Parte I
14 de septiembre de 2025, 0:26
Cuando una fina cortina de lluvia se precipitó sobre las calles de un Londres Victoriano también se vio a un hombre con gabardina y sombrero caminando de forma apresurada por las oscuras calles de un barrio poco frecuentado por gente de alta clase. No se veía su rostro por la sombra que le brindaba su sombrero de copa y parecía bastante poco enterado de la llovizna que salpicaba su espalda cubierta por cuero.
Él solo tenía un propósito, iba con prisa por eso.
Al cabo de unos minutos llego a un callejón sin salida bastante sucio y oscuro. Se agachó en una de las esquinas del callejón y tanteo cuidadosamente el suelo mientras buscaba la conocida esquina sobresaliente en el piso de roca. La encontró y mientras se aseguraba que nadie estaba viendo, jaló con fuerza hacia arriba y reveló un túnel subterráneo. Se metió en él sin pensarlo y bajo las escaleras con tosquedad, incluso recibiendo pequeños cortes en las manos por la falta de pulido en la escalera de metal.
Frente a él se presentó un largo túnel de roca iluminado por farolas. Trotó por el pasillo hasta llegar a una puerta de madera con varias cerraduras. La operación y sin esperar respuesta entró.
El pequeño escándalo dentro de la habitación fue un alivio para él, en especial el ruido llanto de un bebé. Sólo ahí pudo respirar tranquilo y se permitió un descanso. Se tumbó al lado de su esposa y la vigilaba mientras dormía. Ignoraba por completo la mirada de las partes en su persona, sólo tenía ojos en ese momento para la mujer que le había alcanzado la descendencia.
—Señor Beddle —una de las criadas rompió el silencio, temerosa. La joven mujer tragó saliva cuando el hombre de ojos tan amarillos como el oro posó su atención en ella. Bajó automáticamente la cabeza—. S-sería prudente que se limpie la sangre de su ropa, para evitar alguna infección.
El hombre pareció sorprendido y se fijó en su vestimenta. Efectivamente, esta estaba llena de sangre.
Sonrío.
—No te preocupes por mí, mi querida Martha, ni por ellos. Mi amada es muy fuerte —se limpió la mano con su camisa y acarició tiernamente la mejilla de la señora Beddle. Volteó hacia la mucama y amablemente camino hacia ella—. ¿Puedo ver a mi hijo?
La pelinegra tembló en su sitio, pero no renegó. Le hizo una seña a la sirvienta más joven y esta trajo en brazos al primogénito del hombre, un niño con ojos dorados y totalmente saludable. Ninguna de las dos hizo comentario cuando el hombre lo cargó en sus propios brazos, sin importarle la sangre ajena en su traje.
El hombro quedó fascinado con las facciones de su hijo, sus mejillas rosadas, sus labios rojizos, su cabello color miel, como el de su mujer, y sus ojitos brillantes, como los suyos. Una sonrisa macabra se posicionó en su cara cuando tocó con delicadeza el cachete derecho de su niño, la acción hizo que su carita tuviera una mancha roja todavía fresca.
—Es precioso —susurró, totalmente perdido—. Mi hijo, mi hermoso hijo.
Le dio un beso en la frente antes de caminar a su cuna y dejarlo ahí, solo para seguir viéndolo fijamente. El niño no se inmutaba, solo le devolvía la mirada.
Detrás de Jack Benjamin Beddle, el conocido Destripador de Whitechapel, las dos mujeres de la servidumbre sintieron un escalofrío.
Acababa de nacer el hijo del demonio mismo, dios se compadeciera de ellas por todas las atrocidades que verían.