I:Deadly eyes
14 de septiembre de 2025, 0:37
Lunes, 28 de febrero de 2022
Nueva York, Estados Unidos
5:40 am
A primeras horas de la mañana, el cielo parcialmente iluminado de ese día estaba despejado, nada de nubes. Era la primera vez en días que una gruesa y densa capa gris no se extendía a lo largo del panorama neoyorquino.
Aunque eso sí, el frío no solo permanecía, sino que se calaba en los huesos de cualquiera que no saliera bien abrigado al exterior con incluso más crudeza que días anteriores.
Mientras se tomaba su café mañanero, Regulus sopesó con pereza ese hecho. No era fanático de los -5° que se sentían en el ambiente, él era una persona, si bien no de climas calientes, que no disfrutaba demasiado del frío. De pequeño solía odiar jugar con la nieve, y si bien ahora convivía mejor con el invierno, seguía teniéndole cierto grado de antipatía.
Por eso, su café, casi hirviendo en la taza, le brindaba comodidad, a pesar de que sentía sus manos arder y quedarse alrededor de esto.
Desde el porche de su casa podía observar la escasa vida callejera matutina, ya que aún faltaba bastante para que el sol saliera y la gente empezara a levantarse. Las personas que veía pasar espontáneamente, eran médicos terminando sus turnos, camareras cansadas regresando de casa o personas paseando a sus perros antes de empezar su día.
O en su defecto, borrachos. Regulus contaba tres personas alcoholizadas, lo cual le divertía un poco. Esas tres personas se veían jóvenes, pero demacradas como él alguna vez se vio a su edad.
Le dio un sorbo a la taza mientras observaba detenidamente una camioneta moverse por la calle con irregularidad y muy lentamente. La siguió con la mirada hasta que aparcó junto en diagonal a la casa de Regulus. De ella, salió un chico alto, de silueta borrosa por la poca luz, y caminó dando traspiés hasta una mecedora en el porche, donde se sentó y quedó inconsciente.
Cuatro.
Regulus suspir, pensando en lo mucho que deseara poder dormir sin necesidad de tragarse tres putos somnferos, y se termina el café de golpe.
Antes de entrar a la casa, dio un último vistazo a la calle, que desierta y fría, le daba un mal presentimiento a Regulus.
Luego de hacer tiempo lavando y secando los platos, cerró los rociadores del patio y ordenó un poco su sala antes de subir a su habitación. Se vistió simple, una camisa negra, unos jeans sin roturas y unos zapatos de vestir negros. Tomó su bata médica y una chaqueta de cuero por si el clima se mantenía igual de gelido el resto del día. Su bolso lo llenó de sus pertenencias habituales, se tomó sus medicinas con un vaso de agua que había traído de la cocina y se dispuso a salir de la casa después de buscar unas cosas en su oficina.
Antes de entrar al cuarto que usaba como estudio, su teléfono vibró en su bolsillo, y lo sacó distraídamente mientras abría la puerta y caminaba hacia el desordenado escritorio.
—¿Hola? —preguntó en tono cortés.
— Regulus, hola —el nombrado sonriendo y sostuvo el teléfono hombro y oreja para poder revisar mejor aquellos documentos que necesitaban llevar al hospital. Había varios, algunos cuantos eran de la estadística mensual de pacientes suyos, algunos otros de pagos recientes—. ¿Vienes en camino?
—Estoy saliendo, Moony—frunció el ceño al no encontrar el documento que deseaba—. Remus, ¿Yo te di el expediente del caso Ottery?
—No , lo recordaría. Apresúrate en llegar —se oyó cortante, y Regulus dejó lo que hacía para sostener bien el celular. Su cara reflejaba preocupación.
—Remus ¿Todo bien? ¿Pasó algo ayer?
— No, solo… — se oyeron murmullos al otro lado de la línea, y luego Remus suspir—. Unos policías te buscan, Reg. Llegaron hace diez minutos.
Regulus profundizó el ceño y se apoyó en el escritorio.
—¿Qué quieren? —preguntó con rudeza—. Ni siquiera tengo multas de tránsito.
— No lo sé, pero- — se volvió a oír una charla en murmullos, y Regulus sintió ansiedad—. Están buscando al forense Regulus Black, graduado de la Universidad de Columbia con el mejor promedio de su generación.
Por un minuto, aproximadamente, todo fue silencio, y las manos de Regulus se hicieron puños sobre las hojas en la mesa. Sintió el miedo, el asco y la rabia subir por su garganta, y resopló con fuerza.
—Voy para allá —dijo, antes de colgar, tomar los papeles con furia y descuido, meterlos en su bolso y salir como demente por la puerta del cuarto.
El oficial Potter tenía los brazos apoyados en el mármol de la mesa de recepción del Queens Hospital Central, esperando a que el recepcionista le trajera café.
Su postura huraña, sus ojeras pronunciadas y el rictus constante que expresaba desagrado por la vida mostraban lo cansado que se encontraba el agente de policía. Y no era para menos si llevaba tres días seguidos de guardia lidiando con traficantes menores de edad, prostitutas exasperantemente intensas, drogadictos con complejo de cleptómanos y jóvenes adultos que se repartían golpes cual canapés en las calles nocturnas. No podía seguir el ritmo, y cualquier persona que pasara cerca de suyo a hincharle las pelotas sería la víctima del estrés acumulado. Aunque en ese estado, cualquier persona que le pidiera la hora sería considerada un hincha huevos de primera.
Sólo quería ir a su casa, tomar un baño y dormir hasta que fuera navidad. Se pasaba por el culo que estuviera a penas en inicio de año, quería invernar y pasar de las circunstancias actuales.
“Pero no” pensó sarcásticamente “Tenía que aparecer un puto cadáver estando yo de guardia, no podía esperarse unos dos días para que Carson se tragara su mierda ¿Verdad?”
Suspiré, y subió el puente de sus gafas con fatiga. Estuvo mirando un punto fijo en el mostrador de granito por dos minutos, los contó, mientras escuchaba el ruido ambiental de la recepción. Se sentía perdido, agotado, y eso siempre era una bandera roja. Le advertía que algo terrible iba a pasar.
Un mal presentimiento lo llenó, y miró con paranoia por encima de su hombro. No encontré nada más que un hombre de la tercera edad con un periódico y una boina muy tierna.
Resopló, e ignoró la mirada de Evan sobre él.
El doctor Lupin corrió una cortina y salió del pequeño cuarto dentro de la recepción en el que guardaban la cafetera. Caminó lento, con los ojos fijos en el café, y le entregó un vaso mediano lleno de café caliente y negro a cada oficial. Cuando James tomó el suyo, notó un par de rojeces en los dedos contrarios, como quemaduras. A Remus no parecía importarle.
—Lamento la tardanza —dijo, con un tono hosco, y les dio la espalda para ordenar unos papeles en el archivero detrás del mostrador—. La cafetera está averiada y tarda siglos en funcionar.
—No se preocupe. Gracias —Evan le sonoro cortésmente, y le dio un sorbo pequeño al café. James hizo lo mismo, y frunció el ceño cuando lo sintió demasiado amargo.
—Doctor Lupin ¿Su compañero tardará mucho en llegar? —la espalda del nombrado se tensó un poco, casi imperceptiblemente.
Paró sus movimientos, y se volteó para encararlos aun con unos papeles en mano. James observara con cuidado como jugaba con la esquina derecha de los papeles. Los doblaba de arriba hacia abajo repetitivamente.
—No lo sé, lo llamé hace unos minutos. Tal vez esté en camino —respondió, y se acomodó las lentes de pasta grises, más horribles y simples que los de James.
—¿Tal vez? —presionó James, e ignoró de nuevo la pisada sutil que le dio su compañero por su falta de paciencia.
—Sí, tal vez —rezongó el doctor, y se dio la vuelta—. Vive algo lejos y el tránsito es una porquería. Llegará pronto.
Eso fue un claro corte de conversación, y James lo ganó a regañadientes. Apoyó los antebrazos en el mesón y cerró los ojos. Quería, necesitaba como el demonio, dormir, pero con tantas cosas en la cabeza terminaría necesitando un desmayo por desgaste para poder conciliar el sueño.
La chica que habían encontrado lo había dejado bastante descompuesto. Había visto muchos cadáveres, algunos incluso en peor estado que Morgana Prestonni, pero por alguna razón, cuando dio un vistazo al estómago vacío y ensangrentado de la mujer, logró sentir la bilis en la garganta. Recuerda las ganas de salir corriendo, el pánico y la impotencia. Fue la primera vez que tuvo un ataque estando de servicio, y lo había desgastado como la mierda. Incluso la semana pasada, con el cadáver de Elizabeth Grey, que se encontró casi en las mismas condiciones, no se había sentido tan descompuesto.
Lo odiaba, desde niño odiaba sufrir de ataques nerviosos.
Y un ataque nervioso siempre significaba sentir la constante paranoia de que alguien lo seguía de cerca. Una sombra, un ser sin cara que representaba sus temores más profundos.
El primero, que supieran que él veía esa sombra sin cara.
Despejó su mente con un suspiro y un trago de café, y fijó su atención en el recepcionista. Se había sentado detrás del mesón, con sus gafas puestas y su mirada se centraba en documentos desordenados en su escritorio. James notó las cicatrices en sus manos, viejas y pálidas, así como unas ojeras pronunciadas y arrugas acentuadas que indicaban de todo, estrés y años encima, pero ninguna que denotara que la persona frente a él sonriera seguida.
James no se dio cuenta de la mirada tan penetrante que estaba ejerciendo sobre el doctor hasta que escuchó como Evan se aclaraba la garganta a su lado. También, lo notó por la dura mirada que le dedicaba Lupin, por encima de sus lentes y con fastidio evidente.
En serio, este tipo no parece sonreír muy a menudo…
—¡Cuánto frío hace hoy! ¿No cree, doctor? —el pobre intento de aligerar el ambiente de Evan casi hizo que los ojos de James rodaran en sus cuencas. Lupin pareció pensar lo mismo, pero no abandonó su cortesía forzada y dejó de lado el papeleo, dispuesto a aceptar su estorbosa presencia.
—Sí, aunque al menos parece que va a haber más sol hoy que en todo el mes —susspiró, como decepcionado por ese hecho, y miró directamente a James esta vez—. Seriamente hablando, teniente ¿Es cierto lo que dicen las noticias?
James quiso golpear algo, y pudo jurar que ante la mínima mueca de molestia en su rostro –su lengua empujando su mejilla interna derecha–, los ojos del doctor al fin mostraron algo más que apatía. A pesar de eso, y de que casi por arte de magia Evan parecía tres veces más pequeño que antes, James mantuvo su dignidad y respondió con la cabeza firme.
—Son conjeturas. Al ser una posibilidad, aunque improbable, el buró se ve en la obligación de tenerla en cuenta —su voz tensa no era dirigida al doctor como tal, a pesar de saber que la pregunta había sido hecha en son de burla. Evan se escondió detrás de su taza de café, con la mirada clavada en el mesón de mármol blanco.
Remus sopesó la respuesta, con la sombra de una sonrisa poco amable bailando en sus labios.
—Debo admitir que me pareció curioso oír por las noticias de una teoría tan… —el hombre los estudió a ambos, con algo de desdén—. Tan imaginativo.
—Si se tomó en cuenta fue por signos evidenciados a la hora de la autopsia —dijo James, con los dientes apretados por la rabia y vergüenza contenida. No le gustaba en lo absoluto el rumbo que había tomado la conversación en menos de cinco minutos—. Si no se hubieran producido coincidencias, se hubiera desechado de inmediato la teoría.
—No lo digo con la intención de ofenderlo, teniente —por fin, Lupin no pudo contener la sonrisa divertida, y la carga de burla en sus ojos fue abrumadora—. Me recuerda a Seven , incluso ¿Usted llegó a ver esa película? Yo la vi en el cine, muy buena película.
Se sintió como una bofetada. James forzó una sonrisa cordial, y tras disculparse y decir que esperaban sentados, arrastró a Evan, quien quería que la tierra lo tragara y lo escupiera en medio del Atlántico, a una de las sillas de metal heladas en que la gente esperaba su turno para ser atendidos. El compañero de James se sentó con torpeza, y fingio no sentir la mirada de los mil demonios que le estaba lanzando el teniente. James gruñó, y Evan no pudo evitarlo más.
—Será la quinta vez hoy que digo que lo siento —murmuró, batiendo el café en su taza de papel en círculos—. Y, Dios sabe, que de verdad lo siento.
—No me vale que Dios lo sepa —dijo James, frustrado—. Me sentiría mejor si no fueras tan malditamente bocón.
—Oye, yo- ¡Pero escúchame! —suplicó Evan al ver que James estaba dispuesto a ignorarlo—. Sé que no quieres escucharlo ¿Okey? Pero, si lo piensas a profundidad, tiene hasta un poco de- ¡Oye! —Evan casi derrama el café en el suelo al sentir el zape que James le dio en la nuca.
—Vuelve a intentar justificarte y veré que pases todos estos días como la perra faldera de Luciano, ya estás advertido —lo amenazó el castaño, quien después del último trago de café dulce y potente, cerró los ojos y apoyó la cabeza hacia atrás de la silla—. Solo quiero un poco de maldita paz antes de que Frank insulte a mi madre y a mis muertos por andar jodiendo con cuentos de hadas en frente de la prensa.
Evan hizo una mueca, porque era verdad. Él se estaba llevando el mal humor de James, pero tenía que aceptar que eso era mil veces mejor que el enojo de Frank Longbottom. No lo sabía por experiencia, ya que los únicos que hablaban con el capitán de la estación de policía de Nueva York eran Niko, Luciano y James, pero si por quejas y susurros en el departamento.
Lo cierto era que Evan no mentía, verdaderamente no sabía que la periodista estaba detrás de suyo, escondida como una rata en búsqueda de un trozo de quejo jugoso que redactar y joder un poquito más la reputación del departamento. Y lo cierto, bien sea dicho, es que James sabía que Evan no lo había hecho con la intención de joderlo, pero al ser él la única persona con quien podía descargar su frustración, no solo por la primera plana tan vergonzosa que el New York Times había publicado esa mañana, sino también por su terrible suerte, sintió casi imposible sujetar otro tipo de actitud con el chico.
No era una justificación, tampoco, pero hoy no se le parecía un buen día para ser amable.
—Lo siento —dijo Evan, e hizo que James saliera de su mente solo para ver como el joven detective miraba al suelo, mientras sus manos hacían pedazos el vaso de cartón ya vacío—. Es un descuido que no volverá a pasar, teniente.
James se ablandó considerablemente con eso, suspirándose y su postura dejó de ser tan rígida.
—Bien, solo… —se interrumpió bruscamente al ver entrar por las puertas automáticas del hospital a un hombre con la descripción exacta –blanco, de un metro setenta y algo, pelo negro y delgado– que se les dio al venir al hospital para interrogar al dichoso forense. Entró a paso apresurado, sin siquiera darles la oportunidad de observarlo apropiadamente. De un momento a otro, se encontró en la recepción, dándoles la espalda para hablar con el doctor Lupin. A su lado, sintió como Evan hacía amago de levantarse, pero lo sujetó del antebrazo para mantenerlo en su sitio—. Quieto.
—¿Qué…? —James no le dedico una mirada, su atención estaba en el hombre que gesticulaba ansioso a unos cuantos metros de ellos. No alcanzaba a oír nada, solo podía ver la leve preocupación en el rostro del doctor Lupin, que de vez en cuando, volteaba a verlos.
James nunca, en su vida, se mostró supersticioso. Poco creyente desde niño, ateo desde los doce y muy perspicaz para su propio bien. A pesar de crecer en una familia que seguía la doctrina católica como buena familia latina, las circunstancias de su día a día hacían casi imposible que creyera en cosas más allá de lo divino. Él creía en la carne, el hueso y la maldad, y por eso supo que el camino que tendría que seguir luego de salir de la preparatoria no iba a ser otro que la justicia y el orden.
Si un hombre mataba, era por una maldad interna que, James confiaba, todos teníamos en el interior. No veía ningún consuelo en negarlo, era como tener un elefante justo en frente y negar que podría aplastarlo si quisiera. No era juez de moral, y no pretendía serlo si quería dormir tranquilo por las noches.
Dicho de otras palabras, James solo reconocía el mal. No dios, no dioses, maldad y crueldad era lo que reinaba su mundo.
Lo reconocía, lo reconocía muy bien.
Todo pudo haber hecho sentido en ese momento. La razón de su paranoia, su mal genio y su necesidad imperiosa de dar media vuelta e irse a dormir a casa, todo cuajó casi completamente.
El hombre volteó. James quedó desnudo, tieso en su lugar como una estatua. Esos ojos, esos malditos ojos, los conocía. De algún maldito lado, de algún lugar endemoniado…
No pudo centrarse en nada más. En nada más que los malditos ojos del hombre.
Estaba loco, era un hecho, porque la única razón en la que podía conocer los ojos de alguien a quien en su vida había visto, lo respaldaba. Debía estar demente por creer notar un destello de reconocimiento, como el ceño suave del hombre de endurecía y como sus labios terminaban en un rictus.
Bueno, carajo.
Que tan perdido estaría en su mente, que no notó cuando el hombre se acercó a ellos a paso lento, ni tampoco a Evan ya de pie junto a él. Solo reaccionó al ser jalado por el hombro luego de no responder a los susurros activos de su compañero.
El doctor, con expresión impasible, los escaneó a ambos con la mirada, y, como no, el primero en hablar fue el bueno de Evan.
—Un gusto, doctor Black, soy el sargento Evan Rosier de la Unidad de Detectives de la comisaría de Queens, precinto 107 —se presentó con cordialidad, tendiendo una mano que, tras unos segundos que no llegaron a ser incómodos, el doctor se estrechó, todavía sin expresión.
Se quedaron en silencio tras unos segundos, y ahí James recordó que tenía que presentarse él también.
—Teniente James Potter —no fue su intención parecer descortés, pero simplemente no puso alzar una mano para un presionado. Al doctor no pareció importarle, o al menos no lo demostró, y solo los miró con simpleza.
—Regulus Black —su voz, monótona y grave, profunda, denotaba aburrimiento. Uno fingido, si se tomaba en cuenta en un ligero tic de su dedo índice repiqueteando contra su muslo. Era constante y muy ligero, un tic que nadie que no estuviera buscando uno ni lo notaría—. ¿En qué puedo ayudarles, detectives?
Pero claro, para quien quiere encontrar uno…
—Tal vez deberíamos hablar en otro lugar, su oficina, tal vez —dijo James, antes de que Evan pudiera decir cualquier cosa, mientras observaba con ligera diversión al doctor Black, Regulus Black, guardarse las manos en los bolsillos del pantalón. Al alzar la vista, la mirada ligeramente fastidiada del doctor lo recibió.
—Algo complicado, considerando que tengo un paciente que atender en… —revisó su reloj, uno clásico con cuerillo negro—. Quince minutos, máximo.
—La persona que nos mandó sugirió hablar en un lugar privado.
—James, no creo… —se calló de golpe. La mirada que le lanzó a Evan fue cortante, sin dejar lugar a la intervención. Con solo haber visto a Black una vez, se dio cuenta de que andar con rodeos no les serviría de nada. Iría directo al punto, incluso si rayaba la indiscreción. Sabía que a su fuente no le importaría mucho.
Black los miraba con cautela, esta vez ya mostrando algo que no fuera indiferencia. No pregunté, pero era algo tácito. Esperaba una respuesta.
—Krisstopher Nott le envía saludos, señor Black —dijo, con simpleza. No necesitó más, no cuando la cara del hombre pasó a un tono lívido casi preocupante y sus ojos se abrieron lo suficiente como para notarlo. Fue un segundo, luego, volvió a la máscara de desinterés y desdén.
Sorprendentemente, Black bufó.
—¿Sigue vivo? Que inesperado —dijo, arrastrando la lengua. Por muy inesperado que fuera, no parecía algo que le conmoviese mucho.
James, consciente de lo nervioso que parecía Evan, tuvo un poco de piedad. Que le dieran a Kriss, no podía molestarse en serio cuando el trabajo de campo más complejo que tenía era comprar café en la panadería de al lado de la comisaría.
Evan no supo de la conversación que tuvo con Kriss antes de salir esa mañana, no lo culpaba por estar tan inquieto.
"—Jaime.
El hombre levantó la vista del historial del hombre que tendría que salir a entrevistar en una hora, aproximadamente. En la puerta de su oficina, Kriss lo miraba en silencio.
—Dame un momento, necesito terminar-
—No te servirá de mucho un historial manipulado, te lo puedo asegurar —un leve acento europeo se colaba siempre que hablaba. Siempre se le notaba más a él que a su hermano, a oídos de James.
Miró sin expresión al sargento durante unos segundos, antes de suspirar y cerrar la carpeta del expediente.
—Bien, supongo que tienes algo que decir al respecto, pero primero trae café. Llevo muriendo desde las dos de la mañana.
Kriss solo rió ante el tono gruñón de James, y se agachó para recoger una bandeja de cartón con dos cafés y tres bolsas del Dunkin' Donuts que estaba en un ángulo que James no había podido ver.
—Traje donas, también.
—Entonces es una mierda turbia, dame el café."
James no iba a pecar de ingenuo. Lo que Kriss le dijo esa mañana seguro no era la mitad de la fosa, considerando el pasado turbulento del sargento. A Evan solo le dijo lo básico, que Nott conoció a Black, no le dijo la relación que había entre ellos.
Idealmente, no decirlo era lo mejor, pero por la actitud del doctor, dudaba mucho que cooperara.
A veces, algunos solo necesitan un incentivo muy bueno; miedo. No el suficiente para que tengan la necesidad de huir, ni tampoco tan poco como para que pueda restarle importancia. Solo el empujón justo para acorralarlos, sin que ellos fueran totalmente conscientes de ello.
—También dijo que, a pesar de mandarnos a buscarlo, recuerda lo que dijeron en Highbridge, y que aún lo mantiene —James trató de decir, con la mayor seguridad posible. Era lo que le hacía sospechar de la profundidad del asunto, el secretismo le ponía los pelos de punta—. Supongo que preferirá su oficina, doctor.
A pesar de la tensión en sus hombros, el doctor soltó un suspiro mínimo, de alivio, y ascendió. Solo los miró una vez más, y esa vez, miró a James a los ojos.
Ojos grises claros, duros como el acero y fríos como el clima en el día más decadente de diciembre.
Vacíos, como la nada misma. Las supuestas puertas del alma parecían no albergar ninguna. Los ojos de un hombre que podía ver el mundo arder sin inmutarse.
Te veo, te conozco.
James no era supersticioso, pero en contra de su voluntad y supervivencia, desde que vio esos ojos de plata derretida y nubes tormentosas, supo que eso iba a cambiar.