ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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Juramento, Sangre y Honor

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Capítulo 1

“Juramento, Sangre y Honor”

Marzo de 1995. Kamurocho nunca dormía, solo cambiaba de ritmo. Las luces de neón parpadeaban en la humedad del asfalto, reflejándose en charcos dispersos por la reciente llovizna. Anuncios publicitarios brillaban intermitentes, proyectando sombras danzantes entre los transeúntes que se movían entre el bullicio de la ciudad. El murmullo de voces y el rugido de motocicletas se mezclaban con el aroma de takoyaki y ramen que flotaba en el aire frío. Pero para Ryohei Tachibana, Kamurocho era solo un eco lejano esa noche. Su mente estaba atrapada en algo más grande, algo que se acercaba con cada día que pasaba. El apartamento reflejaba su caos interno. La tenue luz de una lámpara dibujaba sombras sobre el escritorio, donde hojas arrugadas se acumulaban en montones desordenados, prueba de incontables intentos fallidos. Con el ceño fruncido, tamborileaba el lápiz contra la madera, un ritmo constante, casi como un latido, buscando desesperadamente una chispa de inspiración. Su graduación estaba a la vuelta de la esquina, y con ella, la presión de escribir el discurso final. No solo sería doctor, sino la voz de toda su generación. Sus profesores lo habían elegido para hablar en nombre de sus compañeros, un honor que pesaba como una losa sobre sus hombros. Pero las palabras lo eludían, se disolvían antes de tomar forma, dejándolo atrapado entre la expectativa y la frustración. Con un suspiro prolongado, se levantó de la silla y caminó hacia la cama, llevándose una mano al cuello para intentar aliviar la tensión acumulada. Llevaba días luchando por encontrar las palabras correctas: a quién agradecer, cómo expresarlo, y cómo cumplir con las expectativas de sus profesores, compañeros y conocidos que asistirían. Pero lo que más lo inquietaba era la presencia de su hermana, observándolo desde el público. Saber que Makoto estaría ahí, viéndolo en ese escenario, añadía un peso emocional que le resultaba imposible ignorar. Se acercó a la mesita de noche y sacó un cigarro. Lo encendió con un movimiento automático, como si la acción misma pudiera darle claridad. Inhaló lentamente y dejó escapar el humo en un suspiro cargado de frustración. —El discurso final… —murmuró, observando la voluta gris desvanecerse en el aire—. ¿No había alguien más para esto? El silencio lo envolvió, solo roto por el tenue crujido del tabaco consumiéndose lentamente. El joven observó el ascenso del humo, como si en él pudiera encontrar respuestas que su mente se negaba a ofrecerle. —¿Desde cuándo empecé con esto…? —se preguntó, girando el cigarro entre sus dedos, una sonrisa amarga asomando en su rostro. Pero la respuesta no tardó en llegar. Golpeó su memoria con la fuerza de un viejo fantasma. —Desde que Oda y mi hermano murieron. Llevó el cigarro a sus labios y dio una calada profunda. Mientras el humo escapaba en una espiral pálida, los recuerdos lo arrastraron a un pasado teñido de traición y sacrificio. Jun Oda. Un hombre que alguna vez respetó, cuya lealtad terminó siendo solo una sombra de lo que aparentaba. Trabajaba para Tachibana Real Estate, pero en secreto respondía a Keiji Shibusawa, uno de los tres lugartenientes de la familia Dojima. Fue él quien entregó a Makoto y al propio Ryohei, vendiéndolos a los lobos que los buscaban. Y, sin embargo, cuando llegó el momento final, cuando todo se vino abajo, intentó enmendar su traición. Se interpuso entre la muerte y aquellos a quienes había traicionado, permitiéndoles escapar. Tal vez fue arrepentimiento, tal vez fue orgullo... pero murió bajo la lluvia, como cualquier otro peón descartable en el tablero de Shibusawa. Y luego, Tetsu Tachibana. La única familia que le quedaba. Un hombre que había luchado con todo lo que tenía por un futuro mejor, solo para ser arrebatado de la peor manera. No fue Kuze quien lo mató. Fue Yoneda, un perro sin control, que desobedeció órdenes y convirtió su captura en una ejecución lenta y despiadada. Kuze, al descubrirlo, destrozó a Yoneda con sus propias manos, pero para entonces ya era tarde. Su hermano murió sin poder ver la ciudad por la que tanto había peleado. El médico observó el ascenso del humo, disipándose en la oscuridad, igual que todo lo que alguna vez tuvo. La pérdida nunca desapareció, solo se transformó en el peso que cargaba día tras día. Llevó nuevamente el cigarro a sus labios y dio una calada profunda. Mientras el humo escapaba en una espiral pálida, su mente lo arrastró de vuelta al muelle de Tokio. Itsuki Murakado. Un nombre que todavía quemaba en su memoria. Alguna vez había sido su mentor. Le enseñó los primeros pasos en la pelea, le mostró cómo moverse, cómo medir a su oponente. Pero la lealtad no significaba nada en un mundo gobernado por la ambición. Cuando Shibusawa lo convirtió en su perro de caza, Ryohei dejó de ser un discípulo y se convirtió en un obstáculo. Esa noche, en el muelle, no había escapatoria. Murakado tenía la ventaja en fuerza, en experiencia, en todo. Pero su exalumno tenía algo que él nunca tomó en cuenta: la habilidad de usar el entorno. Las lecciones de Hanzo resonaban en su cabeza mientras esquivaba entre los contenedores. No pelees contra la fuerza. Úsala en su contra. Cada escalón, cada tubo oxidado, cada sombra, se convirtió en su arma. Lo golpeó en los puntos ciegos, lo obligó a cometer errores. Y cuando la oportunidad apareció... cruzó la línea. —Era él o yo… —susurró, sintiendo el eco de su decisión incluso después de tantos años. La expresión del traidor en sus últimos momentos lo perseguía. Sorpresa, desesperación… y algo más cuando su cuerpo se precipitó al vacío. El impacto rompió la superficie con un estruendo efímero antes de que todo volviera al silencio. Algo en su mirada quedó grabado para siempre. Tal vez decepción. Tal vez, por un instante, vio en los ojos de su antiguo discípulo la sombra del hombre que había sido antes de vender su alma. El cigarro se consumió entre sus dedos. El humo se esfumó en la penumbra, llevándose consigo los rastros de un pasado que jamás dejaría de perseguirlo. Apagó la colilla en el cenicero y se acercó al espejo. El reflejo le devolvió una imagen extraña, como si la distancia entre lo que fue y lo que es ahora se hubiera vuelto abismal. Donde antes hubo un cuerpo delgado y frágil, ahora había músculos tallados por años de esfuerzo. Su piel, marcada con cicatrices de todo tamaño, era un mapa viviente de batallas, caídas y decisiones que lo habían forjado. Deslizó una mano por el abdomen, reconociendo la firmeza de lo que antes fue vulnerabilidad. Siete años. Entrenamiento, trabajo, estudio… cada etapa dejó una huella distinta. Ya no era el mismo chico que necesitaba ser protegido. Se giró ligeramente, observando su espalda. El tatuaje del tigre seguía incompleto, pero las líneas negras estaban firmemente entintadas, marcando cada músculo con una precisión feroz. El color aún no había sido añadido, como si la imagen estuviera suspendida entre la sombra y la luz, esperando cobrar vida. Las garras extendidas parecían listas para desgarrar, su cuerpo congelado en el instante previo al ataque. Pero eran los ojos los que atrapaban la atención. A diferencia del resto del diseño, brillaban con un amarillo intenso, penetrante. No eran solo tinta: parecían mirar más allá de la piel, como si la criatura estuviera viva, atrapada en su espalda, aguardando ser completada. Pasó los dedos sobre el tatuaje, recorriendo las líneas con una familiaridad casi reverente. Todavía estaba incompleto. Igual que él. Soltó el aire con un suspiro cansado y se dirigió al refrigerador. Lo abrió con la misma falta de urgencia con la que hojeaba su propio porvenir. El aire frío le rozó la piel cuando sus dedos encontraron una lata de cerveza. La sacó y la abrió con un chasquido seco, sintiendo el leve cosquilleo de la espuma al rozar su mano. Se dejó caer en la silla, tomó un sorbo y retomó la escritura, dejando que el alcohol templara sus pensamientos. Por un instante, las palabras fluyeron con naturalidad... hasta que su mano se detuvo en seco. Un pensamiento se impuso con la fuerza de un eco olvidado. Ciertas personas, ciertos nombres… aquellos que lo ayudaron en sus años más oscuros. —Mencionarlos en el discurso sería un problema... —murmuró, girando el lápiz entre los dedos—. Pero, sin ellos, no estaría aquí. Tomó otro trago, dejando que el líquido frío aliviara el ardor en su garganta. Sin quererlo, su mente lo llevó de vuelta a dos figuras que siempre habían estado a su lado, incluso en la distancia. Kazuma Kiryu y Akira Nishikiyama. Dos nombres inseparables de su historia. El primero, fuerza imparable y determinación pura. El segundo, carisma envuelto en una sonrisa burlona. Entre ellos, había encontrado su lugar: el estratega, el que remendaba heridas cuando todo acababa. Cada uno cumplía un rol, como si su dinámica estuviera escrita en algún guion invisible. Recordar sus peleas juntos le arrancó una sonrisa. Situaciones imposibles, callejones sin salida, decisiones precipitadas… pero siempre encontraban la manera. —Como si fuéramos protagonistas de un juego… —comentó con nostalgia, dejando que la idea flotara en el aire mientras se recostaba en la silla. La escena de los tres enfrentando desafíos se desdibujó, dando paso a un recuerdo más doloroso. La sonrisa se desvaneció lentamente. —Idiotas… —susurró con el pecho apretado—. Nada habría significado más para mí que verlos ahí, en primera fila. Cerró los ojos. Por un momento, escuchó las risas amortiguadas del Serena, el tintineo de los vasos, la voz confiada de Nishiki mezclándose con la calma inquebrantable de Kiryu. Recordó con claridad aquella noche en que, entre cervezas y viejas historias, finalmente les pidió que fueran a su graduación. —¿Y si vienen conmigo? —dijo, girando la botella entre los dedos, evitando mirarlos directamente—. Fueron parte de este camino tanto como Makoto. No sería lo mismo sin ustedes. Nishiki fue el primero en responder, soltando una risa breve mientras se acomodaba el cabello. —Vamos, Ryo, sabes que no podemos. La gente hablaría si dos yakuzas aparecen en un evento así. Kiryu, más serio, lo miró en silencio antes de asentir. —Tiene razón. No queremos meterte en problemas. Es tu día. No deberías cargar con lo que representamos. Quiso protestar, pero las palabras de su amigo lo detuvieron. Ambos tenían una expresión sincera, casi resignada, como si supieran que su lugar estaba al margen de momentos así. —Nos gustaría estar ahí —dijo Nishiki con una sonrisa ladeada—. Pero celebraremos contigo a nuestra manera. De vuelta al presente, abrió los ojos y dejó escapar el aire con resignación. Había entendido sus razones, pero eso no quitaba el vacío que sintió ese día. —Esos dos… siempre pensando en protegerme —murmuró con un dejo de ternura y frustración, mirando la hoja frente a él como si intentara poner en palabras ese agradecimiento nunca dicho. El aire en la oficina de la familia Kazama pesaba con la tensión de una decisión difícil. Kiryu y Nishiki estaban sentados frente a frente, ambos sumidos en sus pensamientos. Sobre la mesa, un cigarro a medio consumir y dos vasos de whisky intactos evidenciaban la discusión que llevaban rato evitando. El más carismático de los dos exhaló con fastidio, pasándose una mano por el cabello. —Esto es un desastre. No podemos simplemente aparecer como si nada. Si nos ven en la ceremonia, Ryo se meterá en problemas. Su compañero, con el ceño fruncido, entrelazó los dedos y apoyó los codos en las rodillas. —Lo sé. Es su día. Y no quiero que la sombra de la yakuza lo empañe. La puerta corrediza se deslizó con suavidad, lo suficiente para sacarlos de sus pensamientos. Kashiwagi entró con su andar tranquilo, la mirada serena recorriendo la habitación. —Déjenme adivinar —dijo al fin, con una leve sonrisa—. Siguen buscando la manera de ir a la graduación de Tachibana sin armar un escándalo. Nishiki alzó la vista con una ceja arqueada. —¿Cómo lo supiste? El veterano bufó suavemente. —Los conozco demasiado bien. Además, llevan media hora bebiendo sin tomar un solo trago. Kiryu se irguió, su expresión impasible, pero la mirada delataba el dilema. Kashiwagi cruzó los brazos, estudiándolos antes de continuar: —Sé que quieren estar ahí, pero también entiendo por qué dudan. ¿Alguna vez pensaron que no necesitan estar físicamente presentes para apoyarlo? Ambos amigos intercambiaron una mirada breve. —¿A qué te refieres? —preguntó Nishiki. Sin responder directamente, el hombre mayor se acercó a un pequeño mueble y sacó una caja cuidadosamente envuelta en negro y rojo, con un lazo dorado. La colocó en la mesa, justo entre ellos. —Si de verdad quieren estar sin ser vistos, este es el mejor método —dijo, con la calma habitual que lo caracterizaba. Kiryu frunció el entrecejo. —¿Qué es? —Un reloj de bolsillo —respondió, cruzándose de brazos—. Pero no cualquiera. Es elegante, discreto y duradero. Algo que pueda llevar con orgullo, un recordatorio de los momentos que han compartido. El más bromista tomó la caja y la giró entre las manos. —Es perfecto… pero sigo pensando que deberíamos intentar ir. —Si lo hacen, háganlo con discreción —advirtió Kashiwagi, con una mirada seria—. No necesitan estar en el centro para demostrarle que lo apoyan. Kiryu desvió la vista hacia el regalo, sopesando la idea. Nishiki exhaló y sonrió con ironía. —Bueno… al menos podemos infiltrarnos sin que nos arresten. —Dejaremos el reloj en la mesa de obsequios antes de irnos. Con eso, sabrá que estuvimos allí. El consejero les dio una última mirada aprobatoria antes de retirarse. Nishiki giró la caja una vez más y soltó una risa suave. —¿Crees que se lo imagine? Kiryu cruzó los brazos y miró por la ventana. —Nos conoce demasiado bien. Un breve silencio siguió antes de que Nishiki hablara con una sonrisa confiada. —Va a llorar cuando lo vea. —Sí… y va a odiarnos por hacerlo llorar. Ambos rieron antes de levantarse. Era momento de preparar la sorpresa. Las palabras fluían con soltura, perdiéndose en el papel mientras la cerveza, olvidada, se calentaba lentamente a un lado. El cigarro reducido a cenizas reposaba entre colillas en el cenicero. El joven autor dejó caer el lápiz y estiró los brazos, notando el entumecimiento en los dedos. Entonces sus ojos vagaron hacia el reloj de pared. Las agujas marcaban las 21:53. —Oh, mierda… El golpe de realidad lo estremeció. Se incorporó de un salto, derramando la cerveza mientras su otra mano se aferraba al discurso. De pronto, sus movimientos se volvieron torpes, urgentes. Se abotonó la camisa con rapidez, maldiciendo al notar que se había saltado un botón. —Otra vez tarde… Reina me va a matar. No era la primera vez que terminaba así: noches largas en el Serena, donde alternaba entre bartender y médico improvisado. Pero esta vez, el peso de la graduación y del porvenir añadían una carga distinta. El cansancio se le adhería a los huesos, haciéndolo más irritable. Lanzó una última mirada al apartamento antes de cerrar la puerta con un golpe seco. Sabía que debía enfocarse en la noche que le esperaba, pero en el fondo, el discurso seguía revoloteando como un eco insistente, arrastrando consigo la sensación de que algo estaba a punto de cambiar. Cerró con llave y se impulsó sobre la baranda del segundo piso. Sus pies hallaron el borde con precisión, y en un solo movimiento descendió, aterrizando con la agilidad de alguien que había repetido ese gesto incontables veces. Sin detenerse, rompió en carrera, deslizándose entre callejones y tomando atajos como quien conoce Kamurocho con los ojos cerrados. Doblar por la calle Tenkaichi siempre traía memorias, pero esa vez, algo más lo detuvo. Cinco sombras bloqueaban el camino. No necesitó ver sus rostros para reconocerlos. Sus posturas, sus risas... seguían atrapados en el pasado. Uno lo señaló, con una mezcla de burla y sorpresa. —Vaya, si es el niño perdido de Kamurocho... —dijo, entre risas—. Pensé que te habías largado con la cola entre las piernas. Otro, más corpulento, escupió al suelo y cruzó los brazos. —No veo a tu niñera de la yakuza esta vez. ¿Vienes a darnos revancha, doctorcito? El aludido soltó una breve risa, cruzándose de brazos. —Siete años y siguen aquí... qué deprimente. Pensé que al menos uno habría aprendido algo. —Cállate y entrega lo que tengas —gruñó uno—. Esta vez no habrá nadie que te saque de este lío. Rodó los ojos con fastidio. —¿En serio? ¿Todos contra uno? Bueno, al menos esta vez no estoy temblando. El líder del grupo, visiblemente molesto, gritó: —¡Cállate y dale una lección! El primero en lanzarse lo hizo con ímpetu, pero sin técnica. Ryohei esquivó con un paso lateral, giró sobre su eje y le propinó una patada al abdomen. El agresor cayó de rodillas, maldiciendo. Dos más se le echaron encima. Se impulsó contra la pared y cayó tras ellos en un solo movimiento. Atrapó el brazo de uno y lo estrelló contra el muro. El otro apenas pudo girarse antes de recibir una barrida certera. Los dos restantes se miraron, nerviosos. —¡Mierda, este tipo no es el mismo de antes! —balbuceó uno. —¡A la mierda, larguémonos! —exclamó el otro antes de huir. El joven se acercó a los que aún yacían en el suelo, suspirando. —La última vez, "el Yakuza" los dejó aquí. Hoy ni siquiera lo necesité. Se inclinó hacia ellos, una sonrisa sarcástica en los labios. —Quizá deberían buscarse otro pasatiempo. Sin esperar respuesta, les dio la espalda. Mientras corría por los callejones, sorteando obstáculos con fluidez, esbozó una sonrisa. —Siete años… y ahora no soy el mismo. Qué irónico encontrarlos aquí otra vez. No perdió tiempo. Dejó a los asaltantes retorciéndose y, en vez de entrar por la puerta principal del Serena, eligió la trasera. Subió las escaleras de emergencia con movimientos fluidos, la adrenalina aún vibrando en su cuerpo. Al llegar al segundo piso, empujó la puerta con el hombro y cruzó el pasillo con paso firme. Pero antes de alcanzar la barra, una voz resonó con fuerza en su memoria: —¡Ryohei! La voz de Yumi, viva como si la hubiese llamado hace segundos. —¿Dónde demonios estás? ¡Reina está a punto de volverse loca porque otra vez llegas tarde! El recuerdo le provocó una leve sonrisa. Apoyó una mano en la pared, recuperando el aliento, antes de empujar la puerta trasera que daba al bar. Mientras ajustaba los últimos detalles de su toga, había respondido con calma, aunque sin perder su tono sarcástico habitual: —Estoy en camino. Dile que respire profundo y que no me despida todavía, ¿sí? —Más te vale que te apures —replicó la joven con un suspiro, aunque su voz tenía un matiz cariñoso que suavizaba el regaño—. Porque si llegas tarde otra vez, yo misma te pongo a limpiar toda la barra. —Está bien, está bien —respondió él antes de colgar. Ahora, al empujar la puerta, esas palabras resonaban en su mente, y una sonrisa genuina asomaba en su rostro. Al entrar, lo envolvió el cálido bullicio de siempre. Las voces de las dos mujeres lo recibieron como si nunca se hubiera ido. —¡Ryohei Tachibana…! —lo llamó Reina, brazos cruzados, mirada tan afilada como siempre—. ¿Adivina quién vuelve a llegar tarde? Él levantó las manos en gesto de rendición, manteniendo su sonrisa burlona. —¿Extrañaste mis llegadas triunfales? —Sí, claro… —bufó ella—. Tanto como disfruto limpiar el vómito de los borrachos. Desde la barra, Yumi rió entre dientes, copa en mano. —Seguro llegó tarde porque estaba ocupado rescatando gatitos o algo así. —Casi… —respondió él, sentándose con toda la tranquilidad del mundo—. Solo tuve que encargarme de unos idiotas que pensaron que podían asaltarme. Reina lo observó con esa mezcla de diversión y resignación que solo él sabía provocar, y luego soltó un suspiro. —Por supuesto. Porque tú no puedes tener una noche normal sin buscarte problemas. Soltó una risa nasal, apoyando el codo en la barra. —Ya sabes cómo es Kamurocho. Siempre hay algún iluso que cree poder ganarme. Pero tranquila, lo dejé en el suelo como siempre. La dueña del bar negó con la cabeza, aunque no pudo evitar sonreír. —Te juro que esto siempre me da un déjà vu… como si ya lo hubiera vivido. —¿Déjà vu? —preguntó Yumi, inclinándose con curiosidad. Reina giró su copa entre los dedos antes de responder: —Hace años, era yo quien te regañaba por llegar tarde. Y a Ryo-chan siempre le pasaba lo mismo. Este tipo no cambia. El aludido suspiró teatralmente antes de rodear la barra y ponerse el delantal. —No es mi culpa que Kamurocho me adore tanto —dijo, mientras ajustaba los nudos con fingida dignidad. —Ajá, claro —ironizó Yumi—. Y supongo que Kamurocho también te regala palizas de vez en cuando. Una carcajada breve escapó de sus labios antes de apoyar ambas manos sobre la superficie de la barra. —Hablando de déjà vu… hace siete años, los mismos imbéciles intentaron asaltarme. Pero esa vez no estaba tan preparado. Las dos mujeres lo miraron con interés. —¿Y qué pasó? —preguntó Reina. —Kiryu me salvó el trasero. Yumi chasqueó la lengua con una sonrisa cómplice. —Sabía que era cosa de Kazuma. Conociéndolo, no me sorprende. Antes de que pudieran continuar, la puerta del local se abrió de golpe, trayendo consigo una ráfaga de aire frío. Con la sonrisa aún en el rostro, giró la cabeza y alzó una ceja. —Miren nada más. El dragón y su sombra. Kiryu y Nishiki entraron con su clásico contraste: uno firme y sereno, el otro relajado y encantador. —¿Hablando de mí otra vez? —preguntó el primero, deteniéndose junto a la barra. —Por supuesto —respondió el anfitrión con tono solemne—. Nishiki estaba contando cómo se muere por verte con corbata. El aludido rodó los ojos. —No arruines el momento, Ryo. Venimos a celebrar. —Ya veo, no irán a mi graduación… qué sorpresa —ironizó—. Pero no se preocupen, ya invité a Reina y Yumi en su lugar. ¡Al menos ellas sí se preocupan por mí! —¡Me encantaría ir, Ryohei! —intervino Yumi, sonriendo—. Aunque no sé si seré tan buena compañía como esos dos. —Parece que de todos modos vamos a estar bien representados —añadió Nishiki—. Pero igual nosotros… No alcanzó a terminar. Kiryu, sin decir una palabra, le tapó la boca con firmeza. —No podremos ir, pero estaremos contigo a través de ellas. Es más, le pedí a Reina el bar para organizarte una fiesta cuando termine la ceremonia. Nishiki apartó la mano con un bufido. —Eso era lo que iba a decir, pero ya sabes… mi hermano robándome protagonismo. Reina alzó una ceja, divertida. —Y ni se les ocurra hacerla demasiado… especial. Ya saben cómo se pone la gente con unas copas de más. —Al menos yo mantendré todo bajo control —agregó Yumi con una expresión traviesa—. Y ya que nos encargamos de la fiesta, no tienes excusa para no disfrutarla. Ryohei bajó un poco la guardia, dejando ver un atisbo de vulnerabilidad. —La verdad, me hubiera gustado que estuvieran ahí. No me importa lo que sean. Simplemente… me hace falta tenerlos cerca. Es raro no verlos en algo así. —No te preocupes —le dijo Kiryu, con una sonrisa leve, poco común en él—. Siempre estamos cerca, aunque no lo notes. Y sobre la fiesta, asegúrate de no hacerla más ruidosa que tu propio trabajo. Nishiki asintió con su típica confianza. —Sí, lo último que necesitamos es que te metan en líos… aunque con la compañía que tendrás, todo será tranquilo. —Es un trato —respondió, poniéndose de pie para retomar sus tareas—. Bien, iré a la bodega a hacer el inventario y preparar el presupuesto. ¿Les encargo los clientes? —Déjanos a nosotras —dijo Reina, sonriendo—. Tú haz lo tuyo. —Nos encargaremos de todo. Cuando regreses, todo estará listo —añadió Yumi, guiñándole un ojo. El joven desapareció por la puerta de la bodega, dejando a los tres en el salón. Kiryu y Nishiki intercambiaron una mirada cómplice. —De todas maneras, vamos a estar ahí —dijo Nishiki, apoyado en la barra—. Nos infiltraremos sin que nadie se dé cuenta. El Dragón sacó el pequeño reloj de bolsillo y lo abrió con calma. La tenue luz del bar iluminó la imagen grabada en su interior: los tres juntos, en días más simples. —Nos quedaremos hasta su discurso y luego nos retiraremos —murmuró, cerrando el objeto con un clic preciso—. Lo dejaremos en la mesa de regalos. No podemos estar a su lado, pero tampoco vamos a ignorar un día tan importante para él. —O sea… que primero le dijeron que no podían ir y ahora van a hacerlo en secreto —comentó Reina, cruzándose de brazos—. Me suena a que están complicando algo que debería ser simple. Nishiki se encogió de hombros, divertido. —¿Cuándo hemos hecho las cosas por el camino fácil? —Terminaremos justo a tiempo para que reciba unas felicitaciones —agregó Yumi, sirviendo otra copa con calma—. Luego regresaremos y todo estará preparado. La dueña del local suspiró, finalmente asintiendo. —Hablé con su hermana hace unos días. Sabe que iremos con ella como acompañantes. Ella estará como familiar directo y nosotras como invitadas. —Un toque de misterio nunca viene mal —dijo Nishiki con una sonrisa—. Ryo se va a sorprender, eso es seguro. Kiryu guardó el reloj en el bolsillo y miró a su amigo con seriedad serena. —Se lo debemos. Y cuando tengamos nuestra propia familia, tendremos que cumplir esa promesa. Será él quien nos cuide como médico de cabecera. —¿Tú crees que nos dejará? —respondió Nishiki, divertido—. Después de todo lo que le hicimos pasar, seguro nos patea primero y luego nos atiende. El día de la graduación llegó antes de que pudiera asimilarlo del todo. El campus de medicina estaba impecablemente decorado, los estandartes ondeaban con orgullo, y la emoción flotaba en el aire. Los estudiantes, ataviados con togas y birretes, intercambiaban sonrisas nerviosas y miradas cómplices. Años de esfuerzo los habían conducido hasta este instante: el umbral de una nueva vida. Con la toga puesta, el cabello peinado hacia atrás y la barba perfilada con su meticulosa elegancia habitual, Ryohei lucía impecable. A su lado, Makoto, Reina y Yumi lo acompañaban, cada una vestida con sobriedad y estilo. La hermana mayor, con ternura discreta, le ajustó la toga y le dio una suave palmada en el hombro. —Nuestro hermano estaría orgulloso de verte así, Ryo-chan —murmuró, con los ojos brillando apenas. Reina, con los brazos cruzados, intentó sonar despreocupada, aunque su mirada la traicionaba. —Si te desmayas en el escenario, me encargaré de que toda la universidad lo recuerde. —No lo tortures —dijo Yumi con una risa ligera—. Aunque… sería divertido verlo nervioso por una vez. Mientras él contemplaba la decoración, una voz masculina lo sacó de su ensimismamiento. —¡Ryo, por fin te encuentro! Era Kenji Shirakawa, abriéndose paso entre la multitud con su típica sonrisa relajada. A su lado, Kyomi Mizuno avanzaba con elegancia; su vestido azul resplandecía bajo las luces del auditorio. —Mira nada más —comentó ella, escaneándolo con descaro amable—. No todos los días te vemos tan formal. Si no fueras gay, te habría invitado a salir. Él arqueó una ceja, divertido. —Si fuera hetero, seguro Kenji me habría declarado la guerra por ti. —Olvídalo —replicó el aludido, empujándolo juguetonamente—. Si hubieras tenido una oportunidad, ya te habría vencido hace años. Los tres rieron, disfrutando de ese momento efímero antes del inicio formal. Pero la expresión del amigo cambió por un instante, tornando su tono más serio. —Oye... ¿te acuerdas de tu hermano? —Claro que sí —respondió el graduado, bajando la voz—. Él también debía estar aquí. No lo olvido. Lo mencionaré en mi discurso. —Era como un hermano para mí también —dijo Kenji, con una tristeza serena—. Sé que se lo debes. Ryohei apretó la carpeta con el discurso. —Siempre lo tengo presente. Desde que entramos a esta facultad. Lo prometo, lo nombraré. Un miembro del personal se acercó. —La ceremonia va a comenzar. Por favor, todos tomen asiento. Se miraron una última vez antes de caminar hacia sus respectivas filas, sabiendo que aquel día quedaría grabado, no solo por lo que ocurriría… sino por lo que representaba. Desde una esquina discreta del campus, entre cerezos en flor, dos figuras observaban el flujo de asistentes. Ambos vestían trajes sobrios, sin chaquetas, intentando mezclarse entre la multitud. —Admito que es raro verlo así —murmuró Nishiki, ajustándose la corbata—. No sé qué me incomoda más: su cara tan seria o este traje apretado. Kiryu, de brazos cruzados, no apartaba la vista del joven. —Parece hecho para este momento. El otro bufó antes de sonreír con sinceridad. —Sí… aunque cuesta creerlo. De todos nosotros, él fue el que más cambió. La ceremonia comenzó con la entrada solemne de los egresados, mientras la ovación llenaba el teatro. Las luces del escenario caían sobre los rostros expectantes de quienes estaban por convertirse en médicos. En una de las filas delanteras, Makoto sostenía una fotografía. El rostro de Tetsu sonreía desde la imagen. Sus dedos recorrían el borde con suavidad, perdida en pensamientos silenciosos. Reina, a su lado, notó la escena y se inclinó discretamente. —¿Por qué trajiste esa foto? Makoto suspiró con una sonrisa melancólica. —Ryo-chan siempre decía que nuestro hermano habría querido estar aquí. —Pasó un dedo por la imagen—. Aunque no lo está físicamente… sé que, en algún lugar, está orgulloso. Reina asintió. Sus palabras cargaban un peso que no necesitaba explicación. —Lo que hizo por ustedes… por ti, por él… es algo que nadie puede borrar. Makoto mantuvo la mirada fija en el escenario, aunque su mente aún danzaba entre memorias. En lo alto del auditorio, en un rincón discreto, los dos infiltrados observaban en silencio. —Mira eso —dijo Nishiki, con una mezcla de incredulidad y afecto al ver a Ryohei entre los demás graduados—. El idiota que siempre se metía en líos ahora es un doctor. Qué raro verlo tan… elegante. —Sabía que llegaría lejos —dijo Kiryu, sin apartar los ojos—. Pero verlo aquí es diferente. —Ahora solo falta que nos dé lecciones sobre cómo ser adultos funcionales —bromeó su compañero. El Dragón sonrió brevemente. —No me molesta. A veces me pregunto si somos nosotros los que le enseñamos cosas… o si es él quien nos enseña a nosotros. Ambos compartieron una risa sincera, cómplice. —Sea como sea, su camino no fue fácil —reflexionó Nishiki—. Pero creo que nuestra forma torpe de cuidarlo... funcionó. Kiryu asintió, observando cómo el joven se preparaba para subir al escenario. —No fuimos tan malos —dijo en voz baja, con un orgullo que no necesitaba palabras. Hubo una pausa, hasta que Nishiki habló con tono más serio: —Cuando sea doctor, seguro podrá hacernos un chequeo general… porque yo, por lo menos, necesito uno urgente. Kiryu soltó una risa seca. —Eso… si sobrevivimos a la fiesta. La ceremonia siguió su curso, hasta que el rector comenzó a leer los nombres de los graduados con honores. Cuando el nombre de Ryohei Tachibana resonó en el micrófono, el teatro estalló en aplausos. Con paso seguro, el homenajeado se levantó. La toga caía con elegancia sobre sus hombros. Su expresión, seria pero cargada de satisfacción, reflejaba más que orgullo: reflejaba gratitud, lucha, resistencia. Al subir al escenario, sus ojos recorrieron el auditorio. Vio las sonrisas de quienes lo apoyaron, los destellos de las cámaras, el murmullo de emoción en cada rincón del recinto… pero también, por un segundo, su mirada se deslizó hacia la parte trasera del teatro. Y algo en su interior le susurró que no estaba solo. Allí, entre las sombras y algo apartados del resto, los vio. Aunque fugaz, el cruce de miradas fue suficiente para que una mezcla de calma y orgullo se encendiera dentro de él. No importaba que estuvieran camuflados entre la multitud o que su presencia fuera extraoficial. Los había reconocido al instante. Con un gesto casi imperceptible y una sonrisa apenas dibujada, Ryohei asintió en su dirección. Ellos estaban ahí. A su manera. Desde el rincón discreto del teatro, los dos amigos seguían la ceremonia sin perder detalle. —¿Lo viste? —preguntó Nishiki, buscando la mirada de su compañero. —Sí, lo vi —asintió Kiryu, sin apartar la vista del escenario—. Creo que me reconoció también. —¿Estás seguro? No lo sé… Aunque, conociéndolo, seguro que sí. Ese idiota nunca se olvida de nada. El Dragón lo miró brevemente, pensativo. —Siempre está atento. Incluso cuando parece distraído, sabe lo que ocurre a su alrededor. No es casualidad que nos haya notado. Volvieron a centrar su atención en el homenajeado. A pesar de los protocolos, para ellos lo más importante era que su amigo había llegado hasta allí, superando todo lo que la vida le había arrojado. Con el diploma en mano, Ryohei abandonó el escenario para regresar a su lugar. Los aplausos seguían, pero él ya sentía que había recibido su mayor premio: saber que quienes importaban estaban presentes, aunque fuera entre sombras. El rector retomó el micrófono. El murmullo del público se extinguió al instante. —Es momento del juramento. Las luces se atenuaron, dejando un resplandor suave que iluminaba los rostros decididos. Los graduados se pusieron de pie en perfecta sincronía, sosteniendo sus diplomas con firmeza. —Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad… Las voces, unificadas, llenaron el auditorio con solemnidad. Makoto entrelazó los dedos en su regazo, sujetando con delicadeza la foto de Tetsu, como si al hacerlo pudiera compartirle el momento. A su lado, Reina y Yumi lo observaban con orgullo, mientras al fondo, en la penumbra, sus dos aliados permanecían inmóviles. —Jamás pensé que este idiota pudiera emocionarme así —susurró Nishiki, dejando escapar el aire lentamente. Kiryu apenas sonrió. —Siempre tuvo una fuerza que no supimos ver. Hoy, es imposible no notarla. La ovación estalló de nuevo. Aunque el graduado no podía verlos directamente, sentía su apoyo en cada rincón del recinto. Por primera vez en mucho tiempo, todo parecía estar en equilibrio. El rector volvió a hablar con un tono solemne, cargado de admiración. —Para nuestros nuevos médicos de Japón, es un honor presentar a uno de nuestros graduados con honores. Nos dirigirá unas palabras como símbolo de dedicación y esfuerzo. Por favor, denle la bienvenida al nuevo doctor Ryohei Tachibana. El aplauso llenó la sala. El joven se levantó lentamente. Respiró hondo, y sus ojos buscaron a su hermana. Makoto le sonrió con calidez, sujetando con ternura la fotografía que descansaba en su regazo. A su lado, Kenji colocó una mano firme en su hombro. —Tú puedes. Hazlo como solo tú sabes hacerlo. El auditorio enmudeció. Ryohei caminó hasta el podio. La luz cálida lo envolvía, y aunque había ensayado ese instante en su mente, un nudo se le formó en la garganta. Desde su asiento, Makoto lo seguía con la mirada, Reina y Yumi le enviaban aliento desde la primera fila, y en lo alto del recinto, las sombras familiares seguían observándolo en silencio. Él tomó la hoja del discurso. No temblaba. Pero algo latía con más fuerza que nunca dentro de su pecho. —Buenas tardes a todos. Su voz resonó clara, firme. Recorrió con la vista a sus compañeros, profesores, y a todos aquellos que fueron parte de su camino. —Hoy celebramos el fin de un camino… pero también el inicio de otro. Pasamos años de estudio, noches sin dormir, exámenes interminables y momentos donde dudamos de nosotros mismos. Sin embargo, cada obstáculo superado nos trajo hasta este escenario. Y aquí estamos. Con la certeza de que todo valió la pena. Hizo una pausa. El eco de sus palabras flotaba sobre la audiencia. —Pero hoy, más que hablar de sacrificios, quiero hablar de gratitud. Un leve murmullo se deslizó entre los presentes. —Porque nadie llega solo. Las miradas comenzaron a girarse hacia las familias. Algunos padres se tomaron de las manos. Otros, simplemente, bajaron la vista conmovidos. —Todos tenemos nombres que resuenan en nuestra memoria. Personas que estuvieron cuando el mundo se nos venía abajo. Algunos están aquí, aplaudiendo con orgullo. Otros ya no pueden estar, pero dejaron una huella que nunca desaparecerá. Makoto cerró los ojos un momento, aferrándose al retrato de su hermano. —Yo tuve a alguien que creyó en mí incluso cuando yo mismo no lo hacía. Alguien que me enseñó que la verdadera fuerza no está en no caer… sino en volver a levantarse. Desde la parte trasera, Nishiki desvió la vista, tragando saliva. Kiryu permaneció firme, aunque su expresión lo decía todo. —A quienes nos guiaron en la oscuridad, a quienes nos apoyaron sin pedir nada a cambio, a quienes nos protegieron incluso cuando no podían protegerse a sí mismos… les debemos más de lo que jamás podremos expresar. Las luces del escenario brillaron con intensidad. Su voz seguía llenando el espacio como una corriente de emociones contenidas. —Por eso, este logro no es solo mío. Pertenece también a ellos. Reina dejó escapar un suspiro suave, cruzando los brazos como para sostenerse a sí misma. —Hoy nos convertimos en médicos. Asumimos el compromiso de estar ahí cuando más se nos necesite. De ser calma en el caos, de ofrecer consuelo, de sanar. Pero antes que eso, somos personas. Y somos el reflejo de los lazos que nos trajeron hasta aquí. El silencio era absoluto. —Así que, a quienes nos dieron su confianza. A quienes extendieron la mano. A aquellos que, incluso desde la distancia, siguen con nosotros… gracias. Bajó la vista al papel. Pero no leyó la última línea. No era necesario. —Este título, esta nueva etapa… la comparto con cada uno de ustedes. Respiró hondo, levantó la mirada. —Porque nunca hemos caminado solos. El teatro estalló en aplausos. Makoto se secó una lágrima, sonriendo con orgullo. Reina y Yumi aplaudieron en silencio, conteniendo la emoción. Desde la sombra, Nishiki soltó una risa breve y se cruzó de brazos. —Lo logró… —Sí —asintió Kiryu, con una sonrisa discreta—. Lo hizo. Los aplausos seguían retumbando, pero ellos permanecían entre bambalinas. No necesitaban estar en primera fila para saber que su presencia había sido suficiente. El eco del discurso aún vibraba en el aire, cargado de algo que solo quienes lo conocían de verdad podían entender. Habían cumplido su parte. Lo habían acompañado sin interferir. Fueron testigos, no protagonistas. Y ahora, era hora de irse. Una mirada bastó entre ellos. —Es momento, Nishiki —dijo Kiryu, poniéndose de pie mientras ajustaba la corbata. El otro se estiró con lentitud, esbozando su media sonrisa habitual. —Sí… vamos a dejarle su sorpresa y preparar la fiesta para nuestro idiota favorito. Se movieron con la naturalidad de quienes sabían cómo desvanecerse entre la multitud. Mientras todas las miradas seguían concentradas en los graduados, ellos avanzaron en silencio, dejando atrás el eco de una despedida que nunca se pronunciaría en voz alta. Sabían que no pertenecían del todo a ese mundo... pero eso jamás les impidió estar cerca. Incluso desde la sombra. Nishiki sacó la pequeña caja envuelta en negro y rojo, acariciando el lazo dorado antes de colocarla cuidadosamente sobre la mesa. Kiryu, sin mediar palabra, dejó la carta encima, su mirada fija en la bandeja donde estaba grabado el nombre que tanto conocían: Ryohei Tachibana. Durante un instante, ambos se quedaron allí. Observaban el presente como si sus emociones también estuvieran empaquetadas dentro de esa caja. Como si, al dejar ese regalo, dejaran también una parte de sí mismos. Luego, sin cruzar palabra, asintieron al unísono y se alejaron. No miraron atrás. Las luces del pasillo los envolvieron cuando se internaron en la noche de Kamurocho. No hubo lágrimas. Solo un leve brillo en la mirada. Uno que hablaba de orgullo, de nostalgia, y de la certeza de que, sin importar los caminos que tomaran, seguían siendo una familia. La ceremonia tocaba a su fin. Los graduados se reunían con sus seres queridos, rodeados de abrazos, sonrisas, y felicitaciones entremezcladas con la voz de los profesores. En medio del bullicio, Ryohei abrazaba con fuerza a Makoto, que no podía contener las lágrimas mientras sostenía la fotografía de Tetsu sobre su regazo. —También sentí a Tetsu conmigo… —dijo él, con voz entrecortada, intentando retener las emociones. Ella asintió con dulzura, secándose las mejillas sin dejar de mirarlo. —Estoy tan orgullosa de ti, Ryo-chan. Sé que vas a ser un gran doctor. Él sonrió y se inclinó hacia ella, susurrando con afecto. —Lo haré por él. Por nosotros. Makoto lo abrazó con un amor silencioso, ese que solo los vínculos más profundos pueden transmitir. —Felicidades, Ryo-chan… —intervino Reina, en un tono que mezclaba orgullo y cariño—. Espero que ahora que eres doctor, no te olvides del bar. Vamos a extrañarte en las noches caóticas. —No se van a deshacer de mí tan fácil —replicó con media sonrisa—. Planeo seguir ayudando con lo básico... y de paso, tomarme alguna copa. No acepto un no por respuesta. —Pero… —Reina lo miró, entre sorprendida y resignada—. Está bien. Pero prometeme que no vas a sobre exigirte. Ya fue suficiente con verte batallar entre estudios, turnos y tipos borrachos. Ambos soltaron una risa, compartiendo el recuerdo de tantos momentos que ahora parecían lejanos. Yumi se acercó con una expresión cálida y lo abrazó con fuerza. —Felicidades, Ryohei. —Gracias… —respondió él, su voz rebosante de gratitud. Entre los abrazos, una figura imponente se aproximó. El rector. Su porte serio se suavizó al extenderle la mano con respeto. —Doctor Tachibana —dijo con firmeza, pero también con un brillo cordial en los ojos—. Su discurso ha sido de los más emotivos que he escuchado en muchos años. El recién graduado inclinó la cabeza y estrechó la mano. —Gracias, rector. Fue un honor representar a mis compañeros. El académico mantuvo el contacto unos segundos antes de continuar, esta vez con un tono más formal. —El director del Hospital Universitario Touto se comunicó conmigo esta mañana. Ha seguido su trayectoria con atención. Está interesado en entrevistarlo el lunes. Ryohei parpadeó, sorprendido. A su lado, Yumi soltó un pequeño salto de alegría mientras Reina sonreía, cruzada de brazos, como si ya lo supiera. —Eso es increíble —murmuró Makoto, visiblemente conmovida. —No es algo que ocurra a menudo —admitió el rector—. Pero su historial lo justifica. Considérelo seriamente. Ese hospital ganaría mucho con usted en el equipo. Ryohei tragó saliva. El nudo en su garganta no era solo emoción: era la conciencia del paso siguiente. —Gracias… lo haré. Todavía procesando lo que acababa de escuchar, sintió la mano de Makoto apoyarse suavemente en su brazo. —Ryo-chan… ¿y si vemos la mesa de regalos? Tengo el presentimiento de que hay algo especial esperándote. Reina y Yumi asintieron, y juntos atravesaron el auditorio entre estudiantes emocionados, familias abrazándose y profesores retirándose discretamente. La energía seguía viva, pero una sensación nueva crecía en su pecho. Frente a la bandeja con su nombre, una caja envuelta con esmero los recibió. Negro, rojo, lazo dorado. Y sobre ella, una carta. —¿Quién habrá dejado esto? —preguntó Reina, con curiosidad. Ryohei tomó el sobre con delicadeza, rompiéndolo con cuidado. Mientras lo abría, la respiración se le volvió lenta. Sus ojos se detuvieron en la primera línea. Era como si cada palabra exigiera ser leída con el corazón. Las frases comenzaron a tomar forma, y cada una apretaba un poco más el pecho. No era solo un mensaje. Era una vida entera resumida en papel. "Ryohei, Sabemos que no podemos expresar todo lo que sentimos en unas cuantas palabras, pero queremos que este regalo sea un recordatorio constante de lo lejos que has llegado. Eres alguien increíble, alguien que no solo enfrenta cualquier adversidad, sino que además siempre encuentra una forma de superar lo imposible. Tu esfuerzo, tu dedicación y tu corazón nos inspiran todos los días. Por eso, queríamos que llevaras algo que representara no solo este logro, sino los momentos y las personas que te acompañaron en el camino. Aunque nuestros caminos sean distintos, nuestras vidas siempre estarán conectadas. En cada paso que des, en cada desafío que enfrentes, estaremos contigo, aunque sea desde las sombras. Felicidades, Doctor Tachibana. Con todo nuestro respeto y cariño, Kiryu y Nishiki." Bajó la carta. Las lágrimas comenzaron a brotar sin pedir permiso. No necesitaba contenerlas. El papel temblaba entre sus manos mientras desataba el lazo. Al abrir la caja, el destello del reloj de bolsillo lo detuvo. El metal pulido reflejaba la luz del salón. Lo sostuvo con una delicadeza reverente. Sus dedos, tan firmes en batallas y operaciones improvisadas, temblaban ahora mientras retiraba la tapa. Y entonces lo vio. Dentro, una diminuta imagen grabada en el interior del reloj. Los tres. Sonriendo. Una captura eterna de días más simples, donde aún podían estar juntos sin cargar el peso del pasado. El reloj, pequeño pero lleno de significado, reposaba sobre su palma como si fuera la única verdad tangible que necesitaba en ese instante. Pasó los dedos por la foto grabada. Podía escuchar la risa. Sentir el eco de esas noches en el Serena. Ver el brillo de aquellos ojos que, pese a todo, siempre estuvieron con él. —Sabías que estarían aquí, ¿verdad? —susurró Makoto, a su lado. —No… —respondió entre lágrimas—. Pero supongo que siempre encuentran la forma. —Idiotas con estilo —resopló Reina, cruzándose de brazos, aunque con una sonrisa. Él rió por lo bajo, secándose los ojos. —Idiotas… pero son mis idiotas. Cuando los estudiantes comenzaban a despedirse y los flashes se apagaban poco a poco, Ryohei, aún con el reloj entre sus manos, se acercó junto a Makoto, Reina y Yumi hacia la entrada. Allí, entre el murmullo y la brisa nocturna, encontró a Kenji y Kyomi. Los dos lo esperaban con gestos relajados, agotados pero felices. Fue un instante de descanso entre dos mundos que parecían tocarse por última vez. —Kenji, Kyomi, ¿por qué no vienen con nosotros al Serena? —propuso Ryohei con una sonrisa—. Podemos seguir celebrando ahí. Hay suficientes copas para todos, y ustedes también son parte de esto. Kenji negó suavemente con la cabeza, aunque su gesto reflejaba gratitud. —Me encantaría, pero ya tengo planes. Mi familia organizó una cena por mi graduación, y si no aparezco, probablemente me deshereden. Kyomi sonrió con picardía. —Además, si ustedes dos se descontrolan esta noche, mañana no van a tener energía para nuestra celebración. —¿Nuestra? —Ryohei arqueó una ceja. —Mañana, reunión tranquila —explicó Kenji con tono cómplice—. Sin formalidades. Solo nosotros tres. Y no acepto excusas. Ryohei lo abrazó fuerte antes de estrecharle la mano. —Trato hecho. Pero tú traes el sake. Kenji soltó una carcajada. —Nos vemos mañana. No te emborraches tanto, Doctor Tachibana. —Haré lo posible… Doctor Shirakawa. Pero no te olvides del sake. Mientras el auditorio se vaciaba, Makoto tomó a su hermano del brazo con delicadeza. —Vamos. Aún queda algo por celebrar. Ryohei asintió, echando una última mirada a la mesa de regalos. El reloj descansaba en su bolsillo, pero el peso de lo que simbolizaba seguía allí, vibrando en su pecho. Salieron juntos. Kamurocho los recibió con su resplandor de siempre, pero para él, esa noche tenía un aire distinto. Había cambiado algo en su interior. Caminaron hacia el Serena entre risas, recordando detalles de la ceremonia. A medida que se acercaban al bar, una extraña sensación de anticipación crecía dentro de Ryohei, mezclada con una serenidad nueva. Cuando la puerta se abrió, el bullicio habitual quedó atrás. Había música, sí. Voces, copas, decoración. Pero algo más lo detuvo. Las luces tenues revelaban un local arreglado con esmero: guirnaldas bien colocadas, botellas alineadas con precisión, platos servidos con mimo. No era una fiesta cualquiera. Era una noche pensada para él. Y entonces, los vio. Allí, de pie junto a la barra, estaban ellos. Kiryu, con su porte sereno. Nishiki, con su sonrisa ladeada. Ambos en traje, sin su desenfado habitual. Pero no fue la ropa lo que lo conmovió. Fue la forma en que lo miraban. Con orgullo. Con nostalgia. Con ese afecto inquebrantable que solo los verdaderos hermanos pueden tener. El aire se le detuvo. El reloj en su bolsillo pesó el doble. No pensó. No dudó. Corrió hacia ellos. El abrazo fue un impacto: Nishiki dejó escapar un "¡Oof!", y Kiryu apenas logró mantenerse en pie. Pero Ryohei no aflojó. Se aferró a los dos con la intensidad de quien por fin recupera algo perdido. —¡Idiotas! —su voz se quebró—. ¿Por qué no me dijeron nada, maldita sea? Las lágrimas le ardían, pero no le importaba. Solo quería que supieran lo que significaban para él. Kiryu, sereno como siempre, apoyó una mano en su espalda. —Porque este momento era tuyo, Ryohei. Nishiki murmuró: —Queríamos que lo descubrieras a tu manera. Ryohei los soltó solo lo suficiente para verlos. —No me importaba cómo... solo quería que estuvieran conmigo. Se miraron entre ellos, y Kiryu habló con esa calma que siempre reservaba para lo importante. —Siempre estamos contigo. En primera fila o en la sombra. Eso nunca va a cambiar. La última barrera en el pecho de Ryohei se quebró. Rió entre lágrimas, tembloroso pero feliz, y volvió a abrazarlos con fuerza. —Siempre fueron un par de idiotas… —susurró—. Pero son mis idiotas. Y no los cambiaría por nada. Desde el fondo del local, Makoto, Reina y Yumi los miraban. No dijeron nada. No hacía falta. El reencuentro hablaba por sí solo. Hasta que Reina, práctica como siempre, cruzó los brazos. —Espero que tanto sentimentalismo no les haga olvidar que hay comida y bebida esperando. Las risas estallaron. Se acomodaron alrededor de una mesa grande. Los platos humeaban, las botellas relucían. Ryohei se sentó al centro, entre Kiryu y Nishiki. Literalmente pegado a ambos, con los brazos sobre sus hombros. —¿Es necesario que estés tan pegajoso? —protestó Nishiki, sin apartarlo—. Pareces una lapa. —Es su castigo —respondió Ryohei, divertido—. Si fueron a escondidas a mi graduación, ahora me aguantan pegado toda la noche. Kiryu suspiró, resignado. —Nos lo merecemos. —¡Exacto! —exclamó Ryohei, orgulloso—. Y pienso emborracharme. Y cuando estoy borracho, soy más pegote. Las copas chocaron una y otra vez. Cada brindis arrastraba recuerdos, carcajadas, promesas imposibles. El Serena era un refugio. Allí, podían ser solo ellos. No Kazuma Kiryu. No Akira Nishikiyama. No el Doctor Tachibana. Solo ellos. Pero Kamurocho nunca dormía. Y la paz, lo sabían, nunca duraba demasiado. Esa noche, al menos esa noche… eran felices.
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