Capítulo 1 El Ascua de Vulkan
14 de septiembre de 2025, 2:04
El cielo sobre Mercurio era un tapiz de naranjas fundidos y morados magullados, un reflejo de la superficie abrasadora del planeta, donde charcos de hierro líquido brillaban bajo la mirada implacable del Sol. Las estructuras de extracción se alzaban como esqueletos de gigantes olvidados, bañadas en un resplandor perpetuo que nunca daba tregua.
Suletta Mercury, apenas con diecinueve años, ajustó el visor agrietado de su traje minero, su aliento empañaba el vidrio reforzado de su casco. El traje, remendado con piezas recuperadas, crujía bajo el peso de sus herramientas: un cortador de plasma y un mazo gravitacional, ambos ensamblados con tecnología desechada de UNISOL. Sus manos, callosas por años de trabajo, aferraban el mazo, cuyo zumbido resonaba con el pulso de la Vulkarita, el mineral resistente al calor que hacía de las minas de Mercurio la columna vertebral de los escudos de reentrada de la Federación Solar.
Suletta era mercuriana, nacida en los tugurios sombríos de la Cuenca de Caloris, donde los más pobres de entre los pobres rascaban una vida de la corteza del planeta. Su apellido, Mercury, no era un emblema de orgullo: era una marca, un código para designar a los hijos de los obreros. Los prescindibles. Sin embargo, ella lo llevaba con desafío, su cabello castaño rojizo recogido en una trenza que se balanceaba con su andar firme sobre el terreno agrietado mientras continuaba con su labor de minar vulkarita.
En los descansos, los mineros se refugiaban en cápsulas presurizadas donde compartían comida sintética y hablaban en susurros, siempre vigilados por los drones de vigilancia de CESO. Suletta prefería el silencio. Había aprendido desde niña que los rumores eran letales.
Su madre, Elnora, le había enseñado a caminar con propósito. A no inclinar la cabeza ante nadie. Ni ante los soldados de SOVREM ni ante los técnicos con insignias de UNISOL.
—Si les muestras debilidad, te arrancarán la piel como se pela una fruta —le había dicho una vez, mientras le suturaba una herida en el brazo—. Ser pobre no es tu debilidad. Ser obediente, sí.
Elnora. Ese nombre era una sombra siempre presente. Para los demás, era una fugitiva; para Suletta, una madre y un faro de resistencia. Hija de la doctora Cardo, última líder del Instituto Vanadis, Elnora había sobrevivido a la purga de los brujos y brujas del PERMET y había escapado al único lugar lo bastante infernal como para ocultarse: Mercurio.
Hoy, Suletta estaba sola. Su madre ausente en otra de sus "misiones". La mina estaba silenciosa, salvo por el lejano repiqueteo de los taladros automatizados y el siseo intermitente de las ventilas de azufre. Su tarea era sencilla: extraer una veta de Vulkarita antes del próximo destello solar. Tenía menos de tres horas.
Pero mientras blandía su mazo, una vibración inusual le recorrió el cráneo, aguda y creciente. Se detuvo en seco.
El PERMET.
No era como antes. Su PERMET no la lastimaba. Mientras otros humanos solo podían soportar niveles bajos antes de que su cerebro colapsara por la sobrecarga, Suletta podía ir más allá. Era la única en todo el sistema solar capaz de sobrepasar esos límites sin pagar el precio con su vida.
Este pulso era nuevo. Familiar en frecuencia, pero extraño en intención, como una voz que no usaba palabras.
Su visión titiló. Una línea de símbolos azules cruzó su HUD durante un instante, imposibles de identificar. Instintivamente, Suletta activó un escaneo térmico. Nada. Solo la superficie interminable de Mercurio... y a lo lejos, la figura del Elevador Espacial, un coloso de cables y anclajes que se perdía en el vacío. Un monumento a la conquista tecnológica de UNISOL. Un ancla que sujetaba el infierno al cielo.
Entonces, la estática crepitó en su canal de comunicaciones.
—Suletta Mercury —susurró una voz distorsionada—. Llegas tarde.
El corazón le dio un vuelco. No era su madre. No era nadie que conociera.
—¿Quién eres? ¿Cómo accediste a esta frecuencia?
—Vanadis envía sus saludos. Revisa el núcleo de tu cortador. Ahora.
Sus piernas dudaron. Se arrodilló y desmontó la carcasa del cortador de plasma. Entre los cables encontró un chip de Krysalita. Brillaba con su retícula cuántica activada. No estaba allí ayer. Su mandíbula se tensó. Aquello no era chatarra... era militar. Valioso. Prohibido.
—¿Quién eres? —susurró, mientras el PERMET emitía un pulso agudo, como un escalpelo atravesando la sinapsis. El chip estaba emitiendo. Una señal directa, dirigida al elevador.
—Las deudas de tu madre han vencido —dijo la voz—. Encuéntranos en Caldera Siete. Trae el chip. Ven sola.
Silencio. Solo el zumbido de la minería automatizada.
Caldera Siete. Una cicatriz en la corteza de Mercurio, una mina colapsada y purgada por SOVREM tras una insurrección. Nadie regresaba allí. Nadie... salvo quienes no temían morir.
Suletta cerró el cortador con manos temblorosas. El PERMET vibraba, pero su mente no sangraba. Ella podía soportarlo. Lo sabía. Lo había sentido desde que era niña. Algo en su código genético, en su conexión con el PERMET, la volvía diferente. ¿Una anomalía? ¿O un arma?
Se puso de pie. Miró al horizonte. La silueta del elevador espacial parecía un dedo acusador señalando al cielo. A lo lejos, un punto negro brilló por un segundo entre las dunas metálicas. No era un dron. No llevaba traje. Y no ardía.
No estaba sola.
Caldera Siete la esperaba. Y con ella, las respuestas.
El calor de Mercurio era un martillo constante, el cual golpeaba el traje de Suletta mientras avanzaba hacia Caldera Siete. Cada paso levantaba nubes de polvo metálico que se adherían a sus botas, un recordatorio silente de la riqueza que UNISOL extraía de este mundo árido. En sus entrañas, el planeta escupía metales, azufre, y Vulkarita como si intentara sacudirse de encima la colonización humana.
El chip de Krysalita, oculto en un compartimento sellado de su cortador, pesaba más que todo su equipo. No era solo su valor lo que la inquietaba, sino lo que representaba: un lazo con el pasado de su madre, con el difunto Instituto Vanadis, y ahora, con un nombre susurrado en las sombras: Ochs.
Ochs.
Los rumores hablaban de ellos como si fueran espectros. Los últimos brujos. Las últimas brujas. Rebeldes de un mundo que ya no tenía lugar para los que pensaban diferente. Se escondían en los márgenes del sistema solar: en los anillos rotos de Saturno, entre los glaciares de Tritón, bajo las tormentas eternas de Neptuno. Los pocos sobrevivientes que habían escapado de la purga de SOVREM.
En el corazón del sistema, sostenían la estructura de opresión los tres titanes del Grupo Benerit:
Grassley Defense Systems, con sus flotas de drones y escudos planetarios.
Jeturk Heavy Machinery, fabricantes de los Mobile Suits de dominación orbital.
Peil Technologies, los arquitectos del ANTI-PERMET moderno, y verdugos silenciosos de sus propios pilotos.
A la cabeza del grupo estaba Delling Rembran, el arquitecto de la Federación Solar. Un hombre cuya sombra se extendía desde las ruinas de la Tierra hasta los confines de Plutón.
Suletta apretó los dientes. El nombre de Delling estaba escrito en los registros de muerte de miles de revolucionarios, entre ellos, Cardo Nabo —la abuela que nunca conoció. A su lado, su esposa Notrette, muerta en un atentado rebelde que selló su cruzada personal. Desde entonces, no hubo piedad. Solo fuego y hierro.
Su hija, Miorine Rembran, era un ícono frío: pelo plateado, ojos como cuchillas, rostro presente en cada holograma de la propaganda estatal. Con apenas diecisiete años, estudiaba en la Escuela de Tecnología Asticassia, una institución orbital de élite, cuna de los herederos del Grupo Benerit. Suletta la había visto solo en pantallas, sonriendo sin alma. Un símbolo. Una máscara.
El PERMET vibró de nuevo, un zumbido que le recorrió la columna. Su respiración se detuvo un instante.
A diferencia de los demás, su mente no colapsaba. Mientras otros morían si superaban el Nivel 4, Suletta podía sobrepasar esos límites. No sabía por qué. Solo sabía que eso la hacía peligrosa.
—Eres especial, Suletta —le había dicho su madre, mientras le colocaba el cable de calibración tras la oreja—. Pero esa fuerza es un cuchillo. Y los cuchillos llaman la atención equivocada.
Ella no lo entendía del todo. No aún. Pero comenzaba a sospechar que no era la única que lo sabía.
Caldera Siete surgió como una herida en la corteza del planeta. Torres de perforación colapsadas formaban siluetas angulosas, y una atmósfera de abandono se palpaba en el aire espeso. No quedaba nada. Solo los ecos de una masacre que nadie mencionaba ya. Nadie... salvo los que sobrevivieron.
Suletta activó los sensores de su visor. No había señales de vida. Solo una compuerta oxidada marcada con el viejo logo de UNISOL, casi borrado por la corrosión y las tormentas de hierro.
Se acercó. Iba a tocarla cuando escuchó un chasquido seco detrás de ella.
—Suletta Mercury.
No venía de su comunicador. Era una voz humana. Cercana. Real.
Una figura emergió de entre las sombras. Llevaba un traje de sigilo recubierto de Nubilum, material de camuflaje de Urano. No había insignias. No había rostro. Solo el reflejo opaco del casco y el brillo tenue de su visor táctico.
—Dame el chip —dijo la voz. Era la misma que había hablado antes, desde la red.
Suletta retrocedió, con el mazo gravitacional ya en sus manos.
—Primero dime quién eres —replicó, firme—. ¿Qué quieren de mi madre?
La figura soltó una risa breve, hueca.
—Ochs no pide permiso. Somos lo que queda de Vanadis. Lo que SOVREM no pudo borrar. Tu madre nos debe. Y tú vas a pagar su deuda.
—¿Qué deuda? —Suletta frunció el ceño—. Ella nunca mencionó a Ochs.
—Porque sabe que somos su única esperanza —respondió, acercándose con lentitud—. UNISOL nos caza, pero nosotros... buscamos algo más grande.
Miorine Rembran. Estará en Asticassia durante la próxima cumbre del Grupo Benerit.
La queremos. Y tú vas a ayudarnos.
Suletta sintió cómo el PERMET rugía en su mente, como una oleada de información comprimida que amenazaba con desbordarla. Imágenes abstractas, líneas de código, pulsos que no entendía… todavía. Cerró los ojos por un instante. Controló la respiración. Ella podía resistirlo. Todos los demás, no.
—¿Secuestrar a Miorine? —dijo con la voz endurecida—. ¿Están locos? SOVREM los borrará de la existencia.
—No si tenemos una bruja de nuestro lado —respondió la figura con tono casi reverente—. Sabemos lo que eres, Suletta. Nivel 2, dicen. Pero nosotros sabemos la verdad.
Puedes bailar con el PERMET.
Puedes abrir puertas que nadie más puede tocar.
Con el chip, podemos acceder a las redes de Asticassia. Sin él… tu madre sufrirá.
Un dron militar emergió del polvo. Marca Grassley. Antiguo, pero funcional. Sus cañones pivotaron con un suave zumbido, apuntando directo al pecho de Suletta.
—Entréganos el chip —dijo la figura—. Únete a nosotros. O Caldera Siete será tu tumba.
Suletta tragó saliva. El PERMET latía en su pecho como un segundo corazón. Podía pelear. Podía huir. Podía volar todo el cráter si se dejaba consumir por el sistema.
Pero no lo haría por miedo. Lo haría por su madre.
Miró al dron. Luego al horizonte, donde el Elevador Espacial se recortaba contra la aurora metálica. Apretó los puños.
—Está bien —dijo, bajando lentamente el mazo—. Pero si tocan a mi madre…
Los destruiré. Uno por uno.
La figura asintió. El dron se apagó.
—Bienvenida a Ochs, Bruja de Mercurio.
El interior de Caldera Siete era un cementerio de fuego apagado. Túneles colapsados, maquinaria carbonizada y el tenue resplandor de vetas de Vulkarita que aún latían como cicatrices abiertas sobre las paredes. Suletta avanzaba entre ruinas oxidadas, siguiendo a la figura encapuchada, con el mazo gravitacional temblando apenas en su mano. Detrás de ella, el dron de Grassley flotaba en silencio como un perro guardián sin alma.
Cada sonido era amplificado por su PERMET: el crujido de sus pasos sobre el polvo metálico, el siseo del traje de sigilo del desconocido, incluso el zumbido interno de los drones se sentía como un enjambre dentro de su cráneo. El implante no le dolía… pero sentía cosas que ningún humano debería percibir tan claramente.
No podía retroceder. No ahora.
La figura se detuvo en una cámara subterránea: una vieja sala de procesamiento con tubos retorcidos como venas muertas, filtros oxidados y tanques colapsados. Allí, bajo la luz anémica de una lámpara portátil, el encapuchado se quitó el casco.
Era un hombre de rostro curtido, con una cicatriz que partía su mejilla izquierda como un rayo maldito. No sonrió.
—Me llaman Kirin —dijo, con voz áspera—. Y tú, Suletta Mercury, estás a punto de convertirte en una leyenda… o en un cadáver.
Suletta entrecerró los ojos. No sabía si tenerle miedo o lástima. Pero la sensación que le transmitía era clara: Kirin era un hombre que ya no esperaba nada bueno del universo.
—¿Secuestrar a Miorine Rembran? —soltó con una mezcla de incredulidad y rabia—. ¿En serio creen que pueden burlar a SOVREM? Si descubren lo que soy… si llegan a sospechar que uso PERMET… mandarán a Dominicus. Los caza brujas. No me destrozarán, me desintegrarán.
Kirin levantó una ceja, como si apreciara su miedo.
—Por eso no vamos a enfrentarlos… directamente —murmuró, con un leve gesto de mano.
Activó un pequeño proyector desde su cinturón. El polvo se iluminó con hologramas granulosos: imágenes espía, mapas técnicos, y el diseño de un Mobile Suit.
—Te infiltrarás como personal de mantenimiento en una nave de SOVREM: la Ecliptica. Ya tenemos credenciales falsas, gracias a nuestros amigos en el cinturón de asteroides.
Una vez dentro, robarás una máquina. No una cualquiera: un prototipo fabricado con Gundarium Beta, reforzado con Nocturnium. Experimental. Se llama Aerial.
La imagen del Mobile Suit flotó en el aire. Era hermoso. Mortal. Su armadura era angulosa, blanca como el hueso, con líneas azules que parecían pulsar con vida propia. Sus ojos brillaban como dos estrellas azules.
Suletta dio un paso atrás.
—¿Robar un Mobile Suit experimental? ¿Escapar de una nave militar? ¡Están enfermos! ¡Esto es un suicidio!
Su voz se quebró. Quería parecer fuerte, pero la verdad se le salía por los ojos. Tembló.
—Quiero ver a mi madre. No daré un solo paso más sin saber que está viva.
Kirin la miró con una mezcla de fastidio y algo parecido a compasión torcida. Sacó una tableta de comunicación y la encendió.
Suletta no pudo respirar.
Allí estaba Elnora, su madre, amarrada a una silla en una celda oscura. Inconsciente. El rostro pálido, una herida en la sien. Una gota de sangre seca dibujaba un surco cruel sobre su mejilla.
El mundo se volvió rojo.
El PERMET rugió. El mazo gravitacional vibró con una frecuencia anormal, y el visor de Suletta comenzó a mostrar lecturas inestables. Los sensores parpadeaban. Por un segundo, todo se conectó. Podía sentir los drones, la energía de los cables, incluso el pulso del corazón de Kirin.
La sala tembló.
—¡¿Qué le hicieron?! —gritó. Dio un paso. Su brazo temblaba de pura rabia. Pudo haberlos matado ahí mismo.
Dos drones surgieron de las sombras, apuntándola con ametralladoras integradas. Kirin desenfundó su pistola de plasma con una fluidez que decía "he matado antes".
—Piénsalo bien, Bruja —dijo—. No hay segundas oportunidades con Ochs. O estás con nosotros, o eres una amenaza. Y las amenazas… se apagan.
El PERMET la empujaba. Hazlos arder, susurraba. Hazlos pagar.
Pero entonces recordó… la voz de su madre en la oscuridad de su taller, la calidez de sus manos manchadas de grasa sobre su mejilla, la ternura escondida tras el miedo. "Nunca luches con rabia, Suletta. Lucha con propósito."
Respiró hondo. Una, dos, tres veces.
El mazo bajó. Lento.
—Está bien —murmuró—. Lo haré. Pero si le pasa algo a mi madre… no habrá rincón en este sistema donde puedan esconderse de mí.
Kirin la observó, evaluándola con cuidado. Finalmente, guardó su arma. Los drones no se movieron.
—Buena elección.
Las credenciales y el transporte están en camino. Cuando subas a la Ecliptica… ya no habrá vuelta atrás.
Suletta lo sabía. Lo aceptaba.
Pero mientras salía de la cámara, con el zumbido del PERMET como un canto lejano de guerra, una certeza crecía en su pecho:
Si debía convertirse en una leyenda… lo haría. Pero no sería la que ellos esperaban.
Kirin dejó a Suletta en la cámara subterránea. Los drones permanecieron como centinelas, imperturbables, sus cañones brillaban con una amenaza latente. Mientras se alejaba por un pasillo angosto, oxidado y cubierto de musgo mecánico, sacó una tableta de comunicaciones.
En la pantalla, Suletta aparecía inmóvil. El mazo gravitacional colgaba de su mano, su cuerpo permanecia rígido y la mirada clavada en el suelo como si pesara toneladas. Kirin ladeó la cabeza con una mueca que era mitad sonrisa, mitad resignación. Presionó una secuencia codificada y la línea se conectó.
—Está hecho —dijo, recostándose contra una pared corroída—. Tu hija es como un Drauthan rabioso… pero más fácil de manipular.
Del otro lado, la voz de Elnora respondió. Grave. Cansada. Irremediablemente rota.
—Suletta es un ser puro —susurró—. Y la llave para destruir lo que ellos construyeron con sangre.
Para erradicar a Dominicus.
Para… redimirnos.
Kirin rió seco. Era una risa hueca, carente de humor.
—Eres una mala madre, Elnora. Usar a tu hija como pieza de ajedrez...
Incluso para Ochs, eso es cruel.
Hubo silencio. Luego, una risa suave, quebrada, como si naciera de un lugar muy oscuro.
—Toda revolución devora a sus hijos, Kirin. Yo solo me adelanto al destino.
Si ella sobrevive, será libre.
Si muere… será un símbolo.
Kirin apretó los labios. No respondió de inmediato. Miró la transmisión una vez más. Suletta seguía sin moverse.
—Larga vida a Vanadis —murmuró Elnora.
—Larga vida a Vanadis —repitió Kirin. Y colgó.
En la cámara, Suletta aún no se había movido. El mazo descansaba a sus pies. Su cuerpo parecía soportar el peso de un planeta entero. El PERMET zumbaba dentro de su cráneo, amplificando el caos emocional: rabia, confusión, miedo.
Y una imagen que no podía olvidar: su madre, herida, atada.
Un pitido suave la sacó de su trance. Era un mensaje:
"Espera instrucciones."
Lo leyó con el ceño fruncido y lo repitió con sarcasmo.
—"Espera instrucciones" —imitó, con voz infantil y burlesca. Luego pateó una roca cercana, que rebotó contra la pared con un eco metálico ensordecedor—. Estúpido.
Estúpidos todos.
Recogió sus herramientas y salió de Caldera Siete sin mirar atrás. Pero algo dentro de ella se había quebrado… o quizás endurecido.
El regreso a la Colonia de Caloris fue una caminata amarga. El cielo mercuriano era una mezcla hirviente de bronce y blanco cegador, parecía burlarse de ella con cada paso. El terreno se extendía como una lengua de fuego congelado, mientras los pilares de extracción, diseminados por la zona, rugían como bestias oxidadas que nunca dormían.
No sabía si caminaba o simplemente existía, arrastrada por la inercia del destino.
—Tengo que hablar con Nika —susurró.
Nika Nanaura. Su amiga. Su ancla. Mecánica autodidacta, experta en desarmar y volver a ensamblar cualquier chatarra imperial. También era impulsiva, gritona, brutalmente honesta. Pero Suletta sabía que con ella no habría mentiras.
—Me va a gritar —dijo en voz baja, con una risa cansada—. Me va a patear primero… y luego me va a abrazar.
El límite del domo de la colonia apareció en el horizonte. Un conjunto de estructuras circulares semiderruidas, unidas por túneles presurizados y torres de ventilación. La entrada principal parecía más una prisión que un hogar. Escáneres oxidados. Torres automáticas. Letreros de "Propiedad de UNISOL".
Su cápsula habitacional estaba donde la había dejado: un módulo oxidado, prefabricado, con la pintura desgastada y una única puerta sellada. No había señales de Elnora. Ni notas. Ni pistas.
El PERMET pulsó levemente, como si intentara consolarla. Pero ella sabía mejor: el PERMET no consolaba. Solo conectaba. Solo mostraba lo que uno no quería ver.
Abrió un compartimento bajo el suelo. Guardó el chip de Krysalita junto a un viejo diario que su madre llevaba años escondiendo. No lo abrió. No aún. No podía.
Se sentó en el borde del catre, con la vista clavada en una grieta de la pared. Allí, en el silencio, susurró:
—Mamá… ¿qué hiciste?
No hubo respuesta. Solo el susurro persistente del PERMET.
Y la certeza amarga de que la Bruja de Mercurio ya no era una leyenda.
Estaba viva.
El pequeño taller de Nika Nanaura olía a metal quemado y aceite reciclado. Las luces parpadeaban sobre una mesa desordenada, cubierta de herramientas, repuestos, placas de circuito y fragmentos de un dron de vigilancia de Grassley que Nika desmontaba con precisión quirúrgica. Entre el caos, se alzaban pilas de libros técnicos, y en una esquina, cuidadosamente alineada entre el desorden, una foto enmarcada.
Ella y Suletta.
Abrazadas. Riéndose.
Una tarde antigua bajo el cielo anaranjado de Mercurio.
Los ojos de Suletta, tan claros como el hielo de Europa, y su cabello rojo como el óxido de Marte, hacían que a Nika se le encogiera el pecho cada vez que los veía.
Se obligó a apartar la mirada.
—No seas tonta —se dijo a sí misma en voz baja, limpiándose las manos en un trapo sucio—. Solo es tu mejor amiga. Solo eso.
Pero no era "solo eso". Y lo sabía.
Unos golpes suaves sacudieron la puerta. Nika se sobresaltó, dejó caer el destornillador.
—¿Quién es? —dijo, de golpe alerta.
—Soy yo… Suletta —respondió una voz desde el otro lado. Suave. Insegura.
Nika tragó saliva. El corazón se le aceleró.
—¡Un momento! —gritó. En un acto reflejo, alisó su overol manchado, se arregló el cabello con las manos temblorosas y puso la foto boca abajo, como si esconder sus sentimientos los hiciera menos reales—. ¡Pasa!
La puerta se deslizó y Suletta entró, la trenza roja se balanceaba a cada paso. Su sonrisa era tenue, tensa. Las manos se enredaban entre sí, como si buscaran algo a lo que aferrarse.
—Hola, Nika —dijo.
—Hola, Sule. ¿Estás… bien? Te ves... rara.
Suletta dudó un segundo, luego suspiró y se dejó caer en una de las sillas del taller. Tenia la mirada firme, pero el alma hecha pedazos.
—Tienen a mi madre.
Esas palabras cayeron como una explosión.
Y la historia salió a borbotones: Kirin, Ochs, Caldera Siete, el chip de Krysalita, el plan suicida, la infiltración en la Ecliptica, el secuestro de Miorine Rembran... y los Dominicus. Los caza brujas.
Nika escuchó sin decir una palabra. El rostro se volvia cada vez más pálido mientras mantenia las manos cerradas en puños.
Cuando Suletta terminó, Nika estalló:
—¡Esto es una locura! —gritó, golpeando la mesa—. ¡No puedes hacer esto! ¡Te van a matar, Suletta! ¡Deberías ir a FEPOL, deberían ayudarte!
Suletta solo bajó la cabeza y soltó una carcajada amarga.
—¿FEPOL? Fuerza de Policía Federal Planetaria no hará nada, Nika. Están del lado de los ricos, de UNISOL, del Grupo Benerit. No de nosotros.
Y Nika lo sabía. En el fondo, siempre lo había sabido.
—Tengo que ir —dijo Suletta. Más calma. Más decidida. Más rota.
—¡Pero puedes morir! —replicó Nika, con la voz quebrada—. ¿No entiendes? ¡Si Dominicus descubre lo que eres…!
—Lo sé —interrumpió Suletta, levantando la mirada. Sus ojos estaban cargados de miedo… y algo más: aceptación—. Por eso estoy aquí.
Para despedirme.
El silencio fue absoluto. Nika apenas podía respirar.
Suletta metió la mano en su bolsillo y depositó algo en la palma de Nika: el chip de Krysalita.
—Toma. Véndelo. Con eso puedes escapar de Mercurio. Comenzar de nuevo. Lejos de todo esto.
Nika miró el chip. Luego la miró a ella.
—¿Y tú? ¿Crees que voy a dejarte sola? ¿Crees que voy a huir mientras tú…?
Suletta no dijo nada. Solo sonrió.
—Tienes que ser fuerte, Nika.
Se puso de pie, pero Nika la alcanzó, tomándola de la mano. No la dejó ir.
—Por favor —susurró—. Quédate. Solo esta noche.
Suletta la miró en silencio.
Luego rió suavemente.
—Eres una niña mimada.
Pero asintió.
—Está bien. Me quedo.
En Mercurio, el agua valía más que la vida. Se medía en gramos, se distribuía en sobres sellados como medicina, y se usaba sólo cuando lo vital ya era insoportable. Ducharse era un lujo absurdo. Pero esa noche, Suletta y Nika decidieron ser absurdas.
Usaron su ración compartida de emergencia, apenas lo suficiente para quitarse la grasa, el polvo del taller y el miedo del cuerpo.
El vapor llenó el diminuto cubículo del baño. En el taller, el calor residual se mezclaba con el olor de metal oxidado, aceite sintético y algo más humano: ansiedad.
Nika salió primero, con una camiseta demasiado grande y un pantalón de pijama remendado por ella misma. Su cabello mojado le caía en mechones pesados sobre la frente. Se sentó en el borde de la cama como si el mundo entero le pesara sobre los hombros.
Suletta tardó unos minutos más. Salió envuelta en un pijama gris claro, viejo, con las mangas demasiado largas. Parecía una niña a punto de perder su casa. Se detuvo un momento en el umbral, miró a Nika en silencio… y luego se sentó a su lado.
No dijeron nada al principio.
Solo el zumbido lejano de los ventiladores del soporte vital les recordaba que estaban en un mundo que necesitaba maquinaria constante para no matarlas.
Suletta jugueteó con el dobladillo de su pijama. Tragó saliva. Respiró hondo.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos?
Nika alzó una ceja. Luego sonrió.
—¿Cómo olvidarlo? Estabas a punto de volarte las piernas con un taladro gravitacional. Tenías el mango al revés.
Suletta se rió con una mezcla de vergüenza y alivio.
—¡No era mi culpa! Esa cosa era basura.
—Y tú también —respondió Nika, sin malicia. Luego, más suave—: Pero eras adorable. Me miraste como si fuera una ingeniera de Peil Technologies y dijiste… "¿Cómo hiciste eso?"
—Porque lo fuiste —susurró Suletta, mirándola—. Siempre me salvaste. Desde ese día.
Sus ojos se encontraron por un segundo. No hubo beso. No hacía falta. Pero Nika bajó la mirada de inmediato, nerviosa, rompiendo el momento.
Hablaron un rato más. Historias viejas: colarse en almacenes de UNISOL, robar piezas, dormir sobre cajas vacías soñando con Saturno. Unas risas secas, un par de lágrimas contenidas. La memoria como refugio.
Afuera, las luces de la colonia comenzaron a apagarse una por una. El toque de queda de SOVREM no era solo una regla. Era una amenaza. Las calles se vaciaron. Los sensores de movimiento se activaron. Y la electricidad se volvió un delito.
Dentro del taller, el ambiente se volvió más espeso. Más irreal. Como si el mundo se retirara para dejarlas solas.
Sin decir nada, se acostaron juntas en la estrecha cama.
Suletta boca arriba, mirando el techo agrietado. Nika acurrucada de lado, de espaldas, las rodillas pegadas al pecho.
—Intentaré no morir —dijo Suletta de repente.
Nika no respondió de inmediato. Su voz llegó como un susurro.
—¿Lo prometes?
Hubo una pausa.
—Sí —respondió Suletta, apenas audible.
—No hagas promesas que no puedas cumplir —dijo Nika, con la voz hecha trizas.
El taller tembló levemente cuando el sistema de energía general fue cortado. Todo se apagó, salvo el soporte vital. Solo quedaba la penumbra, y el leve brillo del comunicador sobre la mesa.
Nika no pudo contenerse. Se giró, lenta, y apoyó su cabeza en el pecho de Suletta. Lloraba en silencio. Sus lágrimas mojaban la tela del pijama. Suletta solo la abrazó con suavidad, acariciándole el cabello húmedo.
—Lo siento —murmuró Suletta, pero no sabía si hablaba por lo que iba a hacer… o por lo que no podía evitar.
El comunicador parpadeó.
[INICIO DE OPERACIÓN: 06:00 AM]
Suletta lo vio con el rabillo del ojo. No se movió. No esa noche.
Esa noche, fingió que el mundo aún podía esperar.
Que aún podía aferrarse a alguien.
Y mientras la oscuridad envolvía el taller, el chip de Krysalita en la mesa brillaba muy débilmente.
Como una estrella atrapada en una caja de metal.
Como un corazón que no sabe si late por amor… o por despedida.