ID de la obra: 1260

Jaekyung y Dan: ¡Hazme algo! (Jinx)

Slash
PG-13
En progreso
0
Tamaño:
planificada Midi, escritos 164 páginas, 57.286 palabras, 17 capítulos
Descripción:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

XIII

Ajustes de texto
CAPÍTULO 13: ATRAPADO «En mis memorias no hay nada memorable, pero en mi corazón, existe el recuerdo de un amor inolvidable». ¡Estás vivo! El rostro ensangrentado de mi madre se esforzaba por esbozar una sonrisa tranquilizadora desde el asiento del copiloto. No sabía qué había sucedido, solo recordaba que sentí un fuerte impacto desde el costado derecho del auto. Luego de eso, el vehículo debió volcarse hacia un costado de la carretera, haciéndonos caer por una pequeña cuesta. Me dolían todos los huesos y la sangre brotaba por las distintas heridas que me hice al golpearme contra el techo y la puerta. Todavía tenía el cinturón puesto, por lo que el impacto no fue tan grave, al parecer... —Amor, escucha... —¿Mamá? —¿Puedes quitarte el cinturón? Intenté quitar el seguro, pero estaba atascado. —No puedo. —Vamos, inténtalo de nuevo. —No, ma... de verdad no puedo. —Tranquilo, cariño. —¿Qué hago? —Intenta salir de otro modo. Ignorando el dolor que sentía, me zafé del cinturón, quedando libre. —Ahora, amor, ¿puedes intentar abrir tu puerta? —Claro —lo intenté sin éxito—. ¡Está bloqueada! —¡Oh, ya veo! —¿Qué hacemos? Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que mi padre se encontraba recostado sobre el volante. Solo podía ver la mitad de su rostro, pero podía imaginar que estaba peor que mi madre. —Cariño, papá está dormido. No te preocupes. —¿Está bien que duerma así? —Sí —su voz se quebró—. De esa forma, ya no siente dolor. —De acuerdo. —Bien. Ahora quiero que intentes algo más, no nos queda mucho tiempo. —¿Qué hago, mamá? —Sal por tu ventana y corre muy lejos de aquí. —¿Por qué? —Necesito que vayas a buscar ayuda... Alguien te llevará a casa... Nos encontraremos después... —¿Por qué no me puedo quedar con ustedes? —Cuando despierte tu papá, tenemos que llevar el auto a reparar, y eso tardará. Pero quiero que alguien cure tus heridas pronto... ¿Está bien? —Supongo. —Mi niño... —me dijo por última vez—. ¡Tienes que ser fuerte! ¡Más fuerte que todos! —¿Mamá? En ese momento, mi madre también se quedó dormida. Sin que pudiera comprenderlo del todo, ambos se sumieron en un sueño eterno por la gravedad de sus heridas. Un niño de ocho años no conoce nada sobre la muerte, por lo que, cuando salí del auto en busca de ayuda, tenía más miedo a la oscuridad de la noche que al hecho de no volverlos a ver nunca más en mi vida. Luego de eso, mis recuerdos son algo confusos y defectuosos. Sé que estuve un tiempo en el hospital debido a la hipotermia que me dio al estar muchas horas vagando por la carretera y por una hemorragia interna. Casi no recuerdo nada de esos días. Tampoco estuve presente durante sus funerales. Simplemente, el día en que me dieron el alta, un amigo de mi padre me llevó a verlos al cementerio. Mis padres se habían escapado de casa para estar juntos, debido a que sus familias se oponían a su relación, por lo que ni siquiera tenía a algún familiar que se hiciera cargo de mí. Lo único que tenía era una enorme casa y una fortuna a mi nombre que no podía usar todavía. Y es que, antes de marcharse, mis padres habían pedido su parte de la herencia de cada familia, para así poder crear su propia familia lejos de allí. Debido a esto, hubo muchas disputas en servicios sociales respecto a quién debía encargarse de mi cuidado. Por supuesto, la primera opción fue intentar reconectarme con mi familia materna y paterna. Sin embargo, ninguna de ellas quiso hacerse cargo de mí, ya que seguían muy enojadas por lo que hicieron mis padres. No les importó que fuera un niño que acababa de perder a sus padres; después de todo, yo ya me había quedado con su dinero. La segunda opción era darme en adopción, lo que era muy riesgoso considerando que mi herencia podía despertar el interés de sujetos peligrosos. Y la tercera, dejarme en una residencia estatal hasta que cumpliera la mayoría de edad. Todos se habían decidido por esta última, hasta que el amigo de mi padre sugirió que él podía cuidarme. Ante el fallecimiento de mis padres, él se había convertido en el único dueño de la empresa que construyeron junto a mi padre, por lo que pensó que encargarse de mí era una manera de recompensarles su confianza. Realmente, nunca dudé de sus buenas intenciones. Seis meses después del accidente, yo estaba de vuelta en casa. La convivencia siempre fue buena. Él se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, así que tenía una niñera y una maestra particular que me cuidaban en su lugar. Cuando compartía tiempo conmigo, siempre me contaba historias de mis padres y me trataba muy bien. Siempre me permitía hacer lo que yo quisiera, sin importar si eso era bueno o malo para mí. Supongo que ahí empezó a torcerse mi personalidad. En fin, pasó el tiempo y cumplí diez años. Solo habían pasado unos días desde mi cumpleaños, cuando fui secuestrado. Recuerdo que estaba con mi niñera jugando, y unos hombres extraños llegaron a mi casa. Forcejeé bastante, pero esos tipos nunca me soltaron. Debieron golpearme o darme algo, porque lo siguiente que recuerdo es estar encerrado en un sótano. No sé cuánto tiempo estuve allí. A veces me daban comida o algo de beber. El sótano contaba con una cama y un baño, así que estaba bien. Me hubiera gustado tener algo para jugar o leer. Recuerdo que me acostumbré demasiado a esa situación, tanto que en ningún momento pensé que debía intentar escapar. Supongo que, en mi mente de niño, ese era un juego que alguien preparó por mi cumpleaños. Y como nací siendo competitivo, solo pensaba en qué podrían darme si ganaba. Entonces, uno de mis captores comentó algo que me hizo darme cuenta de que las cosas no eran como pensaba. —¿Estás seguro de que podrá cobrar el seguro? —Por supuesto. El jefe incluso buscó asesoría legal para que todo sea perfecto. —¿Acaso no es algo sospechoso que haga eso? —Para nada. Les mencionó que él era lo único que le quedaba y le dieron todo con lujo de detalles. —Ah, debió de ser uno de esos tontos sentimentales. —Eso creo. —¿Pero no te sorprende que sus padres previeran todo esto? —No. Supongo que ellos también eran unos niños ricos. A ellos les deben enseñar desde pequeños cómo proteger su dinero. —Supongo. —¿Crees que el niño recuerde algo después? —No. Todavía no entiende que sus padres están muertos, y menos va a entender lo que es un secuestro. —A mí me da pena. Cuando me toca vigilarlo, me parece hasta tierno. —No te encariñes con el idiota, recuerda que solo nos importa el dinero. —Cierto. No entendí mucho a qué se referían, pero esa noche volví a tener pesadillas sobre el accidente. Por más que los de servicios sociales me hayan enviado a terapia, no hubo forma de que me recuperara de mis crisis de pánico. Había aprendido a gestionarlas, pero todavía me faltaba mucho para poder superarlas. Por lo mismo, pasaba mucho tiempo entre una crisis y otra. Supongo que el haber soñado con lo ocurrido ese día me hizo reaccionar como lo hice. Mi madre me había insistido tanto en que debía salir de allí, que terminé queriendo escapar de ese sótano para cumplir con sus órdenes una vez más... Pero eso no salió bien del todo. Las primeras dos veces que lo intenté, me atraparon enseguida. Y la tercera, yo no fui plenamente consciente de mis acciones porque, en plena crisis de pánico, entré en piloto automático. Solo recuerdo vagamente haber estado golpeando algo, escuchar gritos, y de repente encontrarme solo en la calle, bañado en sangre. Tenía los nudillos de ambas manos destrozados, un ojo a punto de estallar del dolor y la pierna izquierda lastimada. No sé cómo, pero había escapado de allí, por lo que no tenía más opción que seguir mi camino hasta encontrar a alguien. Cuando lo hice, me llevó a la comisaría y llamaron a mi tutor. Todas las veces que he intentado pensar en su rostro, en su voz, incluso en sus palabras, no logro hacerlo. Su presencia en mi vida fue como la de un fantasma, como la de alguien que estuvo siempre ahí sin hacer nada memorable. Al menos, no como para querer recordarlo. En fin, el tiempo volvió a pasar y las secuelas del secuestro fueron cada vez más notables. Me volví más desconfiado y distante, no quería salir ni vincularme con personas nuevas. Además, como si no tuviera suficiente con las crisis de pánico, cuando me alteraba demasiado, sufría ataques de ira. Como me estaba convirtiendo en un niño problemático, los de servicios sociales no encontraron nada mejor que aumentar las facultades de mi cuidador. De esa manera, él sería legalmente responsable de mí y podría tomar decisiones en mi lugar hasta que cumpliera la mayoría de edad. Aun así, no pudo acceder ni siquiera a una ínfima parte de mi herencia. El tiempo siguió transcurriendo y cumplí doce años. Como regalo de cumpleaños, él se tomó vacaciones e hicimos un viaje por las costas. Fueron dos semanas grandiosas, al menos, hasta que me secuestraron de nuevo. A diferencia de la vez anterior, ahora sí entendía que no se trataba de un juego. Mi terapeuta se había esforzado mucho en hacerme comprender lo que había ocurrido durante esos días en los que desaparecí (estuve catorce días secuestrado). Recuerdo que me hizo prometerle que tendría cuidado, que no llamaría la atención, porque siempre habría alguien malintencionado que intentaría acercarse a mí solo por mi dinero. Pero allí estaba yo, de regreso en ese sótano. Solo que esta vez, el trato hacia mí había cambiado. Ya casi no me daban comida, y me golpeaban cada vez que hacía o decía algo que no debía. —¿Por qué estamos haciendo esto de nuevo? —El jefe dijo que necesitaba el dinero del seguro otra vez. —Eso ya lo sé. Lo digo porque creo que ahora sí se darán cuenta de quién lo hizo. —¿Tú crees? —Es que es algo evidente, ¿no lo ves? Cuando murieron los padres del niño, el jefe no solo se quedó con la empresa, también se fue a vivir a su casa, incluso se quedó con su custodia... —¿Y qué? —Cualquiera que tenga dos dedos de frente se daría cuenta de que el jefe le robó todo lo que tenía a su supuesto mejor amigo... —Nah, todos piensan que es una buena persona que cuida a ese niño por la memoria de su amigo... que lo hace de corazón. —Eso es porque el jefe sabe mentir muy bien... —¿Estás sintiendo compasión por el mocoso otra vez? —No —hizo una pausa—. Solo me preocupa que, si algo le llegara a pasar, ¿no sería el jefe el primer sospechoso? —Supongo. Pero no te preocupes, el mocoso va a estar bien. —¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —Porque el jefe pretende aprovechar la ocasión para matar dos pájaros de un tiro. —¿Qué quieres decir? —Claro que todo lo está haciendo para cobrar el dinero del seguro otra vez, pero también quiere ganarse la confianza del niño por completo. —No te entiendo. —En unos días, cuando el chico pierda toda su voluntad, el jefe lo va a rescatar y se convertirá en su héroe... —¿Y de qué le sirve eso? —Bueno, supongo que quiere hacerle sentir que le debe algo, para que, al crecer, él mismo le dé parte de su dinero. —Oh, ya veo. —Así que será mejor no permitir que se nos escape de nuevo... Confirmando su suposición, un auto se escuchó a lo lejos. Salí corriendo sin mirar atrás; no me detuve hasta que un disparo me asustó lo suficiente como para arrojarme al piso. Cuando el frío comenzó a molestarme, decidí continuar escapando hasta llegar a un lugar seguro. Tardé tres horas en encontrar a alguien, ya estaba agotado y casi inconsciente. Me llevaron a un hospital y llamaron a mi tutor. Sabiendo que nadie me creería si decía que él me había secuestrado, me las arreglé para salir de mi habitación y llamar a mi terapeuta. Él realizó la denuncia en mi nombre y fue por mí al hospital. La policía tardó días en encontrarlo y casi tres meses en reunir la evidencia suficiente. Si no hubiese sido por todos los registros de mi terapeuta y la confesión del sujeto amable, servicios sociales me habría devuelto con ese hombre sin dudar. Debido a que servicios sociales me puso deliberadamente en peligro, la policía intervino y me envió a un centro de protección de menores. En ese lugar había toda clase de chicos y chicas: algunos estaban allí por ser testigos en casos importantes, otros porque se vieron involucrados en cosas peligrosas, y otros porque no tenían a nadie más que velara por ellos. Al principio, pensé que en ese sitio podría hacer amigos y volver a confiar en las personas. Pero no fue así: todos fueron malos conmigo hasta que el rumor de que yo tenía dinero empezó a circular. Luego de eso, todos querían estar a mi alrededor y ganarse mi favor. Entonces, cada vez que estaba a punto de caer en las palabras y acciones de las personas, recordaba la advertencia que me hizo hace años mi terapeuta: A los niños ricos nadie los ama de verdad, las personas solo son amables con ellos porque quieren algo a cambio. No necesitaba un tercer secuestro para comprobar que la gente solo sería amable conmigo para obtener algo. Consciente de la cruda realidad, comencé a manipular la situación a mi favor. Le di dinero a algunos cuidadores para que me dieran más cosas que a los demás, regalé objetos a algunos niños para que compartieran conmigo e hicieran las cosas a mi manera. Así seguí hasta que cumplí quince años, y uno de ellos decidió que sería más sencillo asaltarme que fingir ser mi amigo. Los fines de semana tenía permitido salir, aunque los lugares eran limitados y el tiempo muy acotado. Por lo mismo, aprovechaba ese tiempo para ir a mi casa para asegurarme de que se mantuviera cuidada. Después de todo, volvería allí cuando cumpliera la mayoría de edad. Fue durante una de esas visitas que un par de tipos me hicieron una encerrona. Para su mala fortuna, mis ataques de ira seguían siendo algo comunes y, como ningún guardia ni cuidador estaba ahí para detenerme, descargué toda mi violencia sobre ellos. Antes de que la situación llegara a un punto en que fuese considerado un delito y no defensa propia, un sujeto con demasiada fuerza me arrastró lejos de allí. Así conocí al entrenador Park, quien recién estaba abriendo su gimnasio y me propuso aprender boxeo para encauzar toda esa rabia contenida. Por supuesto, no confiaba en ese tipo al comienzo, pero fue una buena excusa para salir del centro de menores. Cuando cumplí dieciocho años, fui capaz de solicitar mi independencia al gobierno. Debido a mi historial conflictivo, me la concedieron parcialmente, con la condición de tener a un adulto como tutor legal. Después de pasar tres años junto al entrenador Park, decidí confiar en él, ya que nunca se mostró interesado en mi dinero. Así, cuando se convirtió en mi tutor, fui yo quien sugirió usar parte de mi herencia para instalar un gimnasio con mejores condiciones, en vista de que pronto haría mi debut en el boxeo. Él fue la primera persona que me quiso de verdad desde que mis padres murieron, por lo que sería la única persona que lloraría en mi funeral. Eso fue lo único que pude pensar antes de abrir el frasco y dirigirlo a mi boca para tragar una cantidad considerable de pastillas. Al no contar con algún líquido que me ayudara a tragarlas, me atraganté. Entre todas las cosas que sentía en ese momento, la sensación de asfixia me resultó extrañamente familiar. Supongo que fue porque alguien me arrojó contra el piso. Mi pecho se sentía pesado, como si alguien me estuviera aplastando. Quizás por eso mis recuerdos volvieron a llevarme a esos momentos en que aún seguía atrapado. Ojalá pudiera decirles a mis padres que sí fui el más fuerte de todos... al menos, hasta que me di cuenta —demasiado tarde— de que me había enamorado de alguien que nunca podré tener.
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)