sheriff. ¿Qué sigue, un bozal? —No me obligues a ponértelo en la boca yo misma —respondió Caitlyn con sequedad. El silencio duró unos segundos, hasta que Jinx, de mala gana, se llevó la pastilla a la boca. Bebió un sorbo de agua, exagerando una mueca de desagrado. —Sabe a mierda. —opinó. Caitlyn suspiró, aliviada. —No era un manjar para disfrutar. Pasaron los días siguientes bajo ese régimen. Jinx estaba tranquila, a veces incluso dócil. Pasaba más tiempo acostada, jugando con las vendas o murmurando canciones, pero sin los estallidos violentos. Caitlyn lo agradecía en silencio: le permitía trabajar en sus apuntes sin interrupciones. Pero la calma era un espejismo. Una tarde, cuando la mayor regresó con la bandeja de comida, notó que las pastillas en el frasco no habían disminuido como debían. Se le erizó la piel: Jinx estaba fingiendo. No dijo nada, prefirió observar. Y la sospecha se confirmó: por la noche, cuando creyó que Caitlyn dormía en la silla de guardia, la criminal escupió discretamente la cápsula escondida bajo la lengua. La dejó rodar hasta el rincón más oscuro. Caitlyn apretó los puños, pero decidió no enfrentarlo de inmediato. Quería ver hasta dónde llegaba. La respuesta no tardó en llegar. Tres días después, Jinx la esperaba despierta. Los ojos tenían ese brillo febril que la medicación mantenía a raya, y la sonrisa ladeada era un aviso. —¿Sabes qué, sheriff? —dijo con voz burlona—. Eres peor que los de arriba. Al menos ellos no fingen preocuparse. ¡Ya ejecutame de una buena vez! Caitlyn levantó la vista de la libreta, cansada. —No empieces. —¿No empiece? —Jinx se levantó tambaleante, señalándola con un dedo manchado de tinta de tanto dibujar en las paredes—. ¡Me quitas mi espejo, me llenas de drogas, me tratas como si fuera un experimento! —Te salvé la vida. —El tono de Caitlyn fue cortante, pero bajo control. —¿Y qué? —escupió Jinx, avanzando unos pasos—. ¿Eso te hace mi salvadora? ¡No te pedí nada! ¡Nada! Caitlyn cerró la libreta con un golpe seco. —Si no hubiera intervenido, ahora mismo estarías muerta en un charco de tu propia sangre. —¡Y tal vez eso era lo que quería! —chilló Jinx, las manos crispadas. Sus ojos eran un océano de rabia y dolor al mismo tiempo—. Pero tú, siempre tú, decidiendo qué hago, qué tomo, qué pierdo. ¡Eres igual que los demás! Por un instante, Caitlyn la sostuvo con la mirada, intentando penetrar esa falla. Sintió algo retorcerse en su interior, pero no lo mostró. —Termina tu berrinche —dijo finalmente, dándole la espalda—. No pienso discutir con alguien que prefiere morir antes que enfrentar sus demonios. El silencio se hizo pesado. Detrás de ella, Jinx rió, una risa rota y cortante. —¿Sabes qué, sheriff? —dijo al fin—. Ignorarme no te hará más fuerte. Solo te hace más cobarde. Caitlyn apretó los dientes, pero no respondió. Se limitó a caminar hasta la mesa, abrir su libreta y escribir, como si cada palabra en papel fuera un muro entre ellas. Detrás, Jinx volvió a reír. Una risa que no sonaba humana, sino como un eco roto en la celda. No por diversión, si no porque estaba planeando algo, y esta vez, no fallaría. Cuando la media noche llegó. La mayor como siempre le dió su medicamento y volvió a sentarse, sin embargo, no contaba con la nueva... Reacción. Apenas con los ojos entrecerrados en su silla, se sobresaltó cuando escuchó un ruido áspero. Jinx respiraba agitada, arqueando el torso como si le faltara el aire. Su piel brillaba con un sudor repentino, y su voz quebrada rompió la calma: —Kilyn… no… no respiro… —sus dedos se apretaban contra el cuello como si una invisible garra lo cerrara. Caitlyn se levantó de golpe, olvidando cualquier distancia, cualquier precaución. —¡Jinx! ¡Maldición, pero si no habías mostrado ninguna reacción alérgica! —corrió hasta la litera, inclinándose sobre ella. La vio convulsionar, sacudiéndose en un espasmo dramático. Su rostro se tornaba rojo, y sus ojos parecían suplicar ayuda. Caitlyn reaccionó como policía y como ser humano, instintivamente. Abrió la caja metálica, tomó el medicamento que le habían indicado para contrarrestar reacciones alérgicas y lo preparó con prisa. Pero cuando se inclinó para darle la dosis, la trampa se cerró. Jinx la atrapó con un movimiento violento, un golpe seco con la rodilla al abdomen que la dejó sin aire. Caitlyn jadeó, aturdida, intentando zafarse, pero Jinx la empujó contra el suelo con una fuerza sorprendente, casi inhumana. —¿Qué… qué demonios haces? —tosió Caitlyn, forcejeando. Jinx sonrió con esa mezcla inquietante de burla y locura y arrojó al suelo el contrarrestante. —¿De verdad creíste que me estaba ahogando? Oh, Sheriff, siempre tan noble… tan predecible. Antes de que Caitlyn pudiera reaccionar, Jinx le abrió la mandíbula con una presión cruel y sacó de su bolsillo 3 pastillas del medicamento común que la mayor solía darle. Le obligó a tragar las pastillas. La comandante intentó resistirse, escupir, girar el rostro, pero Jinx la sujetaba con una fuerza desbordada, como si no hubiera hueso ni músculo capaces de detenerla. —¡Basta! —Caitlyn forcejeó con desesperación, arañando el brazo de Jinx, pero parte del medicamento ya había pasado por su garganta. Tosió, escupió lo que pudo, mientras lágrimas de rabia le humedecían los ojos. Luchó de nuevo con Jinx quien solo reía. Finalmente logró zafarse de un empujón y corrió tambaleante hacia el baño. Se inclinó sobre el inodoro, obligándose a vomitar, sintiendo la garganta arder. El sonido áspero llenó la celda, mezclado con su respiración entrecortada. Cuando por fin se incorporó, aún con náuseas, se miró en el espejo empañado: el rostro tenso, los labios húmedos de saliva y bilis. —Voy a matarla… —murmuró entre dientes, con el odio prendido en cada sílaba. Volvió furiosa a la celda, dispuesta a acabar con esa farsa, pero lo que encontró la descolocó: Jinx estaba sentada tranquilamente sobre el suelo, balanceando las piernas, ignorándola como si nada hubiera pasado. Ni una sonrisa de triunfo, ni una burla, ni siquiera una mirada. Solo silencio, casi indiferencia. —¡Mírame cuando te hablo, hija de puta! —le gritó Caitlyn, avanzando hacia ella con el puño cerrado, pero Jinx no reaccionó. La comandante se detuvo a centímetros, con la respiración encendida y la furia latiendo en la sien. El medicamento, sin embargo, ya hacía efecto en su cuerpo. La pesadez llegó poco a poco, como un velo que se desplegaba sobre su mente. Trató de resistirse, obligando a su cuerpo a mantenerse firme, pero cada músculo parecía perder fuerza. Terminó dejándose caer en la silla metálica, los párpados pesados. —No… no voy a… —balbuceó, intentando mantener la conciencia, pero el sueño la envolvió en cuestión de minutos. Jinx la observó en silencio. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, estudiando cada detalle: cómo la mandíbula de Caitlyn temblaba ligeramente incluso dormida, cómo la mano se mantenía a medio camino entre un puño y un gesto de defensa. Cuando el silencio fue absoluto, Jinx se levantó con calma. Caminó hacia la puerta de la celda, sacó de entre su cabello un delgado trozo de metal doblado —quizás parte de chispitas, su arma rota, quizás de un resorte, nadie podría saberlo— y lo insertó en la cerradura. Bastaron segundos. Un chasquido suave y la puerta se abrió como si hubiera estado esperándola todo el tiempo. Salió, descalza, moviéndose con una ligereza inquietante. Avanzó hasta la mesa donde Caitlyn había dejado su libreta, ese cuaderno de tapas gastadas y hojas llenas de trazos firmes. Lo tomó entre las manos, acariciando la cubierta como si fuera un objeto frágil, y lo abrió. Las primeras páginas eran rutinarias: horarios, notas, observaciones. Jinx pasó los dedos por la caligrafía ordenada, casi rígida. Pero a medida que avanzaba, se topó con algo distinto. Origamis. Pequeños dibujos de figuras dobladas en papel, acompañados de descripciones: “Se toma el papel con los dedos índice y pulgar… los dobleces son rápidos, precisos, casi mecánicos.” La peli celeste frunció el ceño, pasando la página. Más observaciones: “Cuando se concentra, mueve ligeramente los dedos, como si imaginara el doblez antes de hacerlo.” Se detuvo. Esa no era información policial. No eran reportes, ni análisis estratégicos. Eran… ella. Descripciones obsesivas, casi íntimas, de sus movimientos, sus rutinas. “Cuando firma, sostiene el bolígrafo con las uñas largas, inclinadas hacia la izquierda. El trazo es irregular pero siempre termina con una curva ascendente.” Jinx tragó saliva. Sintió un cosquilleo extraño en el pecho, algo que no reconocía. Pasó más páginas con ansiedad, encontrando más notas: la manera en que balanceaba las piernas, cómo inclinaba la cabeza cuando escuchaba, cómo sus labios se torcían en una mueca particular cuando estaba a punto de reír. —¿Qué es esto…? —susurró para sí, con la voz quebrada. Por primera vez, se sintió… vista. No como una criminal, ni como una amenaza, ni como un caso. Sino como alguien que tenía gestos, manías, detalles mínimos que alguien había considerado dignos de registrar. Se quedó mucho tiempo quieta, con los ojos fijos en esas líneas. La libreta parecía arderle en las manos, como si la descubriera vulnerable de una forma que ni ella misma había previsto. Al final, con un movimiento brusco, cerró el cuaderno. Lo dejó exactamente donde estaba, en la misma posición, como si jamás lo hubiera tocado. Volvió a la celda, cerró la puerta con el mismo clip improvisado y lo guardó en su cabello. Se tumbó en la litera, mirando el techo. Una sonrisa torcida apareció en sus labios, pero no era de burla ni de triunfo. Era algo nuevo, incomprensible incluso para ella. Porque ahora sabía algo que ni Caitlyn sospechaba: la mayor la estaba conociendo de verdad. Ella podía salir cuando quisiera. Podía abrir esa celda como quien abre una ventana. Pero eligió quedarse. Y todo terminó con el leve sonido de Caitlyn respirando profundamente en la silla, rendida al efecto del medicamento, y Jinx despierta en la penumbra, abrazada por un sentimiento extraño que no lograba nombrar. Estaba ahí, y estaba segura que Caitlyn no podría huir esta vez.A través de sus ojos
23 de septiembre de 2025, 19:36