ID de la obra: 949

La bruja de Blanco

Mezcla
NC-21
En progreso
2
Tamaño:
planificada Mini, escritos 610 páginas, 373.297 palabras, 24 capítulos
Descripción:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
2 Me gusta 1 Comentarios 1 Para la colección Descargar

Capítulo 16 Los Herejes de las Estrellas

Ajustes de texto
El estudio de la UNISOL News Network estaba iluminado por luces brillantes que proyectaban un resplandor artificial, un set diseñado para transmitir autoridad y calma en medio del caos galáctico. La presentadora, una mujer con un cabello rubio perfectamente peinado y ojos azules que brillaban con una convicción ensayada, se sentó detrás de un escritorio curvo de cristal holográfico, donde imágenes de archivo parpadeaban sobre un fondo rojo y negro, los colores emblemáticos del imperio. "Bienvenidos a Noticias Centrales UNISOL, donde la verdad prevalece sobre la herejía", comenzó con una voz firme y modulada, su sonrisa profesional ocultando el guion que leía en un teleprompter invisible. "Hoy, el imperio enfrenta una amenaza sin precedentes, un horror que ha resurgido de las sombras del pasado para desafiar nuestra paz tan duramente ganada. Echen un vistazo a esta imagen exclusiva, capturada por nuestros valientes drones de vigilancia: un monstruo mecánico blanco, un demonio Permetiano clasificado como una amenaza universal para el Imperio UNISOL." La pantalla detrás de ella mostró la imagen del Calibarn, un imponente Gundam blanco con líneas rojas pulsando como venas de sangre, su figura etérea suspendida en el espacio contra un telón de fondo de nubes púrpuras de Júpiter. La imagen había sido editada para exagerar su apariencia, con efectos de distorsión que lo hacían parecer más grande, más amenazante, un dios vengador listo para devorar mundos. "Este... 'Calibarn', como lo llaman las brujas, ha destruido la 5ta flota de Dominicus en un acto de pura barbarie", continuó la presentadora, su voz elevándose en un tono de indignación fingida pero convincente. "Miles de héroes imperiales, hombres y mujeres que juraron defender a Terra y su estabilidad, han sido masacrados por esta abominación controlada por la Bruja Solar, una entidad malévola que se hace llamar Solaris. ¿Cómo podemos tolerar esto? ¿Cómo podemos permitir que estas criaturas del Permet, estas herejes que solo han traído destrucción y caos, amenacen nuestra forma de vida?" La transmisión pasó a imágenes de archivo manipuladas: ciudades ardiendo durante la Herejía Lunar, niños llorando mientras brujas con rostros deformados digitalmente los arrastraban a hogueras, y una foto dramática de Delling Rembran, fundador de UNISOL, con una expresión de mártir. "Recuerden, ciudadanos del imperio", dijo la presentadora, su voz bajando a un tono solemne, cargado de odio velado. "Por culpa de ellas, estas brujas del Permet, Delling Rembran está muerto. Nuestro líder visionario, el hombre que nos unió contra la anarquía, fue asesinado en un cobarde ataque orquestado por estas monstruosidades. No buscan la paz; buscan la dominación. El Permet es una plaga, una corrupción que transforma a los humanos en demonios, y Júpiter, el Planeta Hereje, es su nido. UNISOL y Dominicus son víctimas de su maldad, pero no nos rendiremos. Informen de cualquier signo de Permet, de cualquier bruja oculta. ¡Por Terra, por la pureza, por el imperio!" La pantalla mostró propaganda gráfica: brujas con rostros grotescos quemando colonias, contrastadas con soldados de Dominicus como héroes radiantes que salvaban a niños inocentes. "Únete a la caza. Denuncia la herejía. Protege el futuro", concluyó el segmento, con el logo de UNISOL resplandeciendo en un rojo imperial. La televisión se apagó con un suave clic, el resplandor holográfico desvaneciéndose en el aire de la oficina, dejando solo el silencio y la tenue luz de la habitación. Guel Jeturk, ahora CEO de Jeturk Heavy Machinery, se recostó en su escritorio de madera fina importada de la Tierra, una pieza que contrastaba con la austeridad de su oficina en la sede corporativa en Marte. Su rostro, marcado por profundas ojeras y una barba descuidada, reflejaba la depresión que lo consumía, sus ojos verdes perdidos en el vacío donde la imagen del Calibarn aún ardía en su retina. A sus 28 años, Guel había ascendido para liderar la compañía tras la muerte de su padre en el ataque a Asticassia, un evento que lo había dejado con dudas que lo carcomían como un ácido lento. Recordaba Asticassia con dolorosa claridad, un día que comenzó como una celebración y terminó en caos. Había estado allí, en la academia, rodeado de aliados y rivales cuando los terroristas, las brujas, atacaron. Explosiones que retumbaban en los pasillos, estudiantes gritando mientras las estructuras se derrumbaban, el aire lleno de humo y el olor a sangre y metal quemado. Guel había visto cómo un Gundam blanco, un dios vengador en armadura pura, descendía del cielo, su presencia un horror que arrasaba con todo a su paso, destruyendo vidas sin discriminación. Su padre, Lauda, había muerto en el colapso, aplastado bajo toneladas de acero mientras intentaba proteger a su familia, su último grito tragado por el polvo. Pero lo que más lo atormentaba no era solo la destrucción de las brujas, sino cómo UNISOL había respondido. En las secuelas, el imperio había aniquilado a varios de sus aliados, acusándolos de ayudar al enemigo o simplemente de interponerse en su camino: ejecuciones sumarias en las ruinas de Asticassia, cuerpos alineados contra las paredes y fusilados sin juicio, su sangre mezclándose con la de las víctimas. Guel había visto a amigos caer bajo las balas imperiales, sus rostros retorcidos por la confusión antes del impacto, una traición que lo dejó con una duda que no podía silenciar: ¿quién era el verdadero enemigo? Guel miró a un lado, donde una solicitud holográfica de Dominicus flotaba sobre su escritorio, parpadeando con urgencia: una demanda de más maquinaria pesada para su campaña contra Júpiter, cruceros y drones que Jeturk Heavy Machinery podía proporcionar. Su mano tembló mientras extendía la mano hacia el documento, pero no lo tocó, su mente un torbellino de dudas. ¿Ayudar a UNISOL, el imperio que había matado a sus aliados? ¿O negarse, arriesgando la ira de Dominicus y la ruina de su empresa? El Calibarn, ese Gundam blanco de la transmisión, lo perseguía como un fantasma, un símbolo de la destrucción que las brujas representaban, pero también un recordatorio de que UNISOL no era el salvador que afirmaba ser. Guel suspiró, su cabeza cayendo en sus manos, deprimido y perdido en un mar de incertidumbre, mientras el silencio de su oficina lo envolvía como un sudario, el peso de su decisión amenazando con aplastarlo. El espacio alrededor de Júpiter estaba salpicado de escombros humeantes, un cementerio flotante que contaba el final brutal de la 5ta flota de Dominicus. Los soldados jovianos, sus túnicas blancas manchadas de ceniza y sangre, trabajaban en un silencio roto solo por el crujido del metal retorcido y el zumbido de los equipos de salvamento. Habían confiscado todo: naves destrozadas, maquinaria militar destripada, trajes móviles convertidos en escombros flotantes, y los cuerpos decapitados de la tripulación de la flota, cuyos restos estaban esparcidos como carne podrida en el vacío, cabezas explotadas que se desplazaban en un mar de sangre congelada que reflejaba las tormentas púrpuras del planeta. Era una tarea horrible, el hedor a carne quemada y metal derretido saturando el aire mientras los soldados, con el rostro pálido y tembloroso, recuperaban los cadáveres con ganchos y redes, limpiando los restos de las naves y la maquinaria con movimientos mecánicos, sus ojos evitando los cráneos destrozados que giraban lentamente en el espacio. La escena era un caos visceral, un recordatorio crudo de la masacre que Solaris había desatado, pero también un símbolo de su poder. Cada soldado sabía que ella los había salvado, que el Calibarn había barrido a los invasores en un instante, pero también entendían que la guerra había comenzado de verdad. El Tratado de Gravium estaba destrozado, y el imperio no descansaría hasta tener su venganza. Con cada cuerpo que retiraban, preparaban sus armas y sus corazones para lo que se avecinaba, un futuro de sangre y fuego que se cernía sobre Júpiter como una sombra ineludible. Mientras tanto, en un templo joviano dentro del Templum Caelivarum, Solaris, también conocida como Suletta Mercury, permanecía inmóvil en una meditación profunda. Había pasado un día desde el intento de invasión y la aniquilación de la flota, y desde entonces, se había retirado al santuario, un lugar de mármol rosa suspendido sobre cascadas de agua dorada, rodeado de columnas flotantes que susurraban cánticos ancestrales. El aire denso, cargado de Permet cristalizado, la envolvía como una capa, sus líneas rojas pulsando débilmente bajo su piel mientras su mente se hundía en el flujo del Permet, buscando respuestas en su interior. Sentada en una plataforma de meditación, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, reflexionaba sobre lo que había hecho. Las imágenes de la flota explotando, los rostros de los soldados de Dominicus contorsionados por el terror antes de que sus cabezas estallaran como globos, la perseguían como un eco cruel. Como Suletta, sentía un peso en el pecho, una náusea que le subía por la garganta al recordar cada vida que había tomado, cada grito silenciado. Pero como Solaris, sabía que había sido necesario, un acto protector para su gente, un sacrificio para preservar la libertad de Júpiter contra la tiranía de UNISOL. El conflicto interno la desgarraba, un torbellino de culpa y deber que la mantenía inmóvil, su respiración en sincronía con el pulso del Permet que resonaba en el templo. El sonido de unos pasos suaves rompió el silencio, y Júpiter, conocida como Junielle, apareció en la entrada del templo, su figura envuelta en su traje de obsidiana con detalles plateados que reflejaban la tenue luz. Se detuvo respetuosamente a unos pasos de distancia, inclinando la cabeza antes de hablar. "Lady Solaris, ¿puedo entrar?", preguntó, su voz suave pero cargada de respeto, sus manos unidas frente a ella como en una oración. Solaris abrió lentamente los ojos, su mirada plomiza se encontró con la de Júpiter, y asintió con un gesto cansado. "Entra, Junielle. Sí, ya he terminado de meditar." Júpiter se acercó, deteniéndose a su lado, su expresión una mezcla de alivio y preocupación. "¿Encontró lo que buscaba en su meditación?", preguntó, su tono cuidadoso, consciente del peso que su líder llevaba. Solaris respiró hondo, su voz baja pero firme mientras se ponía de pie, el movimiento haciendo que las líneas de Permet en su cuerpo brillaran brevemente. "Buscaba a Calythea. En el flujo del Permet, sentí su presencia, un eco débil pero claro. Ahora sé dónde está." Un silencio se instaló entre ellas, roto solo por el murmullo distante de las cascadas doradas, el aire pesado con una tensión expectante. Júpiter esperó, sus ojos plomizos fijos en Solaris, hasta que esta última levantó la mirada para encontrarse con la suya, su rostro endurecido por una renovada resolución. "Es hora de que rescatemos a Calythea", dijo Solaris, su voz resonando con una determinación que llenó el templo. "Después de todo lo que ha hecho por nosotros, por guiarnos y protegernos, no podemos dejarla en manos del enemigo. Ha sacrificado demasiado." Júpiter asintió, un gesto silencioso lleno de compromiso, sus manos apretándose en puños como si ya estuviera lista para la batalla. Solaris la miró fijamente, su tono adquiriendo un sentido de urgencia. "Encuentra a Urano. Reúne a los guardianes. Debemos partir pronto para recuperar a la Custodia. El Permet nos guiará, pero el tiempo se agota." Júpiter inclinó la cabeza una vez más, dándose la vuelta para abandonar el templo, su figura desapareciendo entre las columnas flotantes mientras el sonido de sus pasos se desvanecía en el aire denso. Solaris permaneció de pie, contemplando el horizonte a través de las cascadas doradas, el Calibarn resonando en su mente como un recordatorio de poder y responsabilidad. Sabía que la guerra apenas comenzaba, que cada vida tomada en la batalla anterior era solo un preludio de lo que estaba por venir, pero también sentía la fuerza de Heliarkon y su deber hacia Calythea como un faro que la guiaba a través de la tormenta. Con un último suspiro, cerró los ojos, dejando que el Permet la llenara una vez más, preparándose para el siguiente paso en su destino. La base de Grassley Defense Systems en Titán se había transformado en un oasis inesperado, un mundo que desafiaba la frialdad estéril del satélite. Sus tierras, una vez un desierto de roca y hielo perpetuo, ahora eran fértiles, con campos verdes que se extendían bajo cúpulas transparentes, cultivos que brotaban vigorosamente bajo luces artificiales que imitaban al sol. Ríos de agua pura corrían desde montañas artificiales, cascadas que llenaban el aire con un murmullo refrescante que contrastaba con el silencio opresivo del pasado. La atmósfera ya no necesitaba regulación, había sido adaptada de tal manera que los humanos podían respirar sin mascarillas ni trajes, un milagro que hacía que el oxígeno llenara sus pulmones con una frescura natural, un marcado contraste con las raciones sintéticas y el aire reciclado de antaño. Todo era irreal, pero a la vez, real: frutas jugosas colgando de los árboles, verduras frescas en los jardines y el olor a tierra húmeda impregnando el aire, un recordatorio de que la vida podía florecer incluso en el vacío, un cambio que había revitalizado a los habitantes de la base, que ahora caminaban por senderos de hierba real, sus rostros iluminados por una esperanza que alguna vez creyeron perdida. Esto no era casualidad; todo se debía a Gaia, la bruja que había venido de la Tierra, cuya presencia había infundido al planeta una vitalidad sobrenatural, terraformando Titán en una mini-Terra, un santuario donde el Permet se manifestaba como un pulso vivo en la tierra, haciendo que la vida brotara de la nada. Gaia era responsable de este renacimiento, su poder se extendía como raíces invisibles que nutrían cada centímetro de la base, convirtiéndola en un bastión de esperanza en medio del caos galáctico. Por esta razón, después de Solaris, Gaia era la bruja más protegida, custodiada por soldados de la Legión de Marte que patrullaban sus alrededores día y noche, su seguridad una prioridad absoluta. Gaia estaba concentrada, sintiendo el planeta bajo sus pies, arrodillada en un campo abierto bajo la cúpula, sus manos hundidas en la tierra fértil que respondía a su tacto con un pulso de vida, brotes verdes emergiendo como si la tierra misma respirara, un proceso que la absorbía por completo, su rostro sereno con los ojos cerrados, el Permet emanando de ella en ondas verdes que hacían vibrar el aire a su alrededor. A su lado, Arien Rousseau observaba con una mezcla de asombro y nerviosismo, su esbelta figura envuelta en un traje técnico, sus ojos verdes fijos en Gaia como si temiera interrumpir el ritual, un vínculo que se extendía como las raíces que Gaia cultivaba, un afecto que aún estaban definiendo a través de risas y momentos robados. "Gaia... no tienes que esforzarte tanto", murmuró Arien, su voz suave pero preocupada, extendiendo una mano para tocar su hombro, sintiendo el calor del Permet fluir a través de ella como una corriente suave. Gaia abrió ligeramente los ojos, su ceño fruncido por la irritación, el pulso de Permet deteniéndose por un instante. "No es esfuerzo, Arien. Es necesario. El Permet me guía", respondió, su voz un susurro perdido entre las hojas de los árboles cercanos. Pero su expresión se suavizó al ver la preocupación en los ojos de Arien. "Además, si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Titán necesita esto, necesita vida para resistir lo que se avecina." Detrás de ellas, Marte observaba con ojos feroces, su armadura negra marcada con la insignia del lobo carmesí, su presencia un escudo viviente contra cualquier amenaza, su espada envainada pero lista, su figura imponente proyectando una larga sombra sobre el campo. Marte, la Maestra de la Guerra, extendía su protección sobre Gaia como una orden inquebrantable de Solaris, su lealtad un juramento que la hacía inquebrantable, un compromiso que la llevaba a seguir a Gaia a cada paso, incluso en momentos de paz como este. "Marte... no es necesario que me sigas a todas partes", dijo Gaia, su voz suave pero firme, sus ojos violeta cerrados en concentración, el Permet emanando de ella en ondas verdes que hacían crecer enredaderas alrededor de sus rodillas, un recordatorio de su poder de terraformación. Marte se mordió el labio interior, su gruñido feroz resonando como el de una loba protectora, su cuerpo temblando ligeramente por la energía contenida, su armadura crujiendo con cada movimiento. "Tengo órdenes, cachorra", respondió, su voz profunda y ronca, un sonido que hacía eco de su herencia lupina, su mirada fija en Gaia con una intensidad que rozaba la obsesión. "Tengo que protegerte, y eso significa no quitarte los ojos de encima. El imperio no descansa, y eres demasiado valiosa para perderte en tus 'meditaciones'." Gaia abrió los ojos, su ceño fruncido por la irritación, el pulso de Permet deteniéndose, las enredaderas congelándose como si sintieran su enojo. "Protegerme no significa seguirme a todas partes como una sombra al acecho", protestó, su voz extendiéndose como un susurro por el viento entre las hojas, un tono que mezclaba frustración con afecto, su mirada violeta fijándose en los ojos feroces de Marte. Marte sonrió, mostrando colmillos afilados, un gesto que contrastaba con su enojo, su expresión una mezcla de diversión y desafío. "Proteger y acechar van de la mano cuando se trata de ti, cachorra. Si pierdo tu olor, no sabré dónde estás, especialmente si se mezcla con el de esta chica", dijo, señalando a Arien con un dedo, sus ojos feroces fijándose en ella como un depredador que evalúa a su presa, su nariz olfateando instintivamente el aire. Arien se encogió de miedo, su cuerpo tenso como un alambre, su corazón latiendo con fuerza ante la intimidante presencia de Marte, su mano yendo instintivamente a su pecho. "¡No la asustes!", exigió Gaia, su voz elevándose en un acto de protección, el Permet respondiendo con un pulso que hizo crecer enredaderas protectoras alrededor de Arien, un escudo natural que la envolvió como un abrazo. Marte frunció el ceño, su expresión un contraste de diversión y desafío. "No he hecho nada", gruñó, "...aún", pero se acercó a Arien con pasos deliberados, inclinándose para olfatearla como los lobos olfatean a su presa, su nariz rozando el aire cerca de su cuello, el aliento cálido haciendo que Arien se estremeciera. Arien soltó un grito corto y agudo, su cuerpo temblando de miedo, el olor a tierra fresca de Gaia mezclándose con el suyo, un contraste que hizo que Marte arrugara la nariz. Gaia puso los ojos en blanco, su paciencia agotándose, su voz un susurro exasperado. "¡MARTE...!", la llamó, pero antes de que pudiera continuar, las noticias en una televisión cercana llenaron el aire, el volumen subiendo automáticamente con la alerta de emergencia, la pantalla gris parpadeando para cobrar vida con imágenes dramáticas del Calibarn, el Gundam blanco de Solaris, clasificado como una amenaza universal por el imperio. La presentadora, con una voz alarmada y exagerada, extendió su discurso: "Ciudadanos del imperio, el horror ha regresado. Este monstruo Permetiano, el 'Calibarn', ha aniquilado una flota de Dominicus en un acto de pura barbarie. Recuerden, por culpa de ellas, estas brujas, Delling Rembran está muerto. Nuestro líder visionario fue asesinado en un ataque cobarde orquestado por estas monstruosidades. UNISOL y Dominicus son las víctimas; las brujas, la verdadera amenaza que busca destruir nuestra paz." Marte tembló de excitación, su Permet radioactivo activándose, quemando las plantas a su alrededor en un radio que se expandía lentamente, el suelo ennegreciéndose como si la vida misma huyera de su furia, el aire llenándose de un resplandor rojo que hizo toser a Arien y obligó a Gaia a retroceder. Marte se sacudió, su cuerpo convulsionándose con una mezcla de rabia y excitación, su espada desenvainada instintivamente, el metal brillando con un resplandor rojo como sangre fresca. "¡El día de la gloria!", rugió, su voz un grito feroz que llenó el campo, su aliento visible en el aire caliente que emanaba de ella. "¡Solaris ha regresado! ¡El Calibarn... el Inquebrantable ha despertado!" Marte tembló, su armadura crujiendo con cada espasmo, su mirada fija en la televisión donde el Calibarn se erigía como un dios vengador, su presencia un recordatorio de batallas pasadas que la llenaban de un fuego incontrolable, su corazón latiendo con la promesa de sangre y victoria. "¡MARTE...! ¡Vas a quemarlo todo!", exclamó Gaia, su voz extendiéndose como un pulso de Permet que contrarrestó la radiación, las plantas marchitas reviviendo lentamente, brotes verdes emergiendo de la tierra ennegrecida en un desafío a la destrucción, su expresión una mezcla de enojo y preocupación mientras observaba el humo salir de las hojas carbonizadas. Marte volvió en sí, dándose cuenta de su pérdida de control, envainando su espada con un movimiento brusco, el metal raspando contra la vaina, el resplandor rojo disipándose lentamente, su temblor disminuyendo, pero su mirada fija en la televisión, el brillo de la batalla en sus ojos. "Lo siento, cachorra", murmuró, su voz ronca por la excitación contenida. Gaia la regañó de nuevo, su voz llena de frustración, extendiéndose en una perorata sobre la responsabilidad y el control, recordándole que su poder no era solo para la destrucción, sino para la protección, una lección que Marte escuchó con fingida paciencia, su mente ya en el campo de batalla, esperando la llamada de Solaris para desatar su furia. Guel Jeturk, en su oficina en Marte, apagó la televisión con un gesto cansado, su rostro marcado por la depresión, sus ojos verdes perdidos en el vacío. El noticiero había sido una extensión de la propaganda, un recordatorio de la guerra que se acercaba, y Guel, como CEO de Jeturk Heavy Machinery, se encontraba en una encrucijada. La solicitud de Dominicus parpadeaba en su escritorio, una demanda de más maquinaria para luchar contra las brujas. ¿Ayudar al imperio que había matado a su padre, o negarse y arriesgarlo todo? El Calibarn lo perseguía, un símbolo de la destrucción que las brujas representaban, pero también de la tiranía de UNISOL. Guel suspiró, con la cabeza entre las manos, la decisión pesando sobre él como una cadena. La base de Grassley Defense Systems en Titán se erguía como un bastión de vida en medio del caos galáctico, sus tierras transformadas en un paraíso fértil bajo cúpulas transparentes, donde cultivos verdes prosperaban y cascadas de agua cristalina fluían desde montañas artificiales. La atmósfera, ahora respirable sin regulación, llenaba el aire con una frescura que se sentía como un sueño, un marcado contraste con los días de raciones insípidas y oxígeno artificial. Sin embargo, esta prosperidad conllevaba una sombra inquietante: la transformación de Titán, impulsada por el poder de Gaia, era una señal que no pasaría desapercibida para Dominicus ni para UNISOL, especialmente con el conflicto en Júpiter dominando las noticias. Shaddiq Zenelli, heredero de Sarius y el rostro de Grassley, se sentó en su oficina, un espacio minimalista con paredes de acero y una ventana que daba a los campos en flor, su mente atrapada en un torbellino de dudas. Shaddiq estaba indeciso, su mirada perdida en el horizonte mientras tamborileaba con los dedos en el escritorio, un gesto nervioso que reflejaba el peso de sus pensamientos. La base estaba progresando como un planeta, dejando atrás su dependencia de lo artificial, un logro monumental para los habitantes que ahora disfrutaban de alimentos naturales y agua fresca, un milagro que llenaba sus corazones de esperanza. Pero esa misma transformación era un arma de doble filo: cuanto más se asemejaba Titán a una mini-Tierra, más vulnerable se volvía a la mirada codiciosa de Dominicus, que sin duda enviaría sus flotas para reclamarla, especialmente ahora que la guerra había estallado tras el ataque a Júpiter. Las noticias mostraban imágenes del Calibarn, el Gundam blanco de Solaris, y las palabras de los presentadores resonaban en su mente como una alarma: las brujas no estaban jugando, y su poder había demostrado ser devastador. Todo se había salido de control, y Shaddiq sentía que el peso de esa realidad aplastaba su liderazgo. En su mente resonaban las palabras de Júpiter, de Junielle, pronunciadas durante una reunión clandestina semanas antes: "¿Lo dejarías todo para seguirnos? ¿Para seguirme a mí?" Esas palabras eran una daga, lo suficientemente pesadas como para cortarle la respiración. Como heredero de Grassley Defense Systems, uno de los tres principales aliados de UNISOL, abandonar su posición para unirse a las brujas significaría traicionar a su padre, Sarius, y convertir a la compañía en un enemigo público del imperio. Miles de empleados, ingenieros y soldados dependían de él, y arrastrarlos a una guerra contra UNISOL podría costarles la vida, un precio que no estaba seguro de poder pagar. Pero su corazón decía que sí, que seguir a Júpiter era lo correcto, un anhelo que lo consumía como un fuego lento. Estaba perdido por esa mujer, atrapado entre el deber y un sentimiento que no podía saber si era amor, un hechizo de Permet o simplemente su propia locura. Shaddiq sería capaz de enfrentarse a las hermanas de Júpiter, incluso a la propia Solaris, solo para estar a su lado, pero la idea de condenar a su gente lo detenía, un dilema que lo dejaba paralizado. Shaddiq suspiró, su cabeza cayendo en sus manos mientras el silencio de la oficina lo envolvía, el zumbido distante de la base un eco lejano. Hasta que sintió una mano cálida posarse en su hombro, un toque que lo sacó de su introspección. "Pareces muy pensativo, Shaddiq", dijo una voz familiar, profunda pero reconfortante. No necesitó girarse; sabía que era Sabina, su segunda al mando, una mujer de confianza cuya presencia siempre le traía claridad. "Estoy... pensando en qué hacer, Sabina", respondió Shaddiq, su voz baja, cargada de incertidumbre mientras se giraba para mirarla. Sabina estaba de pie a su lado, su uniforme inmaculado en contraste con el desorden emocional en su rostro, sus ojos oscuros escaneándolo con preocupación. "Tengo un dilema en mente, y todo lo de afuera se siente demasiado denso. La guerra, las brujas, las noticias... no sé cómo manejarlo." Sabina se cruzó de brazos, su postura relajada pero atenta, y lo miró con una mezcla de empatía y firmeza. "Nunca lo resolverás hablando contigo mismo, Shaddiq", dijo, su tono suave pero directo. "Si estás dispuesto a compartirlo, puedo darte mi opinión. No estoy aquí solo para seguir órdenes; estoy aquí para ayudar a cargar este peso también." Shaddiq suspiró de nuevo, su mirada cayendo al escritorio antes de levantarse para encontrarse con la de ella, un destello de vulnerabilidad en sus ojos. "¿Alguna vez has estado enamorada, Sabina?", preguntó, su voz casi un susurro, como si temiera la respuesta. Sabina lo miró, sorprendida, un leve rubor coloreando sus mejillas antes de que una sonrisa tímida apareciera en su rostro. "Lo estoy", confesó sin dudar, su voz temblando ligeramente con la verdad que guardaba dentro. "Estoy enamorada." Shaddiq levantó una ceja, su rostro lleno de sorpresa, inclinándose hacia adelante con curiosidad. "¿Quién es?", preguntó, su tono una mezcla de incredulidad y alivio por ser momentáneamente sacado de su propio tormento. Sabina respiró hondo, su mirada perdida en un recuerdo cálido. "Es Nika", dijo sin pestañear, su voz firme pero gentil. "Nika Nanaura. Es mi otra mitad, Shaddiq. Como Saturniana, lo sé en mis huesos. Es lo que me mantiene viva en este caos." Shaddiq soltó una risa inesperada, un sonido liberador que llenó la habitación mientras se pasaba una mano por el cabello instintivamente. "Nunca lo habría adivinado", dijo, su risa desvaneciéndose en una sonrisa sincera. "¿Y lo dejarías todo para estar con ella? ¿Dejarías Grassley, tu vida aquí, para seguirla?" Sabina asintió sin dudar, su expresión resuelta. "Sí, lo haría. Lo dejaría todo por Nika. Su felicidad es mi prioridad, Shaddiq. Si tuviera que elegir entre este imperio y estar con ella, elegiría a Nika sin mirar atrás." Shaddiq suspiró, su mirada volviendo al horizonte a través de la ventana, las cúpulas de Titán brillando bajo la luz artificial. "Lo entiendo", murmuró, su voz llevando un nuevo peso, como si las palabras de Sabina hubieran encendido una chispa en su interior. Después de unos segundos de silencio, Sabina lo miró con una idea en mente. "¿Por qué no haces un consenso?", sugirió, su tono práctico rompiendo la quietud. "Pregúntale a la base qué piensan. Que ellos decidan de qué lado están." Shaddiq la miró sin girarse, su voz baja y pensativa. "No entiendes el contexto de lo que tengo en mente, Sabina. Esto no es solo una decisión personal; es el destino de todos los que dependen de mí." Sabina se encogió de hombros, una sonrisa astuta en su rostro. "Estás debatiendo si seguir a las brujas, ¿verdad? Especialmente a esa monja blanca, Júpiter. No intentes negarlo, Shaddiq, eres demasiado obvio. La mitad de la base ya lo sabe, y creo que incluso las otras brujas se han dado cuenta." Shaddiq intentó responder, su boca abriéndose en protesta, pero Sabina lo interrumpió con una risa ligera. "Haz el consenso", insistió. "Puede que te sorprendan los resultados. No estás solo en esto, y tal vez otros compartan tu corazón más de lo que crees." Sabina se dio la vuelta y se alejó, sus pasos resonando en el suelo metálico, dejando a Shaddiq solo con sus pensamientos, su mente un torbellino de sorpresa y esperanza. Se quedó quieto, mirando al horizonte, la idea de un consenso resonando en su cabeza como una posibilidad inesperada. Quizás, pensó, no tenía que cargar con esta decisión solo. Quizás Titán estaba listo para elegir su propio destino. La base de Grassley Defense Systems en Titán estaba envuelta en una mezcla de anticipación y tensión, sus campos fértiles y cascadas cristalinas contrastando con la incertidumbre que pesaba sobre sus habitantes. El anuncio del consenso se había extendido como un rumor entre los trabajadores, y todos, desde mecánicos hasta guardias, tenían una cita en el auditorio central a las 5:00 p.m. hora de la Tierra, un evento titulado simplemente "para discutir los pasos a seguir". No se dieron más detalles, pero la base bullía de especulaciones: bajo la sombra de la guerra, el conflicto en Júpiter y la presencia de las brujas como invitadas, todos intuían que se enfrentaban a una decisión crucial. ¿Se pondrían del lado de ellas o de UNISOL? El misterio giraba en torno a quién seguiría Grassley: ¿a las brujas que habían transformado su mundo o al imperio que los había sostenido durante generaciones? El ambiente era pesado, una mezcla de esperanza y miedo reflejada en los ojos de quienes se dirigían al auditorio, algunos con determinación, otros con dudas. Mientras tanto, en un rincón aislado de la base, Sophie Pulone yacía en el suelo una vez más, su cuerpo adolorido por otro golpe brutal de su maestra, Marte. El entrenamiento era uno de los pocos momentos que compartían, ya que Marte pasaba la mayor parte de su tiempo protegiendo a Gaia, la bruja terraformadora. Estas sesiones eran cortas pero intensas, y la de hoy era particularmente feroz. Marte, con su armadura negra marcada con el lobo carmesí, se paró sobre Sophie como una loba alfa, su respiración agitada y sus ojos amarillos brillando con una mezcla de excitación y frustración. "¡Levántate, cachorra!", rugió, su voz un trueno en el aire. "¡Nunca serás una loba así!" El Permet de Marte irradiaba poder, un aura caliente que hacía temblar el suelo, como si le dijera a Sophie que o se tomaba esto en serio o estaría fuera de servicio durante un mes. Sophie, con el rostro cubierto de sudor y tierra, apretó los dientes, la frase "nunca serás una loba" hundiéndose en su orgullo como una daga. Con un grito de guerra de enojo, se levantó del suelo, sus músculos temblando mientras se abalanzaba sobre Marte con una furia renovada, su espada corta brillando en un intento desesperado de contraatacar. Marte esquivó sin esfuerzo, pero la determinación en los ojos de Sophie hizo que una ligera sonrisa se formara en su rostro, un reconocimiento silencioso de su esfuerzo. A pocos metros de distancia, Norea Du Noc entrenaba con su maestra Pluton, con los ojos cerrados mientras intentaba conectarse con el Permet. El sonido de Sophie chocando contra una pared cercana la distrajo, un golpe seco que resonó como un tambor. "No pierdas la concentración, Norea", advirtió Pluton, su voz tranquila pero firme, su piel de color azul zafiro brillando bajo la tenue luz del gimnasio, sus largas orejas de elfo puntiagudas se movían ligeramente como si captaran cada sonido. Norea abrió un ojo, mirando a su maestra, cuya belleza etérea contrastaba con el estilo de entrenamiento brutal de Marte. "Mantente concentrada. Incluso en la batalla, no debes perder tu conexión, pase lo que pase a tu alrededor. Debes permanecer en sintonía con el Permet, siempre", continuó Pluton, su tono casi melódico pero lleno de autoridad. Norea suspiró, sabiendo que Pluton tenía razón. Para su maestra, el Permet era una conexión más allá de la vida, un arte que requería enfoque, dedicación y perseverancia, a diferencia del enfoque de fuerza bruta de Sophie. "Estás perdiendo la concentración de nuevo, Norea", señaló Pluton, una risa suave escapando de sus labios. "Lo siento...", murmuró Norea, su voz amortiguada por el esfuerzo. "Volvamos a empezar... cierra los ojos y concéntrate", ordenó Pluton. Norea obedeció, pero el grito de Sophie al ser arrojada al suelo como un saco la hizo suspirar de nuevo, aunque esta vez, mantuvo su enfoque, el Permet fluyendo a través de ella como un río silencioso. A las 5:00 p.m. hora de la Tierra, el auditorio central se llenó hasta el último asiento, y aquellos que no pudieron asistir se conectaron de forma remota desde sus estaciones, sus rostros reflejados en pantallas holográficas que flotaban sobre el escenario. Todos esperaron en tenso silencio, sus miradas fijas en la plataforma donde Shaddiq aparecería. Desde una sala trasera, Shaddiq observaba a la multitud a través de un panel de vidrio polarizado, su corazón latiendo con fuerza. Entre el público, vio a las brujas que se habían quedado en la base, Gaia, Marte, Norea y Pluton, de pie en la parte de atrás, figuras imponentes pero silenciosas, sin ninguna intención de participar, solo observando, sus ojos evaluando lo que se decidiría sobre su destino y el de Solaris. Shaddiq suspiró, recogiendo unas cuantas páginas con un discurso escrito, su mano temblando ligeramente mientras se masajeaba el puente de la nariz, tratando de calmar sus nervios. Con un último respiro, subió al escenario, el murmullo de la multitud muriendo como una ola que retrocede. Delante de él, cientos de rostros observaban en silencio, y Shaddiq comenzó a aclararse la garganta, colocando los papeles en el atril. "Queridos colegas, trabajadores, colaboradores, amigos, todos," comenzó a leer, su voz inicialmente firme pero monótona, un tono frío que sonaba como si estuviera recitando un guion. "Los he reunido aquí para que podamos discutir los eventos que han tenido lugar recientemente en la galaxia. Como saben..." Se detuvo, notando la falta de vida en su entrega, y dejó los papeles a un lado, mirando directamente a la audiencia. "Honestamente, leer notas y discursos debe ser aburrido para ustedes," admitió con un suspiro, su voz ganando un toque de humanidad. "Estoy aquí delante de ustedes para que podamos decidir juntos qué vamos a hacer de ahora en adelante. Como saben, la guerra ha comenzado, y como tal, actualmente tenemos una alianza con UNISOL." Un murmullo recorrió la sala, y la mirada de Marte se endureció, sus ojos amarillos brillando como los de un lobo a punto de atacar. "Sin embargo," continuó Shaddiq, su tono volviéndose más apasionado, "no podemos hacernos de la vista gorda ante lo que estamos viviendo ahora. Desde que llegaron nuestros invitados, todo ha cambiado: nuestras vidas, nuestras actividades, nuestras rutinas, nuestras interacciones... nuestros sentimientos." Hizo una pausa, dejando que las palabras calaran. "No podemos negar que ahora tenemos un planeta viviente, un lugar que nos da cosas que solo podíamos obtener de la Tierra, y ahora las tenemos, casi gratis. Y todo lo que sabíamos sobre las brujas está cambiando. Ustedes mismos lo han experimentado: los mecánicos han hablado con ellas, el personal de cocina ha compartido comidas, la logística y la seguridad han trabajado junto a ellas. Todos tenemos una opinión, buena o mala, y por eso el consenso de hoy es sobre lo que vamos a hacer. Es solo cuestión de tiempo antes de que Dominicus llegue, y es un hecho que debemos dejar Titán. Esta base es un punto muerto, oficialmente, pertenece a Grassley, y si elegimos irnos con las brujas, debemos abandonarla. Aquellos que no quieran seguir ese camino son libres de irse, no los detendré, pero necesitamos saber nuestra dirección. Así que, quiero saber qué piensan. Hagan su elección y emitan su voto. Hoy, a las 10:00 p.m. hora de la Tierra, sabremos el resultado. Eso es todo." Shaddiq se inclinó, y la multitud comenzó a irse con murmullos, algunos saludando a las brujas al pasar, otros ignorándolas con expresiones tensas. Las brujas, de pie en la parte de atrás, observaron en silencio, plenamente conscientes de que el destino de la base, y el de su dama Solaris, dependía de lo que esos votos revelarían. La base de Grassley Defense Systems en Titán estaba envuelta en una atmósfera cargada de anticipación a medida que las 10:00 p.m. hora de la Tierra marcaban el momento crítico. Shaddiq Zenelli estaba solo en su oficina, con los ojos fijos en la pantalla de su terminal, donde los resultados del consenso aparecían con una claridad que le cortó la respiración. La pregunta había sido sencilla: "¿Deberíamos seguir a las brujas o a UNISOL?" La pantalla mostraba un sólido 70/30 a favor de las brujas, un porcentaje que se mostraba en un gráfico holográfico de un verde vibrante que contrastaba con el gris frío de la habitación. El setenta por ciento de la base había optado por abandonar la alianza con UNISOL y unirse a las brujas, un voto que resonó como un desafío silencioso al imperio. Shaddiq no entendía del todo los motivos, tal vez la promesa de una vida mejor, la transformación de Titán bajo la influencia de Gaia, o la esperanza que las brujas habían sembrado, pero ese 70% había hablado claramente, mientras que el 30% restante se mantenía leal al imperio. Con manos temblorosas, presionó un botón para revisar la lista de votantes, su corazón latiendo con una mezcla de alivio y ansiedad. El desglose era revelador: la mayoría del 30% eran personal administrativo, algunos soldados de bajo rango y su oficial de milicia general, cuyos comentarios en las notas decían cosas como "no aceptaré órdenes de una bruja" o "UNISOL es nuestro futuro". Shaddiq suspiró, pasándose una mano por el cabello, consciente de que esta resistencia era de esperar. Había personas en sus filas que aún veían a las brujas como una amenaza, un eco de la propaganda imperial profundamente arraigada en sus mentes. Antes de que pudiera hundirse más en sus pensamientos, una voz firme lo sacó de su introspección. "Todos en el Escuadrón Delta votaron a favor," informó Sabina, su segunda al mando, que estaba de pie detrás de él con los brazos cruzados, su tono serio y profesional, su expresión estoica e impasible. Shaddiq giró la cabeza, sorprendido por la mención del Escuadrón Delta, y notó un ligero cambio en la expresión de Sabina, un destello de algo personal que contrastaba con su compostura habitual. "Además," continuó, su voz manteniéndose neutral, "Nika insiste en que quiere seguir a Suletta a donde sea que vaya." Sabina sabía que Suletta era la mejor amiga de Nika Nanaura, un vínculo profundo que había forjado su lealtad, pero también era consciente de su propia relación con Nika, un compromiso que la unía más allá de las órdenes militares. Shaddiq soltó un suspiro de alivio, el apoyo del Escuadrón Delta y Nika aliviando parte del peso sobre sus hombros. "Necesitamos hacer un horario y comenzar el papeleo para aquellos que se irán de la base," dijo, su voz firme pero cansada. "La mayoría del personal administrativo se va." Sabina asintió, su expresión seria y sin rastro de sarcasmo. "Se van porque UNISOL les ofrece mejores incentivos, Shaddiq. Son administradores; su prioridad es la estabilidad económica, no el futuro de esta base," comentó en un tono práctico, analizando la situación con su habitual precisión. Shaddiq esbozó una leve sonrisa, reconociendo la lógica en sus palabras. "Necesito reunirme con Marte," decidió, poniéndose de pie. "Miorine no está aquí, y ella actualmente tiene la fuerza militar más fuerte en el lugar. ¿Los mecánicos están con nosotros?" Sabina se cruzó de brazos, su postura firme mientras respondía. "La mayoría de ellos sí, especialmente después de ver cómo las brujas han optimizado los sistemas. Están impresionados con su tecnología y dispuestos a apoyar esta transición." Shaddiq se dirigió a la salida, pero la voz de Sabina lo detuvo antes de que cruzara la puerta. "¿Vas a decírselo?"preguntó, su tono serio con un toque de advertencia, su mirada fija en él. Shaddiq se giró, confundido. "¿Decirle qué? ¿Que necesitamos su fuerza militar para protegernos? Sí, nos faltará defensa con los que se van." Sabina lo miró directamente, su expresión endureciéndose. "No hablo de eso. Hablo de tus sentimientos por esa bruja de túnica blanca, la que lidera a las demás. Son más obvios de lo que crees, y si no los confrontas, podría convertirse en un problema. Ella es ferozmente protectora de su grupo; si percibe tu interés como una amenaza, podrías enfrentar serias consecuencias." Shaddiq tosió, su rostro enrojeciendo ligeramente mientras levantaba la mirada, sorprendido por la franqueza de Sabina. Trató de responder, pero las palabras se le quedaron en la garganta, y después de un momento de vacilación, se dio la vuelta y salió de la habitación, dejando a Sabina con una expresión neutral pero satisfecha, sabiendo que su consejo había plantado una semilla en la mente de su líder. Thalyssara estaba en su habitación, un santuario privado que consideraba sagrado, un espacio donde podía desprenderse del peso de la corona y ser simplemente una adolescente neptuniana, libre para correr, jugar y amar sin las cadenas de su título. Las paredes, talladas en hielo de un azul profundo, reflejaban el suave resplandor de lámparas etéreas que flotaban como orbes suspendidos, proyectando una luz suave que bailaba sobre muebles esculpidos en obsidiana y perla. Una ventana circular ofrecía vistas al océano subterráneo, sus aguas brillando con un resplandor verdoso que parecía susurrar secretos ancestrales. En el centro, una bañera tallada en piedra neptuniana recogía agua caliente que caía en cascada de un manantial natural, el vapor subiendo en espirales que llenaban el aire con un aroma salado y cálido, un refugio privado en medio del reino frío. Thalyssara suspiró profundamente, su mirada perdida en el flujo del agua mientras los recuerdos de su último encuentro con Lunaria, o Miorine Rembran, como aún la reconocía en parte, daban vueltas en su mente. La dualidad de Lunaria la confundía: exteriormente, era Miorine, con su rostro familiar y su comportamiento terrenal, pero también era algo más, una presencia envuelta en el misterio del Permet, una fuerza que Thalyssara no comprendía del todo. Sin una guía, sin alguien que le enseñara a controlar su propio poder, se sentía perdida, atrapada entre dudas y miedos que la hacían temblar. Extendió una mano hacia el agua caliente que llenaba la bañera, sus dedos rozando la superficie mientras sus pensamientos se desviaban hacia su hermana. "...Vaelerythia," murmuró suavemente, el nombre escapando de sus labios como una oración. Sí, Vaelerythia, su hermana, la exiliada, la vergüenza del linaje Elydrien'Sael, la bruja... "Bruja, ¿eh...?" repitió en un tono apenas audible, una sonrisa amarga curvando sus labios. Sabía que ella misma era una bruja, una inexperta, una usuaria del Permet sin control, lo que la convertía en presa fácil para aquellos que buscaban erradicar la herejía. Vaelerythia había sido bendecida con el Permet desde la infancia, y este la había transformado profundamente. Su cuerpo era gigantesco, más alta que los hombres más altos de Neptuno, su fuerza física era sobrehumana y un cuerno dorado adornaba su frente como el de un unicornio mitológico. Para Thalyssara, esas marcas eran una condena pública, un estigma que exponía a su hermana como una bruja al mundo. Sin embargo, Vaelerythia no maldecía el Permet; lo abrazaba como una doctrina, una guía que la había convertido en una caballero de honor, una protectora leal. Lo que más le dolía a Thalyssara era saber que ese honor y protección no le eran devotos a ella, sino a la Luna y a su amante eterno, el Sol, un amor cósmico que las alejaba aún más. La bañera se llenó por completo, y Thalyssara, aún perdida en sus pensamientos, se quitó lentamente su vestido real de los hombros, dejándolo caer al suelo en un montón de tela blanca y negra con detalles dorados. Se quitó su corona de cuernos azules, colocándola cuidadosamente en una mesa cercana, y se quedó desnuda ante la bañera, frágil, vulnerable, su suave piel azul brillando bajo la luz etérea. La marca tácita en su frente apareció sin esfuerzo, una luna creciente luminosa rodeada de tres líneas verticales pulsando en azul cielo, un recordatorio de su naturaleza que no necesitaba esconder en la privacidad de su rincón sagrado. Suspiró profundamente y entró en el agua caliente, dejando que la envolviera por completo, el calor envolviéndola como un manto destinado a lavar sus dudas y miedos, un refugio donde podía ser simplemente ella misma, sin el peso de Neptuno sobre sus hombros. En el pasillo real, Cirelya Vareth'Nai caminaba con pasos firmes, su armadura Vah'Zenyr resonando contra el suelo de hielo y acero, una de sus tareas como Capitana Suprema de la Guardia Lunírica. Sin embargo, su corazón estaba en conflicto, una incomodidad que le revolvía el estómago y nublaba su juicio. Su reina, Thalyssara Elydrien'Sael, su amada soberana, era una usuaria del Permet, esa magia venenosa que el decreto de UNISOL prohibía y ordenaba erradicar. Su reina era una bruja, una verdad que chocaba con su lealtad inquebrantable. Cirelya había jurado su espada a Thalyssara, un compromiso que colocaba su vida por encima de todo, y estaba dispuesta a morir por ella, a protegerla con cada fibra de su ser. Pero esa misma lealtad se enfrentaba a la dualidad de su linaje: ambas descendientes del clan real, Thalyssara y Vaelerythia eran brujas. Internamente, Cirelya maldecía al destino, su mente dividida entre el deber y la herejía que ahora llevaba el nombre de su reina. Suspiró, dejando que el eco de sus pasos resonara por el pasillo, un sonido que reflejaba la tormenta dentro de su alma. Se detuvo frente a la habitación de Thalyssara, consciente de que los guardias y soldados no podían entrar en un espacio privado real sin permiso. Sin embargo, Cirelya tenía un privilegio único: el permiso de la reina para entrar cuando fuera necesario. Suspiró de nuevo, tomó el pomo de la puerta y, después de asegurarse de que el pasillo estuviera vacío, entró en silencio, cerrando la puerta detrás de ella. No notó la figura oculta en un rincón, una sombra envuelta en rojo, al acecho como una hiena, esperando el momento perfecto para atacar. Adentro, el sonido del agua chapoteando guió a Cirelya al baño real. Desde la entrada, la vio: Thalyssara estaba desnuda, de espaldas, su típica piel azul neptuniana brillando bajo la luz tenue, su largo cabello rubio y sus orejas puntiagudas flotando sobre el agua. Parecía frágil, inocente, pura, una visión que contrastaba con el peso de su corona. Cirelya podría haber desenvainado su espada y decapitado en un instante, terminando con la herejía que una reina bruja representaba, cumpliendo las leyes de UNISOL. Pero no lo hizo. En cambio, con una voz ronca, llena de necesidad y pasión, pronunció su nombre: "...Thalyssara." Thalyssara se cubrió instintivamente el pecho, girándose sorprendida para encontrar a Cirelya de pie allí, aún con su armadura de batalla, la espada en la mano, sus ojos dorados como el ámbar brillando con una mezcla de deseo y dolor. Thalyssara lo sintió: la necesidad en la mirada de Cirelya, pero también el dolor por la mentira que había guardado durante tanto tiempo. Sonrió suavemente, abriendo los brazos en un gesto de total vulnerabilidad y susurró: "...Ven." Cirelya no dudó. Su espada cayó al suelo con un golpe sordo, el metal neptuniano resonando contra la piedra, y con movimientos desesperados, se quitó la armadura, dejándola caer en un montón a sus pies. Su piel, más azulada que la de Thalyssara, brillaba bajo la luz, su cabello dorado y sus orejas de elfo expuestas en su desnudez. Entró en la bañera, el agua salpicando a su alrededor, y se acercó a Thalyssara, tomándola por la cintura con manos temblorosas. Thalyssara rodeó el cuello de Cirelya con sus brazos, y en la intimidad del baño, sus labios se encontraron en un beso apasionado y desesperado, como si Cirelya le reprochara la mentira, mientras Thalyssara respondía con una rendición silenciosa. En la penumbra de la noche neptuniana, dos almas se entregaron al amor, libres de sus roles y deberes, un refugio donde el rango y el estatus se derretían. Thalyssara estaba siendo abrazada por detrás por Cirelya, cuyos labios besaban su hombro y mejilla desnudos con ternura, el agua caliente envolviéndolas en una calidez reconfortante. El silencio entre ellas era tranquilo, roto solo por el suave chapoteo del agua, y Thalyssara se sentía segura en esos brazos protectores, un refugio del mundo exterior. Estaba a punto de hablar cuando Cirelya rompió el silencio, su voz baja pero pesada de dolor. "...¿Por qué me mentiste, Thalyssara?" Thalyssara suspiró, sabiendo que la conversación era inevitable. "Porque sabes que el Permet es tabú, especialmente si la propia reina es una usuaria," respondió, su tono suave pero firme, sus ojos fijos en el agua. Cirelya frunció el ceño, su voz teñida de vulnerabilidad. "¿No confías en mí?" Thalyssara la miró, sus ojos azul claro brillando de emoción. "Confío en ti más de lo que crees. Te confío mi vida y todo mi ser," dijo, su mano acariciando suavemente la mejilla de Cirelya. "Entonces, ¿por qué lo escondiste?" insistió Cirelya, su frente acercándose a la de Thalyssara en un gesto íntimo. Thalyssara le sostuvo la cara con las manos, su voz temblando ligeramente. "Porque tengo miedo de que te pase algo... o de que abandones tu puesto por ello. No podría soportar perderte." Cirelya apretó su frente contra la de Thalyssara, sus alientos entrelazándose en el aire húmedo. "Thalyssara, te juré mi espada, te juré mi vida. Ahora mismo, debería estar colgada o decapitada por estar así contigo. Sabes que está prohibido," susurró, su tono una mezcla de resignación y amor. Thalyssara sonrió débilmente, sus dedos trazando las líneas de la mejilla de Cirelya. "Sabes que no lo permitiría, ni siquiera si se enteran, o si el consejo real lo ordena. No lo permitiría, incluso si es prohibido." Cirelya se rió suavemente, un sonido cálido que rompió la tensión. "Hice un juramento, Thalyssara. Todos los caballeros luníricos deben permanecer castos... y ya he fallado, contigo." Thalyssara le acarició la mejilla, su voz llena de aceptación. "Entonces hemos caído juntas." El silencio entre ellas fue cálido, reconfortante, de repente roto por una risa fría y burlona que ninguna de las dos había anticipado. "Qué curioso," dijo una voz desconocida, "que la Capitana Suprema de la Guardia duerma con la reina... y que la propia reina sea una bruja. Herejía sobre herejía." Cirelya reaccionó en menos de un segundo, protegiendo a Thalyssara con su cuerpo y tirándola hacia atrás, sin importarle su propia desnudez. Delante de ellas, una figura emergió de las sombras, vestida con una armadura ligera y una capucha roja, sus ojos brillando con una intención asesina. Habían enviado a un asesino, alguien enviado para eliminar a Thalyssara, y el peligro ahora estaba a un paso de cumplir su propósito. Cirelya sabía que solo tenía segundos para evaluar la situación, su mente corriendo mientras el peligro se cernía sobre ella como una sombra mortal. Delante de ella estaba un asesino, no uno cualquiera, sino Sykar Elion'Thae, una figura temida y odiada por la Guardia Lunírica, enviado para eliminar objetivos específicos con una crueldad que lo había hecho legendario. Conocido como el "Desollador Lunar", Sykar era un ser despiadado que torturaba a sus víctimas desollándolas vivas antes de matarlas, y se decía que su capa roja estaba teñida con la sangre de innumerables víctimas, un sudario de horror que lo precedía como un presagio de muerte. Si lo habían enviado a él, la orden había venido de adentro, del consejo real, una traición que heló la sangre de Cirelya. "¿Así que el consejo te envió por la reina? ¿Cuán bajo hemos caído para conspirar el asesinato de la gobernante de nuestro planeta...?" dijo, su voz temblando de furia mientras intentaba ganar tiempo, sus ojos buscando su espada, Hognis, que yacía a unos metros de distancia, su única esperanza para eliminar la amenaza. Sykar se rió, un sonido gutural y escalofriante que resonó en la habitación, sus ojos brillando con desprecio bajo la capucha roja. "¿Así que lo descubriste? Bueno, no se necesita un genio. El hecho de que sigan vivas es un acto de misericordia. Si no hubiera hablado, tu reina, con la que te acuestas, ya habría sido ensartada por mi daga." Su tono era burlón, una provocación deliberada que hizo que la sangre de Cirelya hirviera de rabia. "¡Por encima de mi cadáver, maldito bastardo!" rugió Cirelya, su voz un grito desafiante que llenó el espacio, su cuerpo tensándose a pesar de su vulnerable desnudez. Sykar soltó una risa cruel, avanzando lentamente. "Oh, no te preocupes. Tú también morirás. Tengo órdenes de matar a cualquiera que descubra el plan, así que acabar contigo es solo una bonificación. El consejo pagará aún más cuando descubran que te estás follando a la reina." Su sonrisa era una promesa de dolor, sus dagas brillando bajo la luz tenue. Cirelya se lanzó a por su espada, su objetivo no era Sykar, sino recuperar a Hognis. Sintió que la hoja de una daga se hundía en su hombro derecho, un dolor agudo que la recorrió como un rayo, haciéndola apretar los dientes, pero logró agarrar la empuñadura con su mano izquierda. Su brazo derecho colgaba inútil, paralizado por el veneno que ya se extendía por su sangre. "Veneno... ¿cuán bajo puedes caer, Sykar?" gruñó, su voz pesada de odio y dolor. Sykar se rió de nuevo, el sonido un eco siniestro en la habitación. "Relájate. Es un paralítico, aún sentirás cada segundo. No tienes idea de lo tedioso que es desollar a alguien que no para de moverse. Prefiero hacerlo despacio, a mi manera." Su tono era sádico, sus ojos brillando de anticipación mientras se acercaba, evaluando a su presa. Cirelya sintió que el estómago se le revolvía, desnuda y sin armadura, con un brazo inútil, sin embargo, su honor la impulsó a actuar. Se lanzó contra Sykar, y el choque del metal resonó por toda la habitación, Hognis enfrentándose a las dagas venenosas. El acero neptuniano resonó con un impacto ensordecedor, chispas volando por el aire mientras Sykar usaba ambas manos para bloquear los pesados golpes de Cirelya. Sin embargo, aprovechando su desnudez, Sykar rebanó su piel con una precisión quirúrgica, cada corte dibujando líneas lentas y sangrantes, haciendo que su cuerpo se volviera más pesado a medida que la sangre goteaba en el baño, tiñendo el agua de un rojo profundo. Thalyssara observó horrorizada, las lágrimas cayendo por sus mejillas como ríos imparables mientras veía a Cirelya luchar contra el asesino. Era su culpa; Sykar había venido por ella, y ahora Cirelya estaba herida, a punto de morir para proteger su secreto. Quería actuar, gritar pidiendo ayuda, alertar a los guardias, pero ¿en quién podía confiar? El consejo había enviado a Sykar, lo que significaba que no tenía aliados seguros. ¿Quién respondería a su llamada? ¿La ayudarían a ella o al asesino? Un grito la sacó de sus pensamientos, y con horror, vio a Sykar clavar una daga en la pierna de Cirelya, la sangre brotando a borbotones mientras la agarraba por el brazo, impidiendo un golpe fatal de Hognis. "Maldito bastardo..." jadeó Cirelya, usando cada pizca de fuerza para resistir, pero su cuerpo no respondía, la parálisis extendiéndose como una sombra. "Vas a morir aquí, perra. Morirás desollada, igual que la puta con la que te estás acostando," escupió Sykar, estrellando la empuñadura de su daga en su sien, dejándola desorientada y caída en el suelo, su visión borrosa. Thalyssara vio a Sykar acercándose a ella, su mente consumida por el caos. ¿Iba a morir aquí? ¿Dejaría que tocaran a su reina? La rabia la inundó, una voluntad de acero la levantó del agua a pesar del miedo. Pero antes de que pudiera actuar, Cirelya, con una determinación que desafiaba el veneno, se levantó del suelo, su cuerpo temblando pero su espíritu inquebrantable. Con un grito de furia, balanceó a Hognis con su mano izquierda, la hoja de la reliquia lunar cortando el aire como un rayo. El acero se hundió en el hombro de Sykar, cortándolo como un cuchillo caliente en mantequilla, y su brazo derecho cayó al suelo con un golpe húmedo, la sangre salpicando el agua del baño en un arco carmesí. Sykar gritó, un aullido de dolor que resonó en la habitación, girando su cuerpo para golpear a Cirelya en la cara con su brazo restante. "¡Maldita perra, vas a morir primero!" rugió, cargando contra ella con una daga en la mano. Cirelya cayó al suelo, su visión borrosa por la pérdida de sangre y el veneno, su cuerpo casi inmóvil. ¿Iba a morir aquí? ¿Iba a fallar? No lo sabía, pero su corazón latía con una feroz determinación. Sykar se estaba acercando, su figura borrosa en su visión, pero antes de que pudiera alcanzarla, Thalyssara, con manos temblorosas, invocó el Permet. Con un grito que le desgarró el alma, gritó el nombre que resonaba desde su núcleo, alguien en quien confiaba con todo su ser: "¡Vaelerythia!" La marca tácita en su frente se encendió con un azul cegador, el Permet vibrando a su alrededor como un escudo de luz, un pulso que sacudió la habitación. Sykar se giró hacia ella, con una sonrisa macabra en su rostro. "Nadie vendrá por ti. Solo espera tu turno, pu..." No terminó la palabra. Una espada masiva atravesó su pecho, la hoja neptuniana brillando con un resplandor frío. Una voz gélida cortó el aire, acompañada por un aliento que se sintió como la muerte misma. "No te atrevas a tocar a mi hermana," susurró Vaelerythia, su imponente figura emergiendo de las sombras, su cuerno dorado brillando bajo la luz etérea. Con un balanceo brutal, partió a Sykar en dos, su cuerpo cayendo en pedazos sangrientos al suelo, el agua del baño volviéndose de un carmesí profundo a medida que el silencio llenaba la habitación. La escena que se presentó ante la Guardia Lunírica cuando irrumpieron en la cámara real era digna de una pesadilla, un cuadro de horror que helaría incluso a los guerreros más endurecidos. Los gritos y los sonidos de la batalla los habían guiado hasta allí, y cuando las puertas se abrieron, se encontraron con una vista macabra: la sangre salpicaba las paredes de hielo azul y el suelo de obsidiana, formando charcos viscosos que reflejaban la luz etérea en tonos carmesí. La bañera, que debería haber estado llena de agua pura, ahora estaba turbia, su superficie teñida de rojo por la sangre que se había mezclado en el agua, un caldo nauseabundo que olía a hierro y muerte. En el centro yacía un cadáver desmembrado, partido por la mitad, los restos de Sykar Elion'Thae esparcidos como los de un sacrificio brutal, su capa roja ahora un sudario empapado en su propia sangre. La Capitana Suprema, Cirelya Vareth'Nai, estaba en estado crítico, su cuerpo desnudo cubierto de cortes y sangre, su pierna atravesada por una daga, su hombro derecho paralizado, apenas consciente en el suelo. A su lado, la Reina Thalyssara, también desnuda pero físicamente ilesa, estaba de pie, temblando, con los ojos llenos de lágrimas y su cuerpo agitándose en estado de shock. Sin embargo, lo que más inquietaba a los guardias era la presencia de Vaelerythia, la bruja exiliada, vestida con su armadura de batalla, su gran espada aún goteando sangre, su cuerno dorado brillando bajo la luz tenue. Era una visión que no podía ser ignorada, una amenaza que sus instintos les ordenaban eliminar. De repente, todos desenvainaron sus armas, espadas y lanzas rituales brillando con un resplandor azul, mientras rodeaban a Vaelerythia, sus rostros tensos, sus manos firmes, listas para atacar. La guardia, élite entre las élites, cada uno capaz de enfrentarse a diez o veinte hombres, se preparó para neutralizar a la amenaza percibida. Pero antes de que pudieran actuar, Thalyssara levantó una mano temblorosa, su voz rota pero autoritaria resonando en toda la habitación. "¡P-Paren!" gritó, su cuerpo aún vulnerable, cubierto solo por el aire frío. "Bajen sus armas. Vaelerythia no causó esto, ella... ella nos salvó a Cirelya y a mí." Los guardias se miraron unos a otros con confusión, sus armas aún levantadas. Una guardia, su rostro endurecido pero compasivo, se acercó a Thalyssara, manteniendo a Vaelerythia en su visión periférica, la punta de su espada apuntando hacia ella. Con cuidado, envolvió a la reina en una manta para cubrir su piel y su cuerpo, sus manos temblando ligeramente. "Debemos irnos, mi reina," dijo con urgencia, su tono firme pero respetuoso, tratando de guiarla lejos del caos. Aún en el suelo, Thalyssara sacudió la cabeza, su autoridad debilitada por el shock. "Por favor, ella nos salvó. No tienen que arrestarla. Ella es... ella es... por favor," suplicó, su voz quebrándose mientras las lágrimas caían sin control, su cuerpo temblando de miedo y gratitud. Los guardias dudaron, sus ojos moviéndose entre la reina y Vaelerythia, cuya imponente presencia llenaba la habitación. Un guardia, con una lanza en la mano y una expresión severa, dio un paso al frente, su voz cortante. "Mi reina, ella es una exiliada. Regresar al planeta significa su captura, y posiblemente su muerte, según las leyes del consejo."Adoptó una postura, listo para atacar, su arma brillando con una luz amenazadora. Vaelerythia se encontró con su mirada con desafío, su rostro sin miedo. Sabía que estos caballeros eran expertos, la crème de la crème, cada uno capaz de igualar a docenas de soldados ordinarios. Pero ella estaba curtida en la batalla, su fuerza física superaba la de ellos, su tamaño la empequeñecía y su poder de Permet podía congelarlos a todos en un instante si así lo quisiera. Aun así, el aire en la habitación se volvió más pesado, un peso opresivo que hizo que los guardias se tensaran aún más. La marca tácita en la frente de Thalyssara comenzó a parpadear, luego brilló con un intenso resplandor azul, revelando su naturaleza como usuaria del Permet. Un murmullo de incredulidad recorrió la guardia, sus armas vacilando mientras procesaban la verdad. De repente, una voz resonó desde la entrada, clara y dominante, cortando la tensión como una espada divina. "Val’seran luneth ael, in’naer Lunarean, sha Astraena Vel Itharyel, sereth’na lunaris, sha Lunaria enae, thar’kalin vel’taenar. Isa’nethar." Lunaria apareció en la entrada, su imponente figura envuelta en una túnica blanca perlada que fluía como un río de luz, las líneas de Permet verdes pulsando furiosamente por su cuerpo, sus ojos plomizos ardiendo de furia. La Guardia Lunírica se congeló, como si una fuerza invisible los hubiera inmovilizado, sus armas temblando en sus manos. Sin dudarlo, Vaelerythia se arrodilló, colocando su gran espada ante ella en un gesto de respeto y lealtad a su reina. Lunaria se acercó a Thalyssara, aún en estado de shock, y le sostuvo suavemente la mejilla, limpiando las lágrimas que caían por su rostro. "¿Estás bien?" preguntó, su voz cálida pero firme, un contraste con la furia que aún ardía en sus ojos. Thalyssara lloró, su voz rota por el miedo. "Él... él vino... nos atacó... venía a por mí... ellos... quieren matarme... quieren... castigarme," tartamudeó, su cuerpo temblando como el de una niña asustada. Su mirada se desvió hacia Cirelya, que estaba al borde de la muerte, y un gemido de dolor escapó de sus labios. "Cirelya..." Lunaria se giró hacia Cirelya, sus líneas de Permet brillando intensamente mientras se arrodillaba a su lado. Con un toque de sus manos, el Permet fluyó hacia la capitana, haciéndola toser y recuperar un poco de color en su piel, aunque su estado seguía siendo crítico. Lunaria se puso de pie y miró a la guardia con autoridad, su voz resonando como una orden. "Llévenla a la enfermería, ahora." Ningún guardia objetó. La presencia de Lunaria, esa bruja cuya autoridad trascendía la comprensión, los obligó a obedecer. Dos soldados se apresuraron a levantar a Cirelya, llevándola con cuidado hacia el ala médica, mientras los demás, liberados de su inmovilización, miraban a Lunaria, Thalyssara y Vaelerythia con una mezcla de asombro y desconfianza. Lunaria se encontró con sus miradas, consciente de que necesitaban respuestas. "Hablemos. Todos nosotros..." dijo, moviéndose hacia una pequeña mesa que la reina usaba en su cámara, una pieza de obsidiana pulida rodeada de sillas de hielo esculpidas. Vaelerythia se levantó, siguiendo a su reina con pasos firmes, su espada aún en la mano, un recordatorio de su poder. Los guardias se miraron unos a otros, confundidos, sin saber qué estaba pasando, pero conscientes de que pronto lo sabrían. El aire seguía pesado, denso con el eco de la batalla y la promesa de una verdad que cambiaría el destino de Neptuno. Lunaria se paró frente a un semicírculo de caballeros de la Guardia Lunírica, sus rostros endurecidos por años de disciplina reflejando una mezcla de desconfianza y cautela. El aire en la habitación, aún denso con el olor metálico de la sangre y el eco de la reciente batalla, pesaba mucho sobre todos, pero nadie se atrevió a romper el silencio, sus ojos fijos en la figura etérea que tenían delante. A su lado estaba Vaelerythia, imponente como una guardiana, su enorme figura destacándose entre los presentes, su armadura azul brillando bajo la luz etérea y el cuerno dorado en su frente marcándola como una bruja letal, una guerrera curtida en la batalla que irradiaba poder y peligro. Lunaria caminó lentamente frente a ellos, sus pasos resonando con una autoridad que llenaba el espacio, sus ojos plomizos examinando a cada soldado mientras las líneas verdes de Permet fluían por su piel como ríos vivientes, pulsando con una energía que parecía respirar. "Hace quinientos años..." comenzó Lunaria, su voz resonando como un recuerdo ancestral reverberando a través de las paredes de hielo, "cuando el reino lunar vivía unido en la Luna, llegaron extraños con un regalo: conocimiento más allá de la comprensión mortal." Hizo una pausa, levantando una mano para que las líneas de Permet brillaran más intensamente, una demostración que dejó a los guardias conteniendo la respiración. "Ustedes, que han sido criados y entrenados bajo una doctrina de odio, ¿saben siquiera lo que es el Permet?" Su pregunta quedó en el aire, desafiando sus creencias arraigadas. La Guardia Lunírica intercambió miradas inciertas, hasta que un soldado, su voz temblorosa pero firme, respondió: "El Permet es la magia de las brujas, magia prohibida y herética." Sus palabras hicieron eco de la propaganda que les habían inculcado desde la infancia, un mantra que había guiado su servicio. Lunaria se rió suavemente, un sonido que contrastaba con la tensión, y miró a los guardias con una sonrisa enigmática. "El Permet no es magia," corrigió, su tono firme pero instructivo. "Es una esencia viva, habita en todos los seres, en las cosas, en la materia, en el universo mismo. Es una fuerza que supera la comprensión humana. Sí, el Permet puede ser manejado como un arma." Levantó la mano hacia la garganta de un soldado cercano, y él comenzó a ahogarse, sus manos yendo a su cuello mientras jadeaba, sus ojos abriéndose de terror. Instantáneamente, los guardias desenvainaron sus espadas y lanzas, un coro de metal llenando la habitación, pero Vaelerythia levantó rápidamente su gran espada hacia ellos, su mirada desafiante deteniendo cualquier avance. Lunaria soltó su agarre, liberando al soldado, quien se desplomó de rodillas, jadeando, tratando de recuperar el aliento. "Pero también puede usarse para esto," continuó, extendiendo su palma con los dedos juntos, un gesto de sanación. El guardia que se asfixiaba sintió un calor extenderse por su cuerpo, su respiración se estabilizó, su fuerza regresó, la fatiga se desvaneció como la niebla al amanecer. Se miró a sí mismo, luego a Lunaria, su rostro lleno de asombro y confusión. "El Permet puede manipular los estados del universo, de la materia. ¿Cómo creen que funcionan sus motores de vacío? Alteran la materia para entrar en un estado de vacío. El Permet puede hacer eso. Y es por eso que UNISOL le teme. Son un imperio que teme lo que no puede controlar, por lo que lo tachan de herejía. Ustedes lo llaman herejía... sin embargo, su reina, que acaba de ser atacada, es una usuaria del Permet. Alguien con poder, que teme lo que el Permet puede lograr, no puede soportar la idea de que su reina lo empuñe." El silencio se apoderó de la sala, pesado y lleno de reflexión. Los guardias intercambiaron miradas, comenzando a darse cuenta de que Lunaria tenía razón: alguien de adentro había intentado asesinar a su reina, un acto que podría desencadenar una guerra civil. "Deben elegir," continuó Lunaria, su voz resonando con autoridad. "O mantienen su juramento, uno más antiguo que el propio UNISOL, o obedecen las órdenes de un consejo que es, en verdad, una marioneta de un imperio podrido y corrupto." Antes de que los guardias pudieran responder, una voz profunda y resonante se alzó desde la entrada. "La reina tiene razón." La figura de un hombre fornido, aunque de edad avanzada, apareció en la puerta; su piel azulada y sus orejas de elfo alargadas destacaban bajo la luz. Era Zeyrion Thael’Ruk, General Supremo de la Guardia Lunírica, una autoridad atemperada por la sabiduría, el honor y la experiencia, acompañado por dos guardias vestidos con armaduras ceremoniales y escudos de cuerpo entero que brillaban con runas antiguas. A pesar de su edad, su altura imponía respeto y su presencia llenó la sala de una calma autoritaria. "¿Es que no lo ven?" continuó Zeyrion, su voz resonando como un trueno contenido. "Están ante una leyenda viviente. Ella es la reencarnación de Astraena Vel Itharyel, la Reina Lunaria." Ante las miradas atónitas de los guardias, Zeyrion se arrodilló ante Lunaria, un gesto que los dejó sin palabras, sus rodillas golpeando el suelo con un eco solemne. "Nunca pensé que me arrodillaría ante una leyenda viviente, mi reina Lunar," dijo, su tono reverente. Lunaria se rió suavemente, un sonido que aligeró la tensión, y respondió con una sonrisa. "Levántate, caballero. No es sabio jurar lealtad a dos reinas." Zeyrion se levantó, y los soldados a su alrededor siguieron su ejemplo: se arrodillaron y luego se pusieron de pie, con las armas aún en la mano pero con su semblante transformado. "Hay un enemigo en nuestro hogar, y ha atacado a la reina," dijo Lunaria con firmeza, sus ojos fijos en Zeyrion. El general asintió, su rostro endureciéndose. "Mis soldados me informaron: una de mis capitanas ha sido herida. Cirelya está en peligro." Lunaria lo miró con resolución. "General, no tengo la autoridad para darles órdenes, pero usted sí. Su reina está en peligro." Zeyrion endureció su expresión, su mirada recorriendo a los presentes. "Lo sabemos, mi reina Lunar," dijo antes de volverse hacia sus soldados. "Hoy, el mal se ha revelado, un mal que ha vivido entre nosotros, atacando a la reina. Y eso, no lo permitiremos. Hoy, todo cambia. Neptuno cambiará." Sacó su espada con un movimiento fluido, el acero neptuniano brillando bajo la luz. "¡Que los traidores paguen!" rugió, su voz llenando la cámara. El estruendo de las espadas contra la armadura sonó como un tambor de guerra, un sonido que unió a todos los presentes en una resolución compartida. Vaelerythia sonrió, golpeando su propia espada contra su armadura con un eco profundo, uniéndose al grito de guerra. "¡Avancen!" gritó Zeyrion, y los soldados salieron de la cámara con una determinación renovada en sus pasos, listos para enfrentar a los traidores que se habían atrevido a amenazar a su reina. Thalyssara entró en el pequeño salón contiguo a su habitación, un espacio íntimo con paredes de hielo azul pulido que reflejaban el brillo etéreo de lámparas flotantes, su suave luz bailando sobre muebles simples de obsidiana y terciopelo azul profundo. No llevaba ni su vestido real ni su corona, sino una ligera túnica de color marfil que le daba un aire vulnerable; su expresión aún no era la de una reina, sino la de una chica asustada que acababa de ver su vida pendiendo de un hilo y había sido salvada por un milagro. La acompañaba la soldado que la había cubierto con una manta después del ataque, una guardia de piel azul y orejas de elfo cuya presencia servía como un recordatorio silencioso de la protección que aún tenía. Al entrar, Thalyssara encontró a Lunaria sentada en una silla junto a una mesa baja, su figura envuelta en una túnica blanca nacarada que fluía como un río de luz, las líneas verdes de Permet cruzando su piel con un pulso vivo. Lunaria levantó la vista, le ofreció una suave sonrisa de lado y palmeó la silla junto a ella, invitándola a sentarse. Thalyssara se acercó con pasos vacilantes, su cuerpo aún temblando por el shock, y se dejó caer en el asiento, con la mirada baja y las manos nerviosamente inquietas en su regazo. La guardia se mantuvo vigilante, de pie cerca de la puerta, su postura rígida pero inmóvil, dándole respetuosamente espacio a la reina. Lunaria le dio a Thalyssara una palmada tranquilizadora en la pierna, un gesto maternal que hizo que la joven levantara la mirada. "¿Cómo te sientes?" preguntó Lunaria, su voz cálida pero firme, sus ojos plomizos fijos en ella con una mezcla de preocupación y fuerza. Thalyssara ofreció una sonrisa tímida y temerosa, sus labios temblando ligeramente. "...Horrible," admitió en un susurro, su voz llena de vulnerabilidad, como si las palabras se le escaparan a pesar de sí misma. Lunaria se rió suavemente, un sonido que aligeró el peso en la habitación. "Es normal sentirse así. Tu vida estuvo en peligro, y experimentaste algo horrible, pero sobreviviste. Ese ya es un comienzo," dijo, su tono reconfortante mientras inclinaba la cabeza para verla mejor. Thalyssara bajó la mirada al suelo, sus dedos entrelazándose fuertemente mientras se inquietaba, su mente aún atrapada en el torbellino de los eventos recientes. Después de un momento de silencio, levantó la vista y habló de nuevo, su voz vacilante. "¿C-cómo... cómo llegaste aquí? Tu nave se había ido... ¿regresaste por tu cuenta?" La pregunta estaba llena de confusión, sus ojos azul claro buscando respuestas en los de Lunaria. Lunaria sonrió amablemente y se acercó para acariciar suavemente la cabeza de Thalyssara, sus dedos deslizándose con delicadeza por su cabello rubio. "Nos trajiste, Thalyssara. Nos transportaste aquí, o más bien, a tu hermana," explicó, su voz suave pero llena de asombro. Thalyssara la miró con recelo, frunciendo el ceño. "¿Cómo?" preguntó, su tono lleno de incredulidad, su mente luchando por entender. Lunaria la miró seriamente, y Thalyssara pudo ver cómo las líneas verdes de Permet también cruzaban sus ojos plomizos, dándoles un brillo casi sobrenatural. "Tu afinidad con el Permet es traer y transportar cosas. Creaste una brecha de vacío y trajiste a tu hermana a través de ella. Es muy peligroso, Thalyssara; podrías matar a alguien si no lo usas correctamente. Afortunadamente, Vaelerythia pudo protegerse," dijo, su voz adquiriendo un tono de advertencia mientras su mano permanecía en la cabeza de la joven. Thalyssara se quedó en silencio, su mente dándole vueltas. ¿Podía realmente transportar cosas? ¿Crear pasajes de un punto a otro? La idea era abrumadora, un poder que no sabía cómo manejar. "Puedes aprender a controlarlo, Thalyssara," continuó Lunaria, su tono reconfortante pero firme. "Solaris y yo te ayudaremos. Pero primero, necesitas poner las cosas en orden aquí." Thalyssara asintió lentamente, consciente de los cambios en el horizonte. Se había mostrado como una líder débil, su autoridad sacudida después del ataque. "¿Crees que me respetarán?" preguntó, su voz temblorosa, sus ojos vidriosos con la esperanza de aprobación. "Tú... tú eres mejor reina que yo, y la guardia te reconoció... ¿no quieres...?" Lunaria la interrumpió suavemente, poniendo una mano en su hombro. "Thalyssara, detente. No voy a gobernar Neptuno. Ese es tu papel, y no te lo quitaré," dijo con convicción, su mirada fija en la joven reina. "Pero..." comenzó Thalyssara, su voz quebrándose. Lunaria le acarició la cabeza de nuevo, deteniendo su protesta. "Tienes que destacar, Thalyssara. Tienes que ser fuerte y demostrarles que eres la reina. Créelo: eres la Reina. Nadie está por encima de ti. No tengas miedo," dijo, su voz un ancla en la tormenta de las dudas de Thalyssara. Thalyssara la miró, con los ojos muy abiertos y vidriosos, el miedo aún presente. "¿Y si me equivoco?" susurró, su voz apenas audible, un reflejo de su inseguridad. Lunaria se rió de nuevo, un sonido cálido que llenó la habitación. "Entonces estaré ahí para regañarte y enderezarte," respondió con una sonrisa tranquilizadora. Thalyssara suspiró, respirando profundamente como si intentara llenarse de coraje, luego preguntó con un destello de esperanza: "¿Me ayudarás?" Lunaria sonrió ampliamente, su expresión llena de apoyo. "Claro que sí." Thalyssara se lanzó al pecho de Lunaria, abrazándola con fuerza, y Lunaria le acarició el cabello con ternura, plenamente consciente de que la chica era solo una niña que cargaba con el peso de una corona. Si Thalyssara quería cambiar las cosas, necesitaría todo el apoyo posible, y Lunaria estaba decidida a dárselo. Ambas se pusieron de pie, y Lunaria miró a la guardia que permanecía como un centinela junto a la puerta. "Protéjela con tu vida hasta que esto termine," ordenó, su voz firme y autoritaria. La guardia hizo un saludo militar, su postura rígida mientras respondía: "Sí, señora." Lunaria se volvió hacia Thalyssara antes de irse, ofreciendo una última sonrisa. "Regresaré una vez que todo se haya calmado," dijo, su voz un eco de consuelo, y salió de la habitación con pasos elegantes, su túnica ondeando detrás de ella. Thalyssara la vio irse, soltando un largo suspiro mientras el calor de Lunaria aún permanecía en su pecho. Era un calor tan necesario, tan consolador, un recuerdo del abrazo de una madre que no había sentido en mucho tiempo, un ancla que le daba fuerzas para enfrentar el futuro incierto que se avecinaba. La capital de Neptuno, una metrópolis tallada en el hielo eterno del planeta, estaba envuelta en un silencio tenso después del intento de asesinato de la Reina Thalyssara. Los miembros del consejo real, dispersos por toda la ciudad, ya no se reunían en una sola cámara, sino que se extendían por cúpulas de cristal y túneles subterráneos, algunos conspirando en secreto, mientras que otros permanecían ajenos a los planes de sus colegas. Las decisiones del consejo, una vez basadas en votos, debates y una simple mayoría del 50% + 1, ahora vacilaban bajo el peso de la traición. La Guardia Lunírica, leal solo a la línea real, y no a los ciudadanos, militares o la policía, actuaba con jurisdicción autónoma, su autoridad sagrada protegida por la ley neptuniana. Atacarlos era un crimen castigado con la muerte, ya que su único deber era salvaguardar el aspecto más sagrado del planeta: la línea de sangre real. Después del ataque en la cámara de Thalyssara, la Guardia Lunírica, bajo el mando del General Supremo Zeyrion Thael’Ruk, se movilizó con una precisión implacable. Vestidos con sus armaduras Vah’Zenyr, de un azul profundo que brillaba como un océano congelado, los caballeros asaltaron las residencias y oficinas de los consejeros, derribando puertas con estruendosos golpes que resonaban en los corredores de hielo y acero. Sybel Rhaventha fue sacada a rastras de su torre legal, con pergaminos antiguos esparciéndose por el suelo mientras dos guardias la sujetaban con fuerza, su rostro arrugado retorcido en una mueca de shock. Altheron Veyln fue sacado de su santuario ceremonial, su bastón de oración roto en la refriega, sus ojos plomizos llenos de furia contenida. Selaira Thenvaar fue sacada de su oficina económica, sus manos temblorosas mientras intentaba esconder documentos comprometedores, el sudor corriendo por su frente. Vorlenn Aesthyr, encontrado en su laboratorio de bioética, fue arrastrado entre instrumentos quirúrgicos, su rostro pálido delatando su pánico. Los aliados, Iskar Den’Vael, Nyssara Thalorin y Maerik Soldean, fueron escoltados con menos agresividad, su lealtad a Thalyssara ya era conocida, aunque todavía estaban bajo estricta vigilancia. Los siete miembros del consejo fueron puestos bajo arresto inmediato, confinados en celdas de contención subterráneas durante días mientras la Guardia Lunírica realizaba una investigación exhaustiva. Los caballeros interrogaron a testigos, analizaron grabaciones ocultas y revisaron correspondencia interceptada, compilando pruebas que apuntaban a la conspiración. Después de tres días de tensión, los consejeros fueron llevados a la cámara principal, una vasta sala circular con paredes de obsidiana pulida y un techo abovedado que reflejaba la luz etérea en azules brillantes. El suelo, grabado con runas lunares, se sentía frío bajo sus pies mientras los traidores eran obligados a arrodillarse en el centro, rodeados de caballeros armados, sus armaduras tintineando con cada movimiento. Zeyrion Thael’Ruk, el General Supremo, se paró al frente, una figura imponente a pesar de su edad avanzada, su piel azulada y sus orejas de elfo alargadas destacándose bajo la luz. Llevaba una armadura ceremonial adornada con escudos de cuerpo entero, y su gran espada descansaba tranquilamente en su mano con una intención mortal. Thalyssara estaba presente como testigo, sentada en un trono auxiliar de obsidiana a lo largo de la pared, su figura envuelta en una túnica real blanca y negra, su corona con cuernos azules descansando sobre su cabeza. Sus ojos azul claro estaban vidriosos, pero se esforzó por mantener una postura erguida, su rostro pálido reflejando el trauma del ataque, aunque intentaba proyectar fuerza para su gente. A su lado, una guardia se mantuvo protectoramente, mientras Lunaria y Vaelerythia observaban desde una esquina, sus presencias imponiendo un silencio reverente. Zeyrion comenzó el interrogatorio, su voz retumbando como un trueno contenido. "Se les acusa de conspirar contra la Reina Thalyssara, de enviar a Sykar Elion’Thae para asesinarla y de traicionar la línea de sangre sagrada de Neptuno. ¿Qué tienen que decir en su defensa?" Sybel Rhaventha, su rostro arrugado y su postura erguida a pesar de estar de rodillas en el suelo, levantó la barbilla con arrogancia. "Esto es una farsa. No hay pruebas de que ordenamos tal cosa. Soy la Gran Custodia de las Leyes, y mi autoridad supera a la de cualquier guardia. Exijo mi liberación inmediata," declaró, su tono seco como un pergamino antiguo, tratando de hacer valer su rango. Altheron Veyln, en su túnica ceremonial andrajosa, golpeó el suelo con su bastón roto, su voz temblando de rabia. "¡El Permet es una herejía! Thalyssara, al abrazarlo, ha corrompido la línea de sangre. Actuamos para purgar esta plaga, y no me arrepiento de nada. ¡No hay evidencia de un complot!" Selaira Thenvaar, la Canciller de Economía, intentó negociar, su voz aguda cortando el aire. "Esto es un malentendido. Trabajamos con UNISOL para proteger a Neptuno, no para traicionarlo. Si nos liberan, puedo asegurar contratos comerciales que beneficiarán a todos," ofreció, sus ojos brillando con desesperación mientras intentaba sobornar a la guardia. Vorlenn Aesthyr, el Asesor de Asuntos Médicos, negó con la cabeza, su rostro pálido y sudoroso. "El Permet es una contaminación genética. Tuvimos que eliminar a Thalyssara antes de que infectara a la población. No hay pruebas de un ataque directo; todo esto es una acusación sin fundamento," murmuró, su voz quebrándose bajo la presión. Iskar Den’Vael, Nyssara Thalorin y Maerik Soldean, los aliados, permanecieron en silencio, sus rostros mostrando una mezcla de alivio y tensión. Iskar, con sus gafas de filamentos de cristal empañadas, habló con cautela. "Yo no autoricé esto. Fui engañado por sus promesas de evidencia," admitió, su voz pesada de arrepentimiento. Zeyrion levantó una mano, silenciando las protestas, y señaló un orbe de cristal flotante en la esquina. "Toda esta sesión ha sido grabada desde el principio," reveló, su tono frío como el hielo. "Traigan la evidencia." Un guardia activó el orbe y un holograma se proyectó en el centro de la cámara, mostrando correspondencia secreta entre Sybel, Altheron, Selaira y Vorlenn: órdenes detalladas para enviar a Sykar y grabaciones de sus reuniones clandestinas. El metraje era condenatorio: Sybel firmando un documento con el sello del consejo, Altheron bendiciendo la misión con un ritual oscuro, Selaira negociando con enviados de UNISOL y Vorlenn discutiendo la “contaminación genética” de Thalyssara. Los traidores se pusieron pálidos, sus defensas desmoronándose bajo la prueba irrefutable. Lunaria dio un paso al frente, sus líneas de Permet pulsando con una furia contenida. "El Permet no es herejía. Es una fuerza a la que temen porque no pueden controlarla. Su miedo los ha llevado a traicionar a su propia reina," dijo, su voz afilada como una cuchilla. Sybel intentó resistir. "¡La gente no les creerá! ¡El Permet sigue siendo una abominación para ellos!" Altheron asintió, su voz quebrándose. "¡Esto es una farsa! ¡La Ley de Pureza nos respalda!" Thalyssara, desde su trono, se levantó con esfuerzo, su voz temblorosa pero cada vez más fuerte. "Basta," dijo, silenciando a los traidores. Los guardias la miraron, y Zeyrion inclinó la cabeza, cediéndole la palabra. Thalyssara respiró hondo, su mirada recorriendo la sala. "Neptunianos, hemos sido engañados por UNISOL. Durante generaciones, nos hicieron creer que el Permet era una maldición, una herejía que debía ser erradicada. Pero eso es una mentira. El Permet no es magia oscura; es la esencia de la vida misma, una fuerza que fluye a través de nosotros, a través de nuestras tierras, a través del universo. UNISOL le teme porque no puede controlarlo, y por eso nos han manipulado, sembrado odio y miedo para mantenernos sumisos. Miren a su alrededor: nuestras ciudades prosperan, nuestras aguas corren puras, y todo gracias al Permet que vive dentro de mí, dentro de Vaelerythia, dentro de Lunaria. El consejo, corrompido por el imperio, intentó matarme para silenciar esta verdad. Pero no lo permitiré. Neptuno no será otra marioneta. Somos un pueblo fuerte, capaz de reclamar nuestro destino. Hoy, elijamos la libertad, elijamos el Permet, y construyamos un futuro donde nuestra reina no tenga que temer por su vida, sino que lidere con orgullo." Sus palabras resonaron en la cámara, un discurso que encendió un destello de esperanza en los ojos de los guardias y los aliados restantes del consejo. Zeyrion, conmovido, levantó su gran espada, su voz profunda y solemne como un voto. "En el nombre de la Guardia Lunírica, bajo la autoridad sagrada que me ha sido conferida, y por el ataque contra la Reina Thalyssara, condeno a muerte a Sybel Rhaventha, Altheron Veyln, Selaira Thenvaar y Vorlenn Aesthyr. Que la justicia de Neptuno caiga sobre ellos." Su tono era tan firme como el de Ned Stark en un juicio, un veredicto que selló su destino. Los guardias obligaron a los traidores a arrodillarse una vez más, sus rodillas golpeando el suelo con un golpe seco. Sybel gritó, Altheron maldijo, Selaira suplicó y Vorlenn tembló, pero no hubo piedad. Zeyrion levantó su espada, la hoja brillando, y con un solo golpe decapitó a Sybel; su cabeza rodó en un charco de sangre que salpicó las botas de los presentes. Altheron fue el siguiente, su grito cortado por el acero mientras su cuerpo se desplomaba en un estallido carmesí. Selaira intentó huir, pero un guardia la sujetó, y la espada de Zeyrion cayó; su cabeza aterrizó con un golpe húmedo. Finalmente, Vorlenn, gimiendo lastimosamente, fue decapitado; su sangre se mezcló con la de sus compañeros traidores en un río rojo que fluía por el suelo. Thalyssara observó, su rostro pálido pero resuelto, luchando por contener las lágrimas mientras las ejecuciones se desarrollaban. Se obligó a mantenerse fuerte, su corazón latiendo con una mezcla de dolor y determinación, sabiendo que este acto marcaba el comienzo de una nueva era para Neptuno. El silencio llenó la cámara, roto solo por el goteo de la sangre, mientras todos los presentes procesaban el peso de la justicia. Cirelya despertó en la torre médica de la capital de Neptuno, un lugar de paredes blancas y frías iluminado por una luz estéril que zumbaba suavemente en el fondo. El aire olía a antisépticos y metal, un marcado contraste con el cálido ambiente salino de la cámara real donde había enfrentado su destino. Un monitor médico junto a su cama emitía un pitido rítmico, rastreando su ritmo cardíaco con líneas verdes que bailaban en la pantalla. Parches adhesivos cubrían las áreas donde los médicos habían tratado sus heridas, y un suero goteaba lentamente en su brazo izquierdo, conectado a una bolsa de sangre fresca que reponía lo que había perdido. Su cuerpo estaba envuelto en sábanas ásperas, su piel azulada aún marcada con cortes y moretones, y su pierna derecha, donde la daga de Sykar la había perforado, estaba inmovilizada con un vendaje rígido. Su cabeza palpitaba, su memoria fragmentada como un espejo roto, y por un momento, se perdió en la niebla de la desorientación, tratando de reconstruir sus pensamientos entre el dolor y la neblina de los sedantes. De repente, como un relámpago, los recuerdos la golpearon: el ataque, la sangre, el veneno, Thalyssara en peligro. Con un jadeo, se incorporó bruscamente, ignorando el dolor que le desgarraba el cuerpo, y gritó con una voz ronca: "¡Thalyssara...!!" Su voz resonó en la habitación, un grito de pánico y desesperación que llenó el espacio. Una voz tranquila pero firme respondió a su lado, deteniendo su agitación. "La reina está a salvo." Cirelya giró la cabeza, sorprendida, y se encontró mirando a los ojos endurecidos de Zeyrion Thael’Ruk, General Supremo de la Guardia Lunírica, de pie junto a su cama. Su imponente figura, con piel azulada y orejas de elfo alargadas, contrastaba fuertemente con la fragilidad de Cirelya. La armadura ceremonial que llevaba brillaba bajo la luz, y su gran espada descansaba en una funda a su lado, un recordatorio constante de su autoridad. "G-General Zeyrion..." murmuró Cirelya, su voz débil pero cargada de respeto, su mente aún luchando por procesar su presencia. Zeyrion la miró con una mezcla de severidad y preocupación, su rostro curtido por años de servicio. "Tus heridas han sido tratadas," explicó, su tono grave. "El veneno paralítico ha sido extraído de tu sistema, aunque la recuperación será lenta. Has perdido una gran cantidad de sangre, pero la transfusión te estabilizará." Hizo una pausa, sus ojos fijándose en los de ella con una intensidad que la hizo estremecer. "Ahora dime, Cirelya... ¿por qué estabas en la cámara de la reina... y desnuda?" Cirelya cerró los ojos, su corazón latiendo con fuerza. Zeyrion no era un tonto; intentar mentir sería inútil y solo empeoraría su situación. Con un suspiro tembloroso, confesó la verdad, su voz apenas un susurro. "Yo estaba con la reina... en la intimidad..." El sonido de la bofetada resonó en la habitación como un trueno, la mano de Zeyrion golpeando su mejilla con una fuerza que hizo que su cabeza se girara hacia un lado. El dolor le ardió en la piel, pero no se atrevió a protestar, consciente de su falta. "¡Has roto tu voto de castidad!" rugió Zeyrion, su voz afilada como una cuchilla, cada palabra una puñalada que le atravesó el alma. "Y peor aún, lo hiciste con un miembro de la familia real." Su tono era crudo, áspero, un juicio que llevaba el peso de siglos de tradición. Cirelya bajó la cabeza, las lágrimas le picaban los ojos, su cuerpo temblando bajo las sábanas. "El castigo por estas acciones es la muerte... lo sabes, Cirelya," continuó Zeyrion, su voz baja pero implacable. Ella lo sabía. Si el general elegía decapitarla, tendría que ofrecer su cuello sin resistencia, sin derecho a apelación. Había violado el voto onírico de la diosa lunar, un pacto sagrado que ligaba a los caballeros luníricos a la castidad y la devoción absoluta. Su linaje, su nombre, todo terminaría con ella en ese momento. Zeyrion se puso de pie, su figura proyectando una sombra imponente sobre la cama. Cirelya no lo miró, su cabeza inclinada en señal de sumisión, preparándose para aceptar su destino. "Sin embargo..." dijo, su voz cortando el silencio como un rayo de esperanza. Cirelya abrió los ojos, sobresaltada, su corazón revoloteando con un hilo de alivio. "La propia reina solicitó que no fueras ejecutada." Cirelya levantó lentamente la mirada, con los ojos muy abiertos, las lágrimas corriendo por sus mejillas. ¿La estaban perdonando? Zeyrion la miró con una mezcla de severidad y resignación, su voz resonando con el peso de su posición. "Yo, Zeyrion Thael’Ruk de la casa Thael’Ruk, General y protector de la casta real, declaro: Cirelya Vareth’Nai, por la presente eres expulsada de la Guardia Lunírica y colgarás tu manto. Contigo muere tu casa, tu legado en la guardia, y tu manto nunca volverá a ser usado." Su tono era solemne, un veredicto que caía como una guillotina ceremonial, cada palabra grabada en el aire como un sello de honor perdido. Cirelya levantó la mirada, sus ojos llenos de incredulidad y dolor. "¿G-General...?" susurró, su voz quebrándose, un intento desesperado por apelar al hombre que había sido como un padre para ella. Zeyrion levantó la mano, negando con la cabeza; su gesto era definitivo e irrevocable. "No más, Cirelya. Ya no eres mi subordinada. La reina te ha perdonado la vida, pero yo no puedo traicionar mi voto. Estás despedida." Se giró, su manto ondeando detrás de él, y salió de la sala médica con pasos firmes, dejando a Cirelya sola con su dolor. Las lágrimas corrieron por sus ojos, un torrente silencioso que empapó las sábanas. Zeyrion había sido como un padre, un mentor que la había guiado a través de los años, y ahora la había expulsado de la única familia que había conocido. Su casa, Vareth’Nai, una línea de honor en la Guardia Lunírica, moría con ella. El pitido del monitor llenó el silencio, un eco de su corazón roto, mientras la realidad de su exilio se asentaba como una losa de piedra sobre su alma. Solaris navegó por el espacio a bordo del Calibarn, su figura etérea flotando en la vasta inmensidad sin una coordenada fija, un acto que, para cualquier otro piloto, habría sido un suicidio, una deriva hacia la nada donde arriba y abajo perdían todo sentido. Sin embargo, Solaris no estaba perdida; en su mente, un camino tenue pero claro se desplegaba, un sendero dorado que brillaba como un hilo de luz entre las estrellas, guiándola con una certeza que trascendía la lógica. Heliarkon, la voz ancestral que resonaba en su alma, le había asegurado que la señal de Calythea no había desaparecido, sino que se había debilitado con los años, un eco que ahora la llamaba desde las profundidades del cosmos. Sus recuerdos de vidas pasadas regresaban como fragmentos de un sueño: imágenes de Calythea luchando en las guerras de Kuiper, su imponente figura liderando ejércitos contra la oscuridad. Pero su vida como Suletta Mercury había sido diferente, una existencia en la Tierra, en Mercurio como minera, con una madre amorosa y una mejor amiga, una vida que no encajaba con los recuerdos de sus reencarnaciones pasadas. Por primera vez, había vivido dos vidas distintas, y el despertar de sus recuerdos como Solaris había sido un shock que aún estaba tratando de comprender, un puente entre su pasado eterno y su presente humano. Acompañada por Júpiter y Urano, ambas montadas en sus Arcanas, Solaris navegó durante horas desde Júpiter, el espacio oscuro fluyendo ante sus ojos hasta que divisó un asteroide solitario, su superficie rugosa salpicada de conductos de ventilación que parecían heridas abiertas en la roca. "Hemos llegado," transmitió por la radio, su voz firme pero pesada por la anticipación, resonando a través de los canales internos. Júpiter y Urano maniobraron sus Arcanas, posicionándose cerca del Calibarn, y las tres descendieron por los conductos, sumergiéndose en el corazón del asteroide. El lugar parecía abandonado, un silencio sepulcral llenaba los corredores oscuros, pero las estructuras metálicas y los paneles rotos indicaban que alguna vez había sido una instalación científica, un susurro de un pasado olvidado. Vanadis, el laboratorio principal antes de que Ochs fuera exiliada al borde exterior del sistema solar por Dominicus y SOVREM, se alzaba ante ellas. Lo extraño era que todavía tenía energía: las máquinas zumbaban con un brillo tenue, los sistemas de soporte vital estaban activos y el aire reciclado olía a ozono y metal viejo, sin embargo, no había rastro de personal científico o militar. Solaris descendió con el Calibarn, aterrizando en un hangar cercano donde solo quedaban los restos de trajes móviles, fragmentos retorcidos y carbonizados que hablaban de una antigua batalla. Júpiter y Urano hicieron lo mismo, y las tres avanzaron a pie, sus pasos resonando en los corredores iluminados por luces parpadeantes. "Señora Solaris, este lugar apesta a herejía en cada rincón," dijo Júpiter, su voz tensa mientras sus sentidos detectaban algo intangible. "Puedo sentir su presencia en él y, sin embargo, no puedo... es como si..." "...hubiera muchas copias mías," terminó Solaris, su tono grave mientras se adentraban más en el laboratorio, sus ojos escaneando cada sombra. Al acercarse al pabellón central, Urano levantó una mano, su voz aguda. "Señora Solaris, percibo el hedor de la muerte..." Antes de que Solaris pudiera responder, una figura apareció en la puerta. Era una niña, pequeña y delgada, con la piel tan pálida que era casi translúcida, absorbiendo la luz. Sus ojos eran grandes y oscuros como pozos sin fondo, rodeados de profundas sombras que le daban un aire fantasmal. Su cabello, negro como la noche y despeinado, caía en mechones desiguales sobre su rostro, y llevaba un vestido gris oscuro andrajoso, manchado con lo que parecía ser tierra o sangre seca. Sus manos huesudas agarraban lo que parecía ser una muñeca rota, y su postura encorvada sugería una mezcla de fragilidad y amenaza, un ser que exudaba el hedor a muerte que Urano había detectado, pero también un eco inquietante de la propia Solaris. Solaris la observó con una expresión seria, su corazón latiendo con una mezcla de curiosidad y cautela. Urano habló de nuevo, su voz baja. "Lleva el hedor de la muerte y es... como usted, Señora Solaris." Solaris dio un paso al frente, su voz resonando con autoridad. "¿Quién eres?" preguntó, su mano a punto de activar el control del Calibarn. La niña respondió en un idioma extraño, sus palabras invertidas como un eco distorsionado: "...ʎɐʇoɯ ɹǝsnɐ ɹǝʌɐɹq ǝʌɐɥ ʇǝ ɹǝʌɐɹq ǝɥɔɐʇs ǝɹǝɥ ʇǝ..." Su voz era un susurro gutural, incomprensible, hasta que una nueva figura emergió de las sombras, interrumpiendo el extraño diálogo. Era un joven alto, de pie de forma imponente, con una complexión atlética que sugería una fuerza contenida. Su piel era de un azul pálido, casi grisáceo, con sutiles marcas como runas grabadas en sus brazos y cuello, visibles bajo una túnica negra ajustada que revelaba músculos definidos. Su cabello, blanco plateado, caía en mechones desordenados sobre su rostro, enmarcando unos ojos ámbar que brillaban con una intensidad sobrenatural, como si un fuego ardiera en su interior. En su mano derecha sostenía una espada larga, elegante en diseño pero letal; su hoja curva brillaba con un lustre azulado. "Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos visitas," dijo, su voz profunda teñida de dolor. "Nini, ve con los demás..." La niña, a quien llamó Nini, se dio la vuelta y desapareció por la puerta con pasos silenciosos, dejando un rastro de inquietud a su paso. Júpiter y Urano se movieron frente a Solaris, sus Arcanas listas para activarse, y hablaron al unísono. "Mi señora, esta es una abominación peligrosa," advirtieron, sus voces tensas, con las manos en sus armas. El joven se rió, un sonido melancólico en lugar de amenazante. "...Abominación," murmuró, como si la palabra le causara dolor. Luego alzó la voz, desenvainando su espada con un movimiento fluido. "Mi nombre es Caelestis Vanarion, el Guardián del Núcleo y el último bastión de Vanadis... y lo siento mucho, pero no pueden pasar." Su postura era desafiante, su espada apuntando hacia ellas, un obstáculo imponente en el camino de Solaris.
2 Me gusta 1 Comentarios 1 Para la colección Descargar
Comentarios (0)