ID de la obra: 1086

Semana FrontSales

Gen
R
Finalizada
2
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36 páginas, 12.014 palabras, 8 capítulos
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Dia 4: Limpiando la Sangre

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Disclaimers: Menciones/Aparición de Sangre o Heridas, Menciones/Aparición de Armas y Violencia

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Título: Cuidado de Sangre El Reclutador, al fin, emitió un pequeño quejido. —Lo siento… —susurró con delicadeza In-ho. Se encontraban en su habitación, aquella en la que —desde hacía ya muchos años— dormían juntos, y estaban sentados sobre la cama de matrimonio, uno frente al otro. In-ho sostenía las manos llenas de sangre de El Reclutador, y pasaba un pequeño trozo de algodón empapado en agua oxigenada sobre las heridas que éste tenía en los nudillos. El Reclutador, por su parte, observaba con atención como su pareja realizaba aquella tarea y trataba de contener en lo posible las quejas que quería emitir cada vez que el algodón tocaba su piel abierta, enviando fuertes pinchazos de dolor a través de sus terminaciones nerviosas. De pronto, In-ho se apartó un poco y dejó el algodón, ya ensangrentado, a un lado. Luego, tomó el paquete y partió un nuevo pedazo. Agarró la botella de agua oxigenada y volcó una buena cantidad sobre el algodón. —Deberías tener más cuidado… —susurró, al tiempo que dejaba la botella a un lado y volvía a tomar las manos de El Reclutador. Éste apretó los dientes al sentir de nuevo el escozor. Aquel día había transcurrido como de costumbre. Había estado recorriendo la ciudad y las estaciones de metro en búsqueda de aquellas personas que se convertirían en los nuevos jugadores, encargados de divertir a los Vip’s arriesgando su vida a cambio de unos pocos millones que servirían para arreglar sus miserables vidas. A las dos de la madrugada ya había conseguido entregar casi todas las tarjetas y se había dirigido hacia Gangseo-gu para reclutar al último jugador que le quedaba para finalizar el día: Kang Seok-jin. Al bajar del taxi, había enviado a In-ho —quien se había ofrecido a recogerle al terminar su jornada laboral— su localización en tiempo real y se había puesto a caminar entre las oscurecidas callejuelas en busca de su objetivo. Pero, antes de que pudiera dar con él, un grupo de unos ocho hombres se había cruzado en su camino, con las manos llenas de navajas resplandecientes y afiladas, exigiéndole que les entregara todas sus pertenencias. «Pero parece tener dinero —había dicho uno de ellos, antes de que El Reclutador pudiera siquiera responder algo—. ¿Por qué no le secuestramos y pedimos un rescate?» Los murmullos del resto se hicieron presentes al escuchar una propuesta que prometía granjearles una buena fortuna. De inmediato, todos comenzaron a avanzar hacia El Reclutador, blandiendo sus navajas como si se trataran de espadas. Pero El Reclutador, lejos de asustarse o gritar por auxilio, se quedó quieto en su lugar, manteniendo su figura erguida y los ojos clavados en sus peligrosos acompañantes. Cuando el primero de ellos se abalanzó sobre él, alzó su maletín y golpeó con fuerza la mano del hombre quien, inmediatamente, soltó su arma y, después, volvió a levantar el maletín para golpear justo el mentón. Luego, se agachó rápidamente para recoger la navaja que había caído al suelo y se dispuso a continuar la batalla. Otro de los hombres se acercó, con intenciones de ayudar a su compañero, y El Reclutador no tardó en repetir la acción, alzando su maletín por encima de la cabeza y golpeando con él a su contrincante, justo antes de, con un hábil movimiento, encajarle la navaja en el cuello. —¡Hijo de puta! —chilló, desde el suelo, el primer hombre que había derrotado. Entonces, éste se levantó para abalanzarse hacia El Reclutador. Pero su rabia fue tanta que no le dio apenas la oportunidad de observarse tal como era: un único hombre, salvaje y desarmado, contra otro hombre que, aún con el rostro ya cubierto de sangre, permanecía con la mirada gélida y el pulso controlado. Muy pronto, la navaja de El Reclutador se deslizó, silbando contra el aire que cruzaba, hasta chocar con la piel de su garganta, en la cual abrió un corte limpio y preciso. Su cuerpo sin fuerzas cayó al suelo y, poco a poco, la sangre que emanaba de la mortal herida fue pintando las baldosas de piedra con un rojo intenso. —¿Alguno más quiere probar suerte? —preguntó socarronamente El Reclutador, alzando la vista hacia el grupo, ahora compuesto por seis hombres, que lo observaban paralizados. De un momento a otro, las miradas confusas se tornaron en un fuego enfadado que, rápidamente, desencadenó en la salida furiosa de otros dos hombres. Corrían con rabia y aparentemente también se encontraban cegados por la irracionalidad. Los ojos de ambos se mantenían fijos en el maletín y la navaja que aún sostenía El Reclutador, atentos a cualquier movimiento que éste pudiera realizar con ellos para atacarlos. Y ese fue su error. De imprevisto, El Reclutador soltó el maletín, pillando por sorpresa al hombre que había avanzado más terreno en la distancia que los separaba y dejándole sin tiempo para recalcular sus posibilidades. Ante su desconcierto, El Reclutador lanzó un potente puñetazo de abajo hacia arriba que impactó directamente en la mandíbula y que hizo tropezar a su contrincante hacia atrás. Su compañero, que le seguía a poca distancia, chocó con él y ambos cayeron al suelo. Desde su posición, fueron presa fácil para El Reclutador, que no tardó en lanzarse contra ellos, empuñando con fuerza su navaja y clavándola en cada parte blanda que encontraba a su alcance. Los cuerpos de ambos hombres se retorcían al recibir las constantes puñaladas hasta que, por fin, detuvieron el forcejeo. Ambos estaban muertos. El Reclutador alzó su mirada, con la respiración entrecortada por el cansancio de la actividad, la frente ya empapada de sudor y la sangre salpicada por todo su rostro. Pero, antes de que pudiera incorporarse, una fuerte patada le golpeó en la cara, lanzándole con violencia hacia un lado. —¡Eres un jodido psicópata! —escuchó gruñir a uno de sus asaltantes. Debía haberse acercado hacia él aprovechando que se encontraba ocupado con sus dos compañeros y, con sangre fría, había esperado hasta que el cansancio le obligara a dejar de apuñalar sus cuerpos para atacarle. «¿Quién es el psicópata?», no pudo evitar pensar El Reclutador. Luego, reunió todas las fuerzas de las que fue capaz y se incorporó sobre sus rodillas para lanzarse contra el hombre que le había atacado. Por fortuna, logró encajarle la navaja justo en el muslo. La afilada hoja penetró una y otra vez en la carne, arrancando espantosos gruñidos de dolor al otro hombre, que tan solo lograba mantenerse en pie porque el agarre de la mano libre de El Reclutador no le permitía caerse. Por fin, El Reclutador le soltó y el hombre cayó al suelo entre gemidos y gritos, agarrándose la pierna y tratando de tapar los huecos sangrantes que podían distinguirse a través de la tela de su pantalón. Cuando El Reclutador trató de levantarse para rematarlo, una nueva patada en el hombro le hizo perder el equilibrio y caer hacia un lado. Su mano se cerró instintivamente alrededor de la navaja, consciente de que era la única arma, además de su propio cuerpo, con la que podía defenderse. Trató de que su cabeza no se golpeara, pero otra patada, que esta vez impactó en su mejilla —llenándola con la tierra y la sangre que había en el suelo— hizo que ésta fuera lanzada directamente contra las baldosas, aturdiéndolo por completo. El mundo se volvió borroso y sus oídos comenzaron a pitar de forma ensordecedora. —¡Ayudadme! —logró escuchar entre la confusión de su mente. —¡Cállate, Jin-Soo! —oyó gritar a otra voz—. ¡Y vosotros, sujetadle! Pocos segundos después, pudo sentir como cuatro manos se cernían sobre sus brazos, alzándole bruscamente y arrodillándole en el suelo. Las baldosas de piedra se le clavaban en las rodillas y podía sentir la sangre de quienes habían perdido la vida luchando contra él resbalando por sus manos y sus mejillas. De pronto, alzó su cabeza y, con una siniestra sonrisa, observó al hombre frente a sí. Era el hombre que había propuesto desde un inicio secuestrarlo y, a juzgar por su porte altivo y dominante, se trataba del jefe que comandaba aquel grupo de estúpidos que jugaban a ser criminales. —¿Has tenido que esperar a que mate a cuatro de los tuyos para intervenir? —se burló El Reclutador—. ¿Desde cuándo los cobardes se dejan dirigir por otro cobarde? Un fuerte puñetazo fue la inmediata respuesta que recibió. —No te hagas el listo —gruñó el otro hombre. Luego, se inclinó un poco para observarle y añadió con una macabra sonrisa—: Creo que antes de pedir el rescate me divertiré un poco contigo. La sonrisa de El Reclutador se ensanchó y una de sus cejas se alzó con arrogancia. —¿Lograrás hacerlo antes de que te mate? —cuestionó. De inmediato, la mano del otro hombre se alzó por el aire y El Reclutador, que veía pasar el mundo en cámara lenta por el aún presente aturdimiento, se preparó para recibir el impacto… Que jamás llegó. Una bala atravesó el aire y se encajó en los nudillos del otro hombre, arrancándole un chillido desgarrador. Dos balas más cruzaron el aire silbando y, pocos segundos después, los dos cuerpos sin vida de los hombres que lo sujetaban se estamparon contra el suelo. Sin perder un instante, El Reclutador tomó la primera navaja que encontró tirada en el suelo y se lanzó a toda velocidad contra el jefe. —¡E-espera…! Pero sus súplicas, o reclamos, fueron bruscamente interrumpidos por El Reclutador, que rápidamente se subió encima de él y comenzó a apuñalarle el torso y la cabeza. Los ojos fueron arrancados de sus cuencas y los agujeros borboteantes de sangre se extendieron por toda la ropa del hombre. Aún después de muerto, El Reclutador continuó apuñalando aquel cuerpo hasta que sus músculos comenzaron a temblar, como signo evidente del cansancio. Luego, dejó caer la navaja a un lado y se permitió respirar hondamente en un intento de regular su arrítmica respiración. —¿Estás bien? —escuchó una voz familiar tras su espalda. —Lo tenía controlado —susurró con agotamiento. Sus orejas tensas captaron el ruido de unos zapatos, posiblemente de cuero, chocando contra las baldosas. —Seguro que sí —dijo la voz, desde su lateral derecho, con un evidente tono de burla impregnado. Un nuevo disparo rompió el aire y los ligeros quejidos de dolor que aún podían escucharse por parte del hombre al que El Reclutador había apuñalado en la pierna se apagaron repentinamente. El Reclutador alzó la vista hacia para encontrar a quien ya sabía que pertenecía la voz: Hwang In-ho. En su mano izquierda sostenía una brillante pistola dorada mientras que su mano derecha se encontraba tendida hacia el frente. —¿Vienes a recogerme como prometiste? —preguntó juguetonamente El Reclutador, agarrándole aquella mano que buscaba ayudarle a levantarse. —Y a salvarte por lo que veo —respondió a su vez In-ho. —Solo me estaba divirtiendo un poco —aseguró El Reclutador, formando un puchero. In-ho puso los ojos en blanco y esbozó una ligera sonrisa. —Lo que tú digas —dijo al fin. Luego, clavó su mirada en las manos llenas de sangre y de pequeñas heridas de El Reclutador y añadió—: Vamos a casa para que pueda curarte. Ante aquella propuesta, El Reclutador simplemente asintió con orgullo. Le gustaba sentirse cuidado por In-ho. Y ahora que sus manos ya habían quedado limpias de cualquier rastro de suciedad y sus heridas habían sido vendadas con todo el amor que In-ho le profesaba, podía comprender una vez más la naturaleza de su relación. Porque sus manos, causantes del derramamiento de la sangre y del asesinato indiscriminado, podían ser amadas tan solo por el hombre dispuesto a empuñar un arma y empaparse también las manos para salvarle y cuidarle. Porque el cuidado no era algo temporal o algo que debieran ganarse el uno del otro. Era eterno y genuino.
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