Interludio
                                                    14 de septiembre de 2025, 1:41
                                            
                Interludio
Antes de que Alicia Muramasa apareciera, debilitada, frente al grupo liderado por Komuro, ella y su padre ya habían iniciado su propia cacería.
El objetivo era claro: encontrar al zombi que había mutado tras devorar lo que nunca debió comer. Una amenaza en potencia que, si no era eliminada, se convertiría en un desastre más allá de la comprensión de los humanos de este mundo.
—Creo que estamos siguiendo un rastro que nos lleva directo a él… —murmuró Senji, con la voz grave, mientras avanzaba entre la maleza.
Alicia lo seguía de cerca, aferrada a su mano derecha. A pesar de su cuerpo infantil, su mirada se mantenía aguda, alerta. También estaba agudizando sus sentidos, tratando de captar el más mínimo rastro de aquella presencia distorsionada.
 El bosque era denso, y cada paso crujía entre hojas húmedas y ramas secas. La bruma que se filtraba entre los árboles parecía envolverlos como un velo que ocultaba peligros.
—Papá… —dijo Alicia en voz baja, con el ceño fruncido—. Lo sientes también, ¿verdad?
Senji asintió.
—Sí. El aire está demasiado… cargado. Como si lo que buscamos no solo matara, sino que intentara dejar su marca en cada lugar que pisa.
Alicia soltó su mano para agacharse. Entre la hierba encontró una huella fresca: no era la típica arrastrada y torpe de un muerto viviente. Era más profunda, firme, como la de alguien que sabía caminar. Y aún más inquietante, las marcas de las uñas en la tierra no estaban clavadas al azar: habían arañado el suelo como si hubiese intentado escribir algo.
Alicia pasó los dedos sobre la tierra removida y su voz se volvió fría.
—Está aprendiendo.
Senji se mantuvo en silencio, observando el rastro. En el fondo de su pecho sabía que su hija tenía razón. Esa cosa no era un simple zombi; se estaba convirtiendo en algo distinto, algo que no debía existir.
El viento sopló entre los árboles, trayendo consigo un eco distante. No era un gemido… era un rugido grave, distorsionado, lo suficientemente fuerte como para estremecer el follaje.
—No importa qué tan lejos intente esconderse —dijo con calma, mientras sus ojos rojos brillaban—. Lo encontraremos… y lo destruiré antes de que se convierta en una plaga.
Alicia se puso de pie, su expresión infantil apenas disimulando la determinación de alguien madura para su edad.
—Entonces apresurémonos, papá. Porque si lo dejamos crecer… no habrá armas en este mundo que puedan detenerlo.
Ambos siguieron el rastro, perdiéndose en el corazón del bosque, hacia donde la tierra aún vibraba con los ecos de algo inhumano.
Mientras más se adentraban en el bosque, el rastro de la caminata dejada por el zombi mutante se volvía más evidente, hasta transformarse en algo mucho peor: una especie de guarida.
Cuerpos humanos desmembrados colgaban entre raíces y ramas, algunos apenas reconocibles, otros reducidos a restos carcomidos. Era un cuadro grotesco, un festín de muerte. El olor a sangre reseca y carne podrida impregnaba el aire, tan denso que costaba respirar.
—Aquí debe estar… —murmuró Senji, con la voz grave. No era una suposición, sino una afirmación. Ninguna bestia normal podía haber hecho algo así. Solo una criatura que intentaba aprender… y disfrutar.
Su expresión se endureció mientras agudizaba sus sentidos. Cada músculo de su cuerpo estaba preparado, cada fibra tensada al máximo.
Estaban entrando en la boca del lobo.
En lo profundo de la guarida, entre los cadáveres apilados como si fueran trofeos, el zombi mutante levantó lentamente la cabeza.
Su único ojo carmesí brillaba en la penumbra, recorriendo la oscuridad como una antorcha.
Sus sentidos, agudos hasta un nivel imposible para un muerto viviente, captaron algo distinto.
Pasos.
Respiraciones.
Latidos.
El sonido de la vida.
—¿Dos… humanos…? —gruñó, pero no era un gruñido vacío. Su voz era un balbuceo gutural, forzado, como si la garganta podrida intentara recordar lo que era hablar.
Estaba confundido. No entendía por qué dos humanos habían invadido su guarida.Ese lugar, esa pila de cuerpos, ese hedor insoportable para cualquiera… era su refugio, su hogar.
Sus dedos deformes arañaron el suelo, dejando marcas profundas. En su cráneo marchito se agitaban pensamientos caóticos, desordenados, pero cada vez más claros.
Hambre.
Peligro.
Curiosidad.
—No… deben… estar… aquí… —escupió, la mandíbula desencajándose con el esfuerzo de formar palabras.
El silencio del bosque pareció inclinarse hacia él, como si las sombras mismas obedecieran a su presencia.
El zombi mutante dio un primer paso.
Pesado. Firme.
El suelo tembló levemente bajo su planta deformada.
Luego otro.
Y otro.
Avanzaba con una seguridad templada, completamente distinta al andar torpe de los muertos comunes. No tambaleaba, no tropezaba; cada paso era calculado, como si su cuerpo podrido recordara cómo debía moverse un depredador.
Su ojo carmesí ardía en la penumbra, fijo en la dirección de los intrusos que se atrevían a profanar su guarida.
—Humanos… —balbuceó, la voz grave y áspera como hierro oxidado raspando contra piedra—. Dulce… carne…
No corría.
No gruñía desesperado.
Caminaba con calma, con la certeza de que tarde o temprano alcanzaría a sus presas.Como un cazador que disfrutaba alargando la tensión antes del banquete.
Cada uno de sus pasos resonaba como un tambor en la oscuridad del bosque, un recordatorio de que esa cosa ya no era un simple zombi.
Al llegar al exterior de su guarida, el zombi mutante se detuvo.
Su único ojo ardiente observó a los intrusos con un destello de desconcierto.
Dos humanos.
Un joven adulto de porte firme y una niña de apariencia frágil, no mayor de doce años.
Presas fáciles.
Su mandíbula desencajada se abrió en un gesto grotesco, dejando escapar un gruñido gutural. Para él, aquello era una cacería asegurada. El hedor de los cuerpos desmembrados esparcidos en su guarida parecía reforzar esa arrogancia: prueba tangible de su fuerza, de su superioridad sobre la carne viva.
En su mente distorsionada, no había duda.
Los dos serían su siguiente banquete.
El mutante flexionó los dedos, garras negras y deformadas, como un verdugo que ya saboreaba la victoria antes de alzar el hacha.
El zombi mutante avanzó con un ataque lento y abierto, confiado.
En su mente distorsionada, no había posibilidad de resistencia: ningún humano débil había sobrevivido antes a sus garras.
Pero esta vez fue distinto.
El joven adulto dio un paso firme hacia él, atrapó su muñeca derecha con fuerza y, en un movimiento brutal, lo levantó del suelo para luego azotarlo contra la tierra.
El crujido del impacto resonó como un trueno en medio del bosque.
El mutante parpadeó —si es que podía llamarse así al temblor de su ojo carmesí—. Una, dos veces.
¿Había sido su imaginación? ¿Un engaño de su percepción deformada?
No.
El humano lo había hecho de verdad.
Rugiendo de frustración, se incorporó tambaleante y lanzó un segundo ataque. Esta vez no sería tan descuidado. Sus garras se movieron con más velocidad —no lo suficiente para igualar a un depredador real, pero sí para acabar con cualquier presa común.
El humano apenas inclinó su cuerpo.
El zarpazo pasó rozando, destrozando la tierra endurecida y dejando un surco profundo en el suelo.
Entonces, con una calma aterradora, el hombre tensó su puño derecho y lo descargó de lleno en el costado del torso del mutante.
¡WHAM!
El impacto resonó como un tambor de guerra. La carne endurecida, que hasta ahora había resistido balas y mordidas, se hundió bajo la fuerza bruta del golpe. El cuerpo del zombi tembló, y en su costado quedó grabada la marca clara del puño humano.
El mutante retrocedió, con un gruñido ahogado.
Por primera vez desde que había comenzado a devorar carne humana… había sentido dolor real.
El ojo carmesí del mutante brilló con una intensidad feroz.
Ya no podía permitirse verlo como a otro humano débil.
Su postura cambió: de la relajada arrogancia de un carroñero, a la tensión letal de un verdadero depredador.Cada golpe que lanzaba despedazaba árboles, arrancaba raíces y hacía crujir las rocas, reduciendo todo el entorno a escombros bajo su fuerza bruta.
Pero lo que más lo confundía era que aquel hombre… ese humano adulto… podía igualar su nivel.
Lo había visto. Incluso cuando atacó a la niña que lo acompañaba, apenas logró herirla antes de que escapara corriendo de su guarida. Y ahora, frente a él, ese hombre se mantenía firme, sus puños chocando contra los suyos con tal poder que el mismo suelo temblaba bajo sus enfrentamientos.
¡BAM! ¡CRACK! ¡WHAM!
Cada colisión era como el eco de un martillo titánico golpeando la tierra.
Entonces, lo vio.
El humano arrancó de raíz un tronco enorme, como si fuera poco más que una rama común.
El mutante parpadeó incrédulo, sorprendiéndose por segunda vez ante aquella criatura de carne y hueso.
El tronco fue lanzado con furia asesina, un proyectil colosal destinado a aplastarlo.
Con un rugido, el zombi mutante esquivó a tiempo, viendo el tronco perderse en el aire hasta estrellarse a lo lejos.
No le importaba dónde había caído. No era relevante.
Lo único que importaba era lo que tenía delante.
Ese humano.
Ese hombre que, por primera vez en toda su existencia, estaba comenzando a asustarlo.
                
                
                    