ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
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3
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planificada Maxi, escritos 267 páginas, 92.169 palabras, 12 capítulos
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CAPÍTULO 9. AROMAS DE SOBERBIA

Ajustes de texto

Jueves 2 de septiembre – 1971

Severus frunció los labios y se ajustó la túnica. La siguiente clase, al menos, prometía terreno más favorable: Pociones. Y en eso, nadie —absolutamente nadie— le ganaría. La mazmorra donde se dictaba la clase tenía una atmósfera distinta. Las paredes de piedra, el frío húmedo, el olor a hierbas secas, alcohol de dragón y raíces fermentadas creaban un ambiente cerrado, denso, como si el aire pesara más ahí abajo. El aula olía a vinagre, miedo y ambición. Los frascos de ingredientes estaban organizados con precisión, y los calderos alineados en filas perfectas brillaban como espejos ennegrecidos. En las estanterías flotaban órganos conservados en líquidos verdosos, trozos de piel iridiscente de salamandra y raíces que parecían moverse suavemente dentro del cristal, como si respiraran. Cada mesa tenía su mortero de piedra, su balanza calibrada, su cuenco para lavarse las manos. Todo dispuesto como un quirófano silencioso. Nadie hablaba más de lo necesario. Y para Severus Snape, aquello era un paraíso. Había algo hipnótico en ese orden frío, en ese control sensorial, en la certeza de que cada cosa debía hacerse de una única manera correcta. Allí no importaban las risas, ni las alianzas sociales, ni los gestos amables. Solo importaba la ejecución. Y él, en ese terreno, no cometía errores. Sin embargo, estaban todos los alumnos y el profesor aún no llegaba. Y por eso, Severus ya estaba impaciente. En su mente, el procedimiento entero ya había comenzado para casi todas las pociones del libro de primer año. Recordaba cada paso, cada aroma, cada advertencia que su madre le había enseñado en la pequeña cocina de su casa. Porque ella hacía pociones para vender, y él le ayudaba. Aprendió con sus viejos libros de texto, los mismos que ahora tenía frente a él. Aquel día en el Callejón Diagón, no compraron ni un solo libro nuevo. Su madre, Eileen, le había heredado los suyos, guardados en un baúl que olía a tiempo y abandono. Eran los mismos que ella había usado cuando fue alumna en Hogwarts. Las cubiertas estaban desgastadas, los márgenes llenos de anotaciones con su letra fina y oscura. Por eso mismo, Severus Snape sabía tantas cosas. Los había leído todos. De principio a fin. Claro que eso no significaba que los entendiera del todo. Pero los presumía como si así fuera. Cortó. Midió. Alineó. Todo en silencio dentro de su cabeza. El ruido del aula era molesto, apenas un accesorio. El bullicio de los demás solo interrumpía la sinfonía perfecta que él ya había ensayado decenas de veces. Y por primera vez desde que empezó Hogwarts, sonrió. No porque fuera feliz. Sino porque sabía que ese era su mundo. Y los demás apenas estaban entrando en él. Lily lo notó. Se inclinó un poco hacia él, apenas lo suficiente para que solo él la escuchara. —Hey… ya casi empezamos. Tranquilo, Severus. Te noto tenso. —Es porque ya han pasado diez minutos de la hora y aún no inicia la clase. Este profesor debería ser más estricto con el horario —susurró, sin apartar la vista del caldero frente a él. James, que los escuchó desde la mesa justo detrás, frunció el ceño. —¿Vas a empezar a quejarte por solo diez minutos…? ¿En serio? —Mira quién lo dice —soltó Snape sin girarse—. El animal que corrió como un descerebrado para llegar temprano a Encantamientos. —¡Oye! —saltó James, incorporándose un poco en su asiento con indignación mal disimulada. —Chicos… los calderos aún están vacíos. No hagamos que hierva otra cosa antes de tiempo. La voz vino desde la puerta, suave y cálida, con un dejo de humor refinado. El profesor acababa de entrar, caminando con esa cadencia tranquila que no se apuraba por nada ni por nadie. Vestía su túnica de terciopelo verde oscuro con forros de seda que se mecían apenas con su paso, y cada uno de sus dedos lucía un anillo de plata antigua, algunos con piedras verdes y amatistas opacas. Llegaba tarde. Y lo sabía. Pero no parecía importarle en absoluto. Unos minutos antes, había estado platicando en la puerta con una alumna de Hufflepuff, que le entregaba un pequeño paquete envuelto en servilletas de flores. Galletas de mantequilla, por el aroma dulce que ahora flotaba sutilmente a su alrededor. El final de su conversación se escuchó, apenas un murmullo cortés y cálido antes de que la chica se retirara con una sonrisa orgullosa. Ahora, Horace Slughorn caminaba hacia su escritorio con la misma tranquilidad de un gourmet acercándose a su cata. Su presencia llenaba el aula con un aroma tenue a madera añeja, almizcle especiado y la nota dulce de galletas recién horneadas. Su mirada recorría a los alumnos con un brillo evaluador, casi felino, como un catador oliendo un vino recién decantado antes de decidir si valía la pena probarlo. —Permítanme presentarme, queridos —dijo con una sonrisa que se abría con calma, casi felina—. Horace Eugene Flaccus Slughorn, Maestro de Pociones, ex miembro del Alto Consejo Alquímico de Gran Bretaña, y —se inclinó ligeramente, en un gesto educado y elegante— un amante de las mezclas bien hechas, de las reacciones silenciosas y de los resultados que satisfacen tanto al intelecto como al sentido. Cada palabra estaba elegida con cuidado, pronunciada con un ritmo cálido y pausado, como si apreciara el acto de hablar tanto como el de enseñar. Su voz era envolvente y firme, modulada con la suavidad de quien domina su presencia sin necesidad de alzarla. —Mis jóvenes alquimistas —entonó con un matiz ligero de humor, sus ojos brillando con inteligencia tranquila—, hoy prepararemos una de mis pociones favoritas: la Infusión Calmante de Verbena Plateada. Nada de explosiones —alzó un dedo con teatralidad suave—, nada de dramatismos innecesarios. Pero si lo hacen bien… —cerró los ojos un instante, como saboreando el recuerdo—, tendrá un aroma claro y delicado, dejando en el aire una sensación de calma, como la brisa fresca de la tarde. Algunos alumnos rieron, tensos y nerviosos. Sirius bufó con hastío. James miró con disgusto un frasco de moco de rana que flotaba en un estante cercano, convencido de que esa masa gelatinosa lo miraba de vuelta. Slughorn paseó su mirada por la clase, con la serenidad de quien ya sabía lo que cada uno daría de sí. —Esta receta es sutil, mis tesoros. Un movimiento brusco, un error mínimo… —inclinó la cabeza con gravedad contenida— y terminará oliendo a hierba podrida y decepción. Se desplazó entre las filas sin prisa, su túnica de terciopelo verde oscuro ondeando suavemente, mientras sus anillos de plata capturaban la luz tenue de los frascos y calderos. Sonreía a cada alumno con una calidez medida, como si evaluara silenciosamente sus posibilidades. Finalmente, llevó una mano al pecho en un gesto tranquilo, y su sonrisa se ensanchó apenas: no era del todo bondadosa, ni cruel… solo la sonrisa segura de alguien que sabía exactamente quién era y cuál era su lugar en el mundo. —¡Oh! —añadió enseguida, como si se le escapara una pepita de oro de entre los labios—. ¡Y no olvidemos el Club de las Eminencias! —entonó, casi como un estribillo aprendido—. Reuniones privadas, cenas exquisitas, conexiones con antiguos alumnos brillantes… Muchos de ellos hoy en el Ministerio, o en equipos profesionales de Quidditch. Un invento humilde mío, claro está. No cualquiera entra. Hay que tener… talento, sí, pero también presencia, ambición, carisma. Se detuvo, esperando la reacción del grupo. Algunos alumnos parpadearon sin entender. Otros se miraron entre sí, dudando si debían comentar algo. Slughorn no se inmutó ante el silencio. —¿No han oído hablar de él? ¡Oh, eso cambiará pronto! —prosiguió, con una sonrisa amplia—. Es un pequeño círculo de jóvenes brillantes… aquellos con chispa, gracia… y potencial. Gente que uno nota antes incluso de que abran la boca. Como un buen vino, o una poción bien hecha… su esencia se percibe. Hizo una pausa larga, dejando que sus palabras reposaran como ingredientes macerando en un frasco. —No se preocupen, siempre estoy observando. Siempre. Quién sabe… —miró al grupo con esos ojos evaluadores que parecían diseccionar cada alma—, tal vez alguno de ustedes ya esté en camino. O quizá… uno ya esté justo frente a mí. Severus apretó la mandíbula. Se sentía como un violinista obligado a escuchar una orquesta desafinada antes de poder tocar. Slughorn continuaba hablando, su discurso se volvía un murmullo lejano para Snape. —¿Pero acaso no puede callarse ya? Por Dios… —Shh, te va a escuchar —susurró Lily, inclinándose hacia él. —¿En serio crees que eso sea posible? —bufó Severus, sin apartar la mirada del profesor—. Con lo evidente que es que ama escucharse a sí mismo… —Como otras personas también lo hacen, acá, frente a mis ojos… —le soltó James desde atrás, su voz cargada de veneno mientras le taladraba la nuca con la mirada. Severus giró apenas la cabeza, mirándolo por encima del hombro con frialdad. —Habla por ti, Potter —siseó, cada sílaba cargada de desprecio seco. Remus observaba curioso. Corvus, más pálido de lo habitual, sostenía el borde de su mesa con dedos rígidos. —¿Necesitas ir a la enfermería? —susurró Remus. —No. Solo... —Corvus no terminó. El olor normal del ambiente lo estaba mareando. No quería ni imaginar cuando empezaran. ... Lo imaginó. Eso le revolvió más el estómago, palideciendo salvajemente. —¡¿Cambiaste de color?! —le preguntó Kassandra, consternada. Lily volvió a mirar a Snape, quien apenas contenía la impaciencia. Movía los dedos sobre el borde de la mesa con un ritmo inquieto, mientras con la otra mano se rascaba por debajo de las uñas, como si necesitara canalizar la energía de alguna forma. Ni siquiera había tocado aún los ingredientes, pero ya estaba mentalmente tres pasos adelante de todos los presentes. —No tienes por qué ponerte nervioso, Severus —dijo ella en voz baja, sonriendo—. Va a decirnos cuándo empezar en cualquier momento... ¡A mí también me gusta mucho la idea de hacer una poción contigo! —¿Perdón? —saltó James—. ¿Ahora qué? —Nada. Nada que puedas entender, Potter. Slughorn carraspeó, pero su tono seguía untado de azúcar. —Bien, bien, no todos tenemos el mismo apetito. Pero paciencia, que todo llega a su hervor en su debido momento... Snape se removió en su asiento, el ceño fruncido. Se rascó con más fuerza bajo la uña del pulgar. Pero esta vez no con fastidio... sino con atención. La idea del Club de las Eminencias había logrado algo que ni las sonrisas de Slughorn ni su discurso azucarado habían conseguido: despertar su interés. Un círculo selecto. Contactos. Reconocimiento. Era, en cierto modo, una versión institucionalizada de la Sala Sur en Slytherin. Y eso lo entendía muy bien. Lily lo notó de inmediato. —¿Te interesa eso del club, Severus? Snape solo asintió muy, muy despacio. Sin sonreír, pero con una chispa distinta en los ojos. —Si termina de vender su club, quizá podríamos… no sé, hacer pociones y ganarnos ese puesto —murmuró entre dientes. Lily contuvo la risa. —A mí me parece un plan perfecto. James, al oírlo, no se contuvo: —No creo que le dejen entrar, Evans. Las serpientes grasientas como él no entran en nada glamoroso nunca. Snape finalmente volteó, regalándole una mirada de odio. Slughorn, ajeno —o fingiendo estarlo—, continuó: —No solo aprenderán a replicar una receta. Aprenderán a sentirla. A distinguir cuándo una nota amarga ha contaminado el corazón de una infusión perfecta. A oler la diferencia entre una verbena marchita y una viva. La poción debe cantar. Y ustedes… ustedes deben aprender a escucharla. Con un suspiro teatral, se volvió hacia su escritorio, donde reposaba un enorme libro de cubierta verde oscura, el cuero agrietado por los años y las esquinas reforzadas con remaches de plata. Lo alzó con ambas manos como si levantara un trofeo de guerra, y se giró hacia la clase con una sonrisa oronda. —Este, mis tesoros, es El Arte Supremo de las Pociones Cotidianas —golpeó suavemente la tapa con los dedos anchos, haciendo tintinear sus anillos—. Escrito por su servidor… hace ya algunos años, cuando la inspiración me golpeó como un martillazo de hierro caliente. Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran como un perfume denso y dulce. —Ahora, busquen su ejemplar —ordenó, con un movimiento amplio de su mano. El aula se llenó de sonidos de mochilas, cuero y papel arrugado. Cuando los libros estuvieron sobre cada pupitre, Slughorn caminó despacio entre las filas, su túnica de terciopelo rozando el suelo como una sombra elegante. —Ábranlo en la primera página —dijo, con una suavidad cargada de vanidad contenida—. ¿Lo ven? Mi nombre… Horace Eugene Flaccus Slughorn, Maestro de Pociones. Ese nombre, mis queridos, será su guía durante todo este primer año. Se detuvo y bajó ligeramente la cabeza, mirando a toda la clase de forma fija por encima de sus elegantes anteojos. —No olviden nunca quién les enseñó estas fórmulas. Ni quién dedicó años de su vida a perfeccionarlas para ustedes —su voz se volvió más grave, casi un ronroneo satisfecho—. Las pociones, como la fama, requiere humildad… pero también memoria. Nunca olviden a sus mentores. James rodó los ojos y murmuró algo apenas audible para Sirius: —Sí, claro… como si alguien pudiera olvidarse de ese ego. Sirius soltó un bufido de risa, pero calló enseguida cuando Slughorn giró hacia ellos con una ceja alzada. Lily, en cambio, acarició la página con la yema de los dedos. Había algo solemne y hermoso en ver el nombre del autor de su libro frente a ella, en carne y hueso. Sonrió con admiración genuina. Severus bajó la vista hacia su propio ejemplar, el viejo libro heredado de su madre. Sus dedos largos descansaron sobre la página amarillenta, y su uña siguió con cuidado el nombre impreso del autor: Horace Eugene Flaccus Slughorn. Apenas lo miró. Su vista descendió instintivamente hacia la esquina inferior de la página, donde, con tinta negra ya deslavada, se leía en una caligrafía elegante y angulosa: Este libro es propiedad de Eileen Prince. Sintió un tirón leve en el pecho. No era orgullo, ni nostalgia. Era algo más denso y privado. Como si al verla ahí, antes que a Slughorn o cualquier otro mago célebre, el mundo recuperara su orden. Porque antes que ese profesor engalanado, antes que Hogwarts, antes que todo… estaba ella. No dijo nada. Solo apretó los labios y se preparó. Porque si había un terreno en el que él reinaba en silencio… era este. —Bien, bien, mis pequeños alquimistas —anunció por fin el profesor, palmeando suavemente su escritorio como si diera inicio a una cena de gala—. Pueden abrir sus libros en la página treinta y dos. Allí encontrarán la receta de la Infusión Calmante de Verbena Plateada. Un suspiro colectivo de anticipación recorrió el aula. El sonido de páginas pasando llenó la sala como una brisa suave, acompañado por el leve rechinar de calderos siendo arrastrados sobre la piedra. —Presten atención —continuó Slughorn con voz cantarina—. Los ingredientes ya están distribuidos sobre las mesas en frascos numerados. Cada uno tiene la cantidad exacta para preparar una poción. No tomen de más. Hay suficiente para todos, pero esto no es un buffet. Quiero ver su sentido de mesura tanto como su precisión. Se paseó entre las filas, señalando con su varita los pequeños frascos etiquetados con su caligrafía ornamentada. Había flores secas de verbena plateada, agua destilada con esencia lunar, polvo de perla finamente triturado y unas gotas de resina de saúco, entre otras cosas. —Esta —explicó, sosteniendo un frasco de verbena frente a su rostro con delicadeza— es una infusión usada para calmar la mente, templar los nervios y aliviar ligeras agitaciones del pecho y la respiración. Es suave… pero no simple. Si la verbena se quema, produce amargura extrema; si el polvo de perla no se integra en el orden correcto, se precipita al fondo, y no servirá de nada. La poción perderá su claridad, su brillo… y su efecto. Dejó el frasco sobre la mesa con un gesto lento y medido, su anillo de plata tintineando contra el vidrio. —No se trata solo de seguir instrucciones —dijo, recorriendo con la mirada a sus alumnos, uno por uno, evaluando con la intensidad de un joyero midiendo impurezas—. Quiero observar sus decisiones, su enfoque... y su estrategia. Quiero ver de qué están hechos cuando el caldero empiece a hervir. Algunos estudiantes tragaron saliva. Otros ya estaban evaluando mentalmente el orden en que mezclarían cada componente, repasando mentalmente cada paso con nerviosismo contenido. Pero Severus Snape, con las manos inquietas y los ojos encendidos, ya estaba haciendo la poción en su mente. Cada palabra de Slughorn era una distracción que le costaba soportar. El sonido del fuego burbujeando bajo los calderos se mezclaba con el eco tenue de cuchillas sobre madera, del gotear meticuloso de líquidos espesos, del susurro contenido de hojas de pergamino moviéndose como respiraciones nerviosas. La clase de Pociones, lejos del bullicio de Encantamientos o la monotonía de Historia, era un templo de concentración. Un quirófano emocional donde cada alumno quedaba desnudo ante sus propias limitaciones. Slughorn alzó una ceja, satisfecho con la mezcla de nervios y ambición que flotaba en el aire. —Pueden comenzar... ahora. Snape se removió en su asiento, el ceño fruncido. Se rascó con fuerza bajo la uña del pulgar. Pero esta vez no con fastidio... sino con atención. Leía el libro con rapidez, acostumbrado a recorrer esas páginas desde que era un crío. A diferencia de los ejemplares nuevos y limpios que tenían los demás, el suyo era viejo, con el lomo roto y las esquinas dobladas. Pero ese libro… no era como los de los demás. Las hojas estaban llenas de marcas: palabras tachadas con tinta azul pálida, asteriscos junto a ingredientes, flechas que cambiaban el orden de pasos, notas al margen escritas con letra pequeña y apretada. Algunas eran antiguas, con caligrafía elegante y recta. Otras, más recientes, con su letra nerviosa y puntiaguda. Mientras avanzaba en la lectura, sus ojos iban de la receta original a las correcciones, y un cosquilleo contradictorio le subió por el pecho. Las anotaciones de su madre —Eileen Prince— estaban por todas partes, corregían cada instrucción con precisión quirúrgica y, en los espacios en blanco, Severus había empezado a añadir las suyas propias con tinta negra. Mientras repasaba la receta, una sombra se alzó a su lado. —¿Y esto…? —dijo Slughorn, frunciendo el ceño con una mezcla de extrañeza y leve desagrado al observar el estado del libro—. Está todo… rayado y manchado. ¿Por qué? Severus parpadeó, incómodo, y sus dedos largos se tensaron sobre la mesa. Bajó la vista, notando las manchas de tinta, los márgenes cubiertos de anotaciones, tachaduras, flechas y números reorganizados. Slughorn no dijo nada más; simplemente lo miró fijamente, con las cejas arqueadas en un gesto inquisitivo que exigía respuesta. Severus tragó saliva, incómodo bajo esos ojos atentos, y murmuró con su voz baja y áspera: —Snape, señor. Mi nombre es Snape. Y… son correcciones. Slughorn entornó los ojos, evaluándolo en silencio por un segundo más. Luego habló, con un tono suave pero cargado de filo: —Correcciones… —repitió, degustando la palabra con desdén—. Señor Snape, le aconsejo que no improvise con mis recetas. Si están impresas así, es porque han sido probadas, revisadas y perfeccionadas. No quiero accidentes, brebajes inestables ni explosiones que manchen mi aula. La técnica existe por un motivo. Sígala al pie de la letra. Entonces, su expresión cambió. Sonrió suavemente, como si algo divertido se le hubiera ocurrido. Caminó hasta su escritorio con pasos lentos y medidos, abrió el cajón inferior y extrajo un libro nuevo, impecable, con su nombre dorado brillando en la portada. Volvió junto a Severus y, sin previo aviso, lo colocó sobre su ejemplar rayado con un gesto suave pero firme. —Tenga. Siga las instrucciones como debe —dijo, en voz lo bastante alta para que varias mesas lo escucharan—. Si es por falta de dinero que su libro está en tan… precarias condiciones, dígamelo y se lo regalaré con gusto. Un silencio denso cayó un segundo, seguido de risas contenidas. James Potter dejó escapar un bufido burlón que no intentó disimular. Sirius sonrió con un colmillo apenas visible, mirándolo como si fuera un chiste andante. Crowley Prince, desde su lugar, se rió bajo, con esa risa suave y venenosa que solo usaba cuando algo le parecía deliciosamente humillante. Severus no levantó la vista. Sus hombros se tensaron, como si el aire de la mazmorra hubiera bajado diez grados de golpe. Sus dedos se cerraron sobre el libro nuevo, sintiendo su peso frío y perfecto… y por dentro, algo ardía con un calor oscuro y seco, como carbón encendido. Los calderos burbujeaban con distintos tonos y espesores, desprendiendo vapores de todo tipo. Algunos eran ligeros y aromáticos, como si provinieran de un campo de flores silvestres; otros más densos y oscuros recordaban a resina caliente o miel quemada. La atmósfera del aula era densa, impregnada de verbena, metal húmedo y un tinte amargo a incienso mal hervido. Crowley pasó su dedo desnudo por la superficie de la mesa. Un rastro oleoso quedó adherido a su piel, como si la limpieza hubiera sido apenas una ilusión. Sacó un pequeño pañuelo de lino con iniciales bordadas en verde y limpió con desagrado el dedo, mirando la madera con una mueca breve y elegante. Luego, examinó con desconfianza una probeta de vidrio que parecía haber sobrevivido a varias eras. La agitó con delicadeza, temeroso de quebrarla. Nada. La abrió con cautela. El líquido se negaba a salir, denso como resina estancada. Bajó el frasco y miró su interior con atención, buscando la razón de la obstrucción. Fue entonces cuando la vio: una masa flotante, casi sólida. Cucarachas fermentadas. Crowley se tensó. El asco le subió como un golpe de calor al rostro. Casi tira el frasco. Lo colocó sobre la mesa con un golpecito tembloroso, respirando por la nariz con control estudiado. —Por Merlín… —murmuró, su voz suave pero cargada de repulsión—. Qué asco… —Prince, si no me equivoco —advirtió Slughorn desde el otro lado del aula, su tono almibarado pero con un filo seco—. Menos sarcasmo, más poción. No estás evaluando vino. Crowley alzó la vista hacia él con lentitud, y su sonrisa volvió a aparecer, fina y venenosa. —Oh, profesor, créame… —dijo con voz modulada—. Ni el peor vino del Callejón Knockturn merece este insulto. Slughorn resopló con una pequeña risa nasal y continuó su paseo entre calderos. A su lado, Corvus miraba con puro horror el frasco de Crowley. Sus pupilas se habían contraído, fijas en aquella masa oscura que flotaba en el líquido denso como un cadáver en formol. Una arcada silenciosa le estremeció el pecho. Rápidamente, se cubrió la nariz y la boca con su túnica, como si eso bastara para contener el asco que le subía como una marea tóxica. —…Creo que voy a vomitar… —murmuró, la voz apagada detrás de la tela, apenas más que un suspiro desesperado. Crowley giró ligeramente el rostro hacia él, sin perder la compostura, y arqueó una ceja con fría irritación. —Hazme un favor, hermano —dijo en voz baja, con la calma mordaz de quien ha perdido la paciencia en silencio—. Si vas a vomitar, no lo hagas sobre mi capa nueva. Corvus, lívido, se inclinó hacia atrás como por reflejo, intentando poner más distancia entre él y el frasco maldito. Al hacerlo, chocó torpemente con la mesa de los alumnos que estaban justo detrás. Los frascos temblaron; uno rodó hasta casi el borde. Corvus se apoyó en el canto de la mesa con una mano temblorosa, recobrando el equilibrio con un hilo de dignidad apenas sostenido. —…Disculpen —susurró, sin mirar a nadie, con la voz aún amortiguada por la túnica, tan pálido que parecía a punto de desmayarse. Remus levantó la mirada cuando toda la mesa se tambaleó. Hasta ese momento había trabajado con movimientos constantes y silenciosos, pero algo en la forma en que Corvus se sostenía —tenso, blanco, descompuesto— capturó su atención. Lo observó con la misma calma con la que uno estudia una poción inestable, sin tocarla todavía. —¿Te sientes bien? —preguntó, bajando un poco el cucharón. Corvus no respondió. Respiraba con dificultad, visiblemente incómodo con los aromas densos del aula. —Ehh... —hizo un sonido Kassandra von Karma, ladeando la cabeza hacia él con una mezcla de curiosidad torpe y sincera preocupación—. ¿Te bajó la presión? Corvus negó apenas con la cabeza, aún tapado, como si cualquier palabra pudiera desatar la náusea. Kassandra abrió la boca para decir algo más, pero en vez de eso, simplemente lo observó con una cucharita suspendida en el aire, como si estuviera decidiendo si le ofrecía ayuda o un comentario inútil. Remus intercambió una breve mirada con ella. Kassandra le devolvió el gesto con una sonrisa ladeada, como si no supiera del todo qué hacer, pero quisiera dar la impresión de que todo estaba bien. Mientras tanto, Sigurd Bletchley —Hufflepuff— forcejeaba con un pedazo de raíz de malva. Con un chasquido húmedo, el cuchillo rebotó y la raíz golpeó a un Ravenclaw en la nuca. —¡Auch! —¡Lo siento! ¡Se me resbaló! —¡No corten como si estuvieran matando ratas! —tronó Slughorn—. ¡Esto son pociones, no carnicería! Peter, encogido en su banco, había sido emparejado con Lowe. Ninguno de los dos parecía contento con el arreglo. Lowe no lo miraba siquiera, centrado en ajustar su balanza sin emitir palabra. Snape trabajaba en silencio, con una precisión casi antinatural. Su varita descansaba sobre la mesa: no la necesitaba. Vertía, removía, calculaba cada paso sin mirar el libro. Sus dedos se movían con automatismo crispado, como si cada movimiento contuviera una queja no dicha. El ejemplar nuevo, reluciente y estéril, yacía abierto a su lado como una ofensa personal. De vez en cuando, le lanzaba una mirada despectiva, murmurando con el ceño fruncido: —No, no, no... —susurró—. Esto es una receta para mediocres. ¿Cómo se les ocurre hervir la verbena a esa temperatura? Se amarga. —¿Severus? —susurró Lily, inclinándose apenas hacia él. —Está mal —repitió, la mandíbula apretada—. Es una simplificación vulgar para manos torpes. ¿Dónde están los márgenes de tolerancia? No hay ninguna nota sobre el macerado previo, ni la sinergia entre ingredientes. Esto no es una fórmula... es una receta de cocina mal escrita. Lily contuvo una risa, como si no supiera si reír o preocuparse, y le dio un leve codazo. —Bueno, receta de cocina o no, empieza ya, antes de que explotes. —Exploto si sigo leyendo esto —refunfuñó, alineando los ingredientes con una obsesiva meticulosidad—. Es como si lo hubiera escrito un elfo doméstico sin papilas gustativas... y miope. Ella ladeó la cabeza, observándolo con atención. Luego, en voz baja: —Escuchaste lo que dijo el profesor. —Y no me importa lo que haya dicho —respondió él, seco—. Si esto se hace como dice el libro, va a salir mediocre. Pero si cambio los pasos, me regaña. Así no se puede trabajar. El pétalo necesita infusión en frío primero, no esto... Lily se lo quedó mirando por un segundo largo. Se colocó el cabello detrás de la oreja y dijo, sin ironía: —Entonces hazlo como tú sabes hacerlo, Severus. Demuéstrale que tu método es mejor. Si no te deja usar tu libro, que al menos te deje usar tu criterio. Severus la miró detenidamente. En sus ojos había algo difícil de ignorar: un brillo suave, entre orgullo y desafío, que lo desarmó por dentro. Apretó los labios, y con un asentimiento pequeño, pero firme, dijo: —Me va a salir mejor. —Y no porque el libro tenga razón —añadió Lily, empujando el volumen nuevo hacia un costado con dos dedos, como si contaminara la mesa—. El Club de las Eminencias va a tener que reconocerlo tarde o temprano. Así que más te vale hacerlo como tú sabes, ¿eh? Quiero ver el talento que yo sí veo en ti. Hubo un silencio suave entre ellos. —Yo por mi parte seguiré el libro, no porque crea que sea mejor, sino porque aún no tengo el valor de improvisar. Pero si veo que lo tuyo tiene más sentido… ¿me explicarías cómo hacerlo? Severus asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad. Remus, concentrado y discreto, removía su poción con movimientos constantes. Su fuego era controlado, y el líquido burbujeaba con un color aceptable, aunque no perfecto. De vez en cuando, sin levantar del todo la vista, echaba una mirada lateral hacia Corvus, que seguía pálido como un espectro. —¿Necesitas… la enfermería? —susurró, con voz baja y sin dramatismo. Corvus negó lentamente con la cabeza, sin apartar los ojos del caldero. Finalmente empezaba su preparación. Su voz fue apenas un murmullo: —Estoy bien… solo… no me gusta este olor. Me marea. Remus dudó, y luego volvió a hablar, con la misma calma atenta: —¿Quieres que termine tu mezcla? Corvus negó otra vez, esta vez con más claridad. Tomó aire por la nariz, despacio, como si intentara recuperar el control que se le escapaba por los poros. Cuando habló, su tono era suave, pero firme como una puerta cerrada: —Estoy bien. En serio. No quiero retrasarlos a ustedes. Pueden seguir. No es tan grave. Aunque su voz era baja, tenía la gravedad exacta de alguien que no está pidiendo comprensión, sino espacio. Sus manos temblaban apenas, pero mantuvo el ritmo con obstinación. Kassandra, que estaba en la misma fila, se inclinó un poco hacia él, entrecerrando los ojos con preocupación. —¿Estás seguro? Cada vez estás más blanco… Y eso que tú ya eras blanco. Corvus no respondió. Pero su mirada —seca, orgullosa, impenetrable— bastó para que ella no insistiera. Kassandra se enderezó con un leve gesto de retirada, respetando sin entender del todo. Al otro lado del aula, Peter Pettigrew parecía atrapado entre Lowe, que no hablaba, y su caldero, que empezaba a burbujear de forma sospechosa. Peter lo miraba como si fuera una criatura a punto de estallar, y aunque no pedía ayuda, sus manos daban pequeños tirones ansiosos a la manga de su túnica, como si quisiera desaparecer en ella. Snape, aún sin tocar su varita, comenzó su procedimiento alternativo. No usaba su viejo libro… pero tampoco el nuevo. Ahora, solo confiaba en una cosa: su método propio y su intuición. En lugar de seguir la receta al pie de la letra, maceró primero los pétalos con una presión rítmica, casi ritual, como él sabía que debía hacerse. Luego añadió una microgota de extracto de ajenjo, murmurando por lo bajo: —Para cortar la acidez… El libro de Slughorn lo omite, claro —ironizó, sin apartar la vista de su mezcla. A su lado, Lily seguía el libro con extrema delicadeza, pero no podía evitar espiar, de reojo, los movimientos de Severus. Sonreía con orgullo contenido: lo conocía demasiado bien. Aunque no lo dijera, lo admiraba. Y más de una vez, lo que él hacía la obligó a detenerse. —¿Por qué partiste en diagonal ese tallo? En el libro dice que debe cortarse perfectamente horizontal. Severus no la miró, pero respondió de inmediato, como si la explicación ya estuviera lista desde antes: —Porque al cortar en diagonal, aumentas la superficie de exposición al aire y al líquido. El tallo absorbe mejor, y libera más rápido sus propiedades si hay infusión caliente. En horizontal… se ahoga. Lily parpadeó. Luego asintió despacio, y sin más preguntas, repitió el corte en diagonal. La mezcla de Severus adquiría un tono plateado, suave, casi etéreo. Su aroma era tenue, como a lluvia sobre piedra caliente. Sus movimientos eran meticulosos, contenidos. Toda su expresión se había vuelto más calma… pero no por tranquilidad, sino por foco absoluto. Lily, por su parte, seguía aún el libro, pero con una atención quirúrgica. Tomó prestado un par de ideas de Severus —el orden de las vueltas, el tiempo exacto de cocción entre ingredientes— y su preparación también comenzaba a tomar una forma clara, uniforme, agradable. Era como si hubiera destilado la lógica de Severus, pero sin el veneno emocional. Solo precisión. —No está mal, Evans —murmuró él, sin emoción aparente… pero era casi un halago. —Tú tampoco, Príncipe del Drama —respondió ella con una sonrisa cómplice. La clase continuó. James Potter y Sirius Black compartían la mesa juntos. Sirius cortaba raíces con una sonrisa burlona, mientras James se inclinaba sobre un frasco con cara de asco. —¿Esto es... moco de salamandra? —preguntó James. —¿Qué esperabas? ¿Merengue mágico? —respondió Sirius. —No —le contestó mirándolo—. Se supone que debe ser de color violeta, no verde. Esto ya está caducado. Sirius parpadeó. —¿Sabes de pociones? —preguntó con genuina confusión. —¡Claro que sé de pociones! —dijo con tono presumido, hinchado el pecho—. El fundador de la familia Potter fue el mismísimo Linfred de Stinchcombe, un pocionista pionero creador de la gran mayoría de las pociones medicinales que se usan actualmente. Y mi padre es nada más ni nada menos que el famoso Fleamont Potter~ Dijo aquello como si aquello lo dijera todo. Sirius le miró como si tuviera tres narices. —¿Quién? —Fleamont Potter —repitió James. Hubo un silencio. —¿Uno de los mayores magnates en el negocio de las pociones de los últimos cien años? —insistió el de lentes. Sirius se le quedó mirando… y negó con la cabeza. —… Fue el inventor de la crema para el cabello hecho llamada Sleekeazy—a ver si con eso lo ubicaba. —¡Eso sí me suena! –Sirius chasqueó los dedos, con reconocimiento—. Espera… ¿Tu padre es dueño de esa marca? —¡Él inventó la poción! La manufacturera está en China, y está hecho con gomas barbadensis, cabello de dragón asiático y jalea de petróleo. Es un éxito de ventas a nivel mundial y, si me permites decir, cada vez tiene más demanda cada mes~ Sirius soltó una breve risa. —Pues es evidente que tu no la usas porque tu cabello es un puto desastre. La sonrisa de James se eliminó y le miró con fastidio. —Me gusta mi cabello tal cual como está. Me hace sentirme rebelde. Además… En casa, me obligaban a usarlo. Me juré que entrando a Hogwarts me desharía de esa cosa.Viví con kilos de crema toda mi vida, tenía el cabello tan lacio y lleno de esa grasa que me siento alérgico cuando veo algo tan… tan… Arg, me da asco recordarlo —se estremeció. —¿Como el cabello de cierto Slytherin…? James parpadeó y miró hacia Snape... —Oh… Por algo me parecía tan desagradable… Es verdad… —ladeó la cabeza en señal de reconocimiento, lentamente. Sirius asintió de manera densa. —Si ves algo que reconoces y se parece a ti, una de dos~ o lo amas o lo desprecias. Eso es del subconsciente~ —Ay, no… No, no, no… —mirando con horror el cabello de Snape, mientras se pasaba nerviosamente la mano por el suyo propio, despeinándoselo con fuerza, buscando que estuviera totalmente desordenado a propósito. Sirius soltó una risilla burlándose de James. —Entonces~ ¿Eres bueno en pociones? James se sacudió de la cabeza como quien trata de quitarse una araña de encima. —Un experto —dijo con fuerza—. Todo el sótano de mi casa es un laboratorio gigante donde mi familia ha trabajado por generaciones. Mi padre vive ahí todo el tiempo. —Entonces tu padre es el experto, tu no. —Lo he visto toda mi vida, sé que soy y mis habilidades como mínimo serán de Extraordinario en esta clase, ya verás. El único problema es que… Levantó la probeta y la puso de cabeza. —Se supone que esto es sal de luna, ¿no? —Ni idea, a mí no me gustan las pociones. Pero supongamos que sí, que es sal de luna… ¿Cuál es el problema? —Está verde. —¿Y? —Se supone que debería ser plateado. —Oh… —Profesor —James levantó la mano para llamarle la atención. —¿Cuál es su nombre, caballero? —James Potter —sonrió con autoeficiencia. Los ojos del profesor se abrieron de par en par. —Potter… —se saboreó aquel nombre, sonriendo—. ¿Eres por casualidad pariente de Fleamont Potter, por casualidad? —Veo que conoce a mi padre. Los ojos del profesor Slughorn brillaron. —¿Y en qué puedo ayudarte, señor Potter? —He notado que hay ciertos ingredientes… un poco especiales. Pero noté que detrás de su silla tiene un gabinete repleto de ingredientes también. Justo miraba que ahí tiene usted un gran frasco de sal de luna en un tono totalmente plateado… El profesor miró aquello y sonrió. —Tengo y uso ingredientes de la más alta calidad, claro~ —¿Podría compartirme un poco de su sal de luna? Creo que por error le entró humedad al que tengo en mi probeta —dijo levantándola. —Oh… Temo que no puedo —se disculpó con falsa modestia—. Es una reserva personal… Aunque suelo compartirlo con mis mejores y más destacados estudiantes, claro... Lo agarro como una motivación, ¿sabes? Es mi forma de recompensar a mis más apreciados talentos… Mientras tanto, bueno, es normal que los que no tengan tanta calidad… no tan buena, ya que, después de todo, son muchos alumnos que no invierten bien sus atenciones a las pociones, ¿por qué darles lo mejor si no son los mejores?… Yo pido que usen lo que tengan y se las ingenien con eso… Después de todo, esta en la adversidad donde puedo hacer que saquen sus mejores talentos, ¿no?… Así que, por ahora, trabaje con sus muestras actuales, señor Potter. Pero veo futuro en ti. Luego, si todo va bien, hablamos de mis reservas personales… Oh, y si ves a tu padre, mándale un saludo de mi parte, ¿sí? Le palmeó el hombro con una sonrisa de reconocimiento y se retiró para seguir mirando a otros. James se quedó ahí, mirando al frente… parpadeando, y entendiendo bien todo el doble sentido. Sirius se inclinó hacia él. —No sé quién me dio más asco. Si tu o él. —Definitivamente él —tirando con desgana la probeta caducada a la mesa mientras se sentaba en la silla con cierto hastío—. Una cosa es querer sacar ventaja. Otra muy diferente es ser un maldito lame botas. Un par de mesas más allá, Crowley Prince se reclinó sobre su silla como si la gravedad le pesara. Había dispuesto los ingredientes con la misma eficiencia con la que uno prepara la vajilla antes de una ejecución. Pero no se había dignado a comenzar. La poción no le interesaba. No por dificultad —había leído el proceso completo en menos de dos minutos—, sino por algo mucho más sencillo: Aburrimiento. Puro, hondo, existencial y asfixiante aburrimiento. Así que se buscó una distracción. Sus dedos jugueteaban con la varita bajo la mesa, como si tocara una sonata privada. Frente a él, su frasco —el mismo que había dejado a Corvus al borde del vómito— reposaba con la tapa apenas girada. Una grieta delgada, lo justo. Crowley murmuró algo. Una palabra leve, íntima, que ni el aire alcanzó a oír del todo. El líquido vibró y una patita de cucaracha seca emergió, flotando como si despertara de su tumba. Con un gesto mínimo, Crowley la lanzó al aire. Aterrizó sobre el hombro de Sirius Black. Este no reaccionó. Estaba demasiado ocupado discutiendo en voz baja con James, o tal vez criticando el color de la poción de alguien más. Otra patita. Una tercera. Una cuarta. Como copos diminutos de desgracia. Sirius frunció el ceño. Se sacudió la túnica con irritación, murmurando algo sobre polvo o pelos. Entonces vinieron las alas. Dos piezas pálidas, como escamas, revolotearon torpemente hasta enredarse en su melena. Una se posó sobre su oreja. Sirius se detuvo. Frunció el ceño más fuerte. Alzó una mano, tocó algo. Miró lo que traía entre los dedos. Una de las alas. Frágil. Muerta. Asquerosa. —… ¿Qué demonios…? —susurró con desagrado, y comenzó a girarse para buscar culpables. En ese instante, la cucaracha entera voló. Crowley no sonrió todavía. Solo observó con precisión quirúrgica el ángulo, el peso, la dirección. Y cuando Sirius se volteó por completo… ¡PLAF! La cucaracha le dio de lleno en la cara. Con un sonido leve, pero repugnante. Sirius se quedó congelado una fracción de segundo. Luego bajó la mano. Y ahí estaba. El insecto muerto, marrón, entero, pegado a su mejilla como una pesadilla en miniatura. —¡¿QUÉ CARAJO ES ESTO?! —bramó, dando un paso atrás con tal violencia que la banca crujió, una cuchara cayó al suelo y un frasco de Lowe tembló peligrosamente al borde del desastre. Se sacudió como si le hubieran lanzado fuego, manoteando el aire, golpeando su propio cabello. El gesto era desesperado, salvaje, absolutamente instintivo. El asco era real. Crudo. Puro. Crowley, ahora sí, estalló en una carcajada aguda, brillante, descaradamente satisfecha. No se molestó en disimular. No quería. —Un saludo de tu admiradora secreta, tal vez~ —canturreó, relamiendo la ironía en cada sílaba. Sirius lo fulminó con una mezcla de rabia y humillación. Su mejilla temblaba, roja por el manotazo que se había dado. Su varita ya estaba en la mano, como si el instinto de ataque fuera una extensión de su sistema nervioso. —¡ERES UN ENFERMO, PRINCE! James, mientras tanto, se ahogaba en su propia risa, cubriéndose la boca con el brazo como si intentara disimular un estornudo. No lo logró. La risa le estalló en un bufido, y luego en una carcajada intermitente que lo hizo doblarse un poco. —Hermano… —dijo entre risas—. Creo que tienes… algo en la cara… ¿una segunda cabeza, tal vez? Sirius giró hacia él, indignado, aun temblando del asco. —¿Tú también, Potter? —¡Perdón! Perdón, pero es que… —James se limpió una lágrima de risa—. Es que te dio justo en el cachete, fue perfecto… ¡Ni los Bludgers son tan certeros! Slughorn, que justo se había girado por el grito, frunció el ceño al ver el caos. No había visto el lanzamiento. Solo el alboroto, los estudiantes riendo, Sirius con el rostro rojo, y James carcajeando como si le hubieran dado Felix Felicis mezclado con whisky de fuego. —¡Niños, por Merlín! ¡Esto no es una granja de escarabajos! ¡Concéntrense! El Club de las Eminencias no se nutre de bromistas, sino de pocionistas brillantes… ¡Señor Black, compórtese! ¡Sientese ahora mismo y no toque la varita si no es para la poción o le bajaré 20 puntos a Gryffindor ahora mismo! Sirius se volvió hacia él, indignado, con un gesto que gritaba sin palabras: “¡YO SOY LA VÍCTIMA!”, pero Slughorn ya se había dado la vuelta, como si su autoridad bastara con una sola frase. Para él, todo estaba solucionado. Crowley, impune, volvió a acomodarse en su silla como si nada hubiera pasado. Pero entonces sintió la mirada. Sirius lo estaba observando en silencio. No con furia desbocada, sino con esa quietud peligrosa que uno suele reservar para cuando jura vengarse en privado. Los ojos grises, helados, prometían represalias futuras. No inmediatas. Peores. Crowley lo sostuvo sin miedo, sin urgencia. Y sonrió. Una sonrisa leve, ladeada, que decía: Bienvenido al juego, perro. Porque ahora sí —por fin—, la clase era tolerable. Pues qué bueno que para uno de los dos hermanos lo era. Porque para Corvus, definitivamente no. Seguía pálido, tenso, respirando por la boca. La atmósfera de pociones, mezclada con el asco reciente, lo tenía al borde. Pero ni una palabra salió de su boca. Severus, por su parte, apenas contuvo un bufido. Había girado el rostro justo a tiempo para ver cómo medio salón se agitaba con el nuevo caos. Alzó una ceja con desprecio apenas disimulado, y luego, con gesto deliberado, desvió la atención hacia el caldero de Black… y luego al de Potter. La sonrisa fue diminuta, pero real. Turbia. Ácida. Satisfecha. —¿Eso es barro? —murmuró con veneno seco—. Oye, Potter, ¿es una poción o el contenido de tus botas? James se volvió con una chispa de ira en los ojos. —He seguido el libro al pie de la letra, imbécil. Severus se encogió de hombros con arrogancia pura, como si aquello confirmara su punto. —Eso explica todo. El libro está mal. Slughorn, que hasta entonces observaba con interés el trabajo de una alumna de Hufflepuff, se giró con lentitud, parpadeando con desconcierto. —¿Disculpa? Snape levantó la mirada justo cuando el profesor se acercaba a su mesa. —¿A qué te refieres, muchacho? —preguntó Slughorn, con tono aún amable pero ya cargado de expectativa. Severus se aclaró la garganta como quien se dispone a enseñar, no a justificar. Con el índice, señaló el libro abierto ante él, como si fuera una evidencia indiscutible. —Profesor, con todo respeto… esta receta tiene errores estructurales desde el principio. La proporción de verbena y tilo no contempla la pérdida de aceites esenciales tras la segunda infusión. Hervir a esa temperatura potencia el amargor, y el método de preparación del pétalo de malva es… francamente primitivo. El silencio cayó como una niebla. Los cucharones se detuvieron. Los cuchillos dejaron de picar. Un par de plumas quedaron suspendidas en el aire. Y todos, sin excepción, giraron el rostro hacia Snape. La sala había quedado en completo silencio. —¿Y qué propones tú, muchacho? Snape ya tenía una lista. Literalmente. —Cinco ajustes —enumeró, sin dudar—. Primero: triturar la verbena en seco antes de infusionarla. Segundo: reemplazar el tilo por flores de espino para estabilizar el aroma. Tercero: fuego bajo, constante. No intermitente. Cuarto: precalentar el caldero con una gota de aceite esencial para evitar la oxidación. Y quinto: batir en sentido antihorario, no por superstición, sino por la distribución térmica. Hubo una pausa. Slughorn lo observó más de cerca. Durante un instante, pareció debatirse entre enojarse, reírse… o simplemente impresionarse. —Veamos si tienes razón —dijo al fin, grave pero sin furia. Se inclinó sobre el caldero de Snape. La superficie burbujeaba con una delicadeza casi hipnótica. Color claro. Textura perfecta. Sin espuma, sin grumos, sin residuos. Una poción impecable. Slughorn asintió, lentamente. Pero no sonrió. —Interesante… —murmuró, con una expresión tensa, detenida frente al caldero de Snape—. Aunque no suelo disfrutar que me corrijan con tanta vehemencia, señor Snape. Especialmente cuando el libro… es mío. Severus sostuvo su mirada. —Que lo haya escrito usted no significa que esté bien, profesor —dijo, con voz neutra—. Aún hay muchas oportunidades de mejora. No lo dijo con arrogancia. Ni con burla. Lo dijo como quien señala una grieta en una fórmula matemática. Frío. Preciso. Real. El aula entera contuvo la respiración. Lily palideció un poco. Incluso Crowley, que rara vez se impresionaba, se incorporó con más atención, los labios entreabiertos, como si acabara de presenciar a alguien patear un avispero para luego quedarse quieto. Y eso fue lo más parecido que James vio a dispararse un hechizo en el pie a sí mismo. —Mi poción es más estable que la del libro —añadió Snape, como si aún debiera justificar su crimen—. Tiene menor turbidez, mayor claridad. Además, el manual omite la preactivación térmica del pétalo seco. Y no incluye márgenes de tolerancia ni agrupaciones en suspensión. Remus bajó lentamente la mirada a su caldero. Luego al de Snape. Y volvió al suyo. Mierda. Era cierto. Peter se hizo pequeño, notando con horror el cero instinto de autopreservación que tenía ese Slytherin. Slughorn no respondió de inmediato. Su sonrisa se congeló por un segundo, y cuando habló, lo hizo con una cordialidad que apenas disimulaba su irritación: —Vaya, señor Snape… Qué observador. Espero que esa exactitud no le impida aprender algo aún más valioso: cuándo quedarse callado. Snape lo miró sin entender la indirecta. —La precisión no es arrogancia. Lily ya tenía una mano en la frente. Oh, Sev… cállate ya. Slughorn sostuvo su mirada un instante más, luego giró sobre los talones con una floritura digna de un anfitrión ofendido. —Brillante —murmuró al pasar, como para sí mismo—. Absolutamente insoportable… pero brillante. A ojos de Crowley, acababa de presenciar a alguien apuñalarse el pie con una cuchara. No sabía si reír o llorar, pero en ese momento estaba conteniendo la carcajada con una mano sobre la boca, completamente anonadado. Qué espectáculo, pensó desde su rincón del aula. Sostenía una probeta donde bailaba un líquido de dudosa consistencia, girando lentamente. Volvió entonces su atención al caldero, como si evaluara si valía la pena sumergirse en aquello… o simplemente improvisar un incendio controlado para salir del aburrimiento. La verdad era más simple: la idea de hacer la poción bien, siguiendo el libro y la clase, le repelía. El orden metódico. Los pasos numerados. El tono litúrgico de Slughorn. Todo eso le provocaba el mismo efecto que una ópera sin final. Había considerado hacerlo bien, claro. ¿Por qué no? Sería útil. Si el Club de las Eminencias era tan exclusivo como lo pintaban, tal vez algún día le convenía ser parte. Crowley giró la varita entre los dedos, sin tocar el caldero. El murmullo del aula se le metía por las costuras, igual que ese aroma dulzón de verbena cocida… que le sabía a rendición. Después de todo… Él sería Ministro algún día. El Club de las Eminencias. Contactos. Prestigio. Portadas. Salas doradas donde todos sabían su nombre. Sus labios se curvaron con desgano. Era tentador. Demasiado tentador. Pero al mirar el libro —su orden simétrico, sus márgenes regulados, la forma exacta de cortar, remover y seguir la maldita receta como un autómata—, le recorrió una punzada de algo que no era disgusto. Era náusea. —¿Esto es lo que quieren...? —murmuró con desdén, apenas audible. Y por un segundo, de verdad pensó en sabotearlo todo. Cambiar ingredientes. Lanzar su verbena al caldero de Sirius. Arrojarle el resto de la cucaracha muerta apuntándole a la maldita nuca. Quemar la mesa. Pero entonces, con lentitud medida, tomó la ramita de verbena y la sostuvo a contraluz. Y suspiró. No por resignación. Por estrategia. —Muy bien… —murmuró—. Hoy seré bueno. Sacó el mortero. Se ajustó la manga. Y por primera vez en toda la clase… se puso serio. No porque creyera en el sistema. Sino porque entendía, con la lucidez de los verdaderamente peligrosos, que la mejor forma de romper el sistema… era hacerlo desde adentro. Mientras tanto, al fondo del aula, Horace Slughorn avanzaba con su característico balanceo de vientre satisfecho, como un gourmet de pociones recorriendo una galería de esencias raras. Sus ojos, redondos y brillantes como botones de nácar, se deslizaban de caldero en caldero con esa mezcla peculiar de juicio disfrazado de curiosidad. No hablaba. No necesitaba. Analizaba sin anunciarlo. Juzgaba sin mirar fijo. Y tomaba nota. No en papel, por supuesto. Su memoria era más confiable que cualquier pergamino. A cada paso, mascullaba nombres como si etiquetara botellas en su bodega privada: ¿Ese… era Prince, no? Recordaba al teatral, no al Ravenclaw. Hmm… buena técnica. Gestos precisos. Aunque parece a punto de vomitar sobre su propia poción. Fascinante. Notable… en su forma más estoica. Se inclinó apenas, olfateando el vapor del caldero como si evaluara una infusión cara. Luego ladeó el rostro con teatralidad elegante y dijo: —¿Tu nombre, joven? —Corvus Prince. —Ah… claro que sí. Prince. Notable precisión, señor Prince. Y… resistencia admirable. Continuó su marcha con la misma cadencia, sin caminar entre mesas, sino entre perfiles. Como quien selecciona orquídeas raras para su invernadero personal. Se detuvo frente a una cabellera rojiza, inclinada con una concentración silenciosa sobre un caldero cuya superficie brillaba con una claridad casi líquida. El color era preciso. El ritmo de las burbujas, hipnótico. Y el aroma… Ah, el aroma. Nada ostentoso. Nada que gritara por atención. Solo una nota sutil, como una flor que abre de madrugada, sabiendo que nadie la mira. Una poción que no se imponía. Se insinuaba. Slughorn sintió un estremecimiento inesperado. No era común que algo tan delicado le llamara la atención. Y, sin embargo… allí estaba. Una mezcla construida con una sensibilidad técnica que no se aprende: se posee. ¿Una Gryffindor con esa clase de tacto? Eso sí que era inusual. Eso sí que era… interesante. —¿Y usted, señorita? —Lily Evans, profesor. —Evans… Mmm… Buen pulso. Trabajo ordenado. Y… una intuición que merece cultivarse. Prometedor. Muy prometedor. Más allá, Severus Snape mantenía su expresión severa, la mandíbula apretada como si el simple acto de respirar le pareciera una pérdida de tiempo. Apenas levantó la vista cuando Slughorn se acercó. Ni una reverencia, ni una sonrisa. Solo esa mirada oscura, permanente, de quien ya decidió que el mundo no tiene nada que enseñarle. Ese chico pálido… El que había osado corregir el libro. Snape, ¿no? Qué temerario. Qué insoportable. Qué… brillante. Insoportablemente brillante. Incluso en medio de su fastidio, Slughorn tuvo que admitirlo: la poción era impecable. La estructura, el color, la cadencia exacta del hervor… Y lo peor: no era suerte. Era intuición. De esa que no puede enseñarse, ni siquiera con treinta años de experiencia. Y eso le molestaba. Profundamente. Porque detestaba que corrigieran sus recetas. Y más aún… que las mejoraran. Y, sin embargo, ahí estaba ese crío, flaco y cetrino, parado como quien no propone una alternativa, sino la versión definitiva. Como si el libro fuese apenas una sugerencia… mal redactada. Slughorn frunció el ceño con dulzura, ese gesto ambiguo que podía significar tanto elogio como amenaza, y lo anotó mentalmente con su voz interior de coleccionista: Snape. Brillante. Y seguramente difícil de manejar. Luego volvió la vista a Crowley Prince, recordando su nombre solo porque lo había anunciado como si fuese la atracción principal de un teatro encantado durante el sorteo de las casas. Antes, había estado haciendo todo menos prestar atención: conversaba, jugueteaba con su varita, se miraba las uñas. Pero ahora… trabajaba en silencio. No con devoción, no con esfuerzo… sino con una elegancia distraída, como quien cocina sin hambre, pero no permite que el platillo quede mal. Tocaba los ingredientes con asco, sí, como si fueran restos de un festín ajeno, y sin embargo… cada gesto estaba perfectamente medido. Delicado. Ensayado. Teatral. Y eso lo irritó un poco. Había algo peligroso en ese chico. Y algo encantador, también. Y Slughorn sabía que esos dos elementos, cuando se mezclaban, podían producir catástrofes… o genios. Prince. Crowley. El del sarcasmo. Carisma evidente, aunque claramente no ama esta asignatura. Riesgoso… Pero si se le ofrece un motivo, podría ser una excelente adquisición. Demasiado teatral, quizás. Pero la teatralidad bien dirigida es como una pócima brillante: se presenta sola, se vende sola. Un chico que sabía proyectarse. Y en este mundo… eso valía más que cualquier fórmula. Slughorn alzó apenas una ceja. Podría trabajar con eso, sí. Continuó su recorrido con la misma parsimonia inquisitiva, como un centinela rodeado de brebajes en evaluación, olfateando futuros, no vapores. Y fue entonces cuando empezó a recoger más nombres. Algunos, para bien. Remus Lupin, por ejemplo. Reservado, atento, con una mirada que escaneaba más de lo que hablaba. No brillante, pero sólido. Un equilibrio interesante. Silencioso, pero no ausente. Y luego estaba James Potter. Ah…Qué poción. Qué estructura. Qué aroma base. Qué uso intuitivo de la raíz batida antes de los siete minutos exactos… Slughorn ladeó la cabeza, sinceramente sorprendido. Eso no era solo habilidad: eso era instinto. Ese tipo de precisión no se enseña. Se hereda. Como el oído perfecto en la música. Como el gusto por el fuego en una buena familia de alquimistas. Claro… El chico venía de una estirpe poderosa en pociones. El padre, Fleamont Potter, fue un magnate en su tiempo. Y aún seguía siendo uno de los magos empresarios más ricos de toda Gran Bretaña. Inventó el Suavizante Capilar Sleekeazy, el oro líquido de los calderos británicos. Un éxito de ventas. Slughorn personalmente lo usaba todas las mañanas. Era una poción de uso diario y cotidiano demasiado buena. Sí. El talento estaba ahí. Y no era menor. Pero… Slughorn frunció apenas los labios. Ese chico… no le gustaba obedecer. Ni siquiera en su postura. Ni siquiera en su rabia. Hervía por dentro por la crítica, sin molestarse en disimularlo. Y sobre todo, detestaba ser parte del “séquito”. No toleraba estar alineado. Ni abajo. Ni al costado. Quería ser el centro o nada. Orgulloso, por supuesto. Como todo Gryffindor de corazón: incapaces de dejarse encantar por las serpientes de buenas a primeras. Slughorn suspiró internamente, casi con tristeza. Un talento así… desperdiciado en independencia. Pero no lo tachó de la lista. Oh, no. A veces, los más difíciles… son los más memorables. Y entonces, Sirius Black. El del escándalo. El de la cucaracha en la cara. El que casi desenvainó la varita en pleno salón. Slughorn lo observó con la ceja apenas arqueada. No era la primera vez que veía a un Black en su clase. Pero este… este era distinto. No tenía la altivez venenosa de Bellatrix, ni el control cortante de Narcissa, ni la teatralidad estudiada de Andromeda. Este Sirius parecía más bien un incendio sin dirección. Carisma. Sí, por supuesto. Presencia. Sin duda. Pero su magia estaba sucia de orgullo, como si todo hechizo fuera un puñetazo. Aquel tipo de alumnos no hacían pociones. Las retaban. Como si el caldero fuera un adversario, no un aliado. Slughorn suspiró. Una lástima. Tenía fuerza. Tal vez hasta poder… pero ni una pizca de deseo real por el arte de las mezclas. —Sirius Black —murmuró, casi con decepción. Una hoguera bonita, pero inútil si se empeña en quemar todo a su paso. No lo descartó. Solo lo dejó… sin brillo. Como una piedra aún por limpiar que, quizás, nunca brillaría. Y luego… Pasó a otros. Sin pausa. Sin palabra. Un muchacho nervioso que parecía disolverse entre las mesas, con manos temblorosas y el cabello aplastado hacia un lado. Slughorn no se molestó en preguntarle el nombre. Ni siquiera lo anotó. Si una poción no deja aroma, ni recuerdo, ¿para qué guardarla en la memoria? En su mente, ya estaba categorizado: Prescindible. Incoloro. Incierto. Otros nombres pasarían igual. Pero este este no dejaría ni eco. Corvus tenía el rostro tan pálido que parecía a punto de desmayarse. Y, sin embargo, sus manos no temblaban cuando importaba. Cuando cortaba la raíz, lo hacía en ángulos perfectos. Cuando removía, lo hacía en sentido opuesto justo antes de que cambiara el color. Parecía moverse dentro de una partitura invisible. Un director silencioso de una sinfonía que solo él escuchaba. Slughorn lo observaba con creciente inquietud. Cualquiera, en ese estado, habría cometido un error. Agitar de más. Respirar de menos. Cortarse. Volcar el caldero. Pero Corvus no. Seguía. Seguía. Seguía… Hasta que se detuvo. Solo un segundo. Una pausa breve, sostenida. El muchacho se inclinó hacia atrás, una mano contra el estómago, los ojos cerrados como si batallara contra algo más profundo que una arcada. Slughorn alzó las cejas, ya anticipando el fallo. Pero no pasó nada. La poción siguió estable. El calor no varió. El equilibrio no se rompió. Y entonces lo entendió. Corvus había pausado justo en la etapa de reposo térmico. Un momento ínfimo entre dos reacciones en cadena, el único respiro verdadero antes de añadir el catalizador… —… Eso no puede ser casualidad —murmuró Slughorn, más para sí que para el aire. ¿Cómo demonios sabía un niño de once años que podía detenerse justo ahí…? ¿Fue cálculo? ¿Instinto? ¿Memoria? ¿Todo a la vez? Lo único claro era que no se trataba de suerte. Y eso, más que impresionar al profesor, lo inquietó. Lo anotó mentalmente, con la precisión de quien etiqueta un vino raro: Prince, Corvus. Conocimiento práctico excepcional. Autocontrol… que raya en lo anómalo. Calculado. Exacto. Casi inhumano. —Sorprendente… —susurró, sin apartar la mirada del chico. Y entonces, como si el universo recordara que aún era una clase de primer año… apareció ella. Una figura se deslizó por detrás de Corvus. Y una mano —ligera, confiada, cálida— se posó sobre su hombro como si fueran amigos de toda la vida. Una taza de cerámica apareció junto a él, humeante. —Toma —dijo la niña con la voz más natural del mundo—. Es jazmín con jengibre. Te va a calmar el estómago. Corvus la miró como si le hubiera ofrecido un fénix en miniatura. —¿Qué es esto? —Té. —¿Y por qué…? —Porque te estás muriendo —respondió ella, como si fuera obvio—. Y porque el jazmín huele bonito. Además, no pienso dejar que vomites en el caldero. Sería… horrible para el ambiente. Slughorn, que aún los observaba con el ceño en una danza indecisa entre el desconcierto y la fascinación, entreabrió los labios. El vapor de la poción de Corvus seguía intacto. Y el de la “infusión” de la niña… también. —¿Usaste tu caldero para preparar… té? Ella giró la cabeza con la expresión más sincera y desarmante que podía tener una persona que no comprendía en qué parte del universo se había equivocado. —Sí. ¿Por qué? Usted dijo: hacer una Infusión Calmante. Yo infusioné. Y me quedó perfecto. Y eso iba a calmarle las náuseas… ¿es lo que pidió, verdad? Slughorn cerró los ojos un instante y se llevó dos dedos al entrecejo, como si intentara realinear los ejes de su comprensión del mundo. —Eso no era lo que… —inhaló, largo— …no importa. ¿Estaba claro que esa no era la tarea? La niña asintió con entusiasmo, aunque nadie sabría si comprendía lo que acababa de asentir. —¿Cuál es tu nombre, señorita? —Kassandra von Karma. Y entonces, algo cambió. Slughorn parpadeó. Una especie de sobresalto interno le atravesó como una punzada dulce detrás del pecho. —¿Von Karma? ¿De la familia von Karma? Kassandra lo miró como si le hubieran preguntado por qué el cielo es azul. —… ¿Sí? Así me llamo. Por Merlín. Una von Karma. Había fracasado miserablemente en reclutar al hermano —ese témpano inexpugnable de tercer año que se había enterrado en Hufflepuff como si el mundo le resultara prescindible—. Pero esta niña… No. Esta niña debía estar en su club. Aunque no supiera la diferencia entre una infusión terapéutica y una taza de té. Era una von Karma. Y eso bastaba. Una de las familias con silla perpetua en el Wizengamot, árbitros del poder mágico desde siglos. No se permitiría dejarla escapar también. Volvió a mirar a Corvus, que, dudoso ante la insistencia de la niña, terminó cediendo. Se llevó el té a los labios con una mezcla de resignación y algo parecido a la gratitud. En la fila contigua, Remus —que no se había girado ni una sola vez durante toda la escena— curvó apenas una comisura sus labios. Lo había oído todo. Slughorn, mientras tanto, tomó nota. Von Karma, Kassandra. Inútil para la receta. Creativa. Descarada. Imposible de clasificar. Y aun así… innegablemente valiosa. El apellido le ganaba indulgencias. Pero el gesto con el té… el descaro, la osadía de improvisar… Eso le ganaba respeto. Un respeto incómodo. Casi molesto. Volvió a Evans. Esa poción… esa precisión… Esa dulzura peligrosa de la gente que mezcla talento con bondad. Y, finalmente, a Snape. La poción de Snape era la mejor de toda la sala. Y eso lo irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Tan perfecta. Tan soberbia. Tan… Snape. No había decidido aún a quién invitaría a su primer encuentro del Club de las Eminencias. Pero los candidatos comenzaban a perfilarse. Y los nombres, como ingredientes raros en su alacena mental, se iban ordenando con deleite. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Deliberadamente me di la libertad de cambiar las edades de varios personajes canónicos. Este es un UA (Universo Alternativo) y eso me dio más libertad creativa. Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales: MuninnMasbath [ TikTok ]
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