ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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Epílogo - Y No Estaba Solo

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Epílogo

“Y No Estaba Solo”

La mañana era clara, casi indiferente. El aire frío del invierno soplaba con suavidad, haciendo ondear el abrigo de Ryohei mientras avanzaba junto a Haruka por la acera pulida que conducía al Ministerio de Salud. El edificio era una mole de vidrio y acero, impoluto, aséptico. El tipo de lugar que pretendía parecer transparente, pero escondía demasiadas sombras. El médico se detuvo frente a las puertas automáticas, respiró hondo y se agachó un poco, quedando a la altura de la niña. —Escúchame, pequeña —dijo con voz serena pero firme—. Voy a entrar solo. No va a tomar mucho tiempo… pero necesito que me ayudes con algo importante. Haruka lo miró en silencio, con los labios apretados y los ojos atentos. —Quiero que cuides esto nuevamente—añadió, mientras le pasaba con cuidado su abrigo doblado y el bolso negro que había cargado desde el final de la batalla—. Tiene cosas importantes… personales. Prométeme que lo cuidarás hasta que salga. Ella asintió de inmediato, como si se tratara de una misión sagrada. —Te lo prometo, Tío Ryo. Voy a esperar aquí. Como una niña buena. Él le revolvió el cabello suavemente y le guiñó un ojo. —Sabía que podía contar contigo. Cuando se enderezó, abrió el bolso y sacó tres cosas: una carpeta de documentos sellados, una grabadora de voz —antigua pero funcional— y una bata blanca, remendada, manchada con los rastros del tiempo. Su uniforme silencioso de médico clandestino. Se la colocó con cuidado, ajustando las mangas sobre los antebrazos, como si volviera a enfundarse una identidad olvidada, pero nunca negada. Y sin mirar atrás, cruzó las puertas del edificio. Esta vez, la guerra no era con puños ni explosivos. Era con la verdad. Las puertas del Ministerio se abrieron con un susurro automático, pero el silencio que siguió fue absoluto. El hombre de la bata blanca ingresó con esta flotando tras sus pasos, como una bandera arrugada de guerra. Sus ojos fijos, decididos, no se desviaron ni un segundo. Los funcionarios que caminaban por el vestíbulo se detuvieron, sus conversaciones apagándose a medio tono. Algunos reconocieron su rostro. Otros, solo sintieron la presencia aplastante de alguien que no debía ser ignorado. Cuando un guardia de seguridad se interpuso en su camino, alzando una mano con timidez y voz temblorosa, el visitante no dijo nada. Solo lo miró. Una mirada filosa, cargada de memoria, furia contenida y justicia que exigía su momento. No hubo gritos. No hubo amenazas. Solo ese par de ojos que recordaban a un tigre cansado, pero aún capaz de despedazar todo lo que se interpusiera. El guardia bajó la mano y dio un paso atrás, congelado. El médico siguió avanzando como si el mundo ya no pudiera detenerlo. Cruzó el vestíbulo. Tomó el ascensor. Presionó el botón del último piso sin vacilar. El ascenso fue lento. Demasiado. Como si el edificio intentara prolongar su propia agonía. Al llegar al piso del despacho ministerial, las puertas del elevador se abrieron con un "ding" suave. Una secretaria, joven, vestida con formalidad impecable, alzó la vista desde su escritorio. Su expresión cambió al instante al reconocerlo. —¡Disculpe, señor! —dijo, poniéndose de pie— El ministro no está recibiendo visitas hoy. Si quiere agendar una cita, puede… —No vengo a pedir permiso —la interrumpió él, sin subir la voz, pero haciendo temblar cada sílaba. Y sin dudar, se dirigió directamente a la puerta de la oficina del ministro. La mujer vaciló, estirando una mano hacia el comunicador. Pero no se atrevió a moverse más. El eco de sus pasos resonó por todo el pasillo. Y cuando su mano se apoyó en el pomo de la puerta, lo hizo no como un intruso… Sino como alguien que venía a ajustar cuentas. La oficina del ministro de Salud no parecía un lugar donde se hablara de muertes. Todo olía a cuero caro y madera encerada, como si el tiempo se hubiese detenido en una postal de éxito institucional. Cortinas gruesas, luz tenue filtrada. Un escritorio de roble oscuro. Paisajes montañosos colgados con precisión, como si la altura pudiera maquillar las caídas. Y al centro, sentado como si nada pudiera tocarlo, Jirō Kawasaki. Actual ministro de salud, trabajo y bienestar. Lentes de montura dorada, traje sin una sola arruga, la expresión de quien ha aprendido a sobrevivir sin ensuciarse las manos… aunque huela la sangre desde lejos. El visitante entró sin permiso. Sin escolta. Sin pausa. —Doctor Ryohei Tachibana… —musitó Kawasaki, sin levantar la vista mientras hojeaba informes con dedos calculadamente lentos—. No esperaba verlo aquí. —Lo imagino —replicó el aludido—. Seguro pensó que me quebrarían en algún calabozo. El ministro alzó la mirada, molesto, como si el tono le incomodara más que las palabras. —Ha cometido delitos graves. Ejerció sin licencia. Encubrió pacientes. Interfirió en investigaciones federales. El médico no se inmutó. Avanzó hasta quedar a un metro exacto del escritorio. Sus pasos eran quirúrgicos. Su voz, más cortante que cualquier bisturí. —¿Y ustedes qué? ¿Dónde estaban cuando médicos como Sayaka Fujimoto denunciaban irregularidades? ¿Qué hizo cuando Kiminobu Hiyoshi falsificaba historiales clínicos? ¿Quién firmó los ascensos que enterraron los reportes? Kawasaki apretó los labios. El silencio no fue de culpa. Fue de cálculo. —El sistema tiene protocolos. Cualquier acusación debe estar debidamente… documentada. —¿Documentada como el cuerpo de la doctora Fujimoto, flotando en la bahía, por tener el busto tatuado y torturada hasta la muerte? —replicó el médico, sacando la carpeta que llevaba en sus brazos y dejándola con firmeza sobre el escritorio. El ministro bajó la mirada. Sus dedos temblaron levemente al posar la mano sobre la portada. La abrió con lentitud, como si temiera confirmar lo que ya sospechaba. —Diario personal. Fotografías. Grabaciones. Notas internas. Incluso el informe de autopsia… manipulado. Todo está aquí. El mayor no respondió. Pero el leve temblor en sus dedos fue más elocuente que cualquier defensa. —¿Sabe qué es lo más jodido? —añadió el visitante, sin alzar la voz, pero dejando que cada sílaba pesara—. Que a pesar de todo… aún quiero ayudar. Aún quiero operar. Salvar a quienes nadie toca. Pero ustedes no quieren médicos. Quieren cómplices con batas limpias que firmen y callen. El hombre tras el escritorio lo miró con frialdad. —Esto es insubordinación. —Y lo suyo es cobardía. Una cobardía que se lava las manos con protocolos… mientras la gente sangra en los pasillos. El médico se mantuvo firme. Entonces, sin romper el contacto visual, desabrochó con calma la bata que llevaba puesta —la misma con la que había operado en Kamurocho— remendada, desgastada, marcada por hilos desiguales y manchas que nunca salieron. No era una prenda. Era una historia. La sostuvo un momento, como quien carga con todo lo que ya no puede llevar más. Y luego, sin prisa, la dejó caer sobre el escritorio. No doblada. No rendida. Extendida, como una piel que ya no le pertenecía. —Esta es mi declaración. No trabajo para usted. Ni para este ministerio. Trabajo para los que ustedes olvidan. Se giró hacia la puerta. Pero antes de cruzar el umbral, se detuvo. Apenas giró el rostro, su voz más baja, más afilada. Como un diagnóstico sin anestesia: —Puede citarme. Puede perseguirme. Inténtelo. Pero recuerde esto, ministro… las cicatrices no desaparecen. Solo enseñan dónde volver a cortar. Y se fue, dejando la puerta abierta a su paso, mientras Kawasaki permanecía inmóvil, solo frente a una carpeta con la verdad… y una bata extendida sobre su escritorio. No era una renuncia. Era una advertencia. Silenciosa. Precisa. Inevitable. La niña esperaba sentada en la banca del pasillo, con el abrigo de su tío cuidadosamente doblado sobre sus piernas y el bolso entre sus brazos, como si protegiera algo más que objetos. Al ver abrirse la puerta del ministerio, se puso de pie de inmediato. Ryohei salió en silencio, sin mirar atrás. La bata ya no lo cubría. Caminaba con el torso erguido, el rostro sereno… y una sombra firme bajo los ojos. Haruka se acercó rápido, ofreciéndole el abrigo y el bolso con una sonrisa tenue, pero llena de orgullo. —¿Terminaste, Tío Ryo? Él asintió, y por primera vez en mucho tiempo… sonrió de verdad. —Sí. Ya está hecho. Tomó el abrigo y se lo colocó con elegancia, como un samurái que vuelve a vestir su armadura tras soltar la lanza. Luego, se colgó el bolso al hombro. Ya no era una carga. Era el símbolo de un médico que había dejado de huir. De pronto, empezaron a escucharse murmullos. Funcionarios que hablaban en voz baja. Secretarios llamando con urgencia a sus superiores. Uno, con el rostro pálido, apenas murmuró: —El ministro… está paralizado. No ha dicho una sola palabra. Al otro extremo del pasillo, una periodista se asomó con una cámara en mano. El médico y la niña no se detuvieron. Solo caminaron juntos hacia la salida principal, cruzando los ventanales donde la luz de la mañana ya se filtraba sin permiso. En la calle, un auto policial esperaba con el motor encendido. No era para ellos. Era parte del nuevo movimiento que ese día acabaría desatando. Ryohei tomó la mano de Haruka con suavidad, y juntos comenzaron a avanzar entre la multitud que ya empezaba a agolparse frente al edificio. —Vamos —dijo, sin levantar la voz—. Nos espera Kazuma. La pequeña apretó su mano, segura. —¿Ya no tenemos que escondernos? Él la miró, y con la convicción de alguien que ya no teme a la verdad, respondió: —Nunca más. Siguieron caminando, dejando atrás no solo un ministerio, sino una era. La ciudad vibraba con luces y movimiento. Era víspera de Navidad, y la gente avanzaba entre adornos y escaparates como si la vida no supiera de guerras silenciosas ni heridas abiertas. En un pequeño parque cercano al punto acordado, Haruka se detuvo al ver un cachorro blanco jugando con unas hojas secas. —¿Quieres ir con él? —preguntó el médico, con una sonrisa suave. —Sí… aunque me pregunto cómo estará el otro cachorro… —El Florista me dijo que está bien en el Purgatorio. Puedes ir a visitarlo cuando quieras, pero… necesitará un nombre. La niña pensó un momento, y luego exclamó: —¡Ya sé! Dile al señor Florista que su nombre sea Pochitaro. Le va perfecto. El hombre rió por lo bajo, asintiendo. —Hecho. Anda, ve a jugar. Yo te espero aquí. Haruka corrió por la vereda, su risa mezclándose con el eco de los pasos del perrito. Su tutor la observó desde la banca, con los codos sobre las rodillas, los nudillos vendados y el cuerpo aún latiendo con los ecos de todo lo vivido. Entonces escuchó el sonido de un motor apagándose. Alzó la vista. Un auto se detuvo al borde del parque, y el Dragón descendió, despidiéndose con un gesto de cabeza del detective, quien, a la distancia, alzó una mano hacia el médico en una despedida silenciosa. Kiryu caminó hacia él, con paso calmo y el abrigo abierto por el viento. Cargaba una bolsa de tela colgando del brazo, y en su rostro… había menos peso. Más luz. —Frente a ustedes, el expresidente más fugaz del Clan Tojo —bromeó el otro—. Veinticuatro horas en el cargo… no está mal para romper récords. El aludido soltó una risa breve, sin detenerse. Haruka volvió corriendo y se aferró a su cintura un momento antes de sentarse junto al cachorro, acariciándolo con delicadeza. Les daba espacio. Sabía que había cosas que aún debían decirse. —¿Ya hay un nuevo líder? —preguntó el médico, sin levantarse. —Sí. Terada. Todo terminó… por ahora. Se miraron un momento, y el silencio entre ellos ya no era carga. Era pacto. —¿Qué harás ahora? —preguntó Kiryu—. ¿Te irás de Kamurocho? —No aún. Estoy pensando en comprar el Serena —dijo su amigo, su voz volviéndose seria—. Será difícil… pero no quiero que ese lugar sea otro nombre más entre los que se fueron. Merece seguir de pie. El ex yakuza bajó la mirada, con respeto. Luego, respiró hondo y alzó la bolsa que traía. —Es tarde, pero… feliz cumpleaños, Ryo. El médico tomó la bolsa y, al abrirla, sus ojos se suavizaron. Dentro, una bata nueva, blanca, impecable. Su nombre estaba bordado con elegancia: Dr. Tachibana. A un lado, una pequeña caja contenía un reloj de pulsera, de cuero negro y números sobrios. —Para que recuerdes la hora exacta en que volvimos a empezar —murmuró el otro. El aludido lo miró en silencio, sin decir nada al principio. Luego… lo abrazó, fuerte y sincero, apoyando la frente contra su hombro mientras respiraba hondo, luchando por no quebrarse. —Gracias, Kazuma. —Nos volveremos a ver —susurró el Dragón—. No pienso separarme mucho tiempo. —Entonces asegúrate de cocinar algo decente. Porque cuando vuelva… voy a estar hambriento. Ambos rieron, y por un segundo, el mundo fue solo eso: dos amigos que habían sobrevivido. Kiryu se acercó a la niña. Ella lo abrazó fuerte, mientras el cachorro daba vueltas a su alrededor. Luego, se giró hacia su tío y, con una sonrisa dulce y lágrimas en los ojos, alzó los brazos en alto. —¡Adiós, Tío Ryo! La voz de Haruka se elevó por encima de los murmullos navideños, cruzando el parque como un pequeño faro de amor. El médico, de pie, observó cómo se alejaban. El abrigo le rozaba las piernas con el viento, y la bata nueva pesaba en su bolsa. Pero su corazón, por primera vez en mucho tiempo… no. Y así, en medio de la ciudad que alguna vez lo aplastó, Ryohei Tachibana se quedó en pie. Y no estaba solo. A pesar del tiempo, la ciudad no estaba muerta, pero una noche cualquiera… respiraba con más lentitud. Las calles del norte de Taihei Boulevard parecían dormidas; los neones de los clubes apenas parpadeaban, y la lluvia caída durante la tarde dejaba su eco en los charcos extendidos como espejos torcidos sobre el asfalto. Un farol colgante oscilaba con un zumbido bajo, iluminando de rojo oxidado el cartel apagado de un restaurante cerrado. El Tigre caminaba solo, a paso lento, con la mirada baja pero alerta. En su hombro colgaba el bolso habitual y, dentro, envuelta en tela negra, la bata nueva: la misma que Kiryu le había regalado, con el bordado aún intacto: Dr. Tachibana. No se la había puesto. No por miedo, sino por respeto. Todavía no había encontrado a nadie que mereciera verla limpia. El reloj en su muñeca —el otro regalo— marcaba las 00:17. Y fue entonces que el aire cambió. No fue un paso. Fue una intención. Se detuvo frente a una máquina expendedora encendida. No pidió nada, pero la lata de café cayó sola, como si alguien hubiera presionado por él. No la recogió. Entonces vino el silencio. Luego, un crujido. Y pasos. —Ya puedes salir —dijo sin girarse, con la voz cargada de cansancio y filo—. No me gusta que me respiren en la nuca. Desde el borde del callejón emergió una silueta delgada, joven y elegante. Vestía un traje negro entallado, sin una sola arruga. Llevaba guantes quirúrgicos y el cabello corto, de un gris claro que contrastaba con la penumbra del entorno. Se quitó unas gafas delgadas sin apuro, revelando unos ojos fríos, como los de alguien que aún no ha llorado nunca. Se detuvo a escasos cuatro metros, justo bajo un farol que tintineaba con un zumbido leve. —Tachibana. —¿Nos conocemos? —preguntó el otro sin moverse. —No oficialmente. Solo te he observado. —¿Acoso profesional o vocación homicida? —Eso depende… de ti. El médico sonrió por un segundo. Un gesto breve, cansado, de alguien que ya ha escuchado amenazas mejores. —Mala noche para sangrar —musitó en tono serio. El joven no respondió. Solo se lanzó. Primero, un giro de muñeca. Una cuchilla retráctil surgió de su manga izquierda. El Tigre ladeó el cuerpo justo a tiempo; el filo le rozó el bolso. Un segundo ataque, bajo, dirigido a la pierna, lo obligó a saltar hacia atrás y rodar sobre un charco. El agua ensució su pantalón, pero su equilibrio permaneció intacto. Aquel atacante se movía como un bisturí humano: preciso, frío, sin errores innecesarios. Su adversario se incorporó en un solo impulso, sin apartar la vista del muchacho. Con calma calculada, soltó el bolso contra la máquina expendedora, alejándolo del centro del combate. —Tienes técnica —murmuró, limpiándose el costado con el dorso de la mano—. Pero no corazón. El desconocido giró sobre un pie, deslizándose como un espectro. Otro filo emergió de la manga contraria, y ambas cuchillas comenzaron a bailar en sincronía, reflejando destellos de neón púrpura sobre el pavimento mojado. Un tajo más cortó el aire. El médico lo desvió con el antebrazo y contraatacó con una patada giratoria. El impacto alcanzó el costado y el brazo del agresor, que retrocedió sin emitir una sola queja. —Interesante —comentó al recuperar su postura—. No usas las manos para herir. —Tú sí. Y por eso no me das miedo. El siguiente cruce fue más rápido. Las cuchillas brillaban como relámpagos, y las piernas del Tigre cortaban el aire con la precisión de un metrónomo furioso. Una patada directa al pecho lo lanzó contra un poste. El joven lo esquivó por centímetros y volvió a la carga con la misma frialdad. Un filo rozó el abrigo del médico; otro abrió una línea roja en su brazo izquierdo. El sudor le bajaba por el cuello, y la respiración comenzaba a hacerse más pesada. No era un asesino común. Tampoco un civil. Era algo distinto… algo intermedio. Tal vez un experimento. Tal vez un espejo roto. Ambos se midieron a distancia otra vez, sin moverse. El muchacho no hablaba más. Solo lo observaba, analítico, sereno. Y el Tigre —por primera vez en días— adoptó de nuevo su postura de defensa total. La ciudad los observaba. Las luces titilaban con una cadencia irregular, y en algún lugar lejano, una sirena sonaba sin apuro, como si todo Kamurocho contuviera el aliento. La siguiente ronda decidiría todo. El cruce final comenzó sin previo aviso. Ambos se lanzaron al centro del callejón como si el aire entre ellos hubiese implosionado. Las cuchillas del muchacho giraban como hélices letales, apenas visibles entre la luz intermitente y los reflejos del agua acumulada. Sus movimientos no eran furia: eran cálculo. Precisión quirúrgica, sin espacio para emociones. El médico respondió con lo único que siempre había usado en su defensa: su cuerpo. Las piernas golpeaban con firmeza medida, sus pies danzaban entre ataques bajos y giros altos, cada uno destinado a desestabilizar sin matar. Un golpe rozó su mejilla, dejando una línea caliente que empezó a sangrar al instante. No tuvo tiempo para tocarla. El siguiente ataque apuntó a su abdomen. Giró sobre sí mismo, atrapó el brazo del atacante con la rodilla y lo lanzó contra la pared lateral con un estruendo sordo. El joven impactó de espaldas contra el concreto, pero aterrizó con los pies en posición. Respiró hondo y cargó de nuevo. Un corte descendente. El Tigre se agachó. Una estocada giratoria. Rodó hacia un costado, ensuciando aún más sus ropas. Otra cuchillada buscó su cuello. Esta vez, no esquivó: respondió. El pie derecho se elevó con fuerza, directa al pecho del atacante. El impacto lo levantó del suelo. Las cuchillas cayeron. El cuerpo dio un giro incompleto en el aire y aterrizó de espaldas, con un quejido apenas audible. El médico se mantuvo en guardia, jadeando. El otro intentó levantarse, pero al apoyar el brazo, su cuerpo tembló. Una línea de sangre se abría desde su flanco derecho, a la altura de las costillas. No era superficial. Era una herida peligrosa. Ryohei bajó la pierna con lentitud. Miró a su oponente en silencio. El muchacho se incorporó con torpeza. Trató de recuperar una de sus armas, pero sus dedos ya no respondían con precisión. Un reflejo fallido. Un temblor mínimo. El Tigre se acercó un paso. Luego otro. No había rabia. Solo una respiración pesada y un juicio silencioso. —¿Lo vas a hacer? —murmuró el joven, jadeante, casi escupiendo la voz—. ¿Vas a terminar lo que empezaste? El médico se detuvo a medio metro. —¿Crees que vine aquí a matarte? —¿No lo harías? No respondió. Solo bajó la mirada. Vio el corte. Vio el temblor en la piel, la respiración irregular, el hilo de sangre que ya no goteaba… sino que corría. Sin decir nada, giró sobre sí mismo, caminó hacia el bolso que había dejado al inicio del combate y lo recogió. Volvió sobre sus pasos. Se arrodilló junto al cuerpo herido. El muchacho intentó moverse, pero una presión firme en el hombro lo detuvo. —Quédate quieto. Si cortaste una arteria intercostal, no tienes más de cuatro minutos. —¿Vas a curarme? —preguntó con incredulidad. —Es lo que hago. Del bolso sacó la tela negra, cuidadosamente doblada. Ryohei la desplegó con calma y, por primera vez, se colocó la bata blanca con el bordado visible sobre el pecho izquierdo: Dr. Tachibana. La ciudad seguía en silencio. Solo el tintinear de un farol marcaba el ritmo del momento. El herido lo miró. Sus ojos, aún sin lágrimas, mostraban algo distinto: confusión. Tal vez, por primera vez, respeto. —¿Quién… eres tú? El Tigre no alzó la voz. —Mi nombre es Ryohei Tachibana. Y tú no te mueres hoy. Mientras abría su instrumental médico con precisión, el joven susurró, apenas audible: —Raiden… Riden Amon. El médico no se detuvo. No frunció el ceño. No pareció alterado. —Entonces escúchame bien, Amon. La próxima vez… si vienes por mi vida, asegúrate de no necesitar la tuya. Y comenzó a suturarlo con la misma firmeza con la que alguna vez prometió no abandonar a nadie… ni siquiera a sus enemigos. Las pinzas tintineaban con cada movimiento. El hilo quirúrgico tensado entre sus dedos parecía vibrar con la misma precisión que su respiración. Cada punto cerraba no solo una herida física, sino algo más profundo: un legado, una línea que el médico se negaba a cruzar. Amon no hablaba. Su cuerpo estaba débil, pero sus ojos no se cerraban. Observaba. Procesaba. —Podrías haberme dejado desangrar —murmuró—. Hubiera sido justo. El Tigre no respondió de inmediato. Cortó el hilo, limpió el borde de la piel y aplicó una gasa con firmeza antes de hablar. —Justo no es lo mismo que correcto. El otro tragó saliva. Su mirada se desplazó hacia el nombre bordado en la bata blanca. —¿Lo haces seguido? —¿Salvar a enemigos? —Ladeó apenas la cabeza—. Más de lo que crees. La escena del centro de bateo cruzó su mente como un relámpago. El cuerpo de Goro Majima tendido, sangrando, el filo entre los dientes, y esa decisión repentina de no dejarlo morir. En ese entonces también lo había cuestionado. Había querido vengarse. Terminarlo. Pero nunca fue su rol. —No soy juez —continuó, con la voz firme, sin vanidad—. No soy verdugo… Y tampoco un héroe. Volvió a guardar sus instrumentos. Luego se quitó los guantes quirúrgicos con calma, uno a uno, y los dobló con pulcritud. —Soy un médico. No elijo a quién salvar… pero nunca por quién fueron, sino por quién pueden llegar a ser si sobreviven. Amon no respondió. El silencio de Kamurocho lo envolvía todo. La lluvia había vuelto, ligera, sin aviso. Las gotas repicaban sobre el metal de la máquina expendedora, como si la ciudad intentara aplaudir en voz baja. El joven se incorporó con esfuerzo. Sangraba menos. Sus pasos aún eran torpes. —Te enfrentaré de nuevo algún día —dijo, sin odio—. Pero te advierto… ella te está observando, Tachibana. Por un segundo, el pulso del médico se aceleró… pero no se permitió mostrarlo. No respondió de inmediato. Encendió un cigarro con la calma de quien marca el fin de una operación. Inhaló. Exhaló. —Entonces entrena —respondió al fin—. La próxima vez, podrías encontrarte con alguien distinto. Amon se detuvo a unos metros. Giró la cabeza apenas. —¿No me vas a detener? —No soy un carcelero. Solo alguien que elige… no perder a nadie más. Aunque no lo merezca. El joven asintió con lentitud. Por primera vez, sin orgullo. —Lo entenderás… cuando llegue el momento. Luego desapareció en la penumbra, como si nunca hubiese estado ahí. El cigarro seguía ardiendo entre sus dedos. El médico exhaló el humo con pesadez. Se sentó junto a la máquina, dejando que la bata blanca se humedeciera por la lluvia. Cerró los ojos. La herida en su brazo ya no ardía. La que tenía más dentro… esa nunca sangraba. Pero la frase quedó suspendida en su mente, como una advertencia apenas susurrada: “Ella te está observando.” Y aunque no lo demostrara, esa idea lo inquietó más que cualquier cuchilla. Porque quien observa… espera. Miró el reloj en su muñeca. Luego alzó la vista hacia el cielo, que por extraño que pareciera, estaba despejado, y las estrellas no eran opacadas por los neones de la ciudad.

“No salvé a todos. Pero sigo aquí. Respirando, caminando… cuidando lo que queda. Mientras mi pulso siga firme, no pienso detenerme.”

Fin.

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