ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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Los últimos que Quedan en Pie

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Capítulo 20

“Los Últimos que Quedan en Pie”

La carretera hacia Kamurocho se extendía como una cicatriz bajo el cielo gris. La lluvia había cesado, pero el asfalto aún conservaba el brillo húmedo de una noche que no quería desaparecer del todo. Dentro del automóvil, el silencio era espeso, lleno de pensamientos que nadie se atrevía a romper. Ryohei iba en el asiento trasero. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija en el reflejo oscuro de la ventana, donde se dibujaba un rostro cansado, cruzado por la tensión acumulada y el peso de lo vivido. Entre sus dedos aún se sentía la presión del testamento de Sera… las palabras seguían latiendo en su cabeza como un eco que no desaparecía. De pronto, el teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó, aún sin levantar la mirada. Un mensaje. Número desconocido.

“La batalla final se acerca, Tachibana.

Será en el lugar que todos codiciaron en su tiempo…

Donde parte de tu sangre descansa bajo bloques de concreto.”

Sintió un escalofrío recorrerle la columna. Cerró el mensaje y guardó el teléfono con un suspiro. Aquellas palabras no necesitaban firma. Sabía de quién venían. Y lo que significaban. El silencio se mantuvo por unos segundos más, hasta que la voz suave de Haruka quebró la quietud. —¿Estás bien, Ryohei-san? El aludido parpadeó, saliendo del pensamiento. Asintió despacio. —Sí. Con todo lo vivido… cuesta ordenar las ideas. Kiryu giró la cabeza, su tono firme pero cálido. —¿Sigues dándole vueltas a lo de Kazama-san? —No… —negó el médico—. Ya entendí su decisión. Y los hombres de su familia le darán el funeral que merece. Kashiwagi-san prometió encargarse de todo. —Cuando todo esto termine —añadió el otro—, pienso estar ahí. Aunque sea solo para agradecerle… una última vez. —Yo también… —murmuró el médico—. Pero primero… salvemos a Yumi. Una pausa cargada. Kamurocho comenzaba a asomar a lo lejos, con sus luces apagadas, como si también estuviera conteniendo el aliento. —Vamos… al Ares —dijo el Dragón. El Tigre acomodó el bolso en su regazo y cerró los dedos con fuerza sobre la tela, como si aferrarse a él fuera la única forma de mantener la calma. No lo sabían aún, pero el corazón de la ciudad estaba a punto de desangrarse. Y ellos serían testigos… de su último latido. La entrada a Kamurocho los recibió sin alardes. Calle Tenkaichi se abría frente a ellos como un campo de batalla velado por la rutina, el asfalto aún húmedo brillando bajo la escasa luz de faroles parpadeantes. Las luces de neón, apagadas a esa hora, parecían contener el aliento. Como si hasta la ciudad supiera que lo que venía no era una noche más. Los tres caminaban en silencio. Nadie hablaba, pero el lenguaje de sus pasos hablaba por ellos. Determinación. Cansancio. Esperanza. El teléfono de Kiryu vibró de pronto, rompiendo la quietud. Lo sacó de su bolsillo sin dejar de caminar y al ver el nombre en la pantalla, se detuvo. —Date-san —respondió con voz baja. La voz del detective sonó al otro lado, aliviada pero tensa. —¿Así que salieron con vida? Acaba de llegar un informe a la comisaría… Shibaura fue un infierno. Pensé que no lo contaban. El médico se volvió a mirar al Dragón al oír eso, atento. —Sí… —respondió Kiryu—. Salimos, pero no todos. El detective guardó silencio un momento. —Lo siento por Kazama… —dijo finalmente, con tono grave—. Nadie como él… Ni siquiera ustedes entienden cuánto respeto le tenían los viejos de la fuerza. El hombre al teléfono apretó el dispositivo con más fuerza. No respondió. —¿Qué piensan hacer ahora? —insistió el detective. —Nos dirigimos al Ares. Creemos que Yumi está allí. El silencio al otro lado fue más largo esta vez. —...Comprendo. Entonces ya no queda nada más que jugar la última carta. Kiryu asintió para sí mismo, como si aceptara una verdad que no quería pronunciar. —Ya hablaremos después, Date-san. —Un momento. Una cosa más —interrumpió el detective—. ¿Podrían pasarse primero por el Stardust? —¿El Stardust? —Sí. Les pedí a Kazuki y Yuya que prepararan algunas cosas que pueden necesitar. Por precaución. Esta vez no podemos dejar nada al azar. El ex yakuza dudó solo un segundo. —Está bien. Te lo agradecemos. —Y escúchame, Kiryu… —la voz al otro lado bajó el tono, más íntimo—. Esto no es solo una pelea. Es una despedida. No se olviden de eso. El Dragón de Dojima cerró los ojos un instante. —No lo haremos. Cortó la llamada. Bajó el teléfono lentamente. —Vamos al Stardust antes —dijo con firmeza. —¿Algo importante? —preguntó su compañero, mientras la niña lo observaba en silencio. —Date-san… Quiere que pasemos a recoger unas cosas. Cree que podríamos necesitarlas. —Supongo que es mejor prepararse para la pelea final, ¿no? —suspiró el médico, con un intento de alivianar el ambiente—. Parece final de videojuego de esos del Club SEGA. El otro sonrió apenas, pero en ese instante, el teléfono volvió a vibrar. Revisó la pantalla, leyó en silencio el mensaje… y guardó el dispositivo sin decir palabra. —¿Ahora qué? ¿Una oferta de último minuto? —bromeó su amigo, intentando otra vez suavizar la tensión. Kiryu negó con la cabeza. —Era de Majima. Se enteró de lo de Shimano. Dice que no le importa. Que no hay rencores. —Vaya —musitó el médico—. Ya sería el colmo que intentara vengarlo, después de la locura que armó. —Es Majima —replicó el otro—. Pero incluso él sabe cuándo dejar ir. El silencio volvió a acompañarlos mientras retomaban el paso. La ciudad los rodeaba, silenciosa, como si reconociera el regreso de quienes arrastraban consigo el eco de viejas batallas. Kamurocho no decía nada, pero lo recordaba todo. El letrero del Stardust brillaba tenue en medio de la noche. No era tan resplandeciente como otras veces, pero su luz bastaba para envolver la entrada en un halo cálido, casi nostálgico. La puerta se abrió antes de que tocaran el timbre. —¡Ryo! ¡Kiryu-san! Por acá… —saludó Yuya, saliendo a su encuentro con una sonrisa que escondía la tensión del momento. El Dragón asintió con respeto, aún con el rostro marcado por la fatiga de los días recientes. —Sentimos depender de ustedes hasta el último momento —dijo con voz baja, pero sincera. —En serio… —añadió Ryohei, sacudiendo su cabeza con media sonrisa cansada—. No sé qué haríamos sin ustedes dos… Yuya alzó una mano como quien espanta un mosquito invisible. —Ni se preocupen. Sabemos que han pasado por un infierno. Preparamos algunas cosas para ustedes. Van a necesitar energía para lo que viene… Los condujo al interior. Sobre la barra, había platos calientes recién servidos, termos con sopa miso, pan, botellas de agua, toallas limpias. No dijeron nada más. Solo se sentaron los tres —el médico, su compañero y la niña— y comieron en silencio. Un silencio cálido. Agradecido. El tipo de silencio que no incomoda, sino que reconforta. Uno que solo se comparte entre los que ya han dicho todo lo importante, y aún así, permanecen. El Tigre terminó de beber un poco de agua, y al mirar a Yuya, se puso de pie. —Yuya… —murmuró, caminando hacia él. Sin decir nada más, lo abrazó. Con fuerza. Como quien se despide. El anfitrión se quedó rígido un segundo, sorprendido. Pero luego, le devolvió el gesto. —Puede que no salgamos vivos de esta —susurró el médico, la voz temblorosa—. Solo quería agradecerte. Por todo. Me ayudaste mucho en estos años. —Por favor, Ryo… —Yuya rió, pero sus ojos brillaban—. Vas a hacer que me sonroje… El médico se separó, colocó ambas manos sobre sus hombros y lo miró con seriedad afectuosa. —Lo digo en serio… Fuiste, eres y serás alguien importante para mí. A veces creo que todo lo que viví, todo lo que perdí, me llevó a este punto… a conocerte a ti. Y a Kazuki. —Justo hablábamos de ti —dijo el dueño del Stardust desde la escalera del segundo piso, bajando con paso firme, aunque con el rostro más apagado que de costumbre. Se acercó y extendió un sobre sellado. —Me enteré de lo de Reina. Lo siento mucho, Ryo. Ella… significaba mucho para todos. El otro asintió, bajando la cabeza, conteniendo una punzada en el pecho. —Gracias, Kazuki… —Y sé que eso significa que ahora… no tienes un lugar fijo donde ejercer —añadió el anfitrión, cruzándose de brazos—. Si esto termina como debe, y logras salir de ahí… tengo un cuarto libre arriba del bar, y podrías trabajar con nosotros. Siempre cuido a los míos. Aquí has salvado a muchos de mis empleados a lo largo de los años, incluso sin que lo supieran. Creo que mereces un lugar, si decides aceptarlo. El médico parpadeó. No esperaba eso. —Kazuki… eso… gracias. Es mucho. Lo pensaré de verdad —tomó el sobre, mirándolo con cierta solemnidad—. ¿Y esto? —Carta de oferta laboral. Formal. Por si algún día te olvidas de que tienes un lugar aquí. Sonrió de lado, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta una tarjeta metálica. —Aún conservo esta —la levantó para que ambos la vieran. Era su tarjeta VIP del Stardust, la que Yuya le había dado en su cumpleaños, el cinco de diciembre—. No tiene fecha de caducidad… por algo tiene mi nombre grabado, ¿no? El joven soltó una carcajada suave. —¡Las leyendas del bar no caducan! La niña se levantó del asiento, se acercó a ellos y tomó la mano de Ryohei con firmeza. El Dragón, que había permanecido en silencio, observó toda la escena con los brazos cruzados y una leve sonrisa cargada de orgullo. Entonces dio un paso al frente. —¿Estamos listos? El médico miró a Kazuki, luego a Yuya, y por último a Haruka y su compañero. Sus ojos se detuvieron un segundo más en la niña, como si quisiera grabar su rostro antes del combate. —Sí. Ahora sí lo estamos. Pero antes… —Tomó su bolso y su abrigo, los sostuvo un instante con ambas manos, y se los entregó al joven del bar—. Lamento nuevamente tener que pedir esto, pero… ¿pueden cuidarlos? Contienen algo importante para mí. Más de lo que parece. Yuya asintió sin dudar, con la seriedad de quien entiende el peso de un gesto. —Claro… lo cuidaremos como a nuestra vida. —Gracias… —dijo con voz baja, sincera. Luego se giró hacia los otros dos, con la determinación afilada en la mirada—. Ahora sí… ¿nos vamos? Desde la barra, Kazuki los observó con la gravedad de quien se despide sin palabras. Ryohei asintió levemente, una promesa muda en el cruce de miradas, y entonces, sin más que decir, los tres salieron del Stardust. La puerta se cerró detrás de ellos con un susurro seco, como el final de un capítulo sellado por el destino. La ciudad los aguardaba. Y en el aire… ya se respiraba el eco de la guerra. El aire fuera del bar estaba denso, casi reverencial. Una brisa fría los acarició mientras comenzaban a caminar. Frente a ellos, la Torre Millennium se alzaba como un monolito de acero iluminado, cortando el cielo de Kamurocho con arrogancia. Las luces rojas parpadeaban como latidos. La ciudad entera parecía contener la respiración. La niña levantó la mirada, sujetando con fuerza la mano de su protector. —¿Es ahí donde está mi mamá? —Sí… —asintió el Dragón, con voz profunda—. Por fin podrás conocerla. —¿Cómo debería llamarla? El médico sonrió apenas, sin soltar la guardia. —¿Has pensado en “tía Yumi”? El otro lo miró con una expresión más serena. —Yo creo que lo mejor es que la llames… mamá. Haruka apretó los labios, asintiendo con suavidad. —Sí… tiene razón. Pero justo cuando retomaban el paso, Ryohei se detuvo. El aire cambió. Como una presión invisible en el pecho. Algo estaba mal. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. —Kazuma ¿Sientes lo mismo que yo? —preguntó, con los músculos tensos, bajando ligeramente el centro de gravedad. —Sí… —respondió su compañero, los ojos ya afilados como cuchillas—. No bajemos la guardia. Del otro extremo de la calle, las sombras empezaron a moverse. Decenas de siluetas emergieron, como si la ciudad vomitara toda su podredumbre en una sola noche. Hombres armados hasta los dientes, vestidos de traje, con bates, espadas, pistolas, cuchillos y sonrisas torcidas. Caminaban con paso firme, sincronizado, como una ola de muerte que avanzaba sin freno. —Kiryu… —dijo uno de ellos, con tono burlón—. El cuarto presidente del Clan Tojo piensa recompensarnos muy bien cuando los matemos. El médico dio un paso al frente, riendo con una amargura helada. —¿El cuarto presidente? —soltó, con sarcasmo goteando en cada palabra—. No me hagan reír… Si eso es cierto, vaya mal chiste se ha jugado Nishiki… —Dinero, estatus, mujeres… —añadió otro—. ¡Viviremos como reyes durante años! —Esto va a ser divertido… —rugió un tercero, afilando su navaja—. ¡Nos dieron licencia para matar! ¡El próximo presidente… Akira Nishikiyama! El silencio que siguió fue más cruel que un disparo. La temperatura pareció bajar. El Dragón dio un paso adelante, mirando a Haruka con ternura. —Haruka… no tienes que preocuparte. Nosotros te protegeremos. Su compañero asintió, poniéndose a su lado. —Te llevaremos donde Yumi… cueste lo que cueste. —¿Confías en nosotros? La niña los miró a ambos. Y aunque su pequeño cuerpo temblaba, su mirada ardía con una fuerza inquebrantable. Asintió. —Denles una paliza… El ex yakuza sonrió, pero su rostro se endureció al instante. Dio un paso más, dejando que la sombra de su cuerpo se proyectara contra el suelo como la de un guerrero. —No me voy a contener… Si quieren morir… ¡vengan por mí! —rugió, adoptando su posición de combate. El médico cerró los puños, una chispa fugaz recorriendo su columna como si un tigre despertara dentro de él. —Les daré una última clase de medicina… pero no prometo que salgan caminando del tratamiento. Ambos se colocaron espalda con espalda. Y la batalla final… comenzó. La torre Millennium se alzaba como una sentencia sobre el horizonte, y bajo su sombra, el infierno se abría paso. El primer grupo irrumpió desde la calle lateral: diez hombres armados con bates de acero, tubos metálicos y gritos de guerra que desgarraban la noche. Los dos se adelantaron de inmediato. —¡Tú por la izquierda! —gritó Kiryu, y sin esperar respuesta, embistió de frente. El Dragón arremetió con su estilo Beast, alzando un letrero de tráfico como si fuera una simple vara y arrojándolo contra tres enemigos, derribándolos en seco. Giró sobre sus talones y atrapó un bate que venía dirigido a su rostro. Lo partió con su rodilla y empujó al portador contra una vitrina, que estalló en fragmentos de cristal bajo el impacto. El Tigre, mientras tanto, ejecutaba su Tōbu Shissoku con precisión quirúrgica. Una patada giratoria en el plexo dejó a un enemigo sin aire. Otro cayó convulsionando cuando lo golpeó en un punto exacto del cuello. Se deslizó sobre un charco, giró el cuerpo y pateó con la planta del zapato el mentón de un tercero, haciendo que el tipo se elevara en el aire antes de caer inconsciente. —¡Siguiente ronda! —espetó, con la respiración agitada, mientras la sangre resbalaba por su ceja. Una nueva horda bajó desde una camioneta, ahora con armas de fuego. Kiryu tomó a la niña y la cubrió con su cuerpo mientras el médico buscaba cobertura tras un pilar de concreto. —¡Haruka, quédate detrás! —gritó el primero. —¡Ryo, flanco derecho! —¡Lo tengo! Ryohei se lanzó hacia un callejón lateral, pateando una tapa de alcantarilla abierta que golpeó la pierna de un pistolero. Kiryu saltó sobre un auto estacionado y lo usó como impulso para caer con todo el peso de su cuerpo sobre dos enemigos. Tomó el arma de uno de ellos, descargó el cargador contra las llantas de un coche enemigo para bloquear el paso, y luego lo arrojó como si fuera chatarra. Más enemigos llegaron. Docenas. Algunos reconocibles como antiguos miembros de la familia Shimano. Otros, meros perros de alquiler. Y la lucha continuó. El Dragón activó su estilo Rush, esquivando una cadena con movimientos casi fantasmales. Se deslizó por debajo del brazo de un matón corpulento y lo tumbó con un uppercut al mentón. El Tigre, sudando, jadeando, tenía la mirada encendida. Ejecutó una combinación de tres patadas consecutivas: muslo, costilla, mandíbula. El enemigo cayó como un saco. Ambos se encontraron espalda con espalda, otra vez. —¿Sigues en pie? —preguntó su compañero. —Solo porque tú también lo estás —respondió con una sonrisa torcida. Otro grupo apareció frente a ellos, rugiendo, armados hasta los dientes. —¡Nos quieren muertos, Kazuma! —dijo el médico, sacudiéndose la sangre de la frente. —Entonces que vengan. Hoy no es nuestro día para morir. Los dos se lanzaron nuevamente al combate, esquivando acero y devolviendo golpes con la furia de quienes ya no tenían nada que perder. Cristales estallaban a su paso, paredes se cuarteaban con cada impacto y los cuerpos de los enemigos quedaban desparramados sobre el asfalto. Pero aún así, seguían llegando más. Kamurocho no dormía. La ciudad respiraba violencia, sudor y sangre, y el eco de sus pasos resonaba como tambores de guerra entre las calles húmedas. La noche en el distrito era un espectáculo contradictorio: caos contenido bajo una calma inquietante. Las luces de neón parpadeaban con crueldad indiferente, iluminando un escenario marcado por cuerpos dispersos, cristales rotos y charcos de sangre aún fresca a los pies de la imponente Torre Millennium. Las sombras, proyectadas por lámparas cálidas, danzaban como espectros de traición y memoria. Frente a esa escena, tres figuras se detuvieron: el ex yakuza, la niña y su compañero. Unidos, sí, pero sabían que no por mucho. Ryohei, cubierto de sudor y heridas, se mantenía firme. Su respiración era medida, casi meditativa. Sus ojos, afilados como el rugido dormido de un tigre, se fijaban en los hombres de la familia Nishikiyama que comenzaban a reagruparse. No dudaba. Su decisión ya estaba tomada. —Kazuma —rompió el silencio, con una voz firme como acero desenvainado—. Tú y Haruka deben subir. Ahora. Kiryu se giró, sorprendido. Pocas veces lo había escuchado así. La determinación que irradiaba no era arrogancia, era certeza. —¿Qué estás diciendo? —preguntó, frunciendo el ceño—. Son demasiados. Si te quedas, te matarán. El doctor soltó una risa seca, casi resignada. —¿Y acaso crees que me importa? No soy yo quien tiene que pelear allá arriba, ¿verdad? El Dragón apretó los labios. El silencio que se instaló entre ellos fue más elocuente que cualquier discusión. Ryohei no hablaba para convencerlo, solo para que entendiera. —¿Confías en mí? —preguntó, sin desviar la mirada. El otro asintió con lentitud, como quien acepta una herida que aún no ha llegado. —Hazlo rápido —dijo al fin, voz áspera, pero cargada de fe. El médico asintió. Esbozó una sonrisa leve, de esas que solo los que conocen la guerra saben usar. —Esa pelea es tuya, Kazuma. La mía es asegurar que llegues hasta ella. El Dragón cerró los puños con fuerza. Había un torbellino de emociones tras sus ojos: respeto, frustración, miedo. —No tienes que hacer esto tú solo —murmuró. El otro bajó la mirada por un instante, y cuando volvió a alzarla, sus ojos brillaban con una mezcla de gratitud y determinación. —Antes pensaba que sí… que podía cargar con todo yo solo. —Hizo una pausa, apenas audible entre el eco de la ciudad—. Pero tú me enseñaste lo contrario. Me hiciste entender que nunca estuve solo. Que no tenía que estarlo. El silencio pesó. El ex yakuza solo lo miró, conteniendo la emoción que empezaba a apretar el pecho. —Y justo por eso… —continuó—. Justo porque sé que no estoy solo… sé que esta parte debo enfrentarla yo. No por orgullo. Sino porque es el final de mi historia con ellos. Y tengo que cerrarla con mis propias piernas. Kiryu tragó saliva. Le costaba más de lo que admitiría dejarlo atrás. —¿Estás seguro? Una leve sonrisa confirmó lo inevitable. No era una sonrisa para reconfortar. Era la de alguien que, por fin, había llegado a donde debía estar. —Más que nunca. Miró a Haruka, que observaba todo en silencio, sus pequeñas manos aferradas a las de su protector. Luego volvió a su amigo. —Llévala contigo, Kazuma. Llévala con su madre. Y hazme un favor… no mires atrás. El Dragón de Dojima respiró hondo. Asintió con un gesto lento, aunque cada músculo le gritara lo contrario. —No mueras, Ryo. —Nos veremos arriba —replicó el Tigre con una media sonrisa cargada de historia—. Y cuando esto termine, quiero esa botella de sake que me debes. Kiryu esbozó otra sonrisa, una de esas pequeñas, casi tristes, que solo se regalan entre hermanos. Lo miró una última vez, grabando el momento, el rostro, la decisión. Luego tomó la mano de la niña y comenzó a subir las escaleras. La última mirada entre ellos fue breve, pero lo dijo todo: gratitud, dolor, fuerza. Y amor fraternal, sin adornos. —Te la debo —murmuró. Y aunque no lo vio, su amigo sonrió. El eco de sus pasos resonó en la oscuridad. Lento. Pesado. Frente a las puertas de la Torre Millennium, el Dragón se detuvo un instante antes de empujarlas con ambas manos. El sonido metálico al cerrarse marcó algo más que un cambio de escena: fue el corte definitivo. Separación. Fin de algo. Comienzo de todo lo demás. Por un instante, Kamurocho pareció contener la respiración. Las luces de neón parpadearon de forma errática, y el murmullo habitual de la ciudad se desvaneció en un silencio tan denso que parecía un presagio. El médico se quedó solo. A su alrededor, los hombres de la familia Nishikiyama lo rodeaban como lobos, cerrando el círculo paso a paso. Él, en cambio, se relajó. Bajó los hombros. Inhaló profundo. Pero no era cansancio lo que lo movía: era preparación. Su cuerpo se tensó como un resorte comprimido, listo para estallar. La sonrisa que había mostrado minutos antes se desvaneció por completo, reemplazada por una expresión fría, impenetrable. Como si toda la humanidad hubiera quedado atrás, junto a Kiryu y Haruka. Sus ojos, afilados como acero, analizaron cada gesto de sus enemigos, midiendo cada movimiento, anticipando cada error. El viento sopló apenas, arrastrando un papel entre los cuerpos caídos. Fue el único sonido que rompió el vacío. Él ni siquiera lo miró. Solo dejó escapar un suspiro. Uno breve. No de cansancio… sino de resolución. Porque lo que iba a pasar no era una elección. Era un acto inevitable. —Muy bien… —murmuró—. Si alguien tiene el valor… que dé el primer paso. El aire se volvió denso, casi irrespirable. Kamurocho, con sus luces temblorosas y su oscuridad infinita, ya no era solo un escenario: se había transformado en una jaula. Y en medio de ella, el Tigre era el único depredador. La primera oleada rugió, irrumpiendo con gritos de furia impostada, confiados en su número. Una turba desordenada, un mar de acero, cadenas y desesperación. Pero él no se movió. Aún no. Su cuerpo seguía firme, su centro de gravedad bajo, la mirada clavada en el frente como un guerrero que no teme la muerte. El primero en atreverse no lo supo hasta que ya era demasiado tarde. Una patada ascendente, directa a la mandíbula, lo envió al suelo. Cayó sin gritar. Solo el impacto seco de su cuerpo contra el pavimento rompió el silencio. Y los demás… dudaron. Porque el miedo se infiltra rápido cuando la fuerza no tiene explicación. Pero él no buscaba su temor. Solo justicia. —¡Es solo uno! ¡Acaben con él! —gritó otro. Pero su voz ya no sonaba tan segura. Esquivó una cadena con un giro elegante, su cuerpo fluyendo como agua entre los ataques. De inmediato, una patada certera impactó en el estómago de su oponente, doblándolo en seco antes de hacerlo caer. No hubo gritos, solo el ruido sordo del cuerpo tocando el asfalto. Sin pausa, otro atacante apareció por su espalda, blandiendo un tubo de metal. Pero el médico giró con precisión quirúrgica: una patada lateral lo desequilibró, y la rodilla que le siguió al vientre lo dejó sin aire, desplomado. Todo ocurría en segundos. Silencioso. Implacable. El suelo comenzaba a llenarse de cuerpos como hojas tras la tormenta. Cada movimiento suyo era pura eficiencia: una danza letal donde la belleza se escondía tras la brutalidad. No había desperdicio. Solo precisión, técnica y convicción. No parecía que luchara por sobrevivir. Parecía que estaba ejecutando un deber inevitable. —¡¿Cómo demonios está haciendo esto?! —gritó uno, con un cuchillo en mano, tembloroso. Entonces dio un paso. Solo uno. Pero fue suficiente. El aire cambió. Se volvió más espeso. Más frío. Intimidante. Su sola presencia bastó para hacer que el cuchillo temblara. Porque su mirada, helada como acero sin forjar, ya no hablaba de advertencias… hablaba de sentencia. —¿Eso es todo lo que tienen? —dijo. Frío. Tranquilo. Letal. Uno se lanzó por la espalda. Un cuchillo brilló bajo el neón. Giró sobre su pierna izquierda, apoyó la palma en el suelo, y esquivó con una voltereta baja. Se alzó con fluidez y una patada lo estrelló contra la pared. Otro rozó su mejilla con el filo. Un corte limpio. El doctor se llevó la mano al rostro. Observó su propia sangre. No con enojo… sino con calma. Como si confirmara que aún estaba vivo. —Interesante… —susurró—. A pesar de todo… no han entendido nada. Flexionó los dedos. Bajó los brazos. —Mis manos no son para esto. Pero mis pies… son más que suficientes. El último cuchillero se lanzó con desesperación, pero el luchador giró en seco, esquivando con un movimiento fluido. Un barrido de pierna limpió el suelo bajo su oponente; el cuchillo voló por los aires con un destello metálico, y el cuerpo cayó como un saco sin alma. El resto del grupo vaciló. Sudaban. Dudaban. Y sin embargo, él seguía ahí, inalterable. De pie, respirando con la misma calma que si estuviera en medio de una consulta médica. —Vengan todos —dijo, su voz baja, pero cortante como bisturí—. Ya no tengo tiempo que perder. Desde el fondo, alguien gritó con desesperación: —¡Mátenlo de una vez! Con esa orden, todos se lanzaron. Fue la peor decisión que pudieron tomar. No peleó. Bailó. Una voltereta hacia atrás abrió espacio. Una patada giratoria derribó a dos. Luego saltó, giró, esquivó: un torbellino de piernas que no daba respiro. Todo en él era precisión y furia controlada, una tempestad de técnica imposible de seguir. Uno intentó golpearlo con una barra de metal, pero se inclinó apenas, dejando que el tubo silbara junto a su mejilla. La patada descendente que siguió le rompió la muñeca al atacante, y la barra cayó, inútil. El caos era suyo. Él, el centro del huracán. —¡Es imposible! —chilló uno, al ver cómo sus compañeros caían como fichas de dominó. El combatiente, en contraste, respiraba con calma. Sin jadeos. Sin dudas. Otro se lanzó a ciegas con un grito ahogado. Una patada directa al estómago lo dobló. El impacto lo lanzó contra una pared cercana. Toses. Sangre. Silencio. Y así quedó el campo: cuerpos desparramados como si el suelo los hubiese escupido, y en el centro, solo él. De pie. Sombra proyectada bajo las luces parpadeantes de la Torre Millennium. No parecía un hombre. Parecía una sentencia. —¿Algo más que ofrecer? —preguntó, su tono tan tranquilo que dolía. Uno a uno, los hombres de la familia Nishikiyama soltaron sus armas. El metal al chocar contra el asfalto fue la única respuesta. Y la rendición… su único consuelo. Pero antes de que el alivio pudiera instalarse en el aire, un sonido seco y deliberado quebró el silencio: un aplauso. Lento. Preciso. Cada palmada sonaba como el tic-tac de un reloj que avanzaba hacia lo inevitable. No celebraba. No felicitaba. Anunciaba. —Te esperaba… —dijo el médico, sin apartar la vista de la figura que emergía. Desde las sombras, Murakado apareció con la calma de un depredador que sabe que ha llegado a su territorio. Su andar era seguro, su silueta imponente, sus zapatos resonaban sobre el concreto como campanadas funerarias. A cada paso, parecía dejar una grieta invisible en el aire. Su sonrisa torcida no era de alegría, sino una máscara que escondía veneno. —Siempre tan teatral, Tachibana —soltó con ironía, sus palabras chorreando desdén—. Aunque debo admitir, ha sido un espectáculo digno. Ver cómo te encargas de todos estos patéticos peones… una delicia. Sus ojos recorrieron los cuerpos caídos a su alrededor con una mezcla de indiferencia y burla. Luego alzó la mirada. Y allí estaban, frente a frente. El otro no respondió de inmediato. Sus pupilas, afiladas como dagas, se clavaron en las de Murakado. Entre ellos, el mundo pareció sostener la respiración. Ya no había ruido, solo la tensión, palpable como cuchillas cruzadas antes de la embestida. —Llegas tarde —dijo finalmente, con voz grave, baja, cargada de un rencor contenido—. Siempre apareciendo cuando menos se te necesita. Siempre detrás de todo… sin dar la cara. El recién llegado soltó una breve carcajada, ajustándose la chaqueta con un gesto elegante y vacío. —Y tú, siempre tan moral. Tan trágicamente predecible. Pero esta vez… —dio un paso más, invadiendo el espacio entre ambos— no habrá escapatoria para ninguno de los dos. El silencio que siguió ya no era el mismo de antes. Era un abismo entre ellos, cargado de historia, sangre, traición y promesas rotas. No era solo una pelea la que se avecinaba. Era el ajuste final de cuentas. Murakado ladeó la cabeza con curiosidad estudiada, como si examinara a una obra a medio terminar. Su sonrisa torcida seguía ahí… pero sus ojos ya no se burlaban: mostraban algo más. ¿Respeto? ¿O rabia contenida? —Me enteré de que por fin conseguiste pruebas de tu inocencia. De aquella denuncia que Nishikiyama y yo firmamos hace diez años, ¿no? —Las noticias vuelan… —respondió el médico con un dejo de ironía, sin apartar la mirada—. Pero tranquilo. No vine a encararte con papeles. El otro dio un paso más, ladeando la cabeza con esa sonrisa torcida que hervía la sangre. —No me interesan esos papeles Tachibana —resopló con ironía. —ya cumplí parte de mi objetivo haciéndote caer… ver como te retorciste como un maldito perro durante todos estos años. El Tigre no respondió. Solo lo miró, con esa calma inquietante que lo precedía antes de cada tormenta. —Solo vine por una cosa… —añadió Murakado. Algunos de los hombres heridos alzaron la vista desde el suelo, como si aún esperaran una orden, una señal. Otros, los que seguían en pie, intercambiaron miradas incómodas, conteniendo la respiración. —Vine por todo. Su voz era un filo, cada palabra cargada de veneno. —El testamento de Sera… el dinero de Jingu… el Clan Tojo. Los pocos subordinados que quedaban firmes apretaron los dientes. Uno de ellos tragó saliva, otro retrocedió medio paso. Nadie lo interrumpió. —Cuando acabe contigo… Una pausa cruel. —Iré por Kiryu. Por esa mocosa. Por su patética madre. Algunos murmuraron entre dientes. Un nombre como ese, pronunciado con desprecio, tensó aún más el aire. —Incluso por ese imbécil de Nishiki… y el mismísimo Jingu. Y entonces, la sentencia: —¿Sabes por qué? Murakado dio otro paso, la sombra de su figura proyectándose sobre los restos del combate. —Porque todos, todos, están en mi camino. El viento sopló con fuerza, arrastrando polvo y sangre seca del campo de batalla que acababa de limpiar. —Vas a fracasar —respondió Ryohei con la voz baja, profunda—. Porque tu vida entera gira en torno a una ilusión. No viniste a liderar. Viniste a vengarte de un mundo que no te quiso como eras. —¡Cállate! —rugió su adversario, su máscara de serenidad empezando a resquebrajarse—. Lo que yo merezco es más grande que cualquiera de ustedes. Yo debí tener el Lote Vacío. Yo debí ser el heredero de esa ciudad. El Tigre dio otro paso al frente. El asfalto crujió bajo su zapato. —¿Y crees que conseguirás algo pateando tumbas? ¿Enterrando inocentes? —Vine a enterrarte con ellos —escupió Murakado, su mirada encendida. El médico alzó el rostro apenas. La sombra de la Torre Millennium se proyectaba sobre ellos. —¿En dónde estuvo el Lote Vacío? ¿Piensas enterrarme junto a mi hermano? —dijo, irónico, sin perderle la mirada. El enemigo extendió ambos brazos, mirando hacia la torre, como un sacerdote retorcido. —Si hubiera conseguido ese miserable trozo de tierra hace dieciocho años, habría alcanzado la gloria. Pero tú y esos cadáveres que aún nombras con cariño… tu hermano, Oda, Sera, Nishiki, Kiryu, incluso el patético de Hanzo… todos se interpusieron. ¡Todos lo arruinaron! Ryohei bajó la cabeza. Cerró los ojos un segundo. Y cuando los abrió, su voz fue un filo afilado. —Me das lástima… —dijo, con una calma que mordía—. Todo por poder. Mataste. Torturaste. Robaste. Traicionaste. Usaste a las personas como basura. Todo para llegar a una cima que nunca te perteneció. —¿Y qué? ¿Ahora te crees un héroe? ¡No me hagas reír, Tachibana! El silencio se volvió espeso. La tensión crujía como cristales bajo los pies. —Antes de que esto termine, quiero saber algo —dijo el médico, clavando los ojos en él—. ¿Te suena el nombre Sayaka Fujimoto? Murakado frunció el ceño, pensativo. —Hmm… no. No me suena. —Es la mujer asesinada en la bahía. Aquella que confundieron con Mizuki. —Ah… ya recuerdo —chasqueó los dedos con cinismo—. La confundieron con Mizuki. Cabello similar, misma complexión… y el tatuaje en el busto izquierdo. Bastó eso para que uno de los nuestros se equivocara. La golpearon más de lo debido, y murió antes de poder confesar algo útil. Se encogió de hombros con falsa indiferencia. —Un error lamentable. Aunque útil para sembrar confusión. Nishiki se encargó del tipo que la mató. Pero fue tarde. El otro no apartó la mirada. La furia era distinta. Más honda. Más seca. Más vieja. —Sayaka Fujimoto era una cirujana brillante. Una de las pocas con las que podía hablar sin medir mis palabras. Nunca me pidió que escondiera nada. Ni mi apellido. Ni a quién amaba. Ni de dónde venía. Dio un paso hacia él. Tranquilo. Como quien ya sabe el veredicto. —Siempre decíamos que íbamos a cenar “una noche de éstas”. Ya ves… esa noche nunca llegó. Y ella ya no está. Murakado intentó mantener la sonrisa, pero esta vez fue débil. —Fue una coincidencia… eso es todo. —No. Fue otra mentira. Como las tuyas. Como las que usas para dormir de noche sin escuchar sus nombres. Ryohei inclinó un poco el rostro, casi con compasión. —No voy a matarte, Murakado. No haría falta. Porque tú vas a vivir sabiendo que ella sí tenía un nombre. Y que yo sí lo recuerdo. El otro rió con una arrogancia vacía. —¿Y qué harás? ¿Darme una lección sobre justicia? El Tigre levantó la cabeza. Su voz se volvió tan afilada como un cuchillo en la noche. —No. Solo quería estar presente cuando el karma te devuelva todo lo que hiciste. Y… seré quien lo ponga en bandeja. Murakado soltó una carcajada gutural. Se quitó la chaqueta con un tirón seco, lanzándola al suelo. Después, desabrochó su camisa y la arrojó también. En su espalda, el tatuaje de un tigre acechaba… pero no era uno noble. Estaba entrelazado con un oni: una criatura demoníaca, con garras que devoraban su carne. Era grotesco. Violento. Una versión retorcida del poder. El médico, con un gesto solemne, se desabotonó la camisa con un movimiento medido. Al deslizar la tela por sus hombros, reveló su espalda. Allí, el tigre pintado por Utabori II brillaba bajo las luces de Kamurocho: majestuoso, feroz, definido por la supervivencia. Y ahora, enroscado a su cuerpo… el dragón que había nacido de sus cicatrices. El mismo que lo ataba al Dragón de Dojima. El símbolo del equilibrio entre poder y compasión. Murakado entrecerró los ojos. Por un instante, la quietud se tensó. Su sonrisa se borró, sustituida por una mueca cargada de asombro… y luego, de desdén. Nunca antes había visto ese tatuaje. Y no le gustaba lo que representaba. Ambos se miraron. Ambos sabían que no habría marcha atrás. La batalla final… comenzaba ahora. Murakado dio el primer paso, y su rival lo imitó. No hubo aviso. No hubo cuenta regresiva. Solo una descarga de violencia inevitable. El primer choque fue brutal. El enemigo arremetió con la fuerza de un animal desatado, sus puños buscando quebrar costillas, pero el otro desvió el impacto con el antebrazo y respondió con una patada giratoria al abdomen. Murakado retrocedió medio paso, sonriendo, y contraatacó con un golpe de codo al mentón. Ryohei lo sintió. El sabor metálico llenó su boca. —Te estás oxidando, Tachibana —escupió el agresor. —Tú sigues hablando demasiado —replicó el médico, y lanzó una patada ascendente que casi le rompe la mandíbula. Ambos se separaron. Jadeaban. Sangraban. Y volvieron a cargar. El cuerpo del doctor se movía con precisión quirúrgica. Cada desplazamiento, una línea exacta trazada por años de dolor y entrenamiento. Su oponente, en cambio, peleaba como una bestia suelta: impredecible, brutal, casi inhumano. Se golpeaban con rabia. Se herían con historia. Un rodillazo en el costado de uno. Un puñetazo directo al rostro del otro. Un empujón. Otro rodillazo. Un cabezazo. Ambos cayeron al suelo entre cristales rotos. Se levantaron al mismo tiempo, con la respiración ardiente. Y entonces, ocurrió. Un vehículo cercano, golpeado durante el combate, comenzó a echar humo. Murakado lo notó. Sonrió. —¿Ves eso? El escenario perfecto para tu muerte. Y sin dudarlo, arrojó un objeto metálico hacia el motor. La explosión fue inmediata. Una llamarada envolvió la zona. El fuego formó un círculo cerrado a su alrededor. La batalla había cambiado de tono. Ahora, estaban atrapados en un infierno. El reflejo de las llamas bailaba en los ojos del luchador. Su espalda estaba quemada por el calor, pero no dio un paso atrás. —¿Ves esto, Murakado? —dijo con voz firme—. Esto no es un campo de batalla. Es un juicio. Y ambos se lanzaron de nuevo al centro del fuego, como bestias decididas a no salir vivas. Las llamas rodeaban el campo como un anillo infernal. El concreto ardía, y las sombras danzaban sobre los rostros tensos de los combatientes. El Tigre dio el primer paso dentro del círculo. Su enemigo lo siguió, con esa sonrisa torcida que se le tatuaba cuando creía tener la ventaja. Entonces… el choque. Un puñetazo. Otro. Un cabezazo. Una patada que mandó escombros por los aires. Cada impacto era una detonación, una onda expansiva que hacía vibrar el aire. Los cristales rotos del suelo temblaban con cada intercambio. Murakado lo embistió con un puño directo al pecho. El médico voló varios metros, su espalda golpeando una columna de concreto que se resquebrajó con el impacto. Tosió sangre, pero se levantó de inmediato. —¿Eso es todo, Murakado? —escupió—. ¿Ese es el monstruo que todos temían? El otro rugió y cargó como un toro. Ryohei esquivó a último segundo, girando sobre su eje, y conectó una patada descendente a la clavícula. Un crujido se escuchó. Murakado retrocedió, pero respondió con una serie de golpes rápidos que el oponente apenas logró esquivar. Uno de ellos lo alcanzó en la mejilla. El corte se abrió de inmediato. La sangre salpicó. —Te romperé, Tachibana. Como rompí a los tuyos. A tu hermano… a Fujimoto… a tu maldito legado. El otro no contestó. Solo lo miró. Silencio. Y luego, avanzó. Un giro. Una patada directa a la rodilla de Murakado, que cedió. Luego, una al pecho. Otra al costado. El fuego se intensificó alrededor, como si respondiera a la rabia. Pero su rival, incluso herido, no cedía. Se abalanzó sobre él, lo sujetó por la cintura y lo estrelló contra el suelo. Una grieta se formó bajo su espalda. Ryohei gruñó, sintiendo el crujir de su cuerpo contra el concreto, pero antes de que el otro pudiera rematarlo, rodó hacia un lado, se impulsó con el talón y golpeó con ambas piernas extendidas el pecho del enemigo. Murakado salió disparado hacia las llamas, pero se frenó justo antes de tocarlas, riendo como un demonio. —¿Esto es lo mejor que tienes? ¡Vamos! ¡No me decepciones ahora! El médico se limpió la sangre con el antebrazo. El humo quemaba al respirar. Su cuerpo dolía… pero no cedía. Los dos volvieron a chocar, esta vez con una fuerza que levantó una onda expansiva que apagó brevemente parte del fuego. Como un estallido sónico, el aire silbó entre ellos. Se golpeaban como si el mundo dependiera de ello. Como si cada hueso roto fuera un paso más hacia la redención. Una patada del médico abrió una brecha en la defensa de Murakado, y no perdió el momento: una serie de tres golpes consecutivos —uno en el estómago, otro en el mentón y el último en el pecho— lo mandaron al suelo de espaldas. Pero el rival se reincorporó, escupiendo sangre. —¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo, Tachibana? —jadeó—. Tú peleas por un recuerdo. Yo… peleo por el poder absoluto. —Y por eso vas a perder —respondió el otro, bajando su centro de gravedad, adoptando la postura definitiva—. Porque tú peleas por ti mismo. El fuego rugía alrededor como un coro. El aire se volvió más denso. La tensión alcanzaba el límite. Y entonces… Las llamas crepitaban. El asfalto hervía. El mundo, por un instante, contuvo el aliento. Y él… se movió. Sus pies impactaron el suelo con un estruendo seco. Su cuerpo cortó el aire como una flecha blanca atravesando la noche. Cada paso era un trueno. Cada zancada, una sentencia. Murakado no lo vio venir. El Tigre giró sobre sí mismo, la energía acumulándose en cada músculo, en cada fibra tensada al límite. Sus piernas, ahora desatadas, trazaron una espiral perfecta. Las llamas parecieron doblarse a su paso. Su silueta se convirtió en un cometa blanco, envuelto en viento, furia y determinación. —¡Tōbu shissoku Shin! —gritó, su voz rompiendo el cielo. El impacto fue devastador. —¡Byakko no Suisei! La patada descendente cayó como una estrella colapsando sobre la Tierra. Una onda expansiva barrió el pavimento. El círculo de fuego estalló hacia afuera, como si el mismísimo infierno hubiera estornudado. Las llamas se elevaron con un rugido brutal, iluminando la torre detrás de ellos. Murakado fue lanzado con violencia, su cuerpo girando en el aire como una marioneta sin cuerdas antes de estrellarse contra los restos del vehículo quemado. El metal cedió con un crujido agónico, envolviéndolo en un remolino de brasas. El silencio volvió. Pero no era paz. Era final. El luchador se quedó de pie, en medio del cráter formado por su propio golpe, la ropa chamuscada, la piel sangrando en cortes finos, la respiración densa como humo. Las llamas… se extinguieron. Como si entendieran que ya no había nada más que consumir. El enemigo apenas podía moverse. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Tosió sangre. Una carcajada débil escapó de sus labios partidos. —Eres… igual que tu hermano… maldito bastardo… —jadeó. El médico se acercó lentamente, su sombra proyectándose enorme sobre él. —Tú… igual que siempre —respondió—. Un cobarde que juega a ser rey. Se detuvo junto al cuerpo humeante de Murakado, aún incrustado entre los restos del auto. Se agachó despacio, como si hablara con un paciente al borde del colapso. —¿Sabes qué es lo irónico de todo esto? —susurró, con una media sonrisa que no era burla, sino justicia cumplida—. El cuarto presidente del Clan Tojo… no es Nishiki. Nunca lo fue. Murakado parpadeó. Sangre en los labios. Confusión en la mirada. —¿Entonces… quién? —Kazuma Kiryu —respondió el doctor, firme, bajando la voz—. Sera lo dejó por escrito. Y tú… intentaste matar al hombre que deberías haber servido. El silencio se hizo espeso. Se irguió lentamente, sin dejar de mirarlo. Luego añadió, apenas girando el rostro: —Supongo que duele más perder sabiendo que lo hiciste todo contra el heredero legítimo… y que el rugido que te alcanzó no fue el del dragón… sino del tigre que caminaba a su lado. Murakado soltó una risa corta, seca, incrédula… y nuevamente escupió sangre entre los dientes partidos. —¿Kiryu…? —susurró, apenas audible—. Todo este tiempo… y era él… El médico lo miró por última vez. No con rabia. Con lástima. —Podrías haber sido algo más. Podrías haber elegido salvar, no destruir. Pero elegiste el fuego. Y el fuego… siempre consume. Murakado cerró los ojos. Su cuerpo no dio más. Lo último que alcanzó a ver, antes de que la oscuridad lo envolviera, fue la espalda de su adversario alejándose entre humo y escombros. El tigre rugía en su piel, vibrante y completo, en tonos dorados y naranjas que parecían moverse con cada paso. Y a su lado, delineado pero aún sin color, el dragón lo acompañaba. Sus ojos celestes, brillando entre las sombras… lo observaban. Ryohei permaneció de pie, con el cuerpo adolorido y el alma en silencio. El viento comenzó a soplar entre los edificios, llevándose consigo el olor a sangre, humo y ceniza, como si la ciudad intentara exhalar su propio pecado. Sus pies, firmes sobre el asfalto agrietado, temblaban levemente. No de miedo… sino de todo lo que había resistido. A su alrededor, el círculo de fuego se consumió por completo, dejando solo el cráter humeante que testificaba la batalla que acababa de librarse. Restos del combate chispeaban entre los escombros, mientras él respiraba hondo, observando el suelo cubierto de sombras y cenizas. El silencio era denso… pero no duraría. Porque entonces, como si Kamurocho mismo decidiera anunciar el final, la cima de la Torre Millenium explotó en una bola de fuego que iluminó el cielo. Los cristales volaron en una lluvia brillante, y con ellos descendieron los billetes: miles, quizás millones, cayendo como hojas podridas desde lo alto. La ciudad entera se vio cubierta por una nevada grotesca de papel sucio. Las luces se encendieron en los edificios cercanos. Personas comenzaron a salir a las calles, muchas corriendo tras los billetes con gritos de euforia, otros simplemente mirando al cielo con incredulidad. Patrullas policiales comenzaron a sonar a lo lejos, acercándose con urgencia, alertadas por la explosión. Ryohei alzó la vista. El dinero caía a su alrededor… pero para él, solo era una lluvia sin valor. Porque lo que había perdido no podía comprarse. Y lo que había defendido… jamás se imprimiría en papel moneda. —Kazuma… Haruka… Se agachó lentamente, con el cuerpo aún resentido por los golpes, y recogió su camisa. Para su sorpresa, a pesar del humo y las llamas, la prenda estaba casi intacta, como si también ella hubiera resistido el infierno a su manera. La sacudió una vez, dejándola caer sobre sus hombros con un gesto firme. No la abotonó. La dejó abierta, colgando sobre su torso marcado por la batalla, el sudor y la sangre. Su pecho subía y bajaba lentamente, cada respiración un testimonio de lo que había sobrevivido. Dio un paso hacia la Torre Millenium. Luego otro. Su andar era pesado, arrastrando el dolor como una sombra, pero cada movimiento cargaba con un propósito claro: subir. Terminar lo que empezaron. Cruzó las puertas del vestíbulo con pasos lentos, cargando el peso de la batalla en cada músculo. Su camisa aún colgaba abierta sobre sus hombros, su pecho agitado y marcado por el combate. Pero lo que vio al entrar lo obligó a detenerse por completo. Cuerpos. Inconscientes, desparramados por el suelo, algunos sobre los sillones, otros entre los restos de las macetas rotas del lobby. El aire olía a pólvora, sangre y ceniza, como si cada rincón de la ciudad hubiera decidido morir en ese edificio. Sus ojos recorrieron el caos con urgencia silenciosa. Reconoció los trajes de los hombres de la familia Nishikiyama, rostros cubiertos de golpes, de sangre seca. Y, en el centro de todo, un rastro de pisadas frescas, como si alguien acabara de pasar. Como si un dragón hubiera cruzado por allí. —¿Kazuma…? —murmuró, sintiendo cómo su pecho se comprimía. ¿Estaría bien? ¿Lo habría logrado? ¿Y Haruka…? Su corazón latía con fuerza mientras caminaba hacia el ascensor. Cada paso sobre el mármol pulido resonaba como un eco de incertidumbre. Al presionar el botón, la espera fue interminable. El zumbido mecánico de la cabina descendiendo lo hizo apretar los puños. Estaba llegando al final, pero no sabía si ese final traía consuelo o dolor. Las puertas se abrieron con un ding suave. Subió. La ascensión fue lenta. El ruido del motor, el leve crujir de los cables, todo se volvió una sinfonía de ansiedad. El ascensor se convertía en una jaula que lo alejaba de la tierra… y lo acercaba a una verdad que aún no estaba listo para enfrentar. El número final parpadeó. Ares. Las puertas se abrieron. Y el mundo, otra vez, se detuvo. Allí estaba Haruka, de rodillas, aferrada al cuerpo inerte de Yumi. Sus pequeños dedos hundidos en la tela de su vestido, las lágrimas cayendo sin pausa sobre su rostro desencajado. Un grito contenido, una súplica muda, un dolor que solo una hija puede sentir. De pie como un monumento al silencio, estaba Kiryu. De pie, sin camisa, con el tatuaje del dragón en su espalda respiraba con cada latido: marcado por la sangre, las cicatrices… y todo lo que había perdido. El médico no dijo nada; no podía. Sus palabras se ahogaban en la garganta mientras avanzaba, cada paso empujado por un dolor que lo atravesaba como una lanza. Porque, aunque habían llegado al final… el precio que habían pagado era devastador. —¿Llegué… tarde? —murmuró—. ¿Nishiki? ¿Jingu? —Muertos… —contestó su compañero, con la mirada fija en el punto donde ocurrió la explosión—. No pude detenerlo… Jingu mató a Yumi y Nishiki se sacrificó llevándoselo en el proceso… en la explosión. Ryohei se detuvo en seco. Su rostro palideció, y por un instante, pareció que el aire mismo lo abandonaba. Cerró los ojos con fuerza, como si intentara borrar la imagen antes de que se formara. —Nishiki… —susurró, apenas audible—. Maldita sea… Si hubiera llegado antes… Sus puños temblaban, apretados a los costados, pero no dijo más. Porque en ese momento, no había consuelo. Solo el peso de lo que no pudo evitar. Haruka, con los ojos vidriosos, se puso de pie lentamente. Antes de poder decir algo, unos pasos comenzaron a acercarse desde el pasillo. La niña, por instinto, retrocedió y se colocó al lado del Dragón, aferrándose a su brazo. Varios policías irrumpieron, rodeándolos en segundos con armas en alto. —¡Alto ahí! ¡Manos arriba! —gritó uno de ellos. —¡Kazuma Kiryu! ¡Ryohei Tachibana! —añadió otro. El ambiente se volvió denso, el aire cortado por la tensión del acero apuntando directo a sus cuerpos. Pero antes de que la situación explotara, una voz firme los detuvo. —¡Oigan, deténganse! —ordenó Junichi Sudo, entrando con paso decidido. —P-pero señor… —balbuceó uno de los oficiales. —Luego lo explicaré. Ahora bajen las armas —insistió Sudo, con un tono que no dejaba espacio a la réplica. Acto seguido, apareció el detective, empapado de sudor y preocupación. Se acercó rápidamente a los tres. —Kiryu… tú no has hecho nada malo… Pero si a ti y a Ryo los arrestan por todo esto, ninguno de los dos volverá a ver la luz del día. —Se colocó al lado del Dragón—. Necesito que vengan conmigo. El ex yakuza apenas giró el rostro, con una expresión derrotada. —Da igual, Date-san… —lo miró directamente a los ojos—. Yumi, Nishiki… Kazama-san… están todos muertos. Ya nada importa. No me interesa si me arrestan… solo… —miró al médico con la voz rota—. Solo que a él no lo culpen por mis actos. —¡No digas estupideces, Kazuma! —estalló el otro, acercándose para tomarlo por los hombros con fuerza—. ¿¡Acaso no tienes algo más por lo que luchar!? ¿¡Qué pasó con lo de que no estamos solos!? El detective se unió al gesto, sujetándolo también. —¿¡No tienes algo hermoso a quien proteger!? ¡No huyas como un cobarde! Kiryu bajó la cabeza. Sus ojos, empañados, luchaban contra el quiebre. —¿Qué… me queda? —Si tú vas a prisión, ella se quedará sola… otra vez —dijo su compañero, con la voz quebrada, apuntando hacia Haruka—. ¿Es eso lo que quieres? —Sus ojos también estaban vidriosos—. Por favor… tampoco me dejes solo a mí. —Ryo… Date-san… —susurró el Dragón. Un silencio espeso envolvió a los cuatro, hasta que la niña, con pasos tímidos, se acercó y abrazó el brazo de Kiryu. No dijo nada, solo lo miró, como si esa mirada bastara. Entonces, el médico sonrió levemente entre lágrimas. —Vamos… —dijo con una ternura disimulada—. Aún debo curarte… y no olvides el sake que me debes. Kiryu esbozó una sonrisa cansada, dio un paso… y tambaleó. Su amigo reaccionó al instante, sujetándolo y dejando que apoyara su peso sobre él. —No te dejaré caer… ni ahora ni nunca. ¿Cuántas veces lo hemos dicho ya? —Ya perdí la cuenta —respondió el otro, apenas con una risa ahogada. Sin más palabras, bajaron juntos de la Torre Millenium. Sin impedimentos. Sin esposas. Solo con el eco del final resonando en sus espaldas… y un futuro aún incierto esperándolos al otro lado de la puerta. El descenso por la torre fue lento, silencioso. Cada paso resonaba en las paredes de concreto como si el edificio mismo reconociera la carga emocional de quienes lo recorrían. Al llegar al frontis, la escena era muy distinta a la que el médico había imaginado: varios de los hombres de la familia Nishikiyama comenzaban a recobrar la conciencia, tirados entre charcos de sangre y fragmentos de vidrio, mientras los oficiales de policía los esposaban uno por uno. Las sirenas aún parpadeaban en el exterior, tiñendo las paredes de rojo y azul. Haruka caminaba al centro de los dos hombres, tomada de la mano del Dragón. Su pequeño rostro aún reflejaba la tormenta que acababan de atravesar. Afuera, una camilla era empujada con rapidez hacia una ambulancia policial. Ryohei se detuvo por un instante al reconocer al hombre que yacía allí: Itsuki Murakado, inconsciente, inmovilizado con correas médicas y un collar cervical. Lo subieron al vehículo y las puertas se cerraron con un golpe sordo. Aún respiraba. Aún quedaba algo que enfrentar. —Date-san —dijo Kiryu, deteniéndose al lado del detective—. ¿Podemos… quedarnos esta noche en el apartamento de Ryo? El aludido lo miró en silencio. No preguntó por qué. No necesitaba hacerlo. El otro no tenía fuerzas para regresar al orfanato, ni al bar. Y en ese momento, solo un lugar podía parecer seguro. —Claro —respondió con voz suave—. Los llevaré en el auto. El médico asintió, pero recordó algo con urgencia. —Mi bolso… y mi abrigo —dijo, mirando a Date—. Lo dejé en el Stardust. Ahí están las pruebas. La grabación. Todo. El detective levantó una mano con calma. —Lo sé. Pero primero los llevo a ustedes a descansar. Mañana te lo entrego sin falta. No te preocupes, estará seguro. Ryohei suspiró aliviado, asintiendo con un leve agradecimiento. Sus ojos se cruzaron con los del Dragón, y sin decirlo, ambos entendieron que esa noche no se trataba de celebrar la victoria. Solo de sobrevivir. Y dormir por primera vez… sin miedo. El apartamento recibió a los tres con el silencio típico de un lugar que ha esperado demasiado. El médico fue el primero en entrar y encendió la luz, que parpadeó un segundo antes de estabilizarse. El aire aún conservaba el aroma de incienso apagado hace días, y el leve olor metálico del botiquín que solía dejar abierto cuando salía con prisa. Kiryu apenas podía caminar. Su compañero lo sostuvo por el brazo y lo ayudó a sentarse en el sofá. Haruka se acomodó a su lado, en silencio, sus ojos ya hinchados de tanto llorar. —Quédate ahí —le dijo el otro, suave—. Traeré el botiquín. Pero entonces ambos lo vieron. En la repisa, junto a un portarretratos deslucido, descansaban los restos del reloj de bolsillo. El mismo que el Dragón y Nishiki le habían regalado al médico el día de su graduación médica, hacía ya tantos años. La cadena colgaba como un lazo suelto, y la esfera del reloj estaba hecha trizas, agujas rotas como huesos frágiles. Como si en algún momento de aquel caos, incluso ese símbolo hubiera decidido rendirse. Kiryu lo reconoció al instante. —Tu reloj… —murmuró—. El de la graduación… El médico se acercó, lo tomó entre los dedos con delicadeza. El metal estaba frío. —Aguantó muchas cosas —dijo, con una sonrisa amarga—. Como nosotros. Pero parece que también llegó su momento. —No hay vuelta atrás —añadió el otro, mirándolo con la misma melancolía—. Ya se fue… como todos los que se fueron. El Tigre asintió, dejando los restos sobre la mesa, con reverencia. —Entonces… hagámosle una despedida. Al reloj. A los tres. A lo que fuimos. Para poder empezar de nuevo. El silencio del Dragón fue suficiente. Su amigo trajo el botiquín de la habitación contigua. Lo colocó sobre la mesa y sacó gasas, alcohol, pomadas, vendas. Se arrodilló junto a Kiryu, con una linterna de cabeza, enfocando la herida de su pierna. Al ver que estaba justo sobre el muslo, el otro suspiró. —No me digas que tengo que quitarme el pantalón… —Vamos, Kazuma —bromeó el médico, mientras preparaba las tijeras—. Es la tercera vez que veo esas piernas este mes, y sigo sin impresionarme. Piénsalo como si estuvieras en la consulta de un viejo doctor rural. Pero con mejor aspecto. —No es por ti… —resopló el paciente, quitándose el pantalón con esfuerzo—. Es por mí. Me sigue costando confiar incluso cuando debería hacerlo. —Y aún así lo haces —dijo su amigo, con voz suave, mientras aplicaba desinfectante—. Eso es lo que te hace diferente. —Tampoco te emociones —gruñó Kiryu. —Nunca lo hago —rió el otro, mientras trabajaba con rapidez, firmeza y profesionalismo. No había rastros de deseo en sus ojos. Solo el cuidado profundo de alguien que quería salvar lo que aún podía ser salvado. Cuando terminó de vendar la pierna, pasó a una herida menor en el costado. El Dragón aguantó las curaciones en silencio, salvo por un par de quejidos contenidos. —Tu turno —dijo al final, mirando las heridas visibles en el rostro y los brazos de su compañero—. Quédate quieto. —¿Seguro que sabes lo que haces? —preguntó el médico, pero ya se dejaba caer en el sofá. —Me entrenó el mejor doctor que conozco. Aunque ese mismo médico tenía la mala costumbre de nunca curarse a sí mismo. El médico sonrió sin querer. Haruka apareció con una manta en brazos. Se arrodilló entre ellos, con expresión seria y decidida. —Yo seré su enfermera ahora —dijo, con la voz todavía algo temblorosa, pero firme—. Tío Ryo, Tío Kaz… déjenme ayudarlos. Ambos hombres se miraron un segundo. No dijeron nada. Solo asintieron. Y entre vendajes, gasas y palabras suaves, la niña limpió con cuidado las heridas menores de ambos. Como si esa pequeña acción fuera su forma de resistir la pérdida, de estar presente, de curar desde el amor. Cuando todo terminó, Haruka se tumbó en el sofá-cama del living, cubriéndose con la manta sin decir una palabra más. En minutos, se quedó dormida, respirando con la paz de quien ha llorado todo lo que tenía dentro. Ryohei apagó las luces con suavidad. Ambos caminaron hasta la habitación. Ya en penumbra, mientras se quitaban las vendas y se acomodaban entre las sábanas, él murmuró, con voz baja: —Cuando leí el testamento... Sera te nombró como el cuarto presidente del Clan Tojo. El Dragón no respondió de inmediato. Solo suspiró, con el rostro medio oculto en la almohada. —Estoy pensando en renunciar. —¿Qué? —el otro se giró hacia él, frunciendo el ceño—. ¿Hablas en serio? —Lo siento, Ryo… Hace años te prometí que serías mi médico, cuando tuviera mi propia familia… —hizo una pausa, con un dejo de amargura en la voz—. Pero ese mundo… ya no es para mí. El médico lo miró fijamente. No dijo nada al principio. Luego sonrió con tristeza. —No tienes que disculparte. Lo recuerdo… claro que lo recuerdo. Y no te voy a mentir, me habría gustado. No por el título… solo porque siempre quise estar ahí, cuidándote, como tú estuviste para mí. Kiryu lo miró entonces, con una sinceridad rota, pura. —Gracias. —Elijas lo que elijas… voy a estar contigo. No me importa si eres presidente, civil, fugitivo o el tipo más terco de Japón. Mientras sigas vivo… es suficiente para mí. Ambos se recostaron en la cama, hombro con hombro, sin necesidad de palabras. Solo el sonido tenue del viento afuera y la respiración compartida llenaban el cuarto. El médico cerró los ojos un momento, sintiendo que, por fin, podía aflojar los músculos. Pasaron unos segundos en silencio. El ex yakuza murmuró, sin girarse, casi como si hablara consigo mismo: —Eres mi mejor amigo, Ryo. El otro abrió los ojos, sorprendido por la honestidad en esa voz baja y áspera. No respondió enseguida. Solo sonrió, sin necesidad de verlo, porque sabía que esas palabras le nacían de verdad. —Y tú eres el mío, Kazuma —susurró con suavidad, antes de dejarse caer por completo en ese raro instante de paz. No hicieron falta más palabras. El brazo de Kiryu lo rodeó con firmeza, sin reservas, como si abrazarlo fuera su única forma de mantenerse en pie. Y esta vez, Ryohei no solo lo permitió… lo correspondió. Se acomodó entre su calor y su aliento, entregándose sin pudor ni barreras, como si el mundo ya no pudiera tocarlos. Afuera, la ciudad seguía cargando con el peso del humo y el fuego, pero en esa habitación, entre vendas, silencios y respiraciones compartidas, el tiempo pareció detenerse. Lo que ocurrió después… solo ellos lo sabrían. El cielo estaba cubierto por una manta de nubes grises. No llovía, pero el aire estaba cargado de esa humedad silenciosa que suele acompañar los finales. El cementerio, ubicado en una colina discreta de Kamurocho, permanecía quieto, como si incluso los muertos contuvieran el aliento. Frente a tres lápidas, el silencio era total. Akira Nishikiyama. Shintaro Kazama. Yumi Sawamura. Las flores frescas descansaban a los pies de cada tumba: lirios blancos para Kazama, como su corazón oculto; rosas para Yumi, rojas y elegantes como su espíritu; y claveles violetas para Nishiki… un color entre la furia y la pena. El médico sostuvo el viejo reloj de bolsillo entre los dedos. Lo miró por última vez. Ya no marcaba la hora. Ya no tenía agujas. Solo era un cascarón de lo que alguna vez simbolizó. —Gracias por todo —murmuró, hincándose frente a la tumba de Nishiki—. Por lo que fuimos… y por lo que no pudimos ser. Con delicadeza, colocó el reloj sobre la piedra pulida. No como un desecho. No como algo roto. Sino como quien deja descansar un capítulo entero de su vida. Haruka, de pie a su lado, sostuvo su mano. El Dragón guardaba silencio, el rostro sereno pero cargado de emociones que ya no necesitaban palabras. Los pasos de alguien interrumpieron el momento. Era Makoto Date. Se acercó con calma, cargando el abrigo de Ryohei sobre un brazo y el bolso en la otra mano. —Aquí está todo —dijo, sin levantar mucho la voz—. Como prometí. El médico tomó primero el bolso, revisó por instinto que los documentos y la grabación estuvieran intactos, y luego recibió el abrigo. Se lo puso con lentitud, cerrando los botones uno a uno. Acomodó el cuello con la palma, dejando caer la tela sobre sus hombros con una elegancia tranquila. —Gracias, Date-san —dijo al fin. El detective asintió. —¿Están listos? El doctor miró a Kiryu. Luego a la niña. —Sí. Yo iré al Ministerio de Salud con ella. Es hora de que sepan la verdad. El ex yakuza bajó la mirada un momento, luego la alzó con decisión. —Y yo… tengo algo que entregar también. Date lo miró, con una mezcla de orgullo y nostalgia. —Vamos. Hay un clan que necesita escuchar esa renuncia de tu boca. Los tres se separaron en el cruce de la colina, como quienes comprenden que no es un adiós, sino un hasta luego... porque cada uno debía seguir su propio camino. Ryohei avanzó junto a Haruka, firme, con el bolso colgando de su hombro. Ya no lo llevaba como una carga, sino como un estandarte. Sus pasos eran tranquilos, decididos, sabiendo que las verdades que portaba eran semillas de justicia a punto de germinar. Kiryu, en cambio, se quedó un momento más frente a las tumbas. Su mirada recorrió los nombres, las fechas, las flores. Luego, con el peso de todo lo vivido sobre los hombros, giró y caminó junto al detective, rumbo al corazón del clan que lo había forjado… y del cual, por fin, se despediría. Y así, mientras las nubes comenzaban a abrirse y la primera luz de la mañana tocaba las lápidas, el aire susurró suave y claro: el epílogo había comenzado.
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