ID de la obra: 912

The Fault

Femslash
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 127 páginas, 67.442 palabras, 7 capítulos
Descripción:
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Ella ya no es Ella

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Capítulo 5

Habían pasado 19 horas, con 8 minutos y 3 segundos. El pasillo olía a humedad rancia y a óxido. Cada candado, cada reja, cada gota de agua que se filtraba desde algún punto invisible marcaba el silencio como si fuera un reloj lento y cruel. Caitlyn avanzaba recta, con las manos detrás de la espalda, los pasos firmes y acompasados. Su uniforme estaba impecable, la gorra ajustada, la mirada dura. Pero debajo de todo eso, sentía un peso que ninguna insignia podía aligerar. Al llegar frente a la puerta, se obligó a no dudar. Giró la llave. El chirrido metálico se alargó, rasgando el aire. Había un pequeño pasillo hasta el donde donde yacía la celda y adentro.... Allí estaba Jinx. Tendida en el suelo, encogida contra la pared, los cabellos celestes pegados al rostro sucio y los labios agrietados. Sus manos descansaban abiertas sobre las piedras, y a simple vista era difícil saber si estaba dormida, inconsciente o simplemente negándose a existir. Caitlyn entró, despacio, cerrando la reja tras de sí. No necesitaba a los guardias. No ahora. —Despertaste... Pensé que habías caído en coma o algo. —comentó al aire. Nadie le respondió. Aquello la hizo fruncir el ceño. —Jinx. —Su voz sonó seca, firme, casi marcial. Nada, no hubo respuesta. La única reacción fue un leve parpadeo. Y luego, lentamente, la criminal levantó la cabeza. Sus ojos magenta estaban enrojecidos, hundidos, pero aún así tenían una intensidad difícil de sostener. Miró directo a Caitlyn, sin un gesto, sin un sonido. La comandante se cruzó de brazos, esperando. —Contestame. Es hora de hablar. Nada. Caitlyn caminó un par de pasos frente celda, su sombra proyectándose larga en la pared. —El consejo me asignó para vigilante, no 24/7, pero si la mayoría del tiempo que yo pueda, claro. Sin embargo, hay algo detrás. —comenzó. Sacó una libreta de cuero de su bolsillo y la abrió. El gesto fue más teatral que necesario: el sonido del lápiz al rozar el papel era casi una provocación. —Quieren información, y tú vas a darmela. —agregó. Jinx solo apartó la mirada, sin emoción. —Perfecto, gran optimismo. Quieren saber sobre ti, cualquier cosa que les confirme de donde vienes, por qué haces lo que haces, y justificación al daño que has causado en la academia desde mi decisión. —Fue dictando como si recitara un informe. La criminal no parpadeó. Seguía mirándo la pared. Su cuerpo no se movía, ni un músculo. La mayor apretó los dientes. Esa inmovilidad era peor que los estallidos de locura con los que estaba acostumbrada a lidiar. —Te conviene responder. —Se inclinó apenas hacia adelante—. No pienso repetirlo. Jinx ladeó la cabeza. Muy despacio. Su cabello se deslizó sobre la mejilla como un velo celeste. En sus labios apareció una curva mínima, apenas una insinuación de sonrisa. Caitlyn anotó algo en la libreta, con más fuerza de la necesaria. —Así que vamos a jugar a esto… —murmuró, más para sí misma que para ella. Dio un par de pasos, recorriendo el lugar con calma, como si estuviera midiendo cada centímetro. Jinx giró los ojos y la siguió, sin mover la cabeza, con esa quietud implacable que la obligaba a sentir su mirada clavada en la espalda. Era como si estuviera atada a esos ojos, como si la criminal la manejara sin mover un dedo. Caitlyn se detuvo frente a ella, el ceño fruncido. —En serio necesito que respondas, creeme será más fácil. Esto es solo rutina, yo quiero hablar sobre lo que pasó en tu captura pero... No ahora, esto es protocolo. Nada, nisiquiera un suspiro. —¿Qué pasa? ¿Se te acabaron las carcajadas? ¿Dónde quedaron tus provocaciones, tus burlas? El silencio le respondió con un eco frío, si, de nuevo, lol. Jinx parpadeó lentamente, y en ese gesto había una provocación muda. Sus labios se abrieron, dejando pasar un leve suspiro, pero no salió palabra alguna. Solo el sonido vacío de alguien que finge que va a hablar y no lo hace. Caitlyn sintió un cosquilleo de irritación en la nuca. —Habla. —La orden salió más dura de lo que planeaba. Nada. —Esto probablemente retrase tu ida a Stillwater o la adelante, así que depende de tí. La sonrisa de Jinx se ensanchó apenas, mostrando un diente con filo. No había risa, no había mueca histérica. Solo un gesto contenido, helado, que parecía más un desafío que una burla. Caitlyn notó que estaba apretando demasiado el lápiz. Bajó la libreta y lo guardó de golpe. No serviría de nada fingir control si ya lo estaba perdiendo. Se agachó lentamente, quedando a su altura. Los barrotes no eran una frontera y aún así se sentía como una, demasiado cerca. Podía sentir el olor metálico de la sangre seca en las vendas sucias que aún cubrían parte de los brazos de Jinx, costado, piernas, cabeza, bueno... Media criminal. —No vas a intimidarme con tu silencio —susurró, con la voz firme, aunque sus ojos delataban la tensión. Jinx la sostuvo la mirada sin pestañear. Luego, muy despacio, movió los labios como si fuera a decir algo. El movimiento era claro, definido, pero no salió sonido alguno. Era una palabra muda. Incomprensible. Caitlyn arqueó una ceja, intentando leerla. No pudo. Ese fue el primer golpe real. Se sintió inútil, como si el poder hubiera cambiado de manos sin que ella lo notara. No iba a ser fácil, lo sabía, sin embargo... Esto le estaba gastando la paciencia. Permaneció agachada frente a ella, a centímetros de esa sonrisa muda, sin decidir si levantarse o quedarse ahí. Y Jinx seguía mirándola, inmóvil, como si pudiera sostener esa batalla silenciosa durante días enteros. Y quizás podía. El reloj en el pasillo dio una campanada lejana. Ni una de las dos se movió. Solo sus ojos estaban vivos, clavados en la figura desparramada en el suelo. Jinx estaba allí, tirada y respiraba lento, con un zumbido áspero en la garganta. Caitlyn no sabía cuánto tiempo llevaba en esa posición, pero el silencio era tan pesado que el simple sonido de su pluma contra la libreta habría parecido un estruendo. —Entonces hablemos de lo que pasó allá. —empezó Caitlyn, Jinx la miró y por fin... —No. —¿Ahora sí hablas? —... —Jinx, solo quiero saber que tienes en común con Vi. —la mayor volvió a hablar. El eco resonó en los oidos de Jinx. Vi, Vi, Vi... —Vi... El cuerpo de Jinx reaccionó de inmediato. Sus ojos se abrieron de golpe, enormes, desorbitados, como si esa sílaba hubiera arrancado una tapa que mantenía sellado todo dentro de ella. Se quedó rígida, respirando agitadamente, los labios entreabiertos. Luego, de pronto, un espasmo la impulsó hacia la pared. El primer golpe de su frente contra la piedra sonó seco, áspero. Caitlyn lo sintió vibrar en los dientes. —Vi... —murmuró Jinx, y volvió a golpear. El impacto dejó una mancha oscura en la pared, que fue creciendo a cada embestida. Caitlyn no se movió. No retrocedió. La miraba con una frialdad inmutable, aunque cada sonido la atravesaba como una astilla. —¡NO! ¡NO! ¡NO ESTÁ AQUÍ! —Jinx gritaba con una fuerza rota, desgarrando el aire. De pronto, sus manos se enredaron en su cabello. Tiró con tanta violencia que los mechones se desprendieron de raíz. La sangre de su frente se mezclaba con las hebras celestes que iban quedando esparcidas por el suelo. El guardia que vigilaba en la puerta no resistió más. Avanzó con las llaves tintineando en la mano. —¡Comandante, hay que detenerla! ¡Va a abrirse el cráneo! Caitlyn no apartó los ojos de Jinx. Su voz salió baja, cortante: —Déjala. —Pero, señora, ¡se está- —Te dije que la dejes. Sal de aquí. El tono era tan seco que cortó toda réplica. El guardia tragó saliva, retrocedió, y cerró la puerta con un estrépito metálico. El eco retumbó en el pasillo y después se hundió en el mismo silencio que antes. Dentro, Jinx seguía en su tormenta. Se sacudía, reía y lloraba al mismo tiempo, golpeando la cabeza una y otra vez contra el muro, luego contra el suelo. Sus uñas rasguñaban su propio cuello, y su risa era un sonido agudo, demasiado humano para ser ignorado, demasiado bestial para parecer real. —Jinx... Escuchame. —¡CÁLLATE, CÁLLATE, CÁLLATE! —gritaba a voces que no estaban allí, con los ojos fijos en un rincón vacío de la celda. Caitlyn dio un paso adelante. El eco de sus botas resonó despacio, y su sombra cayó sobre la figura convulsa en el suelo. No apartó la mirada. —¿Eso es lo que hace Vi contigo? —susurró. No lo dijo para provocar. Lo dijo porque quería entender. La reacción fue brutal. Jinx se dejó caer de lado, agitándose, como si esas palabras la quemaran desde dentro. Su respiración era cada vez más corta, más frenética. —¡NO LA NOMBRES! —escupió entre dientes—. ¡No la llames! ¡Ella… ella no está... Ella... Ella me olvidó! Su voz se quebró, y el resto fue un hilo entrecortado. Se arrastró unos centímetros, golpeando con el hombro el suelo, dejando un rastro de sangre y sudor. El cabello arrancado caía como un manto alrededor suyo. Caitlyn permaneció inmóvil. Observaba cada detalle con una intensidad peligrosa: el temblor de los dedos de Jinx, los labios partidos, los mechones pegados a la piel ensangrentada. Todo. Hasta que, finalmente, la tormenta se apagó. Jinx quedó tendida, jadeando. Su pecho subía y bajaba de manera descontrolada, el sudor le corría por el cuello, y un hilo de sangre descendía lentamente desde su frente hasta el suelo. Su respiración llenaba toda la celda, áspera, irregular. Pasaron minutos, o quizá solo segundos, pero parecieron eternos. Caitlyn seguía allí, observándola. Sin tomar notas, sin decir nada. Solo mirándola, como si ese silencio fuera parte del lenguaje que estaban empezando a construir. De pronto, Jinx giró la cabeza, y sus ojos buscaron los de Caitlyn. El contacto fue directo, brutal. En medio de esa mirada febril, enferma, Jinx sonrió. Una sonrisa rota, teñida de sangre, torcida hasta lo imposible. —¿Querías hablar? Espero haberte dado un buen show en su lugar... Kilyn—susurró. El apodo salió como un veneno dulce, resbalando por el aire entre ellas. Caitlyn no respondió. No pestañeó. No se apartó. Y fue entonces cuando comprendió: aquella violencia, esa autodestrucción tan íntima y feroz, no era un ataque al vacío. Era un lenguaje privado. Uno que solo ella estaba destinada a leer. Estaba ahí, ahora, tenía que hacer algo. La miró. La sangre en la frente de Jinx aún chorreaba, marcando líneas rojas que se mezclaban con el sudor y la suciedad de su piel. Estaba desplomada contra el muro, el cuerpo encogido como un animal exhausto después de estrellarse contra sí mismo. Sus hombros subían y bajaban a destiempo, como si respirar fuera un trabajo forzado. La habitación estaba en silencio, salvo por ese jadeo irregular y el goteo metálico que resonaba cuando una gota de sangre caía al suelo. Caitlyn permanecía inmóvil al otro lado de los barrotes, con el mentón erguido pero los ojos clavados en ella demasiado tiempo, más tiempo del que debería. Entonces Jinx movió las manos. Pequeños gestos, apenas perceptibles. Colocó la palma sobre la rodilla huesuda, y empezó a doblar los dedos. Como si supiera que solo ella podía calmarse. Uno. Inhalar. Dos. Exhalar. Tres. Inhalar. Cuatro. Exhalar. Era torpe, entrecortado, pero había un patrón. Un ritmo escondido entre la locura. Y Caitlyn lo reconoció. Lo reconoció con una fuerza que le recorrió la espalda como una descarga. Ese conteo, esa forma de usar los dedos como ancla, no era cualquier cosa. Era suyo. Era íntimo. Su madre se lo había enseñado desde niña cuando tenía ataques por la presión que se ejercía en lo académico. Ella decía "Todo está bien mientras puedas subir y bajar los dedos" La comandante apretó la mandíbula, pero no habló. No podía. No entendía. Jinx por otro lado se estaba ahogando en ella misma, cerrando los ojos con fuerza y aferrándose a lo que siempre se aferraba cuando eso le pasaba. Con los ojos entrecerrados por el dolor, trataba de sostener el ritmo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. El aire entraba y salía en sacudidas, pero dentro de ella la repetición abrió una puerta que había intentado mantener cerrada con dinamita, balas y risas histéricas. Aquel recuerdo con Caitlyn. Y de golpe, ya no estaba en esa celda húmeda. Estaba en un callejón de la academia, hace años, cuando todavía era Powder. La pequeña estaba encogida contra un muro parecido a ese, pero no estaba sangrando: estaba llorando. Los sollozos le cortaban el aire, el pecho le ardía. El ataque la había sorprendido en medio de un ruido fuerte, un estallido que no había sido suyo. Se había doblado sobre sí misma, sin poder respirar, con las manos tirando del cabello y los dedos arañando su propio rostro. Y allí, frente a ella, había otra niña. Una niña con el cabello azul oscuro y la piel impecable, que no parecía pertenecer a ese lugar. Caitlyn. La niña se había arrodillado, había inclinado el cuerpo hacia adelante con esa firmeza natural que más tarde se convertiría en autoridad. —Powder —le había dicho, con esa voz clara, no suave, sino firme como una línea recta trazada con precisión. Powder sollozaba demasiado fuerte para escuchar. Caitlyn no se movió de su sitio. Extendió una mano, la puso frente a sus ojos llorosos, y dobló un dedo. —N-No... Puedo Cait... Duele. —Lo sé, escuchame. Uno. Respira. — Pidió. Powder parpadeó entre lágrimas. No entendía. —Y-Yo... —Mírame —repitió Caitlyn, sin vacilar. Dobló otro dedo. —Cait... —Dos. Así. La niña obedeció a trompicones. Inhaló como pudo, exhaló en jadeos. Caitlyn dobló el tercer dedo. —Tres. Más lento. Powder gimió, pero lo intentó. Y cuando Caitlyn dobló el último dedo, diciendo "cuatro", la pequeña sintió por primera vez que no estaba ahogándose sola. Ese recuerdo era un golpe. No un eco borroso. Era nítido, insoportable. La mirada firme de Caitlyn, sus dedos enseñando el conteo. El alivio momentáneo. El calor de tener a alguien que sabía exactamente qué hacer. Jinx apretó los dientes ahora, en el presente, sintiendo cómo las lágrimas querían mezclarse con la sangre. Caitlyn seguía frente a ella, se supone que esa misma chica que la ayudó, pero no, no lo era. El recuerdo se deshizo como cristal bajo un martillo. La celda volvió a rodearla, el olor a humedad, la sangre pegajosa, la presencia inmóvil de Caitlyn. Pero Jinx lo sabía. Era ella. Esa niña. Esa voz. Esos dedos. Y al mismo tiempo era alguien más, fría, incomprensible, odiosa. Se rió, una carcajada rota que se quebró antes de nacer. Se cubrió la cara con la mano, pero entre los dedos escapó un susurro. —¿Sorprendida?—las palabras estaban apenas hiladas, rotas como su respiración. —Un poco, no pensé que eras capaz de controlar tu... Emociones. —Tú me enseñaste… —Jinx bajó la mano, mostrando los ojos enrojecidos y húmedos, brillando como cuchillas. La respiración seguía atrapada en su garganta, pero el ritmo de sus dedos insistía: uno, dos, tres, cuatro. —No, no lo hice. Ya hemos hablado de esto, actúas como si fuesemos viejas amigas o alguna mierda, no te conozco. —De repente todos tienen amnesia, pero no eres tu quien me interesa que recuerde, no aún. Caitlyn frunció el ceño, pero no dijo nada. La mirada de la mayor se endureció. El corazón le golpeaba fuerte, aunque su rostro permanecía inmutable. Sí, había reconocido el gesto. Sí, le resultaba imposible. Y no, no iba a preguntar. El silencio se volvió insoportable, pero Caitlyn no lo rompió. Podría haber dicho: ¿Cómo sabes ese truco? Podría haber exigido: ¿De dónde lo sacaste? Pero no lo hizo. Porque sabía que si abría la boca, algo se derrumbaría. Algo que ni siquiera entendía del todo. Así que permaneció rígida, como estatua de hierro, los ojos clavados en Jinx más tiempo del que debería. Y Jinx, todavía temblando, siguió contando en silencio. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Sus labios se movían como si fuera un rezo privado, una plegaria que nadie más debía escuchar. Ese conteo era suyo. Era de ambas. Y aunque Caitlyn se negara a preguntar, aunque Jinx se negara a explicarlo, el vínculo estaba ahí, desnudo, vibrante, imposible de destruir. Por primera vez en años, Jinx no se sentía sola en el caos de su cabeza. Y por primera vez en años, Caitlyn sintió que la locura de Jinx no era solo ruido: era un lenguaje compartido, un secreto enterrado entre la sangre y los recuerdos. Sin embargo... Ahora era incómodo. Caitlyn no se movió durante un buen rato, solo observó. El uniforme le quedaba impecable, el sombrero ligeramente inclinado, y aun así su sombra se veía torcida bajo la luz mortecina que colgaba del techo. —Tengo hambre... —No me importa. —Si me dieron vendas, mínimo hay comida. —concluyó Jinx. De pronto, sin más, dejó escapar un suspiro pesado. No era un suspiro de cansancio físico, sino de esos que nacen en el pecho cuando uno no sabe qué hacer con lo que acaba de ver. Sus labios se curvaron en una línea más rígida, y se dio la vuelta con un gesto seco, casi marcial. Jinx la siguió con la mirada, los ojos todavía húmedos pero ardiendo de rabia contenida, como si esa simple exhalación le hubiera dicho todo: que Caitlyn no iba a preguntar, que no iba a reconocer nada, que el silencio era más fuerte que cualquier palabra. El sonido de las botas resonó en el pasillo y al poco Caitlyn volvió, esta vez con un plato en la mano. No era un plato digno, ni limpio, ni siquiera fresco: eran sobras. Pedazos de algo que alguna vez había sido carne, arroz apelmazado, un trozo de pan duro que crujía como roca al mínimo roce. Parecía comida recogida al azar, como si no hubiera sido pensada para ella sino simplemente lo que quedaba en alguna mesa. Caitlyn no dijo nada al principio. Llegó frente a la celda, levantó apenas el brazo y arrojó el plato hacia dentro. El metal chocó contra el suelo húmedo con un ruido metálico y el contenido se desparramó en pedazos, sin orden, sin cuidado. El plato rodó un poco hasta detenerse a los pies de Jinx. —Ahí tienes. Jinx levantó la cabeza lentamente, los ojos desorbitados, y lo miró como si aquello fuera la mayor ofensa. —¿En serio? —soltó con una risa incrédula, cortante. Alzó una ceja, ladeó la cabeza con un gesto exagerado—. Yo te di té, Caitlyn. ¿Recuerdas? Un buen té, bien servido… hasta elegante. Y así me pagas. Su voz se quebró en una mezcla de burla y reproche. Caitlyn se cruzó de brazos, fría. —Estaba drogado —contestó, seca, sin un ápice de humor. Jinx chasqueó la lengua, como si el argumento no la convenciera en lo más mínimo. —Y eso qué importa. Lo serví, ¿no? Con mis propias manos. Te lo di. Y ahora me tiras… —miró con asco el arroz pegajoso— …esto. Malagradecida. Caitlyn ladeó la cabeza un poco, como quien observa a un animal testarudo. —No seas una malcriada. Es todo lo que hay. Tómalo o déjalo. Jinx rió otra vez, pero la carcajada le salió rota, seca. Bajó la mirada al plato, estiró la pierna y, con un movimiento rápido, lo pateó. El metal se arrastró hasta chocar contra la pared opuesta de la celda, salpicando un poco del arroz contra las piedras húmedas. —No pienso comer esa basura —espetó, con un brillo de orgullo encendido en la voz. Caitlyn ni siquiera pestañeó. —Perfecto —dijo con una calma calculada—. Si no lo quieres, yo sí. En realidad, creo que me vendría bien algo decente. Iré por una lasaña de queso doble. Tal vez una hamburguesa con ketchup, bien caliente, bien jugosa. El tono fue casi cruel, no porque gritara ni porque se burlara, sino porque lo dijo con frialdad absoluta, como si realmente pudiera salir en ese momento y conseguirlo. Jinx apretó los dientes, los nudillos blanqueados mientras se agarraba de las rodillas. —Eres una maldita, ¿sabes? —susurró con un deje ronco—. Vienes aquí, me lanzas migajas, y encima quieres restregármelo en la cara, ¿Qué soy? ¿Una paloma migajera? —Esas son mejores. —¿Ese es tu plan? ¿Qué me muera de hambre para que hable? Caitlyn la miró un largo rato, sus ojos azules firmes como acero. —No. —Su voz bajó un tono, más seria—. Mi plan es no desperdiciar mi tiempo en tus estupideces cuando nisiquiera me respondes ni una sola pregunta. Se acercó un poco más a los barrotes, inclinándose apenas. —Si no vas a decir nada, si tu orgullo es más fuerte que tu estómago, entonces bien. Tengo asuntos más interesantes que estar aquí parada. —¿Me dejaras sola por fin? Que alivio. —No. Hablaré con uno de los guardias, un vigilante me reemplazará. —Caitlyn le sonrió. Jinx fingió una sonrisa amplia, forzada, mostrando los dientes como un animal herido que aún quiere parecer peligroso. —No es la gran cosa. Puedo volverlos locos hasta que quieran correr lejos de aquí  —ladeó la cabeza, canturreando las palabras como una niña insolente—. Que venga quien quiera. Déjame sola, anda. ¿No ves que me aburres hasta el culo? Caitlyn esperó un momento, como si evaluara cada palabra, cada gesto. Su rostro seguía inmutable, pero sus ojos decían otra cosa: un destello de algo que no era indiferencia, algo que luchaba por no salir. Finalmente, asintió con un gesto breve, casi imperceptible. —Nos vemos en la noche, Jinx —murmuró. El silencio volvió a crecer entre ambas. Solo se escuchaba la respiración irregular de Jinx y el goteo lejano del agua en la piedra. Caitlyn se giró con la misma rigidez con la que había llegado. —Entonces eso es todo —sentenció la peli celeste. —Intenta no ser tan insoportable. Jinx quiso decir algo más, quiso gritarle una última provocación, pero lo único que salió fue un murmullo ronco, apenas audible: —Hija de puta… Caitlyn no respondió. Sus pasos resonaron en el pasillo, firmes, alejándose poco a poco, hasta que el eco desapareció del todo. Jinx quedó sola, sentada en el suelo, el plato en pedazos contra la pared y el estómago vacío ardiendo más por orgullo que por hambre. Se recostó otra vez contra el muro frío, los dedos aún jugando con un conteo invisible, como si en ese gesto mínimo siguiera resistiendo. Y así, con el eco de la puerta cerrándose a lo lejos, la celda volvió a hundirse en el silencio absoluto. El pasillo afuera estaba oscuro, iluminado apenas por las lámparas de seguridad que parpadeaban cada tanto. Caitlyn avanzó sin prisa, con las botas resonando contra las losas frías, el eco siguiéndola como si todavía cargara la respiración entrecortada de Jinx detrás de ella. Cuando dobló la esquina, se encontró con Jayce. Estaba inclinado sobre una mesa improvisada con papeles, herramientas y un cuaderno lleno de anotaciones. Llevaba el uniforme a medio abotonar, las mangas arremangadas y una mancha de grasa en la muñeca. Él levantó la mirada de inmediato al verla. —Al fin sales. —Su voz fue grave, pero no dura, más bien cansada. Cerró el cuaderno con un golpe seco y se lo guardó bajo el brazo—. ¿Cómo fue? Caitlyn no respondió enseguida. Se quitó el sombrero, sacudió el cabello húmedo de sudor y se apoyó un momento contra la pared, como si necesitara recuperar la compostura. Finalmente, dijo: —Silencio. —El eco de la palabra se extendió en el pasillo. Su tono era contenido, pero había un matiz de frustración—. No quiso hablar. No dijo nada útil. Jayce arqueó una ceja, cruzándose de brazos. —No esperaba que empezara a cantar sus planes en la primera visita si te soy honesto, es una criminal—Se le escapó una risa breve, seca—. Pero tampoco esperaba que quisieras estar aquí abajo tanto tiempo. Caitlyn lo miró de reojo, el ceño apenas fruncido. —No es tiempo perdido. Jayce negó despacio, como quien repite una lección ya aprendida. —Te apoyé frente al consejo, pero sabes lo que pienso, Cait. —La llamó por su apodo, con un dejo de confianza fraterna—. Lo mejor es enviarla a Stillwater. Cuanto antes. El nombre de la prisión retumbó entre ellos. Caitlyn apretó la mandíbula, como si ese simple sonido le revolviera algo en el pecho. —La necesito ahí, por información. —Te encaprichaste. —No —dijo firme, con una seguridad que contrastaba con el cansancio en su rostro—. No es un capricho. Sé que hay algo detrás de todo esto, Jayce. —Si Jinx eligió la academia… si repite los ataques… si insiste en ese lugar, hay una razón. Y si esa razón pone en riesgo todo lo que construimos, tengo que descubrirla —agregó. Jayce dio un paso hacia ella, bajando un poco la voz. —Pero no hay riesgo ahora, Caitlyn. —Le sostuvo la mirada, sin apartarse—. Está atrapada. El aire quedó pesado entre ellos. Caitlyn inspiró hondo, como si estuviera a punto de lanzar otra defensa, pero se detuvo. Bajó la mirada a sus propios guantes, los dedos tensos, y al final no dijo nada. Jayce entendió la respuesta en ese silencio. Resopló, cansado, y recogió las herramientas de la mesa. —Ven, te llevo a casa. No puedes seguir aquí abajo todo el día. Caitlyn no protestó. Caminó junto a él hasta la salida, sin volver la vista atrás. El vehículo blindado del consejo los llevó por las calles de Piltover. Las luces doradas iluminaban los edificios altos, y a través de la ventanilla Caitlyn miraba en silencio el reflejo de la ciudad que había jurado proteger. Su reflejo, superpuesto en el vidrio, se veía más cansado que nunca. Jayce manejaba sin hablar demasiado, pero el peso de la conversación anterior seguía flotando entre ellos. Finalmente, él murmuró: —Solo… no pases tanto tiempo en ese pabellón. Estás dejando que esto te consuma, la investigación y no le encuentro sentido. Caitlyn giró apenas la cabeza, los ojos claros fijos en él. —No soy yo la que está consumida. Y tiene sentido para mí. Y volvió a mirar por la ventanilla. Jayce entendió que no habría más palabras en ese momento, minutos después, por fin llegaron. Cuando el vehículo se detuvo frente al edificio, Jayce apagó el motor. —Te dejo aquí. Descansa, Cait. —Le sostuvo la mirada un instante más, con una mezcla de preocupación y resignación—. Hablaremos mañana. Ella asintió apenas, recogió la gorra y bajó sin más. El aire nocturno la envolvió con un frescor distinto, pero no alivió nada. Subió las escaleras del edificio con pasos lentos hasta llegar a su departamento. La puerta estaba entreabierta, una rendija de luz cálida escapaba hacia el pasillo. Caitlyn entró y encontró a Daniela sentada en el sillón, con un libro abierto entre las manos. Tenía el cabello recogido en un moño improvisado y las gafas resbaladas en la punta de la nariz. Levantó la vista en cuanto la escuchó. —No sabía que usabas gafas. —comentó Caitlyn. —Para leer omegaverse bl solamente —Respondió ella. —¿Es muy tarde? —Casi medio día —Su voz sonó tranquila, pero con un fondo de reproche afectuoso. Cerró el libro con cuidado, marcando la página con un separador—. ¿Cómo estás? Caitlyn dejó el sombrero sobre la mesa de la entrada, se desabrochó los primeros botones del uniforme y suspiró. —Cansada. —Su tono fue más honesto de lo que quería admitir—. Voy a darme una ducha y dormir un poco. Daniela se levantó despacio, estirándose un poco. —Está bien, comandante. —Hizo una pausa, mirándola con cierta ternura contenida—. Yo... preparé algo de comida. Está en la nevera, por si acaso te da hambre más tarde. Caitlyn se detuvo en seco, sin volverse del todo. No sonrió ni se suavizó, pero había un matiz en sus ojos, algo apenas perceptible: el reconocimiento de un gesto pequeño en medio del caos. —Gracias, Dani. —Las palabras salieron cortas, casi ásperas, pero el diminutivo cargaba un peso distinto. Daniela no dijo nada más. Se limitó a asentir, como si entendiera que era lo más cercano a un gesto de afecto que Caitlyn podía dar esa noche. La mayor se encaminó al pasillo, cerró la puerta de su habitación tras de sí y dejó que la oscuridad la envolviera. El agua de la ducha empezó a sonar poco después, arrastrando con ella el polvo, la sangre y el eco de una risa rota que aún resonaba en su mente. Pero no estaba tranquila, nisiquiera con el ambiente tibio. El vapor empezó a llenar el baño y, por un instante, se quedó de pie frente al chorro, observando cómo el vaho trepaba por el espejo hasta cubrir su propio reflejo. Se desabrochó lentamente el uniforme, pieza por pieza, dejando caer la chaqueta, la camisa, las botas. Cada prenda quedó hecha un montón oscuro en el suelo. Cuando al fin entró en la ducha, el agua estaba caliente, casi abrasadora al inicio, pero no se movió. Dejó que las gotas la golpearan directamente en el rostro, arrastrando sudor, polvo y la sensación pegajosa de la celda. El agua resbalaba por su cuello, se deslizaba por sus hombros tensos y descendía en líneas que marcaban el contorno de sus músculos, el relieve de su espalda, el vientre. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro, profundo, como si el aire al salir pesara igual que todo lo acumulado en el día. Cada gota que bajaba le recordaba algo. Una se mezclaba con la sangre que aún imaginaba en la frente de Jinx. Otra le hacía eco del golpe de su cabeza contra la pared. Otra, del silencio que se estiraba demasiado en la celda. Su mente giraba, llena de pensamientos. “¿Por qué reaccionó así con Vi? ¿Por qué la vuelve tan vunerable? ¿Qué las une?” Apoyó una mano en la pared azulejada, inclinando el cuerpo hacia delante. El agua le corría por el pecho y se juntaba en la curva de su abdomen antes de caer. Su respiración se acompasaba con el ruido del chorro, pero su cabeza no encontraba descanso. “¿Y por qué conmigo? ¿Por qué frente a mí se desploma en ataques de pánico? ¿Qué tengo yo en todo esto? ¿Por qué la academia? ¿Por qué volver allí como si fuera… una venganza?” El agua caliente, lejos de relajarla, parecía avivar la maraña en su mente. Se pasó ambas manos por el cabello oscuro, peinándoselo hacia atrás, sintiendo el peso húmedo caerle sobre la espalda. Bajó la frente contra el azulejo frío un segundo, apretando los dientes. Después cerró la llave. —Tengo sueño... —murmuró peinando se las cejas con un dedo. Se envolvió en una toalla gruesa, secando el exceso de agua. Luego, con calma que parecía ensayada, se colocó una bata de seda azul oscuro, ligera, que se pegaba a su piel húmeda y dejaba entrever los muslos y el escote al caminar. El lazo ceñido en la cintura realzaba su figura atlética, marcada sin exagerar, femenina pero fuerte. Al pasar frente al espejo, se permitió un vistazo fugaz: cabello aún mojado, gotas resbalando por el cuello, los labios levemente enrojecidos por el calor. (Se me cayeron las bragas del susto, mi gente) Atractiva sí, pero más que eso: vulnerable en su intimidad, con las defensas que afuera nunca se permite bajar. No se quedó mirándose mucho. Caminó directamente a la habitación. No, no para dormir. ¿Acaso descansa esta mujer? —Tengo que anotarlo... ¿Donde carajos dejé el hilo? Seguro fueron los duentes. —rodó los ojos al no encontrarlo. El tablero ocupaba casi toda la pared. Una maraña de papeles, fotografías, notas escritas a mano y decenas de hilos rojos que conectaban nombres, lugares, fechas. El caos de su propia obsesión. Caitlyn se detuvo frente a él, brazos cruzados primero, como si contemplara un enemigo silencioso. Luego tomó un bolígrafo, arrancó una hoja en blanco y empezó a escribir: “Relación con Vi – detonante emocional directo. Vulnerabilidad inmediata.” “Ataques de pánico, respiración guiada, ¿viejo recuerdo?” “La academia como patrón – volver a escena del crimen, compulsión, no coincidencia.” Con cada idea, estiraba un nuevo hilo rojo, lo sujetaba con chinches metálicos y conectaba un punto con otro. El sonido del hilo tensándose llenaba el cuarto como si marcara un latido. Se inclinó hacia una fotografía vieja de la academia, trazando un nuevo círculo con marcador negro. —¿Qué buscas allí, Jinx? —susurró para sí, apenas audible, como si hablara con la imagen. Retrocedió un paso. El tablero era ahora un laberinto más enredado que antes, pero para ella tenía sentido: cada hilo era una ruta, cada palabra un disparo en la oscuridad. El reloj en la pared emitió un tic seco. Caitlyn giró la cabeza. Las manecillas marcaban las 4 de la tarde. Se dio cuenta entonces: no había dormido nada. Tampoco había probado bocado. El cuerpo le pedía descanso, pero su mente estaba tan despierta como si acabara de empezar. Recordó lo que le había dicho a Jinx, casi con crueldad: “Iré por una lasaña con doble queso y hamburguesas con ketchup.” Se le curvó un gesto irónico en los labios. Ni lasaña, ni hamburguesa. Solo un vacío persistente en el estómago. —Dormir es para débiles, pero... No sobreviviría más de 24 horas sin comer. Ni loca. —Murmuró a la nada. Caminó hasta la cocina, descalza, el sonido de sus pasos apagado contra el piso. Abrió la nevera y la luz blanca iluminó su rostro cansado. Dentro, envuelto en papel film, estaba el sándwich que Daniela había dejado. Lo tomó sin pensarlo mucho, lo desenvolvió y dio el primer mordisco frío, sintiendo el pan duro, la carne seca, pero suficiente para acallar un poco el hambre. Se apoyó contra la mesada, comiendo en silencio. El reloj seguía marcando los segundos, insistente. Afuera, la ciudad dormía. Adentro, Caitlyn sabía que la tarde aún no había terminado: en unas horas volvería a la celda, a esos ojos magenta desquiciados, a ese silencio lleno de explosiones internas. El sándwich no tenía nada de especial. Pero cada bocado le sabía al recordatorio de lo que la esperaba.

Powder corría por los pasillos de la academia con las trenzas despeinadas agitándose detrás de ella. El eco de sus pasos rebotaba en las paredes de mármol, desentonando con la disciplina impecable del lugar. Afuera, el jardín se extendía como un mar de verde perfecto, con los setos recortados al milímetro y las flores alineadas como soldados. Allí, entre tanta rigidez, Caitlyn la esperaba, sentada en el césped con el uniforme de entrenamiento y un rifle de práctica apoyado en las rodillas. Powder se lanzó hacia ella, riendo. No le importaba que sus zapatos estuvieran llenos de barro, ni que su bata azul estuviera ya manchada de tierra. —¡Las traes, Kilyn! —gritó, sin saber por qué le había llamado así, pero encantada con el apodo. Caitlyn arqueó una ceja. Tenía diecisiete, casi dieciocho y miraba a la pequeña con esa mezcla de paciencia y resignación que solo los mayores sienten frente a los niños demasiado inquietos. Se levantó, dejó el rifle en el suelo y comenzó a perseguirla. No corrió rápido. Dejó que la pequeña creyera que escapaba, que la estaba venciendo. Hasta que al final se inclinó, la sujetó por los hombros y ambas cayeron juntas en el césped. El olor de la hierba fresca las envolvió, y por un momento solo existía la risa. —Eres lenta, Kilyn —jadeó Powder, con sus ojos brillando como dos lunas azules. —Es Caitlyn —corrigió, rodando los ojos con una sonrisa que no pudo contener—. Y solo te dejé ganar, Jinxy. —Mentirosa. —Oh... Entonces seguro no querrás galletas de las que traje en mi bolso a escondidas de mamá... —¡Galletas! Powder extendió la mano y le tiró de un mechón. Caitlyn fingió indignación, pero terminó riendo. El jardín se sentía seguro, cálido, como si estuviera lejos del olor a desinfectante de la academia, lejos de las sombras de Piltover, lejos de todo lo que le dolía. Pero de pronto, el cielo cambió. Las nubes se oscurecieron, como si un manto de petróleo cayera sobre ellas. El sol desapareció en cuestión de segundos, y el aire empezó a oler a hierro, a óxido, a sangre. Caitlyn seguía riendo… pero su risa ya no sonaba igual. Era un chirrido metálico, distorsionado, como un disco rayado. Powder parpadeó, confundida. Y cuando volvió a mirar el rostro de Caitlyn, ya no era el mismo. La piel estaba desgarrada, con grietas profundas de donde brotaba un líquido rojo espeso, carmesí. Los ojos, que antes la miraban con ternura, estaban rojos, llenos de venas reventadas. Los labios se habían agrietado y de ellos escurría sangre que caía sobre el vestido azul de Powder, tiñéndolo de un tono oscuro. La sonrisa le alcanzó hasta las esquinas de sus ojos. —Te dejé ganar... Jinxy —murmuró Caitlyn, pero la voz era ronca, gutural, como si viniera desde un pozo vacío. Powder intentó apartarse, pero las manos de Caitlyn se cerraron con fuerza brutal sobre sus brazos. Las uñas eran ahora garras largas, amarillentas, que se hundieron en su piel hasta hacerla sangrar. —¡AH¡ ¡CAIT! ¡SUELTAME! —gritó entre lágrimas. El césped bajo ellas ya no era césped. Powder miró y vio juguetes rotos, muñecas decapitadas, armas oxidadas y rostros. Rostros conocidos. Vi, Vander, su madre. Todos mezclados en un mosaico deforme, mirándola con ojos vacíos. Un grito le desgarró la garganta. Caitlyn abrió la boca y de ella salieron insectos, arañas que corrían por el cuerpo de Powder, entrando por sus mangas, por su cuello. —¡NO! —chilló Powder, sacudiéndose desesperada. Y de golpe, abrió los ojos. El techo de piedra de la celda la recibió. El frío del suelo estaba pegado a su piel húmeda de sudor. El corazón le golpeaba el pecho como si fuera a romperlo. Se incorporó de golpe, jadeando, y lo primero que hizo fue empezar a golpearse la cabeza contra la pared. Una, dos, tres veces. Cada impacto era un trueno en el pasillo. —¡Cállate, cállate, cállate! —gritaba, con los ojos desorbitados, como si aún estuviera dentro del sueño. Se arrancó mechones de cabello y los lanzó al suelo. Se arañó los brazos, dejando líneas rojas que sangraban. Sus uñas se llenaron de carne, de suciedad. El guardia corrió hacia la celda, aterrado. —¡Oiga, Jinx! ¡Basta! ¡No me obligue a entrar! Metió la llave en la cerradura, pero antes de empujar la puerta, Jinx se giró hacia él. La sangre le corría por la frente, los labios partidos temblaban entre risas y sollozos. —¿Ayudarme? —dijo con voz rota, y luego soltó una carcajada hueca—. ¿Tú? ¿Qué vas a hacer? ¿Atarme? ¿Taparme la boca? ¿Enterrarme viva? El hombre vaciló, dio un paso atrás. Jinx se arrastró hasta los barrotes, pegando la frente herida contra el metal. El sonido de la sangre goteando entre ellos fue lento, constante. —Vamos, soldadito. —Su sonrisa era un corte en su rostro. Golpeó los barrotes con la cabeza. Una, dos veces más—. ¿Qué? ¿Tienes miedo de que te clave las uñas en los ojos y te los saque? —Mire, solo hago mi trabajo… por favor… —balbuceó él, con el bastón eléctrico en la mano, temblando. —¡ENTRA! —chilló ella, carcajeando—. ¡Tócame! ¡Atrévete! Atrévete-te-te-te salte del clos..., ya, me emocioné. El guardia retrocedió. El bastón se le cayó de las manos y resonó en el suelo. —No… no puedo con esto… —Entonces vete. —Su voz bajó hasta convertirse en un susurro venenoso—. Corre. Como todos los demás cobardes e incompetentes de tu comandante. El hombre salió corriendo. El sonido de sus botas retumbó en el pasillo hasta perderse. Jinx se quedó sola. El silencio la cubrió de nuevo. Su respiración seguía agitada, pero poco a poco se fue calmando. Se dejó caer al suelo, con las rodillas dobladas contra el pecho. No sonrió. No lloró. No gritó. Solo se quedó fija mirando un punto en la pared opuesta, mientras sus labios se movían en un murmullo sin voz. —Uno… dos… tres… cuatro… Contaba el tiempo. Porque sabía que tarde o temprano, Caitlyn volvería. Y en el fondo, lo único que esperaba era eso. Sin darse cuenta, cerró los ojos y siguió contando.

...

El sonido de la cerradura girando fue como un disparo en el silencio húmedo de la celda. Jinx, acurrucada en un rincón, los brazos alrededor de las rodillas, entró en un trance sin darse cuenta; estaba perdida en su propio murmullo, contando con la boca apenas abierta, los números deslizándose como un rosario quebrado: —... veintisiete, veintiocho, veintinueve... —... —Vi... Caitlyn... Amity de toh... No... Ellie de tlou... ¿Jojo Siwa? Ah si, ahora está con un ser masculino... Taylor Swift se casará... La puerta chirrió y el eco metálico la sacudió de golpe. Sus pupilas se contrajeron, el cuerpo entero se le tensó y, en un salto brusco, alzó la cabeza hacia la entrada. Caitlyn apareció allí, impecable. Ni un mechón fuera de lugar, ni una mancha en la chaqueta azul de la Guardia. Su porte contrastaba cruelmente con el caos que representaba Jinx: cabello revuelto, piel marcada por rasguños frescos, la ropa deshecha, un cuerpo que parecía estar siempre al borde de desmoronarse. Los ojos de Jinx la siguieron como un perro hambriento que no decide si morder o suplicar. Caitlyn no se dejó intimidar. Caminó con pasos medidos hasta una esquina de la celda y metió la mano solo un segundo y, sin decir palabra, dejó un plato. Encima, un trozo de pan simple, sin adornos, casi miserable. El silencio se estiró unos segundos, hasta que la voz de Jinx lo cortó, cargada de sarcasmo. —¿Ese es el pan de tu hamburguesa con ketchup? Caitlyn parpadeó. No lo esperaba. Y contra su voluntad, un destello de risa le cruzó los labios. No más de un segundo, pero ahí estuvo, humana, ligera. —No —respondió, bajando la mirada al plato con un aire casi divertido—. Es vencido que dejaron en la basura de la panadería de al lado. Jinx rodó los ojos con exageración, sacudiendo la cabeza como si quisiera apartar el comentario, aunque un destello de reconocimiento cruzó su rostro. No iba a admitir que aquello la había sorprendido. —Qué generosa, comandante. —La palabra sonó como veneno, pero la acompañó con una mueca torcida, medio sonrisa, medio desprecio. Aun así, estiró los dedos delgados y tomó un pedazo. Lo miró unos segundos, como si evaluara si aquello era digno de entrar a su boca. Finalmente, lo mordió. Pequeño, cauteloso. La textura seca le arrancó una tos suave, pero no se quejó. Masticó despacio, observando a Caitlyn todo el tiempo, como si no quisiera perder detalle de ninguna reacción. Caitlyn, mientras tanto, sacó un pequeño paquete blanco de su chaqueta y lo dejó sobre el suelo, al lado del plato. —Vendas. —Su tono era plano, sin concesiones—. Por protocolo tengo que dártelas. —Oh, ¿y no me vas a curar tú, angelito azul? —Jinx ladeó la cabeza, con esa sonrisa torcida que nunca llegaba a los ojos. Caitlyn sostuvo su mirada unos segundos antes de responder: —Hazlo tú, tienes manos. Apenas les damos la mano y ya nos quieren coger todo el brazo, que tal. Jinx bufó, como aburrida, pero tomó las vendas con manos ágiles. En lugar de cubrir de inmediato las heridas, empezó a jugar con ellas. Doblaba, tiraba, retorcía. Y pronto las convirtió en pequeños nudos, figuras improvisadas. Una cruz, un lazo, incluso una diminuta soga que colgó de sus dedos como si fuera un juguete. Caitlyn lo observó, en silencio. Su ceño se frunció levemente, pero no intervino. Sabía que incluso si le quitaba las vendas, Jinx encontraría otra cosa con la que improvisar su resistencia. Y al final, las heridas que seguían abiertas no eran las suyas. La tensión llenó el espacio como un peso invisible. Ninguna palabra era inocente, ninguna acción casual, bueno, nada entre ellas era casual. Caitlyn tomó asiento en la silla metálica frente a la celda, sacó su libreta y comenzó a anotar, sin apartar del todo la vista de la reclusa. Jinx seguía jugando con los nudos, tarareando una melodía rota, como si cada movimiento de la tela fuera parte de un espectáculo que solo ella entendía. —Es curioso —dijo de pronto, sin mirarla—. Traes pan duro, vendas baratas y esa libreta tuya. —Alzó la soga diminuta y la balanceó—. Yo diría que todo esto es un chiste, no te veo haciendo nada conveniente. Caitlyn levantó los ojos del papel, seria: —No estoy aquí para entretenerte. Pero si prefieres que te torturen... Con gusto. —No me digas mucho, me gusta el dolor —Jinx inclinó la cabeza, sus ojos brillando de malicia—. ¿Qué otra cosa estarías haciendo, sentada frente a mí cada noche? Caitlyn no respondió de inmediato. Sus dedos apretaron un poco más el bolígrafo contra la página, dejando un punto de tinta. —Estoy aquí porque necesito respuestas sin violencia —dijo al fin, sin levantar la voz. —Respuestas… —repitió Jinx, saboreando la palabra como si le supiera a algo agrio—. Pues tendrás que traer algo mejor que pan viejo para conseguirlas. —Ya muy compasiva estoy siendo con darte pan. Malagradecida. La carcajada que siguió fue aguda, quebrada, rebotando contra las paredes desnudas de la celda. Caitlyn cerró la libreta con calma, la colocó sobre sus piernas y se reclinó apenas en la silla. El campo de batalla invisible seguía ahí, entre ellas, en cada gesto, en cada silencio. Ninguna necesitaba disparar para saber que estaban midiendo fuerzas. Y en esa quietud tensa, el sonido de un trozo de pan cayendo del plato al suelo resonó. Jinx lo empujó con el pie, sonriendo de lado, mientras Caitlyn anotaba mentalmente un nuevo detalle más en esa larga lista de resistencias diminutas que, sumadas, formaban la esencia de su guerra personal. —Es hora de las preguntas —demandó. Tenía la libreta abierta, el bolígrafo en mano. Jinx, en cambio, permanecía recostada contra la pared, con las piernas recogidas y la barbilla apoyada en las rodillas. Sus ojos, abiertos de par en par, parecían no pestañear nunca, fijos en la figura impecable de su vigilante. —No quiero. Largo silencio, muy largo. Caitlyn rompió el silencio primero, su voz firme pero baja: —Esto no va a funcionar si sigues evitabdlnresponder, van a matarte. El consejo no tiene paciencia contigo, Jinx. Si no cooperas aquí, lo harán a su manera. Y no va a ser… —respiró hondo, buscó las palabras con cuidado—, no va a ser suave. Jinx ladeó la cabeza como una niña intrigada, el cabello despeinado cayéndole sobre el rostro. La sonrisa apareció de golpe, torcida, maliciosa. —¿Y tú? —dijo, arrastrando la voz—. ¿Quieres ser suave conmigo, comandante? El bolígrafo se detuvo a medio trazo. Caitlyn levantó los ojos, y la frialdad de su mirada contrastó con la provocación que goteaba de cada palabra de Jinx. —No te confundas. —El tono de Caitlyn fue cortante, como un filo—. No me interesa nada en ti más allá de las respuestas. Yo misma quiero acabar contigo. Jinx chasqueó la lengua, casi divertida, inclinándose hacia adelante. —Qué aburrida. Siempre tan seria, tan... perfecta. —Hizo un ademán con la mano, como si acariciara el aire—. Pero bueno, si tanto quieres tus respuestas, quizá te dé unas migajas. —No soy paloma. —Tómalo o déjalo. Caitlyn asintió sin más, volviendo a fijar la mirada en su libreta. El bolígrafo rozó el papel, dejando un rastro de tinta negra. —Empecemos entonces. —Pasó la página y formuló la primera pregunta—. La academia. ¿Qué te hizo exactamente? Jinx arqueó las cejas, como si la pregunta le resultara graciosa. —¿Qué no me hizo? —soltó una carcajada breve, ronca—. Era un lugar precioso, ¿sabes? Columnas altas, libros ordenados, niños, muchos niños… —sus ojos se ensombrecieron de golpe—. Tenían muchos secretos, demasiado más de los que te imaginas. —Eran jóvenes, y no habían secretos, solo entrenamiento. —Caitlyn dijo y luego anotó, aunque la respuesta le sonó más a teatro que a confesión. —No para todos. —Concretamente, ¿quién? —preguntó sin levantar la vista—. ¿Alguien en especial? Jinx bajó la voz, un murmullo que casi se confundía con el eco de la celda: —Tenía a alguien… allí. Pero la academia siempre encuentra la manera de romper lo que creías que era tuyo. El bolígrafo se quedó quieto sobre el papel. Caitlyn levantó lentamente la mirada. —¿Quién era? Jinx cerró la boca de golpe, el gesto endurecido. La sonrisa se borró, y en su lugar quedó un rictus extraño, mezcla de dolor y burla contenida. —Ah, ahí viene la parte donde quieres meter el bisturí, ¿no? —se rió, pero era un sonido quebrado—. No, Sheriff. Esa herida no te la muestro. Caitlyn presionó el bolígrafo con fuerza contra la página, dejando una mancha de tinta. —Siempre tan dramática. —Es mi don. —¿Qué te hizo la academia? —repitió con más firmeza. —Me hizo esto. —Jinx abrió los brazos, mostrándose como un trozo de carne remendado, cicatrices, vendas manchadas—. ¿Acaso no te basta el espectáculo? El pulso de Caitlyn se aceleró, aunque su rostro se mantenía sereno. Volvió a escribir, pero las letras salían torcidas. —Tomate esto enserio, no quiero metáforas de mierdas psicológicas. —Aburrida. —Hablemos de Vi. —La mención fue seca, directa—. ¿Qué significa para ti? Jinx se tensó de inmediato. Los ojos le brillaron como un cristal roto. —No digas ese nombre. —¿Por qué no? —Caitlyn inclinó levemente la cabeza, estudiándola—. ¿Qué es ella para ti? El silencio fue tan pesado que pareció doblar las paredes de la celda. Jinx comenzó a reír, primero en un susurro, luego con un crescendo histérico. —Kilyn, Kilyn, Kilyn—canturreó, golpeándose suavemente la cabeza contra la pared, como marcando un ritmo—. No hables de ella y mejor cierra la puta boca para que logremos terminar una conversación pacífica. —Respóndeme. —El tono de Caitlyn subió, perdió la compostura por un segundo—. ¿Qué significa Vi para ti? —¿Quieres que te lo diga? —Jinx se inclinó hacia adelante, con esa sonrisa que no alcanzaba los ojos—. No quiero hacerlo, no voy a hacerlo y si vas a matarme por ello... Adelante. Caitlyn apretó la mandíbula. El bolígrafo golpeó pared. seco, furioso. —¡Responde! El grito rebotó en las paredes. Y Jinx lo celebró. Una carcajada que se retorció en un chillido, los ojos muy abiertos, disfrutando del momento. —Ahí está. —Señaló a Caitlyn con un dedo tembloroso—. Eso quería ver. La comandante sin control. ¿Sabes qué te ves mejor cuando pierdes los modales? El pecho de Caitlyn subía y bajaba con fuerza. Sabía lo que estaba pasando. Jinx había ganado ese asalto. La estaba arrastrando justo al terreno que ella quería: el caos, el desequilibrio, el descontrol. Cerró los ojos un segundo, respiró hondo. El aire en la celda olía a óxido y sudor, pero le bastó. Abrió los ojos de nuevo, firme, recomponiendo el gesto. —Voy por un vaso de agua. —La voz volvió a sonar fría, distante. Jinx arqueó las cejas, todavía riendo. —Oh, claro, claro. Ve, tráeme una también, con hielo. ¿O solo tú tienes derecho a calmarte la garganta? Caitlyn no respondió. Se levantó despacio, cerró la libreta y se dirigió a la puerta. El eco de sus botas resonó contra el suelo de cemento. Antes de salir, Jinx lanzó otra provocación: —Anda, comandante, no tardes, no te enojes conmigo. Me muero por seguir jugando. La puerta se cerró tras ella, y el ruido metálico apagó las carcajadas de Jinx. En el pasillo, el aire era más frío. Dos guardias estaban de pie junto a la entrada, hablando en voz baja. Caitlyn redujo el paso y escuchó sin proponérselo. —No se puede controlar —decía uno, rascándose la nuca con nerviosismo—. Hace un rato casi le rompe la cara a Rolan, tuve un ataque, ¿lo viste? —respondió el otro, crispado—. Está incontrolable. Pero parece que con la comandante… no sé, como que se detiene, la respeta solo a ella. —¿Respeto? —el primero soltó una risa incrédula—. Si eso es respetarse o estar calmada, no quiero ni imaginar cuando de verdad se suelte. Caitlyn pasó junto a ellos sin detenerse, el rostro impasible, aunque la conversación le retumbaba en la mente. Afuera, Jinx era un demonio sin cadenas. Con los guardias, era un animal rabioso que atacaba sin pensar. Pero con ella… con ella se contenía, aunque fuera apenas, aunque fuera en esa extraña dinámica de provocaciones y burlas. Sabía que no lo hacía por nada especial, solo por odio. Ella era la única que podía sostenerla en ese filo peligroso entre la locura y el silencio. Y, aunque no quisiera admitirlo, lo sabía. Caminó hasta la fuente de agua del pasillo, llenó el vaso con movimientos mecánicos, y se detuvo un momento mirando el reflejo ondulado en la superficie. La comandante perfecta, la que jamás debía perder el control… acababa de gritarle a una prisionera. Respiró hondo otra vez, como si quisiera arrancarse la duda del pecho. Y, vaso en mano, volvió sobre sus pasos hacia la celda, donde Jinx la esperaba con esa sonrisa torcida que siempre parecía saber más de lo que debía. Entró de nuevo con el vaso de agua en la mano, su andar preciso, los pasos que parecían medir el espacio como si el lugar entero fuese un tablero de ajedrez en el que ella avanzaba siempre con la certeza de saber la próxima jugada. El sonido de sus botas marcó un ritmo seco que hizo vibrar el silencio. No se detuvo a mirarla al inicio, solo dejó que el aire frío del pasillo entrara con ella. Sus hombros rectos, la chaqueta perfectamente abotonada, el cabello oscuro sujeto con un orden impecable: toda su presencia contrastaba con el caos que respiraba esa celda. Jinx estaba sentada contra la pared, las rodillas encogidas, el mentón apoyado en los brazos. Su mirada vagaba, como si el concreto frente a ella contuviera dibujos invisibles que solo ella pudiera leer. —¿Ya no tienes sed? ¿Contenta? —murmuró Jinx, ronca por la falta de agua y sueño. Su voz arrastraba el cansancio, pero aún tenía filo. Caitlyn se acercó despacio, dejando el vaso en el suelo. Su tono fue seco, casi administrativo, pero cargado de una firmeza que dejaba poco espacio para réplicas. —No te importa. Ahora sí, vas a responder de forma concreta. Si lo haces, mañana tendrás algo más que pan viejo, ¿Te parece bien ese trato? El comentario no llevaba ironía; era una promesa estricta, como si de verdad se tratara de una moneda de cambio. Jinx levantó una ceja, sonriendo con burla inmediata. —¿Más que un pedazo de pan? Oh, comandante, qué oferta tan generosa. Casi me tientas a convertirme en ciudadana modelo. Caitlyn no respondió. Solo esperó, de pie, observándola con esa calma que era más amenaza que serenidad. El silencio se extendió entre ambas, pesado como un juicio. Jinx rodó los ojos, hizo un puchero fingido y luego suspiró con exageración. —Está bien, está bien. Intentaré ser buena niña y responder tus preciosas preguntas ahora más... Detalladas. La comandante dio un paso hacia la silla, abrió su libreta y se dispuso a sentarse frente a ella. El bolígrafo ya estaba lista en sus dedos cuando su mirada se desvió un segundo al suelo, justo al lado de Jinx. —Parece que tienes compañía —comentó, con la misma neutralidad con que habría descrito la humedad en la pared. Jinx frunció el ceño y giró la cabeza. Ahí, avanzando con sus patas rápidas y brillantes, una cucaracha cruzaba entre la penumbra de la celda y la luz fría del techo. El insecto parecía insignificante, apenas un detalle más del encierro descuidado. Para cualquiera. Para ella, no. El efecto fue inmediato. Jinx palideció. El aire se le atoró en la garganta como si hubiera tragado vidrio. Sus manos temblaron antes incluso de que un sonido saliera de su boca. Luego, un jadeo cortó la habitación. Su cuerpo entero comenzó a sacudirse, como si un resorte invisible la empujara contra la pared. —No, no, no… —balbuceó, llevándose las manos a la cabeza. Sus uñas se enredaron en el cabello sucio, tirando de mechones celestes con desesperación. Caitlyn apenas alcanzó a parpadear cuando Jinx empezó a respirar tan rápido que parecía a punto de desmayarse. Los ojos, abiertos de par en par, seguían cada movimiento del insecto como si fuese un monstruo gigantesco. El temblor de su cuerpo se volvió sacudida, y los murmullos se transformaron en gritos desgarrados. —¡Quítenla! ¡Quítenla de aquí! ¡No, no, no, no! El sonido se quebró en un alarido. Sus rodillas golpearon el suelo mientras intentaba alejarse, aunque no había adónde ir dentro de la celda cerrada. Su respiración era un jadeo entrecortado, irregular, con un silbido en la garganta que delataba la falta de aire. Y entonces, como si el presente se desgarrara, Jinx ya no estaba allí. No del todo. La memoria la arrastró a un recuerdo. Powder. Ocho años. Las paredes altas de la academia, húmedas y oscuras, olían a hierro y polvo. El castigo era siempre el mismo cuando hacía algo “inaceptable”. Cuando estropeaba un tratamiento, cuando interfería para que otro niño no llorara de dolor, cuando gritaba demasiado fuerte o desobedecía. Dos guardias la arrastraban de los brazos delgados, sus zapatos raspando el suelo. Ella pataleaba, lloraba, suplicaba, pero sabían exactamente a dónde llevarla. La caja. Un espacio angosto, tan estrecho que apenas podía moverse. De metal frío, con rendijas arriba por donde entraba la luz y… otras cosas. La lanzaban dentro, la puerta se cerraba de golpe, y la oscuridad la envolvía como un abrazo sofocante. Powder lloraba, empujaba con los puños, sus chillidos rebotaban contra las paredes metálicas. Y entonces llegaban. Los cubos se volcaban por arriba. Primero unas pocas, después decenas, después centenares. Insectos. Escarabajos, grillos, y sobre todo… cucarachas. El sonido era lo peor: un oleaje de patas diminutas corriendo, chocando, escalando. Luego, el contacto. —¡Nooo! ¡No, por favor, no! —su voz infantil se quebraba mientras intentaba apartarlas. Pero eran demasiadas. Subían por sus piernas, se metían en su ropa, se enredaban en su cabello. El cosquilleo era asfixiante, como fuego líquido reptando por cada centímetro de piel. Intentaba aplastarlas con las manos, pero se escurrían entre los dedos. El olor ácido, la sensación resbaladiza en la cara, las patas clavándose en los tobillos. Gritaba hasta que la garganta le ardía. El tiempo se volvía el verdadero enemigo. Cada segundo parecía una eternidad. Las cucarachas no se iban; al contrario, parecían multiplicarse. Algunas se metían en su boca cuando intentaba respirar, otras rozaban sus párpados cerrados. Su piel era un campo de batalla imposible. —¡Cait! —lloraba entre sollozos, sin saber siquiera si la otra la escucharía. —¡Sácame, por favor! ¡Me están comiendo! Su voz se quebraba en un tono agudo, desesperado. Las lágrimas caían en riachuelos que se mezclaban con la baba, con el polvo, con la repugnancia de los cuerpos diminutos que corrían por su rostro. Sus uñas arañaban la piel en un intento inútil por arrancarlos. Los guardias afuera no decían nada. El silencio era peor que cualquier insulto. Era como si sus súplicas no merecieran respuesta. Cada vez que cerraba los ojos, los insectos entraban en la oscuridad con ella. Los sentía recorrer su cuero cabelludo, escabullirse por dentro de su camisa, resbalar entre los dedos de sus pies. El roce la volvía loca. En algún rincón de su mente infantil, Caitlyn aparecía como una figura salvadora. La adolescente de la academia, la hija de Cassandra. Powder la imaginaba acercándose, abriendo la caja, sacándola de ahí. Clamaba su nombre con fe ciega. —¡Caitl! ¡Caitlyn! ¡Ayúdame, por favor! ¡Ven, por favor! Pero nadie venía. Solo las patas, los chillidos diminutos de los insectos, el roce en la piel. Y el eco de su llanto en la oscuridad. El recuerdo se estiró hasta lo insoportable, hasta que la memoria se mezcló con el presente. De golpe, Jinx volvió. La cucaracha aún estaba en el suelo de la celda, avanzando tranquila, ajena al caos. Jinx —ya no Powder, pero temblando igual— jadeaba como si se estuviera ahogando. El pecho le subía y bajaba de forma frenética, los ojos se le llenaban de lágrimas involuntarias, la garganta emitía un silbido de puro terror. —¡Hazla… hazla desaparecer! —suplicó, apenas con voz. —¡No puedo… no puedo! Caitlyn se quedó rígida unos segundos. Había interrogado criminales de todo tipo, había visto asesinatos, mutilaciones, pero nunca a Jinx de esa manera: quebrada por una cucaracha. —¡Por favor, Cait, ayúdame! El protocolo gritaba en su cabeza: no abrir la celda, no acercarse. Pero las manos de Jinx arañando el suelo, su cuerpo convulsionando de miedo real, el temblor en la voz… era imposible ignorarlo. Con un suspiro irritado, Caitlyn sacó la llave, abrió la puerta y entró. El insecto cruzaba cerca del pie de Jinx, y la sheriff, sin dramatismo alguno, bajó el tacón de su bota. Un chasquido seco. El cuerpo diminuto quedó aplastado contra el suelo. —Ya está —dijo, casi como quien aparta una piedra del camino. Jinx seguía temblando, los ojos clavados en el cadáver diminuto. El aire aún no regresaba a sus pulmones. Sus manos buscaban apoyo en la pared, los dedos raspaban la superficie como si necesitara anclarse a algo que no se moviera. Caitlyn la observó unos segundos, después se cruzó de brazos. Una sonrisa irónica curvó sus labios. —Es irónico. La criminal de piltover, la atacante de la academia y... ¿Le temes a las cucarachas? Que miedo. Jinx levantó la cabeza. Sus ojos magenta estaban vidriosos, pero no por el llanto, sino por la herida invisible que la burla acababa de abrir. No gritó, no respondió con uno de sus habituales sarcasmos. Solo la miró, fija, con una expresión que era un puñal silencioso. Dolor. Una humillación que no tenía que ver con el miedo, sino con el hecho de que Caitlyn había tomado algo íntimo, profundo, y lo había convertido en motivo de risa. —Oh... Si, eso supongo, Comandante. La comandante sintió un peso en el estómago. No lo mostró, pero lo sintió. Esa mirada no era de enemiga desafiante, ni de loca burlona. Era la mirada de alguien a quien acababa de herir de verdad. El silencio se extendió. Caitlyn retrocedió un paso, recogió el vaso de agua del suelo  y lo dejó más cerca. —Bebe —dijo al fin, seca, intentando recomponer la autoridad en su tono. Jinx no lo tomó. Siguió mirándola, quieta, como si la balanza invisible de poder en esa celda acabara de inclinarse de una manera inesperada. —Dejame sola. Al menos 5 segundos. Caitlyn sintió que no había nada más que preguntar en ese momento. Cerró la libreta, la sostuvo contra su pecho y caminó hacia la puerta. Al girar la llave, un pensamiento fugaz atravesó su mente: Me burlé. De algo que… tal vez no debía. Jinx, todavía en el suelo, bajó la mirada al insecto aplastado. Su respiración empezaba a calmarse, pero la herida en sus ojos seguía abierta. —Volveré en unos minutos. Bebe el agua, Jinx. Caitlyn salió de la celda. La puerta se cerró con un estrépito que resonó como el cierre de un capítulo (rompiendo 4ta pared) El pasillo estaba en silencio. Por primera vez, la mayor no se sintió victoriosa al dejar a Jinx atrás. Y dentro, Jinx permaneció quieta, con la mente enredada entre el pasado y el presente, entre la caja de insectos de la academia y el chasquido trivial de una bota que había borrado su terror en segundos, sin comprender el peso que eso cargaba. Confirmando que no quedaba rastro de aquella Caitlyn que la habría salvado y consolador de niña, no, ahora solo había alguien diferente y... Llena de burlas. Ella... Definitivamente ya no era Ella.

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