ID de la obra: 1084

The Rise of Empires

Gen
NC-17
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planificada Maxi, escritos 45 páginas, 20.606 palabras, 5 capítulos
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II.Inglaterra

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POV: INGLATERRA —Hermanos míos en Cristo —comenzó los Estados Pontificios con voz grave que resonó entre las bóvedas del salón—nos hemos congregado en estas horas sombrías no solo para celebrar el fin de un conflicto, sino para confrontar una amenaza que sacude los cimientos mismos de la Cristiandad. Se santiguó solemnemente, y como eco obediente, Nápoles y Venecia imitaron el gesto con la sincronía de quienes habían sido educados bajo la misma tutela. —Inclinemos nuestras cabezas —continuó— y elevemos nuestras oraciones por el alma de mi hermano Bizancio, que ha partido hacia la gloria eterna tras defender Constantinopla hasta el último aliento. Que el Altísimo acoja su espíritu y le conceda el descanso que merece después de cientos de años protegiendo las puertas de Europa. El silencio que siguió era pesado como el plomo. Los gemelos murmuraban oraciones en latín con voces quebradas, y pude percibir lágrimas genuinas deslizándose por las mejillas de Nápoles. —El Imperio Otomano —prosiguió los Estados Pontificios, su voz adquiriendo un tono más severo— ha cometido un pecado que trasciende la guerra común entre naciones. No se conformó con la victoria temporal, sino que perpetró el sacrilegio supremo: el asesinato definitivo de uno de nosotros. Todos sabemos que podemos caer en batalla y renacer con las estaciones, como Cristo resucitó al tercer día. Pero aniquilar completamente la esencia misma de una nación... eso es un crimen contra el orden divino establecido. ¿Pecado? El concepto me resultaba absurdamente ingenuo. Para mí, la muerte definitiva de Bizancio no era más que la culminación natural de la supervivencia: matar o ser asesinado. Los débiles perecen, los fuertes perduran. Era la ley más antigua del mundo, anterior a cualquier dios cristiano o pagano. Si Bizancio había sido tan necio como para permitir que el Imperio Otomano lo acabara permanentemente, entonces merecía su destino. —Por ello —concluyó los Estados Pontificios, dirigiendo su mirada hacia Francia y Castilla con evidente expectación— deposito mi confianza en vosotros, mis hijos más devotos y poderosos. Francia, Castilla, confío en que sabréis cómo... encargarse adecuadamente de esta amenaza antes de que sus métodos impíos se extiendan y pongan en peligro a toda la Cristiandad. El énfasis en "encargarse" no pasó desapercibido para nadie. Francia inclinó la cabeza con gravedad teatral, mientras Castilla se irguió con orgullo mal disimulado ante la confianza papal. —Por supuesto, hermano —respondió Francia con solemnidad calculada—. Siempre he sido el escudo de la Cristiandad y siempre lo seré. —Y yo seré su espada —añadió el castellano, llevando una mano al pomo de su arma—. Los infieles conocerán el filo de la justicia cristiana. "Por supuesto," pensé con amargura creciente, "siempre los mismos favoritos de la cristanidad." Ese favoritismo me hacía subir la bilis por la garganta. Esa manera de tratar a Francia y a Castilla como si fueran los únicos dignos de bendiciones divinas mientras el resto éramos meros súbditos. "Un día," me prometí en silencio, apretando el puño sobre mi bastón mientras observaba cómo los Estados Pontífices acariciaba paternalmente las cabezas de los gemelos, "un día me libraré de esta farsa papal. De sus bendiciones, de sus maldiciones y de su hipocresía."Mon cher frère , —dijo Francia con esa voz aterciopelada suya—Siempre he comprendido la importancia de expandir la gloria de Roma más allá de sus fronteras originales. Pero con las rutas orientales cerradas por los infieles...—Se detuvo deliberadamente, dejando que la implicación flotara en el aire como incienso. — El comercio de especias se ha vuelto... problemático. Castilla se adelantó ligeramente, y noté cómo su expresión se endurecía casi imperceptiblemente. —Las especias que antes fluían por Constantinopla ahora deben buscar nuevos caminos —murmuró Castilla—. Nuevos... patrocinadores. La tensión entre ambos era sutil pero palpable. Francia arqueó una ceja con esa elegancia calculada característica de él. —Por supuesto, mon cher Castille. Aunque algunos hemos estado preparándonos para tales eventualidades más tiempo que otros. "Interesante," pensé, apoyándome más en mi bastón mientras observaba el intercambio. Las primeras grietas en la amistad perfecta. Francia reclamando la primogenitura romana, Castilla resistiéndose a ser el hermano menor. Aunque a ninguno de los dos se les ocurre la verdad: Roma no necesitaba herederos. Necesita ser superada. Portugal, quien había permanecido en silencio durante el intercambio entre Francia y Castilla, se acercó discretamente al grupo. Sus ojos turquesa brillaban con una intensidad que reconocí inmediatamente: la misma que aparecía cuando hablaba de corrientes marinas y vientos desconocidos. —Perdón por interrumpir, —dijo con esa voz suya que siempre sonaba como brisa marina— pero creo que todos estamos evitando mencionar lo obvio. Con Constantinopla perdida y las rutas de la seda cortadas, el comercio con Oriente se ha vuelto prácticamente imposible. Venecia —dirigió una mirada compasiva hacia el pequeño— ha perdido sus conexiones más lucrativas. El mocoso asintió tristemente: —Las especias, la seda, las piedras preciosas... todo debe encontrar nuevas rutas. —Exactamente —continuó Portugal, y pude ver cómo sus gestos se volvían más animados, algo que no solía ser tan común en ella—. Pero ¿y si no necesitáramos rutas terrestres en absoluto? ¿Y si pudiéramos alcanzar las Indias navegando hacia el oeste, o rodeando África por el sur? Francia soltó una risa cristalina que sonó más condescendiente que divertida. —Portugal, ma chérie, tus fantasías marítimas son encantadoras, pero seamos realistas. Los antiguos sabían que más allá de las Columnas de Hércules solo existe el abismo, allí está el final del mundo. —Los antiguos —replicó Portugal— también creían que Constantinopla era inexpugnable y aquí estamos. El silencio que siguió fue elocuente. Castilla se quitó su ridículo sombrero y lo giró entre sus manos, contemplativo. —Las especias valen más que el oro ahora —murmuró—. Quien controle esas rutas... "Controlará el comercio mundial" completé mentalmente su frase, sintiendo cómo una sonrisa cruel se dibujaba en mi rostro. Esto solo era el inicio. Fue entonces cuando noté algo que captó mi atención: el pequeño Flandes, que hasta ese momento había permanecido silencioso y aparentemente invisible junto a Castilla, me observaba con una intensidad inquietante. Sus ojos grises brillaban con una codicia que no correspondía a su diminuto tamaño y cuando nuestras miradas se cruzaron, no apartó la vista, en cambio, me sonrió con una expresión que prometía complicaciones futuras. "Ese mocoso está tramando algo," pensé, recordando cómo sus ciudades comerciales habían prosperado vendiendo a ambos bandos durante mi guerra. "Y algo me dice que sus planes van mucho más allá de fabricar paños y contar monedas." Francia, como si hubiera percibido mis pensamientos, también dirigió su mirada a Flandes. Los Estados Pontificios carraspeó, reclamando nuevamente la atención. —Hijos míos, comprendo que la pérdida de las rutas orientales presenta... oportunidades para algunos. Pero no debemos olvidar que nuestro deber principal es detener la expansión turca antes de que sus métodos impíos se extiendan. —Naturalmente, frère—murmuró Francia con devoción calculada—. Aunque una campaña contra los otomanos requeriría recursos considerables. Recursos que podrían obtenerse, por ejemplo, estableciendo nuevas rutas comerciales. "Maldito hipócrita," pensé, viendo cómo Francia tejía sus justificaciones. "Siempre encontrando una manera de hacer que sus ambiciones personales suenen como servicio divino." Pero lo que más me molestaba no era la hipocresía de Francia, sino la facilidad con que los Estados Pontificios aceptaba sus argumentos. —La caída de Constantinopla no es solo una tragedia, hijos míos . Es una advertencia. Los otomanos han perfeccionado métodos de guerra que van más allá de la destrucción convencional. Los Estados Pontificios pronunció esas palabras con una gravedad que hizo que hasta el murmullo más distante del salón se desvaneciera. Francia frunció el ceño, y por primera vez desde que había llegado, su expresión burlesca se desvaneció por un segundo, casi imperceptible para cualquiera, pero para mí no. —¿Qué queréis decir exactamente? —Quiero decir que han aprendido a cortar no solo las rutas comerciales terrestres, sino las rutas del conocimiento mismo. Las bibliotecas de Constantinopla, los tratados de navegación bizantinos, los mapas secretos que guardaban los misterios del comercio oriental... todo perdido. Pude ver cómo Venecia y Nápoles se estremecían visiblemente, sus rostros infantiles palideciendo al comprender que no solo habían perdido a su tío, sino toda la sabiduría acumulada que él representaba. Las pequeñas manos de Venecia se cerraron en puños temblorosos, mientras los ojos dorados de Nápoles se llenaban de lágrimas que se negaba a derramar. Portugal palideció ligeramente, y pude ver cómo sus dedos se crispaban sobre los pliegues de su hopalanda color arena. —¿Los mapas de las rutas índicas? —Desaparecidos. Quemados o llevados a territorios donde ningún cristiano puede recuperarlos jamás. Un silencio pesado cayó sobre el salón. Pude ver cómo las implicaciones se asentaban en cada rostro: sin los conocimientos bizantinos, las rutas tradicionales hacia las Indias no solo estaban físicamente bloqueadas, sino intelectualmente pérdidas. Sin embargo, fue Portugal la primera en romper el silencio: —Entonces debemos crear nuestras propias rutas. Nuestros propios mapas. Francia se giró hacia ella con esa gracia fluida que siempre había poseído, pero pude detectar una nota de irritación en sus movimientos. Sus ojos azules la escrutaron con una intensidad que me resultó molestamente familiar y que no me agradaba en absoluto. —¿Con qué conocimiento? —replicó, y su voz aterciopelada tenía un filo condescendiente—. ¿Con qué experiencia? Los bizantinos acumularon mil años de sabiduría náutica. —Con la experiencia que construyamos navegando —replicó Portugal, y su postura se irguió con una determinación que la hizo parecer más alta de lo que realmente era. Francia la miró con una mezcla de condescendencia y fascinación que me revolvió el estómago. —Necesitamos certezas, no intentos, mucho menos incertidumbre ma chérie. —Las certezas —repliqué, sintiendo cómo algo feroz despertaba en mi pecho— son para aquellos que se contentan con repetir los logros de otros. Roma tuvo certezas. Bizantio tuvo certezas. ¿Dónde están ahora? Mi voz resonó con más fuerza de la que había pretendido, rebotando contra las paredes del salón con una intensidad que me hizo dolorosamente consciente de cuánto espacio ocupaba mi presencia en ese momento. El silencio que siguió fue como un golpe físico. Mierda. Todas las miradas del salón se dirigían hacia mí. Todas. Podía sentirlas como agujas clavándose en mi piel. Mi pierna izquierda latía, como si la herida recordara su propia existencia con más intensidad bajo el escrutinio ajeno. Resistí el impulso de cambiar el peso a mi pierna derecha, porque hacerlo ahora, delante de todos, sería admitir incomodidad. Sería mostrar debilidad. No cojes. No cojes. Por el amor de Cristo, no cojas. Era consciente de cada músculo de mi cuerpo. De cómo mis hombros estaban demasiado tensos. De cómo mi mano izquierda se había cerrado en un puño sin que me diera cuenta. De cómo mi respiración era ligeramente más rápida de lo normal, aunque intentaba controlarla. Era como si mi propio cuerpo me traicionara, como si cada parte de mí estuviera gritando "miren, aquí hay algo roto, algo que no funciona correctamente". Francia me dirigió esa mirada. Esa maldita mirada que conocía demasiado bien. En sus ojos azules vi un destello de algo que podría haber sido respeto si no hubiera sido tan obviamente calculado, tan perfectamente medido. Era la expresión de alguien que sabía exactamente qué efecto tenía en los demás y que lo disfrutaba. —Cuidado, Albión. Tu reciente experiencia con la incertidumbre no ha sido precisamente... exitosa. —Tienes razón —dije lentamente, enderezándome a pesar del dolor punzante—. Mi experiencia terrestre fue un fracaso. Por eso mi futuro no lo será. Pero antes de que la conversación prosiguiera, un sonido inesperado cortó el aire solemne del salón: el repiqueteo metálico de monedas cayendo al suelo de mármol. Todas las miradas pasaron de mi y se dirigieron hacia el pequeño Flandes, que había dejado caer su bolsa de cuero mientras intentaba ajustar su posición junto a Castilla. Las monedas rodaron en todas direcciones, algunas deteniéndose a los pies de los Estados Pontificios. —Perdón, perdón —murmuró el niño con voz aguda, pero cuando se agachó a recoger las monedas, pude ver que en sus ojos no había la vergüenza de un niño torpe. Sino había algo más. Algo que todavía no era capaz de descifrar. Sus movimientos eran demasiado precisos, demasiado calculados para ser accidentales. La manera en que sus dedos pequeños recogían las monedas con eficiencia practicada, cómo sus ojos se alzaban brevemente para evaluar las reacciones de cada uno de nosotros... No era torpeza infantil. Era teatro. Francia soltó una risa cristalina. —Petite Flandes, siempre tan....poco hábil. Incluso cuando los adultos estamos discutiendo temas importantes. Pero yo había notado algo que los demás parecían haber pasado por alto: esas monedas no eran todas de la misma procedencia. Vi el brillo dorado de florines franceses mezclado con ducados venecianos, groats, y monedas portuguesas. El pequeño mocoso había estado comerciando con todos nosotros simultáneamente. Aragón ayudó al niño a recoger las monedas restantes, pero lo hizo con una molestia mal disimulada que me sugirió que este "accidente" no había sido parte de sus planes. Al agacharse, murmuró algo que apenas pude escuchar por encima del murmullo general del salón: —Ten más cuidado. Los accidentes pueden ser... reveladores. La amenaza velada en sus palabras era inconfundible. Flandes asintió con esa sumisión exagerada que sólo los niños particularmente astutos dominaban, pero pude ver cómo sus ojos seguían brillando con esa inteligencia perturbadora que no correspondía a su apariencia infantil. Portugal, que había permanecido observando la escena con curiosidad, se acercó lentamente hacia mí, y su proximidad me hizo automáticamente intentar erguirme un poco más, a pesar del dolor de mi muslo. El aroma de su perfume—sal marina mezclada con lavanda—llegó hasta mí como una caricia familiar, pero también como un recordatorio doloroso de mi vulnerabilidad actual. Aunque para mi suerte no era difícil aparentar ser más alto que ella. Portugal apenas era un poco más alta que el pequeño Flandes o alguno de los gemelos. Su cabeza llegaba apenas a la altura de mi pecho, y normalmente esa diferencia de estatura me resultaba encantadora, protectora incluso, ya que ella era una de las pocas naciones que podía hacer que me sintiera verdaderamente imponente sin necesidad de armaduras o ceremonias. Pero ahora, con mi pierna herida pulsando con cada latido de mi corazón inmortal y mi bastón como muleta constante, me sentía menos como un protector y más como un inválido fingiendo fortaleza ante la única persona cuya admiración genuinamente deseaba conservar. —Inglaterra —me dijo en voz baja—. ¿Cómo está tu pierna? La pregunta me golpeó como un martillo de guerra en el pecho. No por la preocupación genuina en su voz—esa la apreciaba más de lo que estaba dispuesto a admitir—sino por la implicación terrible que llevaba consigo: alguien le había contado los detalles íntimos. Y solo había una persona que conocía la naturaleza exacta de mi herida y que había estado presente cuando su espada ornamentada se hundió en mi muslo. —Está... perfectamente —mentí, forzando una sonrisa que esperaba pareciera convincente mientras discretamente ajustaba mi posición para apoyar menos peso en el bastón de roble. —. Solo una pequeña incomodidad. Nada que no pueda manejar. Era una mentira patética y ambos lo sabíamos. Las heridas entre naciones seguían patrones diferentes, algunas sanaban en horas, otras tardaban décadas, y las más profundas, aquellas marcadas por derrotas verdaderamente aplastantes, podían persistir para siempre como recordatorios permanentes grabados en nuestra carne. Sus ojos me escrutaron con esa percepción molesta que siempre había poseído para ver a través de mis mentiras. Era reconfortante y perturbador a la vez, reconfortante porque me recordaba lo profundo que era nuestro vínculo, pero también era perturbador porque me hacía consciente de lo expuesto que me sentía en este momento, rodeado de rivales y con mi debilidad tan evidente. —Francia me contó lo que pasó en Castillón —murmuró, y su voz tenía esa suavidad particular que adoptaba cuando estaba genuinamente preocupada, el mismo tono que había usado siglos atrás cuando me había consolado después de perder Calais. Un calor abrasador me subió por el cuello hasta las mejillas, una mezcla tóxica de humillación, furia y algo más oscuro que no quería examinar muy de cerca. Por supuesto que Francia le había contado. Por supuesto que ese bastardo hermoso y traicionero no había podido resistir la tentación de compartir los detalles de mi degradación con la única persona en este maldito continente cuya opinión realmente me importaba. ¿Qué más le habría dicho? ¿Los detalles exactos de cómo había caído de rodillas en el lodo ensangrentado? ¿Cómo había suplicado mientras su espada se hundía en mi carne? ¿Cómo había gemido su nombre en una mezcla de dolor y algo más que prefería no nombrar? —Francia —dije entre dientes, luchando por mantener mi voz baja y controlada— habla demasiado. Portugal inclinó ligeramente la cabeza, y pude ver comprensión genuina en sus ojos. Ella conocía lo suficientemente bien la naturaleza de mi relación con Francia—esa mezcla volátil de atracción y antagonismo que había en nuestra historia—para entender que no me tomaba bien las actitudes del francés, especialmente cuando se trataba de él compartiendo detalles íntimos personales de mi persona. —Está preocupado por ti —dijo suavemente, y en su voz había una sinceridad genuina que me hizo sentir aún peor. Portugal realmente creía que Francia actuaba por preocupación legítima, no por malicia calculada. "Por supuesto que le cree" pensé con frustración que me quemaba en el pecho. Era esa maldita confianza en sus palabras que me volvía loco, la confianza forjada por siglos de amistad que se remontaba a cuando ambos habían sido pupilos de Roma. —Francia no se preocupa por nadie excepto por sí mismo —repliqué, y la amargura en mi voz era más evidente de lo que habría querido, amargurada por siglos de promesas rotas y traiciones —. Si te contó sobre mi herida, fue porque le divierte el drama. O porque quería asegurarse de que supieras exactamente lo... disminuido que estoy ahora. La palabra me salió como veneno. Disminuido. Era lo que todos pensaban, lo que Francia había querido lograr. Ella frunció el ceño, y por un momento vi un destello de algo peligroso en sus ojos habitualmente dulces, como la tormenta que se gesta bajo aguas aparentemente calmas. Portugal era pequeña, pero había una fuerza forjada en acero templado en ella que la mayoría subestima. Una fuerza forjada por siglos de resistir las ambiciones expansionistas de Castilla, de mantener su independencia y de sobrevivir en un continente donde cada día era una lucha por no ser absorbida por sus vecinos más agresivos. —Tú no estás disminuido —dijo con una firmeza que me sorprendió, alzando su mano para golpearme el hombro—. Una herida no te define, Inglaterra. Lo que hagas después, sí. Sus palabras se asentaron en algo profundo dentro de mí, algo que había estado enterrado bajo capas de humillación y autocompasión desde Castillón. Era la misma sabiduría que ella había aprendido en sus propias guerras: las derrotas solo importaban si permitías que dictaran tu futuro. Pero antes de que pudiera responder, ella continuó, y su voz adoptó esa calidad soñadora que aparecía cuando su mente se dirigía hacia horizontes lejanos, hacia el mar que la llamaba. Lo cual solía ser más seguido de lo que uno piensa. —He estado pensando mucho últimamente. Sobre vientos. Sobre corrientes. Sobre patrones que he observado durante años de navegación costera —continuó, acercándose un pasó más y pude ver cómo sus pupilas se dilataban ligeramente, iluminándose con esa pasión particular que solo ella poseía. El murmullo de conversaciones en el resto del salón se convirtió en un zumbido de fondo mientras ella capturaba completamente mi atención como una sirena envolviendo a un marinero en su hechizo. —Los vientos que soplan desde África no se comportan como deberían si el océano simplemente terminará donde creemos que termina —murmuró, gesticulando suavemente con sus manos, trazando patrones invisibles en el aire como si pudiera dibujar los mapas que vivían en su mente—. Hay patrones, Inglaterra. Corrientes de aire que sugieren masas de tierra distantes, espacios oceánicos que se extienden mucho más allá de lo que cualquier mapa muestra. La observé mientras hablaba, hipnotizado por la transformación que se operaba en ella cuando se sumergía en sus teorías. Noté cómo su respiración se aceleraba ligeramente cuando se emocionaba, cómo sus mejillas adquirían un rubor sutil que las hacía parecer tocadas por el sol mediterráneo de manera permanente. Su cofia de red dorada había resbalado ligeramente durante nuestra conversación, permitiendo que algunos mechones de cabello chocolate enmarcaran su rostro de manera que me resultaba irresistiblemente atractiva. —¿Estás sugiriendo que hay tierras más allá del mar tenebroso? —pregunté, sintiendo cómo mi propia voz adquiría una intensidad que no había sentido en meses, una chispa de emoción que creía enterrada bajo los escombros de Castillón. No estaba seguro si era por ella—por la proximidad de su cuerpo pequeño y cálido, con ese aroma embriagador que la envolvía—o por las implicaciones revolucionarias de lo que me estaba contando. —No lo sugiero —respondió, y en sus palabras había certeza —. Lo sé. Los vientos no mienten, Inglaterra. Las corrientes tampoco. Solo necesitamos el coraje para seguirlas hasta donde nos lleven, aunque sea más allá de todo lo conocido. En ese momento, observándola mientras describía océanos inexplorados y continentes por descubrir con la pasión de una visionaria, sentí algo que había creído perdido para siempre entre las ruinas humeantes de mis ambiciones continentales: la esperanza. No la esperanza patética y desesperada de recuperar lo que había perdido—esos dominios que Francia había arrancado de mis manos con fuego y acero—sino algo más peligroso y emocionante. La esperanza de conquistar algo completamente nuevo, algo que ninguna nación había tocado jamás. —Si tuvieras razón —dije lentamente, dejando que la posibilidad se asentara en mi mente como semillas cayendo en tierra fértil—, si realmente hubiera tierras más allá del océano occidental... —Las habría —me interrumpió suavemente, pero con una convicción que resonó en mis huesos como campanadas de victoria—. Y quien las encuentre primero, quien establezca las primeras rutas comerciales, quien plante las primeras banderas en esas costas vírgenes... Construirá algo completamente nuevo. Sus palabras resonaron en mi mente como quien anuncia una nueva era. Por primera vez desde Castillón, pude visualizar un futuro que no dependía de recuperar el pasado perdido, sino de crear algo sin precedentes en la historia. El dolor en mi pierna seguía ahí, punzante y constante como un recordatorio de mi derrota reciente, pero de repente se sentía menos como una marca de degradación permanente y más como un recordatorio de por qué necesitaba buscar nuevos caminos, nuevas formas de poder. Mientras Francia, esa ramera presuntuosa, se pavoneaba de seguir los pasos de su adorado padre Roma con sus conquistas terrestres y sus malditos cañones, o Castilla se disputaba por ser el favorito. Cuando ambos jugaban a ser sucesor de un imperio muerto. Mi objetivo era radicalmente opuesto. No deseaba seguir las huellas polvorientas de las legiones; quería superar a Roma misma. Un futuro donde eclipsará completamente a Roma. Y con las rutas orientales hacia las especias cerradas por los otomanos, el futuro no estaba en repetir las conquistas terrestres, sino en dominar lo que Roma nunca pudo: los océanos. Donde ninguna artillería francesa pudiera alcanzarme y ninguna bendición papal fuera necesaria para legitimar mi grandeza. Portugal debió ver algo en mi expresión—algún cambio sutil en mis facciones que revelaba la transformación que se operaba en mi interior—porque su sonrisa se ensanchó con una complicidad que me recordó exactamente por qué había decidido aliarme con ella en primer lugar. Ella era una de las pocas personas que podía comprenderme realmente. Que entendía lo que significaba ser una nación más pequeña rodeada de depredadores, lo que costaba mantener la independencia cuando todos esperaban que te sometieras al más fuerte. En ese momento, Francia se giró desde su conversación animada con los Estados Pontificios y nos dirigió una mirada penetrante que cortó el aire entre nosotros como una daga envenenada. Sus ojos azules se entornaron ligeramente cuando notó nuestra proximidad y la intensidad de nuestra conversación susurrada. —¿Secretos entre viejos aliados? —preguntó con voz aterciopelada —. Qué... mala educación. Portugal no se inmutó ante su sarcasmo cargado de veneno, rara vez lo hacía—tenía esa serenidad natural, esa calma que la protegía de la mayoría de provocaciones sin importar de quién vinieran—pero yo sentí cómo mi mandíbula se tensaba involuntariamente. —No son secretos, Francia —respondió Portugal con calma—. Son teorías geográficas. El mundo es más grande de lo que nuestros mapas actuales sugieren. Francia soltó una risa que para cualquier observador casual podría haber sonado encantadora, musical incluso, pero que a mí me sonó agria como vino echado a perder. —Ah, tus famosas teorías oceánicas —murmuró—. ¿Aún crees en cuentos de borrachos sobre tierras mágicas más allá del horizonte? El desprecio en su voz era palpable como humo tóxico, pero lo que realmente me molestó hasta los huesos fue la familiaridad íntima con que hablaba de las "famosas teorías" de Portugal. Como si hubieran discutido este tema con ella muchas veces antes en la privacidad de encuentros que yo no había presenciado. Como si él conociera los sueños más íntimos y las pasiones más profundas de Portugal mejor que yo. Y me recordó dolorosamente que había historia entre ellos que precedía a nuestra alianza. —Los navegantes borrachos —repliqué, enderezándome más a pesar del dolor que se disparó por mi pierna como hierro candente— a menudo ven verdades que las naciones sobrias ignoran por arrogancia. Francia me dirigió esa sonrisa suya que había aprendido a temer durante siglos de conflicto, esa expresión que prometía problemas. —Qué filosófico, mon cher Albión —ronroneó como un gato jugando con un ratón herido—. Deberías dedicarte a la filosofía en vez de a la guerra. Claramente, no eres muy bueno en lo segundo. La púa fue deliberada y precisa como siempre, diseñada para recordarme mi derrota reciente frente a Portugal y hacer que pareciera un perdedor patético aferrándose a fantasías para consolarse. Pero por primera vez desde Castillón, no sentí el aguijón familiar de la humillación arrastrándome hacia la autocompasión. En cambio, sentí algo más peligroso y prometedor: la determinación de demostrarle que estaba completamente equivocado. GLOSARIO 1. Mon cher frère: "Mi querido hermano" en francés. 2.Groats: Monedas inglesas.
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