ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
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3
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planificada Maxi, escritos 207 páginas, 73.954 palabras, 10 capítulos
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PRÓLOGO. EL CUERVO Y EL ZORRO

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Martes 3 de agosto - 1971

El jardín no era un jardín. Era un suspiro dormido en el borde del tiempo. Un pedazo de tierra suspendido entre el olvido y la maravilla. Allí, la magia no brillaba: susurraba. Brotaban flores sin nombre, con pétalos que temblaban al viento como si recordaran canciones. Las estatuas eran viejas, más viejas que cualquier recuerdo humano, y tenían grietas en lugares que parecían llorar sin agua. Todo olía a vida que se niega a morir. Y entre ese hechizo verde, jugaba un zorro. Y lo veía todo como si el mundo acabara de inventarse. El rojo de su pelaje parecía tener temperatura, como si lo hubiera robado de una hoguera viva. Cada salto era un verso breve. Cada giro, un acto de libertad absoluta. Nadie lo llamaba. Nadie le mandaba. Era un niño con forma de fábula. Y por un rato… era feliz. Olfateó el aire y sintió que cada olor tenía color. El musgo era verde limón, las flores viejas olían a campanas rotas, y el viento sabía a nube tibia. Danzó entre el polvo dorado como si flotara en una fantasía. Brincó tras una mariposa de alas transparentes, como hechas de aliento frío. Persiguió luz. Persiguió el viento. Persiguió una risa que nadie más oía, como hacen los que aún no tienen peso en el mundo. El mundo se bañaba en oro, y a sus ojos, todo ardía con un brillo suave. Incluso las sombras parecían cálidas, como si nunca hubiera existido la noche.  Se detuvo junto a un cuenco de piedra lleno de agua de lluvia y miró su reflejo. Ladeó la cabeza, curioso, como si intentara recordar de quién era esa cara. Entonces, con un bufido breve, pateó una flor seca que flotaba en el agua y siguió andando. Cruzó por un túnel de arbustos podados en forma de arcos —ya deformes por el tiempo—, empujó con el hocico un portón de hierro entreabierto y se metió en un rincón del jardín donde las campanillas crecían silvestres entre piedras viejas. Allí, el sol filtraba polvo dorado como si lloviera magia en partículas. Crowley giró sobre sí mismo varias veces, enredándose entre las hojas, hasta caer patas arriba, jadeando, como si el cielo le perteneciera. Su colita agitada como un metrónomo eufórico no dejaba de moverse, llevando su alegría hasta las últimas hojas. Un petirrojo se posó a pocos pasos y lo miró. El zorro lo miró de vuelta. No lo atacó. Solo lo saludó con una sacudida de orejas y la cola moviéndose como si llevara la emoción atada a la punta. Porque hoy, el juego era con mariposas. Y con la risa invisible que deja el verano antes de despedirse. —¡Crowley! La voz humana le lamió el oído como una gota de agua helada. El zorro detuvo la persecución. Ladeó las orejas. Escuchó. Sonrió, con los ojos. Y decidió ignorarlo. El petirrojo valía más la pena que ese llamado. —¡Crowley! O al menos eso pensó cuando el grito espantó al hermoso pájaro, logrando un gruñido mientras volteaba por encima de su hombro hacia la silueta de la casona vieja, sabiendo mejor que nadie que si no iba no dejaría de gritar. O, peor aún, si no respondía a su llamado, aquel grito iría eventualmente hacía él, violentando su jardín de flores. Saltó por encima de un muro bajo cubierto de musgo. Rodeó una fuente seca donde aún bailaban luciérnagas a mediodía. Se escabulló bajo un arco de glicinas con la naturalidad de quien conoce cada piedra desde antes de nacer. —¡Crowley, por Morgana! ¡Sal ya! Que voz tan más molesta e impaciente, pensó aquel zorro. Con agilidad recorrió las piedritas del camino pasando ahora por los densos rosales de flores rojas del jardín, doblando su cuerpo para no salir espinado. No corría; se deslizaba. Porque este era su reino, y los reyes no se apresuran. Pero el jardín eventualmente lo traicionó. En la esquina este, tras un rosal espinoso, apareció él: Corvus Prince. El niño que no jugaba. El que no corría. El que no olía a hierba ni a travesura, sino a pergamino viejo, tinta oscura y responsabilidad prematura. Tenía las cejas fruncidas, las botas cubiertas de polvo y dos sobres entre los dedos, sellados con cera roja. En la mirada de aquel niño había una mezcla exacta de molestia, resignación y cansancio ancestral para alguien de apenas diez años. —Nos llegó la carta de Hogwarts —dijo aquel niño, sin emoción. El zorro lo miró. Parpadeó. Se estiró lentamente y luego se recostó en el pasto como si fuera lo menos interesante del día. Corvus apretó los dientes. —Crowley, si no te transformas ahora, lo haré yo. Y si encuentro una mariposa muerta en tus bolsillos, te convertiré en gorrión durante una semana. El zorro bostezó. Luego se incorporó y caminó —con lentitud medida, con elegancia felina— hacia el quiosco cubierto de glicinas y rosales color sangre. Y ahí, bajo la sombra suave y morada de los racimos colgantes, se sacudió… Y cambió. El aire pareció temblar. La forma se disolvió y en su lugar apareció un niño. Tan idéntico a Corvus como un reflejo, pero con una expresión completamente distinta: bien vestido, el cabello cuidadosamente desordenado, y una sonrisa tan grande que casi se salía del rostro. Sus ojos brillaban con la descarada certeza de que el mundo aún le pertenecía, y su cola —ahora invisible— parecía seguir moviéndose en su espíritu. Crowley Prince estiró los brazos con un bostezo exagerado, arqueando la espalda con lentitud. Bajó los párpados unos segundos antes de abrirlos de golpe. —Que sorpresa mirarte por los jardines al aire libre, hermano. Pensé que te habías perdido entre tus propios pensamientos en la biblioteca~ Corvus no respondió. Solo le extendió uno de los sobres con los dedos firmes y el mentón ligeramente alzado. Crowley lo tomó, girándolo como si evaluara un dulce raro, acercándolo a su nariz antes de soltar un clic suave con la lengua. —Es oficial. Nos aceptaron en el colegio Hogwarts para asistir este año —dijo Corvus, su voz plana, sin inflexión, mientras sus ojos seguían fijos en la carta que aún no abría. Crowley alzó una ceja, ladeando la cabeza apenas. —Por favor… Somos de la familia Prince —sonrió socarrón—. Me habría sorprendido si no hubieran aceptado~ Corvus aún no abría el suyo. Sus pupilas vibraban apenas, rastreando con precisión la cera roja. Después finalmente la abrió, mirando con detenimiento su interior notando su nombre y como era bienvenido al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería y le invitaban a asistir a clases el primero de septiembre. Crowley se dejó caer bajo las glicinas, usando su túnica doblada como almohada improvisada. Jugó con la carta entre los dedos, girándola como si fuera una mariposa atrapada, mientras observaba el cielo a través del follaje colgante. Sus labios se movían sin emitir sonido, como si ensayara palabras mudas. Jugaba con el sobre entre los dedos, sin abrirlo. No necesitaba hacerlo para saber lo que ahí rezaba, dándolo como un hecho. —Ahora mismo iré a buscar al señor Conway exigiendo que nos lleve al callejón Diagón entonces —dijo, hablando del tutor personal de ellos—. Si no salimos de esta mansión hoy, juro que robaré un hipogrifo del establo del vizconde vecino y cabalgaré hasta Londres como un condenado —murmuró Crowley, sin rastro de humor en la voz. Giraba la carta en los dedos con impaciencia, como si fuera una promesa aplazada demasiado tiempo. Tenía ese brillo en los ojos: no de broma, sino de amenaza juguetona, como quien se inventa un caos para no ahogarse de rutina. Corvus alzó una ceja sin dejar de leer, con un parpadeo lento. —Teniendo en cuenta que los hipogrifos no están exactamente disponibles como thestrals de alquiler… suena como un plan brillante —respondió con sarcasmo seco, sin mover la cabeza, dejando que la frase cayera como un filo. Crowley se sentó, sin dejar de sonreír, apoyando los codos en las rodillas. Su pierna derecha comenzó a balancearse ligeramente. Su mirada se oscureció apenas. —Estoy harto de este encierro. Es como vivir en una biblioteca sin ventanas. —Técnicamente, vivimos en una mansión con dieciséis ventanas —Corvus bajó la mirada a su propia carta—. Y tres bibliotecas. —Lo cual solo refuerza mi punto. Ya deberíamos estar en el callejón Diagón, buscando capas, lo mejor en la última moda… ¡Oh! ¡Y zapatos! ¡Y lociones! ¡Y trajes completos con estilo!  ¡Te juro que allá en Hogwarts me vestiré como yo quiera! —Hogwarts tiene un código de vestimenta definida para cada casa —respondió Corvus de manera neutral, sin levantar su vista de la carta. —¡Ni de broma! ¡Y ni loco creas que me voy a poner en la misma casa que tú! Lo único peor que hay de estar en esta mansión aburrida encerrados, es tenerte en la misma sala común vistiendo tus mismos colores —rió Crowley con sarcasmo—. ¡Ni de loco! Eso haría de mi vida un infierno. Suficiente tengo que nuestra madre nos obligué a vestir exactamente lo mismo tú y yo, como si no bastara con que nos haga tener iguales hasta el mismo maldito cabello ¡Mis gemelos idénticos! —siseó con hiel, imitando, aun así, con demasiada exactitud la voz de su madre—. Cuando lo único que de verdad le importa es que yo me parezca a ti… ¡Que asco! Código de vestimenta o no, yo haré mi propio estilo en ese castillo. Luciré mis mejores colores con estilo. Solo sueño con eso~ —Yo me conformaría con tener una varita propia. Una que hubiera podido elegir yo, nada más... —soltó Corvus, en seco, sin mirarlo siquiera. Crowley se giró con lentitud, ladeando la cabeza como si acabara de oler sangre. La sonrisa que se le dibujó en los labios era la misma que usaba cuando quería hacer daño. —¡Ah! Ya empezamos con la tragedia de la varita maldita —canturreó Crowley, ladeando la cabeza con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. ¿Cuántas veces más vas a llorar por un legado que varios parientes tuyos matarían por tener?~ —No empieces, Crowley —dijo Corvus con voz cortante, pero sus dedos temblaban apenas, aún aferrados al pergamino. La cera roja se marcaba contra su piel, como si intentara contener algo más que rabia. —¡No me culpes si te respondo en consecuencia a ti y a todo tu drama con esa varita que me cargas! —insistió Crowley, comenzando a caminar en círculos lentos. La grava crujía bajo sus pasos como si tallara la tensión en piedra—. ¿Cuántos no matarían por sostener la reliquia del linaje Prince? Usada por sabios, mártires y monstruos durante más de diez generaciones… Se detuvo frente a Corvus, alzando las cejas con gesto sarcástico. —Pobrecito tú. Qué tragedia portar el legado familiar, ¿no? Debe ser agotador llevar el símbolo de toda una estirpe… y aún así quejarte como si fuera un par de calcetines apretados. Corvus alzó la vista. Su mirada ardía. —Si tanto la quieres, tómala —espetó, sacando la varita de entre sus ropas como si fuera una daga—. Te la regalo. A ver si sobrevive a tu ego. —¡Oh, por favor, no me tientes! —exclamó Crowley con una risa breve, pero sin alegría. Llevó una mano al pecho, casi con rabia—. No está hecha para mí, ¿recuerdas? ¡Ni siquiera el abuelo me dejaría tocarla sin escupirme en la cara! —¡Córtalo ya, Crowley! —bramó Corvus—. Sabes perfectamente que esta cosa me odia. Alzó la varita entre los dedos como quien sostiene una serpiente viva. La apretaba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Era rígida, fría, perfecta... e implacable. —Cada vez que la uso, siento que me está evaluando. Que, si me equivoco, me traga. Crowley enmudeció un instante. Luego, su voz se volvió más baja, más peligrosa. —¿Y por qué no la tiras al fuego, entonces? ¿Por qué no haces algo con tu odio, en lugar de guardarlo como un jarrón roto en el pecho? Ah, claro… Porque tú aguantas todo, ¿no? Porque eres el buen hijo. El instrumento. El perfecto heredero —escupió con veneno—. Aunque esa varita te arranque la piel por dentro. Crowley se giró. No se fue. Solo sacó la suya. Era una varita prestada. Vieja. Astillada por el mango, torcida como un hueso mal soldado. La sostuvo entre dos dedos, como si le diera asco. Luego la dejó caer. —Y yo tengo esto —dijo Crowley, alzando la varita con una sonrisa torcida, más herida que burlona—. El equivalente mágico a un palo de escoba mal tallado. —Pero tu sí podrás ir a Ollivanders y elegir la tuya. Crowley giró apenas el rostro, como si esas palabras le rozaran la piel. — Qué tragedia suena la libertad, ¿no crees? —musitó Corvus, sin pestañear—. Poder escoger. Poder tomar. Poder sentir una varita que sí te funcione. Que sí te escuche. Que no parezca querer devorarte con cada hechizo. El silencio se estiró. La sonrisa de Crowley se quebró un milímetro. —¿Me lo dice el heredero con el apellido tallado en el mango? —Crowley bajó la voz hasta volverla cruel—. Qué te puedo decir, hermano. Algunos nacen con la sangre lo bastante podrida listos para simplemente heredar tesoros. Otros nacemos con las manos vacías, y solo nos exigen que las llenemos… o nos hagamos a un lado. Corvus guardó su varita como quien encierra a un animal muerto en una caja sellada. —Por cierto... ¿cómo se llamaba la librería del callejón Diagón? —Flourish and Blotts —respondió Corvus sin dudar, todavía con el hielo en la mirada. Crowley chasqueó la lengua. —Hasta el nombre suena indigesto. Pero ya me imagino: mientras yo elijo mis zapatos con dignidad, tú estarás cargando tantos libros como puedas antes de que te colapsen los brazos. Corvus frunció el ceño. —No te lo he preguntado. Y no lo haré. Así que guárdate tu teatro. —Ah, perdón, señor perfecto —bufó Crowley con desdén, rodando los ojos—. Tú y una tienda de libros son como un poema sin metáfora: previsibles. Como si esta casa no tuviera ya bibliotecas suficientes. Corvus selló su carta con lentitud. No levantó la voz. No hizo falta. —¿Sabes que vas a cambiar esta mansión por un castillo donde vas a tener que estudiar en serio, respetar horarios, leer más de lo que hablas, y no vas a tener a mamá para rescatarte si te reprueban por exceso de dramatismo? —A como yo lo veo, Hogwarts es todo menos un lugar para estudiar. —¿Tú de verdad piensas que Hogwarts es un parque de diversiones? —¡Sí! —exclamó Crowley, como si Corvus acabara de decir una blasfemia—. Y si no lo es, yo me encargaré de que lo parezca. —No sé ni para qué me molesto en preguntarte algo, si soy franco. Pero volviendo a traicionar mis principios, tres últimas preguntas, nada más. Dime, Crowley, ¿cuál fue el libro último que terminaste sin dormitarte a la mitad? ¿O solo hojeaste las ilustraciones mientras admirabas tu reflejo en el vidrio? ¿Cómo le harás cuando en clases tengas que leer un libro que no tenga imágenes? Crowley chasqueó la lengua, casi divertido. —Oh, qué elegante forma de llamar estúpido a tu hermano ——dijo con su habitual tono burlón, girando la carta entre los dedos con un chasquido seco—. Me sorprende que tu cerebro tenga espacio para tanto ingenio... lástima que venga con un sentido del humor atrofiado. —Es mejor que tu desinterés sistemático por todo lo que implique orden, control o consecuencia. —Es que soy alérgico a eso, ya te lo dije. —Y lo creo firmemente —replicó Corvus sin un parpadeo—. Conociéndote, serías capaz de organizar un escándalo médico sobre tu ‘hipersensibilidad’ solo para salir en la portada de El Profeta. —¿Y tú qué harás en Hogwarts, eh? ¿Pasar desapercibido como un mueble en la esquina del Gran Comedor? ¿O escribir tus ensayos en tinta invisible para que ni tú los leas y puedas escribir como un enfermo enajenado una y otra vez en la misma hoja hasta que las rompas? ¡Dímelo de una vez, hermano! Se acercó un paso más, apuntando a la maldita ventana de la mansión, cuya ventana se veía tapizada de libros.  — ¡Para ver si tengo que decirle a alguien que tú ya no dormirás en ninguna sala común! Porque te creo capaz de usar la biblioteca de allá como dormitorio personal, igual que aquí, que ya secuestraste la del tercer piso. Corvus no reaccionó de inmediato. Parpadeó una vez, lento. Su espalda quedó recta, inmóvil, y sus ojos se volvieron más fríos, como si cada palabra hubiera sido registrada y almacenada sin dejar huella visible. Su respiración permaneció pareja. Cuando habló, su voz sonó tan calma que casi dolía. —Prefiero la invisibilidad al espectáculo ridículo de un niño desesperado por atención. Gritas tanto que es imposible ignorarte, pero no porque seas importante, solo porque haces demasiado ruido. Es imposible no mirarte, si estás berreando todo el maldito tiempo. —¡Vaya! Estás de humor poético hoy —dijo Crowley con una risa tensa. Sus ojos chispeaban con irritación y bajó la mirada unos segundos antes de alzarla de nuevo—. Tal vez deberías escribir tú la historia de Hogwarts de tu viaje por los siguientes años. Podrías titularla: “Cómo tener razón y aun así no importarle a nadie, por Corvus Prince.” Corvus no reaccionó de inmediato. Parpadeó una vez, lento. Sus ojos se volvieron más fríos, como si evaluara la herida exacta que elegiría abrir. —¿Un libro sobre mí? —se incorporó con esa calma que pesa más que un portazo. Su espalda quedó recta, sus hombros fijos—. No. Podría escribir un libro entero... pero si lo hiciera, lo llamaría “CROWLEY: El Príncipe que es un ERROR”. ¿Qué otro nombre resumiría tan bien el arte de fingir grandeza? La obsesión de ser visto por sentirte como un miserable. Serías el ejemplo perfecto de cómo la belleza y el talento malgastados terminan pudriéndose por dentro. Gritas tanto, necesitado de amor, que solo dan ganas de taparse los oídos. Lo único inolvidable de ti, es lo agotador que eres. Crowley no se rió esta vez. Parpadeó una vez. Luego otra. La carta se arrugó entre sus dedos, ya no como un gesto teatral, sino como un reflejo involuntario. Sus hombros descendieron apenas. Abrió la boca para responder, pero la voz no le salió de inmediato. —¿Sabes qué, Corvus…? No me importa. No me importa si lees más, si piensas más, si sabes más. No me importa si tú eres el hermano más inteligente, ni el más habilidoso. No me importa si eres tú quien tiene esa varita que es la herencia familiar. No me importa si tú eres el hijo PERFECTO que mamá y papá siempre quisieron, y yo no. No me importa si tu sombra aquí, en esta familia, es más larga que mi nombre. Porque allá, en Hogwarts, voy a ser yo el que brille. Tú puedes quedarte contando estrellas en silencio mientras nadie recuerda cómo te llamas. Pero yo... yo haré que cuando griten “Prince” en una habitación se refieran siempre a mí. Te juro que así será... Así que tú escóndete, no me importa... Yo seré imposible de ignorar. Sus dedos temblaban apenas alrededor de la carta arrugada. —El fuego de un cometa es brillante y dura poco... ¿Aspiras a eso? —dijo Corvus. No parpadeó al hablar. Sus ojos seguían clavados en Crowley, sin calor—. Por mí, quémate lo que quieras. Solo hazlo sin llorar tanto. Se quedaron mirándose, respirando con pesadez. Ninguno dio un paso atrás. Ninguno sonrió. Crowley chasqueó la lengua y giró sobre los talones. Se pasó la lengua por los dientes, como si mordiera la rabia para no escupirla. —Buscaré al señor Conway. Si no salimos de aquí hoy, lanzaré una maldición sobre esta maldita casa. Corvus lo observó alejarse. —Como si ya no estuviera maldita —murmuró para sí. Ambos sabían que se necesitaban. Pero también sabían pelear como enemigos. No había herida más certera que la de un gemelo que conocía tus grietas antes que tú mismo. Ni orgullo más terco que el de un Prince frente a otro Prince. La puerta de la mansión se abrió con un crujido leve. Un susurro. El aire del vestíbulo estaba quieto. No olía a polvo. Olía a ausencia. Crowley dio un paso. Luego otro. El mármol devolvía el golpe seco de sus zapatos como un metrónomo sin música. Todo era blanco o casi. Mas bien era una especie de blanco roto, como blanco cadáver. Un blanco de hospital antiguo. Un color sin calor. Las paredes tenían molduras finas, con lores talladas con la precisión de un castigo. Los candelabros estaban limpios. Demasiado limpios. Como si nadie los hubiera tocado jamás. Como si incluso el tiempo evitara posarse allí. El reloj del salón estaba detenido. Marcaba las cuatro con dieciséis. O tal vez solo lo hizo una vez, hace décadas, y así quedó. El péndulo era una joya atrapada en pausa. La habitación entera parecía contener la respiración. Pero eso no era extraño, tampoco era nuevo. No era un día diferente a cualquier otro del año. Ese lugar siempre era así: una casa que nunca había sido un hogar. Y ni siquiera hablamos de la residencia principal de los Prince, porque aquella, donde habitaban sus abuelos aun vivos, era si acaso, mucho peor. —Odio este maldito lugar… —dijo Crowley. No esperaba respuesta, pues ahí nadie respondía nunca. Corvus no lo miraba. Observaba la escalera principal, justo en esa curva de mármol que subía como un espiral detenido. La había subido muchas veces, pero casi nunca acompañado. Una ventana alta dejaba pasar la luz, filtrada por vitrales de verde pálido y azul niebla. El sol no entraba entero. Solo lo que quedaba de él después de atravesar el juicio del cristal. Los cuadros del pasillo mostraban paisajes sin personas. Ríos eternos. Montañas sin nombre. Un invernadero con rosas rojas que parecían gritar en silencio. Ningún retrato familiar. Ninguna sonrisa colgada. Un ruido sordo, metálico, surgió de algún lugar lejano. Como una bandeja cayendo. Luego… nada. El silencio volvió con más fuerza, como si el eco mismo se hubiera disculpado por existir. Pero Corvus lo escuchó, seguramente proveniente de algún escondido elfo doméstico. Crowley por otra parte no pareció detectar nada. Crowley avanzaba sin detenerse. Para él esta casa siempre había sido eso: una caja de mármol sin alma. Un museo de recuerdos que no le interesaban. Caminaba sin mirar a los lados, como si ya lo hubiera olvidado todo. Corvus, en cambio, sentía el aire como un cuchillo lento. Cada esquina era un eco. Cada sombra, un susurro viejo. Cada baldosa guardaba la memoria de un paso mal dado. Donde Crowley veía mármol, él sentía cicatrices. De pronto se detuvo. Como si un hilo invisible tirara de su pecho. Giró la cabeza apenas y solo eso bastó para arrepentirse. Reconoció la lámpara contra la pared del rincón. Su madre solía quedarse allí de pie, callada, mirando algo que solo ella entendía. Sintió el frío de la alfombra bajo sus pies. El eco llegó sin avisar: su padre agarrándole la nuca con una mano áspera, fuerte, empujándolo hacia abajo hasta casi clavarle las rodillas al suelo. Ninguna palabra. Ninguna emoción. Solo la presión brutal de sus dedos en su cuello y el mensaje seco en su voz: “Silencio.” Fue un recuerdo tan rápido como un parpadeo, pero dejó un zumbido detrás de los ojos. El tipo de zumbido que no se va, porque no viene de afuera. Viene de adentro. El recuerdo no llegó como una imagen. Fue una punzada seca. Como una aguja detrás de los ojos. La presión le dobló el gesto y le cerró los párpados con fuerza. El mundo se ladeó un segundo. La migraña le cayó encima sin permiso, como siempre. —Tch… —bufó entre dientes, llevándose la mano a la sien. El dolor le atravesaba el cráneo como un clavo ardiente. Crowley se detuvo un par de pasos adelante. Giró la cabeza apenas. Miró a su hermano Corvus encorvado, respirando corto, con la mano crispada en la frente. El menor alzó una ceja. —¿Otra vez recordando cosas que no quieres? —preguntó Crowley, sin piedad. Su voz sonó casi aburrida—. Mira qué tanto que me criticabas antes, pero ser tú debe ser un puto infierno… —chasqueó la lengua y siguió caminando, subiendo las escaleras con pisadas secas. Corvus no logró ni siquiera subir las escaleras. El dolor le cayó encima como una emboscada. Rápido. Brutal. Apenas dio un par de pasos antes de doblarse internamente. No hubo estrépito. No hubo dramatismo. Solo la elegancia silenciosa de alguien que se quiebra sin hacer ruido. Retrocedió tambaleante hasta el salón más cercano. Entró sin mirar nada. La luz era tenue, como si incluso el sol evitara ese lugar. Se dejó caer en un sillón tapizado de terciopelo azul. Se sostuvo la cabeza con ambas manos. El zumbido en su cráneo era un avispero, vibrándole detrás de los ojos. Los recuerdos llegaban como un enjambre sin control. Sin permiso. —Cállate… —murmuró, la voz rota. La migraña le atravesó el cráneo como un clavo al rojo vivo. Fue tan aguda que soltó un gemido seco y se encorvó sobre sí mismo. La cabeza le ardía. Sentía el pulso latirle en las sienes como golpes de mazo. Era como si algo con garras subiera por dentro de su cerebro, arañando y desgarrando en cada avance. Algo le raspaba el cráneo, desde el interior de su cabeza. Se agarró el cabello con fuerza, hundiendo los dedos en el cuero cabelludo como si buscara arrancárselo. Se golpeó la frente con la palma, desesperado. Quería romperse. Quería apagarse. Quería, de verdad, dejar de existir por un momento. Pero no podía. No podía. Estaba condenado. Condenado a no olvidar nada. Nunca. El problema no era recordar. El problema era que todos esos recuerdos llegaban de golpe, de manera violenta y sin anestesia, siendo todo ruido ensordecedor. Como una avalancha de ecos, fragmentos y sombras gritaran de la nada. No podía organizarlos. No podía detenerlos. Solo llegaban sin invitación y empezaban a ahogarle la cabeza. Así como venían, también se iban. Lentos, inconstantes. Pero siempre dejaban algo a su paso. Algo que se anidaba detrás de los ojos que le marchitaba la respiración, que lo dejaba exhausto y hueco. Como una sombra de sí mismo. Luchaba por dejar la mente en blanco, casi intentándolo con desesperación. Como quien intenta no respirar, pero, cada vez que lo haces, empiezas a arder, así que luchas por encontrar un agónico equilibrio. Trató de respirar. Lento. Firme. Miró a la nada. Buscó un punto fijo. Lo que fuera. ¡Lo que fuera! Si giraba un poco la cabeza, vería el sillón donde, a los cuatro años, escuchó a su madre reprimir un sollozo con los dientes apretados. Si bajaba la vista, vería la alfombra donde su abuelo lo humilló por llorar frente a visitas. Si miraba la chimenea, recordaría el sonido seco de una botella estrellándose contra el mármol: su padre, furioso, cuando la abuela reveló que una de sus hermanas había tenido un hijo con un muggle y lo ocultó durante años teniendo hasta el atrevimiento de casarse en secreto. Eran imágenes. Flashes. Cortes. Estallidos. Por eso se aferró al cuadro como a una tabla en un mar ácido. Lo encontró: un cuadro familiar, colgado en la pared opuesta. Grande. Dorado. Perfectamente centrado. Lo eligió no por importancia, sino porque era lo único que podía mirar sin detonarse, ya que tenía demasiado que recordar, sabiendo que eso podría distraerlo. Se levantó, tembloroso, poniéndose delante de aquel cuadro.  Conforme lo observaba, concentrándose en el cuadro y forzando su memoria en algo mucho más puntual y enfocado, el ruido visceral del entorno se fue calmando, pero no con paz. Era más como una especie de sordera interior. Como si el eco de la tormenta siguiera vibrando detrás del cráneo. El cuadro mostraba el árbol familiar de los Prince. Una línea interminable de rostros pálidos, mandíbulas tensas, miradas frías. Entre ellos, nombres tachados. Rostros borrados por fuego o magia. Cicatrices en el árbol. Se obligó a enfocarse en eso. Nombre que veía, nombre que recitaba. No porque le importara. Sino porque, si no lo hacía, si dejaba la mente abierta, dispersa, recibiendo todo de todos lados, se quebraría ahí mismo. No iba a permitirlo. El don maldito de la Dissomantia no ganaría. Así que fijó la vista en el tapiz mágico como si la vida se le fuera en ello. Porque, en parte, se le iba de manera literal. Cada vez que ocurría, un pedazo suyo se arrancaba con el eco. No se movió. Murmuró, sin pensar, con la voz hueca de una letanía, repasando aquella interminable y absurda genealogía. Concentrándose en cosas —asi fueran absurdas—, le abstraían, y eso bajaba el ruido. Y se aferraba por eso a estas como un infeliz desesperado. —Registrado desde 1437 en el códice de Branwaladr, con variaciones menores por rama materna, el linaje Prince… —susurró, los ojos clavados en la maraña de hilos mágicos que componían el árbol—. … familia reconocida por el manejo ancestral en magias mentales, tiene al menos ciento doce miembros fallecidos con registros oficiales completos, aunque compartan otros apellidos más antiguos, variantes, aunque si agarramos la rama no oficial, tiene vestigios aun más ancestrales en la antigua Escocia… Parpadeó una vez, forzándose a concentrarse. Pero su mirada se desvió de manera traicionera, apenas un segundo, hacia el marco de madera negra que enmarcaba el tapiz. Allí, en la esquina inferior izquierda, había un trozo ennegrecido en la madera. Un quemón irregular, cubierto por un hechizo restaurador que no borraba del todo la marca. Era como si alguien hubiera intentado prenderle fuego. Como si alguien hubiera querido borrar ese árbol para siempre y se lo hubieran impedido a tiempo… El eco llegó sin avisar. Vio a su bisabuelo, Alain Prince, de pie frente al tapiz, su varita apuntando a ese punto exacto, la mirada cargada de desprecio absoluto mientras sus labios murmuraban un hechizo de combustión. Y vio también la mano firme de la abuela Avelyn, deteniéndolo antes de terminarlo, con una voz tan fría que incluso el eco le heló la piel: “¡No destruirás lo que aún sostiene nuestro nombre, Alain!” El recuerdo lo atravesó como un relámpago y se fue. —… actualmente con veintiséis familiares vivos reconocidos oficialmente, catorce directos por línea paterna y materna, junto a otros siete por rama colateral… Por accidente, su vista cayó en la alfombra. Recordó a su tío Mercurius, caído ahí, borracho, vomitando sangre oscura sobre el tejido, la noche en que lo diagnosticaron con degeneración mágica irreversible. Corvus se estremeció, mirándose así mismo también en el futuro, sabiendo que era inevitable. El cerebro le dolía, todo su cuerpo le temblaba. La cabeza le ardía como hierro al rojo vivo. Sentía que iba a estallar. Encogió el cuerpo ante un dolor real. Sentía que, si seguía así, su cráneo se quebraría como vidrio mal templado. Por el rabillo del ojo, vio la cortina. Recordó a su hermano Crowley allí, temblando cuando sonaban los truenos. Desde que su padre lo encerró en el ático durante 3 días y 3 noches de tormenta eléctrica como castigo por haber avergonzado al abuelo frente a todos, sin comer ni beber. Crowley en ese momento solo tenía cinco años. Desde entonces, los truenos le aterraban; eran su mayor miedo. Se golpeó la cabeza con una mano, como queriendo arrancarse el pensamiento. Enfócate, se ordenó sí mismo. Tenía que enfocarse. Orden. Control. O se partiría en dos. —… dieciocho primos registrados en la rama sur, tres con paradero desconocido… ocho excluidos del árbol genealógico… —su voz era un hilo tembloroso. Al chocar su visión sin querer con la imagen del atizador de la chimenea cuando sus ojos temblaran involuntariamente, vio la figura de su padre, Sybillus Maeror Prince, rodeado de sus seis hermanos: Alaric Severan Prince, el mayor, con su mirada de halcón y su bastón de roble; Mercurius Vaelan Prince, pálido y con ojeras incluso en el retrato, internado de por vida desde los cuarenta por degeneración mágica en San Mungo; Demyan Aleksandrovick Prince, desaparecido hace más de veinte años, sin fecha de muerte oficial; Rowenna Salique Prince, de expresión severa y labios finos como líneas de tiza, viviendo al norte de Escocia; Auberon Caldus Prince, con los ojos vacíos y la mano derecha cubierta por un guante negro, también internado permanentemente en San Mungo por causas mentales irreversibles; y luego… ella… la silueta femenina borrada por magia oscura, donde antes estuvo el nombre de Eileen Aurelia Prince. Y todo fue porque con el atizador borró a golpes a la tía Eileen del cuadro, antes de agarrar la varita y quemarla definitivamente. Recordaba perfectamente ese día. La familia entera estuvo presente. Fue una semana después de su séptimo cumpleaños. —… algunos textos de la bóveda oeste indican otros seis miembros disueltos por decreto familiar, y al menos cuatro ilegítimos no registrados por nombre, pero sí por linaje mágico… dos con nombres borrados mediante en años relativamente recientes, por traicionar la tradición familiar… El dolor comenzó a ceder. No como consuelo, sino como abandono. Así como venía, se iba. Dejando huellas. De esas que se anidan en las vértebras, en los párpados, en la curva exhausta de la espalda. Corvus no parpadeaba. Su rostro estaba muerto. Sus ojos, rojos y febriles, miraban sin ver. Su respiración era corta, sostenida por pura disciplina. La avalancha de memorias sin control ya había pasado. Hasta que volviera a acumularse nieve… hasta entonces. Se dejó caer en el sillón detrás de él, exhausto. Crowley entró de golpe en la sala, ondeando un papel arrugado en sus dedos con expresión de victoria. —¡Hey! —gritó Crowley desde el pasillo, entrando casi trotando al salón—. El señor Conway ya tiene las instrucciones. Se detuvo frente a su hermano, con los ojos más brillantes que de costumbre. —Mañana temprano nos lleva al Callejón Diagon. ¡Mañana, Corvus! Alzó los brazos un segundo, como si celebrara algo que llevaba días conteniéndose. —Por fin… una buena noticia. Su voz tenía esa mezcla rara de cuando algo te emociona tanto que da miedo decirlo muy alto, por si el mundo te lo quita. Corvus no respondió. Crowley parpadeó, siguiéndole la mirada a su hermano. —¿Qué? ¿Ahora qué miras? Después se concentró en él. Crowley se cruzó de brazos y lo observó en silencio unos segundos. —¿Sabes por qué nunca me he esforzado en leer tu mente con mi legeremancia, hermano? —dijo con seca ironía—. Porque creo que si lo hiciera me volvería loco. Corvus no respondió. Ni siquiera lo miró. Seguía hundido en el sillón, con los ojos entreabiertos, respirando lento, como si apenas estuviera regresando a su cuerpo. Su rostro, aún pálido y tirante, parecía el de alguien que acababa de sobrevivir a una tormenta invisible. —¿Un té? ¿Un calmante? ¿Un veneno que te licúe el cerebro, a ver si con eso estás mejor? —Crowley volvió a hablar, incómodo, caminando en círculos cerca de la mesita de la sala—. Sé que tenemos diez años… pero el alcohol sirve, ¿sabes? Es lo único que siempre le ayuda a mamá, ¿no? Nada. Crowley se detuvo. Se rascó la nuca. Se balanceó sobre los talones, cruzó los brazos y los descruzó. —… ¿Y si te conviertes en cuervo? Corvus lo miró de reojo, apenas. Como si el gesto le costara. —Por ejemplo —siguió Crowley, bajando el tono—, cuando yo me transformo en zorro… todo cambia. El pensamiento es… más simple. No hay listas, ni horarios, ni responsabilidades disparándose como maldiciones. Solo instinto. Movimiento. Olores. El mundo se vuelve más claro. Más primitivo. Más… vivo. No sé cómo explicarlo. Solo se siente… libre. Como si la cabeza se aligerara. Hizo una pausa. —Tú, por otra parte, puedes transformarte en cuervo. Capaz es lo mismo. Aunque los cuervos son inteligentes… igual tendrás menos masa gris, ¿no? Capaz esos dolores tuyos se simplifican un poco. Crowley se pasó una mano por el rostro y resopló por la nariz antes de soltar una risa amarga. —Joder… —alzó la vista al techo, como si aún pudiera ver la silueta del tutor en su mente—. Ese viejo bastardo casi nos mata con tal de entrenarnos y obligarnos hacernos animagos, porque él tuvo el capricho de hacerlo. Nos quebró los huesos, el orgullo, la paciencia… y aun así lo hicimos. Pero funcionó, maldita sea. Al menos ahora me alegra el resultado final, no el proceso. Se inclinó hacia Corvus, con la mirada afilada. —Y tú más que nadie deberías aprovecharlo. Capaz te estés muriendo menos si lo haces más seguido… ¿Lo has intentado? —Lo intentaré a la siguiente… —murmuró Corvus, con la voz aún ronca. —Eso, hermano mayor~ —dijo Crowley, satisfecho, tocándose la sien con un dedo—. ¿Ves? Pensamiento creativo~ A que nunca se te ocurrió mi deducción, ¿eh? Pero Corvus no lo escuchaba ya. Tenía los ojos clavados otra vez en el cuadro familiar. Recorría con la mirada los rostros congelados en óleo: su padre, su madre, sus tíos. Hombres y mujeres con miradas frías, peinados perfectos, todos vestidos de gala. Y luego… las siluetas quemadas. Aquellos nombres borrados por fuego mágico. A la izquierda de su padre, una silueta femenina desaparecida. El recuerdo llegó como un hilo enredado en la garganta. —… Eileen Prince —murmuró. Crowley parpadeó. —¿Qué? —Teníamos una tía llamada Eileen Prince —repitió Corvus, levantando lentamente el brazo y señalando la silueta borrada al lado izquierdo de su padre—. Hermana menor de nuestro padre. Nacida en 1930. Se alejó de la familia con mentiras, viviendo en realidad una doble vida clandestina. Jamás avisó a nadie. Iba a reuniones familiares presentando excusas, trabajos falsos que la hacían vivir lejos, diciendo que seguía soltera. Pero se había casado en secreto con un muggle, con quien llevaba siete años viviendo. Fue descubierta por el tío Alaric, que comenzó a investigarla por sus desapariciones, cosas raras y mentiras. Descubrió que había tenido un hijo accidental años atrás, lo que la obligó a formalizar el matrimonio con ese muggle. Hizo una pausa. Su voz seguía ronca, casi ausente. —Recuerdo el día que nuestro padre se enteró. La abuela envió una carta vociferadora. Nos citó a todos en el salón. Papá rompió una botella de Galwarth 1821, carísima, antigua, irreemplazable, estrellándola en la chimenea. Teníamos seis años cuando eso ocurrió. Nadie volvió a mencionar su nombre desde entonces. Crowley abrió la boca. Y no dijo nada. —Nuestro padre, Sybillus Maeror Prince, tenía otros seis hermanos. Solo tres siguen vivos. Dos están internados permanentemente en San Mungo por enfermedades mágicas degenerativas. Una vive en Escocia. Uno desapareció hace más de veinte años y fue declarado muerto en ausencia. Y una hermana menor… borrada. Silenciada del árbol familiar, como si nunca hubiese existido. Pero no hay registro oficial de su muerte. Solo la silueta quemada donde antes estuvo su nombre. Eileen Prince no ha muerto, solo fue eliminada e ignorada del registro. Crowley pestañeó. Lentamente. —… ¿Qué? Pero Corvus no respondió. Sus ojos seguían fijos en la figura que ya no estaba allí. Se incorporó sin mirarlo. Su cuerpo se movió con rigidez, como si obedeciera tarde a una orden demasiado fuerte. Caminó unos pasos, murmurando apenas audible, con la voz de alguien que lleva horas hablando solo en su mente y solo ahora decide verbalizarlo. —El hijo de Eileen Prince… tendría nuestra edad… —susurró—. Si, y solo si, tuviera carga mágica, iría a Hogwarts. Otras posibles variantes es que sea un squib. Otra es que esté muerto. Aún si hubiese sido dado en adopción y se criara con otros, le llegaría la carta de Hogwarts a ser un descendiente de un Prince, familia registrada para asistir al colegio… Si no fuera un squib. Si tuviera carga mágica. Si… existiera… —estaba hablando solo, sin mirar a nadie—. entonces estaría en Hogwarts… ¿Este momento? No… Sino próximo a ir a primer año. Fechas… Sus pasos lo llevaron hasta la cómoda de la sala, al costado. Abrió un cajón con una violencia repentina. Papeles. Tinta seca. Trozos de cartas. Sus manos temblaban. Su respiración era rápida, cortada. Sacó un pergamino, una pluma y un botecillo de tinta, empezando a rayar compulsivamente la hoja haciendo trazos, anotando fechas, nombres, descargando todo lo de su cabeza en aquel papel, desfogando la información de su cerebro. Enfocándose en algo nuevo, de manera obsesiva, para evitar caer en la locura. —Eileen Prince fue excomulgada —continuó, con voz hueca, como recitando—. Fue el 6 de noviembre de 1967. Lunes. Había llovido toda la madrugada, pero esa tarde estaba nublado, sin viento. Eran las 17:42 cuando la abuela llegó con la carta vociferadora. Mamá llevaba un vestido azul oscuro con bordados negros en los puños. Papá aún tenía puesto su abrigo de lana gris. El tío Alaric estaba sentado en la silla más alta, con la pierna izquierda temblándole. El tío Mercurius no parpadeó en toda la reunión. El tío Christopher no asistió. La tía Rowenna miraba la ventana, como siempre. El tío Auberon tenía la mirada clavada en el suelo y un tic en el párpado derecho. Nosotros… teníamos siete años y llevábamos aún el uniforme de los entrenamientos intensivos porque veníamos de entrenar con nuestro tutor personal, el señor Conway, y teníamos los cuellos mal acomodados porque Conway nos obligó a practicar el hechizo Expelliarmus, algo que casi te saca el ojo… Lo tenías un poco hinchado cuando la varita te rebotó al pronunciar mal el hechizo… Yo tenía la mano entumido, tardé horas en que me saliera el encantamiento de manera estable y decente con aquella maldita varita astillada que nos dieron… Hizo una pausa. Sus ojos parecían de vidrio. —Fue una semana después de nuestro cumpleaños. Fue cuando papá rompió la botella de Galwarth 1821 contra la chimenea. El cristal se astilló en tres fragmentos grandes y dieciséis pequeños. Nadie recogió los vidrios hasta la noche. Eileen Prince… Ocultó a su esposo. Ocultó a su hijo. Lo hizo durante seis años. Mentiras. Reuniones familiares. Ausencias justificadas. Nadie lo supo… hasta que lo supieron… Sacó su carta arrugada de Hogwarts de su túnica. La estiró sobre el escritorio con manos rígidas. —Esta carta… esta puta carta… —murmuró, con los ojos febriles—. Lo dice. No directamente. Pero hay lagunas. Fechas cruzadas. Palabras omitidas. Nombres que no cierran. No lo dice… pero lo dice todo… —Corvus… —empezó Crowley, alzando una ceja—. ¿Estás bien…? Corvus parpadeó una vez. Como si el acto de volver a enfocar el mundo exterior le doliera. —La simetría —siguió, sin escucharlo—. Nacimientos coincidentes. Ramas colapsadas. El vacío en el árbol familiar… encaja. Es perfecto. Demasiado perfecto. Tiene sentido lo que digo… Crowley retrocedió un paso, incómodo. —Es espeluznante cuando te pones así… En serio, Corvus… cálmate… Pero Corvus no se detuvo. Su voz iba más rápido, como si quisiera que las palabras alcanzaran la velocidad de sus pensamientos. Como si hablara para no estallar. —Un primo. Tenemos un primo. Un hijo ilegítimo, pero legítimo por sangre. Un Prince fuera del árbol. Invisible. Oculto. Que potencialmente podría ir con nosotros a Hogwarts. A menos que esté muerto… o sea un squib. Pero es una posibilidad real… Crowley cruzó los brazos. Lo miró con expresión perturbada. —¡¿Y a mí qué me importa si estoy relacionado con un sangresucia?! Alzó la voz, con rabia y confusión mezcladas—. ¡¿Qué se supone que me cambie eso?! ¡¿A mí qué me importa?! ¡Un familiar más, como si no nos ahogaran ya! ¡Hay decenas de Prince por todos lados! ¡Y todos han pasado por Hogwarts, joder! ¡Como si no conocieran ya nuestro apellido por ahí! —Pero este… es misterioso… —dijo Corvus, sin cambiar el tono. —¡Misterioso una mierda! ¡Es un sangresucia! ¡Uno más del montón! ¡Uno que hace ni cinco minutos no existía para ti ni para mí! ¡Es un don nadie que no importa, así que deja de obsesionarte con la primera cosa en turno que veas, joder! ¡Odio cuando haces eso! ¡Me das miedo! —Pero deduje… a un pariente desconocido… —respondió Corvus, exánime. Se giró hacia el árbol familiar—. Hay muchos parientes que no conocemos, sí. Pero este da la casualidad que estaría en Hogwarts en nuestro mismo año. Potencialmente, al mismo tiempo… ¿Cuántos parientes nos podríamos topar con esas características exactas? Sin más datos sería difícil adivinar… Pero también hay posibilidades… Si lo miramos desde un punto estadístico… Bajó la voz. Empezó a decir muchas cosas más, pero Crowley ya no las escuchaba; hablaba tan bajo que era como un murmullo enterrado. Crowley se le acercó, inclinándose hacia él, con un leve temblor en la respiración. Había miedo en sus ojos, aunque no lo aceptara. —…Pero este en puntual… suponiendo que no esté muerto o sea un squib… o delegue Hogwarts… sería de primero… —¡Ya repetiste eso! —explotó Crowley, con la voz quebrada de frustración y asco—. ¡Otra vez lo mismo de siempre! ¡Repites cosas como si eso fuera a hacerlas reales! Corvus apenas lo escuchaba. Su coherencia estaba rota. La boca se le había secado. Ni siquiera notó que sangraba de la comisura donde se había mordido de ansiedad cuando el dolor lo retorció en el sillón. —…Barajeo posibilidades… es bueno tenerlas… —murmuró, con la voz desgarrada de cansancio—. Es bueno ver todos los ángulos en la ecuación… Solo… solo deduzco cosas… Crowley se pasó una mano por el rostro, con un gesto de desesperación muda. Sus hombros bajaron. La rabia le quemaba la garganta. —Como todo lo tuyo… involuntario, obsesivo y agotador… —escupió en un susurro áspero. Se giró, caminando hacia la puerta con pasos pesados, mascullando improperios—. En serio… voy a traerte un maldito vaso de vino… ¡No! ¡Haré que te tragues una botella entera! Iré a la bodega de mamá a buscarte algo antes de que te explotes la cabeza tú solo, joder… Salió del cuarto, dejando la puerta abierta a sus espaldas. Corvus se quedó solo. Respiraba entrecortado. El cráneo aún vibraba con ecos sordos. Los dedos le temblaban, crispados, mientras las ideas giraban como un remolino imposible de detener. No le importaba la respuesta. Le importaba el proceso de buscarla. Porque mientras su mente se aferrara a una pregunta —no importaba cuál—, podía mantenerse enfocado. Distraído. En orden. Si formular una pregunta sin respuesta significaba mantener la Dissonantia callada… que así fuera. Haría lo que fuera necesario para seguir manteniéndola en paz. Lo que fuera. _______________________  NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales. MuninnMasbath [ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | TikTok | Instagram | Reddit | DeviantArt ]
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