Capítulo 1
26 de septiembre de 2025, 7:41
Primera parte
El suelo bajo los pies de Lian… respiraba.
Y esa fue la primera de las muchas herejías que el Silencio de Kaivalon le arrojó a la cara.
Era un hálito lento, casi imperceptible, una oscilación que ascendía por las suelas de sus botas de leviatán hasta instalarse en la boca del estómago, como una náusea fría. En el Bastión, la tierra había sido su certeza: la roca era el cuerpo durmiente de Térrenak, el dios de piedra. Creció repitiendo que lo firme era lo divino, que lo sólido era lo seguro.
Pero aquí, esa verdad era una blasfemia en movimiento.
El suelo era costra de sal cristalizada que devolvía la luz gris del cielo en millones de reflejos opacos. Una isla flotante, parte de una nación errante: la Flota Aeringis. No había cimientos, no había raíces, solo sal a la deriva en un océano que parecía infinito.
Lian apretó los puños, las uñas arañando sus palmas. Quince ciclos de instrucción en genealogías, rituales y política no lo habían preparado para esto: la desorientación física, el vértigo de caminar sobre un mundo que no quería estar quieto. El aire mismo parecía otro, más denso, cargado de sal y soledad, una bruma metálica que le dejaba el sabor del óxido en los labios.
A su alrededor, la ciudad gemía y cantaba con la voz del mar. Los puentes de cuerda, tejidos con fibras de leviatán gruesas como columnas, se arqueaban hacia las islas vecinas, que se mecían en una danza lenta y solemne. Cada crujido sonaba como un lamento, cada campana de concha que colgaba de las torres de sal marcaba no las horas, sino el pulso de las mareas. Y siempre, debajo, el estruendo perpetuo del océano contra los flancos cristalinos, un recordatorio de que más allá no había suelo, solo abismo.
Los Silfos caminaban con una naturalidad imposible, sus cuerpos de piel azulada fluyendo con el vaivén del mar como si hubieran nacido con un ritmo secreto en la sangre. Lian, en cambio, era un bloque. Pesado, rígido, incapaz de acompasarse. Cada paso era un recordatorio de lo ajeno que era, de lo impostado de su papel. Lo sabían. Podía sentir sus miradas: el hijo adoptivo de Koralia, el bastardo del Bastión, un forastero atrapado entre mundos.
"Gloria para la Casa Lyra’thil", le había dicho su padre adoptivo antes de enviarlo.
"Sobrevive", habían gritado los ojos de su madre biológica, la exiliada.
Ambos lo habían cargado de promesas ajenas. Y ahora, el peso de esas palabras lo hundía más que cualquier mar.
Un acólito se le plantó delante. Silfo alto, huesudo, piel como vidrio oscuro y ojos de pozo sin fondo. Rongo.
—Lian de Koralia —su voz no fue pregunta, sino sentencia—. El Cónclave de los Intérpretes de Mareas te espera. Tu año de purificación comienza ahora. Olvidarás el orgullo de tus Casas de Coral. Olvidarás la arrogancia de las profundidades. Solo hay una voluntad: la de la corriente.
Se dio media vuelta sin esperar respuesta. Lian lo siguió con un paso torpe, el corazón martilleándole las costillas. Cruzaron un puente suspendido sobre espuma y, a mitad de trayecto, la sombra de algo colosal los cubrió. Lian alzó la vista.
Una Mantaraya Celestial, grande como una ciudad flotante, se deslizaba sobre ellos. Su piel iridiscente era una galaxia de luces líquidas, y cada ondulación de sus aletas movía el aire como si respirara con el mundo entero. Lian contuvo el aliento. Era hermosa. Y terrible.
—Montura ceremonial —escupió Rongo, sin mirarla siquiera—. Vanidad. No te distraigas. Tu lucha es con el mar.
Atravesaron la entrada de una torre esbelta y húmeda. El pasillo olía a sal rancia, y las paredes sudaban agua como si respiraran. Rongo abrió una puerta de madera de algas. Una celda. Una losa de sal como cama, una ventana sin cristal abierta al océano infinito.
—Aquí será tu morada —dictó el acólito—. Cada alba, beberás la salmuera sagrada. Cada vigilia, estudiarás los textos. Cada noche, meditarás sobre el reflejo de Noctua. Te vaciarás. Si sobrevives al vacío, el Templo decidirá si mereces un don.
El portazo del cerrojo de hueso resonó en toda la torre.
Lian quedó solo.
La soledad. En Koralia, bajo las cúpulas sumergidas, la soledad era imposible: siempre había un murmullo de burbujas, un coro de voces, la vibración de los corales vivos bajo la piel de las paredes. Allí, la vida lo rodeaba en cada respiración. Aquí, en esta celda de sal muerta, la soledad era un océano que se lo tragaba entero.
Se acercó a la ventana. El aire salino lo golpeó como un muro invisible. El horizonte era un círculo curvado, como si estuviera atrapado dentro de un cuenco colosal. A lo lejos, otras islas de sal, conectadas por hilos suspendidos, parecían flotar como insectos sobre el agua gris. Y el sol de Astor descendía, devorado por las olas, pintando el cielo con franjas de sangre. No era un ocaso sereno, sino un ahogamiento.
"Te vaciarás", había dicho Rongo. Lian empezaba a entenderlo. No le pedían fe. Le estaban arrancando todo lo que conocía. Le quedaban el mar, la sal y el silencio. Nada más.
Un acólito joven entró sin mirarlo, dejó una bandeja en el suelo y se fue sin palabra.
En ella: un caldo gris de algas, un pez hervido que aún lo observaba con un ojo lechoso, y una oblea del color del hueso.
Lian lo contempló con repulsión. Recordó los banquetes de Koralia: frutas que brillaban en la penumbra submarina, carnes de la Cicatriz Hirviente bañadas en vino de coral. Esto no era comida. Era sumisión hecha carne.
El orgullo se alzó en su garganta. Pensó en rechazarlo. En morir con la dignidad de un noble.
Pero entonces recordó. El rostro tenso de su madre biológica. Los ojos exhaustos de su padre adoptivo. Su vida no era suya. Era un engranaje en un mecanismo que lo superaba. Una herramienta no servía de nada rota.
Se sentó en el suelo. Partió la oblea con un crujido seco y empujó un trozo de pescado dentro de su boca. Sal. Yodo. Resignación. Lo tragó entero, luchando contra la arcada.
Ese fue su primer bocado en el Silencio.
Y mientras el mar oscurecía al otro lado de la ventana, Lian juró que no sería el último.
Podían vaciarlo. Podían arrancarle todo lo que conocía. Pero el hueco, el vacío, lo llenaría él. No con fe prestada. Con su propia voluntad.