Miércoles 1 de septiembre - 1971
El cielo de Londres no sabía si llover o arder. Las nubes flotaban como tapices grises, suspendidas entre el tiempo y la renuncia, mientras la estación de King's Cross vibraba con el eco de maletas, ruedas, silbatos, pasos, voces, despedidas. Familias enteras abrían paso entre el tumulto con carros repletos de jaulas, abrigos y cofres mágicos. Los andenes nueve y diez bullían de movimiento y, sin embargo, justo entre ellos, ocurría algo que ningún muggle veía: una hilera constante de figuras cruzando una pared de ladrillo como si fuera vapor. Era magia. Magia a plena vista. Pero protegida por siglos de discreción. Sin embargo, a los ojos de Severus Snape, era una emboscada. Ruido por todas partes. Olores, colores, pasos. Voces que no reconocía. Caras que jamás había visto. Demasiada vida, toda al mismo tiempo. Y él, en el centro, intentando respirar. Tenía un gesto: se rascaba el borde de las uñas con el pulgar. Pequeño, casi invisible. Pero constante. Lo hacía desde niño, como si pudiera limarse la ansiedad hasta volverla manejable. Como si las manos pudieran hacer lo que el pecho no sabía. Caminaba junto a su madre, erguido como si llevara una armadura que nadie más podía ver. Eileen Prince no le sostenía la mano. Pero su presencia era un muro que lo sostenía lo suficiente. Aquella mujer de expresión severa y silueta afilada avanzaba con esa mirada que lo analizaba todo sin preguntar nada. Era una mujer hecha de ausencias. Hecha de silencios que alguna vez fueron gritos. Su elegancia no era cálida, pero sí firme. Una dignidad desgastada, pero aún intacta. Y en ese momento, lo que más escaneaba aquella mujer en el mundo era a su propio hijo. Lo observaba de reojo. Leía sus gestos como quien descifra runas rotas. Lo veía ansioso, casi al límite, en una emoción bastante ambigua. Sabía mejor que nadie lo emocionado que había estado Severus durante años para ir y escapar a Hogwarts. Pero ahora que ya era finalmente el día, él estaba… Diferente, abrumado mientras miraba un mundo tan diferente al que conocía, como si no supiera adaptarse del todo. Eileen fingía no notarlo, pero claro que lo notaba. No necesitaba que su hijo se lo dijera para saberlo. Severus estaba alerta, buscando inconscientemente señales. Después de todo, era un niño observador que creció de tal manera que aprendió a no hacer ruido y ser siempre invisible, por mera convicción y pulso. Entrecerró sus ojos. A veces, le dolía que él se pareciera tanto en ella y heredara sus modos. La mujer se detuvo cerca del muro de ladrillo entre los andenes, donde yacía el cartel de PLATAFORMA 9 ¾, aunque no se pararon justo frente a este, donde el tránsito era agobiante, sino unos pasos atrás, en una especie de refugio momentáneo. El sitio exacto donde la multitud no podía empujarlos, ni los ojos ajenos podían ver demasiado. Observó en silencio. Sangres puras que atravesaban el muro como si no existiera. Niños que caminaban solos, seguros, casi arrogantes. Algunos parecían haber nacido para ese caos, como si el mundo entero les debiera el espacio. Severus miraba todo aquello de forma recelosa, como si el mundo entero estuviera a punto de exigirle algo que aún no sabía nombrar. A su lado, Eileen Snape mantenía la vista al frente, sin permitirle al caos el lujo de rozarla. Parecía de hierro. Pero era un hierro que ya había aprendido a doblarse por dentro sin quebrarse. Internamente, suspiró. —¿Tienes todo? —preguntó sin mirarlo. —Sí, mamá —respondió él, con la mandíbula apretada. Acomodó la maleta contra la pierna como si intentara anclar algo dentro de sí. —¿Tienes miedo? Él vaciló. Iba a decir que no, pero no hacía falta. Eileen le conocía ese silencio. Era el mismo que usaba para resistir cuando todo se rompía en casa y nadie preguntaba nada. Se quedaron ahí, esperando. Ella entrecerró los ojos al reconocer, entre la multitud, a un par de rostros demasiado familiares de sus años en Hogwarts. Viejos emblemas en las maletas. Miradas evaluadoras. Padres que fueron compañeros y ahora llevaban a sus hijos como trofeos. No se dejó afectar. Al menos no visiblemente. Hasta que su hijo, sin levantar del todo la voz, la sacó de su eje. —¿Estarás bien? Eileen parpadeó, lento. La pregunta tenía grietas viejas. Porque no era sobre Hogwarts, sino sobre lo que pasaría cuando ya no estuviera para cubrirla del hombre al que ambos evitaban nombrar. —Lo estaré si tú lo estás —dijo ella. Pero Severus no se conformó con la frase. Su rabia y su miedo compartían la misma raíz. Aunque intentara parecer listo para irse, algo en su interior temblaba más de lo que quería mostrar. —Vas a quedarte con él —murmuró Severus—. Sola. Y luego, de nuevo, apenas un hilo: —¿Estarás bien? Eileen se agachó. No como una madre que busca consolar. Sino como una figura endurecida que, solo por un instante, decide mirar de frente aquello que aún respeta. Le sostuvo la mirada. —Estoy viva, ¿no? —respondió sin dramatismo—. Y tú también. Y entonces le apretó apenas los dedos de sus dedos. —Además, Severus, quiero que tengas presente otra cosa… Ella iba a decirle algo más, pero algo interrumpió el hilo de sus palabras. Fue un gesto involuntario. Un reflejo. Sus ojos captaron algo proveniente de la multitud… y levantó la mirada. Entre las familias que cruzaban hacia el andén mágico, apareció un trío que le heló la sangre. Dos gemelos de cabello negro, sin color aún en sus corbatas. Niños que, como Severus, empezarían su primer año. Uno caminaba como si flotara, con una gracia afilada que no parecía humana. El segundo gemelo caminaba como si el suelo lo arrastrara. Como si cargara un peso que nadie más veía. Entre ellos, un hombre alto. Traje oscuro, corbata negra, corte muggle. Sin capa, sin bastón, sin escudo de linaje. Vigilaba a los dos con una postura impenetrable. Eileen los reconoció. Y no como se reconoce a un enemigo. Sino como se reconoce una deuda. No se estremeció. Pero su cuerpo se tensó. Como una cuerda afinada al límite. Frunció los labios. Entrecerró los ojos. Solo un segundo. Pero Severus lo sintió. Giró instintivamente, buscando lo que acababa de atravesarla. Entonces ella lo sostuvo. Le agarró el rostro con ambas manos: ásperas, directas, sin temblores. —Mírame —ordenó. Con una fuerza suave pero innegociable, le obligó a fijar los ojos en los suyos. No podía permitir que él los viera. No todavía. Y mucho menos… que viera en ellos todo lo que ella ya no era. Solo un instante. Eso fue todo lo que necesitó para volver a controlar el mundo. Y cuando Severus volvió a mirarla, ella ya no temblaba. Ya era otra vez su madre. Fría. Firme. Intacta. O al menos, eso dejaba ver. Porque cruzar ese muro no era solo entrar a Hogwarts. Era empezar a existir en un mundo donde cada apellido pesa. Donde cada gesto se archiva. Donde cada error deja cicatriz. Y lo más irónico —lo más cruel— era quiénes lo esperaban del otro lado. No pensó que su pasado tendría rostro ese día. Pero ahí estaban. Los hijos de su hermano. Frunció apenas los labios. Un gesto seco. Cortante. Como quien recibe una carta del destino… y no se permite romperla. Cuando habló, no lo hizo con dulzura. Lo hizo con realidad. —Sé lo que estás pensando. Y sé lo que cargas. Y sí: será difícil. Para ti más que para otros. Pero no porque seas menos… sino porque allá dentro, cada paso se cobra. Cada apellido tiene un precio. Cada error deja cicatriz. Severus no dijo nada. Y aunque quiso bajar la mirada, ella no se lo permitió. Eileen lo sostuvo el rostro con ambas manos —ásperas, sin temblores, sin adorno— y le levantó el mentón con el pulgar, como marcándole un conjuro protector. —En Hogwarts no basta con ser inteligente. Ni con ser hábil. Hay nombres que ya ganaron antes de llegar, y otros, como el tuyo, que tienen que pelear por cada mirada. Te van a juzgar antes de oírte. Te van a subestimar. A despreciar. A retar. Y más de una vez, vas a querer quedarte callado. Vas a pensar que, si haces menos ruido, dolerá menos. Se inclinó apenas hacia él, con los ojos fijos. —No caigas en eso. Nadie va a darte tu lugar. Vas a tener que tomarlo. Severus tragó saliva, pero apenas. —¿Y si no me dejan? —susurró. —Entonces los obligas a mirar. No estás aquí para encajar, Severus. Estás aquí para aprender. Para resistir. Para demostrar de qué estás hecho. Su voz era piedra. No por dureza, sino por peso. —Si alguna vez dudas… si alguna vez sientes que no perteneces… recuerda: lo importante no es que te abran la puerta. Es que se den cuenta de que no pueden cerrártela. Él asintió, sin palabras. Pero en su mirada empezaba a formarse algo más espeso. Y entonces, con un tono más bajo —más íntimo, más derrotado—, murmuró: —Snape es un nombre de muggle… Hizo una mueca. —Todo mundo se dará cuenta de dónde soy. Todos preguntarán. Todos me juzgarán por eso. No quiero ser menos. No lo dijo con rabia. Ni con vergüenza. Lo dijo como quien carga algo que no eligió, que aprendió a soportar, pero que nunca sintió como suyo. Eileen no respondió de inmediato. Solo lo miró. Largo. Hondo. Con la precisión de quien ya ha oído esa frase antes, aunque no con esas palabras. Y cuando por fin habló, fue sin vacilar: —Tienes que usarlo. —No quiero. —Severus… —¡No me gusta! —Debes hacerlo, te guste o no. No había juicio en su voz. Solo un borde seco. Un límite que no pedía opinión. —No porque lo ames. Sino porque es tuyo. Y tú no necesitas otro nombre para valer. Pero en su boca, la frase dejó un regusto de hierro. Hubo un silencio denso. Un eco que ardía detrás de todo eso. Y que Severus no sabía nombrar, pero sí sentir. —Tú no eras una Snape… —susurró Severus, bajito—. Tú tenías un apellido que era mucho más bonito que el mío… —Severus —lo detuvo ella, seca. —… “Prince” suena más bonito que “Snape” —insistió, con la voz hundida, como quien se traga una espina. Para él, “Prince” era solo una palabra más elegante. Más firme. Más digna. No tenía historia, ni contexto. Solo un sonido que parecía venir de otro mundo. Nunca preguntó demasiado. Y Eileen nunca explicó. Jamás le habló de la casa donde creció. Ni de los retratos arrancados. Ni del linaje frío que la había borrado con ceremonia y saña. Tampoco le habló de los otros. De los tíos. De los muchos primos. Y, por supuesto, jamás mencionó a los gemelos. Él no sabía que, en ese mismo castillo al que iría ahora, habría sangre de su sangre. Caminando por los mismos pasillos. Aprendiendo en las mismas aulas. Tal vez incluso mirándolo sin reconocerlo. O peor: reconociéndolo demasiado. Nunca se lo dijo. Decía que era por protección. Por estructura. Porque había nombres que pesaban más de lo que un niño podía sostener. Porque los secretos —a veces— duelen menos que las verdades. Eso se repetía. Pero la verdad —si se obligaba a enfrentarla— era otra. Callar no fue solo por él. Fue también por ella. Porque contarle significaba desenterrar lo que había enterrado viva. Porque aún hoy, con rabia, escaneaba los boletines del Ministerio buscando apellidos familiares, siendo patética. Porque no soportaría que él fuera consiente de todo lo bajo que había caído. Porque avergonzaba. Porque todavía había una parte de ella que quería creer que lo hizo por dignidad… y no por miedo. Pero ahora —con el rostro de esos gemelos cruzando su campo visual como espectros familiares—, algo se le endureció por dentro. No eran iguales a ella, pero tenían los ojos de su madre. Y las cejas de su hermano. Un espejo que no pediste. Un linaje que no desaparece, aunque lo niegues. La sensación incómoda de todo lo que se arrancó con violencia volvió a rozarle la piel. Miró a su hijo. Tal vez… tal vez hizo mal en no decirle más. Pero dolía. Y por eso —aunque él nunca lo supo— ese nombre cargaba más historia de la que jamás habría imaginado. Una historia que Eileen, por necesidad o por cobardía, decidió no contar. Para Severus, “Prince” era solo una palabra bonita. Un escudo que no tuvo. Un refugio que nunca se le abrió. No era orgullo. Era hambre. Hambre de otra historia. De no sentirse menos desde el primer paso. De tener algo que le permitiera imaginar que, al menos allí, podría no ser mirado con desprecio. Y Eileen lo entendió en el acto. Por un instante, bajó la mirada. No como quien se rinde. Sino como quien vuelve a cargar un cadáver que ya había enterrado, pero cuyo nombre aún pesa como una lápida. —Ese no es tu apellido —dijo, apenas audible—. Era el mío. Y lo perdí hace mucho. No lo dijo con nostalgia. Ni con orgullo. Lo dijo como quien traga piedras. Y no se quebró en la voz. Ni en los ojos. Pero sí se quebró en su quietud. Sus manos, todavía sobre el rostro de Severus, se tensaron apenas. No para retenerlo, sino para afirmarse a sí misma. Como si el tacto del niño fuese lo único que aún la anclaba al presente, y no a todo lo que ese apellido le arrebató. Severus la miraba, sin entender del todo. No podía. Para él, “Prince” no era una herencia: era una promesa. Un lugar donde quizá, solo quizá, no lo hubieran hecho sentir menos. Un nombre que, en sus fantasías silenciosas, podía protegerlo. El mismo que aparecía en los libros viejos que encontró en el baúl de debajo de la escalera. Los libros que estudió como oraciones. Los libros de ella de cuando estudiara en Hogwarts y que, a partir de ahora heredaba directamente a su hijo Severus para que los usara en clases. Libros que aun tenían su nombre de aquel entonces: Eileen Prince. Y en su mente, con la lógica de los niños heridos, construyó un mito. Si “Snape” lo amarraba al mundo —muggle— que lo golpeaba… Entonces “Prince” era el camino al mundo —mágico— para escapar de ese lugar. Saber que ese era su apellido de soltera fue un accidente, ya que ella no lo mencionó jamás. Por eso, Eileen jamás alimentó a Severus sobre ese apellido… Pero tampoco lo corrigió, mientras leía y leía durante años aquellos libros de la magia, haciendo una asociación que solamente un niño haría. Y en ese silencio, Severus levantó un altar. Pero Eileen conocía la verdad. Los apellidos no abrazan. Los linajes no salvan. Algunos nombres ilustres solo sirven para señalarte antes de cortarte la lengua. Y ahora, que entendía que cursaría con ellos… Que tal vez cruzaría miradas con los gemelos… Que quizás uno reconociera su cara... Quizás ese intento torpe de protegerlo —o de protegerse de él— no fue amor, sino miedo disfrazado. Porque al callar —por vergüenza o por cobardía—, en vez de prepararlo para los fantasmas del linaje, ¿no lo dejó desarmado frente a ellos? ¿No lo vendió con su silencio? ¿No decidió mal…? —¿Mamá…? —preguntó Severus, al sentir temblar los dedos que lo sostenían. Temblaba. Solo por un segundo. Antes de recomponerse. De suspirar. De alzar la mirada con esa frialdad de las que ya perdieron demasiado. —No dejes que ese apellido que no tenemos te afecte. No lo permitas jamás —dijo al fin, más baja, más firme—. Nunca. Tú eres tú. Y serás mejor. Mejor que todos ellos. Mejor que ninguno. Serás el mejor, siendo tú mismo. Y nadie más. Luego se inclinó un poco más. Lo justo para que su voz le llegara solo a él. —No se trata del nombre que llevas. Ni del que no te dieron. Se trata de cómo caminas con él. De lo que haces con tu rabia. Con tu magia. Con tu silencio. Severus tragó saliva. Y entonces, desde un lugar que él mismo no sabía que tenía, dejó caer una frase cruda, sin barniz, sin estrategia: —Quiero ser como tú. No lo dijo con ternura. Lo dijo con hambre. Con una súplica mal disfrazada. Y por un instante, Eileen parpadeó. Como si algo se le hubiera roto muy, muy adentro. No dijo yo también. No dijo gracias. No dijo estoy orgullosa. Solo respiró hondo. Lo suficiente para no quebrarse. Y con un gesto mínimo —milimétrico, exacto— Eileen le alisó el cabello de la frente. Como si borrara de él un conjuro que aún no debía cargar. —No tienes que ser como yo, Severus. Él guardó silencio un segundo más, pero su voz volvió, tensa. Insistente. —Y también quiero ir a Slytherin. Eileen lo miró de lado. No con sorpresa. Ni con alarma. Solo con esa fijeza suya que no necesitaba palabras para pesar el mundo. —¿Por qué querrías eso? —Porque tú fuiste Slytherin —respondió, sin dudar. Lo había pensado muchas veces. Lo había soñado, incluso. Ser como ella. Caminar como ella. Ganarse el respeto sin pedirlo, sin rogarlo, sin rebajarse. Pero Eileen negó despacio con la cabeza. —No repitas mis pasos, Severus. Ni los míos, ni los de nadie. No conviertas un apellido, una casa o una historia en destino. Severus frunció el ceño. —Yo ya lo decidí. Y entonces ella dio un paso más. —¿Sabes qué es lo más peligroso en Slytherin? —¿Qué? —Creer que el poder viene con la cuna. Con el nombre. Con la imagen. Con esa ilusión de dominio que se desmorona en cuanto estás solo. Su voz no se endureció por rabia, sino por advertencia. Por experiencia. —Slytherin es una casa poderosa, sí. Pero también es una trampa. Si no sabes quién eres, acabarás siendo lo que esperan de ti. O peor: lo que temen. Bajó la voz, como si se hablara también a sí misma: —Ningún apellido vale lo suficiente si para llevarlo tienes que dejar que te doblen. Pero Severus no bajó la mirada. No esta vez. —Entonces me aseguraré de no ser el que se dobla —dijo. Y su voz ya no era la de un niño. Era la de alguien que se había endurecido para no romperse. Que no pensaba pedir permiso. Ni cargar vergüenzas que no le tocaban. Eileen lo miró largo. Como si no supiera si sentirse orgullosa… o asustada. —Eso te hará fuerte —admitió al fin—. Pero también te hará peligroso. Se inclinó, con la frente casi tocando la de él. —Nadie tiene que verte para saber que eres valiente, Severus. A veces, el mayor coraje… es seguir de pie incluso cuando estás solo. Y justo cuando Severus bajó la mirada para evitar temblar —asintiendo con gravedad las palabras de su madre—, algo rojo apareció por el rabillo del ojo. Era Lily Evans. Corría hacia él a lo largo del andén, alzando la mano, tratando de llamar su atención desde lejos. Habían estado cerca del muro mágico del andén 9¾ todo el tiempo. Era por la familia Evans que no se habían movido todavía. Y ahora, finalmente, los alcanzaban. Su cabello parecía una bengala encendida en medio del gris. Venía con su familia, la bufanda ondeando como una promesa mal tejida, los ojos grandes y brillantes. Ella también estaba nerviosa. Pero lo disimulaba con paso decidido. Como buena leona en formación. Lo que Severus no sabía —lo que no podía ver desde donde estaba—, era que para la familia Evans, el simple hecho de haber llegado esa mañana a la estación King’s Cross, aquel 1 de septiembre de 1971, había sido ya una especie de revelación. Una locura. Una fractura leve pero definitiva en su visión del mundo. John Evans se había detenido en seco. No abrió mucho los ojos… pero lo suficiente como para delatar su desconcierto. A su alrededor, decenas de personas se movían con naturalidad entre carritos repletos de jaulas, capas, sombreros puntiagudos… y gatos trepados con calma sobre las maletas. —¿Esto siempre estuvo aquí…? —murmuró, más para sí que para los demás. —No —susurró Rose, con los labios apenas separados. Su voz era tenue, como si no quisiera molestar la escena. John frunció el ceño, intentando recordar la estación de sus años universitarios para asistir a sus clases en la carrera de ingeniería, cuando cruzaba Londres en su juventud. Y estaba seguro de que se habría acordado de haber visto alguna vez a una anciana con una lechuza en la cabeza y un sombrero que parecía una tetera doblada. O un niño pequeño que empujaba una maleta de madera con un sapo dormido encima. —… ¿Estás segura? —volvió a murmurar, más preocupado que incrédulo. Dudando de su juicio, de su memoria… o quizá de su propia sanidad. —¡Que sí, John! ¡Estoy segura! —le respondió Rose, sin mirarlo—. ¡Yo nací y crecí en Londres! ¡Y nunca vi esto en las mil veces que vine a King’s Cross! Y, sin embargo, ahí estaban. Frente a ellos. En una dimensión paralela que parecía haber despertado justo ese día. Petunia no miraba con fascinación. Miraba con filo, como si esa niña de 13 años fuese más una estaca que una persona. Una presencia tiesa, silenciosa y molesta. Tenía los brazos cruzados, el ceño fruncido y el rostro contraído en una expresión que no se decidía entre el rechazo o la vergüenza. Pero no decía nada. Se mantenía a un lado de su madre como si eso fuera suficiente para marcar una frontera. —¡Allá está Sev! —exclamó Lily de pronto, y salió corriendo, alejándose de ellos sin mirar atrás. —¡Lily, espera! —alzó la voz Rose, justo cuando su hija se adelantaba entre la multitud, esquivando carritos, gatos, lechuzas y sombreros con una sonrisa mezcla de osadía y ansiedad—. No te separes, Tunia, por favor —añadió, girando la cabeza con rapidez para asegurarse de que ninguna de sus hijas se perdiera. —Como digas… —murmuró de forma seca Petunia, mirando con desagrado a todo mundo. —Oh… Ahí está ese muchachito extraño, el amigo de ella… y la señora… er--… —Señora Snape —indicó Rose, sin alterar el paso. —¡Sí, eso! —exclamó John, reconociendo por fin las dos siluetas vestidas de negro. Y con eso, dirigió su carrito hacia donde su hija menor corría, hacia Severus y Eileen. Pero Lily no esperaba. No podía. Tenía los ojos abiertos como platos, el corazón en la garganta y una sensación eléctrica en los dedos. Todo le parecía irreal. Demasiado perfecto para ser cierto. Y entonces lo vio. No fue la voz, primero. Fue la presencia. Una figura quieta, contenida, de pie junto a una mujer de rostro afilado. Era Severus. Estaba allí. Había llegado. Y por un segundo, el andén entero pareció suavizarse. La sonrisa de Lily se encendió aún más. Antes de pensarlo, antes siquiera de mirar atrás, corrió hacia él como si fuera el destino al que siempre había pertenecido. —¡Sev! —lo llamó con voz clara y luminosa. Al llegar, no se detuvo. Lo tocó por detrás del brazo con una alegría tan sencilla como abrumadora, como si fuera lo más natural del mundo. Su bufanda danzaba con ella, y sus mejillas estaban sonrojadas… no por el frío, sino por la calidez que él le provocaba. Severus se quedó quieto por un segundo, como si la corriente de Lily lo hubiera alcanzado de lleno. La miró. Sus ojos eran soles, y su mano, cálida y muy ligera. Lo jalaba como si no pesara nada, como si nunca hubiera tenido que empujar puertas cerradas para poder pasar… —¡P-perdón por la tardanza! —dijo ella, bajito—. ¡Es que no podíamos evitar pararnos cada cinco segundos! ¡Vimos muchas cosas! ¡Lechuzas en jaulas! ¡Y…! ¡Y muchos magos y brujas! ¿Sí está bien de verdad llamar a alguien bruja? ¿Seguro que no hay problema? ¡¿Por qué eso son todas estas personas, verdad?! Se giró a Eileen, respirando agitada, pero con toda la alegría del mundo: —Buenas tardes, señora Snape. —Buenas tardes, señorita Evans —dijo Eileen al fin, sin sonreír, pero con un leve movimiento de cabeza. —Es un gusto verla, ¡de verdad! —dijo, respirando con agitación contenida—. ¡Le juro que no nos tardamos a propósito! ¡Pero todo era tan extraño! ¡Y tan maravilloso! ¡Y no queríamos perdernos nada! ¡Vimos sapos! ¡Y capas! ¡Y lechuzas en jaulas! ¡Y un señor con un sombrero que parecía un florero! Eileen la escuchó con una ceja apenas alzada. Su expresión no cambió… pero sus ojos se ablandaron. Y por un instante —uno muy breve—, pareció recordar algo. Quizá un día en que ella también había hablado así. Con los ojos demasiado abiertos. Con demasiada vida para la estación. —Se nota que todo esto te emociona —dijo entonces. —¡Es fascinante! —exclamó Lily, dando casi un salto en el lugar enfatizando sus emociones. Pero como abrazaba todavía a Severus, lo movía con ella, arrastrándolo un poco. Severus se dejaba. Imposible para él denegarla cuando él tenía todo su cuerpo totalmente erizado sintiendo el abrazo de ella sobre su brazo. Y con las mejillas de un ligero color melocotón que, comparado con su pálida piel, era mucho color. Pero su pulgar —ese que solía rascarse con ansiedad contra la uña— se detuvo. En ese instante, el mundo podía haberse quedado congelado entre vapor, ladrillos y voces ajenas. Pero Severus estaba ahí. Presente, donde por primera vez en semanas, dejó de mirar al suelo para observarla a ella. Pero Lily lucía más emocionada mirando una pared. —¡Mira, Sev! ¡Ve cómo desaparecen! —exclamó Lily, girando apenas el rostro para señalar el muro entre los andenes 9 y 10. Su voz era clara, entusiasta, sin miedo ni vergüenza. Y aunque el muro mágico estaba justo frente a ellos, ella parecía más maravillada viendo a los demás cruzarlo que pensando en hacerlo. Unos pasos más allá, Eileen los observaba. No con desconfianza, ni con sospecha. Sino con algo que, en su rostro huesudo y siempre contenido, casi podía leerse como ternura. Lily brillaba. Brillaba de verdad. Como un fuego limpio. Y Severus… no estaba a la sombra de nadie. —Qué niña tan viva… —murmuró Eileen para sí, sin quitarles los ojos de encima. Los Evans estaban visiblemente desorientados cuando por fin se juntaron con ellos. Frente a todos, aquella bizarra pared parecía más una alucinación compartida que algo real. Incluso Petunia —que llevaba todo el trayecto con expresión de ogro y los brazos cruzados— flaqueó por un momento. Un muchacho de lentes redondos acababa de atravesar corriendo el muro como si se tratara de una carrera clandestina. A su lado, un par de ancianos vestidos con túnicas bordadas en oro caminaban sin prisa, mientras detrás de ellos flotaban varias maletas… arrastradas por criaturas diminutas, de no más de un metro, con orejas puntiagudas y ojos como platos. —¡¿Pero qué…?! —musitó John Evans, acercándose a mirar esa pared sacada de la misma Dimensión Desconocida. Petunia, escandalizada, giró la cabeza en todas direcciones. Miraba a las personas "normales" del andén, esperando ver alguna reacción. Alguna señal de que lo que estaban viendo era tan absurdo para ellos como para ella. —Pero… ¡¿cómo es que nadie se da cuenta de esto?! —explotó Petunia, mirando con desesperación a su alrededor. Nadie más parecía ver el niño de lentes que atravesó corriendo la pared, o al elfo doméstico que pasaba levitando maletas. Nadie reaccionaba ante el anciano con capa escarlata que acababa de salir de la pared con un búho gigante al hombro. O la bruja anciana con sombrero tan grande que negaba todas las leyes de la física cargando con un gato naranja en los brazos. Eileen apenas giró el rostro. Su tono fue plano, casi administrativo, como quien corrige un error evidente: —Lo que está ahí no es un muro. Es una ilusión de anclaje. El hechizo se llama Selectum Fidelio. Los Evans se giraron hacia ella. —¿Selectum… qué? —preguntó John Evans, dudando incluso de haber escuchado bien. —Es una variante del Fidelio, adaptada a espacios públicos. Solo quienes han sido elegidos por Hogwarts, y por extensión, sus acompañantes directos, pueden percibirlo como un portal. Para los demás, es solo una pared más del andén. No es que no quieran verlo. Es que no pueden. Hizo una pausa. No parecía tener ninguna intención de repetirlo. —Es un encantamiento estatal —añadió finalmente—. El Ministerio lo activa con cada ciclo escolar. Durante estas fechas, la ilusión se reactiva, anclada al espacio. Los muggles lo ven, lo cruzan con la mirada… pero no lo registran. No lo recuerdan. No lo cuestionan. John parpadeó, mirando con total desconfianza la pared donde tenía un cartel de 9¾ encima. Rose apretó con más fuerza el hombro con quien sostenía a su hija. Y Petunia… simplemente retrocedió medio paso, como si la pared hubiera empezado a moverse hacia ella, cruzándose de brazos sintiéndose más tensa. Eileen giró apenas el rostro, como si no hablara para ellos sino para sí misma, una corrección final, innecesaria pero inevitable: —Y aunque alguien con magia pueda verlo sin problema… si ese mago no tiene una carta activa, propia o de alguien bajo su tutela directa, tampoco podría cruzar… Ella hizo otra pausa. —¿Primera vez? —preguntó Eileen, acercándose sin ceremonias, pero con una cortesía medida, como quien no necesita permiso, pero exige respeto. Su voz tenía esa aspereza elegante que no viene del desdén, sino del cansancio lúcido de quien ha vivido más de una vida. —Sí —respondió Rose de inmediato, con una sonrisa nerviosa—. Bueno... sí. Todo esto es nuevo para nosotros. Es tan... diferente. —¿Diferente? Esto es una locura, eso es lo que es —bufó John, sin mala intención—. Nos dijeron que empujáramos a nuestra hija contra un muro... ¡Tengo muchas dudas, sí! ¿No hay un folleto? ¿Un mapa? ¿Un... algo? —John... —murmuró Rose, apretándole el brazo. —No, no, lo digo en serio. ¡Un tipo en bata apareció en casa diciendo que Lily es bruja y que debemos venir aquí con maletas y esperar ver magia! —se giró hacia Eileen con expresión de desconfianza aguda—. ¡¿Esto es normal?! —Para ustedes, evidentemente no —respondió Eileen con una calma cortante—. Pero es real. —¿Real como… gobierno británico encubriendo una sociedad secreta? —John alzó una ceja, con mirada de “te tengo” —. Porque lo pensé. Mira: control de trenes, estaciones cerradas, personas que desaparecen frente a un muro... ¡Lo sabía! ¡Esto es un proyecto militar, Rose! ¡Te lo estuve diciendo cincuenta veces y me creías loco! —¡No vamos a echar a perder la oportunidad de nuestra hija por tus teorías absurdas! —¿Y si no es una escuela en realidad? ¡Nunca escuché de un sitio llamado Joguars! —Hogwarts —corrigió Eileen, sin pestañear. —Eso. Suena a campo de entrenamiento infantil de los Kingsmen. ¡Una versión británica de los MKUltra! —John ya estaba señalando con vehemencia—. ¡Mira alrededor! Batas, humo, criaturas que hablan… ¡Esto es como una mezcla entre Churchill y los cuentos de hadas! ¿Dónde está la cámara oculta? ¿Dónde está David Attenborough narrando esto desde un arbusto? —¿Y si lo fuera, qué esperaría que respondiera? —replicó Eileen, sin girar del todo la cabeza, con la ceja apenas alzada y el tono seco como tinta sin diluir—. ¿“Nos atrapó, señor Evans”? ¿“Felicidades, ha descubierto el secreto mejor guardado del mundo mágico”? —¡No me digas que no tiene sentido! —John ya hablaba como si estuviera en un juicio—. ¡Esto tiene toda la pinta de ser una broma elaborada! ¡Capaz es mi hermano Johnathan, otra vez! Como aquella vez en la universidad, cuando me emborraché en su fiesta de cumpleaños… y desperté en una iglesia. Dentro de un ataúd. Con todos mis amigos alrededor. Aplausos, globos… y un maldito sacerdote que casi me da la extremaunción. —John… —Rose se tapó la boca. Se estaba riendo, aunque intentaba no hacerlo. Claramente. —¡Estuve dos semanas con terrores nocturnos! ¡Y ahora esto! —¿Y tú dices que yo soy la dramática? —murmuró Petunia por lo bajo, cruzada de brazos, con el ceño aún más fruncido. —Lo eres —dijo Lily, tratando de no reír—. Pero hoy papá te va ganando. —¡Lo siento, pero por más que lo veo, esto es una locura! —bufó John—. ¡Nos dijeron que empujáramos a nuestra hija contra un muro! Así que sí, tengo muchas dudas —empezó a contar con los dedos—. Esto puede ser un centro de adoctrinamiento para convertir niños en soldados… ¡Varitas como armas! ¡Hechizos como balas! ¡Entrenamiento físico y mental! ¡Condicionamiento, privación de sueño, símbolos oscuros…! Severus, que hasta entonces se había limitado a mirarlo como quien mira a un loco, arqueó una ceja, igual que su madre. —¿Entrenamiento? —preguntó sin ironía, pero con desdén. —¡S-sí! —carraspeó John—. ¡Hemos hecho el esfuerzo! ¡Vinimos desde Cockworth, seguimos las indicaciones, y fuimos al Callejón Diagonal con ustedes! Y se lo agradezco mucho por hacerlos de guía en ese callejón, señora Snail... —¡Snape! —le corrigió Rose entre dientes, con los ojos muy abiertos. Severus entrecerró los suyos. Eileen, por su parte, no se inmutó. Solo giró la cabeza con una lentitud deliberada. —Snail. Fascinante —dijo sin inflexión—. ¿También le cuesta como pronunciar la palabra “Hogwarts”? John se puso rojo. —¡Pero no me pude culpar si esto desde mi perspectiva es un disparate! ¡Lily, nos vamos a casa! No permitiré que te conviertan en un arma. —¿Un arma? —repitió Eileen, con una expresión que no era burla, pero casi—. Entonces esperemos que no herede su puntería. —¡¿Cómo dice?! —Relájese, señor Evans —añadió, tan calmada que dolía—. Si esto fuera un experimento militar, usted ya estaría sedado, su memoria borrada, y su hija viajando rumbo al Área 51. Hogwarts no requiere ese tipo de logística. Solo algo de confianza… y puntualidad. —¡Dios mío! ¡Eso es exactamente lo que diría alguien del experimento! —¡John! —estalló Rose, girándose con firmeza—. ¡No voy a permitir que por tus teorías de conspiración le arruines esto a nuestra hija! ¡Lily va a entrar a esa escuela! —¡Si es que existe alguna! Porque lo investigue, ¡no crean que no! En la biblioteca, hablando con colegas sin darles tampoco tantas pistas porque no quería esa amenaza de borrado de memoria si hablaba de más, que me creo que sí puedan hacerlo, ¡hay tecnología y drogas para eso! Y no existe en ningún mapa, libro, o algo remotamente similar entre mis conocidos que se parezca a Joguarts. —¡Y viste lo que hizo ese señor de bata cuando nos visitó en casa! ¡Lo que hizo ese señor fue muy real, papá! —dijo Lily. —Sigo escéptico —le contestó a su hija—. Pero supongamos que… es verdad. Y que lo de hacerme levitar durante 30 minutos me… sorprendió en su momento un poco bastante… Estoy solo un 90% de que mi hija pueda ir, si... Pero ese 10% faltante me indica que puede ser algo de entrenamiento militar. Y 1% de que es una broma. —Eso son 101%, papá —se rio Lily. —101% de que en algo estoy en lo cierto —replicó él, alzando el dedo con autoridad. —No parece real —musitó Petunia, bajando la voz—. Parece un truco. Como los que hacen en la tele. ¿Y si es un fraude? ¿Y si se burlan de Lily? —Los niños no van a Hogwarts para ser burlados —dijo Eileen, sin girarse, pero con una dureza que hizo a Petunia bajar la mirada—. Van para aprender a sobrevivir. Silencio. —¿Y usted… también va? —preguntó John, torciendo el gesto, en un intento torpe de suavizar la conversación. —Fui —respondió Eileen, con una inclinación leve de cabeza—. Hace muchos años. Slytherin. John le miró... asintió... Y negó con la cabeza, perdido. —No tengo ni idea de cómo es un Slytherin de esos. Dijo aun buscando las cámaras ocultas. —¿Y su hijo, Severus...? —empezó Rose, intentando desviar la conversación a un terreno más amable. —Sí —interrumpió Eileen, viendo con claridad la maniobra de la mujer. Bajó entonces la mirada hacia su hijo—. Él también irá. Tiene talento. Del tipo que el mundo suele temer… o desperdiciar. Rose observó a Severus con una ternura sincera. John, en cambio, lo hizo con una desconfianza mal disimulada, como quien calcula en silencio si el niño podría explotar en llamas. —Lily ha estado tan emocionada —dijo Rose, intentando reconectar—. No ha dormido en días. Tiene miedo, claro, pero más que nada… está feliz. —Es una luz —dijo Eileen mirando a Lily, sin mucho énfasis pero sí con precisión. Y luego, sin cambiar de tono, añadió para Severus—. Como tú también lo eres. Tal vez distinta. Tal vez más densa. Pero no menos valiosa. Severus desvió la mirada. Empezó a limpiarse las uñas con el dedo índice, como si se ausentara en su propio cuerpo. —¿Y una vez Lily pase al otro lado, como podríamos nosotros corroborar de que esté todo bien…? —preguntó John, escaneando el entorno como si esperara que una gárgola le cayera del techo. Eileen giró apenas el rostro hacia él. Su pausa fue exacta. Ni demasiado breve, ni innecesariamente tensa. —¿Quieren ver la estación del otro lado? Rose y John parpadearon, confundidos. —¿Podemos...? —dijo él, casi con incredulidad—. Pensábamos que solo ella podía. Por lo de… la magia… o eso que sea esto. —Pueden —asintió Eileen—. Su hija nació con magia. En casos como este, cuando hay magos hijos de muggles, el Ministerio permite un acceso limitado al mundo mágico. Es una forma de no aislar a los padres o tutores legales. Pero solo podrán llegar hasta el andén. Ni un paso más. Rose parpadeó, quizás por empatía, quizás por respeto. —Qué bueno que tienen ese detalle con las familias —dijo, con una gratitud sincera. —Es una práctica reciente —respondió Eileen, con tono clínico—. De décadas para acá. Antes se aislaba totalmente a los hijos para proteger el secreto mágico. Aquello nunca salió bien. John la observó un segundo de más. —Usted sabe bastante de estos temas… —Antes trabaja en el Ministerio —se limitó a responder la mujer, como si fuera una pregunta mal dirigida. Y entonces repitió la invitación con voz aún más sobria, como si pusiera la decisión en una balanza invisible. —¿Van a venir? Rose y John se miraron. La emoción en los ojos de ella era casi infantil. En los de él, una mezcla incómoda de orgullo y vértigo. —Sí. Por supuesto que sí —dijo Rose, casi al instante. —¡Claro! —añadió John, con menos certeza, pero sosteniéndose en el amor por su hija como única verdad confiable. Petunia no dijo nada. Murmuró algo inaudible. Rose le acarició el hombro con dulzura, pero la niña ni se movió. Tenía los ojos clavados en la pared. Y lo que ardía en su mirada no era miedo. Ni asombro. Era algo más fino. Más peligroso. Envidia. Silenciosa, punzante, exacta. —¿No nos harán nada raro una vez veamos ese tren mágico o lo que sea, verdad? —preguntó John, como quien intenta bromear para no temblar—. Porque a mi abuelo, en la guerra... también lo subieron a un tren. Y nunca volvió. Eileen lo miró sin pestañear. No con dureza. Sino con esa inexpresividad exacta que no es frialdad, sino defensa. A John le dio la impresión de no poder leerle siquiera la expresión del rostro. —Le aseguro que no —dijo al fin, sin amabilidad—. Aunque si intentara subir, alguna criatura probablemente lo expulsaría. Solo permiten estudiantes… y personal autorizado. John asintió, incómodo. Sintió que le faltaba información. O que ella le había dicho demasiado, pero en otro idioma. —Interesante... —murmuró, casi para sí. Lily tiró de la mano de Severus con una sonrisa tan abierta que desentonaba con todo lo anterior. —¡Vamos! ¡Quiero ver el tren contigo! —dijo, con esa alegría suya que nunca pedía permiso. Severus carraspeó, tratando de recuperar el control. —Debemos cruzar entre los pilares nueve y diez. Es una barrera mágica, pero si caminamos con decisión y… —¡Sí, sí, ya sé! —rió Lily—. ¡Ven! Y lo arrastró. Sin duda. Sin miedo. Con la ligereza feroz de los que creen. Ambos atravesaron la piedra como si el muro hubiera estado esperándolos desde siempre. Eileen no sonrió. Pero algo en su rostro —mínimo, pero real— se ablandó. No era ternura. Era reconocimiento. —Por aquí —indicó a los Evans. Y con más nervios que fe, John, Rose y Petunia cruzaron detrás de ellos. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales. MuninnMasbath [ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | TikTok | Instagram | Reddit | DeviantArt ]CAPÍTULO 1. ESTACIÓN KING’S CROSS 1971
14 de septiembre de 2025, 23:27