06: ¡Como Un Hombre!
22 de septiembre de 2025, 0:37
Parado entre dos puertas. La de la derecha, pintada con tizas pasteles por los del club de arte, trazos en formas floreadas que le hacían recordar a los anuncios de toallitas femeninas. La de la izquierda, teñida de quién sabe qué químicos y fluidos todavía no descubiertos por el hombre.
¿Por qué no había una tercera puerta? O simplemente una sola. Para todos.
Sabía que este mundo no tendría una respuesta linda.
Se miró. Zapatos que solían ser blancos, medias que apenas cubrían los vellos de sus piernas, una pollera de un color turquesa oscuro, tableada. Una camisa manchada con pizza de la cantina, debajo de ella, unas dos remeras. No por el frío, sino por los senos.
Por su espalda un pelo largo y marrón, recogido en un moño que se desarmaba si giraba mucho la cabeza.
Se encogió de hombros, no conformista, pero cotidiano.
De costumbre, entró al baño de chicas, siendo bienvenido por un olor a vainilla aplastado por frutilla y cigarro. La luz tintineó. Las chicas apagaron la radio portátil y Britney Spears se despidió.
Parecía ser el centro de mesa. La vela de la torta. La estrella del árbol. Todas le miraban, unas de pies a cabeza, otras a los ojos, pero ninguna al alma.
—¿Venís a hacerte el maquillaje, nena? —Xawn dijo, sentada arriba de la mesada, a su lado una bolsa de cosméticos exóticos.
Parpadeó. Xawn nunca le había hablado hasta ahora.
—¿Por qué lo decís? —preguntó, cruzándose de brazos y levantando una ceja sin peinar.
—Parece que te despertaste tarde, si todos los días traes maquillaje así natural… —explicó.
—Pues ya no.
Se posó en frente del espejo, y sacó una tijera del bolso estudiantil. Estuvo a punto de cortarse un mechón, pero Hana habló. Su mano en pausa.
—Las chicas ya no te queremos en nuestros baños —soltó.
Volteó.
—¿Por qué?
—Ya no sos una chica de verdad, nunca lo serás —espetó, sus cejas finas como hilo fruncido.
—¿Gracias? —rió y guardó la tijera. —Adiós, entonces, hasta que aprendas a putear.
Mientras caminaba hacia la salida, pensaba en el insulto. Más bien cumplido. Obviamente que no era una chica de verdad, nunca lo fue.
De uno de los cubículos, Manara salió de golpe.
—¡Itako! —llamó.
—¿De dónde mierda saliste, boluda? —Hana preguntó, su tono de voz apretado y silencioso, como si hubiera visto un fantasma.
Itako no volteó esta vez. Sea cual fuera la intención de Manara, prefería no arriesgarse. Por el momento.
Caminó. Cruzó la línea invisible entre ambas puertas. El lado donde se perfuman, y el lado donde escupen.
Con la izquierda sostuvo el bolso, y con la derecha empujó la puerta al baño de varones.
Un escalofrío le recorrió como una gota de lluvia. Las miradas no lo rechazaban, pero tampoco le daban la bienvenida con té y una mantita.
No miró a nadie a la cara, su cabeza agachada como un funeral.
Estaba por entrar a un cubículo. Pero Sora se paró en frente de la puerta, sonriendo como quien había ganado un sorteo.
—¿Sos ciega? Este es el baño de los que meamos parados.
Estallaron de risa, y lágrimas escaparon. Manos en las rodillas, tratando de aguantar la risa. Mientras que a otros les dolía la panza o los cachetes de tanto reír.
—Que asco… —murmuró, rodando los ojos. —Y en todo caso es ciego, no ciega —lanzó. Un dedo clavado en el pecho del otro, solo no lo empujaba porque estaba contra la puerta.
—Eh, eh… Está bien, muchachito —alzó las manos en símbolo de paz, una risilla ruda escapándose.
—¿Me vas a dejar pasar? —se quejó.
Sora no dijo nada más, se hizo a un lado y le pechó el hombro.
Itako entró al cubículo. Cerró la puerta y se bajó la pollera. La cambió por unos pantalones que habían sido de su hermano cuando iba a esta misma escuela. Se puso un suéter por arriba, le aplanaba más.
Salió. Lo analizaron sin filtro.
—Ian se hizo el buzz cut acá —Haro comentó, sugiriendo.
—¿Me quieren hacer un buzz? ¡Ni loco!
—Que todavía pareces una chica, hombre, date por agradecido que para nosotros puedes llegar a ser uno más —Sora dijo, su tono casi gruñido, tal cual un perro con rabia.
—Solo confío en Ian —replicó, aferrado a su bolso.
—Entonces le corto el cabello yo, caballero —Ian interrumpió, sus manos entrelazadas por detrás como si fuera un evento de gala.
Alguien acomodó un banco medio cojo en frente del espejo, también roto, y otro más prácticamente empujó a Itako hacia el. Ian agarró el bolso y sacó una tijera de él, para luego arremangarse las mangas.
—¿Hasta el hombro?
—Hasta por un poquito debajo de las orejas —sonrió risueño, mientras otro le colocaba una campera por los hombros.
Ian desató lo que Itako llamaba moño, y agarró el primer mechón de pelo. Lo deslizó entre los filos de la tijera, y cortó. Unos veinte centímetros en las baldosas, con solo un mechón. Sora se lo guardó en una bolsa de almuerzo, largando una risa.
—Para la colección —¿bromeó?
El baño se llenó de risas. Risas que ya sabían el final del chiste, pero igual fingen sorpresa. Menos Ian, quien no esperaba un desenlace.
Se dejó llevar. También rió.
Esperaba algo mucho peor al entrar a ese baño. Insultos, bromas, golpes incluso. Pero no. No se sentía un invitado. Se sentía uno más.
O tal vez, el único que no se sabía el chiste.
Ian siguió cortando, mechón por mechón. A veces su mirada se cruzaba con la de Itako a través del espejo, y reían como cómplices. De fondo se escuchaba la luz tintinear, alguno se acostó de brazos cruzados en el colchón manchado, las moscas volar y alguien masticar.
Hablaban de gimnasio, de chicas, del partido del viernes pasado. De aquel jugador que había metido autogol. Adiós mechón. Hablaban de quién tenía coche y licencia; hablaban de “cosas de hombre” con él presente. Sonrió.
—¿Ustedes tienen coche? —Itako preguntó incrédulo.
—Yo, Sora y… creo que ya —respondió Ian.
—Eh, ¡que mi camioneta también cuenta! —Haro exclamó desde dentro de uno de los cubículos.
—Dale, si esa camioneta es del 95 —Sora soltó y rió.
—¡Sirve igual!
Itako rió. Rió con ellos.
Ellos.
Pero no pudo evitar notar que algunos, de brazos cruzados, lo miraban por demasiado tiempo, una expresión en sus caras que estaba en otro idioma que él todavía no había hablado. Otro mechón cayó.
Bajo la ventana, Leva seguía sentado, soltando humo de su boca como una chimenea. No le quitaba la mirada a Itako, sus ojos negros, pero no vacíos. Le sonreía, como si hubiera leído el guión de la obra. Como si le dijera “tu turno”.
Incómodo, intentó conversar.
—Pensé que no me iban a aceptar, pensé que no me llamarían chico —dijo, un tinte de vulnerabilidad en su voz, emoción cruda.
Sora asintió en silencio y se acercó, viendo cómo le estaba quedando el corte, posando una mano en su hombro. Fuera mechón.
—En lo personal, no entiendo una mierda, y mucho menos Qano, pero que no entendamos no significa que no respetemos —pausó, dándole una palmadita en el hombro, un poco bruta. —Además, todas las chicas son unas putas, —espetó, como si tuviera derecho a estar resentido. —nos alegra que ya no seas una.
Itako agitó la cabeza, asintió, largando una risa vacilante y dudosa. Mientras Qano, alto, bien flaco, le miraba con curiosidad como si fuera un zoológico.
—No todas… —Ian murmuró.
La mandíbula de Sora hizo click. Intentando retraer un puño.
—Cada una lo es a un aspecto distinto, es como ser autista, es un espectro de putería.
Todos rieron, menos el peluquero y el nuevo cliente.
El último mechón cayó, uno del cerquillo. Ian guardó la tijera y Haro le quitó la campera, agitándola en el aire como una sábana.
—¡Estás pronto!
Se paró del banquito, apoyó las manos en los bordes del lavamanos. Se apreció. Se apreció por primera vez.
—¿Tiene un poco de bigote o soy yo? —alguien comentó.
—Todas las chicas tienen un poco de bigote, estúpido —alguien más respondió.
—Me lo pienso dejar aunque sea una pelusa casi invisible.
Se pasó los dedos por la pelusilla debajo de la nariz, la mano por el pelo, la raya a la mitad como un libro. Parecía de esos cantantes de rock de bajo presupuesto. Le encantaba.
—Mirá —Ian le ofreció uno de sus anillos, dorados. —A mi no me va el dorado.
Itako lo agarró y agradeció sin palabras, pero con un fuerte abrazo.
De pronto, alguien lo empujó al lado. Era Leva, quien rodeó sus hombros con un brazo, como dos imanes con carga negativa intentando pegarse. Ian parpadeó, y guardó las manos en los bolsillos.
—¡Éste es mi compañero! —exclamó, tiñendo su voz de un orgullo convencional. —5to A es claramente la mejor clase, tenemos variedad y no somos personajes de fondo.
Itako y Leva se rieron.
El emo se acordó de la fiesta, y cambió de tema.
—Entonces… ¿Quién me puede llevar a la fiesta?
—¿En qué te llevo? ¿En la sillita para bebés? —Sora respondió.
Haro se hizo el distraído, mirando una mosca de brazos cruzados.
—Yo no sé si vaya —Qano excusó.
—Yo te puedo llevar —Ian ofreció, pero Leva ignoró. Le molestaba que fuera tan correcto.
—Dale, amigo, dale —se quejó con Sora, haciéndose el pobrecito solo para ir a una fiesta con cerveza barata y música que taladraba el oído.
Sora puso los ojos en blanco y frunció el ceño, pensando como si le hubiera pedido explicarle el significado de la vida.
—Dale —finalmente respondió.
—¿Y podemos llevar a Itako?
—Dale —dijo nuevamente, más rápido que antes, una sonrisa leve en su cara.
Itako parpadeó y tragó saliva, lo estaban incluyendo, pero aún se sentía fuera de lugar.
—¿Qué fiesta?
—A la de Hana hoy a la noche.
—¿Con los grandes?
—Con los grandes. Y algunas chiquilinas ahí de quinto, —pausó, revisándose las uñas, el esmalte negro descascarado. —y Xiang, y Quohno —agregó con todavía menos interés.
Itako asintió lentamente. Era cultura general saber que Leva molestaba a Xiang, y viceversa. Quohno… solía ser un florero. Uno tan mal arreglado que tenía su propio encanto.
Siguió el día, pero sin ritmo definido.
Las clases no importaban, y el timbre final sonó más como eco que como llamado.
A la salida, los chicos cruzaban bolsos entre hombros y promesas; quién iba, quién no, quién traía cerveza y quién solo traía ganas.
Itako caminaba junto a Sora, Haro, y otros que hablaban como si supieran algo que él no. Leva y Qano habían desaparecido en otras agrupaciones de chicos. El emo con los emos, y el escolta con los escoltas.
—¿Y tu corte nuevo, lo vas a peinar o lo vas a dejar tipo "corte gratis"? —preguntó Haro, con media risa colgando.
—Así está bien —respondió Itako.
Sora se estiró como si no tuviera personas al lado. Enfermeros apurados, padres que no llegaban a tiempo, alumnos que se habían saltado las clases.
—Lo importante es que ahora sí parecés uno de nosotros. —dijo. Y pateó una piedrita, como quien no sabe cuántas cosas rompe sin mirar.
—¿Qué se van a poner ustedes? —preguntó el preguntón.
—Y… nada, una musculosa y con suerte pantalones —Sora bromeó, riéndose con Haro e Itako de fondo. —¿Y vos? Te vas a vestir como un chabón de verdad, ¿o no? —dijo, mirando al de quinto. —Nada de topcitos o veinticinco mil polos pasteles y minifaldas, ¿no?
Silencio. Itako parpadeó. La boca se le quedó congelada antes de poder decir algo.
—A menos que te los pongas vos, que te quedarían bárbaro —Itako lanzó, sin pensarlo demasiado.
Sora sonrió, pero solo con los dientes, permitiéndose imaginar la escena. Un brillo en sus ojos dudó. Y luego bajó la sonrisa.
—Yo no tengo ese tipo de ropa, pero apuesto a que tu ropero está lleno de mariconeadas, ¿o no? —le empujó.
Itako parpadeó confundido. Hace un minuto eran amigos, compadres, cómplices, compañeros de diferentes grados. Sinceramente esperaba a que ese empujón fuera de juego.
Así que le devolvió el empujón, suavecito como un toque en el hombro. Riendo forzosamente con nervios.
—¿Qué pasa, amigo? Solo estaba pabeando.
Ian frunció el ceño, estuvo a punto de decir algo, pero Sora paró de caminar. Se giró a ver a Itako, y la luz del sol primaveral le daba en la mandíbula, el brazo, y el puño cerrado.
Itako se concentró un poco mucho en la luz que caía en el puño. Y al parpadear otra vez, ese mismo puño había aterrizado en su cara. Como un meteorito. El lado izquierdo. Le hizo girar la cabeza a la derecha. Él bolso se le deslizó por el brazo, sonó contra el piso, y unas lapiceras que no funcionaban se escaparon.
Haro rió nervioso, sorprendido mientras agitaba la mano. Sacó el celular para grabar, mientras Ian intentaba hacerse ver entre los grupos de alumnos que ya se habían amontonado alrededor.
—¿Qué pasa, amigo? Solo estaba pabeando —Sora burló con voz aguda y chillona. Itako seguía sobándose el lado izquierdo de la cara.
La brisa ya no abrazaba, arañaba cada pedazo de piel destapada. Los árboles flacos no servían para cubrir el sol que tanto le estaba molestando a Itako, y los autos ruidosos pasaban detrás de él sin parar.
—¡No hagan eso, imbéciles! —Ian gritó, pero los chicos alrededor ya estaban haciendo barullo.
Itako levantó la mirada, y se lanzó contra Sora. Lo agarró del cuello de la camisa. No para ahorcar. Para qué lo mirara a los ojos.
Las chicas que pasaban también pararon, y algunas se pusieron a grabar. Un grupete de chicos que pasaba en bicicleta, de octavo año, paró los pedales.
Entonces, alguien alzó un puño al aire, y gritó:
—¡Metele una piña como un hombre! ¡Dale, golpealo!
Y otro más.
—¡Demostrá que sos uno de nosotros! —como si fueran una tribu, secta, o una especie aparte.
Sora rió, mientras Itako solo lo agarraba de la camisa.
Y otro más, del liceo rival Green Pastures, que ni siquiera estaba invitado a la fiesta, uno que desconocía el nombre de los contrincantes.
—¡Quiero ver si el marica pelea como los varones!
Itako se distrajo con el apodo, y Sora le clavó un golpe en la boca del estómago.
Se encorvó como un bicho bolita, cayendo hacia atrás mientras tosía y jadeaba en busca de aire.
—¡Como un hombre! —gritaron. Puños alzados al cielo.
Miró hacia arriba. El zapato de Sora estaba peligrosamente cerca de él. Rodó a un lado, evitando una patada. Pero ganándose una pisada de cabeza.
—¿Qué pasa, putito? —Sora dijo entre risas, secándose una lágrima del cachete.
Itako rodó el torso y alzó un pie. Le dio en la ingle.
Se escucharon unos “¡Uhh!” y otros “¡Ay!” colectivos, acompañados de algunos “Pobrecito…”
—¡Como un hombre! —volvieron a lo mismo, al ver que ninguno de los dos pensaba irse todavía. —¡Dale, Sora!
Sora sentía un dolor agudo. Pero peor era el dolor por dentro. No podía dejarse vencer por un nene de dieciséis que no podía pararse. Su ego no se lo permitía.
—¡Como un hombre!
Itako se levantó, una mano agarrada del estómago como soporte.
Ambos buscaban aire, pero solo tosían más al intentarlo.
Cuando Sora cerró los ojos, intentando cazar un poco de aire, Itako se lanzó arriba de él.
—¡Como un hombre! —alguien con un gallo en la garganta gritó.
Era esa etapa de las peleas escolares; donde parecía un abrazo agresivo, y… tirones de pelo.
Él no sabía a qué le estaba pegando, pero debajo suyo, Sora, hacía ruido, así que estaba funcionando. Sora le jalaba el pelo al otro, mientras recibía golpes que eran entre cachetadas, palmadas, cosquillas, y caricias.
Itako no lloraba.
No por resistencia.
Porque las lágrimas ya se las había gastado cuando le obligaban a usar pollera y a hacerse trencitas.
Ian intentó interrumpir nuevamente, pero una chica se puso adelante.
De pronto, se escuchó a una vieja gritando, su voz raspada por los años. —¡No jodan más! ¡Que se estira el uniforme! —rezongó, pasando por al lado con bolsas de mandado.
Sora congeló sus manos alrededor del cuello de Itako, y él detuvo un golpe. Parecía una foto.
Para los adolescentes sudorientos que pasaban por ahí, se había sentido como la pelea del año, otros juntandos en ronda como si fuera coliseo. Para los adultos que apenas prestaban atención, sólo pensaban en los uniformes sucios y los mechones arrancados luego de ese intercambio de jalones de ropa.
Cruzaron miradas por un largo tiempo, pestañeando. Sora se rió de la posición en la que estaban, largando una carcajada contra el asfalto de la vereda. Hacía pequeñas pausas para simular estar haciendo caballito con las caderas, y luego se reía de nuevo, rojo de sudor, enojo y calentura. Una sopa de adolescencia.
Itako se paró y le pateó el estómago, su zapato sucio clavándose en el abdomen del otro.
—Andate a la puta que te parió.