«¿Has ido al gimnasio?»
«He notado que estás más fuerte»
Aún con las mejillas rojas, se irguió un poco más, tratando de que su postura resaltara mejor sus músculos y marcara una muestra de serenidad imponente. —Sí, bueno —comenzó a decir, tratando de que su voz sonara decidida. Luego, levantó su brazo al aire y lo flexionó hasta que el bíceps apretó la tela de la gabardina—. Me gusta tener un buen cuerpo —añadió con soberbia. El Reclutador alzó de nuevo la mirada y le observó con una sonrisa divertida. —¿Y has entrenado las piernas? In-ho parpadeó confuso. ¿A qué venía aquella pregunta? ¿Acaso estaba a punto de recriminarle por entrenar más sus brazos y su abdomen que sus piernas? —¿Por qué lo dices? —preguntó, con cierto temor, al tiempo que bajaba el brazo. La sonrisa de El Reclutador se ensanchó, formando una mueca que por alguna razón resultaba inquietante. —Espero que no te duelan —respondió éste. Y, antes de que In-ho pudiera siquiera contemplar la idea de preguntarle más, El Reclutador se echó a correr, arrastrándole con él. En su mente comenzaron a fluir miles de pensamientos de forma desordenada y caótica, tratando de entender qué es lo que estaba sucediendo mientras seguía corriendo detrás de su pareja. No le resultaba del todo extraña la actitud de El Reclutador. Sabía por la experiencia que los años de relación con él le habían brindado, que no era un hombre que se caracterizara precisamente por ser lógico y, mucho menos, predecible. Pero ni siquiera todo ese tiempo de noviazgo había logrado prepararle para reaccionar en esos momentos en los que la locura parecía apoderarse de él y, por lo mismo, en dichas situaciones, optaba por lo que —consideraba— era la mejor y única opción: Dejarse arrastrar. Así, El Reclutador siguió corriendo, arrastrándolo consigo. De pronto, In-ho localizó a uno de los trabajadores que había visto junto al camino recogiendo hojas… justo en la línea recta que seguían. Sus ojos se abrieron de par en par al comprender que pronto estarían encima de aquel hombre. Con terror, abrió la boca para avisar a su pareja pero, antes de que pudiera hacerlo, El Reclutador aceleró aún más. Al escuchar las fuertes pisadas, el trabajador se dio la vuelta y, al ver a dos hombres dirigiéndose a toda velocidad, se apartó del camino de un salto. Pocos segundos después, El Reclutador e In-ho llegaron hasta el montón de hojas que aquel hombre había estado recogiendo y, entonces, El Reclutador dio una fuerte patada hacia adelante, lanzando todas las hojas hacia arriba. In-ho sintió como el mundo se ponía en cámara lenta. El Reclutador aún le sujetaba la mano y a sus oídos le llegaban las suaves carcajadas que este había comenzado a emitir. Sobre sus cabezas, las hojas marrones, naranjas y amarillas flotaban por el aire como una lluvia que pronto caería. Era una visión hermosa. —¡Sinvergüenzas! Aquella voz, que posiblemente pertenecía al hombre cuyo trabajo acababan de arruinar por completo, le hizo volver en sí. De nuevo el aire le golpeaba las mejillas, podía sentir el cansancio de sus piernas y la fuerza de El Reclutador agarrándole la mano. Y, sobre todo, podía sentir cómo su pecho se llenaba de felicidad. El Reclutador no era, y nunca sería, un hombre predecible. Y en aquel misterio que le hacía permanecer alerta en la calma, con la adrenalina preparada para explotar antes las ocurrencias que éste tuviera, es donde In-ho había descubierto la verdadera felicidad. Ante la repentina sensación, pudo sentir como sus piernas recobraban, casi de forma milagrosa, las fuerzas. Entonces, aceleró para alcanzar la altura de El Reclutador. Éste, al notar la reducción de la distancia, y sin dejar de correr, giró la cabeza hacia atrás. —¡Estás loco! —le gritó In-ho, esbozando una enorme sonrisa, cuando al fin le dio alcance. —¡Y eso te encanta! —gritó a su vez El Reclutador, con una mueca divertida. —¡Tú me encantas! El Reclutador ensanchó su sonrisa al escuchar esas palabras. Sabía que ambos eran muy diferentes él uno del otro, pero eso hacía que ambos se complementarán de una forma perfecta. El Reclutador prendía fuego al castillo de hielo y rigidez en el que se encerraba In-ho y éste, a cambio, apagaba todas aquellas llamas que pudieran hacerle daño a él. Ambos volvieron a mirar al frente y siguieron corriendo hasta llegar a cada uno de los montones de hojas que se encontraban repartidos a lo largo del camino y, en cada ocasión, las hojas eran fuertemente pateadas hasta que estas formaban una hermosa estela en el cielo que les cubría. ¿Qué mejor forma podía existir de iniciar el otoño que usando como combustible para el fuego de su corazones las hojas secas?