ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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El Último Otoño de Kamurocho

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Capítulo 2

      

“El Último Otoño de Kamurocho”

El Hospital Universitario Touto nunca dormía. Pasos apresurados llenaban los pasillos, entremezclados con murmullos de médicos discutiendo diagnósticos y el incesante pitido de monitores cardíacos. El aire cargado de desinfectante y café recalentado impregnaba cada rincón, el aroma inconfundible de la vida hospitalaria. Afuera, Tokio rugía con su caos de luces y movimiento, pero dentro de esas paredes blancas y asépticas, el tiempo parecía suspendido. Era septiembre de 1995, y el aire comenzaba a refrescar, anunciando la llegada del otoño. El doctor Tachibana caminaba con paso firme por el pasillo principal del ala de medicina interna, su bata blanca ondeando apenas con cada movimiento. Había llegado temprano, como siempre. Mientras algunos colegas aún bostezaban sobre sus primeras tazas de café, él ya había revisado expedientes y hecho sus primeras rondas. La sala de descanso estaba ocupada por internos y residentes: algunos hojeaban carpetas, otros mantenían la mirada fija en las pantallas. Una de las enfermeras se apresuró a alcanzarlo, sujetando una carpeta. —Doctor Tachibana, el paciente de la 302 presenta dolor abdominal agudo. Sospechamos apendicitis, pero los análisis no son concluyentes. Él tomó los documentos y los revisó con rapidez. —¿Fiebre? —Sí, 38.5°C. —¿Dolor a la palpación en el cuadrante inferior derecho? —Sí, pero no con la intensidad que esperaríamos. Asintió, devolviendo la carpeta. —Soliciten una ecografía abdominal. Podría tratarse de una apendicitis retrocecal o un cálculo en el uréter. No quiero llevarlo a cirugía sin estar seguros. Justo cuando giraba para continuar, una voz femenina lo detuvo. —Doctor Tachibana, ¿tiene un momento? Era Sayaka Fujimoto, cirujana talentosa y segura de sí misma. A pesar de su reputación impecable, esa vez lo miraba con una expresión distinta, más informal. —Por supuesto, doctora Fujimoto. ¿En qué puedo ayudarla? Ella le dedicó una sonrisa que iluminó su rostro. —En realidad, quería invitarlo a cenar esta noche. Hay un restaurante nuevo cerca que dicen que es excelente. El médico parpadeó, sorprendido por un instante, aunque no era la primera vez que le hacían una propuesta similar. —Agradezco la oferta, pero ya tengo una cita esta noche. Y créame, prefiero evitar una tragedia sentimental. Sayaka arqueó una ceja, curiosa. —¿Cita? ¿Algo interesante? Él sonrió de lado, divertido. —Digamos que sí. Y créame, no quiero hacer esperar a alguien especial. Ella asintió, aunque una sombra de decepción cruzó su mirada. —Entiendo… quizás en otra ocasión. —Quizás. —respondió con su tono más diplomático, sin comprometerse. Cuando la cirujana se alejó, el joven doctor suspiró internamente, llevándose una mano al cuello de la bata. Apreciaba la camaradería, pero sus intereses personales iban por otro camino. Uno que prefería mantener en la esfera de lo privado. Y, conociendo a Nishiki, burlarse de esa “cita” sería lo primero en su lista. Antes de sumirse en esos pensamientos, un residente lo abordó con evidente urgencia. —Doctor, necesito su opinión en el paciente de la 217. Presenta disnea súbita y dolor torácico. El ceño se le frunció de inmediato. Caminó hacia la habitación sin perder tiempo. Allí, un hombre de mediana edad respiraba con dificultad, su piel pálida y sudorosa. La saturación de oxígeno era alarmantemente baja. —¿Dolor en el pecho? —preguntó al acercarse a la cama. El paciente asintió. —Es... como una presión... aquí. —Pensamos en un infarto, pero el ECG no muestra alteraciones significativas —intervino el residente. El especialista presionó con suavidad el pecho del hombre, luego pasó a examinar la pierna derecha, evaluando con mirada crítica. Un instante de silencio, luego una pregunta clave: —¿Viajó en avión recientemente? El hombre parpadeó. —Sí… hace tres días. ¿Por qué? El médico se volvió hacia su colega con voz firme. —No es un infarto. Es una embolia pulmonar. Llévenlo a tomografía y administren anticoagulantes. Si esperamos, el coágulo podría ser fatal. El joven residente asintió de inmediato. Mientras trasladaban al paciente, el doctor observó con atención. Su labor allí no era fácil, pero la precisión de un diagnóstico correcto le daba sentido a cada jornada. Terminada la intervención, se dirigió al ala de pacientes de larga estancia. Frente a la habitación 412, tocó suavemente antes de entrar. Dentro, Yuko Nishikiyama descansaba en la cama. La palidez en su rostro delataba el desgaste de su enfermedad. A su lado, su hermano mayor se puso de pie al verlo. —Gracias por venir —dijo Nishiki, inclinando la cabeza con respeto. —Vamos, no hace falta tanta formalidad. —replicó el médico con una media sonrisa mientras se acercaba—. Yuko, ¿cómo te sientes hoy? —Un poco cansada, pero bien —respondió ella con voz débil. Revisó el expediente y luego examinó con calma sus signos vitales. —Tus niveles han mejorado —comentó con seriedad—. Necesitamos considerar una cirugía pronto. El gesto de Nishiki se tensó. —¿Qué tipo de procedimiento? —Una intervención para estabilizar su estado. Es crucial que la realice el mejor especialista disponible. Buscaré dentro y fuera del hospital hasta dar con él. El yakuza asintió, aferrándose a esa posibilidad. —Haré lo que sea necesario. Una mano firme se posó en su hombro. —Estamos juntos en esto. Lo lograremos. Tras concluir la revisión, el ambiente se alivió con un tema más ligero. —La celebración del cumpleaños de Yumi fue genial —comentó Nishiki—. El regalo que le diste seguro hizo juego con el mío. El doctor sonrió con suficiencia. —Todo salió como lo planeé. —¿Algo elegante? —preguntó Yuko, incorporándose un poco. —Una blusa de seda que encontré en una boutique de Kamurocho. De hecho, pensaba pasar hoy por ahí a buscar una camisa para mí. Nishiki soltó una carcajada, cruzándose de brazos. —Eso suena muy tú. —¿Y qué significa eso, exactamente? —preguntó él con fingida indignación. Los tres rieron. Luego, Nishiki bajó ligeramente la voz. —Tengo noticias. Confirmaron que Kiryu tendrá su propia familia pronto. Una ceja se arqueó con sorpresa. —Así que el grandulón va en serio… Ya era hora. —Y como prometió, tú serás su médico de cabecera. —Perfecto —replicó con ironía—. Nada como tener un paciente que se niega a hacer reposo después de cada pelea. La luz del atardecer se filtraba por la ventana, bañando la escena con calidez. Por un momento, parecía que todo estaba en equilibrio. La jornada había sido extenuante, pero gratificante. El médico había atendido desde casos simples hasta situaciones críticas, donde la vida de los pacientes pendía de un hilo. Entre niños que llegaban con lágrimas y salían con sonrisas, y adultos que enfrentaban enfermedades graves, el tiempo transcurrió con rapidez. Al finalizar su turno, se detuvo en la sala de descanso y sacó su reloj de bolsillo, el mismo que Kiryu y Nishiki le habían regalado en su graduación. Sus dedos recorrieron el grabado en el interior: tres jóvenes con grandes sueños y una lealtad inquebrantable. Aunque los caminos de los tres se habían distanciado por sus responsabilidades, cada reencuentro era un tesoro. No importaba si era una noche en el Serena, una sesión de karaoke o una cena sin protocolo; cada encuentro era un recuerdo que se quedaba grabado. Pensó en Kenji y Kyomi, ahora radicados en el extranjero. Él seguía su especialización médica, mientras ella perseguía una carrera cinematográfica con aspiraciones internacionales. A pesar de la distancia, el vínculo entre los cinco permanecía firme. Suspiró y guardó el reloj. Aún le quedaban cosas por hacer. Kamurocho lo esperaba. Y esa vez, algo en el aire le decía que nada volvería a ser igual. Salió del hospital y abordó un taxi hacia el distrito que nunca dormía. Las luces de neón se reflejaban en el pavimento húmedo, y el bullicio de la ciudad componía una sinfonía caótica de voces, motores y el tintinear de botellas en los bares. Al bajar, se dirigió directamente a una boutique elegante. Hoy no buscaba regalos. Hoy, se daba un gusto. —Vamos a ver qué me hace ver irresistible —murmuró con una sonrisa, mientras recorría los estantes. Deslizó los dedos por telas suaves y firmes, buscando algo sobrio, pero con estilo. —¿Busca algo en particular? —preguntó una dependienta, acercándose con amabilidad profesional. Él giró levemente, evaluando su reflejo antes de responder. —Algo elegante, pero sin pretensión. Ajustado, pero cómodo. Clásico, pero con un giro moderno. —Enumeró con aire pensativo, antes de dedicarle una sonrisa ladeada—. Y si puede hacer que alguien se pregunte si soy modelo o simplemente bendecido por la genética, mejor. Ella rió suavemente. —Creo que tengo justo lo que necesita. Después de probarse algunas opciones, encontró lo ideal: una camisa de corte perfecto que acentuaba su figura sin exageraciones, y un abrigo ligero que le confería sofisticación sin esfuerzo. —Esto es perfecto para mí —comentó, ajustando el cuello con gesto ensayado. Pagó sin titubear y salió de la tienda con su compra elegantemente envuelta. Nada como un capricho después de un día largo. Mientras avanzaba por la Calle Tenkaichi, su mirada se detuvo en una silueta inconfundible: Kazuma Kiryu, acompañado por Shinji Tanaka, avanzando con paso decidido hacia un edificio cercano. Por su actitud, era evidente que el actual lugarteniente de la familia Dojima iba a cobrar una deuda. Aquella imagen le recordó las palabras de Nishiki en el hospital. Su amigo no exageraba: Kiryu estaba cada vez más cerca de tener su propia familia dentro del clan. Rió entre dientes antes de seguir caminando. Kamurocho no cambiaba, pero él sí. Al llegar al Serena, se encontró con la persiana metálica completamente cerrada. Reina probablemente ya había dejado todo listo. No era un obstáculo: conocía otro camino. Se desvió por un callejón estrecho. Apenas llegaba luz allí, pero eso nunca lo detuvo. Caminó hasta la puerta trasera del bar y, con la naturalidad de quien lo había hecho mil veces, se impulsó hacia la escalera de incendios. Flexionó las rodillas, usó la pared como impulso, se aferró al borde y aterrizó en el segundo piso con la precisión de alguien que conocía cada centímetro de Kamurocho. Ajustó el paquete bajo el brazo y empujó la puerta trasera del Serena. Al entrar, sintió el contraste inmediato entre el bullicio exterior y el silencio acogedor del local. Estaba cerrado al público. Extraño, pero no alarmante. Aun así, había algo en el ambiente que se sentía distinto, como si el lugar ocultara un secreto. Detrás de la barra, Reina mantenía su postura imperturbable. El cabello recogido con elegancia, el traje perfectamente ajustado, la blusa inmaculada. Era firme, como siempre. El eco de sus movimientos al servir whisky rompía el mutismo del lugar. Nishiki, que había llegado antes, bebía en silencio. Su mirada parecía perderse en el reflejo del vaso. Ryohei se acercó y apoyó un codo sobre la barra. —Esto parece un pueblo fantasma —murmuró, observando el vacío—. ¿Y Yumi? Reina sirvió otro vaso para él y respondió con calma: —Salió a comprar algunas cosas. Sabiendo que Kiryu-chan está por llegar, pensó que podrían tener hambre. Bebió un sorbo. El Serena siempre había sido su refugio, pero ese silencio... era más denso que de costumbre. Como si el aire esperara algo. Aprovechó para girarse hacia Nishiki. —Por cierto… Hablé con un cirujano antes de ir a la boutique. Es probable que opere a Yuko el mes que viene. El hielo tintineó en el vaso del yakuza. Su mirada se alzó, mezcla de esperanza y recelo. —¿Puedo confiar en él? —Sí. Su historial lo respalda, pero yo mismo lo evaluaré. —Quiero hablar con él. Necesito saber qué hará, cuáles son los riesgos. —Voy a coordinar una reunión esta semana. También hay que hablar sobre los gastos médicos, los insumos… pero lo más importante es que esto le da a Yuko una oportunidad real. El alivio tensó y luego relajó los hombros de Nishiki. Por primera vez en semanas, veía una salida. —Gracias, Ryo. No sabes cuánto significa esto. —Somos amigos. Para eso estoy —respondió el médico con una leve sonrisa. El silencio se adueñó del bar, apenas interrumpido por el murmullo de la música. Encendió un cigarro, dejando que el humo subiera en espirales suaves. Sacó el reloj de bolsillo y lo abrió casi por reflejo. Aún faltaba para que comenzara la velada. Entonces, un sonido metálico lo alertó. La puerta trasera se abrió con un leve chirrido. Una ráfaga de aire frío entró al Serena. Kiryu cruzó el umbral con su paso tranquilo, su silueta imponente recortada por la tenue luz del exterior. Pero lo que más llamó la atención no fue su presencia, sino el maletín metálico que llevaba en la mano derecha. Si Kiryu llegaba con un maletín después de un día de trabajo, la conclusión era obvia. —Miren nada más quién decidió bendecirnos con su presencia —comentó el médico con su habitual tono irónico, apoyando un codo en la barra—. Nada más ni nada menos que mi futuro jefe. Kiryu rodó los ojos, pero una leve sonrisa se dibujó en su rostro. —Eso dices ahora… Veremos si sigues con la misma actitud cuando me toque darte órdenes. —Dependerá de si las órdenes incluyen descanso y beneficios médicos. Reina, mientras servía otro vaso de whisky, rió divertida ante la conversación. —Parece que hoy cerraron solo para nosotros —comentó Kiryu, mirando alrededor. —Sí, claro… porque cuando ustedes tres están aquí, los clientes normales no se relajan —replicó Reina, sin levantar la vista de la copa que preparaba—. Así que, por hoy, decidí cerrar el bar. —Gracias por lo de “normal” —intervino Ryohei, fingiendo indignación mientras bebía otro sorbo. Kiryu rió por lo bajo. Conocía a su amigo lo suficiente para saber que el sarcasmo no era solo una barrera, sino también una forma de aligerar cualquier situación. Había un matiz en su tono, uno más cercano, más cómodo. Su mirada recorrió el bar, notando una ausencia. —Reina, ¿dónde está Yumi? Antes de que ella pudiera responder, el médico apagó el cigarrillo en el cenicero y resopló con fingida exasperación. —Ya me empieza a dar miedo nuestra sincronía, Kiryu… —Ryo-chan preguntó lo mismo hace un momento. Pero Yumi salió a comprar algo, pensando que tendrían hambre. Las risas no tardaron en llegar, especialmente cuando Nishiki empezó a bromear sobre el inminente ascenso de Kiryu y la creación de la familia Kiryu. Reina sirvió otro vaso y lo dejó justo donde siempre se sentaba. —No cantes victoria aún, Nishiki. Todavía no está confirmada la familia. Hay trámites pendientes… pero estamos cerca. —Tan cerca que hasta ya tienes médico de cabecera —se burló, mirando de reojo al aludido. —Con tal de ayudarte como siempre, podré distribuir mi valioso tiempo, patriarca —respondió el médico con una exagerada reverencia, marcando la última palabra con ironía. Kiryu negó con la cabeza y esbozó una sonrisa antes de sentarse. Bebió un sorbo, pero su expresión cambió al mirar a Nishiki. —¿Y tu hermana? ¿Cómo está? La atmósfera cambió en un instante. La broma se evaporó de los rostros. —Gracias a Ryo, podrá someterse a una cirugía el mes que viene. Pero… es probable que sea la última. El peso de sus palabras quedó suspendido en el aire. Incluso Reina, que solía mantenerse al margen de temas serios, dejó la copa en la barra sin decir nada. El médico exhaló despacio y sacó su reloj. Pasó el pulgar sobre el grabado de la tapa antes de ver la hora. La conversación sobre Yuko aún flotaba en el ambiente. No había forma de endulzar el tema, ni frases vacías que pudieran arreglarlo. Y tampoco las necesitaban. Entonces, la puerta trasera se abrió de golpe. Yumi entró con dos bolsas de comida, resoplando como si acabara de cruzar todo Kamurocho a pie. —¡Ah! Veo que ya están todos aquí. Ryohei arqueó una ceja, guardando el reloj. —No tan rápido, Yumi. Falta tu comida y falta mi paciencia. —¿Qué? ¿Ya están ebrios? ¿Y ni siquiera me esperaron? Nishiki soltó una carcajada. —Tú nos enseñaste que es de mala educación dejar una botella sin abrir. —Adelante, yo te invito una —propuso Kiryu, deslizándole un vaso vacío. —Eso es trampa —murmuró el médico, fingiendo indignación—. Cuando lo dice Kiryu suena caballeroso, pero si lo digo yo, me llaman borracho. —Eso es porque eres un borracho, Ryo —respondió Nishiki sin perder la sonrisa. Yumi rió mientras se acercaba a la barra y le colocaba una mano en el hombro a Kiryu. Fue entonces cuando Ryohei lo notó: un anillo de plata en su dedo. El vaso se detuvo a medio camino. No era sorpresa. No era inesperado. Pero aun así, el peso cayó como un eco inevitable. Reina desvió la mirada. Nishiki apretó el vaso con fuerza. Kiryu… simplemente guardó silencio. Ryohei recorrió la escena y sonrió de lado. No era un golpe. Era una confirmación. Estuvo ahí cuando lo compró: su indecisión, las bromas de Nishiki, su propia sugerencia de que no pensara tanto las cosas. Kiryu nunca hacía nada sin estar seguro, y esto era una de esas decisiones. Observó a Yumi, ajena a las miradas, hablando con naturalidad. Desde fuera, cualquiera diría que estaban cerca de convertirse en algo más. Y quizás, esta vez, por fin, lo harían. Volvió a su trago, pero los recuerdos lo arrastraron a otra noche: el cumpleaños de Yumi, cuando todo había comenzado. El Serena conservaba su atmósfera habitual, pero esa noche tenía otro significado. Su contrato definitivo en el Touto marcaba una nueva etapa, y como si el destino lo supiera, el cumpleaños de Yumi coincidía. Kiryu y Nishiki insistieron en celebrarlo. ¿Dónde más, si no ahí? Al llegar, vieron a las chicas en una mesa, interactuando con un cliente. Todo parecía normal… hasta que Yumi rió demasiado. Ryohei no se lo tragó. El tipo claramente la cortejaba, sin sutilezas. Nishiki sonrió tenso. Kiryu permaneció neutral, pero él notó la incomodidad. No era celos. Nunca fue eso. No disfrutaba de esos juegos, y conocía a Kiryu lo suficiente para saber lo que sentía. Solo esperaba que, por fin, esa relación se concretara. —Si pudiera, patearía a ese tipo —murmuró con fastidio. Kiryu desvió la mirada hacia él. Conocía ese tono. Podía envolverlo todo en sarcasmo, pero había algo detrás. Algo viejo, algo que no necesitaba explicarse. Años atrás, después de una noche tensa, lo habían entendido sin hablar. Fue en su apartamento, entre el humo, la fatiga y el silencio que solo deja el peligro cuando se va. Desde entonces, no hubo necesidad de explicarse. Por eso, ahora, Kiryu entendía. No era Yumi el problema. Nunca lo fue. Era la sensación de lo inalcanzable. De lo que no cambia, por más que uno lo desee. Ryohei apretó los puños. No dijo nada más. Kiryu tampoco. Fue Nishiki quien rompió el momento, llamando a Reina con su tono habitual, aunque con cierta incomodidad. Ella se excusó con una sonrisa profesional y se acercó a la barra. Mientras servía las bebidas, Ryohei dejó escapar su molestia. —¿Quién es ese idiota? —espetó con el ceño fruncido—. Se le nota que babea por ella. —¿Te molesta? —preguntó Reina, arqueando una ceja. —Es un cliente habitual. Él tomó el vaso sin beber. —Claro que me molesta. No voy a dejar que cualquier imbécil se le acerque a mi amiga… Ni siquiera cuando trabajaba aquí se le acercaban tanto los pegotes. Kiryu, que había permanecido en silencio, se inclinó hacia él y dejó el vaso con suavidad. —Ryohei… cálmate —susurró. Ryohei chasqueó la lengua y llevó el vaso a los labios, aunque su tensión seguía ahí, contenida en la rigidez de sus hombros y en la forma en que apretaba el cristal entre los dedos. Kiryu exhaló con suavidad y, sin decir nada, sacó un cigarro del bolsillo. Lo giró entre los dedos antes de ofrecérselo en silencio. No hizo falta que lo pidiera. El médico lo tomó con una mueca resignada y lo sostuvo entre los labios sin encenderlo. Kiryu acercó la llama con su gesto pausado de siempre, dándole fuego sin necesidad de palabras. —Gracias por el “apoyo” —murmuró, observando cómo el humo se elevaba entre ambos. No era solo un comentario casual. Y Ryohei lo entendió al instante. —Qué detalle, Dragón. Si sigues así, me vas a malacostumbrar. Kiryu rodó los ojos, pero su sonrisa traicionó cualquier intento de mantener la seriedad. Aunque aún molesto, Ryohei terminó su trago con más tranquilidad. El cigarro entre los dedos ayudaba a disolver poco a poco la incomodidad. Seguía echando miradas de reojo a Yumi, pero la charla entre los tres fluyó con naturalidad. Celebraban la consolidación de su carrera en el Touto, y la posibilidad de que Kiryu siguiera escalando dentro de la familia Dojima. Las bromas de Nishiki y el sarcasmo habitual hacían que, por un momento, las diferencias entre sus mundos se volvieran irrelevantes. Los minutos pasaron entre tragos y comentarios ligeros hasta que Reina, sirviendo otra ronda, cambió el rumbo de la conversación: —Por cierto… el cumpleaños de Yumi se acerca. ¿Ya pensaron qué regalarle? Ryohei sonrió con autosuficiencia, alzando su vaso. —Obvio. Algo elegante, sofisticado y con el toque justo de sensualidad. Nishiki resopló. —Déjame adivinar… una blusa. —De seda negra —confirmó, dejando el vaso en la barra—. Algo que enfatice su “encanto” natural. —Perfecto —se burló Nishiki—. Le regalaré un collar de diamantes rosas para hacer juego. Kiryu, hasta ese momento en silencio, se encogió de hombros. —He estado ocupado. Aún no lo he pensado. Ryohei arqueó una ceja. No se creía esa excusa ni por un segundo. Fue Reina quien, con una sonrisa cómplice, se adelantó: —¿Qué tal si le regalas un anillo? El comentario provocó una reacción inmediata. El médico sonrió de lado. Sabía perfectamente a dónde iba todo esto. —¿Un anillo, eh? —repitió Kiryu, girando el vaso entre las manos. —Sería el regalo perfecto. Buena idea, Reina —dijo Nishiki, provocando que ella se sonrojara apenas. Mientras conversaban sobre tiendas y estilos, Ryohei se acercó con aire cómplice y apoyó un codo en la barra. —Si vas a hacerlo, hazlo bien —susurró—. No puede ser cualquier anillo. Tiene que reflejar lo que ella representa para ti. Kiryu lo miró, intrigado. —¿Desde cuándo eres experto en joyería? —Vamos, Kiryu. Trabajé en este bar años. Escuché más conversaciones sobre anillos que un joyero. Además, esto es parte del encanto —dijo con una sonrisa. —Algo sencillo, entonces. —Sencillo, pero con alma. Plata, con una piedra discreta o un grabado interno. Nada ostentoso, pero lo suficiente para que lo mire y piense en ti. Kiryu tomó un sorbo en silencio. —Tal vez tengas razón. —Lo tengo claro —asintió Ryohei, satisfecho. —Vaya, hombre, qué poca fe —comentó Reina al ver a Kiryu aún meditando su decisión. —Debe ser la primera vez que lo veo dudar tanto. Casi me preocupa —añadió el médico, burlón. Kiryu suspiró. —¡Lo tengo! —exclamó Reina de pronto, iluminándose—. Una marca francesa acaba de lanzar una línea de anillos. Yumi y yo vimos una revista, dijo que le encantaría uno de esos. —Sí… las doctoras en el hospital también hablan de esa marca. No estaría mal —comentó Ryohei. Kiryu permaneció en silencio unos segundos más, pero la idea ya lo había atrapado. —Bien. Voy por uno de esos. —¿Quieres que te acompañe? —preguntó el médico, claramente más por diversión que por ayuda. —No es necesario. Ya hiciste lo suficiente. —Al menos invítame un trago cuando vuelvas —replicó Ryohei, alzando el vaso. Kiryu sonrió sin responder y se levantó, saliendo por la entrada principal con una tranquilidad engañosa. El médico lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta. Luego murmuró: —Voy a empezar a beber desde ya, porque esto no pinta bien. Reina soltó una risa mientras servía otro trago sin que lo pidiera. La celebración fue íntima. Reina había cerrado el bar para clientes externos. Estaban solo ellos: Kiryu, Nishiki, Ryohei… y Reina. La música flotaba suave en el aire, y las luces tenues creaban una atmósfera más cálida que nunca. Antes de que Yumi llegara, Ryohei notó a Kiryu sentado con una pequeña caja de terciopelo en las manos. Había algo en su expresión: una mezcla de cansancio y satisfacción. El médico se dejó caer a su lado con su ironía habitual. —¿Y esa cara? Kiryu suspiró. —Solo espero que esto le guste. Abrió la caja. Un anillo de plata, pequeño diamante y un grabado interno con el nombre “Yumi”. Ryohei silbó bajo. —Elegante y discreto. Justo como ella. —Se inclinó para mirar más de cerca—. Pero… ¿por qué tienes cara de que esto costó más que dinero? Kiryu soltó una breve risa. —Después de comprarlo, me lo robaron. Tuve que perseguir al ladrón por medio Kamurocho. Cuando lo encontré, ya lo había empeñado. Y la casa de empeño no me creía que era mío… por mi pinta de yakuza. Ryohei estalló en carcajadas. —Déjame ver si entendí. Te lo roban, lo recuperas, y te acusan de ladrón. ¡Qué joya de historia! —Más o menos. —Definitivamente, es el regalo más complicado de todos los tiempos. —Le dio un trago y sonrió—. Pero todo eso le da valor. Yumi lo va a apreciar. Kiryu asintió, cerrando la caja. —Quiero que sea especial para ella. El médico le dio una palmada en la espalda. —Lo será. Las mejores cosas suelen venir con desafíos. —Y añadió, con su media sonrisa de siempre—. Es parte del encanto. Kiryu rió, más relajado. Fue entonces cuando la puerta se abrió y el aire nocturno de Kamurocho invadió el Serena. Yumi entró con su sonrisa radiante, iluminando el bar. La conversación se desvaneció cuando todos se levantaron para recibirla, listos para celebrar una noche inolvidable. Radiante, Yumi aceptó con entusiasmo los obsequios de sus amigos. El joven médico le entregó una blusa de seda negra, tan elegante como su estilo. El regalo fue complementado por un delicado collar de diamantes rosas que Nishiki había elegido, armonizando a la perfección con la prenda. La alegría y gratitud en los ojos de ella eran evidentes mientras admiraba los detalles cuidadosamente seleccionados. En medio de la celebración, Kiryu, visiblemente nervioso, sostenía la pequeña caja de terciopelo. Al notar su vacilación, Ryohei le dio un leve codazo en las costillas, acompañando el gesto con una sonrisa que decía más que cualquier palabra. Animado por esa señal silenciosa, el lugarteniente se acercó a Yumi y le entregó el anillo de plata con un pequeño diamante, símbolo de sentimientos que ya no necesitaban explicación. La emoción en su mirada creó un momento especial para ambos, observado con discreción por quienes compartían la velada. La noche avanzaba entre risas, anécdotas y brindis. El Serena, más que un bar, se transformó en un refugio de lealtad, cariño y complicidad. Ese instante quedaría grabado para siempre. Los pensamientos de Ryohei se desvanecieron cuando una voz conocida lo trajo de vuelta a la realidad: —Tierra llamando a Ryo… ¿Hola? Parpadeó y lanzó una mirada cargada de tedio fingido a su interlocutor. —Lo siento, estaba reflexionando sobre lo desafiante que debe ser para ti sostener un pensamiento más de cinco segundos. El otro soltó una carcajada, dándole un leve empujón en el hombro. —No cambies nunca, de verdad. Las horas se estiraron entre copas, bromas y recuerdos. A medida que el alcohol suavizaba las voces y el tiempo se deslizaba sin prisa, el ambiente adquirió esa calidez propia de las amistades verdaderas. Fue entonces cuando Ryohei notó a su amigo dormido sobre la barra, la cabeza apoyada en los brazos cruzados, respirando con una serenidad que pocas veces dejaba ver. Suspiró, negando con la cabeza mientras se levantaba a buscar una manta. —Mira nada más… el gran futuro patriarca, noqueado por el sueño. —murmuró con ironía, aunque en su voz se adivinaba una nota de preocupación. Justo cuando acomodaba la manta sobre los hombros de Kiryu, Reina apareció detrás de la barra, observando la escena con una sonrisa divertida. —Podrías llevarlo a tu apartamento, ya que te preocupas tanto. Él la miró de reojo con una mueca. —Ah, claro, porque nada grita “esto no será malinterpretado” como un gay cargando a un hetero inconsciente a su casa. Ella rió, sirviéndose una copa más antes de apagar las luces del local. —La gente siempre malpiensa. —Lo sé. Por eso lo dejo aquí. —respondió mientras acomodaba mejor la manta. El dormido se movió apenas, murmurando algo ininteligible antes de volver a la quietud. Ryohei lo observó en silencio, luego se sentó de nuevo y dio un último sorbo a su trago. Antes de marcharse, echó una última mirada al bar, deteniéndose un segundo entre Reina y su amigo dormido. No dijo nada, pero el mensaje era claro. —Cuídalo. Llámame si pasa algo. Ella asintió, sirviendo un último trago para sí. —Lo haré. Ve a descansar, Ryo-chan. Kamurocho seguía despierta. Las luces de neón vibraban sobre el asfalto húmedo, indiferentes al cansancio de quienes la habitaban. El médico tomó un taxi sin pensarlo demasiado, dejando que el silencio del trayecto hiciera su trabajo. Ya en casa, se descalzó al cruzar la puerta y caminó hasta un altar, donde las flores frescas decoraban dos marcos con sumo cuidado. Con un suspiro, encendió una vela y se quedó observando la llama. Tetsu Tachibana. Jun Oda. —Otra noche en Kamurocho —murmuró, inclinándose brevemente—. Hoy no hubo caos, lo cual ya es una victoria. Kiryu sigue siendo Kiryu, Nishiki sigue siendo un dolor de cabeza… y yo, bueno… sigo vivo. Así que supongo que eso cuenta. La vela parpadeó como si respondiera. —Espero que donde estén haya buen sake… y menos idiotas que aquí. —bromeó, aunque en su tono había una honestidad melancólica. —Gracias por otra jornada, y por dejarme tener a los míos cerca. Se quedó en silencio unos segundos más, luego sopló la vela y observó cómo el humo se disolvía en la penumbra. No creía en señales. Pero sí en rituales. Con pasos lentos, llegó a su habitación. Se quitó la ropa sin esfuerzo, dejando que cayera donde fuera. Apenas en ropa interior, se dejó caer en la cama. Cada músculo pedía descanso. Cerró los ojos y permitió que el peso del día se deshiciera con el sueño. Kamurocho seguiría despierta. Pero él, por ahora, no. El bullicio habitual del distrito ya resonaba en las calles cuando la alarma rompió el silencio del apartamento. Se desperezó con un gruñido, arrastrándose hasta el baño con el andar torpe de alguien que no necesitaba despertarse temprano… pero lo hacía igual. El agua caliente disipó el letargo. Era su día libre. Eso significaba entrenamiento en el dojo y un par de novatos esperando que alguien con paciencia los corrigiera. Ya vestido con ropa cómoda, preparó su dogi azul marino y el cinturón negro con varias franjas doradas: prueba de años de dedicación. Tomó su bolso y, al guardar una pequeña libreta con pendientes, se detuvo. El diseño era casi idéntico al de otro que tuvo años atrás, cuando Kiryu lo eligió como "healer" del equipo. Sonrió. ¿Cuántos años habían pasado desde aquello? Demasiados. Sin pensarlo más, se colgó el bolso al hombro y salió, cerrando con llave. Como siempre, en vez de bajar las escaleras como alguien civilizado, se impulsó por la barandilla del segundo piso y aterrizó con precisión felina en la planta baja. —¡Oye, Tachibana! La voz sobresaltada lo detuvo. La señora Fukuda casi deja caer la escoba al verlo aparecer de golpe. El susto la hizo llevarse una mano al pecho. —Buenos días, Fukuda-san —saludó con su sonrisa habitual, como si nada. —¡¿Cuántas veces te he dicho que no hagas eso?! ¡Un día me vas a matar del susto! Se inclinó con exagerada cortesía. —Prometo que si le pasa algo, la atiendo gratis. Ella resopló, aunque la risa entre dientes la delataba. —¡Ya, largo! Anda a hacer lo que sea que haces. —Eso intento, pero siempre me retienen. —dijo con dramatismo mientras se alejaba. Avanzó entre los callejones con la soltura de quien conoce cada rincón. Se impulsó contra una pared baja, trepó una estructura metálica y descendió con la fluidez de quien ha hecho del parkour su segunda piel. Al llegar al dojo, se sacudió el polvo y respiró hondo. El ambiente era el de siempre: ecos de golpes, voces corrigiendo posturas, olor a madera y sudor. Alumnos golpeando sacos, otros en combate, y los más nuevos repitiendo movimientos básicos. En el fondo, Hanzo, sentado en su silla habitual, observaba con la mirada aguda de un veterano. Los años marcaban su rostro, pero su presencia seguía imponiendo respeto. Al notar la llegada de su pupilo, hizo un leve gesto con la mano. Lo llamaba. Obedeció de inmediato, inclinándose en una reverencia en señal de saludo. —Hanzo-sensei. —saludó con formalidad—. Lamento no haberme pasado en estas últimas semanas. El anciano soltó una breve risa, apoyando una mano en la rodilla. —Sé que la vida de un médico es complicada, Tachibana… —dijo con una sonrisa socarrona—. Pero veo que mi enseñanza de usar el entorno te ha servido. No has descuidado tu entrenamiento. El aludido esbozó una media sonrisa. —Siempre sigo sus enseñanzas, Sensei. Ahora me toca transmitirlas a las nuevas generaciones. El maestro lo inspeccionó de arriba abajo con la mirada aguda de quien ha visto incontables discípulos pasar por esas paredes. En su mente, recordó al joven que llegó bajo el nombre falso de Hiratori, ocultando su apellido real para fortalecerse sin ser detectado por sus enemigos. Quién iba a decir que Murakado, aquel que lo inició en la senda del combate, terminaría convirtiéndose en una de sus mayores amenazas. —Se ve que no eres como él… —murmuró, casi como si divagara en sus propios pensamientos. El joven no respondió de inmediato. No hacía falta. Hanzo exhaló con aire pensativo antes de mirarlo de nuevo, esta vez con una chispa competitiva en los ojos. —Ve a cambiarte. Después de ayudar a los novatos, quiero ver cuánto has mejorado en un combate. Una sonrisa confiada curvó sus labios. —¿Se está preparando mentalmente para perder, Sensei? El veterano soltó una carcajada, golpeando suavemente el suelo con el bastón. —Muchacho engreído. Veamos si esa juventud te sirve de algo cuando estés en el tatami. Ryohei se inclinó de nuevo, dando media vuelta con aire relajado, pero con la certeza de que el combate iba a ser interesante. Salió del vestuario ajustándose el cinturón negro con franjas amarillas sobre el dogi azul marino, la tela marcando la estructura de un cuerpo trabajado durante años de disciplina. Cada cicatriz, cada músculo definido eran prueba de su dedicación, no solo a la pelea, sino a la perfección del control y la precisión. En el tatami, el sonido de golpes contra sacos y los gritos de los novatos llenaban el dojo con la energía inconfundible del entrenamiento. Avanzó entre los alumnos, observando sus movimientos hasta detenerse frente a un grupo de principiantes que practicaban patadas frontales. Uno de ellos, un chico joven con expresión frustrada repetía el mismo error una y otra vez. —Si usas solo la pierna, perderás el equilibrio. Relaja la cadera. El movimiento empieza ahí. Antes de que pudiera responder, Ryohei adoptó postura y, con un solo movimiento, lanzó una patada fluida y precisa al aire, impactando con la planta del pie en un punto imaginario, sin perder estabilidad. —La pierna golpea, pero es la cadera la que la impulsa. Prueba otra vez. El muchacho intentó imitarlo. Aunque aún torpe, logró mantener mejor el equilibrio. —Así está mejor. —le palmeó el hombro con aprobación—. Repítelo hasta que lo hagas sin pensar. Desde un costado, uno de los más observadores frunció el ceño con curiosidad. —Sempai, he visto sus combates… ¿por qué casi no usa las manos? Ryohei sonrió levemente y flexionó los dedos, observándolos con aire pensativo antes de cerrar el puño solo para volver a abrirlo con suavidad. —Mis piernas son mi mejor arma en combate. Pero mis manos… —hizo una pausa, levantándolas con calma— son para apoyar. Para sanar. No para lastimar. Los alumnos intercambiaron miradas, sorprendidos por la respuesta. No era la filosofía de combate que muchos esperaban, pero en cierto modo, tenía sentido. La sesión continuó hasta que un grito rompió el ritmo del entrenamiento. Un estudiante más avanzado cayó al suelo, sujetándose el tobillo con una mueca de dolor. El sensei no tardó en acercarse, su mente cambiando del combate al instinto clínico en cuestión de segundos. —¿Qué pasó? —preguntó con seriedad. —Se torció el tobillo en una patada giratoria. Se arrodilló junto al herido, examinando la zona con precisión. Con el pulgar, aplicó una leve presión en puntos específicos, observando la reacción. —Duele aquí, ¿verdad? El chico asintió con los dientes apretados. —Nada grave. Solo una torcedura. —sentenció con seguridad, sacando una venda elástica del botiquín y comenzando a envolver el tobillo con movimientos rápidos y calculados—. No intentes ponerte de pie todavía. Los demás miraban en silencio, fascinados por la naturalidad con la que combinaba fuerza y control. Era un luchador formidable, pero su verdadera maestría estaba en el equilibrio entre la violencia y la curación. —Descansa un rato y aplica frío cuando llegues a casa. Hoy te salvaste de seguir practicando, pero mañana quiero verte aquí sin excusas. El joven esbozó una sonrisa a pesar del dolor, mientras el resto lo observaba con una mezcla de respeto y admiración. Ya no era solo un sempai. Para ellos, era un verdadero maestro. Poniéndose de pie, se ajustó el cinturón con un leve suspiro y miró a los demás con una expresión de expectación. —Bien, ya vimos la importancia de una buena postura y de no lesionarse como idiotas. Sigamos. Las risas aligeraron el ambiente, y el entrenamiento continuó con más energía que antes. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados. El dojo se había vuelto más silencioso. Los novatos ya habían terminado su práctica, y algunos se quedaron a observar lo que estaba por venir: un combate que no era solo un duelo, sino una prueba. Hanzo se puso de pie con calma, ajustando su cinturón mientras escaneaba a su oponente con la misma intensidad de hace años. El tiempo había cambiado muchas cosas, pero no el lenguaje entre ellos: el de los golpes, la velocidad y la estrategia. —Has avanzado más de lo que imaginé. —dijo con su habitual serenidad, girando los hombros con un leve crujido—. Pero quiero ver si esa técnica que has desarrollado puede superarme. Ryohei sonrió de lado, flexionando ligeramente las rodillas. Cada fibra de su cuerpo estaba lista. —No me subestime, Sensei. Hoy la juventud le dará problemas. Ambos adoptaron posturas distintas: Hanzo con su tradicional defensa baja y estable, diseñada para absorber y redirigir ataques; su discípulo, con una guardia más flexible, listo para moverse como el agua y usar el entorno a su favor. El aire pareció detenerse por un segundo. Y luego, todo explotó en un instante. El maestro se movió primero, lanzando una patada baja con la fuerza de un tronco cayendo. El otro la esquivó con un salto lateral y contraatacó con una giratoria que fue bloqueada con el antebrazo. El impacto resonó en el dojo. Cada golpe era una conversación sin palabras, cada movimiento una respuesta. Hanzo acortó la distancia con pasos medidos, intentando atrapar a su oponente en su ritmo calculado. Pero el joven no seguía patrones predecibles. Se impulsó contra una columna y giró en el aire, lanzando una patada descendente que obligó al veterano a retroceder. —Sigues usando el entorno a tu favor. —murmuró con un destello de orgullo. —Fue lo primero que me enseñó. —respondió sin perder el ritmo, lanzando otra ofensiva. La pelea se convirtió en una danza letal: experiencia contra velocidad, estrategia contra improvisación. El equilibrio oscilaba entre ambos, ninguno cediendo terreno. En un giro, Hanzo atrapó la pierna de su contrincante y lo derribó con un barrido limpio, pero antes de que pudiera aprovechar la apertura, el derribado usó la caída a su favor, impulsándose con las manos y lanzando una patada ascendente que lo obligó a soltarlo. Ambos retrocedieron al mismo tiempo, respirando profundo, sin perderse de vista. Ninguno bajaba la guardia. El sudor resbalaba por sus frentes. El combate había alcanzado su clímax. Finalmente, tras un último intercambio de golpes, ambos se detuvieron. Sus cuerpos tensos, la respiración controlada… pero sin ventaja clara. Un empate. Hanzo se quedó en silencio unos segundos antes de soltar una breve carcajada. —Lo admito… Ya no tengo nada más que enseñarte. Ryohei lo miró sorprendido por un instante antes de relajar los hombros y esbozar una sonrisa. —¿Eso significa que finalmente lo vencí? Hanzo se secó el sudor de la frente, con una sonrisa tranquila. —Significa que ya eres un experto. Pero no cometas el error de pensar que has alcanzado la cima. El médico cruzó los brazos, escuchando con atención. —Lo que sigue ya no es aprender de mí. —continuó el maestro—. Es forjar tu propio estilo. El dojo quedó en silencio por un momento. Las palabras no pesaban como una despedida, sino como un desafío. Exhaló suavemente, sintiendo el peso de lo que acababa de escuchar. Su camino ya no dependía de lo aprendido. A partir de ahora, era solo suyo. Con una reverencia firme, bajó la cabeza en señal de respeto. —Gracias, Sensei. El anciano asintió con aprobación. —Ve a ducharte, hueles a entrenamiento. Soltó una risa por lo bajo, enderezándose. —Y usted a descansar. La juventud está ganando terreno. Hanzo sacudió la cabeza con una sonrisa ligera mientras su discípulo se dirigía hacia los vestidores. Sabía que aún tenía un largo camino por delante… pero también que estaba listo para recorrerlo. El vapor se elevaba en la ducha, envolviéndolo en un calor reconfortante. Cada gota arrastraba el cansancio de los músculos, aliviando la tensión del combate. Las palabras de su maestro seguían resonando en su mente, haciéndole esbozar una leve sonrisa. Ya no tenía nada más que enseñarle. Ese pensamiento lo llevó a tomar una decisión: era hora de darle color a su tatuaje. El tigre en su espalda aún estaba incompleto, pero sentía que finalmente había llegado el momento. Haría una cita con Utabori, el legendario tatuador. Tras secarse y vestirse, abrió el bolso y sacó su reloj de bolsillo, el que había recibido de regalo en su graduación. Pasó un dedo por el grabado de la tapa, repasando la imagen de los tres amigos, pero una sensación extraña lo recorrió de pies a cabeza. Algo no estaba bien. La hora marcaba las 17:45. Las manecillas inmóviles. El segundero, detenido en el umbral del desastre. No parecía roto por desgaste. No se había detenido por casualidad. Algo estaba a punto de quebrarse. Apretó los dedos alrededor del metal frío, como si así pudiera evitar que el presentimiento tomara forma. Siempre había cuidado ese reloj como un tesoro, pero al mirarlo de cerca, una punzada de tensión le recorrió el estómago. Dos rayones cruzaban el grabado: uno sobre el rostro de Kiryu, el otro casi borrando la imagen de Nishiki. El pulso se le aceleró. Algo no cuadraba. Era solo un objeto, pero su instinto gritaba que aquello no era coincidencia. Cerró el puño con fuerza, sintiendo cómo la inquietud le arañaba el pecho. —Tachibana, te llaman por teléfono. La voz de uno de los empleados del dojo lo sacó de golpe de su trance. —Se oía agitado, debe ser importante. Guardó el reloj sin soltar del todo la tensión, se vistió a toda prisa y caminó hacia la oficina. Levantó el auricular del teléfono de sobremesa. —Habla Tachibana. ¿Quién es? Hubo un breve silencio antes de que una voz conocida, pero temblorosa, rompiera la tensión. —Ryo… hasta que puedo localizarte. Shinji Tanaka. Miembro de la familia Dojima. La urgencia en su tono le erizó la piel. —¿Shinji? ¿Qué ocurre? La línea se quedó muda un segundo. —Es terrible… —tragó saliva—. Han… han asesinado al patriarca Dojima. El bullicio del dojo se evaporó. La voz del joven mafioso era un eco lejano, ahogado por un zumbido ensordecedor en sus oídos. El corazón le latía con fuerza. El aire, de pronto, se volvió espeso. —¿Qué? —su voz fue apenas un susurro. —Le dispararon en la cabeza. Lo encontraron en su oficina. Kiryu-aniki estaba en la escena del crimen. La policía lo arrestó. Sohei Dojima, líder de la familia más poderosa del clan Tojo, estaba muerto. Y Kiryu… estaba en el peor lugar posible, en el peor momento posible. —¿Dónde estás ahora? —En la oficina de la familia Kazama. Kashiwagi-san también está aquí. Tomó aire. Trató de mantener la calma. —Voy para allá. Colgó sin esperar respuesta. Salió del dojo con pasos firmes, sintiendo el peso de la situación oprimirle el pecho. El reloj seguía detenido en 17:45, como si el tiempo mismo se hubiese congelado con su inquietud. El presentimiento que había sentido antes… ahora era certeza. Algo estaba por romperse en Kamurocho. Y esta vez, él no podía quedarse al margen.
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