ID de la obra: 945

Sobreviviendo un Apocalipsis Zombi

Het
G
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1
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planificada Mini, escritos 82 páginas, 24.335 palabras, 8 capítulos
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Capítulo 6

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Capítulo 6 El amanecer iluminaba la mansión Takagi con un resplandor dorado que entraba por los ventanales. La residencia, con sus pasillos amplios y mobiliario elegante, contrastaba con el caos del mundo exterior. Aquí, al menos por ahora, reinaba una calma que parecía irreal. En una de las habitaciones de huéspedes, Alicia Muramasa abrió los ojos. Sus movimientos eran tranquilos, controlados, como si despertar en territorio desconocido no significara peligro. Su cuerpo estaba vendado en algunos puntos; solo tenía cortes superficiales y rasguños, cicatrices temporales de haber escapado del zombi mutante. Frente a ella estaba Takagi Saya, sentada con los brazos cruzados, observándola con una mezcla de preocupación y curiosidad. Sus pies golpeaban suavemente el suelo, un tic nervioso que no lograba controlar. “Por fin despiertas…” dijo Takagi, soltando un leve suspiro, como quien se quita un peso de encima. “Parece que hicieron un buen trabajo limpiando mis heridas,” Alicia examinó sus manos y el vendaje ligero en su brazo derecho, su voz calmada como si hablara de algo sin importancia. “Son solo rasguños,” respondió Takagi, enderezándose en la silla. Llevó una mano a la montura de sus lentes, ajustándolos con un movimiento mecánico. Sus ojos la estudiaban con detalle, como si quisiera encontrar alguna señal de debilidad. “No sé qué pasó allá afuera, pero cuando te encontramos parecías haber escapado de algo sumamente peligroso.” Alicia se acomodó en la cama, su expresión serena, casi indiferente. “No parecía. Estaba escapando de un zombi que ha mutado por comer algo desconocido.” La respuesta hizo que Takagi abriera los ojos con alarma. Apretó los labios, tragó saliva y terminó mordiéndose el pulgar mientras procesaba lo que había oído. Aunque estuvo con Alicia un corto tiempo, podía adivinar que ella no sería una persona que bromeaba con cosas peligrosas. Y con un zombi mutante acechando, el riesgo era mayor de lo que querían aceptar. “¡Si es así!” exclamó, inclinándose hacia adelante, con el ceño fruncido. “¡¿Dónde está tu padre?!” “Papá se anda enfrentando con esa cosa.” La franqueza en sus palabras hizo que Takagi se quedara helada unos segundos. La niña hablaba con la naturalidad de alguien que confiaba ciegamente en su padre, y esa seguridad era casi irritante en un mundo que se derrumbaba. “¿Y confías en que va a salir de eso?” preguntó Takagi al fin, aunque su voz titubeó al final. Alicia asintió, sin dudar. “No confío. Lo sé.” Takagi se mordió el labio inferior y desvió la mirada hacia la ventana, donde el resplandor del sol iluminaba el jardín de la mansión. Frunció el ceño con fuerza. “Hablas como si fuera invencible,” murmuró, intentando sonar racional, aunque la tensión en su voz la traicionaba. “No es invencible,” Alicia esbozó una leve sonrisa fría, los ojos fijos en su interlocutora. “Pero es más peligroso que cualquiera de esas cosas.” Takagi soltó el aire contenido en un largo suspiro y se recargó contra el respaldo de la silla. Se quitó las gafas un instante, frotándose el puente de la nariz como si quisiera disipar un dolor de cabeza. “Después de lo que vi el primer día… supongo que no puedo discutirlo.” Alicia desvió la mirada hacia la ventana, donde la luz dorada bañaba el cristal. “Entonces sabes que estará bien,” dijo, con una certeza que sonaba más como una sentencia que como esperanza. Takagi no respondió. El silencio entre ambas se volvió pesado. Alicia no necesitaba palabras vacías de consuelo; su convicción en Senji era inamovible, y Takagi solo podía mirar la venda en el brazo de la niña, preguntándose cuánto tiempo más podría resistir esa confianza contra una realidad cada vez más cruel. 【•••】 La pelea en el bosque había continuado hasta el amanecer. Lo que antes era un entorno sereno ahora parecía un campo de guerra arrasado. Los árboles habían sido reducidos a astillas, sus troncos partidos en ángulos grotescos, como si una colosal bola demoledora hubiera barrido con todo. El suelo mostraba cicatrices profundas: zanjas y cráteres abiertos como si una máquina excavadora hubiese trabajado sin descanso, revelando las raíces desnudas de la tierra. El aire olía a corteza quemada y sangre rancia. Cuervos se posaban en lo alto de los restos de ramas, graznando con inquietud, como si ni siquiera ellos quisieran acercarse demasiado al epicentro de la destrucción. En medio de aquel panorama desolador, se alzaban huellas de lucha: rocas agrietadas por impactos, ramas incrustadas en la tierra como lanzas improvisadas, y manchas oscuras que se mezclaban con la tierra húmeda. El lugar era fatal. Solo destrucción evidente. Un recordatorio de que lo que había ocurrido allí no era un simple enfrentamiento contra un muerto viviente, sino contra algo que había dejado de ser humano y que, de algún modo, había logrado llevar a su límite a Senji Muramasa. Senji respiraba con dificultad, su pecho subía y bajaba con un ritmo pesado. El humo de la tierra levantada aún flotaba en el aire, mezclado con el hedor de carne podrida. Su cuerpo estaba cubierto de polvo y sangre, y varias cortadas profundas atravesaban su torso y brazos. Ninguna mortal, pero cada una testigo de que la criatura había logrado empujarlo más de lo que esperaba. El zombi mutante, a unos metros, también se tambaleaba. Su silueta grotesca se erguía entre los escombros, con pedazos de carne arrancados y fluidos viscosos goteando de su mandíbula deformada. Sus respiraciones eran un gruñido gutural, pesado, como si la bestia misma necesitara oxígeno para seguir en pie. Ambos estaban al límite, observándose con ojos encendidos. Y entonces ocurrió. Un resplandor atravesó el cielo, lejano pero imposible de ignorar. Senji levantó la vista, entrecerrando los ojos. No era un simple relámpago ni un reflejo del sol: una esfera de luz había estallado más allá del horizonte, muy lejos de Japón, pero lo suficientemente intensa como para teñir las nubes con destellos de luz y humo. El zombi mutante también se detuvo, su mirada muerta enfocada en el firmamento como si algo en su instinto le obligara a reconocer aquella anomalía. Senji apretó la mandíbula, expulsando el aire con un gruñido. “Que habrá sido eso…” 【•••】 El sol matinal bañaba el amplio patio de la mansión Takagi. Entre el canto lejano de los cuervos y el sonido del viento agitando los árboles, los sobrevivientes se reunían, algunos preparando armas, otros despidiéndose. Saya Takagi se encontraba al frente, hablando con un pequeño grupo de compañeros que habían tomado la decisión de marcharse para buscar a sus familias. Su expresión era dura, pero sus ojos temblaban al observarlos. Sabía que era casi un suicidio salir de la mansión, y aun así no podía detenerlos. A unos metros, el ambiente se tensaba por otro motivo: el reencuentro con Shidou-sensei. Rei Miyamoto lo encaró con furia, los dedos crispados en el gatillo del rifle. “¡Maldito…! ¡Debería matarte aquí mismo!” espetó, apuntando con el rifle. Komuro intervino, sujetándola del brazo con firmeza. “¡Rei, basta! ¡No es el momento!” “¡¿No el momento?!” Rei lo miró con lágrimas en los ojos, temblando de rabia. “¡Después de lo que hizo, nunca habrá momento suficiente!” La tensión estalló en discusión entre ambos, las voces elevándose en medio del grupo. Los demás se miraban, incómodos, sin atreverse a intervenir. Mientras tanto, un poco apartada de aquel torbellino de emociones, Alicia observaba la escena con calma. Giró su rostro hacia Marikawa, que sostenía su móvil en manos temblorosas. “Sensei,” preguntó Alicia con voz serena, “¿Va a llamar a alguien?” La mujer parpadeó, como si la simple pregunta le hubiera recordado algo vital. “¡Es cierto! ¡Rika!” susurró, casi atropellando las palabras. Con dedos temblorosos, comenzó a teclear el número en la pantalla, pero lo hacía con una lentitud cargada de ansiedad, como si temiera equivocarse en cada dígito. “Sensei… si quiere, puedo marcar por usted,” dijo Hirano, acercándose un poco. “No me interrumpas,” lo cortó ella, sin apartar la vista del móvil. El silencio reinó unos segundos, roto solo por el pitido del tono de llamada. Y entonces, una voz. “¿Rika…?” Marikawa abrió los ojos de par en par, y en un estallido de alegría gritó. “¡¡Rika!! ¡Estás viva!” La euforia se propagó como una chispa. Las sonrisas y los murmullos de alivio llenaron el aire; por un instante, el apocalipsis parecía lejano. Marikawa apenas tuvo un corto tiempo de comunicación con su amiga. A los pocos segundos, su llamada se cortó. Y Marikawa miraba el teléfono con el rostro confundida. “Está roto…” murmuró Marikawa, aún con el teléfono en las manos. Su rostro mostraba vergüenza mientras giraba hacia Hirano con una sonrisa nerviosa, como disculpándose. “Hirano-kun, tu celular… se rompió. No sé si fue mi culpa.” Hirano recibió el móvil con calma, pero en cuanto comprobó la pantalla, su expresión se ensombreció. “¿Qué…?” balbuceó, incrédulo. “Una llamada no puede dañar un celular…” Su confusión era evidente. Saya, que no había quitado los ojos de la escena, se ajustó las gafas con un gesto. La incomodidad le atravesaba la frente en forma de arruga. “Me pregunto qué habrá pasado…” murmuró, aunque su tono cargado de tensión la traicionaba. Entonces, como si aquella avería hubiera sido la primera ficha de dominó, comenzaron a escucharse reclamos por todo el patio. “¡La batería no funciona!” gritó un hombre. “¡El camión no arranca!” otro exclamó, golpeando el volante del vehículo estacionado. Un sollozo desgarrador se alzó entre el bullicio: una mujer lloraba desesperada porque el marcapasos de su esposo había dejado de funcionar. Saya absorbía cada palabra, cada grito, como si fueran piedras cayéndole encima. Sentía el peso de una realidad que se desmoronaba más rápido de lo que podía analizar. “¿Cómo pudo pasar eso ahora…?” susurró, apretando los dientes. Hirano se giró hacia ella, desconcertado. “¿Qué está pasando, Saya-chan?” “¡Nada que te importe! ¡Y quédate allí!” le espetó, con un tono más brusco de lo que pretendía. La muchacha giró sobre sus talones y se dirigió directamente hacia Rei. “Miyamoto, intenta apuntar usando la mira del arma.” Rei parpadeó, confundida. “¿Qué? ¿Por qué?” “¡Solo hazlo! ¿Puedes ver el punto de la mira?” A regañadientes, Rei alzó el arma, cerrando un ojo mientras buscaba enfocar. “Veamos… no, no puedo.” La respuesta cayó como un balde de agua fría. Saya levantó la voz, más fuerte de lo esperado, quebrando la tensión del patio. “¡Papá! ¡Tenemos que cambiar nuestros planes!” Souichiro Takagi se mantenía de pie, en silencio, con los brazos cruzados mientras observaba de reojo a su hija. Sabía que cuando Saya se alteraba, siempre era por algo importante. Estaba a punto de acercarse a preguntarle cuando un grito desgarrador lo interrumpió. “¡No vengan hacia acá!” Todos se giraron hacia la entrada. La escena los dejó helados: un hombre, corriendo con desesperación ingresaba al patio de la mansión, era derribado al suelo por dos zombis. Su desesperación se apagó en segundos bajo el crujido de carne y huesos siendo devorados. “¡Unidad de defensa! ¡Reúnanse!” bramó Souichiro con voz de trueno. “¡No dejen que entre ningún muerto!” Los hombres armados reaccionaron de inmediato, alineándose para proteger la entrada. Pero la desesperación del momento también desató preguntas. “¡Señor!” gritó uno de sus subordinados. “¿Vamos a abandonar a la gente que aún sigue afuera?” Souichiro lo fulminó con la mirada, la tensión marcando cada palabra. “¡Si no lo cerramos ahora, lo perderemos todos! ¡Hazlo!” El subordinado tragó saliva, sabiendo que era una verdad imposible de discutir. Con manos temblorosas sacó el control remoto de la reja y presionó el botón. Nada ocurrió. “¡¿El control remoto se rompió en un momento como este?!” exclamó con desesperación, apretando el botón una y otra vez. El caos se desató. “¡Alguien que cierre la reja! ¡Ahora!” rugió Souichiro. Los adultos más cercanos corrieron hacia el portón, empujando con todas sus fuerzas. El metal rechinaba al moverse, mientras al otro lado, los muertos comenzaban a amontonarse, golpeando con sus cuerpos inertes y extendiendo las manos por cualquier resquicio. Cada segundo que pasaba era una carrera contra la muerte. “¡Uno ha entrado!” gritó un adulto calvo, señalando con desesperación al zombi que se había colado antes de que la reja pudiera cerrarse. “¿¡Por qué te quedas mirando?! ¡Tienes un arma, apúrate y mátalo!” vociferó una mujer de cabello corto hacia Hirano, que aún mantenía su postura firme. El chico no se inmutó. Sujetó con calma su rifle, acomodó la culata contra el hombro y susurró con voz grave: “Lo tengo…” Un disparo seco resonó en el patio, y el zombi cayó al instante, el proyectil incrustado en su frente. El calvo bajó la mirada, arrepentido. “P-perdón, chico… me equivoqué contigo.” Hirano, con una sonrisa torcida y un brillo demoníaco en los ojos, levantó el pulgar. “Soy el mayor hijo de puta de aquí…” El silencio de la tensión se quebró con esa frase, arrancando expresiones de sorpresa entre algunos y un nervioso asentimiento de Komuro, como si esa declaración fuera imposible de discutir. En ese momento, uno de los subordinados de los Takagi se abrió paso cargando un pequeño arsenal. “¡Señor, señora! He traído algunas armas para ustedes.” Yuriko, la esposa de Souichiro, se adelantó. Su elegante vestido negro ceñido al cuerpo no era el atuendo más apropiado para un combate. Sin dudar, tomó el borde de la tela y lo rasgó dejando ver su muslo para ganar movilidad. El sonido del desgarrón hizo que Hirano y Komuro se quedaran rígidos, el rubor subiéndoles hasta las orejas como los adolescentes hormonales que eran. “¡Mamá!” Saya gritó con el rostro encendido de vergüenza. “¡¿Qué rayos haces?!” “Ya estoy lista,” respondió Yuriko con serenidad, como si nada. “¿Y vos, Souichiro-san?” El patriarca del clan Takagi avanzó un paso. Su porte imponía sin necesidad de armas, y su voz profunda retumbó como un tambor de guerra. “También. Pero yo… no necesito un arma.” Yuriko lo observó con ternura, sonriendo dulcemente. “Sí, querido.” Luego se giró hacia su hija, sacando de entre el equipo una pistola impecable. “Usa esta, Saya-chan.” La joven miró el arma con nerviosismo, casi paralizada. “¿Una Luger P08… con culata? ¡¿Y hasta con un cargador de tambor?! ¡Yo no sé cómo usar esta cosa! ¡¿Y por qué tienes un arma?!” “Cuando trabajaba en Wall Street, tomé un curso de defensa personal para ejecutivos,” respondió su madre con serenidad. “Podría ser mejor disparando que tu padre.” La naturalidad de esa confesión dejó al grupo enmudecido. Rei, Saeko y Komuro intercambiaron miradas, y sin poder evitarlo, imaginaron a Yuriko Takagi como una guardaespaldas de élite, avanzando con paso firme y el arma lista para proteger a cualquiera. Y en ese instante, por primera vez, comprendieron que los Takagi no eran solo palabras y riqueza: eran un matrimonio dispuesto a luchar hasta el final. Yuriko, con su dulce sonrisa y la calma que parecía no quebrarse ni en medio del caos, giró hacia Hirano. “¿Podrías enseñarle a disparar, Hirano-kun?” “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!” respondió de inmediato, casi saltando de emoción, como un perro al que acaban de llamar a jugar. Saya apretó un puño, resistiendo la tentación de golpearle en la cabeza; allí mismo. Su rostro ardía entre la rabia y la vergüenza. Mientras tanto, el portón vibraba con fuerza. Del otro lado, una masa de zombis empujaba y arañaba, intentando colarse en cuanto se abriera un resquicio. La reja aguantaba, pero la presión era cada vez más fuerte. En medio de esa tensión, Komuro levantó la voz, su expresión cargada de duda. “Entonces… ¿por qué todos los celulares y los autos se dañaron justo ahora?” Las miradas se giraron hacia Saya. La chica ajustó sus gafas con un movimiento brusco, su mente trabajando más rápido de lo que podía hablar. Finalmente, soltó la explicación con firmeza: “¡Eso fue una onda de E.M.P. (Electro Magnetic Pulse)! O… una E.N.G.A., una explosión nuclear a gran altitud.” Los demás la miraron, confundidos, pero Saya no se detuvo: “Si un misil nuclear detona a gran altura, los rayos gamma sobrecargan las moléculas de aire con electrones, causando lo que se conoce como efecto Compton. Esos electrones de alta velocidad son atrapados por el campo magnético de la Tierra y descargados en un radio gigantesco, provocando el pulso electromagnético.” Hirano parpadeó, tratando de seguirle el ritmo. Komuro y Rei se miraron sin entender del todo, pero la voz de Saya seguía como un látigo: “Eso es fatal para los equipos electrónicos. El E.M.P. entra a través de las antenas y quema todos los circuitos integrados.” Un silencio cargado los envolvió. La magnitud de sus palabras golpeaba más que cualquier disparo. Saeko, comprendiendo el peso de lo que había dicho, dio un paso al frente, con el rostro serio. “En otras palabras, ahora nosotros…” "¡Exacto!” interrumpió Saya con un grito, su frustración haciéndose evidente. “¡No podemos usar ningún equipo electrónico!” El eco de su voz resonó en el patio, tan fuerte como el golpe de los muertos contra el portón. “¡¿Qué?! ¡¿Entonces los celulares y otras cosas ya no sirven?!” gritó Rei, con el rostro desencajado. “Todo,” respondió Saya, seria. “Desde celulares hasta computadoras están destruidos. Los autos que usen electricidad tampoco podrán moverse. Las plantas de energía probablemente estén muertas. Si se actuara para contrarrestar el E.M.P., entonces podría ser diferente, pero… creo que una pequeña parte de las fuerzas de autodefensa y de las agencias del gobierno se dedican a ello.” Souichiro frunció el ceño, clavando sus ojos en ella. “¿Hay una forma de arreglarlo?” “Si remplazamos las partes quemadas, los autos podrían volver a funcionar. Aunque existe la posibilidad de que algunos autos, no hayan sido muy afectados por la onda eléctrica. Puede que esos aun funcionen… y claro que los autos clásicos también deberían servir.” “¡Comprueben eso cuanto antes!” dio la orden Souchiro. “¡Si señor!” respondió el subordinado que había traído las armas. “¡Saya!” la voz de su padre la sacudió. “¿Qué pasa?” preguntó ella, desconcertada. “Te las arreglaste para mantener la calma incluso en este caos. ¡Estoy orgulloso!” “Ah…” Saya abrió los ojos, con la boca entreabierta, incapaz de articular una palabra. “¡HMPH!” Saya no tuvo oportunidad de decirle algo. Su padre empezó a moverse con el rostro serio mirando a la reja que se encontraba en su límite de contener a los zombis. “¡¡Ellos!!” El hombre calvo estaba aterrado. “Estamos cagados…” Los zombis poco a poco empujaban con más fuerza. “Oigan…” El calvo sudo de miedo. Y la reja cayo permitiendo que los zombis ingresaran. “¡Huyan! ¡Señor, huya!” chilló el calvo, antes de ser el primero en caer bajo los dientes de los zombis, su voz apagándose entre alaridos de dolor. El caos explotó. La mujer de cabello corto, la misma que había gritado a Hirano, chillaba pidiendo ayuda. Sus ojos se fijaron en un cuchillo tirado junto a ella; lo tomó y lo hundió en la cabeza del zombi que la sujetaba. “¡Muere! ¡Muere, muere!” vociferaba enloquecida, antes de ser devorada por otros que la alcanzaron por la espalda. En medio de ese infierno, Alicia observaba con expresión fría, sin rastro de pánico. Su mirada se posó en el lote de armas traídas minutos antes. Entre ellas, una katana descansaba enfundada, cubierta de polvo. “Servirá para papá…” susurró, tomando el arma con delicadeza. La sostuvo con firmeza contra su pecho. Aunque no era para ella, ya sabía a quién debía entregársela. El patriarca Takagi gritaba órdenes con voz firme, organizando a los suyos. “¡Eliminen a los zombis! ¡Protéjanse entre ustedes! ¡Seguiremos vivos un día más si luchamos juntos!” Las palabras de Souichiro se esparcieron como fuego entre los adultos, que levantaron sus armas con renovada determinación. El caos no los haría retroceder. Pero Alicia no escuchaba nada de eso. Su prioridad no era la reja ni los muertos vivientes. Era su padre. Podía sentirlo… en el aire, en lo más profundo de su pecho. La conexión con él se hacía más fuerte con cada segundo. Y entonces ocurrió. Un estruendo retumbó en los cielos, como el disparo de un cañón. El sonido fue tan brutal que por un instante el mundo entero se congeló. El tiempo se detuvo. Los gritos, los disparos, los rugidos de los zombis… todo se desvaneció. Solo Alicia y ese eco quedaban. “Pa… pa… Papá…” susurró, quebrándose por completo. Su expresión fría se desmoronó. Tropezó con sus propios pies al intentar correr, casi cayendo al suelo. Lo que sí cayeron fueron sus lágrimas, resbalando libres por su rostro. Allí estaba. Su padre, Senji Muramasa, avanzando a duras penas. Su respiración era entrecortada, cada movimiento acompañado de un quejido ahogado. Su cuerpo era un mapa de heridas: desgarrado, ensangrentado, casi irreconocible. Y, aun así, sonreía. Sonreía como si la muerte no fuera más que una vieja amiga. Un hombre que podía caer en cualquier instante… y que se negaba a hacerlo. Frente a él, su enemigo tampoco estaba mejor. El zombi mutante avanzaba con torpeza. Su brazo derecho había sido arrancado, y un agujero abierto donde alguna vez estuvo su corazón humeaba aún de daño. Cojeaba, tambaleante… pero con cada paso se enderezaba, caminando como si el dolor no fuera físico, sino apenas una sombra en su mente. Dos titanes destrozados. Dos monstruos que se negaban a morir. Y Alicia, con la katana entre sus manos, temblando, sabiendo que lo único que podía hacer era entregársela al hombre en quien había depositado toda su fe.
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