Capítulo 2
26 de septiembre de 2025, 7:42
El único sonido, aparte del siseo rítmico de los géiseres lejanos, era el de sus propias cadenas. Un chasquido metálico y seco con cada paso, un eco burlón en los pasillos de granito pulido de la ciudadela de la Factoría Géiser-7. Roca apretó la mandíbula, sintiendo el roce frío del grillete en su muñeca. Era un peso ajeno, una humillación que no lograba comprender.
Hacía solo tres ciclos, había sido condecorada. Sargento Roca, Primera Lanza de la guarnición fronteriza. La heroína del Asedio del Nido de Cristal, donde su pelotón había resistido una incursión de Enjambres durante una noche entera. Había visto a imperiales de sangre “pura” desangrarse por los mil cortes de esas bestias, y ella había resistido. Había luchado. Había vencido. Su recompensa, al parecer, era esta: ser tratada como criminal, escoltada por guardias de la Legión de la Llama Interior, cuyos ojos la miraban con el desprecio reservado a los traidores y a su estirpe.
Atalaya de la Costa, pensó, con un sabor amargo. Piedra agrietada. Podías sangrar por el Imperio, morir por el Imperio, y aun así tu sangre mezclada sería una mancha. Ninguna hazaña limpiaba ese estigma. Pero esto… esto era distinto. No la acusaban de cobardía ni de insubordinación. De hecho, no la habían acusado de nada. Simplemente la habían separado de su unidad, aislado como si fuese una grieta que amenazaba con propagarse. Y ahora, la llevaban hacia un juicio sin cargos.
Los guardias se detuvieron ante una puerta de obsidiana, flanqueada por braseros cuyas llamas de petracora ardían blancas, sin humo, como heridas abiertas en la piedra. La puerta se abrió hacia dentro, sin ruido.
La sala no era un tribunal. Era demasiado pequeña, demasiado silenciosa. En el centro, una mesa de roca. Al otro lado, tres figuras la esperaban.
El del centro vestía túnicas negras y plateadas: un Inquisidor de Astor, rostro pétreo, manos enlazadas como grilletes. A su derecha, un General de la Legión, un goliat anciano cuya piel parecía un mapa de fisuras, su armadura pulida como espejo deformante. A su izquierda, un artífice del Gremio de Kael, humano de ojos agrandados por lentes de cristal. Religión, guerra y ciencia. Los tres pilares del Imperio, reunidos frente a ella.
El miedo, ese viejo enemigo, comenzó a reptar por su espalda. Esto no era una audiencia militar. Era algo más hondo.
Los guardias la empujaron hacia delante y la hicieron arrodillarse sobre el suelo helado. El Inquisidor la observaba con una quietud predadora, como un lince de obsidiana aguardando el salto.
—Sargento Roca —dijo, su voz suave pero cortante—. Se le ha traído aquí para que responda a una sola pregunta. No hable de medallas ni de hombres caídos. Solo de un instante. El último del asedio.
El silencio de la sala se apretó como un torno.
—Descríbanos cómo fue que la última bestia se lanzó sobre usted. Cómo sus alas se hicieron añicos contra su piel. Describa la luz.
La pregunta flotó en el aire helado. Roca intentó encajarla en un informe: datos, bajas, posiciones. Pero “la luz” no cabía en ningún formulario.
Mantuvo la mirada fija entre el Inquisidor y el General, un punto neutro que era disciplina aprendida.
—Señor Inquisidor —dijo con voz firme, tono de soldado reportando—. El perímetro este había sido sobrepasado. Mis órdenes eran mantener la posición hasta el amanecer. La última criatura irrumpió cuando la luz clareaba. Me interpuse para cubrir al soldado raso Kenji. Recibí el impacto. La criatura fue neutralizada.
Pausa. Luego, añadió la única explicación lógica.
—Hubo un reflejo, señor. Las lámparas de petracora en la muralla. O el amanecer sobre las alas de cristal. Fue… desorientador.
El artífice se inclinó, los lentes brillando con expectación. El Inquisidor bajó la voz hasta un susurro peligroso.
—No mienta en esta cámara. Aquí la mentira no se sostiene.
La sangre de Roca hervía bajo la piel. Mentir era deshonor, y ella no había mentido. Abrió la boca para replicar, pero el General habló antes, su voz como losas chocando.
—Suficiente. Está respondiendo como fue entrenada. Sargento, olvide el formato. Le doy una orden directa: describa lo que percibió. No análisis. Solo hechos.
Una orden. Eso sí entendía.
Roca tragó saliva. Rebobinó el recuerdo, apartando ruido y sangre, hasta ese instante.
—El impacto, mi General. No hubo dolor. Solo el sonido de mil cristales rompiéndose. Y la luz… —vaciló— no era un reflejo. No era blanca. Era cálida.
El artífice alzó la cabeza, los ojos agrandados.
—¿Cálida? —repitió el General.
Roca asintió apenas.
—Sí, mi General. Como el sol después de una tormenta. Y olía… a tierra mojada. A ozono.
El silencio que siguió fue más pesado que el granito. Los tres hombres cruzaron una mirada breve. No sorpresa. Confirmación.
El Inquisidor se reclinó por primera vez, y en su rostro apareció algo distinto: fascinación fría.
—Resonancia primaria —dijo, saboreando las palabras—. Una afinidad natural con el Pulso de la Piedra. Sin matriz. Cruda. Salvaje.
Roca sintió un escalofrío. Ese lenguaje pertenecía a chamanes y herejes del Manto, no a soldados imperiales.
El artífice habló, febril:
—La manifestación sin foco debería haberla incinerado. Su cuerpo disipó la energía. El potencial teórico…
—Basta —lo cortó el Inquisidor, sus ojos de nuevo en Roca—. En el orden de Astor, una anomalía es la semilla del caos. Y el caos es herejía. Por ley, deberíamos purificarla.
El corazón de Roca se contrajo. ¿Morir? ¿Por sobrevivir?
El General inclinó apenas la cabeza.
—Sin embargo —dijo—, su historial es impecable. Ejecutarla sería desperdicio. Y una mancha sobre la Tercera Lanza. Esa carga no la merece su unidad.
El Inquisidor sonrió sin alegría.
—El Regente Solar, en su sabiduría, ofrece alternativa. Un servicio de la más alta importancia. Su condición será contenida y empleada.
Roca alzó la barbilla.
—¿Qué proyecto?
—Secreto de estado —respondió el Inquisidor, poniéndose en pie—. Puede aceptar y servir, o rechazar y enfrentar juicio por herejía.
Las tres miradas pesaban como montañas. Roca pensó en Kenji, en su unidad. En el estandarte que no debía ser manchado. Eligió como siempre había elegido: el deber.
—Entiendo mis opciones, mi General. Acepto.
Una sombra de respeto cruzó el rostro pétreo del goliat. El artífice no pudo contener su sonrisa. El Inquisidor, dueño de la escena, dictó sentencia.
—Excelente. Ha escogido el orden. General, Artífice: el asunto está contenido. Yo me encargaré de ella.
Los otros se marcharon, dejando un aire helado.
—De pie, Roca —ordenó el Inquisidor.
Ella obedeció.
—Ya no es sargento de la Tercera Lanza. Sus medallas, sus camaradas, han terminado. Ahora es un recurso.
Se volvió a los guardias.
—Llévenla al Crisol. Quítenle las cadenas.
La sonrisa del Inquisidor fue la grieta más cruel en el muro de piedra.
—No es prisionera. Es propiedad del Imperio.