ID de la obra: 1084

The Rise of Empires

Gen
NC-17
En progreso
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planificada Maxi, escritos 45 páginas, 20.606 palabras, 5 capítulos
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III. FRANCE

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POV: FRANCIA El vino de Borgoña que brillaba en mi copa de cristal veneciano capturaba la luz dorada del atardecer que se filtraba por los altos ventanales de mi palacio, creando pequeños arcoíris que danzaban sobre el mármol blanco de las paredes. Era un espectáculo hermoso, como todo lo que me rodeaba debía ser, cada detalle cuidadosamente elegido para crear una sinfonía visual que elevará el alma y recordará a cualquier visitante que estaba en presencia de la perfección encarnada. Después de todo, un heredero de Roma no podía permitirse estar rodeado de mediocridad. Cada tapiz, cada mueble, cada ornamento en este salón había sido seleccionado por mis propias manos, no solo por su belleza individual, sino por cómo contribuía a la composición total, una lección que había aprendido de Roma quien entendía perfectamente que la grandeza reside tanto en la armonía del conjunto como en la excelencia de las partes. Me recliné en mi sillón de terciopelo azul real—del mismo tono que mis ojos, naturalmente—sintiendo cómo la suave tela italiana se amoldaba perfectamente a mi forma. El sillón había sido diseñado específicamente para mí por artesanos florentinos que habían estudiado las proporciones de mi cuerpo para crear algo que fuera tanto un trono como una obra de arte. Algo digno de una nación de mi calibre. Contemplé el pergamino que acababa de llegar desde las fronteras orientales, su sello de lacre rojo ya roto con el cuchillo de plata que mantenía siempre en mi escritorio para tales propósitos. Las noticias sobre los movimientos otomanos eran... inquietantes. Cartas escritas con la letra apresurada de un espía que claramente había tenido que componer su reporte mientras huía. Pero también presentaban oportunidades para una mente tan brillante como la mía, oportunidades que podían transformar lo que otros verían como crisis en el fundamento de una nueva era dorada. Mehmed II, ese joven sultán bárbaro, había demostrado ser más astuto de lo esperado al tomar Constantinopla, un logro que, admito con reluctancia, había requerido cierta competencia militar, aunque ejecutado con la brutalidad característica de su raza inferior. Un escalofrío de repugnancia genuina me recorrió la espina dorsal al visualizar a ese salvaje sentado en tronos que habían conocido la majestad de emperadores verdaderamente civilizados. Mon Diu. La imagen de sus manos callosas, probablemente aún manchadas con la sangre de los defensores bizantinos, tocando mosaicos que habían sido creados por maestros artesanos cuando sus antepasados aún vivían en tiendas defieltrome producía náuseas físicas que ni el mejor vino lograba calmar completamente. Pero ese sultán de pacotilla no era mi verdadero problema, al fin y al cabo era un mortal, y los mortales, sin importar cuán exitosos fueran temporalmente, no pasaban de los sesenta años si tenían suerte. Mi problema era infinitamente más profundo y permanente: el Imperio Otomano. Esa abominación que había surgido de las estepas asiáticas como una herida infectada en el costado de la civilización. Ese turco bárbaro era la personificación viviente de todo lo que despreciaba en las profundidades de mi ser: brutalidad sin refinamiento, conquista sin civilización, poder sin arte ni filosofía. Era el responsable directo de la muerte definitiva de Bizancio, mi hermano mayor. Y por extensión, era el responsable de muchos de los problemas que ahora asediaban a Europa como una plaga política. Lo más cínico, tal vez, y lo que más revelaba sobre la naturaleza primitiva y sin honor de esa criatura, es que Bizancio había sido su propio padre en el árbol genealógico complejo de las naciones. Y el muy bastardo había cometido un parricidio. Algo que no me extrañaba, ya que solo semejante barbarie podía ser ejecutado por un ser tan salvaje como él, criado entre tiendas nómadas malolientes y alimentado conkumisrancio en lugar de educado con vino decente y poesía clásica. El Imperio Otomano representaba todo aquello contra lo que Roma había luchado durante siglos de gloria: la barbarie organizada, la destrucción sistemática de la belleza acumulada por generaciones, la conversión de palacios en barracas militares y de bibliotecas en establos para caballos. Era como una plaga de langostas que devoraba siglos de refinamiento cultural en cuestión de meses, dejando tras de sí solo devastación y el hedor de la ignorancia triunfante. "Una lástima que hubiera destruido tanta belleza antigua en el proceso"pensé con una mueca de disgusto que probablemente habría arruinado mi apariencia perfecta si alguien hubiera estado presente."Esas cúpulas doradas de Santa Sofía convertidas en mezquita, mosaicos que habían sobrevivido mil años de historia cubiertos con cal blanca simplemente porque su religión primitiva no toleraba la representación de la forma humana divina. Qué desperdicio estético imperdonable." Era predecible de una mentalidad estrecha como la suya, completamente incapaz de crear belleza original, por ende debía conformarse con profanar y corromper lo que las civilizaciones verdaderamente superiores habían construido con amor y dedicación. Pero su victoria, por repugnante y culturalmente devastadora que hubiera sido, había abierto puertas que yo sabía exactamente cómo atravesar con la elegancia y la astucia que eran mi marca personal. Tomé un sorbo de vino y saboreé su perfección deliberadamente, permitiendo que el sabor complejo—notas de cereza madura, un toque de roble añejo y el mineral sutil de mi tierra—limpiará completamente el regusto amargo que los pensamientos sobre la barbarie otomana había dejado contaminando mi paladar refinado. Los vinos de mis tierras siempre habían sido superiores a cualquier cosa que pudieran producir esas islas brumosas del norte con su clima miserable, o las áridas colinas ibéricas con su sol demasiado implacable. Era una metáfora perfecta para mi propia naturaleza: todo lo que yo tocaba, todo lo que cultivaba, se volvía exquisito por el simple hecho de recibir mi atención. Un golpe suave en la puerta interrumpió mis reflexiones, ejecutado con exactamente la cadencia apropiada, ni demasiado tímido como para sugerir servilismo patético, ni demasiado insistente como para implicar falta de respeto. Mi sirviente más refinado apareció en el umbral: un hombre de mediana edad cuya postura impecablemente erguida y modales elegantes lo hacían digno de estar en mi presencia sin avergonzarme. Había sido entrenado durante décadas hasta alcanzar ese nivel de perfección en el servicio que rayaba en el arte. Se inclinó con la gracia exacta apropiada para la ocasión, ejecutando una reverencia perfecta. —Mon seigneur,Castilla solicita audiencia. Una sonrisa genuina y anticipativa se curvó naturalmente en mis labios, acompañada de una expectación que no era enteramente estratégica. Por supuesto que Castilla venía a verme. Había estado esperando esta visita específica desde que regresamos de Amboise hace una semana, anticipando el momento con la paciencia calculada de un cazador experimentado que conoce exactamente cuándo su presa aparecerá en el claro del bosque. Castilla era maravillosamente predecible en su ambición—una característica que encontraba tanto encantadora como extremadamente útil para mis propios intereses—pero también era admirablemente genuino en su devoción a la causa cristiana, lo cual añadía una dimensión de autenticidad a sus motivaciones que respetaba incluso cuando la encontraba ingenua. Y, debo admitir con la honestidad brutal que me debía a mí mismo en la privacidad de mis propios pensamientos, no era desagradable a la vista cuando no llevaba ese ridículo sombrero con plumas de avestruz que lo hacía parecer un gallo de pelea particularmente pretencioso. De hecho, recordaba con claridad cristalina lo apasionado que podía ser Castilla cuando permitía que sus defensas cayeran como murallas asediadas. Nuestros encuentros nocturnos siempre han sido... estimulantes, de maneras que iban mucho más allá del simple placer físico. Había algo genuinamente intoxicante en la manera en que su fervor religioso se transformaba en un fervor completamente diferente cuando estábamos solos. Solía ser un amante más que competente, bastante pasional cuando se dejaba llevar. Lástima que sus creencias cristianas tan rígidas y cerradas no le permitían realmente disfrutar sin la sombra constante de la culpa católica ensombreciendo incluso sus placeres más básicos. Incluso en nuestros momentos más íntimos y abandonados, podía ver la lucha interna reflejada en sus ojos color jade: el deseo natural combatiendo contra siglos de doctrina religiosa que le susurraban constantemente que el placer era pecado, que la pasión era debilidad y más, si era con otro hombre. El sexo no había sido un tabú para el Imperio Romano y tampoco debería serlo para seres como nosotros que habíamos heredado no solo su territorio sino su sabiduría sobre cómo vivir plenamente. No importaba si era con hombres o mujeres, si era motivado por amor o por poder, si era suave como seda florentina o intenso como una batalla campal. Todo era parte del arte supremo de extraer cada gota de placer que nuestra existencia inmortal tenía para ofrecer. "Claramente, se había olvidado completamente de las lecciones más importantes que nos había dado Roma cuando éramos jóvenes" pensé, saboreando mi vino mientras permitía que los recuerdos de épocas más simples fluyeran por mi mente. Las grandiosas orgías en los soleados foros, donde la élite del imperio se reunía bajo arcos abovedados adornados con dioses de mármol. Los cuerpos se retorcían amontonados sobre suelos de mosaico: pieles sudorosas deslizándose, erecciones embistiendo en bocas ansiosas y culos apretados mientras las mujeres se arqueaban bajo múltiples amantes, mientras los gemidos se mezclaban con el contacto de la carne. El semen salpicaba en arcos sobre pechos agitados y vientres planos, el aire cargado con el almizcle de la liberación y la lujuria desenfrenada, sin juicios ni culpas, sólo la excitación eléctrica del exceso. Luego, las noches privadas con Castilla, antes de que la sombra de la cruz apagara su fuego. Nos escabullíamos durante tensas negociaciones siendo adolescentes explorando nuestro cuerpo. Sus manos, callosas por las empuñaduras de las espadas, me empujaban contra un muralla, bajando mis pantalones para liberar mi erección, para luego caer de rodillas con su cabello castaño cayéndole sobre la frente, semi ocultando sus ojos. —Galia, tientas al destino con esa mirada de suficiencia— gruñía, con la voz áspera y un fuego apenas contenido, mientras sus manos se aferraban a mis muslos y erección. —Pero esta noche, te haré suplicar. Reí por lo bajo, enredando los dedos en su pelo. —¿Dulces promesas, pero muéstrame que puedes conquistar más alla de los campos de batalla, mon cher. Él me tragó entero en respuesta, su garganta trabajando alrededor de mi longitud con una succión desesperada, atragantándose con la profundidad pero empujando más.Su lengua arremolinándose en la parte inferior hasta que lo agarré más fuerte y lo follé con movimientos superficiales. —Eso es, tómalo todo, como el guerrero que eres— le urgí, mientras mis caderas se mecían, la saliva goteando por su barbilla. Cuando me retiré, él se levantó con una sonrisa salvaje y mi semilla en sus labios. —Mi turno—dijo con voz áspera, girándome y doblándome, su gruesa polla rompiendo mi culo en un deslizamiento poderoso. Embestidas profundas y reclamantes que hacían que mis bolas se tensaran y se derramaran, su propia semilla caliente inundándome mientras gruñía bajo. Con Inglaterra, fue una tormenta de rivalidad convertida en necesidad cruda. Noches envueltas en niebla en sus húmedos castillos, donde nos rodeábamos como lobos antes de chocar, cuando tomé la iniciativa para enseñarle el oficio más ancestral de la humanidad. Ya entonces era audaz, sus hermosos rasgos denotaban desafío, pero yo sabía perfectamente cómo calmar la bestia. Lo apoyé contra la fría pared de piedra de una cámara de la torre, desnudándolo con manos deliberadas. —¿Crees que puedes doblegarme? —se burló, con el pecho agitado mientras mis dedos le liberaban los cordones, su polla saltando con fuerza contra mi palma. —Palabras atrevidas para alguien que es mi vasallo—murmuré, acariciándolo con firmeza, con el pulgar rodeando la punta —Déjame enseñarte el arte del amor. —Entonces hazlo, no te limites solo a hablar. Lo giré, abriéndole las piernas, mis dedos explorando su firme trasero antes de deslizar mi palpitante polla y presionar la cabeza contra su entrada —Respira, Albión, toma lo que te doy —lo persuadí, empujando despacio al principio, abriéndolo poco a poco, sus gruñidos agudos mientras lo llenaba por completo Fui aumentando la intensidad de las embestidas, moviendo las caderas hacia adelante para penetrar profundamente, enseñándole el ritmo con cada embestida. Sus manos se apoyaron en la pared, quebrándola. Sus músculos se tensaron bajo mi agarre mientras lo follaba con firmeza, mi boca en su cuello, susurrando provocaciones mientras mis embestidas se volvían más insistentes, golpeando hasta que se apretó contra mí, mi semilla derramándose en su interior. —¿Ves? Los rivales son los mejores amantes —susurré, retirándome lentamente. Y Portugal... ah, la emoción de romper su devota coraza en esos paraísos costeros azotados por el viento, donde el rugido del Atlántico ahogaba sus protestas. Ya entonces poseía esa energía salvaje: sus ojos turquesos brillaban con una curiosidad indomable, su larga cabellera castaña alborotada por la brisa marina, sus curvas ceñidas por una sencilla túnica que ondeaba al viento. Ella estaba construyendo algo en la arena —una torre de guijarros al azar—, riendo para sí misma, ajena a mi llegada. —Portugal—dije con voz suave y burlona, ​​impregnada de encanto al acercarme—¿qué gran fortaleza construyes? ¿Una que rivalice con las murallas de Cartago?. Levantó la vista, sonriendo con suficiencia y lanzándome una piedra. —Es para mantener a raya a intrusos como tú, Galia. Ve a conquistar a otra. Sus palabras tenían un tono juguetón, y reí, en voz baja e incitante, acortando la distancia hasta que me elevé sobre ella. Me arrodillé en la cálida arena, rozando su brazo con mis dedos, provocándole un escalofrío. —¿Intruso? ¿Moi? Estoy aquí para unirme al juego —murmuré persuasivamente, con un toque ligero como una pluma, mientras subía hasta su hombro y luego bajaba hasta su costado, donde de repente le di un golpe rápido en las costillas. Ella gritó, se retorció con una carcajada y me dio un manotazo —¡Para! Pero sus ojos danzaron, y aproveché la ventaja, mis manos se lanzaron a su cintura, haciéndole cosquillas con vehemencia; mis dedos danzaban sobre sus costados, bajo sus brazos, haciéndola retorcerse y jadear en la arena. Ella se defendió con desgana, sus pequeños puños presionando mi pecho, pero pronto se quedó sin aliento, desplomándose de espaldas entre carcajadas, con la túnica subiéndose para exponer sus suaves muslos. —¡Galia! ¡Misericordia! ¡Me rindo! —jadeó entre risitas, pero me incliné más cerca, sonriendo. —¿Misericordia? ¿Qué tiene eso de divertido? El juego cambió cuando me incliné, capturando sus labios en un beso suave, mi mano ahuecando su mejilla mientras la otra se deslizaba hasta el dobladillo de su túnica. Dudó un instante, con un destello de conflicto en su mirada turquesa. —¿Y si alguien nos ve? —Que me envidien—dije, antes de profundizar el beso, mi lengua jugueteando con la suya hasta que se fundió en ella, sus manos aferrándose a mis hombros. Sus protestas se convirtieron en jadeos cuando metí mi rodilla entre sus piernas, separándolas a la fuerza. Mi mano libre se hundió bajo la tela para acariciarla, mis dedos rozaron su clítoris a través de su ropa interior hasta que se arqueó contra mí involuntariamente. Con suave insistencia, tiré de su túnica hacia arriba, despegando la tela por encima de su cabeza con un movimiento fluido, dejándola desnuda bajo el sol: sus pechos urgentes subiendo y bajando y su coño ya húmedo de deseo incipiente. Al principio cruzó los brazos tímidamente, con las mejillas ardiendo, pero los aparté con más toques suaves, mis pulgares rodeando sus pezones hasta que se arqueó con un suave gemido. —Un poco de sol no hace daño —bromeé con encanto, mi boca siguiendo mis manos, mis labios rozando su clavícula, luego bajando para succionar sus pechos, mientras mis dedos se hundieron en caricias lentas y deliberadas. Levantándome, me quité la túnica rápidamente, mi erección dura y palpitante, latiendo de necesidad.Sin más contenciones, me coloque sobre sus piernas abiertas, agarrando sus caderas para penetrarla profundamente. Gimió, envolviéndome con sus piernas, acercándome más mientras comenzaba a embestirla, sus caderas golpeando hacia adelante, cada embestida enterrándome hasta la empuñadura, inclinándome a besarla entre embestidas. Me siguió el ritmo con entusiasmo, clavándome las uñas en la espalda, su timidez desapareció al mecerse para penetrarme más profundamente. O los recuerdos de los banquetes: espectáculos suntuosos en salones dorados desde Constantinopla hasta el Rin, donde la opulencia se convertía en un caos glorioso. Las mesas se hundían bajo bandejas de lirones con miel, frutas exóticas rebosantes de jugo y jarras de vino que fluían como ríos. Las risas resonaban mientras los invitados se atiborraban, con los vientres hinchados hasta lo inevitable: tambaleándose hasta vomitar en el mármol, solo para limpiarse la boca y volver a sumergirse. El exceso se convertía en desenfreno. El desenfreno se volvía normalidad. Pero Castilla, el pobre, había permitido que generaciones de curas cristianos envenenaran incluso sus placeres más básicos con culpa artificial y restricciones inventadas. Una tragedia genuina, considerando lo magnéticamente atractivo que podía ser cuando permitía que su lado más animal y auténtico saliera a la superficie sin las cadenas de la moralidad importada, una moralidad que no debería existir para seres como nosotros. Éramos superiores a esa clase de moralidades. Tal vez esta noche, después de discutir minuciosamente política y estrategia militar, podríamos... renovar algunas de nuestras costumbres más privadas. Después de todo, las alianzas más duraderas y efectivas siempre se sellaban de múltiples maneras, y el placer compartido creaba vínculos que iban mucho más allá de los tratados escritos en pergamino y tinta. "Esta noche, liberaría a esa bestia"me prometí a mi mismo"le recordaría los dones de Roma mediante el tacto y el empuje, hasta que la culpa se desmoronara bajo el peso del éxtasis." —Hazlo pasar inmediatamente —ordené con un gesto elegante de mi mano —. Y asegúrate de que le sirvan nuestro mejor vino, el Borgoña de la reserva personal. Quiero que esté... apropiadamente receptivo a nuestras conversaciones de esta noche. El vino debía estar a la altura de la conversación que se avecinaba: lo suficiente fuerte para relajar las inhibiciones, lo suficiente refinado para recordarle a Castilla mi superioridad en cuestiones de gusto y lo suficientemente caro para impresionar sin ser obviamente ostentoso. La puerta se cerró tras el sirviente con un clic final que resonó en la habitación como el cierre de una trampa. Me quité lentamente el cinturón ornamental, luego aflojé los cordones del cuello de mi cotehardie, como quien afila una espada antes de la batalla. Parfait. Ahora solo quedaba esperar a que mi presa llegara por su propia voluntad. GLOSARIO 1. Fieltro:es un textil no tejido que se forma al enredar y compactar las fibras de lana, pelo o materiales sintéticos, mediante calor, sin necesidad de tejerlas o entrelazarlas.2.Kumis:bebida fermentada, tradicionalmente elaborada con leche de yegua.3.Mon Seigneur:"Mi señor" en francés.
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