Capítulo 17 La Heredera del Sol
14 de septiembre de 2025, 2:17
El pabellón central de Vanadis se transformó en un campo de batalla improvisado, sus pasillos oscuros iluminados solo por el parpadeo intermitente de paneles rotos y el leve resplandor del Permet que aún circulaba por las estructuras abandonadas. El aire estaba cargado con un olor a ozono y polvo antiguo, un silencio opresivo roto únicamente por el crujir de las botas de Júpiter, Urano y Caelestis contra el suelo metálico.
Caelestis Vanarion se alzaba frente a ellas, su espada azulada sostenida con una precisión serena, su rostro impasible y carente de emoción desbordada. A sus 28 años, con la piel azul pálida marcada por runas que brillaban tenuemente y el cabello blanco plateado cayendo en mechones sobre sus ojos ámbar, Caelestis era un guardián estoico. Su constitución atlética se movía con una gracia controlada que reflejaba años de disciplina. No perdía el control; su combate era una danza calculada, cada movimiento deliberado, cada respiración medida, como si la batalla fuera una extensión de su deber sagrado hacia el Núcleo.
Júpiter y Urano se prepararon para el enfrentamiento, canalizando el Permet para potenciar sus habilidades innatas. Júpiter alzó una mano, el aire a su alrededor distorsionándose mientras manipulaba la gravedad, creando un campo que aplastó el suelo bajo los pies de Caelestis, intentando inmovilizarlo. Caelestis respondió con calma, su espada trazando un arco preciso que liberó un pulso de energía permitana, contrarrestando la presión gravitacional con una barrera etérea que lo mantuvo en pie, su expresión inalterada.
—Vuestra fuerza es notable —comentó en un tono neutro, sin rastro de provocación, mientras ajustaba su postura y evaluaba a sus oponentes con ojos que no traicionaban emoción.
Urano, por su parte, extendió los brazos y un aura de corrosión comenzó a emanar de sus manos, el Permet pudriendo el metal cercano hasta que se desmoronó en polvo negro. El aire se llenó de un hedor a decadencia mientras intentaba envolver a Caelestis en su radio de acción. El guardián dio un paso atrás con elegancia, su espada absorbiendo parte de la energía corrosiva y disipándola en un destello azul, su movimiento tan controlado que parecía ensayado.
—El Permet es un equilibrio —dijo con voz serena, su mirada fija en Urano, anticipando su próximo movimiento con una precisión quirúrgica.
La batalla se prolongó, un duelo de resistencia y estrategia que se extendió por minutos que parecieron eternos, cada ataque y defensa tejiendo una red de tensión. Júpiter intensificó su control gravitacional, levantando escombros del suelo y lanzándolos hacia Caelestis como proyectiles, el aire vibrando con la fuerza de su poder. Caelestis giró su espada en un arco amplio, cortando los fragmentos en pleno vuelo con una precisión que evitaba el desperdicio de energía, su rostro sereno mientras esquivaba los restos que caían a su alrededor.
—Vuestra coordinación es impecable —comentó con calma, su voz un murmullo reflexivo, mientras se movía hacia un lado, evitando una onda gravitacional que deformó el suelo a su espalda.
Urano contraatacó, su corrosión extendiéndose como una marea negra, el Permet devorando paredes y equipo cercano, intentando envolver a Caelestis en un capullo de muerte. Él respondió con un movimiento fluido, su espada trazando un círculo de energía que purificó el aire a su alrededor, disolviendo la corrosión con un destello azul. Su respiración permanecía constante, su postura inmutable.
—El desequilibrio puede ser contrarrestado —dijo en un tono didáctico, su mirada evaluando a Urano mientras ella retrocedía, agotando lentamente su energía permitana.
Júpiter y Urano coordinaron un ataque combinado: Júpiter levantó a Caelestis con un campo gravitacional inverso para exponerlo, mientras Urano enviaba una ráfaga de corrosión hacia su torso. Caelestis, con una calma casi sobrenatural, giró su espada hacia arriba, liberando un pulso de Permet que neutralizó la gravedad y disipó la corrosión. Aterrizó con gracia, su capa ondeando tras él.
—Vuestra determinación es un desafío digno —murmuró con voz baja y controlada, mientras bloqueaba un golpe directo de Júpiter con un movimiento mínimo, su espada deteniendo la fuerza bruta con una resistencia que parecía ilimitada.
La tensión alcanzó su punto máximo cuando Caelestis, aprovechando un momento de fatiga en Júpiter tras un ataque fallido, avanzó con una estocada letal, su espada apuntando directamente a su pecho. El tiempo pareció ralentizarse, el filo azulado acercándose inexorablemente. Júpiter, exhausta, no pudo reaccionar a tiempo, su cuerpo tambaleándose mientras el golpe descendía.
En ese instante clave, Solaris se movió con rapidez serena, acercándose a Caelestis sin apresuramiento innecesario. Con una mano enguantada, atrapó su muñeca con firmeza, deteniendo el ataque sin esfuerzo aparente.
—Es suficiente —dijo con voz tranquila pero autoritaria, las líneas verdes de Permet brillando suavemente en su cuerpo, un resplandor cálido que contrastaba con la tensión del momento.
Caelestis intentó zafarse, su rostro manteniendo una calma estoica a pesar del esfuerzo, su brazo temblando bajo el agarre de Solaris. Ella pegó su frente contra la de él, un contacto íntimo y poderoso. Las líneas de Permet en su piel se iluminaron con un resplandor sutil pero efectivo, un pulso de energía que atravesó a Caelestis como una corriente silenciosa. Su cuerpo se tensó antes de caer inconsciente al suelo, su espada resbalando de su mano con un clangor metálico.
Solaris se giró hacia Júpiter y Urano, que se levantaban con dificultad, sus rostros marcados por el agotamiento y el sudor.
—Están bien —dijo, extendiendo una mano para ayudar a Júpiter a ponerse de pie, su toque cálido contrastando con la frialdad del laboratorio.
—Lo siento, mi señora —murmuró Júpiter, su voz temblorosa mientras se apoyaba en ella, su cuerpo aún sacudido por el esfuerzo—. Fallamos en protegerla.
Urano, ajustándose el yelmo, asintió con arrepentimiento.
—Perdónenos, mi señora. No anticipamos su fuerza.
Solaris las miró con una mezcla de severidad y comprensión.
—No hay fallo que no pueda corregirse. Descansen un momento, pero debemos seguir adelante.
Con un gesto calmado, las tres avanzaron, dejando a Caelestis inconsciente en el pabellón, y se adentraron en las entrañas del laboratorio de Vanadis. Sus pasos resonaron en los pasillos oscuros mientras el rastro dorado de Calythea las guiaba hacia lo desconocido.
Solaris, Júpiter y Urano avanzaron con pasos cautelosos por los pasillos oscuros y estrechos de Vanadis, el laboratorio abandonado resonando con un silencio opresivo que parecía aplastar el alma. Las paredes metálicas estaban cubiertas de óxido y marcas de garras, mientras las luces parpadeantes proyectaban sombras grotescas que se retorcían como entidades vivas. El aire estaba impregnado de un hedor acre a carne podrida y productos químicos, un olor que se adhería a la garganta y hacía que cada respiración fuera un esfuerzo.
Guiadas por el tenue rastro dorado de Calythea, las tres mujeres se internaron en las entrañas del complejo, donde los horrores de las investigaciones de Vanadis comenzaron a revelarse, un espectáculo que desafiaba la cordura y el sentido de humanidad.
A lo largo del pasillo, los restos de experimentos fallidos se alineaban en jaulas y tanques de cristal agrietado. Criaturas grotescas, distorsionadas por el Permet y la manipulación genética, se contorsionaban en su agonía. Una de ellas, una niña deforme con extremidades retorcidas como ramas secas, tenía la piel grisácea que se desprendía en láminas húmedas, sus ojos hundidos brillando con un resplandor débil y enfermizo, como si el Permet la mantuviera viva contra su voluntad. Otra, atrapada en un tanque lleno de un líquido viscoso y amarillento, mostraba un torso humano fusionado con tentáculos palpitantes que se agitaban débilmente, su rostro infantil congelado en una mueca de terror eterno, la carne hinchada y cubierta de venas negras que parecían latir. Más adelante, un ser sin forma definida, con múltiples cabezas humanas malformadas creciendo de un cuerpo bulboso, emitía un gemido gutural, sus ojos ciegos buscando algo en la oscuridad, mientras el Permet en su interior chispeaba como un fuego moribundo.
Eran seres vivos, sí, pero su existencia era un tormento; criaturas que parecían suplicar por la muerte, con cuerpos mutilados y mentes rotas por los experimentos fallidos de Vanadis.
Solaris permanecía estoica, su rostro serio y sin flaquear, aunque sus ojos plomizos reflejaban un horror contenido. Algunos de esos seres aún tenían una conexión débil con el Permet, un eco apenas perceptible que los mantenía en un estado de semi-vida, atrapados en un limbo entre la existencia y la aniquilación.
Júpiter, a su lado, mantenía una mirada dura, sus labios apretados en una mueca de asco, las manos temblando ligeramente mientras canalizaba el Permet para evitar tocar las paredes contaminadas. Urano caminaba con los ojos cerrados, su rostro pálido como el hielo, tomada del brazo de su hermana Júpiter, su respiración entrecortada mientras intentaba bloquear las imágenes que su mente captaba a pesar de los párpados cerrados. El hedor y la presencia de muerte la asfixiaban, y cada paso era una lucha contra la náusea que amenazaba con vencerla.
El pasillo se abrió a un gran salón: una cámara gigantesca con techos abovedados que se perdían en la penumbra, iluminada por un resplandor verdoso que emanaba de tubos de cristal alineados en filas interminables. Dentro de ellos, una visión que heló la sangre de las tres: niñas, todas clones, versiones distorsionadas de Solaris o Suletta, atrapadas en un estado de horror perpetuo.
Algunas tenían malformaciones grotescas: una con un cráneo deformado y ojos desiguales, flotando en un líquido ambarino; otra con brazos extra creciendo desde su espalda, retorcidos y sin vida, sus dedos huesudos arañando el interior del tubo. Otras estaban incompletas, con torsos sin piernas o cabezas flotando en un caldo de nutrientes, sus rostros congelados en expresiones de sufrimiento. Muchas estaban muertas, sus cuerpos inertes suspendidos en los tanques, la carne hinchada y descompuesta; otras, vivas pero inmóviles, parecían atrapadas en un sueño del que no podían despertar, con ojos vacíos reflejando un abismo sin fin.
El suelo estaba salpicado de líquido derramado y fragmentos de vidrio roto, el aire lleno de un zumbido eléctrico y el eco distante de un lamento que parecía emanar de las propias paredes.
Urano no pudo contenerse más: se inclinó y vomitó un líquido ácido que salpicó el suelo metálico, su cuerpo temblando mientras se aferraba al brazo de Júpiter.
—Esto es una herejía de las más grandes… —murmuró Júpiter con voz dura como el acero, sus ojos fijos en los tubos con una mezcla de repulsión y furia contenida, apretando el brazo de Urano para sostenerla.
Solaris avanzó entre los tubos, su paso firme pero con el corazón latiendo entre dolor y determinación. Los clones eran un reflejo distorsionado de sí misma, un recordatorio cruel de los experimentos de Vanadis, y cada paso la acercaba a una verdad que temía enfrentar.
Al final del salón llegó a un tubo que emitía una conexión más fuerte con el Permet, un pulso que resonaba como un latido débil pero persistente. Dentro, una niña de no más de ocho años flotaba en posición fetal. Su cuerpo era perfecto, sin malformaciones ni imperfecciones. Era un clon: una mini Suletta, una mini Solaris. Su piel pálida brillaba bajo la luz verdosa, su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves y sus facciones eran idénticas a las de Solaris en su juventud.
El tubo zumbaba con energía, el líquido amniótico burbujeando a su alrededor, y Solaris sintió un nudo en la garganta al mirarla.
Júpiter y Urano se acercaron, con el mismo asombro y horror en el rostro. Júpiter, junto a Solaris, habló con voz baja y tensa:
—Lady Solaris… este ser… esta niña no tiene alma… —dijo, con la mirada fija en el rostro sereno de la pequeña, un vacío que contrastaba con su perfección física.
Solaris tomó un momento, con la mirada perdida en la niña, y luego respondió con voz tranquila pero cargada de emoción:
—Lo sé, Junielle… a ella también la estaba buscando…
Las líneas del Permet en su cuerpo comenzaron a brillar, pasando de un verde suave a un rojo intenso, un resplandor que iluminó el salón como un amanecer sangriento. En su mente, susurró un nombre:
—…Heliarkon.
La voz del dragón astral resonó dentro de ella, grave y sabia:
—Lo sé… Solaris, lo sé…
Con un movimiento decidido, Solaris golpeó el vidrio del recipiente, que se fracturó en una lluvia de fragmentos brillantes. El líquido amniótico se derramó en el suelo con un sonido húmedo, y ella tomó a la niña en sus brazos, aún con el Permet activo. Su cuerpo comenzó a brillar como un sol, una luz blanca tan intensa que llenó la sala, cegando a Júpiter y Urano por un instante y obligándolas a cubrirse los ojos.
El resplandor duró varios segundos, un estallido de energía que parecía purificar el aire, y luego cesó abruptamente. Solaris miró a la niña; las líneas de Permet palpitaban como si estuvieran vivas en su piel. En pocos segundos, la pequeña abrió los ojos. Eran de un azul hielo, idénticos a los de Solaris y Suletta, y la miró con una mezcla de confusión y reconocimiento.
Solaris sonrió suavemente, sus manos temblando mientras la sostenía.
—Bienvenida de vuelta… Eri —susurró, con la voz cargada de alivio y amor, un vínculo que trascendía la creación artificial.
Eri parpadeó lentamente, sus ojos azul hielo se abrieron con una mezcla de confusión y asombro mientras el resplandor del Permet se desvanecía a su alrededor. Ya no sentía la ligereza etérea del limbo, esa existencia suspendida donde su alma había vagado tras ser transferida al Aerial en su infancia. Ahora, su cuerpo era sólido, cálido, con un peso que le resultaba extraño pero liberador. Podía mover los brazos a voluntad, sentir el roce del aire contra su piel y un latido débil pero constante en su pecho.
—¿Mami? —susurró a través del Permet, con su voz resonando como un eco suave en la mente de Solaris, un vínculo que trascendía las palabras físicas.
Solaris, con el rostro sereno pero cargado de emoción, acarició el cabello castaño oscuro de Eri, un gesto instintivo que le recordaba los días en que había sido Suletta, una madre en un mundo diferente. Para ella, Eri era un clon, una réplica perfecta de su juventud, pero, sentimentalmente, era su hija: un pedazo de su esencia traído de vuelta a la vida.
—Sí, nena… bienvenida de vuelta —respondió con voz cálida, tomando una manta cercana y envolviéndola alrededor del cuerpo desnudo de Eri.
La niña, aunque perfecta en su forma, era como una recién nacida: su alma reencarnada sin experiencia en un cuerpo físico. Sus piernas temblaban al intentar dar un paso, y sus manos se movían con torpeza, explorando el tejido de la manta con dedos curiosos pero inseguros.
—Junielle, por favor, te encargo su cuidado —dijo Solaris, con un tono firme pero cargado de confianza, mirando a Júpiter con una mezcla de gratitud y autoridad.
Júpiter inclinó la cabeza en un gesto de respeto, su armadura aún marcada por la batalla anterior.
—Como ordene, mi señora Solaris —respondió, acercándose a Eri con pasos cuidadosos.
Con suavidad, levantó a la niña en sus brazos, sosteniéndola contra su pecho mientras Eri se acurrucaba en el hueco de su cuello, escondiendo el rostro como si buscara refugio. No sabía hablar físicamente; su voz estaba aún limitada al Permet, un eco mental que resonaba con inocencia.
—¿Mami me regaló este cuerpo? —preguntó, su voz permitana temblorosa pero llena de asombro.
Júpiter, cargando a Eri mientras seguía a Solaris a través del salón, respondió con un tono suave pero claro:
—Sí, la señora Solaris te ha otorgado este cuerpo y ha migrado tu alma, que estaba en el limbo del Permet. Ahora tienes un cuerpo, Lady Eri… tienes voluntad física.
Eri permaneció en silencio, la mitad de las palabras de Júpiter perdiéndose en su mente infantil, pero su curiosidad seguía viva. Tras un momento, volvió a hablar, su voz permitana resonando con una mezcla de timidez y maravilla:
—Tía Junielle… ¿dónde estamos?
El calificativo hizo que Júpiter procesara la información, abriendo los ojos ligeramente. ¿Lady Eri la consideraba su tía? Eri era una creación, un clon de Solaris, pero dentro de ella latía una esencia única: una parte del poder y el alma de Solaris que se manifestaba en su habilidad innata para hablar a través del Permet. Era un logro que los más eruditos del culto o incluso las brujas experimentadas tardaban años en dominar, y una niña de ocho años lo hacía sin práctica, sin comprender del todo el Permet.
Era la primogénita de Solaris en espíritu, una hija nacida de su esencia, y Júpiter lo entendía, al igual que Urano y las demás hermanas lo harían eventualmente.
—Lady Eri, estamos en una ubicación entre Júpiter y Saturno, en los laboratorios de Vanadis —explicó Júpiter, su voz calmada mientras ajustaba a Eri en sus brazos.
Eri alzó la vista, sus ojos azul hielo recorriendo rápidamente el entorno, captando los tubos rotos y las figuras grotescas que aún flotaban en el líquido ambarino.
—Lady Eri, por favor, no vea —dijo Júpiter con urgencia, cubriéndole los ojos con una mano, con cuidado y respeto, su palma cálida contra la piel fría de la niña—. No vea estos horrores aún… no lastime su alma.
Eri obedeció, escondiendo el rostro de nuevo en el cuello de Júpiter, cerrando los ojos con fuerza mientras su pequeño cuerpo se relajaba contra ella.
Júpiter la acomodó con ternura, manteniéndola cerca mientras ella y Urano seguían a Solaris a través del salón. La niña volvió a hablar, su voz permitana más débil esta vez:
—Tía Junielle… tengo sueño… —murmuró, su tono infantil reflejando el agotamiento de su nuevo cuerpo.
Júpiter respondió con suavidad, en un susurro reconfortante:
—Descanse, Lady Eri… cierre sus ojos. Cuando vuelva a despertar, estos horrores habrán desaparecido.
Solaris, que había escuchado todo desde la vanguardia, sonrió con cariño. Su Eri, su “hija”, todavía estaba asimilando su nueva existencia, y verla adaptarse a Júpiter, a sus “tías”, llenaba su corazón de alivio. Debía mantenerse así: envuelta en ese cariño, protegida de los horrores que la rodeaban.
Solaris suspiró, su mirada fija en el camino por delante. Tenían que llegar al núcleo del laboratorio, encontrar a Calythea y liberarla de ese infierno… para que finalmente pudiera descansar.
Pero ahora, su prioridad era Eri: esa niña que llevaba una parte de su alma y el deber de guiarla hacia un futuro donde no tuviera que enfrentar más pesadillas.
El salón se extendía ante ellas como un laberinto de tubos y cables que zumbaban con energía residual. El suelo estaba resbaladizo por el líquido derramado de los tanques rotos. Las figuras grotescas seguían presentes; algunas se movían débilmente, sus gemidos apenas audibles, un coro de sufrimiento que acompañaba cada paso.
Solaris lideraba el grupo, su figura imponente recortada contra la luz verdosa. Júpiter cargaba a Eri con cuidado, su túnica blanca ondeando suavemente con cada movimiento y el brazo libre listo para protegerla de cualquier amenaza. Urano, aún pálida por la náusea, caminaba junto a ellas con la mirada baja, evitando los horrores que habían presenciado, su respiración estabilizándose poco a poco.
El camino hacia el núcleo se abría ante ellas, un corredor oscuro que prometía respuestas… pero también más secretos enterrados en las profundidades de Vanadis.
Mientras avanzaban, Júpiter mantuvo a Eri cerca, susurrándole palabras de aliento a través del Permet para calmarla:
—Todo estará bien, Lady Eri. Tu mami y tus tías te cuidaremos.
Su voz mental resonó con una calidez que contrastaba con el frío del laboratorio.
Eri, acurrucada en sus brazos, asintió débilmente. Su respiración se volvió más profunda mientras el sueño la reclamaba, su pequeño cuerpo relajándose por fin.
Solaris, al frente, sintió un nudo en la garganta al escuchar el intercambio, su determinación reforzada por la fragilidad de Eri. Cada paso la acercaba al núcleo, al encuentro con Calythea… pero también a la promesa de un futuro donde su “hija” pudiera crecer libre de las sombras de Vanadis.
Solaris, Júpiter y Urano llegaron al núcleo central de Vanadis, un vasto espacio circular donde el aire estaba impregnado de un zumbido eléctrico y un olor metálico que se mezclaba con el hedor de la decadencia. Las paredes, cubiertas de paneles rotos y cables expuestos, se alzaban hacia un techo abovedado que se perdía en la penumbra, iluminado solo por el resplandor verdoso de miles de conductos que convergían hacia un enorme tubo de cristal en el centro.
Dentro de ese recipiente, suspendida en un líquido amniótico turbio, descansaba una figura femenina desnuda, con cabello dorado que flotaba como un halo alrededor de su cabeza y piel blanca como el alabastro. Sus ojos permanecían cerrados en un sueño profundo. Cicatrices marcaban su cuerpo, surcos irregulares que recorrían su espalda, donde un tubo metálico estaba conectado directamente a su médula espinal, succionando su esencia vital.
Era evidente que Vanadis había experimentado con ella, usándola como un conejillo de indias para los horrores creados en nombre de la “ciencia”, un sacrilegio contra la vida misma.
—…Calythea —pronunció Solaris, su voz casi un susurro, rompiendo por un instante la fachada de su estoicismo habitual, sus ojos plomizos brillando con una mezcla de dolor y reconocimiento.
Dio un paso adelante, su presencia imponente contrastando con la fragilidad de la figura atrapada.
—Por favor, quédense aquí. Traeré a Calythea de vuelta —ordenó con un tono firme, cargado de una determinación que no admitía réplica.
Júpiter, con Eri acurrucada en sus brazos, inclinó ligeramente la cabeza para no despertar a la niña, su túnica blanca ondeando suavemente. Urano la imitó, ambas posicionándose a un lado de la sala, observando en silencio mientras Solaris avanzaba hacia el tubo.
Solaris colocó una mano sobre el cristal frío, su mirada seria y concentrada, preparándose para romperlo y liberar a su custodia. Pero antes de que pudiera actuar, una voz resonó en la sala, grave y cargada de dolor:
—Mamá… siempre ha estado dormida.
Caelestis Vanarion emergió de un corredor lateral distinto al que habían tomado las tres mujeres. Su figura alta y serena se recortaba contra la luz tenue. Su túnica negra estaba desgarrada en los bordes, y su espada azulada descansaba en su mano con una precisión calmada, aunque sus ojos ámbar reflejaban una tormenta interna.
—Aun cuando nací… siempre estaba dormida. Mamá nunca me alimentó; las doctoras me daban de comer, nunca me enseñó nada. Este centro fue mi único lugar, y cuando lo atacaron, tenía que defender lo que era mi mundo —explicó, su tono dolido, cada palabra un peso que parecía aplastarlo.
Hizo una pausa, su mirada fija en Calythea, y continuó con voz quebrada:
—Tenía la esperanza de que mamá despertara cuando los doctores se fueron… pero no. Mamá sigue dormida, y no puedo permitir que te la lleves.
Su última frase se tiñó de un resentimiento amargo. Con un movimiento rápido pero controlado, se lanzó hacia Solaris, su espada alzada para quitarle la vida a la invasora, su rostro serio pero sin perder la compostura.
Sin embargo, una barrera invisible lo detuvo. La espada chocó contra una fuerza intangible, incapaz de avanzar más. Chispas azules saltaron en el aire mientras Caelestis empujaba con determinación.
—Muchacho… —habló Solaris con voz seria y ligeramente molesta, las líneas verdes de Permet brillando en su piel—. Tú eres una existencia creada aquí. No tuviste la culpa de nacer, pero sigues ideales y órdenes de tus creadores.
Caelestis gruñó, sus músculos tensos, la sangre brotando de las grietas en sus manos por la presión contra la barrera.
—Tú no tienes idea de lo que es nacer sin una madre… sin que nadie te quiera —replicó, su voz temblando de emoción contenida aunque su rostro permanecía firme, su ira canalizada en un desafío silencioso.
Solaris lo miró con una mezcla de empatía y resolución.
—He vivido muchas vidas, muchacho. Sé lo que es vivir en soledad, en miedo, en ser perseguida. Pero nosotras no somos tus enemigas; tus creadores lo son.
—¡Tú no tienes el derecho de decir eso! ¡De venir y quitarme lo que es mío! —gritó Caelestis, su voz rompiendo en un alarido de frustración mientras empujaba con más fuerza, la sangre goteando al suelo.
Con un movimiento fluido, Solaris usó el Permet para empujarlo, lanzándolo contra una pared con un impacto que hizo temblar la sala, los cables cercanos vibrando con el choque.
—Nunca fue tuyo —dijo con severidad—. Vanadis lo robó y experimentó. ¿No lo ves, niño? Nosotros somos las víctimas… tú lo eres.
Caelestis se apoyó en su espada, su respiración agitada, y la miró con odio puro.
—Son lo único que conozco. Para mí, ustedes son los invasores —respondió con un tono frío pero cargado de dolor.
Sin dudarlo, se abalanzó nuevamente hacia Solaris, atacándola con las manos desnudas tras soltar su espada. Su desesperación era evidente. Solaris sabía que su resolución era un muro indestructible: la doctrina inculcada por Vanadis era una prisión que no podía romper.
Con un movimiento preciso, Solaris contraatacó, sus manos brillando con el Permet mientras rompía la espada de Caelestis en dos. El metal cayó al suelo con un clangor resonante. Caelestis, ya sin armas, se lanzó hacia ella, tomándola del cuello en un intento de ahorcarla. Pero al tocar su piel, sus manos empezaron a quemarse, como si hubiera tocado el sol mismo. La carne se ennegreció y burbujeó, el Permet de Solaris reaccionando como un fuego purificador.
Aun así, Caelestis no se rindió, sus dedos temblando mientras intentaba apretar, su fuerza desvaneciéndose rápidamente.
—Déjalo ir, niño… déjalo —dijo Solaris, su voz tranquila pero cargada de tristeza, con los ojos fijos en él.
Caelestis no cedió. El fuego avanzó por sus brazos, consumiendo su cuerpo en llamas que danzaban con un resplandor rojo y blanco. En poco tiempo, su figura se desplomó al suelo, calcinada. En su último suspiro, con los ojos llenos de odio, murmuró:
—Te odio…
Y exhaló por última vez, su cuerpo quedando inmóvil en un montón carbonizado.
Solaris permaneció en silencio, mirando el cuerpo de Caelestis: un ser adoctrinado y no comprendido, cuya vida había sido moldeada por las manos crueles de Vanadis. Sabía que no podía salvarlo, que su destino había sido inevitable, pero el peso de esa pérdida la golpeó como una sombra en el corazón.
Con un suspiro pesado, se volvió hacia el tubo donde Calythea descansaba. Con un movimiento decidido, rompió el cristal. El líquido amniótico se derramó en el suelo con un sonido húmedo mientras Calythea caía en sus brazos, aún inconsciente, su cuerpo ligero pero frío.
Solaris retiró con cuidado los tubos conectados a su médula, cada uno arrancado con un chasquido que resonó en la sala. Luego la sostuvo contra su pecho. Con las manos brillando con un calor solar, comenzó a curarla, el Permet fluyendo como una luz dorada que envolvía a Calythea, restaurando su piel y cerrando las cicatrices mientras sus ojos permanecían cerrados.
A un costado, el cuerpo calcinado de Caelestis yacía como un recordatorio silencioso del precio de la libertad.
Calythea emergió de la oscuridad con una sensación de peso y dolor que le atravesaba cada fibra del ser, como si su cuerpo hubiera sido forjado de nuevo tras siglos de abandono. Un calor reconfortante la envolvía, una calidez que reconocía instintivamente: un eco de un pasado lejano que había sentido en las manos de Caelith, su Solaris de antaño.
Lentamente abrió los ojos, esperando encontrar el rostro familiar de aquella joven de cabello plateado y piel blanquecina, pero en su lugar vio una figura diferente: una mujer pelirroja, de piel anaranjada como bañada por el sol de Mercurio, y con unos ojos azul hielo que la miraban con una mezcla de alivio y tristeza.
Su mente, fragmentada por el tiempo y el sufrimiento, conectó los puntos: Caelith había muerto, otra Solaris había caído, y esta era la nueva encarnación. Una lágrima resbaló por su mejilla, trazando un camino salado sobre su piel pálida. ¿Cuántas habían sido? ¿Doce? La cuenta se perdía en la bruma de sus recuerdos, cada pérdida un corte en su alma inmortal.
Con un esfuerzo que le arrancó un gemido bajo, Calythea se incorporó, sentándose lentamente en el suelo húmedo del núcleo central de Vanadis. Su cuerpo desnudo, cubierto de cicatrices, temblaba mientras miraba a la nueva Solaris, quien la observaba con una intensidad que mezclaba compasión y resolución.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Calythea, su voz ronca pero curiosa, buscando un ancla en esta nueva realidad.
—Solaris —respondió ella con tono sereno, sus manos aún brillando con el calor del Permet mientras continuaba cerrando las heridas de Calythea con un resplandor dorado.
—No… ¿cuál es tu nombre, además de Solaris? ¿Quién eres…? —insistió Calythea, su mirada buscando algo más allá del título, un rastro de la persona detrás de la leyenda.
Solaris suspiró, un sonido cargado con el peso de múltiples vidas.
—Suletta.
Calythea cerró los ojos, repitiendo el nombre en un susurro.
—Suletta…
Una nueva Solaris, una nueva encarnación nacida bajo ese nombre. Un eco de una vida humana que contrastaba con las memorias de guerra y sacrificio que ella llevaba consigo.
Con pesar, intentó ponerse de pie. Sus piernas temblaron bajo el peso de su cuerpo infantil, un cambio que la sorprendió: siempre había despertado como bebé tras cada renacimiento, y ahora, al alcanzar la edad adulta en este estado, comprendió que algo había alterado su ciclo natural.
—¿No he muerto aún? —preguntó, su voz temblando mientras procesaba la realidad de su existencia, su cuerpo pequeño pero marcado por las cicatrices de los experimentos.
Solaris negó con la cabeza, suavizando su expresión.
—Perdimos tu rastro desde las guerras de Kuiper. Te hemos vuelto a encontrar —explicó, su voz un puente entre pasado y presente, omitiendo deliberadamente los detalles de su captura por Ochs y su entrega a Vanadis, un secreto que aún no estaba lista para revelar.
—¿Hemos? —inquirió Calythea, siguiendo la mirada de Solaris hacia la entrada del salón.
Solaris señaló con un gesto sutil. Calythea vio a dos figuras observándola desde la distancia: una, vestida con túnica blanca, cargaba a una niña pequeña de cabello castaño oscuro, acurrucada contra su pecho; la otra, de pie a su lado, mantenía una postura tensa pero protectora.
—Ellas son Júpiter y Urano —presentó Solaris, con un tono cálido pero firme.
Calythea las observó, sus ojos recorriendo aquellos rostros desconocidos. No las reconocía, lo que significaba que sus predecesoras, las brujas que había conocido en ciclos anteriores, habían muerto, reemplazadas por estas nuevas guardianas.
—¿Dónde estamos? —preguntó, con incertidumbre mientras intentaba orientarse.
—En unas instalaciones abandonadas —respondió Solaris, ayudándola a ponerse de pie con un brazo firme alrededor de su cintura—. Te lo explicaré en el camino. Debemos irnos y destruir este lugar.
Calythea avanzó con dificultad, sus pasos inestables mientras Solaris la guiaba hacia la salida del núcleo. A medida que recorrían los pasillos, el horror de las instalaciones se desplegaba ante sus ojos: figuras grotescas yacían en tanques rotos, experimentos fallidos con cuerpos deformes y rostros congelados en agonía; extremidades retorcidas, pieles cubiertas de venas negras palpitantes. Algunas criaturas aún se movían débilmente, sus gemidos un lamento que resonaba en las paredes metálicas, recordatorio de los crímenes cometidos.
Calythea apretó los dientes, luchando contra la náusea mientras se apoyaba en Solaris, quien mantenía una expresión estoica, la mirada fija en el camino.
Tras unos cuarenta minutos de avance lento y agotador, llegaron a los hangares donde los Arcanos de Solaris, Júpiter y Urano aguardaban, sus formas etéreas brillando con un resplandor permitano en la penumbra.
Urano subió ágilmente a su Arcano, fusionándose con la entidad viva. Júpiter, con Eri aún dormida en sus brazos, subió al Arcano de Solaris, acomodándola con cuidado antes de tomar posición. Solaris ayudó a Calythea a entrar en el Calibarn, sosteniéndola mientras se instalaban en la cabina, el interior iluminado por paneles suaves que contrastaban con el caos exterior.
Las tres unidades despegaron, elevándose desde el hangar hacia el espacio, mientras el asteroide que albergaba las instalaciones se reducía a una esfera grisácea en la distancia.
Desde la cabina del Calibarn, Solaris observó el cuerpo celeste, su mente repasando las criaturas atrapadas, los clones fallidos, los horrores presenciados. Recordó los gemidos de los seres que no habían pedido nacer, sus almas torturadas por los experimentos.
Con un suspiro pesado, activó las armas del Calibarn, extrayendo un cañón de plasma integrado en el diseño de la nave. Sus manos se movieron con precisión sobre los controles, ajustando la energía permitana para cargar un disparo concentrado. El cañón comenzó a brillar con un resplandor azul intenso, el plasma acumulándose en su interior con un zumbido creciente, la energía crepitando como un relámpago contenido.
—Lo siento —murmuró, una disculpa dirigida a aquellos que no habían tenido elección.
Tras un instante de silencio, disparó. Un rayo de plasma puro salió del cañón, impactando el asteroide con una explosión silenciosa que lo desintegró en una nube de polvo y escombros, borrando de la existencia las instalaciones y sus horrores… un acto de liberación que dejó un vacío en el espacio.
Thalyssara se encontraba en su habitación privada, un santuario tallado en hielo azul profundo que reflejaba la luz etérea de lámparas flotantes, proyectando un resplandor suave sobre las paredes de obsidiana y los muebles esculpidos con delicadeza.
Habían pasado semanas desde el incidente en el baño y la ejecución del consejo real, un evento que marcó un punto de inflexión en el reino de Neptuno. El consejo, tal como lo conocían, había dejado de existir; los miembros restantes continuaban con sus labores gubernamentales, pero sin voz ni voto, relegados a funciones administrativas bajo la autoridad absoluta de Thalyssara.
Ahora, ella era la máxima autoridad en Neptuno. Su palabra se había convertido en ley, con control total sobre las flotas, el ejército, los recursos del planeta y, sobre todo, la Guardia Lunírica, cuya lealtad inquebrantable la respaldaba. La habitación, con su atmósfera de aislamiento y poder, reflejaba su nueva realidad: un lugar donde se tomaban decisiones que definirían el destino de su pueblo.
Frente a ella, sobre una mesa de cristal tallado, descansaba una carta sellada con un pendiente solar: un símbolo que brillaba con un resplandor dorado bajo la luz tenue. Su hermana, Vaelerythia, se la había entregado durante su primera visita tras el incidente, un gesto cargado de significado que Thalyssara había pospuesto en abrir.
Sin embargo, sabía de quién provenía: la mano de Solaris estaba detrás de ese mensaje.
—…Solaris —pronunció en un susurro, su voz temblando ligeramente mientras sus dedos rozaban el sobre.
El retorno de Solaris había sido anunciado con temor por las noticias galácticas; su mobile suit, una entidad divina que parecía encarnar el poder del Permet, había aniquilado una flota entera de Dominicus en un solo enfrentamiento. La galaxia volvía a estar en guerra, y Thalyssara se enfrentaba a una decisión crucial: alinearse con UNISOL o unirse al Aquelarre de Solaris.
En su corazón, la elección era clara. Como usuaria del Permet y gobernante de Neptuno, sabía que UNISOL la consideraría una presa. Su pueblo tendría que pelear para defenderse nuevamente contra un imperio que no toleraba lo que no podía controlar.
Pero la duda persistía: ¿el pueblo la seguiría?, ¿su liderazgo, aún frágil tras los eventos recientes, sería suficiente para unirlos?
Con manos temblorosas, tomó la carta de la mesa y la abrió con cuidado. El papel, escrito con una caligrafía perfecta en el idioma lunar —un dialecto fluido y antiguo que resonaba con la historia de su linaje—, contenía un mensaje redactado por Solaris:
Hermana Thalyssara,
Las estrellas me han susurrado tu verdad: tú eres una usuaria del Permet, un alma bendecida por su luz. Sé que enfrentas un camino lleno de sombras, donde UNISOL te persigue con su ceguera y miedo. No estás sola en esto. Quiero ayudarte, guiarte para que domines tu poder y protejas a tu pueblo. Con nosotras, en el Aquelarre, encontrarás un lugar seguro, un refugio donde tu fuerza será respetada y tu voz escuchada. Juntas, podemos forjar un futuro libre de las cadenas del imperio. Te espero con los brazos abiertos.
Con esperanza,
Solaris
Thalyssara terminó de leer el mensaje y dejó escapar una risa baja, un sonido que mezclaba alivio y resignación. Solaris sabía lo que estaba ocurriendo, y en parte tenía razón: Neptuno no estaría a salvo por sí solo. Si existía una oportunidad de supervivencia, sería aliándose con el Aquelarre de Solaris.
Con determinación renovada, tomó un pergamino de la mesa y comenzó a escribir su respuesta, la pluma moviéndose con rapidez sobre el papel mientras delineaba su propuesta de alianza. Al terminar, suspiró profundamente y alzó la voz con un tono que llenó la habitación:
—¡Sylvarianne!
La puerta se abrió despacio, revelando a una figura imponente: Sylvarianne, la nueva protectora de la reina, ascendida tras el exilio de Cirelya. Era una mujer élfica, alta y esbelta, con cabello rubio corto que enmarcaba su rostro anguloso. Sus orejas largas y puntiagudas destacaban contra su piel azulada. Vestía una armadura blanca con detalles azules que brillaban bajo la luz, y tras de ella ondeaba una capa blanca bordada con hilos dorados, adornada con el escudo de la familia real lunar: símbolo de su nuevo estatus y lealtad.
Sus ojos, de un azul profundo, se posaron en Thalyssara con reverencia mientras entraba e inclinaba ligeramente la cabeza.
—Necesito que lleves mi respuesta a la Ephore Solaris —ordenó Thalyssara, entregándole el pergamino sellado con el escudo real, su voz firme pero cargada de esperanza—. Dile que Neptuno está dispuesto a conversar los tratados de una alianza entre nuestras naciones.
Sylvarianne hizo un gesto militar, su postura rígida mientras respondía con fervor:
—Lo que ordene, mi reina.
Tomó el pergamino con ambas manos y ejecutó una reverencia profunda antes de retirarse. La puerta se cerró tras ella con un clic suave, dejando a Thalyssara sola con sus pensamientos.
Estaba haciendo su movimiento: un paso audaz antes de que UNISOL pudiera actuar primero, un intento de asegurar el futuro de su pueblo en medio de la tormenta que se avecinaba.
Habían pasado varios días desde la ejecución del consejo real y la unificación del poder en manos de la reina Thalyssara, un cambio que había transformado el panorama político de Neptuno. La capital, con sus domos de cristal y túneles subterráneos, zumbaba con una mezcla de alivio y tensión mientras el pueblo intentaba adaptarse a la nueva autoridad absoluta de su soberana.
En la torre médica de la capital, Cirelya yacía en una cama estrecha, rodeada de paredes blancas y el zumbido constante de monitores médicos. El médico, un hombre de piel azulada y orejas élficas, revisaba sus heridas con un escáner portátil, sus manos moviéndose con precisión sobre los parches que cubrían los puntos de sutura en su hombro y pierna.
Las lesiones, infligidas por la daga venenosa de Sykar, habían sanado por completo gracias a una transfusión de sangre y tratamientos avanzados, pero su corazón permanecía destrozado. La exiliada de la Guardia Lunírica, despojada de su propósito y su linaje, sentía un vacío que ninguna medicina podía llenar.
—Estás físicamente curada —anunció el médico con voz neutra mientras apagaba el escáner y se dirigía hacia la puerta—. No es necesario que permanezcas en estas instalaciones. Puedes retirarte cuando tomes tus cosas.
Antes de salir, se detuvo y giró la cabeza ligeramente.
—Ah, por cierto, tienes una visita en el pasillo. ¿La dejo entrar?
Su tono era casual, pero sus palabras encendieron una chispa de sorpresa en los ojos de Cirelya.
No esperaba a nadie. Con un peso en el pecho, respondió con voz ronca:
—Sí… que pase.
El médico asintió y salió, dejando tras de sí un silencio interrumpido solo por el leve crujir de la puerta al cerrarse. Pasaron unos segundos, y entonces un toque suave resonó en la madera.
—Adelante —dijo Cirelya, alzando la mirada con esfuerzo, su cuerpo aún débil pero su espíritu alerta.
La puerta se abrió lentamente, y lo que apareció en el umbral la dejó sin aliento. Era Sylvarianne, la nueva protectora de la reina, vestida con su armadura blanca y azul que brillaba bajo la luz clínica. La capa real, blanca y bordada con hilos dorados, llevaba el escudo de la familia lunar y ondeaba tras ella.
La herencia de su puesto, antes ocupado por Cirelya, era evidente en su porte majestuoso: orejas élficas largas, cabello rubio corto y un rostro serio pero compasivo.
—¿Capitana? —dijo Sylvarianne tras un momento de silencio, su voz cargada de respeto y una sombra de tristeza.
Cirelya dejó escapar una risa amarga, un sonido que resonó en la habitación como un eco de su antigua gloria.
—¿Así que te dieron el puesto a ti? Era lógico… no hay nadie mejor para el cargo.
Alzó la mirada para encontrarse con los ojos de Sylvarianne, quien le devolvió la mirada con una intensidad que mezclaba deber y empatía.
—…Capitana, nosotros… —comenzó Sylvarianne, pero fue interrumpida por un gesto cortante de Cirelya.
—Basta. Ya no soy capitana. He sido exiliada de la orden… —replicó con la voz quebrada, cerrando los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con salir.
Un silencio pesado llenó la habitación, roto solo por la respiración entrecortada de ambas.
Sylvarianne tomó aire y habló de nuevo, con un tono suave pero firme:
—…Nosotros entendemos la decisión del general. Usted faltó a su juramento de castidad, manchó su capa con sangre real…
Cada palabra era un golpe calculado, no de odio, sino de una tristeza compartida, un reconocimiento del peso de la transgresión. Cirelya cerró los ojos con más fuerza, sintiendo cada sílaba como una daga en el corazón, su mente reviviendo el momento de intimidad con Thalyssara que había sellado su destino.
—Sin embargo —continuó Sylvarianne, inclinándose ligeramente hacia adelante—, sabemos que por ese acto, la reina sigue viva. Usted, Capitana, salvó a la reina. Sin su armadura, colocando su vida por encima de su integridad por ella… y todos en la orden respetamos eso.
Su voz se llenó de gratitud, y con un gesto profundo de respeto, se inclinó aún más, su capa rozando el suelo.
—Nosotros le agradecemos su servicio, Capitana. No dejaremos que su capa, su casa, sea olvidada.
Cirelya levantó la mirada, encontrándose con los ojos de Sylvarianne en un intercambio silencioso de honor y reconocimiento.
Entonces Sylvarianne desenvainó una daga ceremonial de su cinturón, su filo brillante reflejando la luz. Con un movimiento deliberado, colocó la hoja contra su palma y la deslizó con precisión, realizando un corte limpio. La sangre brotó, tiñendo su piel azulada de rojo.
—Yo, Sylvarianne Dir Velkthyr de la casa Velkthyr, juro por mi honor y mi espada que honraré sus hazañas, sus logros, y protegeré a la reina aun cuando mi integridad se encuentre en riesgo, tal y como usted y sus predecesores lo hicieron. Este pacto de sangre lo sella y me maldice si falto a mi juramento.
Extendió la daga hacia Cirelya con una leve sonrisa.
Cirelya la tomó con manos temblorosas, sintiendo el peso de la tradición en su filo. Con un movimiento decidido, cortó su propia palma. La sangre brotó en un hilo carmesí y se mezcló con la de Sylvarianne.
—Yo, Cirelya Vareth’Nai de la casa Vareth’Nai, acepto este juramento. Que mi legado sea relevado y honrado por las generaciones futuras, llevando a cabo la misión con lealtad y honor.
Ambas sellaron el acuerdo juntando sus manos, las sangres mezclándose en un vínculo sagrado, un pacto que trascendía el exilio.
Cirelya sabía que podía dejar a Thalyssara en manos de Sylvarianne. Era un peso menos que aliviaba su alma destrozada, aunque el vacío de su pérdida seguía latiendo en su interior.
Fuera de la sala, resguardada por dos guardias de la Guardia Lunírica, Thalyssara permanecía de pie, su figura oculta en las sombras del pasillo. Las lágrimas corrían silenciosamente por sus mejillas, sus manos apretadas contra el pecho mientras escuchaba cada palabra del intercambio.
No quería interrumpir ese momento privado entre las dos caballeros, donde el honor brillaba más fuerte que los sentimientos que la consumían. El sacrificio de Cirelya —su amor y su exilio— la había salvado, y aunque el dolor de perderla como guardia la desgarraba, sabía que su legado viviría a través de Sylvarianne.
Con un suspiro tembloroso, se dio la vuelta y se alejó, dejando que el eco de sus lágrimas se perdiera en el silencio del corredor.
Cirelya y Sylvarianne, tras sellar su juramento con sangre, se vendaron las manos con tiras de tela blanca que el médico les había proporcionado; el rojo de sus cortes apenas visible bajo el apósito improvisado. Cirelya, sintiéndose un poco más aliviada tras el peso emocional del encuentro, se puso de pie con un esfuerzo que reflejaba su recuperación física, aunque no así la de su espíritu herido. La habitación médica, con sus paredes blancas y el zumbido constante de los monitores, parecía menos opresiva ahora, como si el juramento le hubiera devuelto un fragmento de propósito.
Sin embargo, Sylvarianne no había terminado. Con postura recta y mirada cargada de intención, volvió a hablar:
—Capitana, el estar aquí no solo es por respeto y juramento. Tengo una proposición… autorizada por la reina.
Cirelya alzó una ceja, su curiosidad despertando a pesar del agotamiento. Sylvarianne extendió un pergamino sellado con cera dorada, en la que destacaba el escudo real de Thalyssara, símbolo que brillaba bajo la luz clínica.
—La reina desea que este mensaje sea entregado a la Ephore Solaris —explicó con voz firme—. Sus palabras exactas fueron: “Neptuno está dispuesto a conversar los tratados de una alianza entre nuestras naciones”. El mensaje debe ser entregado en persona.
Cirelya tomó el pergamino con manos temblorosas, sintiendo el peso de la responsabilidad en el papel.
—¿Por qué yo? Ya no formo parte de la Guardia Lunírica —preguntó, con una mezcla de incredulidad y cautela, buscando respuestas en los ojos de Sylvarianne.
Sylvarianne sonrió, un gesto que suavizó su rostro élfico.
—No estamos enviando a un miembro de la guardia. Estamos enviando a un mensajero, uno con experiencia en combate y la capacidad de enfrentar adversidades para entregar la voluntad de la reina.
Cirelya parpadeó, procesando sus palabras.
—¿Pero… está permitido? ¿El general lo sabe? Digo, no formo parte de la milicia ni de la guardia… —su voz vaciló, consciente de las restricciones que su exilio imponía.
—El general lo sabe —afirmó Sylvarianne con seguridad—. Partes como mensajero, no como guardia lunírica. No rompemos ninguna regla. Además, es la voluntad de la reina, y su palabra es ley.
Cirelya tomó aire profundamente, sintiendo un nudo en el estómago mientras asimilaba la magnitud de la misión.
—Está bien… —aceptó al fin, con voz firme pese a la incertidumbre.
Sylvarianne hizo un gesto militar, golpeando su puño contra el peto de su armadura; el metal neptuniano resonó con un eco claro.
—Le deseo éxito en su misión —dijo con fervor, sus ojos brillando con respeto.
Ambas se miraron durante unos segundos, un silencio cargado de entendimiento mutuo, antes de que Cirelya se levantara por completo, recogiendo sus pocas pertenencias de la cama.
—Su armadura está en sus antiguos aposentos, junto con su espada —añadió Sylvarianne—. Ha sido pintada de negro, ya que no pertenece a la orden. Su capa fue removida y se encuentra colgada en el templo Lucaetys.
Cirelya la miró con sorpresa.
—¿En el templo? ¿Colgarán mi capa ahí? ¿Van a hacer como si hubiera muerto en batalla?
Sylvarianne sonrió de nuevo, aliviando la tensión.
—Es mejor que estar olvidada en las catacumbas de la orden.
Cirelya dejó escapar una débil sonrisa y suspiró, liberando parte de su carga emocional.
—Gracias… Cumpliré con mi misión y con mi deber hacia la reina.
Sylvarianne asintió, golpeando de nuevo su puño contra la armadura en gesto de despedida; el sonido metálico resonó como un tambor de guerra.
Cirelya salió de la habitación con pasos firmes, aunque su cuerpo aún sentía los ecos de sus heridas. La misión estaba clara en su mente: llevar la voluntad de la reina Thalyssara a la Ephore Solaris. Un viaje que la sacaría de las sombras de su exilio y le daría un propósito renovado.
Mientras caminaba por el pasillo, el peso del pergamino en su mano y la promesa de Sylvarianne en su corazón la impulsaban hacia adelante, lista para enfrentar los peligros que la esperaban en el espacio… donde la guerra entre UNISOL y el Aquelarre de Solaris estaba a punto de estallar.
El Calibarn surcaba el espacio hacia Júpiter, su silueta elegante recortada contra la vastedad oscura salpicada de estrellas lejanas, un faro de luz permitana en la inmensidad del cosmos. En la cabina, Solaris pilotaba con una calma serena, sus manos moviéndose con precisión sobre los controles, mientras Calythea se encontraba a su lado, aún procesando los fragmentos de su despertar y los horrores que había vislumbrado en Vanadis.
El interior del Calibarn estaba iluminado por paneles suaves de gundarium que emitían un brillo azul tenue, reflejándose en los ojos azul hielo de Solaris y en la piel pálida de Calythea, cuyas cicatrices aún sanaban bajo el calor residual del Permet. El zumbido grave de los motores y la vibración casi imperceptible del asiento se mezclaban con el silencio profundo del vacío.
Calythea estiró la mano hacia las placas de gundarium, sus dedos rozando la superficie fría mientras un destello de reconocimiento cruzaba su rostro.
"Yo lo diseñé para ti… bueno, no para ti, ti, sino… tú me entiendes," dijo, su voz temblorosa pero cargada de nostalgia, mirando a Solaris con una mezcla de asombro y tristeza.
"Lo sé… lo recuerdo, recuerdo todo del pasado," respondió Solaris, su tono tranquilo pero con una tensión apenas perceptible. Sus ojos seguían fijos en el horizonte del espacio, donde las estrellas se deslizaban como un río de luz infinita.
Calythea se inclinó hacia ella, su cabello dorado cayendo sobre sus hombros, y colocó ambas manos en el cabello pelirrojo de Solaris, acariciándolo con un gesto íntimo y materno que ambas recordaban de vidas pasadas.
"Suletta… háblame de ti… Conozco todo de ti y a la vez no. Tu parte como Suletta es un misterio… ¿me lo contarías?"
Solaris soltó un suspiro largo, como si cada palabra que estaba a punto de pronunciar tuviera siglos de peso.
"Nací en Mercurio… o eso es lo que viví. Fui criada por mi madre adoptiva, Elnora, una minera endurecida que me dio un hogar tras la ausencia de mi padre, del que nunca habló…"
Su voz se volvió un flujo constante, entrecortada por pausas breves que dejaban escapar miradas lejanas o el apretón de sus manos en los controles. Relató su vida junto a Nika Nanaura, los años excavando en las profundidades de Mercurio, el momento en que Ochs Earth irrumpió en su vida y la obligó a robar el Aerial. Habló de Miorine Rembran, de cómo el Permet las unió, de batallas, traiciones y pérdidas. Cada fragmento de la historia se mezclaba con gestos involuntarios: cerrar los ojos al recordar un dolor, morderse el labio al evocar un amor, aflojar los hombros en los recuerdos más cálidos.
Calythea la escuchó en silencio, sin interrumpirla, aunque en sus ojos se mezclaban orgullo, tristeza y un destello de culpa. Sus dedos no dejaron de acariciar su cabello, como si temiera que cualquier pausa rompiera el delicado hilo que unía ese momento.
Mientras tanto, Urano seguía de cerca al Calibarn en su propio Arcano, una entidad serpentina de energía permitana que se desplazaba con gracia letal a través del vacío. El letargo de la putrefacción, su maldición inherente, comenzaba a envolverla, y un bostezo escapó de sus labios. Justo antes de que sus párpados cedieran, una voz incomprensible resonó en sus oídos, un murmullo distorsionado que para cualquier humano sería ininteligible, pero que para ella era perfectamente claro:
"¿Tienes sueño?"
Urano se incorporó de golpe, girando la mirada hacia la esquina de su cabina… y allí estaba Nini. La niña que habían encontrado en Vanadis, con sus ojos oscuros y profundos, su piel pálida y su vestido raído. No había alarma, ningún destello defensivo del Arcano. Eso la sobresaltó aún más.
"¡Pollux!" exclamó mentalmente a través del Permet, su voz teñida de urgencia. "¿Por qué ella está aquí y no la rechazaste?"
La voz serpenteante de Pollux resonó en su mente.
"Ella lleva el mismo letargo de muerte que tú… la misma putrefacción…"
La revelación la dejó fría. ¿Nini… como ella? La observó con cautela mientras la niña se acercaba y tocaba su brazo. El contacto activó la putrefacción, pero en lugar de corroer, el efecto se detuvo, anulado por el mismo mal que habitaba en Urano. Intrigada, Urano replicó el gesto, tocando la piel de Nini con su propio letargo activo… y nada ocurrió.
Por un instante, ambas se quedaron mirándose, unidas por una comprensión muda: por primera vez, ninguna de las dos destruía lo que tocaba.
Urano tragó saliva, consciente de la rareza de ese vínculo.
"Júpiter me va a matar…" murmuró, antes de añadir con resignación: "Hablaré con la señora Solaris…"
El trayecto hacia Júpiter sería breve, pero la presencia de Nini abría más preguntas que respuestas. Y mientras el espacio se estiraba frente a ellas, Urano supo que aquel encuentro no era una casualidad, sino el inicio de algo que podría cambiarlo todo.
La llegada a Júpiter fue sorprendentemente rápida; las dos horas restantes del trayecto parecieron desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos, como si el espacio mismo se doblegara ante la voluntad de Solaris. Las naves jupetarianas, patrullando los límites de su territorio con su característico brillo metálico, divisaron los tres mobile suits: el imponente Calibarn, el Goliath de Júpiter y el Abyssalis de Urano.
No hubo interrogatorios ni desafíos; los capitanes de flota, conectados al Permet, reconocieron la presencia inconfundible de la Ephore Solaris, cuya aura permitana resonaba como un faro en la oscuridad. A través de las comunicaciones abiertas, se escuchaban voces resonando con reverencia:
"¡Salve, Ephore Solaris!" —exclamaban, un saludo que se repetía entre las naves mientras los tres mobile suits continuaban su descenso hacia la capital jupetariana, un mundo de tormentas y promesas.
Los jupetarianos recibieron la llegada de Solaris con una euforia casi mística. Las calles de la capital, construidas en plataformas flotantes sobre las nubes turbulentas, se llenaron de multitudes que alzaban las manos y cantaban himnos antiguos, viendo en ella a su diosa retornada de una misión sagrada.
El Calibarn descendió con gracia, arrodillándose junto al Aerial, ambos erguidos como titanes guardianes que protegían la ciudad. El Goliath de Júpiter llegó pocos pasos atrás, su presencia imponente pero subordinada, mientras el Abyssalis se posicionaba a su costado, su silueta serpentina brillando con energía permitana. La escena era un espectáculo de poder y reverencia, el aire vibrando con el canto del pueblo.
Solaris descendió del Calibarn, ayudando a Calythea a bajar con un movimiento cuidadoso, sosteniéndola por el brazo mientras sus piernas aún temblaban por el despertar reciente. Júpiter hizo lo mismo, cargando a Eri en sus brazos, la niña aún dormida, su rostro sereno contra la túnica blanca de su protectora.
Urano bajó de su Abyssalis, pero su expresión estaba tensa, sus pasos vacilantes mientras sus ojos evitaban la multitud. Solaris, percibiendo la inquietud, encargó a un miembro del personal médico que atendiera a Calythea, pidiéndole que le proporcionara ropa adecuada para cubrir su cuerpo desnudo y cicatrizado. El médico asintió y guió a Calythea hacia una tienda médica cercana, donde le ofrecieron una túnica jupetariana de tonos dorados.
Júpiter se acercó a Solaris, transfiriendo con cuidado a Eri a los brazos de su señora, quien la sostuvo con ternura, su cabello castaño oscuro cayendo sobre el rostro de la niña. Urano se unió a ellas, su nerviosismo evidente, aunque Júpiter permaneció en silencio, observando a su hermana con preocupación contenida. Tras unos segundos de vacilación, Urano habló, su voz temblorosa:
"S-Señora Solaris… H-hay algo… que ha pasado."
Antes de que Solaris pudiera responder, un grito agudo cortó el aire. Un guardia jupetariano, armado con una lanza permitana, retrocedió con pánico, enfrentándose a una figura que emergió de la multitud: Nini, la niña de ojos oscuros y vestido raído, su presencia inquietante contrastando con su apariencia infantil.
El guardia intentó detenerla, pero Nini, con un movimiento instintivo, tocó su arma, que se pudrió y desintegró en segundos, cayendo al suelo como polvo negro. Inmediatamente, los guardias la rodearon, levantando sus lanzas y apuntándole con expresiones de temor.
"¡A un lado!" —ordenaron, sus voces resonando con autoridad.
Urano corrió hacia Nini, interponiéndose entre la niña y los guardias.
"¡No la ataquen, es peor!" —gritó, extendiendo los brazos para protegerla, su voz cargada de urgencia.
Solaris avanzó hacia ellas, seguida por Júpiter, quien cargaba a Eri con cuidado. Solaris miró a Urano y a Nini, su expresión seria pero serena, y habló con calma:
"Por favor, explícame, Urano."
Urano respiró hondo, su mirada nerviosa encontrándose con la de Solaris.
"Señora, todo comenzó cuando dejábamos Vanadis. Mientras viajábamos en mi Arcano, Pollux, sentí un letargo que me llevó al sueño. Entonces, escuché una voz extraña, como si las palabras estuvieran al revés, pero las entendí. Era Nini. Apareció en mi cabina, dentro de Pollux, y no lo rechazó. Le pregunté a Pollux por qué, y me dijo que ella lleva el mismo letargo de muerte que yo: la putrefacción. Caelestis la envió conmigo antes de que destruyéramos el asteroide, diciéndole que yo era como ella. Cuando la toqué, su poder intentó pudrirme, pero se canceló porque compartimos la misma maldición. Intenté lo mismo con ella, y el efecto se neutralizó. No tiene malicia, señora, solo… existe con esa carga. No sé cómo estuvo escondida todo este tiempo, pero parece que me eligió como refugio."
Solaris escuchó el relato en silencio, sus ojos azul hielo evaluando a Nini, quien la miraba con una calma inquietante, sus ojos oscuros reflejando una inocencia pura a pesar de su poder destructivo. Era cierto, no había malicia en ella, solo una existencia marcada por la soledad.
Solaris se giró hacia Júpiter, quien sostenía a Eri con firmeza.
"¿Qué sientes en ella, Junielle?" —preguntó, su voz tranquila pero inquisitiva.
Júpiter observó a Nini durante un momento, su túnica blanca ondeando con la brisa jupetariana.
"No siento maldad como tal, mi señora. Es como un animal… si la atacan, responde. Su poder es instintivo, no malévolo." —respondió, su tono reflexivo mientras cargaba a Eri.
Solaris volvió su mirada hacia Urano, quien asintió con tristeza.
"Ya pasé por eso, señora. Sé lo que es que todos te eviten por lo que eres. Es triste… ella no eligió esto."
Solaris suspiró profundamente, sus hombros relajándose tras un momento de reflexión. Luego, con una decisión clara, habló:
"Urano, tú serás la encargada de cuidar a esta niña. La convertirás en tu novitiae, tu aprendiz. Enséñale a controlar su poder y a encontrar su lugar entre nosotras."
Urano parpadeó, sorprendida, pero asintió con determinación.
"Me haré cargo, señora." —respondió, extendiendo la mano hacia Nini.
La niña la tomó con cautela, sus dedos pequeños envolviéndose alrededor de los de Urano, un contacto que no causó daño gracias a su maldición compartida. Urano la guió suavemente hacia un área apartada, donde podrían hablar sin la presión de los guardias, su figura desapareciendo entre la multitud.
Júpiter y Solaris observaron a Urano y Nini alejarse, el vínculo entre ellas comenzando a formarse. Solaris cargó a Eri con más fuerza, su mirada siguiendo a su aprendiz.
"Es parte de crecer tener responsabilidades, Junielle." —dijo, su voz suave pero cargada de sabiduría.
Júpiter sonrió, una expresión cálida que iluminó su rostro.
"Así es, mi señora." —respondió, caminando junto a Solaris mientras ambas se adentraban en la ciudad jupetariana.
Las calles, llenas de celebraciones, se abrían ante ellas, pero sus mentes ya estaban enfocadas en los próximos pasos de la guerra por venir, una alianza que se fortalecería con cada decisión tomada en este nuevo capítulo.
La nave de Lunaria surcaba el espacio con una elegancia silenciosa, su casco negro brillando bajo las luces distantes de las estrellas mientras se dirigía hacia Júpiter. A bordo, el ambiente estaba impregnado de una mezcla de alivio y determinación. Las cosas habían salido mejor de lo esperado: Neptuno estaba a un paso de convertirse en aliado, una victoria diplomática que fortalecía la causa del Aquelarre.
Vaelerythia, con su imponente figura y su cuerno dorado destacando bajo la luz tenue de la cabina, se había reconciliado parcialmente con su hermana Thalyssara, un avance frágil pero prometedor en su relación rota. Habían salvado a la reina, abolido la resistencia alineada con UNISOL en Neptuno, y ahora Thalyssara reinaba con autoridad absoluta, un cambio que resonaba como un eco de esperanza en el sistema solar.
Además, Solaris había comunicado a Lunaria que su misión en Vanadis había concluido con éxito, invitándola a reunirse en Júpiter. Todo parecía alinearse a su favor, un raro momento de triunfo en medio de la guerra que se avecinaba.
—Lady Lunaria —dijo Vaelerythia, arrodillándose con gracia junto a ella, su voz resonando con respeto mientras inclinaba la cabeza. Estaban en una sala de observación, las paredes de cristal mostrando el vacío estrellado y la silueta distante de Saturno. —Estamos cerca de Titán. Debemos unirnos a la flota de los Lobos pronto.
Lunaria sonrió, un gesto cálido que suavizó su rostro jupetariano, sus ojos plomizos brillando con las líneas verdes del Permet.
—De pie, Vaelerythia, eso es excelente —respondió, extendiendo una mano para ayudarla a levantarse, un acto que reforzaba su camaradería.
Vaelerythia se incorporó, su armadura azul resonando ligeramente, y continuó con su informe.
—Además, Shaddiq Zenelli ha solicitado una audiencia con usted. Indica que es un tema urgente.
Lunaria alzó una ceja, su mente analizando rápidamente el nombre.
—¿Shaddiq? Está bien. Responde diciendo que venga a verme cuando lleguemos a Titán para reabastecernos y partir hacia Júpiter.
Vaelerythia asintió con un movimiento preciso y dio media vuelta, dirigiéndose al puente con pasos firmes, su capa ondeando tras ella como un estandarte de guerra.
Lunaria quedó sola, su mirada perdida en el vacío del espacio. Desde la ventana, Neptuno se veía como una joya azul en la distancia, tan diferente pero a la vez tan nostálgico de la Luna de su pasado.
Su yo anterior, Miorine Rembran, suspiró en su interior, un eco de la joven que había sido antes de renacer como Lunaria. Llevaba sangre lunar en su linaje, un legado de su conexión con el Permet, pero también jupetariana por su madre, una dualidad que la definía.
No era tiempo de sentimentalismos, se recordó a sí misma, apartando esos pensamientos mientras se dirigía al centro de mando. Ella y Solaris tenían una misión: crear un mundo nuevo y seguro para las usuarias del Permet, un refugio lejos de la maldad y la caza implacable de aquellos que temían lo desconocido.
El puente, con sus pantallas holográficas y tripulantes moviéndose con eficiencia, la recibió con un murmullo de actividad. Lunaria se posicionó en el centro, su figura imponente proyectando una autoridad que inspiraba lealtad.
Mientras la nave se aproximaba a Titán, la luna de Saturno, sus anillos brillaban como un halo en el horizonte, un recordatorio de la belleza y la fragilidad del cosmos.
La flota de los Lobos, una alianza de naves piratas y rebeldes alineadas con el Aquelarre, aguardaba en formación, sus cascos desgastados pero listos para la batalla. Lunaria sabía que la reunión con Shaddiq Zenelli podría traer noticias críticas, tal vez una oferta de apoyo o una advertencia sobre los movimientos de Dominicus.
Su mente se llenó de estrategias mientras revisaba los informes tácticos en las pantallas, consciente de que cada decisión tomada en Titán moldearía el curso de la guerra. La unión con Solaris en Júpiter sería el próximo paso, un momento para consolidar su poder y preparar a sus fuerzas contra el imperio que los acechaba.
En su interior, Lunaria sentía el peso de su doble herencia. Como Miorine, había sido una estratega astuta, hija de Delling Rembran, el antiguo emperador de UNISOL, ahora muerto y reemplazado por Dominicus. Como Lunaria, encarnaba el espíritu lunar, un lazo con el pasado que la impulsaba a proteger a las suyas.
El Permet pulsaba en sus venas, un recordatorio de su destino, y mientras observaba el espacio, juró que ningún temor ni persecución detendría su visión de un futuro libre.
La nave tembló ligeramente al entrar en la órbita de Titán, y Lunaria se preparó para recibir a Shaddiq, su mente enfocada en la misión que compartía con Solaris: un mundo donde las usuarias del Permet pudieran florecer sin miedo.
La llegada a Titán fue tan rápida que apenas dio tiempo a Lunaria para prepararse mentalmente. Las naves de la flota de los Lobos Carmesí, con sus cascos desgastados pintados de un rojo profundo que evocaba sangre y resistencia, estaban estacionadas en órbitas bajas, curiosamente listas para partir, un detalle que no pasó desapercibido para Lunaria. La actividad frenética en el espacio sugería una preparación inminente, y su mente estratégica comenzó a analizar las implicaciones mientras su nave descendía hacia el hangar designado dentro de la base Grassley.
Al abrirse la compuerta, un aire frío y metálico la recibió, acompañado por el zumbido de maquinaria y el murmullo de la tripulación. Lunaria y Vaelerythia, con su armadura azul resonando a cada paso, emergieron para encontrarse con las demás brujas que aguardaban su llegada: Venus, Gaia, Marte, Plutón y, al final, Saturno, quien estaba con los brazos cruzados y la mirada desviada, evitando a Lunaria. La tensión entre ellas era palpable; tal vez era celos o envidia, un eco de la historia pasada donde el antepasado de Saturno, la primera Arbiter y primer amor de Solaris, había sido reemplazado por Lunaria, quien, como Miorine, había capturado el corazón de la Ephore.
Plutón se adelantó con una reverencia elegante, su túnica oscura contrastando con su piel pálida.
—Bienvenida, Lady Lunaria. ¿Neptuno…? Espero que su viaje traiga buenas nuevas del planeta helado —preguntó, su voz suave pero cargada de expectativa.
Lunaria sonrió, un gesto que iluminó su rostro jupetariano.
—Todas son buenas. ¿Solaris aún no regresa? —respondió, su tono optimista pero con un matiz de curiosidad.
Plutón negó con la cabeza, su expresión ensombreciéndose.
—Me temo que no regresará aquí. En esta base, las cosas han cambiado y van a cambiar, Lady Lunaria… —su voz se apagó, dejando una pausa cargada de significado.
Lunaria alzó una ceja, su interés despertado.
—Ilumíname entonces, Plutón.
Antes de que Plutón pudiera responder, una nueva voz interrumpió, cortante y familiar.
—Será mejor que yo te lo comente, Miorine…
Shaddiq Zenelli emergió de las sombras del hangar, su figura alta y delgada envuelta en una túnica gris oscuro, sus ojos fijos en Lunaria. Marte, a su lado, desvió la mirada y dejó escapar un gruñido bajo, mostrando los dientes en un gesto de hostilidad instintiva. Shaddiq alzó las manos en son de paz, su expresión calmada pero seria.
—Solo quiero hablar y comentarte los pasos a seguir de la base… de nosotros.
Lunaria suspiró, evaluándolo por un momento.
—Bien, vamos… —aceptó, avanzando con pasos decididos.
Vaelerythia la siguió de cerca, su espada lista en su mano, mientras Shaddiq las guiaba hacia el interior de la base, su presencia un recordatorio de los lazos complejos que los unían.
El movimiento dentro de la base era evidente: personal trasladaba suministros, maquinaria y equipo de un lado a otro, mientras soldados se movían con rapidez, aunque Lunaria notó que eran menos de lo que recordaba. La actividad sugería una evacuación inminente, y el aire estaba cargado de una urgencia silenciosa.
Shaddiq, caminando a su lado, se inclinó ligeramente y susurró, intentando ser discreto:
—¿Tiene que seguirnos tu gigante a todos lados?
Su comentario iba dirigido a Vaelerythia, pero ella lo escuchó claramente.
—Soy la espada de Lady Lunaria, su protectora y fiel guardiana. A donde vaya ella, iré yo —respondió Vaelerythia, su voz resonando con orgullo, sus ojos ámbar clavados en Shaddiq con una intensidad que no admitía discusión.
Lunaria sonrió y añadió:
—Neptuno es mi protectora, siempre estará a mi lado.
Shaddiq no dijo más, su expresión neutral mientras continuaban por un pasillo que parecía abandonado, con paredes desnudas y ecos de pasos resonando en el vacío.
Llegaron a una oficina austera, con una mesa central rodeada de sillas simples y nada más, un contraste con la opulencia que Grassley alguna vez ostentó. Shaddiq se sentó y gesticuló para que Lunaria hiciera lo mismo. Ella tomó asiento, y ambos se miraron en silencio por unos segundos antes de que él hablara.
—Miorine… —comenzó.
—Lunaria… —corrigió ella, su tono firme pero no hostil.
Shaddiq alzó una ceja, sorprendido.
—¿Perdón?
—Lo sé, me has conocido como Miorine, y en parte sigo siendo ella. Pero ahora también soy Lunaria, y te pido que te dirijas a mí con ese nombre —explicó, su voz cargada de autoridad y un toque de nostalgia.
Shaddiq suspiró y dejó escapar una sonrisa leve.
—Entiendo, Lunaria… Todo esto aún es nuevo, y me disculpo si le falté el respeto a alguien —dijo, lanzando una mirada breve a Vaelerythia antes de continuar—. La base entró en un consenso reciente. Como sabrás, la mercuriana… perdón, Solaris, ha sido nombrada enemiga pública de UNISOL, y ahora su cabeza tiene un precio. Dominicus la caza a ella y a todos los que están de su lado. Así que la base tuvo que decidir qué hacer: alinearse con UNISOL o seguir el camino de las brujas.
Hubo un silencio tenso, y Lunaria lo observó con atención mientras él proseguía.
—Hubo consenso entre todos para decidir el rumbo. Algunos, incluido yo, tenían claro qué camino seguir. Sin embargo, hubo una división: un 70/30 a favor de ustedes. El 70% de la base decidió seguirlas porque creen en lo que pueden ofrecer, no en lo que UNISOL cuenta. El otro 30%, principalmente militares, estratégicos y administrativos, estaba de acuerdo con UNISOL y no quería estar más cerca de ustedes.
Lunaria asintió, procesando la información.
—Déjame adivinar… ¿militares, estratégicos y administrativos, verdad? —dijo, su voz teñida de ironía.
Shaddiq rio suavemente.
—Sí, efectivamente. Ese 30% se fue de la base hace pocos días. Por lo cual, estar aquí ya no es seguro. Todos están listos para evacuar y partir hacia donde está Solaris actualmente, en Júpiter.
—¿Es por eso que la flota de Marte estaba alerta y lista para partir o atacar? —preguntó Lunaria.
—Sí… tu llegada ha sido un regalo. Las demás brujas sabían que ibas a llegar, así que insistieron en quedarse hasta tu retorno. Que estés aquí mejora las cosas, porque no sabemos cuándo Dominicus o SOVREM podrían llegar. Esta base ya no es segura.
—¿Estás dejando de lado tu legado como heredero de Grassley Defense Systems? ¿Por qué? —preguntó Lunaria, directa pero con curiosidad.
Shaddiq se sonrojó levemente, desviando la mirada.
—Es porque… una bruja ha robado mi corazón… —confesó, su voz baja pero sincera.
Lunaria lo observó con sorpresa.
—Shaddiq, creo que no te lo he dicho, pero incluso antes de despertar, sabes que soy fiel a Solaris y la amo. No puedo aceptar tus sentimientos.
Shaddiq la miró bruscamente, tosiendo para disimular su vergüenza antes de reír.
—…Lo siento. Pero no eres tú… Es decir, como Miorine sí me gustabas… pero alguien más ocupó el espacio que dejaste. Es… Júpiter.
En un instante, el filo de la espada de Vaelerythia presionó contra su garganta, su voz cortante:
—Toca a mi hermana y te juro que tu cabeza rodará por el piso.
Shaddiq no se movió, anticipando la reacción, pero Lunaria intervino rápidamente.
—Neptuno, guarda tu arma.
Vaelerythia retiró la espada con reticencia, su mirada aún fija en Shaddiq.
—¿Júpiter lo sabe? —preguntó Lunaria.
—Lo sabe… Ella misma me dijo si era capaz de dejarlo todo por seguirlas, por seguirla a ella.
Lunaria sonrió levemente.
—Es algo que Júpiter diría…
Se puso de pie, y Shaddiq la observó, esperando una reprimenda. Pero lo que escuchó lo tomó por sorpresa.
—No te quedes sentado, Shaddiq. Tenemos una evacuación que realizar. Muévete, tenemos poco tiempo y Solaris nos espera.
Lunaria salió de la sala seguida por Vaelerythia. Shaddiq se recostó en la silla, cubriéndose los ojos con una mano antes de soltar una carcajada breve y levantarse. Lunaria tenía razón: debían evacuar antes de que Dominicus llegara, y el tiempo apremiaba.
La evacuación de la base Grassley en Titán avanzaba con una rapidez y coordinación impresionantes, un caos controlado que reflejaba la urgencia del momento. Shaddiq Zenelli, junto a Sabina Fardin, dirigía la operación, movilizando a la Legión de los Lobos Carmesí para que embarcaran en los shuttles y se transfirieran a los cruceros y fragatas anclados en órbita. Los mobile suits disponibles —incluidos los Arcanos de las brujas— desempeñaban un papel crucial, transportando maquinaria pesada y suministros esenciales con sus brazos mecánicos y campos de energía permetana.
Los mecánicos, el personal de alimentación, los médicos, así como las niñas y los niños, fueron los primeros en abordar, sus rostros mostrando una mezcla de alivio y temor mientras se acomodaban en las naves. Lunaria, atenta a cada detalle, había informado a Marte sobre los planes, asumiendo el liderazgo en ausencia de Solaris. Como pareja y reina de la Ephore, su autoridad era incuestionable, y las brujas —incluida Marte— cumplían sus órdenes sin vacilar.
Tras varias horas de trabajo intenso, solo quedaban algunos miembros menores: el Escuadrón 6, Shaddiq y las brujas junto a Lunaria.
—Todos están a bordo de las naves, somos los últimos, Lunaria —informó Shaddiq con voz firme, revisando un datapad con los registros de embarque.
Lunaria asintió y consultó la tableta que él le había entregado.
—Es hora de decirle adiós a este lugar entonces —comentó, su tono sereno pero con un matiz de resolución.
Shaddiq la miró, curioso.
—¿Qué va a pasar con el planeta? Es decir… podemos respirar, hay plantas, todo está lleno de vida.
Lunaria lo observó con una sonrisa enigmática.
—Eventualmente, sin Gaia, esto volverá a ser una roca fría. Gaia es quien, con su don en el Permet, mantiene este equilibrio. Sin ella, todo volverá a su estado natural.
Shaddiq frunció el ceño, pensativo.
—¿Y qué pasará cuando muera? Digo… por edad.
—Ya nos hemos ocupado de eso. No debe preocuparte —respondió Lunaria, dejando la respuesta en el aire como un misterio que no necesitaba explicación inmediata.
Antes de que Shaddiq pudiera insistir, una alarma estridente rompió el silencio, reverberando por los pasillos de la base. Marte, en comunicación con su legión, ladró con urgencia:
—¡Informe!
La respuesta llegó con una voz tensa:
—Apertura de vacío detectada, Warmaster. Salto inminente… son naves imperiales.
Un silencio cargado precedió al siguiente mensaje:
—Están aquí… Dominicus.
La alarma de intrusión resonó con más fuerza. Marte sonrió, una mueca feroz que irradiaba su naturaleza belicosa. Su aura emanaba una energía cálida y destructiva mientras pilotaba su Prometheon, un mobile suit de diseño robusto con chasis reforzado, dos hachas melee de energía radiada y un brazo extensible terminado en una garra capaz de irradiar calor devastador.
—Escudos al máximo hasta que lleguemos. Defiendan mientras regresamos a base —ordenó con voz de trueno. Luego se giró hacia Lunaria, su mirada encendida—. Permiso para entrar en combate con Prometheon, Lady Lunaria.
Lunaria la miró con frialdad y negó con la cabeza.
—Denegado.
—¿¡Por qué!? —rugió Marte, más un ladrido que una pregunta, su cuerpo tensándose como si estuviera a punto de desafiar la orden.
—¡NO PUEDES NEGARME LA GUERRA!
Por un instante, su linaje Hrothild rugió en su interior, exigiendo gloria en batalla. Su sangre pedía enfrentar al enemigo y derramar su ira sobre Dominicus. Pero la voz de Lunaria, su reina, resonó como un eco lunar, recordándole su deber hacia el Aquelarre y la protección de Gaia.
Lunaria dio un paso adelante.
—Vargra Hrothild… —pronunció, usando el nombre verdadero de Marte. Las líneas verdes del Permet recorrieron su piel como serpientes de luz y sus ojos plomizos se iluminaron con las mismas marcas, imponiendo su autoridad—. Tu reina te ha dado una orden. Cumplirás mis palabras en mi nombre… y en el de Solaris. ¿Te ha quedado claro, Warmaster?
Marte respiró con fuerza, pero se enderezó lentamente, sometida por el peso de su nombre verdadero y la autoridad de Lunaria.
—Como ordene, Lady Lunaria —respondió, inclinando la cabeza.
Lunaria se volvió hacia Shaddiq.
—Tenemos que irnos ya. Hay que evacuar a Gaia con prioridad. ¿Tu Escuadrón 6 puede ayudar a Marte en la defensa?
Shaddiq miró a Sabina, que asintió con determinación.
—El Escuadrón 6 siempre estará listo para cualquier misión que se le asigne —afirmó ella con voz firme.
—Bien, entonces todos a bordo. Hay que evacuar ya —ordenó Lunaria, girándose hacia el shuttle y avanzando junto a Vaelerythia.
Venus se colocó junto a Gaia, que permanecía en la nave. Su don mantenía la vida en Titán, y era demasiado valiosa para arriesgarla en combate. Con su túnica verde y su expresión serena, Gaia caminó bajo la protección de Venus hacia un compartimento seguro, ajena al caos que se desataba a su alrededor.
Mientras el shuttle de Lunaria despegaba hacia una de las naves de la flota, donde aguardaban los mobile suits de las brujas, las naves imperiales de Dominicus emergieron del salto de vacío, su flota imponente llenando el espacio con destellos de acero y energía oscura. Las fragatas y cruceros de los Lobos Carmesí activaron sus escudos permitanos, un resplandor azul que chocó contra los primeros disparos de plasma de los imperiales.
En la distancia, el Comodoro Veyris Kalthor —un oficial de Dominicus de rostro anguloso iluminado por las pantallas tácticas de su crucero insignia— observó la retirada con una sonrisa fría.
—Reporten al Alto Mando —ordenó con voz gélida—. La flota de las brujas huye. Prepárense para rastrear su salto hacia Júpiter. No escaparán por mucho tiempo.
Sus subordinados asintieron, transmitiendo las coordenadas mientras la batalla comenzaba.
Marte, a bordo de su Prometheon, lideró la defensa, sus hachas melee cortando el vacío mientras su brazo extensible se lanzaba hacia un caza imperial, la garra irradiando un destello que derribó su escudo y lo redujo a chatarra. Vaelerythia, pilotando su Arcano de espada y hielo, se unió al frente, canalizando un frío glacial que congeló un crucero imperial en pleno avance, el metal crujiendo bajo capas de hielo permetano.
—¡Mantengan la línea! —gritó, trazando arcos con su espada que destrozaban cazas enemigos en estallidos de hielo y fragmentos.
Sabina Fardin, capitana del Escuadrón 6, tomó el mando con precisión. Henao Jazz, subcapitana del Escuadrón Delta, maniobró su unidad de apoyo, desplegando drones de interferencia para desviar los misiles enemigos. Ireesha Plano, la defensora, activó un escudo permetano masivo que absorbió un impacto directo, haciendo temblar su cockpit, su rostro perlado de sudor pero sin perder la concentración. Renee Costa, la vanguardia, cargó con su lanza de plasma, perforando la coraza de un caza imperial y haciéndolo estallar; sin embargo, un disparo enemigo la alcanzó, arrancándole la pierna derecha en un estallido de metal y sangre. Gritó de dolor, su unidad tambaleándose, mientras Maisie May, la exploradora, voló hacia ella, mapeando los movimientos enemigos y transmitiendo datos.
—¡Renee, aguanta! —exclamó Maisie, esquivando por poco un rayo láser que rozó su ala mientras intentaba cubrirla.
Marte arremetió contra un crucero imperial, sus hachas cortando el casco con golpes precisos, mientras su brazo extensible irradiaba energía que debilitaba las defensas. Sin embargo, la flota de Dominicus respondió con una andanada masiva, y un disparo alcanzó el hombro de Prometheon, dañando su armadura y obligándola a retroceder.
—¡Sigan resistiendo! —ordenó Marte, mientras Vaelerythia congelaba otro caza con un arco de hielo que detuvo su avance.
El espacio se llenó de destellos y explosiones, el vacío silenciando los sonidos pero amplificando las vibraciones de las naves. Los Lobos Carmesí resistían con ferocidad, pero la superioridad numérica de Dominicus comenzaba a inclinar la balanza. Un crucero enemigo se acercó peligrosamente al shuttle de Lunaria, sus cañones cargando un disparo letal. Marte interpuso al Prometheon, absorbiendo el impacto con su torso dañado; el metal crujió bajo la presión.
—¡Váyanse ahora! —transmitió, su voz quebrada pero decidida.
Vaelerythia cubrió el flanco, congelando un escuadrón de cazas que amenazaban el perímetro, su Arcano moviéndose con una elegancia letal.
Lunaria, desde el shuttle, observó la pantalla táctica con el corazón en la garganta.
—Marte, Vaelerythia, resistan solo lo necesario —ordenó, su voz firme a pesar de la tensión.
El shuttle aceleró hacia una fragata de la flota, donde los Arcanos de las brujas aguardaban, escoltado por fragatas que lanzaban salvas de cobertura. Henao desplegó un campo de interferencia que desorientó a los cazas imperiales, ganando tiempo para la evacuación. Ireesha levantó un escudo adicional, protegiendo a Maisie mientras esta trazaba una ruta de escape.
—¡Por aquí, rumbo a Júpiter! —indicó Maisie con calma.
Las naves de los Lobos Carmesí comenzaron a abrir portales de vacío hacia Júpiter, mientras Marte y el Escuadrón 6 contenían el avance enemigo. Renee, gravemente herida, fue estabilizada por Maisie, que la llevó hasta una fragata de rescate, su pierna perdida flotando en el vacío como un testimonio de su sacrificio.
Marte, con el Prometheon dañado pero operativo, lideró un contraataque que destrozó un destructor imperial con sus hachas, mientras Vaelerythia congelaba un crucero, deteniendo su avance con el hielo permetano. El Escuadrón 6, liderado por Sabina, se retiró tras ellas, cubriendo la retaguardia con fuego preciso.
El shuttle de Lunaria alcanzó la fragata, donde Venus ya protegía a Gaia en un compartimento seguro. Los Arcanos de las brujas se alinearon para la defensa final. Marte y Vaelerythia, tras un último esfuerzo, entraron en portales de vacío con sus unidades maltrechas pero intactas, uniéndose a la flota en su huida hacia Júpiter.
La batalla dejó un rastro de escombros y silencio… pero la prioridad de resguardar a Gaia se había cumplido, y la evacuación fue un éxito.
La llegada a Júpiter fue abrupta, sin previo aviso para la flota jupetariana que custodiaba el planeta, desencadenando un estado de alerta inmediata. En el puente de mando de la nave insignia, un joven jupetariano de piel pálida y ojos plomizos, encargado de monitorear la actividad cercana, exclamó con urgencia:
—¡Capitana, estamos detectando masivas aperturas de vacío en nuestra dirección!
Su voz temblaba ligeramente, sus manos inquietas sobre los controles mientras las pantallas se llenaban de señales parpadeantes.
La capitana Jovara Lysenne Virellius, una mujer de porte imponente con cabello corto y plateado que caía sobre su uniforme militar, se puso de pie de un salto, sus ojos plomizos brillando con alarma.
—¿Cómo has dicho? —demandó, su tono cortante mientras se acercaba a la ventana panorámica del puente para observar el espacio frente a ellos.
El soldado respondió con rapidez, contando en voz alta:
—¡Capitana, es una flota entera! Miles de señales de vacío en nuestra posición en 5, 4, 3, 2…
Antes de que terminara, el espacio se rasgó con destellos cegadores, y de la nada emergió una flota masiva de los Lobos Carmesí. Las naves, con sus cascos negros salpicados de un rojo intenso que contrastaba violentamente con la estética jupetariana de tonos plateados y blancos, parecían intrusas en el ordenado cielo del planeta; sus formas angulosas y desgastadas destacaban como cicatrices en la armonía celestial. Sus baterías activas y escudos resplandecientes con energía permetana anunciaban su poder, un espectáculo que dejó a la tripulación en un silencio atónito.
—¡Por la Ephore…! —exclamó Jovara, su voz llena de incredulidad y temor—. ¡Alerta roja! Escudos y cañones cargados… esos hijos de puta no van a…
Su orden fue interrumpida por un murmullo entre los oficiales, uno de ellos sugiriendo en voz baja:
—Capitana, ¿abrimos fuego? No parecen amistosos.
Jovara vaciló, su mano apretando el comunicador, cuando un mensaje a canal abierto resonó en el puente:
—Atención, esta es la flota principal de los Lobos Carmesí. A bordo se encuentra la Selarch Lunaria, Reina de la Ephore Solaris, junto con su Aquelarre y civiles de Titán. Repito, a bordo se encuentra la Selarch Lunaria, Reina de la Ephore Solaris, junto con su Aquelarre y civiles de Titán. No disparen, somos aliados.
Jovara activó el canal abierto, su tono autoritario resonando:
—Aquí la capitana Jovara Lysenne Virellius de la Cuarta Flota Interplanetaria de Júpiter. Identifíquese.
El canal respondió con prontitud:
—Aquí el comandante Ingmar Stormulf. No somos hostiles. Venimos con la Selarch Lunaria y estamos del lado de la Ephore Solaris.
Jovara frunció el ceño, la desconfianza aún latente.
—Ponga a Lady Lunaria en comunicación para validar lo que informa —ordenó, su mirada fija en las pantallas tácticas.
Un oficial a su lado murmuró:
—¿Y si es una trampa? Podríamos perder tiempo.
Jovara lo silenció con un gesto.
La respuesta no se hizo esperar:
—Capitana… tengo entendido que quiere hablar conmigo. ¿Qué desea de su reina?
La voz de Lunaria, serena pero con un toque de autoridad, llenó el puente. Un susurro de reverencia recorrió a los tripulantes jupetarianos, sus rostros palideciendo aún más al reconocer el timbre de su Selarch, la reina de la Ephore Solaris; varios se inclinaron instintivamente hacia los altavoces.
—Lady Lunaria, qué bueno confirmar su verificación. Estamos en guerra, necesitamos comprobar todo —respondió Jovara, su tono suavizándose pero aún cauteloso.
Lunaria contestó con una leve risa:
—Solaris sabe que estoy aquí, me acaba de sentir. Creo que sería bueno que su flota dejara de ser hostil antes de que…
Su comunicación se cortó abruptamente cuando, desde la superficie de Júpiter, una enorme señal de Permet se activó. Un pulso brillante atravesó la atmósfera con un zumbido ensordecedor; las ondas de Permet barrieron el espacio, provocando chispazos en los sistemas de la flota jupetariana y distorsiones en las pantallas del puente, haciendo que los oficiales se tambalearan momentáneamente.
Desde el planeta, el Calibarn emergió como un dios blanco, sus propulsores emanando plasma permetano en estelas luminosas que iluminaban el cielo con un resplandor casi divino. Con velocidad impresionante, atravesó las naves de la Cuarta Flota, pasando entre ellas sin causar daño, y se detuvo frente al hangar de la nave donde Lunaria se encontraba.
Jovara quedó en shock, sus ojos plomizos abiertos de par en par mientras observaba la magnificencia del Calibarn. La unidad extendió sus brazos, y desde una compuerta de escape, Lunaria salió en un traje espacial, flotando brevemente antes de ser recibida por las manos del mobile suit. La compuerta del piloto se abrió y Lunaria entró con gracia, desapareciendo en el interior. El Calibarn giró entonces, pasando de nuevo entre las naves de la flota sin emitir palabra, dirigiéndose hacia el planeta con su amada a bordo.
La comunicación se reabrió, y la voz de Ingmar Stormulf resonó de nuevo:
—Creo que no necesitamos más formalidades, ¿verdad? Tenemos civiles, ingenieros, mecánicos y personal armado. Necesitamos evacuarlos al planeta. ¿Procedemos?
Jovara, recuperándose de su asombro, dio una orden rápida:
—Comandante Ingmar, los escoltaremos y comenzaremos el descenso y desembarco del personal. Bienvenidos a Júpiter.
Desactivó los escudos y cañones de la flota, mientras las naves jupetarianas se alineaban para guiar a los Lobos Carmesí hacia la superficie.
El descenso a Júpiter fue una operación meticulosamente orquestada por las naves militares jupetarianas, que guiaron a los destructores, fragatas, cruceros ligeros y blindados hacia distintos hangares distribuidos por el vasto planeta, el más grande del sistema solar. Su flota, una fuerza colosal adaptada a la magnitud de Júpiter, ocupaba hangares y plataformas estratégicas diseñadas para albergar naves de guerra de tamaños imponentes, reflejo de su resistencia histórica contra UNISOL. Júpiter nunca se había sometido al imperio y, tras años de guerra con un frágil acuerdo de cese al fuego roto por la invasión de Dominicus, su armamento estaba en su punto más alto.
La llegada de la flota de los Lobos Carmesí, con sus cascos negros y rojos, amplificó aún más su poder bélico, uniendo fuerzas en un frente común contra el enemigo.
Cuando las naves aterrizaron, el personal militar jupetariano, vestido con uniformes de tonos grises y plateados, se encargó de transportar a los civiles a puestos de control para su registro, verificando profesiones, habilidades y antecedentes con una eficiencia militar impecable. Sin embargo, hubo una excepción: los heridos, como Renee Costa, fueron trasladados con urgencia a unidades médicas improvisadas, donde los cirujanos permetanos trabajaban febrilmente para salvar su pierna perdida.
Las brujas del Aquelarre, reconocidas como parte del séquito de la Ephore y con pase libre, fueron escoltadas en un shuttle militar hacia la capital, donde la presencia de Solaris las aguardaba.
La llegada del shuttle fue rápida y ceremoniosa. El Calibarn se alzaba en el corazón de la capital, arrodillado como un titán protector, su cabina cerrada pero su presencia imponente dominando el paisaje. A sus pies, Solaris aguardaba de la mano de su reina, Lunaria, sus figuras unidas en un símbolo de unión y poder.
Cuando la compuerta del shuttle se abrió con un siseo hidráulico, las masas de civiles jupetarianos que llenaban las calles pivotaron hacia las brujas, estallando en aplausos y vítores. Para ellos, estas guerreras eran ángeles enviados por la Diosa Solar y Lunar, heraldos y ejecutores que defendían y repartían justicia en nombre del Sol.
Las brujas, entre ellas Marte, Plutón, Venus, Gaia y Vaelerythia, avanzaron con pasos firmes, aunque internamente sus egos se inflaban ante tal adoración, un reconocimiento que nunca habían experimentado con tanta intensidad. Vaelerythia, con su armadura neptuniana blanca y azul brillando bajo la luz jupetariana, su cuerno dorado reflejando la reverencia del pueblo, se mantenía al lado de Lunaria, su presencia imponente un recordatorio de su papel como protectora y bruja de Neptuno.
La presencia de Gaia entre ellas transformó el aire; su don permetano lo purificó, haciendo más liviana la atmósfera, y la pesadez de Júpiter se reguló rápidamente. El planeta, con su afinidad innata al Permet, parecía darle la bienvenida: sus ríos dorados y su núcleo de marea roja vibraban con una energía viva e ilimitada, una fuente que Gaia sentía como un latido, prometiendo convertir a Júpiter en un paraíso dentro del sistema solar, superior incluso a la Tierra en tamaño y vitalidad.
Solaris observó cómo el Aquelarre faltante se acercaba, de la mano con Lunaria, y alzó la voz con autoridad serena:
—Bienvenidas, estamos nuevamente juntas, listas para afrontar lo que viene. Vamos dentro del Palacio Solar, les tengo que mostrar algo.
Con un gesto, comenzó a caminar hacia adelante, seguida por las brujas, mientras los aplausos y cánticos jupetarianos, alabando a los Ángeles Solares, resonaban en el aire. Vaelerythia caminaba junto a Lunaria, su capa ondeando con cada paso, un símbolo de su lealtad y de su conexión con Thalyssara, cuya alianza reciente fortalecía aún más al Aquelarre.
El Palacio del Sol, un templo jupetariano construido en honor y adoración a la Diosa Solaris, había sido ofrecido a la Ephore como residencia para ella y su Aquelarre. Resguardado por guardias en uniformes militares jupetarianos, protegía la privacidad de la Ephore de la invasión de civiles.
Dentro, los pasillos de oro y plata evocaban una arquitectura romana, con columnas majestuosas y mosaicos que narraban leyendas solares, dignos de una diosa. En la sala principal, el resto del Aquelarre esperaba, y una pequeña niña, desconocida para algunas, captó inmediatamente la atención de todas.
Solaris se adelantó, su voz resonando con orgullo:
—Estamos completas al fin. Déjenme presentarles a dos personas importantes.
Hizo un gesto, dando paso a una mujer rubia de ojos dorados, piel blanca y túnicas blancas con adornos dorados y laureles en la cabeza.
—Ella es Calythea, la Custodio, y la bruja de Mercurio que ha retornado para unirse a nuestro propósito.
Marte la observó, y un fuego se encendió en su pecho; la famosa Custodio, la bruja más fuerte después de Solaris, despertaba en ella un deseo de probar su valía. Las demás brujas, Plutón, Venus, Gaia y Vaelerythia, la miraron con asombro y sorpresa, conscientes de que el Aquelarre estaba ahora completo con la llegada de Calythea. Vaelerythia, en particular, inclinó la cabeza en un gesto de respeto, reconociendo su estatus y su conexión histórica con Solaris.
—Hay alguien más que quiero presentarles —continuó Solaris, haciendo un gesto hacia Júpiter, quien cargaba a una niña en brazos, vestida con un atuendo blanco de musa romana, detalles dorados y pequeños laureles de oro en la cabeza—. Ella es Ericht Solaris, mi hija, mi primogénita y la heredera del Sol.
Las palabras cayeron como una bomba entre las brujas que no la conocían, un balde de agua fría que congeló sus expresiones. Ericht, como la llamó Solaris, era una copia exacta de su madre: mismo cabello pelirrojo, ojos azul hielo y piel anaranjada, un reflejo perfecto.
Júpiter, sosteniéndola con ternura, le susurró:
—Lady Ericht, por favor, preséntate. Ellas también son tus tías…
Las brujas intercambiaron miradas de confusión, pero entonces, en sus mentes, resonó una voz permetana infantil:
—H-Hola… soy Ericht Solaris. Tengo 8 años…
La comunicación permetana a esa edad dejó a todas boquiabiertas. ¿Era posible? Los eruditos del Permet y las brujas del Aquelarre, como Plutón y Júpiter, habían tardado años en dominarlo, y esta niña lo hacía con naturalidad. Sin duda, era la hija del Sol, una primogénita con un potencial inmenso.
Vaelerythia, con una leve sonrisa, asintió hacia Ericht, aceptándola como parte del legado neptuniano que ahora se entrelazaba con el jupeteriano.
Lunaria se acercó a Júpiter y tomó a Ericht en sus brazos, plantándole un beso en la mejilla:
—Por fin puedo besarte, mi niña. Mami está aquí.
Ericht escondió su rostro en el cuello de su otra “mamá”, un gesto que emocionó a Lunaria mientras las brujas observaban en silencio. La presencia de una heredera era un precedente inédito, un motivo más por el que luchar y un legado que continuaría el propósito de Solaris en el futuro.
Vaelerythia, al fondo, cruzó los brazos, su mirada fija en Calythea y Ericht, consciente de que el Aquelarre ahora tenía una nueva dinámica, una que equilibraría su fuerza con la protección de la próxima generación.
Los días habían pasado desde la llegada del Aquelarre de Solaris a Júpiter, y el asentamiento en el planeta había alcanzado un equilibrio prometedor. Los civiles, provenientes de Titán y de otros rincones del sistema, convivían ahora con los jupetarianos, adaptándose a la vida bajo las tormentas doradas del planeta. Ingenieros, médicos y personas con profesiones establecidas colaboraban con el gobierno jupetariano, aportando sus habilidades para fortalecer la infraestructura y apoyar a Solaris en su visión de un refugio permitano. El personal militar de los Lobos Carmesí, bajo el mando del comandante Ingmar Stormulf, coordinaba ejercicios de integración con los generales jupetarianos, un esfuerzo que unía a ambos grupos como hermanos de batalla. Aunque los Lobos obedecían únicamente a Ingmar y a Solaris, y no recibían órdenes directas de los jupetarianos, la colaboración fluía con naturalidad, con vigías conjuntas patrullando los cielos y reforzando las defensas del planeta contra las amenazas de Dominicus.
Ericht, la heredera del Sol, era la novedad del Aquelarre, una figura que capturaba la atención de todos. Con un cuerpo de niña de ocho años, pero sin experiencia previa en un cuerpo físico, sus sentidos —el tacto, el olor, la respiración— eran una novedad que exploraba con curiosidad infantil. Sus “tías” del Aquelarre la guiaban en este proceso: aprendía a caminar, a mejorar su percepción del Permet y a hablar. Gaia, con su don de vida, la ayudaba en los primeros pasos, sosteniendo sus manitas desde atrás mientras Ericht avanzaba con pasos torpes pero decididos por los pasillos dorados del Palacio Solar. A su lado caminaba Arien, su “novia” y una de las pocas personas admitidas como invitada en el palacio, tras un incidente con los guardias que se resolvió gracias a la intervención de Gaia. Arien, de cabello marron y ojos vivaces, observaba a Ericht con una mezcla de fascinación y ternura.
—Entonces, ella es la hija de tu jefa, ¿Lys? —preguntó Arien, caminando cerca de Gaia, su voz llena de curiosidad mientras ajustaba su chaqueta de civil.
—Sí, así es, Ari. Su nombre es Ericht —respondió Gaia, con un tono cálido mientras guiaba a la niña, cuyos ojos azul hielo se cruzaron de pronto con los de Arien. El parecido con Solaris era innegable: un reflejo exacto de su madre en facciones y porte.
—Es igual a ella… su óvulo tiene que haber sido dominante, porque sacó todas las facciones de su mamá. Su otra madre es la otra mujer que dicen Lunaria, ¿verdad? —comentó Arien, inclinando la cabeza mientras analizaba a Ericht.
—Uhm… algo así, Ari, algo así —murmuró Gaia, sonriendo levemente mientras ayudaba a Ericht a dar otro paso.
Arien volvió a mirar a la niña, pensativa. —Una lástima que su óvulo sea menos predominante. Hubiera sido bueno que sacara alguna de las cosas de su otra mamá… aunque hay que admitir que es adorable.
Su comentario reflejaba la normalidad de los matrimonios del mismo sexo y la reproducción asistida en este futuro, donde la ciencia había hecho posible que dos mujeres tuvieran un hijo propio, un hecho que no sorprendía a nadie.
Arien lanzó una mirada de reojo a Gaia, un rubor subiendo por sus mejillas. —¿Y tú… quieres uno también, Lys? —preguntó, su voz titubeante pero juguetona.
Gaia rio bajito, su risa como un susurro entre las columnas doradas. —¿Qué me estás preguntando, Ari? —respondió, arqueando una ceja.
Arien se sonrojó más. —No, no, yo solo digo… se te ve tan natural, maternal… —balbuceó, rascándose la nuca.
Gaia volvió a reír, esta vez con un toque de diversión. —Puedo llevarlo yo si quieres… —bromeó Arien, haciendo que Gaia se sonrojara intensamente.
—¡Arien! —exclamó en un reclamo que sonaba más a risa contenida.
Antes de que la conversación pudiera continuar, una nueva voz las interrumpió desde atrás. —Niñas, es momento de que Lady Ericht tome sus clases conmigo. Por favor, si me permiten, el recreo ha acabado.
Era Plutón, la bruja de piel azul zafiro y orejas élficas alargadas, su túnica oscura ondeando mientras se acercaba con una sonrisa serena.
Gaia se giró y entregó a Ericht a Plutón, quien la cargó en brazos con cuidado. —Lady Ericht, es momento de seguir practicando su afinidad permitana —dijo, su voz suave pero firme.
En la mente de Plutón, la voz permitana de Ericht resonó. —Tía Ezureieth, las clases me aburren… —protestó la niña, con un tono infantil pero cargado de frustración.
Plutón rio, un sonido melodioso que llenó el pasillo. Todas las brujas se habían presentado con su nombre verdadero ante Ericht en señal de respeto y lealtad a la princesa solar. —Lady Ericht, es importante, ya que sus poderes no tienen límite. Necesita controlarlos. Le prometo que después de la sesión podemos jugar con Norea y las demás —ofreció, con un tono conciliador.
Ericht sonrió y abrazó a Plutón, sus bracitos rodeando el cuello de la bruja mientras ambas se alejaban de Gaia y Arien.
En el silencio que siguió, Gaia bajó la mirada y tocó sus pechos con las palmas, murmurando: —Dices que soy maternal y todo, pero Plutón lo es mil veces más que yo.
Arien negó con la cabeza y se acercó, besando la mejilla de Gaia con ternura. —Me gustas así —dijo con una sonrisa, antes de que ambas continuaran su camino por los pasillos dorados, dejando tras de sí un eco de risas y complicidad.
Los días habían transcurrido desde la llegada del Aquelarre de Solaris a Júpiter, y el gran patio del Palacio Solar —un espacio vasto con suelo de mármol blanco y columnas doradas que se alzaban hacia el cielo tormentoso del planeta— se había convertido en un lugar ideal para los entrenamientos. Norea y Sophie estaban sentadas en un banco de piedra, observando un espectáculo inusual. En el centro del patio, Marte yacía en el suelo, derrotada una vez más por Calythea, cuya experiencia, tras innumerables vidas, le otorgaba un control perfecto del Permet, superando los límites de las brujas comunes sin necesidad de la ayuda de Solaris, aunque no podía igualar por sí sola los niveles trascendentales de la Ephore.
—¡DE NUEVO…! —ladró Marte con un gruñido, abalanzándose hacia Calythea en un ataque mortal, como un lobo herido cuyo ego había sido destrozado. Sus movimientos eran feroces, sus músculos tensos bajo su túnica, pero Calythea lo esquivó con una gracia etérea. Con un movimiento de brazos, juntando los dedos como si dirigiera una orquesta invisible, la levantó con una fuerza intangible y la lanzó al suelo con un golpe seco que resonó en el patio, un impacto directo a su orgullo guerrero.
Norea desvió la mirada hacia Sophie, quien reía bajo pero con una mueca maniaca que delataba su deleite.
—¿Lo estás disfrutando, verdad? —preguntó Norea, con un tono mezcla de reproche y diversión.
Sophie giró la cabeza hacia Norea, sus ojos brillando con una chispa traviesa.
—No tienes ni idea de lo orgásmico que es esto —respondió, su risa contenida pero evidente.
Norea negó con la cabeza, cruzando los brazos.
—Sabes que ella se va a vengar contigo, ¿verdad? Cuando terminen, va a querer desquitarse con alguien. ¿A quién crees que va a escoger?
El rostro de Sophie pasó de burla a horror en un instante, comprendiendo la verdad en las palabras de Norea. Marte, con su temperamento explosivo, seguramente la elegiría como blanco en el próximo entrenamiento, y la perspectiva de ser hecha trizas la llenó de pánico.
—¡¿QUÉ HAGO?! —exclamó, con voz aguda.
Norea solo negó con la cabeza y dijo, con un tono seco:
—Suerte.
Volvió a mirar el combate justo a tiempo para ver cómo Marte era lanzada de nuevo como un trapo viejo, su cuerpo golpeando el suelo con un thud audible. La diferencia de habilidad era abismal, un recordatorio de la ferocidad de Marte frente a la maestría impecable de Calythea.
Mientras tanto, en el centro de mando del Palacio Solar —una sala equipada con monitores holográficos, mapas estelares, armarios y una gran mesa de mando— Júpiter supervisaba las pantallas que mostraban las patrullas conjuntas con los Lobos Carmesí. De pronto, sintió un abrazo cálido por detrás; dos brazos fuertes la rodearon por la cintura, pegándola contra un cuerpo familiar.
—Te he oído desde que estabas en el pasillo, Shaddiq —dijo Júpiter, su voz cargada de una mezcla de sorpresa y ternura.
Shaddiq bajó su rostro, escondiéndolo en el hombro de Júpiter, y respondió con voz ronca e íntima:
—Junielle, te he extrañado.
Su tono reflejaba la pasión innata de los venusianos, un rasgo que controlaba en público pero que emergía en privado, apoderándose de sus instintos.
Júpiter rio suavemente, sintiendo el calor de Shaddiq mientras se pegaba más a ella, absorbiendo su esencia. Sabía que los venusianos eran apasionados, y Shaddiq no era la excepción.
—De verdad lo dejaste todo por nosotras… por mí… —murmuró, con una mezcla de asombro y gratitud.
Shaddiq colocó su barbilla en el hombro de Júpiter, su aliento cálido contra su piel.
—¿Decepcionada? —preguntó, con una nota juguetona en su tono.
Júpiter rio de nuevo, girándose ligeramente para mirarlo.
—Sorprendida. Te has ganado el respeto de muchas de mis hermanas… —respondió, ampliando su sonrisa.
Shaddiq, incapaz de contenerse más, besó la mejilla de Júpiter, quien rio con el gesto, disfrutando de la intimidad que compartían en ese momento a solas.
—Dejaría todo por ti… ya lo he hecho —confesó, con voz cargada de devoción.
Júpiter negó con la cabeza, aunque la sonrisa no abandonó su rostro.
—Yo no te controlo, Shaddiq. Puedes hacer lo que quieras, no estás obligado a dejar tu mundo —dijo, con tono firme pero cálido.
Shaddiq volvió a besar su mejilla, sus labios rozando su piel con suavidad.
—Mi mundo… eres tú… —susurró, provocando que Júpiter soltara una risa suave, sintiéndose como una adolescente enamorada.
No lo admitió en voz alta, pero este venusiano había sacrificado todo por el Aquelarre, y especialmente por ella.
—Tenemos que organizar las cosas en el planeta ante un conflicto con UNISOL. ¿Me ayudas? —preguntó Júpiter, su tono volviéndose más práctico.
Shaddiq tomó una de sus manos, entrelazando sus dedos con los de ella.
—Con gusto —respondió, su mirada llena de determinación mientras se preparaban para trabajar juntos.
La noche cayó sobre Júpiter, y en la recámara de Solaris —un espacio íntimo decorado con tapices dorados y una cama amplia— se encontraba ella junto a Lunaria y Ericht. La princesa solar había tenido un día agotador y, sentada en la cama, sus ojos azul hielo se cerraban lentamente, su cuerpo aún adaptándose a las rutinas físicas. Lunaria la tomó en brazos, besando su mejilla con ternura.
—Hora de dormir, mi amor —susurró, acurrucándola contra su pecho y entonando una nana lunar, su voz suave como un arroyo bajo la luz de las lunas.
Solaris observó a Lunaria, su Lunaria tan maternal, y sonrió. Ese era su presente, un tesoro que debía proteger de quienes querían destruirlo. Ericht se durmió poco después, su respiración convirtiéndose en un ritmo tranquilo mientras Lunaria la acostaba con cuidado. Luego, Lunaria miró a Solaris, quien las observaba con una sonrisa.
—¿Qué es tan gracioso, mi sol? —preguntó, con tono juguetón.
Solaris rio, un sonido cálido que llenó la habitación.
—Estoy feliz, eso es todo —respondió, su voz cargada de emoción.
Lunaria se acercó y Solaris la abrazó por la cintura, sellando la distancia con un beso profundo y lleno de amor. Tras unos segundos, se separaron y Solaris habló con seriedad:
—Necesitamos ser fuertes. Nuestros enemigos son muchos. Dominicus puede llegar en cualquier momento, y Ochs está misteriosamente callado después de rescatar a Belmeria. Están tramando algo.
Lunaria sonrió, colocando un dedo sobre los labios de Solaris.
—Shhh, no pienses en eso ahora. Descansa. Ven, duerme con nosotras. Tu hija y tu esposa están aquí contigo. Duerme, Solaris… olvida todo por hoy —susurró, guiándola hacia la cama junto a Ericht.
Ambas se acostaron a los lados de la princesa, y Lunaria besó la frente de Solaris antes de entonar nuevamente la nana lunar. Solaris se dejó llevar, acurrucándose en los brazos de su reina y su hija, olvidando por una noche a los enemigos que acechaban fuera, envuelta en el calor de su familia.