Jueves 2 de septiembre – 1971
El dormitorio de primer año de Gryffindor estaba envuelto en penumbra, apenas iluminado por la luz temblorosa de una lámpara mágica sobre la mesita común. El fuego de la sala, al otro lado de la escalera, llevaba rato muerto. Todo Hogwarts dormía. Excepto ellos cuatro. James Potter se dejó caer en su cama, lanzando la túnica al suelo. La prenda cayó a medio camino entre su colchón y el de Sirius Black, que seguía sentado con las piernas cruzadas y la espalda levemente encorvada, expresión de diversión contenida y juicio inquisitivo. Todavía parecía decidir si ese grupo valía su atención… o solo su burla. —¡Al fin mañana es viernes! —exclamó James, con una mezcla de entusiasmo y teatro—. ¡No tienes idea de cuánto lo he esperado! Sirius alzó una ceja. —¿Viernes? ¿Qué clase de enfermo celebra tener clase un viernes? —Podrías emocionarte de que estudias en la escuela más famosa del mundo, para variar, Black. —¿Y no se me nota? —respondió él, sonriendo de lado. James miró alrededor en busca de complicidad. Peter, encogido en su cama, solo jugaba con la orilla de la almohada. Remus, semitumbado, leía con el libro apoyado en las rodillas. Los tres parecían estar en otro sitio. —En fin. Como decía —insistió, subiendo la voz—: no es cualquier viernes. Mañana tenemos nuestra primera clase de Defensa Contra las Artes Oscuras. Ni siquiera la he tomado y ya es mi favorita. ¡¿Y saben quién la imparte?! Nada. La lámpara flotante zumbó. Peter se giró entre las sábanas. Remus pasó de página sin levantar la mirada. Algo en el pecho de James se crispó. ¿De verdad nadie iba a seguirle el ritmo? —¡LIONEL THORNE! —bramó entonces, poniéndose de pie sobre el colchón como si necesitara altura—. ¡ESTRELLA DE QUIDDITCH! ¡Buscador de los Galar! ¡Campeón nacional, invicto desde hace dos años! ¡Una maldita leyenda viva! ¡Y ahora profesor en Hogwarts! Silencio. Una tos perdida al fondo de la habitación. James los miró, esperando el rugido. No llegó. Desde su lugar, Remus levantó la mirada. Solo quería evitar que volviera a gritar porque le estaban ignorando, incomodando su lectura. Si no fuera porque apenas llegaba a Hogwarts y se acostumbrada al sistema, hubiera preferido tomar la noche en la biblioteca. No sabía qué pensó que iba a poder con tranquilidad en su cama por las noches como usualmente lo hacía allá en su casa. —¿Y qué hace un jugador profesional dando clases aquí? —preguntó Remus Lupin, asomando la cabeza entre las sombras, con un libro aún entre las manos. James giró hacia él como si acabaran de insultar a su ídolo personal. —¡¿Qué hace?! ¡¿QUÉ HACE?! —repitió, escandalizado—. ¡Inspirar generaciones, eso hace! ¡Por Merlín! ¡A la primera de cambio que pueda, me gustaría poder presumirle lo bien que se me da a mí la escoba también! Se subió sobre su colchón como si lo convirtiera en podio, agitando los brazos con una emoción que le estallaba por dentro. —¡Capaz hasta me ficha para ser jugador profesional en el futuro o algo! ¡Ese es mi mayor sueño en la vida! ¡Cuando yo sea adulto, quiero ser jugador de Quidditch! ¡Y les juro desde ahora que yo seré el jugador estelar más espectacular que haya visto el equipo Gryffindor en décadas! Silencio. Solo el zumbido de la lámpara flotante y una cama crujiendo al fondo. James miró alrededor, desconcertado. —¿Qué les pasa? ¿Por qué no están emocionados? ¿Les acabo de decir mi sueño en la vida y nadie comenta nada? ¿Hola? Los otros tres se miraron entre ellos, entre confundidos, con vergüenza ajena o desconcentrados. —Es un buen sueño, creo… Que Peter haya sido el único que se haya molestado en decir algo, de alguna forma extraña, desanimó bastante a James. —¡Oh, vamos! —se indignó, ya totalmente de pie en la cama, mirándolos con incredulidad—. No puedo ser el único aquí emocionado con una materia que suena tan genial como esa. —No me gusta la violencia —respondió Remus, en voz baja, con sus ojos desviados al libro sin leerlo. Peter palideció por su parte. —Yo no sé nada de peleas, lo siento… M-Me pone nervioso la sola idea de… tomar esa clase, lo siento. Sirius se encogió de hombros. —A mi me gusta la idea de golpear a alguien y darle unas sacudidas con mis hechizos. Sé que se me dará bien. Digamos que siempre he tenido talento para hacer lo que yo quiera… Mi problema, no es la clase. Es el profesor. Y finalmente, la mirada pesada de Sirius se posó sobre James, sin suavidad alguna. —No lo conozco y ya me cayó bastante mal. No me entusiasma para nada, a diferencia tuya, que estás como todo un fanboy~ —¿”F-Fanboy”? Disculpa, ¿qué? —se sintió hasta ofendido—. ¡¿Pero por qué te desagrada?! ¡¿En serio no tienes ni idea de quién es?! —Que digas y digas eso no va hacer que lo conozca, genio. Y no, no me interesa. —¡Lionel Thorne tiene el récord mundial de la captura de la snitch dorada en dos minutos con treinta segundos! ¡Eso es algo bastante importante en la historia del mundo Quidditch! Sirius se quedó pensativo un segundo. Literalmente, solo un segundo. —¡Nop! ¡Sigue sin interesarme! —concluyó. James literalmente se quedó bastante tieso, sin dar créditos a lo que escuchaba. Los estaba perdiendo, supo de alguna forma instintiva muy dentro de él. —¡Club de Duelos! Recuerdan ese anuncio justo el día de la ceremonia, ¿verdad? Los miró de uno en uno, buscando una reacción positiva ante aquel recordatorio. —¡Esa es la mejor idea de la historia! ¡Un club oficial de duelos mágicos! ¡Donde, por cierto, yo voy a ser el ganador de nuestra generación! ¡Voy a estar en los registros desde el primer viernes! ¡Me van a nombrar campeón antes de que termine el año escolar! ¡Eso ya lo he decidido! Sirius, desde su cama, chasqueó la lengua. —Una vez más, me gusta la idea de competencia y pelearme con alguien. Y nuevamente, sin entusiasmarme quién lo impartirá. Pero bueno, al final, un poco que da igual el asunto, ¿no? —¿En serio eres el mismo muchacho que me topé en el tren? —James lo estaba poniendo en duda. Peter rió nerviosamente, tenso, con medio segundo de retraso. —¿Y... qué es un duelo exactamente? —preguntó, no por desconocimiento, sino porque quería distraer al muchacho. —¡Me alegra que lo preguntes, mi estimado compañero de alcoba! —respondió James, enderezándose con la voz de un presentador de gala, dejando de voltear hacia Black—. Dos brujas o magos. Una sala. Varitas. Magia real. Gloria total. Hizo una pausa teatral. —Y si yo estoy ahí… va a ser historia. —O un pase directo a la enfermería —murmuró Remus. Sirius lanzó una ligera risa burlesca. James los ignoró vilmente. —Si Hogwarts pretende hacer un club así… yo, señores... —dijo James, apuntando al techo con una varita invisible—. Voy a ser su sucesor. El número uno de nuestra generación. El mejor duelista que haya pisado Hogwarts. Espero que ese club dure muchos años... porque mi nombre va a quedar grabado en él. —Oh, sí. Super legendario. No puedo ni imaginar cómo va alguien de primer año impresionar a todos, con profesores y de séptimo año incluidos. Sí, sí… ¿Siquiera sabes conjurar un hechizo sin quemarte las cejas? —dijo Sirius, alzando una ceja con aire de superioridad. —Soy un ser prodigioso, créeme, Black~ —entonó James, con acento dramatizado y pose grandilocuente. —… Ajá... Sirius se le quedó mirando, ya abiertamente en son de burla. —Déjame adivinar… ¿Sorprenderás a todos con algún “Expelliarmus”? No lo verán venir, no~ Peter soltó otra risita, e imitó el gesto de varita de James con torpeza. El aire crujió apenas cuando su dedo giró sin ritmo. James clavó su mirada molesta en Peter, quien se atragantó a medio camino y detuvo su mímica. Remus, sin proponérselo, los observaba en silencio. Sus cejas, arqueadas con una mezcla de intriga y recelo, lo delataban: no terminaba de confiar. Ni en el entusiasmo arrollador de James, ni en la actitud altiva de Sirius. Pero no quería peleas tampoco. Supo que tenía que intervenir, antes de que aquello empeorara de verdad. —¿Y tú, Black? —preguntó de pronto, centrando la atención ahora en este, rompiendo el equilibrio de poder de golpe—. ¿Por qué no estás emocionado por ver a ese tal Thorne? ¿Tienes algo contra él? ¿Qué sabes de ese profesor? Sirius giró apenas la cabeza. Lo pensó un segundo ante de contestar. —No me impresionan las personas por sus nombres, es todo. Pero salvo por eso… me da igual, la verdad. Acá entre nos, mientras no sea un profesor mediocre del montón, me da reverendamente igual quién sea. La materia de Defensa Contra las Artes Oscuras me interesa, sí. Y mucho, entre la carga académica que nos dieron. Pero todo esto que mencionan de él, solo me parece… ruido. James abrió la boca, ofendido como si acabaran de insultar su linaje. —¿Cómo que "da igual quién sea"? ¡Estamos hablando de Lionel Thorne! ¡El invicto! ¡El buscador más rápido en la historia de la liga británica! —Ruido~ —replicó Sirius, sin inmutarse—. Que sea buen jugador, no implica que sea buen profesor. Perfectamente puede ser mediocre. James entrecerró los ojos, como si esas palabras hubieran sido un crimen emocional. —Si enseña como juega Quidditch, entonces no tengo la menor duda de que será la mejor clase de todas. Entonces Sirius parpadeó, como dándose cuenta de algo. —Oh. Eso es. Ya sé por qué no me convence ese sujeto, aún sin conocerlo. —¿Por qué? —le preguntó James, casi hasta como algo personal. —Quidditch —dijo, con desdén—. Eso es. Yo detesto el Quidditch. Y el que estén poniendo en el mismo enunciado la palabra “Quidditch” y “Profesor” juntos, basta para me pudra toda la idea. Sí, es eso. Hubo un silencio abrupto. —… ¿Qué? —James parpadeó—. ¿Cómo que lo detestas? —Es un deporte de odio. —¿Hablas en serio? ¿Cómo? ¡¿Pero por qué?! —¿Qué acaso no puede no gustarme algo? —¡Pero entre “no gustar” y “odiar” hay un mundo de diferencia! —Pues es así —repitió Sirius, apoyándose contra la cabecera—. En mi casa idolatran a morir a ese deporte. Todo es escobas, ligas, medallas y fotos. Mi prima tiene una vitrina solo con manillas firmadas. Y ahora mi hermano menor jura que va a ser el próximo capitán de Slytherin cuando ingrese a Hogwarts el próximo año. Siempre anda con una escoba encantada que no suelta ni dormido. Hizo una mueca. —Demasiado espectáculo para tan poco sentido. Prefiero lanzar hechizos que no dependan de una pelota voladora. Remus alzó una ceja. Cerró su libro con suavidad. —Para alguien que no lo soporta, sabes mucho del tema. Sirius resopló. —Como si quisiera. Pero por ósmosis algo se te pega, ¿sabes? Escuchas a tu tío repetir las estadísticas de la liga durante las cenas familiares y terminas odiando cada jugada con conocimiento de causa. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. James miró a Sirius con una expresión de desconcierto absoluto. Como si acabara de descubrir que su nuevo mejor amigo era un traidor. —Espera, espera... ¿me estás diciendo que no te gusta nada del Quidditch? ¿Ni siquiera los partidos? —Sobre todo los partidos —Sirius masculló aquello, entrecerrando sus ojos—. Mis padres y todos mis tíos son unos completos enfermos y fanáticos a morir del Quidditch. Me han obligado a ir a cada torneo de su equipo favorito de mierda desde que tengo memoria. Y lo detesto. Luego miró a James, con una sonrisa que no se reflejaba en sus ojos. —¿Es ahora cuando me echas del dormitorio por blasfemo? James no respondió. Se quedó sentado, observando al chico que, hasta ese momento, había sido su compañero de chistes, de travesuras, de risas compartidas desde el tren… y con quien, descubría ahora, no había hablado realmente de nada importante. Y entonces lo pensó: No sé nada de él. Ni siquiera su segundo nombre. Remus notó el gesto, ese parpadeo interior. Y aunque no dijo nada, sonrió muy levemente. En esa habitación, por primera vez, los cuatro estaban despiertos. Y por primera vez, se estaban viendo de verdad. James aún tenía el fuego en los ojos. Su voz resonaba como una antorcha agitada en la oscuridad, encendiendo nombres, logros y sueños con cada frase. Era como si todo su cuerpo vibrara con una sola certeza: iba a destacar. Iba a brillar. La gloria era una meta concreta, visible, alcanzable si uno corría lo bastante rápido hacia ella. Pero mientras él hablaba, algo se descolgó del aire. Algo más denso, más callado. Detrás del ruido, había otra forma de mirar. Una que no perseguía el fuego, sino que observaba desde las sombras. Para Sirius Black, la habitación olía a madera vieja y humo estancado. Las cortinas rojas, pesadas, parecían una declaración de guerra contra la intimidad, y las paredes estaban tan cargadas de historia que a Sirius le parecían más cárceles que cobijo. Cada cama con dosel tenía sus propios símbolos bordados: leones dorados, escudos gastados, la promesa ilusoria de una herencia de gloria que él, por mucho que llevara el nombre Black, nunca había pedido. Se mantenía sentado, con la espalda apenas apoyada en el poste de su cama, como si tocar demasiado el colchón lo hiciera pertenecer. No quería pertenecer. Aún no. James estaba hablando como si el aire le ardiera en la garganta, como si su voz pudiera incendiar la noche entera. Sirius lo observaba desde su posición, a medio camino entre el fastidio y la fascinación. Ese chico tenía una energía brutal, magnética. Tan distinto a todo lo que Sirius conocía que a veces sentía ganas de reírse... o de empujarlo por la ventana para que se callara un rato. En cambio, Remus era otra cosa. Tenía esa mirada que pesa. Esa forma de no moverse que, por contraste, gritaba todo. Lo observaba como si supiera algo. Como si leyera cosas. Sirius odiaba cuando alguien lo miraba así. Como si su cuerpo fuera un secreto que no había autorizado compartir. Y luego estaba Peter. Una sombra con voz. Uno de esos chicos que ríen medio segundo tarde, que imitan para sobrevivir. Sirius apenas lo registraba. Lo tenía clasificado: fácil de manejar, sin peligro. Pero la habitación no lo soltaba. Había algo asfixiante en ella. Las columnas de madera oscura, el emblema del león sobre cada cabecera, las lámparas encantadas parpadeando como si dudaran. Sirius se fijaba en todo eso porque no podía dejar de hacerlo. Porque su mente no se callaba nunca. Porque necesitaba mapas para saber dónde estaba la salida, por si acaso. Por si algún día decidía huir de ahí también. James seguía hablando de Lionel Thorne, el Club de Duelos, los dragones y la gloria como si fueran la misma cosa. Sirius bajó la mirada y jugueteó con una hebra suelta de su manga. Estaba cansado. No físicamente. Cansado de la prisa con que todos aquí parecían querer pertenecer a algo. Y él apenas sabía si quería quedarse. Fue entonces cuando escuchó la voz de Remus Lupin, seca y controlada como siempre, pero con un filo apenas perceptible: —Muy bien —dijo, con la mirada fija en él, como si llevara rato esperándolo—. No te gusta el Quidditch —enfatizó lo evidente, sin ironía, solo certeza tranquila—... ¿Y qué es lo que sí te gusta? La pregunta flotó como una piedra lanzada a un estanque perfectamente inmóvil. Y Sirius, por primera vez, no supo si quería responderla. Lo que le gustaba... no era una pregunta difícil. Pero sí lo era la respuesta. No porque no la supiera, sino porque sabía lo que implicaba decirla en voz alta. Le gustaban cosas que su familia despreciaba. Le entusiasmaban ideas que, según su apellido, no debía tocar. Y aunque en su interior ardía una pasión clara, intensa, concreta... Y todavía no sabía si Hogwarts sería un lugar más seguro que su casa... o simplemente otra celda. Con cortinas rojas, en lugar de negras. Así que desvió la mirada, con un gesto distraído, casi perezoso. —Dormir tarde y molestar a niños fanáticos del Quidditch —dijo finalmente, con una sonrisa ladeada—. ¿No es obvio? Una risa suave, apenas contenida, surgió de Peter. Remus no rió. Lo miraba aún. No con juicio, sino con esa clase de atención que deja sin rutas de escape. Pasó un breve silencio. Y entonces Sirius suspiró. No porque se sintiera presionado, sino porque se hartó del juego. Abrió la boca dispuesta a decir lo que gustaba. Al final, no dijo nada, negando con la cabeza. —Es una estupidez. No importa. —¡Oh, vamos! ¡Estuviste escupiéndome los gustos durante la última media hora como para que ahora no digas lo que te gusta, Black! —¿Para que tu escupas luego a las mías? —Nadie escupirá nada a nadie —interrumpió Remus la discusión en pleno vuelo de aquellos dos. —O capaz no tenga realmente gustos, ¿sabes? —dijo James, ligeramente provocador—. Hasta ahora, no ha tenido interés ni en las clases, o el gran comedor, o inclusive me atrevería a decir que tampoco te veo muy entusiasmado en ser parte de la casa Gryffindor, en realidad. Eso lo recuerdo bien desde tu pelea con aquel gemelo malvado~ Mientras no seas de Slytherin, ¿todo bien, o no, Black? Aquello afiló el aire más de lo que James pretendió hacerlo. —Vaya, tal parece que lo que siempre he dicho es verdad. Todos los fanáticos del Quidditch son unos completos imbéciles. Gracias por reafirmar cada vez mi teoría, gracias. —¿Me acabas de llamar “imbécil”? —parpadeó James, sintiendo su pecho caliente. —Vaya, no esperaba volver a reafirmar por segunda vez mi teoría tan rápido, Potter~ —sonrió Sirius totalmente contento. Remus cerró por completo su libro y se hizo hacia adelante, saliendo de las cortinas de su cama. —¡Bien, bien! ¡Basta los dos! ¡Que ya andan hasta asustando a Pettigrew! Y si levantan la voz un poco más, nos va a caer un Prefecto. Así que cálmense. ¡Ambos! Ni siquiera hemos tenido un segundo día de clases para que nos bajen puntos. James y Sirius se miraban entre ellos de una forma bastante poco amigable. El muchacho de lentes se sentó en la cama, y se fue al fondo de esta, frustrado y molesto. Sirius por su parte seguía sin moverse de su lugar, atrincherado en su esquina. El ambiente en esa habitación era ya bastante incómodo. … Y no era ni siquiera el segundo día… —A mí me gusta el chocolate. Remus lo dijo de pronto, como quien deja caer una piedra en el centro de la discusión. Nadie contestó. —Me gusta el chocolate —añadió, sin levantar mucho la voz—. El que tiene almendras o cacahuate y caramelo derretido me fascina, claro. Pero mi preferido es una barra simple de chocolate. Hizo girar el libro cerrado entre los dedos. —Cuando me siento mal, y me enfermo mucho, desde siempre, mi mamá me compra barras de chocolate en la tienda de la esquina. Prometió mandarme una lechuza cada semana mientras esté en Hogwarts, con una caja con varios chocolates adentro, para que no se me olvide que me cuida desde lejos. Bajó la mirada a sus manos. —Así que… eso. Me gusta el chocolate. Y… tengo demasiados. Me llenó la maleta. Si quieren. No esperó respuesta. Se levantó, fue a la bolsa de viaje y la abrió. Una avalancha de envoltorios cayó como si alguien hubiera intentado meter una tienda entera a la fuerza. Los repartió casi a granel. Eran chocolates de todo tipo. Entre ellos, una destacaba. Que era la barra de chocolate; tenía un envoltorio rojo con letras doradas, inconfundible a simple vista. —Para que prueben… —se sentó de nuevo con una barra en la mano, casi incómodo. Esa era su “cosa favorita”. Lo único que sabía compartir sin equivocarse. —Eh… ¡G-Gracias por el chocolate, Lupin! —De nada, Pettigrew. Espero te guste. —¿Puedo abrirlo ahora mismo? —Es para eso —soltó una ligera sonrisa cansada—. Provecho. —¡Gracias! —exclamó, abriendo el envoltorio. —“Willy Wonka’s Chocolate Bar”… James pronunció el nombre dorado despacio, como si tratara de descifrarlo. —Nunca escuché esa marca en mi vida… ¿Es nueva en Honeydukes? —preguntó, genuinamente curioso, mirando a Remus—. ¿Venden cosas distintas en cada región? ¿De qué parte eres? —¿Yo? De una ciudad en Gales —respondió Remus con un leve asentimiento—. Y… no. No es de Honeydukes ese chocolate... ¿Hablas de la tienda mágica, verdad? —Ajá —James ya estaba abriendo la barra—. Nunca vi esto antes, ¡y mira que soy fan! Me como todas las ranas de chocolate que me pongas enfrente. ¿Entonces allá en Gales hay otras dulcerías mágicas? ¡Qué genial! Algún día quiero conocerlas. Le dio un bocado. Y se quedó congelado. Los ojos se le abrieron como si hubiera visto un dragón; el cuerpo entero se le erizó. Miró a Remus, luego a Peter, que estaba igual o peor. No logró tragar. Era, objetivamente, el mejor chocolate de su vida. —¡Hmhmhmhmm! —explotó con la boca llena—. ¡¿Perog… qué…?! ¡WOW! Le dio otro bocado. Y otro. Casi con desesperación. —¡¿PERO QUÉ CLASE DE BRUJERÍA ES ESTA?! —soltó al fin—. ¡¡ESTO ES PERFECTO!! ¿Cómo demonios Honeydukes no vende esto? ¡¡¡POR MERLÍN!!! —Si así estás con una barra simple, espera a probar esa de allá —dijo Remus, divertido—. La gruesa, la del envoltorio café. Esa tiene cacahuate y caramelo derretido. No hizo falta repetirlo. James y Peter se lanzaron a por ella. La abrieron. Masticaron. Y entonces vinieron los chillidos. —¡MHTMGFMHGFSMF! —graznó James—. ¡¿POR QUÉ ESTO ES TAN BUENO?! ¡¿HONEYDUKES QUIÉN TE CONOCE?! ¡¡MADRE MÍA!! Peter solo asintió frenéticamente, con los ojos vidriosos. —¿Y además de chocolates… en Gales hay más dulces? —preguntó James ya al borde del colapso sensorial. —Sí —dijo Remus—. Pero esta marca no es galesa. Es inglesa. Silencio. Peter parpadeó. James se quedó con la boca abierta, confundido, chocolate derritiéndosele en la lengua. ¿Inglesa? ¿Y cómo es que no conocían de esa marca…? Sirius, que no había dicho una palabra en toda la escena, habló por fin: —Es una dulcería muggle. ¿Verdad, Lupin? Remus sonrió, reconociendo el comentario. —Exacto. 100% muggle. La señora que atiende no tiene idea de Hogwarts. Solo piensa que vengo a una escuela privada al norte. Mi mamá le pidió que guardara cajas para mí. James se quedó mirándolos como si le hubieran dicho que los muggles habían inventado la inmortalidad. —¿…Muggle? Parpadeó. —¡¿ESTÁN DE BROMA?! ¡¡IMPOSSIBLE QUE ALGO MUGGLE SEA TAN BUENO!! ¡¡ESTO DEBERÍA SER ILEGAL!! Remus levantó una ceja. Sirius frunció el ceño. —¿Por qué sería imposible? —preguntó Remus, con esa calma que mata más que un grito. James se rió… a medias. La broma no le salió del todo. —¡Vamos! ¡Es obvio! —No —dijo Remus, sin mover un músculo—. No lo es. Explícalo. James abrió la boca. Buscó a Peter. Nada. Buscó a Sirius. Menos. —¡Porque esto es demasiado bueno! —insistió—. ¡Casi mágico! ¡Y algo muggle, pues…! El cerebro le patinó. —… Nunca escuché que hicieran algo así. Esto debería venderlo Honeydukes. ¡Es lo lógico! Fue Sirius quien cortó, seco: —Así que solo las cosas mágicas valen la pena. Y si algo muggle es superior, te derrite el sistema. James se despeinó nervioso. —Si lo dices así suena fatal. Yo solo digo que… debe haber una explicación. ¡Digo! ¡Tiene que haber alguna razón para que algo muggle sea tan… brillante! —Traducción: si es muggle, en tu cabeza jamás podría superar a lo mágico. Punto. Esa frase sí lo desconcentró del todo. —Oye, Black —disparó James—, ¿cuál es tu maldito problema conmigo? —Ninguno —respondió Sirius, sin alterar el tono—. Solo estoy señalando tu pensamiento sangre-pura tradicional de “lo muggle no puede ser mejor que la magia”. Nada grave. Solo la ignorancia de siempre. James se atragantó con aire. —¡Oye! ¡No soy ignorante! —Entonces intenta imaginar algo muggle que no sea un patito de goma —replicó Sirius, ladeando la cabeza. James se detuvo. Realmente… no pudo. Sirius sonrió sin humor. —Ahí lo tienes. Y entonces, por primera vez, lo dijo sin rodeos: —A mí me gustan las cosas muggles. James parpadeó. —¿Qué… cosas muggles…? Sirius se hartó. —Para ser tan “inteligente”, Potter, eres lentísimo. Sí: cosas muggles. Igual que tú amas el Quidditch y Remus el chocolate. Yo amo lo muggle. ¿Problema? James levantó las manos como si el aire lo acusara. —No, no… problema no. Solo… ¿qué cosas? ¿Paraguas? Sirius soltó un resoplido entre risa y rabia. —¿De verdad eso es lo único que te imaginas? James pensó. Pensó duro. —… Paragüas… Maletines… ¿Patos de goma? —Ya está —dijo Sirius, hundiendo la cara en la almohada un segundo—. No puedes estar diciendo esto en serio. Le sostuvo después la mirada, agotado. No enfadado: cansado. Era una expresión que no se gana a los once años si no viene de mucho antes. —Cuando digo “cosas muggles” —aclaró, despacio—, no hablo de paraguas ni patos de goma. Hablo de su música, sus libros, su ropa, su historia, su cultura. Arte. Ideas. Todo lo que no está encerrado en sangre y apellidos. Esas cosas muggles. ¿Te suenan los Beatles? ¿Steppenwolf? ¿Al menos Elvis Presley, el rey del rock? James lo miró como si le hubiera enumerado criaturas del Departamento de Misterios. —¿Beat-… qué? —balbuceó—. ¿Eso es en el Callejón Knockturn o…? Miró a Peter, buscando rescate. Nada. Remus, en cambio, lo miraba sorprendido. De verdad sorprendido. Sirius bufó. —¿Ves? Les dije que era una estupidez hablar de esto. Olvídenlo —se echó hacia atrás, como quien cierra una puerta—. No importa. —Yo sí sé de quién hablas —dijo entonces Remus, con una pequeña sonrisa. Sirius parpadeó. Se quedó quieto. —… ¿En serio? —Claro. Mi canción favorita de Elvis es Burning Love —comentó, como quien recuerda algo doméstico—. Mamá la pone cuando limpia la sala, pero siempre terminamos bailando. Papá acaba limpiando al final, con un hechizo, resoplando… pero se ríe. Alzó un poco los hombros. —Mi mamá es muggle —explicó por fin—. Le encanta enseñarme cosas de su mundo. Y como a mi padre le cuesta, yo terminé leyendo mucho para poder explicarle mejor. La cara de Sirius valía oro. Se le quedó la boca abierta, sin saber qué hacer con esa información. —¿Y también sabes de vehículos muggles…? —preguntó al fin, con un hilo de voz. —¿Vehículos muggles? —repitió James, perdido. —Claro —dijo Remus—. Tenemos un coche y todo. —¿En serio? —Sirius sonó casi… cuidadoso. —Es de mi mamá. Se va con él al trabajo todos los días. Sirius bajó la mirada, y la voz también. —Los vehículos muggles son mi cosa favorita de ellos —admitió, casi para sí—. Coches, motos… Hay algo en cómo rugen, en cómo rompen el suelo sin dejar de estar pegados a él. En cómo te sacan de donde estás. Me obsesionan. Es lo único muggle que nadie ha conseguido arruinarme. Peter intentó seguir el hilo. —… ¿Pero para transportarse ya tenemos escobas…? —dijo, dubitativo. —Precisamente por eso me gustan —murmuró Sirius, sin mirarlos—. Porque no son mágicos. Porque da igual tu apellido. Funcionan o no funcionan. Y si los arrancas, son tuyos. Te liberan sin pedirte sangre, ni casa, ni linaje. Solo giras la llave y decides a dónde ir. El silencio que siguió ya no fue de incomodidad. Fue de exposición. Sirius lo sintió. Demasiado. “Idiota”, se dijo. “Tenías que abrir la boca.” Se recargó contra el poste de la cama, mirando al techo con fastidio. —Eso… tiene sentido —dijo Remus al cabo de unos segundos, con una calma que no sonaba condescendiente. James frunció el ceño, aun procesando. —Pero… ¿cómo va a ser más impresionante un coche que una escoba? —insistió, genuinamente confundido—. ¡Las escobas vuelan! ¡Se elevan! ¿Qué tiene de especial un montón de hierro con ruedas que se queda en el suelo? Sirius lo miró ahora sí, directo. —¿Siempre todo tiene que ser mágico para que valga la pena? James abrió la boca. Tardó en cerrar la idea. —No lo sé —admitió al fin, algo a la defensiva—. Supongo que… nunca lo había pensado. Sirius asintió despacio, como si esa fuera justamente la respuesta que esperaba. Remus lo observó un poco más, luego preguntó: —¿Y hay modelos que te gusten más que otros? La pregunta cayó limpia. Sin burla. Curiosidad real. Sirius se tensó un instante. En su casa, mencionar eso era invocar amenazas de ser borrado del tapiz familiar. Sus gustos eran una provocación. Un crimen de estética. No se hablaban. Se ocultaban. —¿Y tú? —contratacó con neutralidad—. ¿Sabes de marcas de coches o solo me sigues la corriente? Remus bajó la mirada, buscando el recuerdo. —Sé lo básico —concedió—. No es que sea experto. Pero para entender bien a mamá y poder traducirle cosas a papá, leo mucho. Hizo una pausa breve, valorando si decir lo siguiente. —Antes de venir a Hogwarts, mamá me enseñó a conducir. Solo en la zona de casa. Papá aprendió conmigo. Fue un día largo, pero muy bueno. Fue muy divertido. Sirius alzó un poco las cejas. Esa imagen no existía en su catálogo. —El motor tarda en arrancar en invierno —añadió Remus—, y a veces huele a gasolina. Pero cuando por fin despierta, suena como si dijera “vámonos”. Entiendo lo que dices. Estar ahí arriba realmente se siente como libertad. Sirius respiró hondo. Y, por primera vez, habló sin máscara. —Hay varios modelos que me gustan —dijo en voz baja—. El Mustang del 67, el Camaro negro… Y las Triumph. Hay una moto que salió el año pasado que parece rugir incluso en las fotos. Me la voy a comprar cuando salga de esta escuela. Me tiene loco. Remus asintió, casi solemne, como si le acabaran de confiar algo de peso. Peter, por su parte, solo pudo preguntar: —¿Eso es… como una escoba muggle…? Sirius soltó una risa genuina, breve, con un filo triste. —No, Pettigrew. Es algo que no vas a entender hasta que lo veas. Se quedó callado unos segundos más. Luego: —Aunque siendo sincero… hay uno que no me suelta. Remus giró la cabeza, atento. —¿Cuál? Sirius tragó saliva, y por un segundo pareció estar mirando otra vida. —El Chevy Impala del 67 —respondió, con los ojos brillando de una obsesión contenida—. La forma, las líneas… Está hecho para rugir con elegancia. Pesado, sólido, pero rápido. Y el sonido del motor… es como si cantara. Me sé cada foto de memoria. Cada plano de revista. Hay algo en ese coche que no me deja en paz. James lo escuchaba como si estuvieran hablando en idioma trasgo. —¿Eso es… un tipo de dragón o algo? —se atrevió a preguntar. Remus se incorporó un poco, con una naturalidad que rompió todo: —Es el coche de mi mamá —dijo—. Un Impala. El mismo. Sirius lo miró como si acabaran de anunciarle que Hogwarts se había construido para él. —¿Qué? —se le escapó, demasiado rápido, demasiado alto. —Sí —confirmó Remus, sin dramatizar—. Está en el garaje. Funciona bien. Lo tiene desde que salió el modelo, creo. El nuestro es negro. Y por primera vez en toda la noche, Sirius Black se quedó sinceramente sin palabras. —¿Tienes idea de lo que daría por ver uno en persona? ¡Por tocarlo! ¡Por oírlo encender! Y entonces, sin pensarlo demasiado, añadió: —Vivo en una casa rodeada de muggles. Mi familia la encantó para que nadie la viera desde afuera, ni ellos a nosotros... "Ten a tus amigos cerca, pero a tus enemigos aún más cerca", eso dicen los enfermos de mi familia. Pero desde mi ventana, uno de los vecinos tenía un Impala. Cada domingo lo sacaba, lo lavaba, lo lustraba como si fuera un tesoro. Yo... lo miraba durante horas. Me sabía los reflejos del sol en el capó. Soñaba con acercarme, con escucharlo de cerca. Pero eso nunca pasó. El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso. Como si todos supieran que algo verdadero acababa de quedar en el aire. Remus no habló de inmediato, pero algo en su expresión había cambiado. Más que empatía, era reconocimiento. Como si acabara de ver a Sirius de verdad, sin las capas, sin los sarcasmos, sin la herencia de su apellido. —Cuando quieras verlo, dímelo —dijo al fin, en voz baja, pero firme—. Le puedo pedir a ella que le tome una fotografía y me la mande junto con más chocolates. Sirius lo miró. Por un segundo largo. No con desconfianza, sino como quien está esperando despertarse. Como si no pudiera creer que alguien le ofreciera eso. No solo el coche… sino la posibilidad de que alguien lo invitara a su mundo sin condiciones. Y por primera vez, no supo qué decir. Solo asintió. Con una leve inclinación de cabeza. Casi imperceptible. Pero Remus la vio. Y lo entendió. Peter no hablaba. Solo observaba. Los demás parecían moverse con un lenguaje que él no terminaba de entender. “Coches”, “motor”, “ruido real”. Había perdido el hilo hace rato, pero fingía seguirlo. Asentía cuando alguno de los otros hablaba, y se obligaba a reír en los momentos donde creía que debía hacerlo. Pero cada gesto suyo llegaba con un segundo de retraso. James tampoco hablaba. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, mirando a Sirius como si intentara descifrar un idioma nuevo. No era enojo lo que sentía. Era algo más punzante: incredulidad. Durante toda su vida, la magia había sido su aire, su juego, su gloria. No podía concebir que alguien—alguien como Sirius, alguien como él—pudiera hablar de ella sin esa chispa de asombro. —¿Y tú, Pettigrew? —saltó James de pronto, con una sonrisa demasiado amplia para ser amable—. ¿También tienes un garaje muggle con un dragón dentro? Peter parpadeó, atrapado de golpe en la conversación. —Yo… no —trató de responder—. Mi mamá tiene una bicicleta… James soltó una carcajada corta, sin humor real. Remus lo miró de reojo, con la ceja apenas levantada. Sirius también notó el desbalance. Pero James continuó, como si necesitara afirmarse en medio de una grieta invisible que no sabía cómo nombrar. —Oh, maravilloso —dijo—. El gran aporte de Pettigrew: una bicicleta. Todo muy épico. Peter bajó la mirada hacia sus manos. —Yo… —empezó, sin saber a dónde ir con la frase. —Vamos, hombre —insistió James, ya en modo espectáculo—. Aquí todos hemos compartido nuestras “pasiones profundas”, ¿no? Black tiene sus cosas muggles, Lupin tiene su coche mágico y sus chocolates sentimentales… y yo tengo talento. ¿Tú qué tienes, Pettigrew? ¿Esta bicicleta vuela al menos? Peter se encogió un poco más, encogiéndose sobre las sábanas. —No… yo solo… —murmuró. —¿Qué pasa, Pettigrew? ¿No tienes nada brillante que aportar hoy? ¿No sabías que aquí todos compartimos nuestras pasiones más profundas y reveladoras? El sarcasmo era liviano, envuelto en tono de broma, pero tenía filo. Uno agudo. Peter se encogió, tragando saliva. —Yo... no sé si tengo algo así... —murmuró. —Eso pensé —remató James, con una sonrisa ladeada—. Bueno, no pasa nada. Siempre hace falta alguien que aplauda, ¿no? El golpe no fue fuerte en volumen. Fue limpio. Directo. Lo bastante sutil como para camuflarse de broma; lo bastante cruel como para que a Peter se le cerrara la garganta. —Ya, Potter —dijo Sirius al fin, sin levantar la voz. James giró hacia él, aún con la sonrisa puesta. —¿Qué? Solo estamos conversando. —Me molesta cuando eliges al más fácil para sentirte más grande —replicó Sirius, ahora serio. James le chasqueó la lengua, soltando una especie de risa hueca, sin realmente humor. Sonaba fastidiado. —¿Tanto te duele que haya alguien que no esté tan fanatizado de la magia como lo estás tú, Potter? —dijo Sirius, ahora confrontándolo directamente, de manera frontal—. ¿Tan frágil eres que no soportas alguien que no piense igual que tú? Lo vio, lo entendió. Lo que hacía James era jerarquía. El que brilla habla, el que duda obedece; igual que en casa. Y el que no tiene nada que mostrar, desaparece. Y por eso habló. No por Peter, no del todo. Porque en el fondo, sabía lo que era esa sensación. Y odiaba verla ahora en James. —¿A qué te refieres, Black? —A esto. A tu necesidad de reafirmarte cada vez que alguien no comparte tu dogma mágico —dijo Sirius, con la voz más baja, pero más filosa—. A tu obsesión por ser el centro. Por tratar de ganar. James bufó, dispuesto a reírse. Pero Sirius fue más rápido. —Te ofende que diga que abiertamente que prefiero las cosas muggles que las cosas mágicas —continuó, sin pestañear—. Y más aún, que ni siquiera entiendas por qué. —¿Acaso quieres que diga que respeto tu opinión equivocada, Black?Es que no tiene sentido lo que dices en primer lugar —replicó James—. Pero si así quieres pensar, ¡adelante! Supongo yo que no todos tenemos sentido común ni buen gusto. —No te culpo por pensar como piensas, Potter —Sirius se encogió de hombros—. No es tu culpa ser un ignorante. James apretó los labios. El golpe había entrado. —¿Cómo me llamaste? —Ignorante. —Yo soy todo menos un ignorante —espetó James—. Quédate con tus cosas muggles, coches, motos, o lo que sea que sean... Sirius soltó una carcajada breve. Sagaz. Hiriente. —¡Por favor, Potter! Acabas de decir que no eres un ignorante y en la misma frase sueltas “lo que sea que sean”… —ladeó la cabeza, divertido—. ¡Me lo estás dejando en bandeja! La sangre subió al rostro de James. —¡Yo no soy un ignorante, Black! A diferencia tuya que eres un— —¿Un qué? —lo interrumpió Sirius, como quien lanza un reto—. Vamos, termina la frase. —¡Si me dejaras hablar, lo haría! —Adelante. Habla. Pero James se detuvo. Lo miró. —¿Para qué? No vale la pena discutir con alguien que tiene sus ideas tan mal. Sirius no parpadeó. —¿“Mal”? —repitió, con burla apenas velada. —Claro que sí. No me explico cómo un brujo puede decir que las cosas muggles son mejores que la magia. No es solo ridículo. Es estúpido. —¿Te molesta? —preguntó Sirius, mirándolo aburrido. —Es una idea muy idiota. —¿Algún problema con eso? —¿Con tu idea que está completamente equivocada? —Dilo sin sonar molesto, anda. —¡Es que no tiene sentido, Black! ¡Es una afirmación absurda! —¿Ah, sí? —¡Sí! —¿Por? —¡Porque tenemos magia, Black! ¡MAGIA! —James se irguió, como si la pasión lo empujara desde adentro—. ¡Es lo más increíble que existe! ¡Lo que nos hace distintos! ¡Lo que nos hace especiales! Se volvió hacia Peter, hacia Remus, buscando apoyo. Confirmación. Algo. No lo encontró. Volvió a mirar a Sirius. Su voz ya no tenía furia, solo incredulidad herida. —¿Tú… tú prefieres cosas muggles? ¿En serio? —negó con la cabeza, como si no pudiera procesarlo—. ¿Tú sabes lo que harían los muggles por tener esto? ¿Por encender una varita, por flotar un centímetro sobre el suelo? Fue Remus quien lo interrumpió por primera vez, con la voz firme. —¿Y tú cómo sabes que eso es lo que quieren los muggles? James parpadeó, confundido. —Porque es obvio. ¡La magia es extraordinaria! Y lo muggle es... bueno... ordinario. —¿Estás seguro de eso? —insistió Remus, mirándolo sin dureza, pero sin ceder—. Te lo repito: ¿cómo sabes que eso es lo que quieren los muggles? James tragó saliva, nervioso, pero no retrocedió. —Porque... porque es así. ¡Lo sé! Y por eso el mundo mágico está separado del muggle. Porque si no lo estuviera, ellos querrían usar la magia para todo, serían demasiado dependientes de nosotros. ¡Por eso estamos separados! ¡Así son las cosas! Remus bajó un poco la voz, pero su tono no perdió intensidad. —¿Sabes qué es lo que más me ofende, Potter...? Que lo digas porque realmente lo crees así. James lo miró, desconcertado, casi con desesperación. —¡¿Pero en qué me estoy equivocando?! —dijo ya, con un tono ligeramente molesto—. ¡Y sí, claro que creo eso! ¡Si no, no lo diría! —Claro que lo crees —le respondió ahora Sirius, con ese filo sutil que aparece cuando alguien ya ha escuchado lo mismo demasiadas veces—. Es lógico. Es lo que todos los brujos creen. James frunció el ceño, desconcertado, pero aquello no le dio buena espina. —¿Qué se supone que significa eso? —su voz se puso grave y filosa, a la defensiva. Sirius ladeó ligeramente la cabeza, como quien prepara el golpe que no dará con la mano. —Significa que hablas como alguien que nunca necesitó dudar de la magia. Como alguien que cree que basta con agitar una varita para que el mundo funcione. Déjame adivinar... —su tono bajó, ácido, casi elegante—. ¿Tuviste padres buenos? ¿Te celebraban cuando hacías flotar una pluma? ¿Te decían que eras especial? James se irguió, como si le hubieran dado una bofetada. —¡¿Y tú quién eres para suponer cómo viví yo?! —No lo supongo —dijo Sirius, tranquilo, pero sin suavidad—. Lo escucho cada vez que hablas. Hizo una pausa mínima, solo para que las palabras calaran. —Tú hablas como alguien que nunca tuvo que preguntarse si la magia era buena. Como si fuera obvio. Como si todos tuviéramos que amarla solo porque tú la amaste. Se encogió ligeramente de hombros, sin quitarle los ojos de encima. —Y no, no voy a hablar de tus padres. No me interesa. Eso sería fácil. Cobarde, incluso. Su tono era suave, pero afilado. —Yo prefiero escucharte. Porque basta con eso para saber que nunca saliste de tu burbuja. No es tu culpa. Pero sigue siendo una burbuja. Y desde ahí, es fácil decir que todo lo demás es menos, solo porque nunca lo tuviste que vivir. Hablas como alguien que siempre creyó que la magia era lo mejor del mundo. Como si fuera un milagro, y nada más. Y probablemente lo sigues pensando. Porque cada vez que abres la boca, es evidente que estoy frente a un niño criado en cuna de oro, tan protegido, tan bien alimentado de asombro… que cree que todo lo no mágico es menos. No por maldad. Piensas así porque tu mundo es tan pequeño, Potter. Tan perfectamente cerrado… que nunca tuviste que mirar más allá. Hizo una última pausa, y la voz apenas bajó. —Así que… ¿cómo culparte, si creíste que la pecera en la que naciste era el mar? —¿Y eso qué tiene de malo? —dijo, ahora sí con fuego en la voz—. ¡¿Qué tiene de malo haber amado la magia desde niño?! ¡¿Qué tiene de malo haber sido feliz con ella?! Su voz no temblaba, pero sus ojos ardían con algo más que enojo: con una mezcla de orgullo herido y tristeza feroz. —¡No es un crimen haber tenido suerte! ¡No me mires como si fuera culpable por haber crecido bien! Se levantó de golpe, como si el cuerpo le respondiera antes que la mente. Su sombra se proyectó contra las cortinas rojas, alta, tensa, viva. —¿De verdad crees que no sé lo que valen otras cosas? ¿Que no puedo entender el dolor solo porque yo no lo viví como tú? Lo señaló, no como un ataque, sino como una pregunta sin respuesta. —¡No me acuses de ver el mundo con ojos felices solo porque tú estás negro por dentro! El dormitorio estaba en silencio. Ni el crujido del viejo suelo de roble, ni el tic irregular de la lámpara flotante, ni el murmullo del viento contra los vitrales podía llenar ese espacio que había quedado en medio de ellos. El aire era espeso. No denso como el enojo ni cortante como el dolor, sino lleno de algo más difícil de nombrar. James estaba ahora sentado en su cama, con los puños cerrados sobre las sábanas. No temblaba. Pero había algo en su postura —algo en la forma en que apretaba los dientes sin darse cuenta— que sugería un tipo distinto de tensión. Una que no había sentido antes. No entendía por qué el pecho se le sentía tan apretado. Él solo había dicho lo que pensaba. Lo que siempre había pensado. Con esa pasión que lo había acompañado desde niño, esa certeza de que el mundo mágico era un privilegio, un regalo. ¿Cómo podía alguien no verlo así? Pero Sirius no le había respondido con burla, ni con desprecio. No lo había ridiculizado. Había hecho algo peor. Lo había mirado como si le doliera. Como si lo que James acababa de decir no fuera solo un error, sino como algo que ya había oído demasiadas veces. Algo que lo empujaba de vuelta a un lugar donde la magia no era maravilla, sino castigo. Y ahora, James no sabía qué hacer con eso. Peter, desde su cama, lo observaba en silencio. Tenía la boca entreabierta y los ojos muy abiertos, como si esperara que James rompiera el momento con una broma o una carcajada. Pero no dijo nada. Y esa ausencia de palabras pesó más que cualquier burla. Sirius tampoco hablaba. Seguía sentado, con los hombros tensos, pero sin hostilidad. No había en él el aire de quien había ganado una discusión. Solo el de quien había dicho lo que no quería seguir callando. Respiraba lento. Casi como si aún no estuviera del todo seguro de haberlo dicho en voz alta. Remus era el único que no miraba a nadie. Estaba encorvado sobre su cama, con la cortina ligeramente corrida, dejando apenas entrever su silueta. Tenía el libro abierto sobre las piernas, pero hacía rato que no pasaba página. La lámpara flotante parpadeó con un leve zumbido. Entonces, la voz de Remus surgió, suave, sin dramatismo, pero con una claridad que cortó el aire: —A veces… no se trata de quién tiene razón. James alzó la vista. Sirius también. Remus no los miró. Seguía con la cabeza gacha, los ojos puestos en algún punto invisible entre las líneas de su libro. —Se trata de… varias cosas —continuó—. De dónde te tocó nacer. De qué cosas te enseñaron a amar. De… las marcas y castigos que te dio la vida… Su voz no tenía juicio. Era más bien una especie de resignación sabia, de esa que no se aprende leyendo, sino sobreviviendo. —Hay dolores que no se entienden desde afuera. Como también hay luces que no todos aprendimos a mirar igual… Perspectivas —repitió, como si esa palabra contuviera todo lo demás—. Todo es cuestión de… perspectivas. Y entonces, volvió el silencio. Solo se quedó ahí, como una presencia entre las cortinas, las sombras, y la respiración irregular de cuatro niños que, esa noche, comprendieron que la magia no era igual para todos al parecer. ________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Deliberadamente me di la libertad de cambiar las edades de varios personajes canónicos. Este es un UA (Universo Alternativo) y eso me dio más libertad creativa. Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales: MuninnMasbath [ TikTok ]CAPÍTULO 10. LOS LEONES NO RUGEN
2 de diciembre de 2025, 2:27