Capítulo 4
16 de octubre de 2025, 10:58
Koichi no apartaba la mirada de Touma. Esos ojos celestes, que normalmente brillaban con una determinación serena y una amabilidad inquebrantable, ahora estaban nublados por la confusión, el deseo y un miedo tangible. Koichi podía leerlo todo. Lo había aprendido a hacer años atrás, cuando cada mirada de Touma era un mapa que él ansiaba descifrar. Ahora, ese mapa estaba lleno de rutas peligrosas y de calles sin salida.
Sin mediar palabra, porque las palabras siempre habían sido su don y su maldición, pero en ese momento le parecían completamente insuficientes, Koichi avanzó. Cada paso hacia Touma era una declaración de intenciones, una rendición.
Touma retrocedió instintivamente hasta que el borde de la cama. Un pequeño jadeo escapó de sus labios. Koichi lo miró, y en su rostro no había rastro del héroe coqueto y bromista, ni del padre cansado y sobrepasado. Solo había una honestidad cruda y desgarradora que asustaba más que cualquier villano.
Con un movimiento lento, casi reverencial, Koichi extendió una mano y posó sus dedos en la mejilla de Touma. La piel era suave y cálida bajo su tacto. Touma cerró los ojos, como si ese simple contacto fuera demasiado intenso, y se dejó guiar por la presión suave pero firme de Koichi hasta sentarse en el borde del colchón.
Koichi se detuvo frente a él, grabándose la imagen: Touma, con su pecho descubierto, mirándolo con una mezcla de expectación y terror. Fue entonces cuando Koichi se movió. No con la gracia felina de su padre, sino con una determinación pesada, cargada de todo el peso de sus errores y sus anhelos.
El ruido de sus rodilleras metálicas al impactar contra el suelo de madera fue un golpe seco y frío que cortó la tensión sexual del ambiente para remplazarla por algo mucho más profundo, más significativo. Un sonido de sumisión, de devoción. Un sonido que hizo que a Touma se le encogiera el estómago.
Koichi se había arrodillado.
Desde abajo, su mirada era aún más poderosa. Sus ojos negros, usualmente velados por el cansancio o la narcolepsia inminente, ahora brillaban con una intensidad casi sobrenatural. Era la mirada de un hombre que veía el objeto de todos sus deseos, de todos sus arrepentimientos, y la única cosa que podía salvarlo o destruirlo por completo.
Separó las piernas de Touma con manos que, por primera vez en mucho tiempo, no temblaban. Se acomodó en el espacio creado, un espacio que le pertenecía sólo en sus sueños más prohibidos. Luego, inclinó la cabeza y apoyó su mejilla en el muslo de Touma. La tela áspera del pantalón del traje rozó su piel, pero él sólo sintió el calor del cuerpo debajo.
— Me arrodillaría mil veces —murmuró, su voz, áspera y ronca por el desgaste de su Quirk y sus viejos vicios, sonó como una plegaria en la quietud de la habitación— con tal de rezar para que pueda ser tuyo, Amor mío.
Las palabras flotaron en el aire, cargadas de una adoración tan absoluta que a Touma le faltó el aire. Esta era una imagen con la que su subconsciente lo había torturado en innumerables veces, una fantasía recurrente que lo hacía despertar con el corazón acelerado y las sábanas húmedas, sumido en una vergüenza y una añoranza que creía superadas. Verla materializada frente a él, real y tangible, era abrumador.
Koichi frotó su mejilla contra su pierna, un gesto animal, de necesidad pura. Como un perro que, tras años de abandono, encuentra por fin a su dueño. Sus manos, que habían permanecido quietas en un acto de adoración, se pusieron en movimiento con una eficiencia práctica que contrastaba brutalmente con la carga emocional del momento. Desató las botas con dedos ágiles y las dejó a un lado con un suave golpe. Sus manos subieron por sus pantorrillas, sus muslos, hasta llegar a la cintura.
Touma contuvo la respiración cuando los dedos de Koichi encontraron el cinturón de su uniforme. El metal del cierre frío contra su abdomen inferior. Koichi desabrochó la hebilla con un clic y tiró del cuero hasta liberarlo. Su mirada nunca se desvió de la de Touma, manteniendo ese intenso contacto visual que lo hacía sentir completamente desnudo, mucho antes de que ninguna prenda fuera removida.
Fue entonces cuando Koichi se inclinó hacia adelante. Su boca se acercó a la cremallera de su pantalón. Touma pudo ver la lengua húmeda de Koichi humedeciéndose los labios secos, un gesto de deseo y anticipación. Y entonces, con una destreza que fue a la vez excitante y desgarradora, Koichi tomó el tirador de metal entre sus dientes y bajó la cremallera lentamente, centímetro a centímetro.
Un pensamiento punzante, verde y venenoso, surgió en la mente de Touma: ¿Cuántas veces ha hecho esto? ¿En cuántos baños sucios de bares de mala muerte, en cuántas habitaciones prestadas, se arrodilló Koichi Yamada para usar su boca como consuelo barato? El celo le mordió las entrañas con una ferocidad que lo sorprendió, seguido inmediatamente por un deseo aún más feroz de ser el único, de borrar a todos los demás, de reclamar esa boca como suya y sólo suya. Quería ver hasta dónde llegaba esa habilidad, quería ser el que la probara, el que la usara, el que la recordara para siempre.
Koichi, como si pudiera leer sus pensamientos más oscuros, sonrió levemente, una sombra de su antigua arrogancia, antes de enterrar su rostro en la entrepierna ahora accesible de Touma. Besó el bulto que se endurecía rápidamente a través de la fina tela de su ropa interior, un beso húmedo y caliente que le hizo arquear la espalda y emitir un jadeo ahogado.
Luego, Koichi usó los dientes de nuevo. Mordió el elástico de los calzoncillos y, con un movimiento lento y deliberado, los bajó. La erección de Touma, liberada, saltó y golpeó suavemente la mejilla de Koichi, dejando una pequeña mancha húmeda en su piel. El aire escapó de los pulmones de Touma en un susurro quebrado.
Koichi miró el miembro palpitante frente a su rostro con una devoción que rayaba en lo religioso. Su lengua, rosada y viva, emergió de entre sus labios y recorrió la longitud completa, de la base a la punta, en un movimiento largo, lento y deliberadamente húmedo. Fue una caricia preliminar, un saboreo, una despedida.
Finalmente, abrió la boca y lo tomó.
Touma gritó. Fue un sonido gutural, que nada tenía que ver con el héroe sereno y controlado que aspiraba a ser. La boca de Koichi era un infierno de calor y humedad perfectos, una marea de placer que lo envolvía por completo. Su lengua se movía con una pericia devastadora, ondulando alrededor del glande, masajeando el frenillo, explorando cada centímetro de piel sensible como si estuviera memorizándolo para la eternidad.
Koichi chupaba y succionaba con una dedicación absoluta, poniendo en esa acción toda la poesía torpe que nunca supo escribir, todas las disculpas que nunca supo vocalizar, todo el amor que nunca supo merecer. Avanzó, empujando su cabeza hacia adelante, y Touma sintió cómo su miembro se deslizaba por una garganta que se abría para recibirlo sin resistencia, sin arcadas, hasta que sus labios presionaron contra la base y su nariz se hundió en el vello púbico.
Touma miró hacia abajo, hacia el espectáculo surrealista de Koichi Yamada, el héroe de la voz anuladora, con los ojos llorosos por el esfuerzo y la entrega total, ahogándose con su miembro y amando cada segundo de ello. No pudo resistirse. Su mano, que se había aferrado con fuerza a las sábanas, se elevó y se enterró en la melena rubia y desordenada de Koichi. Sus dedos se enredaron en esos mechones que heredó de Present Mic, sintiendo su suavidad.
Koichi emitió un gemido ahogado, una vibración que recorrió toda la longitud del miembro de Touma y lo hizo estremecer. Levantó la mirada, y en sus ojos negros, Touma vio el permiso absoluto. Usame, decía esa mirada. Hazme tuyo. Destrózame. Sálvame.
Y Touma, perdido en la sensación, dejó que el animal que llevaba dentro, la herencia de Shigaraki que siempre temió, tomara el control. Con un gruñido bajo, cerró los dedos con fuerza en el cabello de Koichi y comenzó a mover sus caderas. Ya no era un acto pasivo de recibir placer, sino uno activo de tomarlo. Embistió la garganta de Koichi con una fuerza que debería haber sido violenta, pero que el rubio recibió con una sumisión que lo enloquecía.
El ritmo se volvió frenético, primal. El sonido de su piel chocando, los jadeos de Touma, los gemidos ahogados y los sonidos húmedos de la boca de Koichi llenaron la habitación, creando una sinfonía obscena que ahogaba por completo el murmullo lejano de la fiesta. Touma miraba fijamente cómo su miembro desaparecía una y otra vez entre esos labios que tanto había anhelado besar de otra manera, en otro contexto, en otra vida.
— Koichi... —jadeaba, embistiendo con más fuerza—. Koichi... Dios...
Sentía la presión acumulándose en su bajo vientre, una ola de placer imparable que se acercaba rápidamente. Sus embestidas se volvieron más erráticas, más profundas. Koichi no opuso resistencia. Se limitó a poner las manos en los muslos de Touma, aferrándose, permitiéndole usar su garganta como quisiera, entregándole el control total de su cuerpo y, simbólicamente, de su frágil equilibrio.
Con un último gemido ronco, Touma tiró del cabello de Koichi hacia él con fuerza brutal, enterrándose hasta el fondo. Sintió cómo la nariz de Koichi chocaba contra su pelvis y cómo su garganta se contraía alrededor de su miembro en su punto más profundo. Y entonces estalló.
Un torrente de calor y liberación que pareció vaciarlo por completo, no solo físicamente, sino emocionalmente. Vertió todo su semen en la garganta de Koichi, gimiendo su nombre como una letanía, como un hechizo, mientras las olas de su orgasmo lo sacudían violentamente.
Cuando finalmente el espasmo cedió, Touma cayó hacia atrás sobre la cama, jadeando, con el brazo sobre sus ojos, completamente agotado y consumido.
El silencio en la pequeña habitación era tan denso que podía sentirse, un manto pesado y cargado de electricidad estática que envolvía cada rincón. Solo era roto por la respiración agitada de Koichi, un sonido áspero y húmedo que resonaba en la intimidad del cuarto. El sabor amargo y ligeramente salado de Touma aún impregnaba su boca, un recordatorio frío y visceral de lo que acababa de ocurrir. Un acto de sumisión, de devoción, de una necesidad tan profunda que había borrado por completo la frágil fachada que Koichi mostraba al mundo.
Con un último trago, asegurándose de no desperdiciar ni una gota, Koichi se separo. El sonido del contacto que se rompía fue obscenamente audible. Jadeó, el aire quemándole los pulmones, mientras deslizaba suavemente el miembro ahora flácido de Touma fuera de sus labios hinchados y sensibles. Se sentía mareado, una combinación de falta de oxígeno, la resaca de la adrenalina y el peso abrumador de sus emociones.
Un— Gracias por la comida —salió de sus labios, la voz más ronca de lo habitual, cargada de una diversión forzada que sonaba más a desesperación que a genuina picardía. Con el dorso de la mano, limpió mecánicamente los restos de saliva que brillaban en la comisura de su boca, un gesto casi inconsciente. Su mente, sin embargo, estaba en blanco. Por un momento glorioso y aterrador, los ruidos constantes de su mente, las dudas, los miedos, el mantra de no soy suficiente, se habían callado. Solo existía Touma. Su olor, su sabor, su calor.
Se incorporó, las articulaciones protestando levemente. Sus manos, con los nudillos blancos por la fuerza con la que se habían aferrado a las piernas de Touma, se posaron ahora en los bordes del colchón deshecho. Se inclinó hacia adelante, su sombra cubriendo el cuerpo del joven que yacía debajo de él. Sus ojos negros, usualmente velados por el aburrimiento o la fatiga, ahora ardían con una intensidad devoradora.
Sus labios encontraron la piel de Touma, el cuello, la clavícula, el pecho, en una lluvia de besos ardientes y mordiscos que buscaban marcar, reclamar, recordar. No era un acto de posesión agresiva, sino uno de desesperada reafirmación. Esto es real. Yo estoy aquí. Tú estás aquí. Cada contacto de sus labios contra esa piel pálida era un exorcismo de todos los fantasmas que lo acosaban.
Touma suspiró, un sonido profundo y cargado de placer, y dejó que su cabeza cayera hacia atrás, exponiendo más su cuello en un acto de sumisa confianza que hizo que el corazón de Koichi se acelerara. La mirada de Touma bajó entonces, deslizándose por el torso de Koichi hasta detenerse en su entrepierna. A través del ajustado tejido negro de sus pantalones, la erección de Koichi era evidente, una línea tensa y definida. Y justo en la punta, una mancha de humedad oscurecía la tela, delatando su necesidad.
Un atrevimiento contenido durante demasiado tiempo estalló en Touma. Con una mano que no titubeó, estiró el brazo y apretó la abultada prenda.
Koichi se estremeció violentamente. Un gemido alto, gutural y completamente desinhibido se le escapó de los labios, un sonido que ni él mismo reconoció. Fue la sorpresa, la electricidad del toque directo, y el alivio brutal de que, después de tanto anhelo, las manos de Touma estuvieran finalmente sobre él.
Touma sonrió, una curva satisfecha y un poco arrogante en sus labios. Le encantaba esa reacción, le encantaba el poder que tenía sobre ese chico generalmente controlado en su faceta pública. Sin darle tiempo a recuperarse, con dedos ágiles, le bajó de un tirón el pantalón y la ropa interior hasta quedar aprisionados en sus muslos, liberando por completo su erección.
El aire frío de la habitación chocó contra la piel caliente y sensible, pero fue efímero. La mano de Touma volvió a él, envolviéndolo en un agarre firme y comenzando a moverse con una rapidez y seguridad que dejaron a Koichi sin aliento. No había preámbulos, no había ternura, solo pura necesidad reciprocada.
Koichi se derrumbó sobre él, enterrando su rostro en el hueco del cuello de Touma. Sus dedos se aferraron a las sábanas arrugadas como si fuera lo único que lo anclaba a la realidad. Gemía y jadeaba sin control, cada sonido un mantra del nombre de Touma, cada susurro una oración de rendición. Sus piernas temblaban, débiles como gelatina. Le encantaba esto. La brusquedad, la urgencia, la forma en que Touma lo llevaba al borde sin piedad. Era la única manera en que su mente hiperactiva y autodestructiva podía callarse por completo, blanqueada por una ola de sensación pura.
Touma podía verlo, sentirlo. Cada gemido, cada temblor, era un tributo a su conexión. Su sonrisa crecía con cada quejido sumiso de Koichi, una sensación de poder y de afecto profundo erizándole la piel. Esto era real. Esto eran ellos, libres de las cadenas del pasado y del presente.
Cuando Koichi sintió el calor familiar del orgasmo acercarse, un tsunami imparable en su bajo vientre, su cadera se estremeció y empujó involuntariamente hacia la mano de Touma, suplicando, rogando por la liberación. Enterró los dientes en el hombro de Touma, no con fuerza para lastimar, sino para anclarse, para morder la ola de placer que lo arrasaba. Sus piernas vibraron con una violencia espasmódica y su semen salió, manchando su estómago y la mano de Touma con líneas blancas y calientes.
El pecho de Koichi subía y bajaba con esfuerzo, como si acabara de correr una maratón. Sus labios, entreabiertos, dejaban escapar suspiros calientes contra la piel sudorosa del cuello de Touma. El mundo tardó unos segundos en volver a enfocarse. Lentamente, se separó lo justo para mirar a Touma.
Su expresión era de devoción total. Sus ojos negros, usualmente sombreados por las ojeras y el cinismo, ahora estaban brillantes, las pupilas dilatadas no solo por los vestigios de la droga que había consumido, sino por la abrumadora emoción del momento. Sus mejillas estaban teñidas de un rojo intenso, un rubor que se extendía hasta sus orejas, tiñendo su pálida piel. Parecía vivo, vibrante, y terriblemente vulnerable.
Sin decir una palabra, busco la boca de Touma. Sus labios se encontraron en un beso que era cualquier cosa menos tierno. Era hambriento, desesperado, lleno de la urgencia de saborearse, de reafirmar que esto no era un sueño narcoléptico. Sus labios encajaban a la perfección, moviéndose en una danza que su memoria muscular recordaba vívidamente. Un pequeño mordisco en el labio inferior de Touma le robó un jadeo, y Koichi aprovechó para introducir su lengua, explorando cada rincón de su boca con una mezcla de posesividad y reverencia.
Sin romper el beso, se arrastraron en la cama, un movimiento torpe y sincronizado. La espalda de Touma quedó contra el colchón y Koichi se acomodó entre sus piernas, su cuerpo aún medio vestido sobre Touma.
Cuando finalmente se separaron jadeando, la mano de Touma se elevó para acariciar la mejilla de Koichi, tirando de ella suavemente con el pulgar.
— Muerdes como un perro —bromeó, su voz un susurro ronco y afectuoso, sus ojos celestes brillando con diversión y cariño.
Y Koichi, en un acto de sumisión que le salió tan natural que lo sorprendió incluso a él, se frotó contra esa mano como un felino necesitado. Una sonrisa genuina, desprovista de toda ironía o sarcasmo, apareció en su rostro.
— Puedo ser tu perro si me dejas estar a tu lado —La declaración salió en un susurro, tan sincera que cortó la respiración. No era una metáfora vacía. En ese momento, con el sabor de Touma aún en su lengua y su esencia en cada poro de su piel, Koichi habría hecho cualquier cosa, sería cualquier cosa, con tal de que este momento no terminara nunca. Ladrar, arrodillarse, seguirle a cualquier parte. La orden de Touma sería su ley.
La crudeza de la declaración, la sumisión absoluta que mostraba Koichi, hizo que el corazón de Touma se contrajera. Lo miró, buscando algún rastro de la mentira, del juego, pero solo encontró verdad cruda en esos ojos negros. Le acarició el cabello rubio, enmarañado y húmedo de sudor.
Koichi, casi encantado por lo que interpretó como un cumplido, bajó de nuevo la cabeza y reanudó su exploración, esparciendo besos y pequeños mordiscos por el pecho y el estómago de Touma mientras sus manos, ahora libres de ropa, acariciaban cada centímetro de piel expuesta que encontraban. Quería devorarlo. Quería reclamarlo como suyo, marcar cada milímetro para que el mundo, y especialmente ese Hirosha que le robaba su atención, supiera a quién pertenecía. Sabía, en un rincón lógico de su mente, que era solo por esta tarde. Que mañana la realidad, su hijo Kentarō, su pareja Ryōsuke, el mundo heroico, todo volvería a reclamarlos. Pero por esta tarde, cedería. Cedería a todos sus instintos más primitivos y haría realidad cada una de las fantasías que habían atormentado sus noches en soledad.
Sus manos bajaron hasta la cintura de Touma, quitándole los pantalones y tirándolos a un lado sin pensar. Se detuvo un momento para admirar el cuerpo desnudo bajo el suyo. Era una visión que creía haber perdido para siempre.
Entonces, un pensamiento cruzó su mente. Llevó los dedos de su mano derecha a su boca. Sus ojos, cargados de un fuego lujurioso, no se apartaron de los de Touma. Su lengua, rosada y humeda, se deslizó entre sus labios, dejando caer un hilo de saliva brillante que conectaba sus labios con sus dedos antes de lamerlos de una forma lenta, obscena y deliberadamente sensual.
Touma contuvo la respiración. La vista era increíblemente erótica, recordándole vívidamente cómo, minutos antes, era su miembro el que estaba en esa boca caliente y húmeda. Se sintió endurecer de nuevo contra el estómago de Koichi.
Koichi, satisfecho con la reacción, acercó sus dedos ahora bien lubricados a la entrada de Touma. No se lanzó. Primero acarició con suavidad el área, humedeciendo los bordes nerviosos y sensibles, rodeando el pequeño orificio con una ternura que contrastaba con la ferocidad de momentos antes.
Touma jadeó, un sonido entrecortado de molestia y placer. La sensación inicial siempre era incómoda, un recordatorio de la intrusión. Pero Koichi era experto en desviar su atención. Se inclinó y capturó sus labios en otro beso profundo al mismo tiempo que presionaba suavemente e introducía el primer dedo.
Touma se tensó por un instante, pero el beso y la mano libre de Koichi que acariciaba su muslo lo ayudaron a relajarse. Koichi se movió con paciencia, permitiendo que su cuerpo se adaptara, sintiendo la calidez y la tensión a su alrededor. Luego, introdujo un segundo dedo, moviéndolos con cuidado en un movimiento de tijera para dilatarlo suavemente.
— Shhh, está bien —murmuró Koichi contra sus labios, su voz era un ronroneo áspero que vibraba en el propio pecho de Touma.— Te tengo. Siempre te tuve.
Y en ese momento, con los dedos de Koichi dentro de él preparándolo para lo que vendría, con sus palabras resonando en lo más profundo de su ser, Touma supo que era verdad. A pesar de todo el dolor, las malas decisiones y los años de separación, aquella conexión nunca se había roto.
Koichi observaba a Touma tendido sobre las sábanas revueltas. Su piel, pálida como la porcelana, brillaba con una fina capa de sudor. Cada jadeo, cada temblor de sus labios entreabiertos, era un recordatorio de lo vivo que Koichi se sentía en ese preciso instante, y de lo muerto que estaba por dentro todos los demás días. Sus dedos continuaron su trazo lento y deliberado, preparando el cuerpo del joven que yacía bajo él. No era solo un acto físico; era una disculpa, una reverencia, una oración a un dios que había abandonado hacía mucho tiempo.
Touma arqueó la espalda, un gemido gutural escapando de sus labios. Sus ojos celestes, usualmente claros y determinados, estaban nublados por el placer y el vértigo de la transgresión.
— Koichi... ya... ya está bien. Te necesito —suplicó, su voz quebrada por la necesidad.
Al oír esas palabras, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Koichi. "Te necesito". Cuántas veces había soñado con oír eso de esa boca, en ese tono. Retiró sus dedos con una lentitud agonizante, sintiendo cómo el cuerpo de Touma se estremecía, vacío. El jadeo de Touma al perder el contacto fue como música. La punta de su propio miembro, ardiente y tensa, presionó contra la entrada, un umbral entre la realidad y una fantasía que siempre lo había eludido.
Aunque cada fibra de su ser, cada demonio que llevaba dentro, le gritaba que se hundiera de una vez, que reclamará ese placer con la furia con la que siempre había destrozado las cosas buenas, Koichi fue despacio. Era un acto de amor, no de posesión. Penetró con una agonizante lentitud, sintiendo cada centímetro de resistencia que cedía, cada contracción muscular que se adaptaba a él. El dolor que debió reflejarse en el rostro de Touma se mezcló con un éxtasis que Koichi solo había vislumbrado en sus sueños más húmedos.
No sabía si era el alcohol entumeciendo sus sentidos o la droga que había compartido horas antes, intensificando cada sensación hasta el borde del dolor. Pero lo intuía, lo sabía en el fondo de su corazón herido: era porque era Touma. Porque eran sus ojos los que lo miraban, su piel la que sentía arder, su nombre el que gemía entre jadeos. Cada embestida era más intensa que cualquier subidón químico, más adictiva que cualquier vicio del que hubiera logrado escapar.
Pronto, la lentitud inicial se transformó en una cadencia feroz y necesitada. El ritmo de sus caderas se aceleró, embistiendo con una profundidad que hacía que Touma gritara en un mix de dolor y placer. El sonido de sus pieles sudorosas chocando, los gemidos ahogados, los jadeos desesperados, resonaban en la habitación como una sinfonía pecaminosa. Cualquiera que pasara por el corroído pasillo de ese segundo piso podría oírlos, pero a Koichi le importaba un bledo. Que el mundo entero los oyera. Que supieran que, por una noche, Touma Shimura era suyo.
La poca ropa que le quedaba puesta, el pantalón de su traje de héroe, le molestaba, restringiendo sus movimientos. Con un gruñido de frustración, se liberó de el de una patada, arrojándolo a la oscuridad de un rincón donde seguramente yacería junto a los fantasmas de sus buenas intenciones.
Se inclinó sobre Touma, sus cuerpos fundiéndose. Sus alientos se mezclaban, creando una nube de calor entre ellos. Fue entonces cuando lo vio: su collar de plata, con el colgante de una luna menguante, un regalo de Ryōsuke, un símbolo de una estabilidad que ahora sentía como una mentira, se balanceaba con el movimiento de sus empujes. La fría plata golpeaba suavemente el rostro ruborizado y eufórico de Touma, mezclándose con los mechones húmedos de su propio cabello rubio que caían sobre el rostro del joven como un velo dorado.
Cada vez que la luna de Ryōsuke tocaba la piel de Touma, una punzada de culpa atravesaba a Koichi, pero era inmediatamente ahogada por una embestida más feroz, más profunda. Su cadera se movía por puro instinto animal, buscando olvidar, buscando sentir, buscando redimirse en el calor del cuerpo que tenía bajo él. Touma, en respuesta, arañó su espalda, no con dolor, sino con una necesidad desesperada de aferrarse a algo real en medio del torbellino. Las marcas de sus uñas surcaron la piel de Koichi como un recordatorio tangible de que esto estaba sucediendo, de que no era solo una fantasía.
Sus bocas se encontraron de nuevo en un beso desesperado. Un beso que era un colchón para ahogar los gemidos que amenazaban con delatarlos ante el mundo, y ante ellos mismos. Koichi podía sentir cómo las paredes internas de Touma se ajustaban a él, lo succionaban, lo apretaban con una fuerza casi dolorosa, como si el cuerpo del joven, traicionando a su mente, se negara a dejarlo ir otra vez. Era una sensación abrumadora, de pertenencia y de pérdida inminente.
Sus movimientos se volvieron más desesperados, erráticos, perdiendo el ritmo mientras la ola del orgasmo se acercaba, inevitable y feroz. Y entonces, en el clímax de su éxtasis, un destello de lucidez atravesó la neblina de su deseo, maldiciéndose a sí mismo por su estupidez, por no traer protección, quería dejar salir todo dentro de Touma, llenarlo hasta lo más profundo, pero se obligó a retirarse.
La separación fue brutal, un frío instantáneo que sustituyó al calor abrasador. Un segundo después, ambos alcanzaron el clímax en una explosión de silencio sofocado por su beso final, un beso que sabía a cerveza, promesas rotas y a lágrimas no derramadas. Manchando el vientre y el pecho de Touma con una mezcla íntima y prohibida de sus esencias, un recordatorio físico de su traición mutua.
Koichi se dejó caer pesadamente a su lado, jadeando, el sudor frío pegándole el cabello rubio a su sien. El mundo daba vueltas a su alrededor. Sus párpados pesaban, la narcolepsia acechando en los bordes de su conciencia, alimentada por el agotamiento físico y emocional. Pero forcejeó contra ella, queriendo saborear cada segundo que le quedaba de este reality distorsionado. Una sonrisa genuina, desarmada y llena de un deseo aún humeante, se curvo en sus labios. Su mano, temblorosa, se alzó para acariciar el cabello negro y húmedo de Touma.
— Eso fue... joder, Touma. Eso fue muy bueno... —murmuró, su voz era apenas un hilito de aire ronco, pero cargado con toda la admiración y el asombro que sentía.
Tiró suavemente del cabello de Touma para atraerlo hacia otro beso, más lento, más dulce, pero igual de intenso. Cuando se separaron, sus ojos negros, usualmente velados por el aburrimiento o la ironía, miraban fijamente a los celestes de Touma con una seriedad abrumadora. La piel de Touma se erizó, no por el frío, sino por la electricidad en esa mirada, por la promesa no dicha que flotaba en el aire.
— Tu turno —la voz de Koichi fue un susurro áspero, una invitación y un desafío— Quiero sentirte a ti. Quiero... quiero que me devuelvas el favor.
La sonrisa que iluminó el rostro de Touma fue tan brillante y genuina que le partió el corazón a Koichi en mil pedazos. Era el mismo sol que había iluminado su tercer año en la U.A., antes de que todo se fuera al infierno.
— Encantado —respondió Touma, y había en su voz un eco de aquel chico que una vez creyó que podían ser invencibles juntos.
Y mientras Touma se movía sobre él, tomando el control, Koichi cerró los ojos y se abandonó a la sensación. Por primera vez en años, el vacío en su pecho no gritaba. Estaba lleno.
Touma se acomodó detrás de Koichi, su cuerpo más joven pero no menos decidido dominando el espacio. Giró su cuerpo con una firmeza que no admitía resistencia, haciéndolo acostar boca abajo contra las sábanas ásperas y arrugadas de la cama. La espalda desnuda de Koichi, pálida y marcada por antiguas cicatrices que Touma recordaba demasiado bien, se arqueó en un gesto de entrega total. Las manos de Touma, esas manos que podían reducir el mundo a polvo pero que ahora solo temblaban de deseo, tomaron prisionera la cadera de Koichi. Tiró de ella suavemente al principio, luego con más fuerza, obligándolo a elevar el trasero. Koichi, con el rostro hundido en la almohada, gustoso obedecía y se entregaba. Era una sumisión que anhelaba, un castigo que merecía, una prueba tangible de que esto era real.
Touma lo miró un momento, conteniendo el aliento. La escena era tan erótica que le dolía. El contraste de su piel pálida contra las sábanas grises, la curva de su espalda, la vulnerabilidad absoluta en esa postura... Haberse acostado con Koichi ya era un regalo del destino; que ahora él se permitiera ser tomado así, despojado de todas sus máscaras, era como si Dios le hubiera concedido un milagro prohibido. Su mano, abierta, se alzó y azotó con fuerza un glúteo de Koichi, el sonido seco cortando la tensión del aire. La piel, inmediatamente, se enrojeció bajo la marca de sus dedos. Un gemido alto, ronco, escapó de Koichi, quien volvió la cabeza para mirarlo. Esos ojos negros, usualmente cansados o escondidos detrás de una capa de ironía, ahora lo miraban con un deseo tan puro y devastador que a Touma le faltó el aire.
Aunque Koichi nunca se lo dijo en voz alta, Touma conocía sus mañas, sabía lo que le gustaba, cómo le gustaba. Lo había aprendido en susurros robados entre las clases de la UA, en miradas cargadas en los pasillos, en la única vez que casi sucedió, antes de que todo se fuera al infierno. Y así mismo lo follaría, sin piedad ni cuidado, dándole el sexo rudo y violento que ambos necesitaban para sentir algo real, para obliterar, aunque fuera por unos minutos, el ruido de sus vidas.
Apretó las nalgas de Koichi, separándolas con sus pulgares hasta exponer completamente su entrada, tensa y rosada. Él no necesitaba preparación, o más bien, Koichi no la quería; anhelaba la crudeza, la punzada de realidad que solo el dolor sin mitigar podía darle. Touma solo escupió en el pequeño agujero, el gesto visceral y primitivo. Tomó su miembro, ya dolorosamente erecto, y alineándolo, se hundió hasta el fondo en una sola embestida brutal, desgarradora. Koichi sollozó, un sonido gutural que era pura emoción cruda. El dolor de su entrada sin preparación, siendo forzada y estrecha, se mezclaba de inmediato con un tsunami de placer que sacudía sus mismos cimientos, saturando sus deseos más masoquistas. Mientras, Touma gruñó, apretando la mandíbula hasta crujir, al sentir la estrechez infernal de Koichi apretándolo tan fuerte, tan caliente, que por un momento vio estrellas.
Él no esperaría a que se acostumbrara; lo haría acostumbrarse a la fuerza. Comenzó a moverse con embestidas fuertes y rápidas, salvajes, sin ritmo más que el de la pura necesidad. Su palma volvió a caer sobre el trasero de Koichi, una y otra vez, azotándolo a su antojo, dejando la piel enrojeciéndose y magullada, marcándolo como suyo, aunque solo fuera por esta tarde. Koichi lloraba ahora, sin restricción, con su cabeza enterrada en la almohada y las manos apretando las sábanas de la cama con fuerza blanquecina. Sentía sus entrañas ser destruidas, reorganizadas por el miembro duro de Touma, y cada golpe certero contra su próstata le arrancaba un gemido alto y quebrado, que era un himno de entrega total.
El pelinegro no podía estar más perdido en el placer animal. Su cadera chocaba con fuerza contra la carne de Koichi, ese trasero que había soñado con apretar, morder y poseer tantas veces cuando lo veía con el ajustado uniforme de entrenamiento de la U.A., sudado y jadeante. Continuó embistiendo, poseído por una fiebre, movimientos tan salvajes que hacían rechinar la estructura de madera de la cama contra el piso. Su mano se enredó en la cabellera rubia y desordenada de Koichi, heredada de Hizashi pero tan única en su desaliño, jalando de su cabello hacia atrás para arquear más su espalda con cada embestida profunda. Podía sentir su propio orgasmo acercándose, una presión en su bajo vientre, y solo pudo aumentar la brusquedad con la que profanaba la entrada de Koichi, quien ahora gemía su nombre, "Touma, Touma, Touma", tan fuerte como su garganta herida se lo permitía.
Y Touma, en un último acto de consideración en medio del frenesí, al igual que Koichi había hecho momentos antes, salió de su interior caliente justo antes de venirse. Dejando salir su semen en una explosión blanca y caliente sobre las nalgas enrojecidas y magulladas del rubio, quien, al llegar a su propio orgasmo sin que lo tocaran, cayó rendido en la cama, con todo su cuerpo temblando de forma incontrolable, exhausto.
El silencio que siguió solo fue roto por el jadeo sincronizado de ambos. Ahora que estaban agotados y físicamente satisfechos, la realidad comenzó a filtrarse de nuevo en la habitación. El olor a sexo y sudor era denso. Touma se desplomó a su lado, y sin importarles el sudor, el semen o las lágrimas secas en sus rostros, se encontraron en un abrazo. No era un abrazo de pasión, sino de consuelo. Koichi se enterró en el cuello de Touma, sintiendo el rápido latido de su corazón contra sus labios. Touma acarició su cabello, dibujando círculos en su cuero cabelludo.
Koichi fue el primero en caer rendido. La narcolepsia, sumado con el agotamiento físico y emocional, lo arrastró hacia la inconsciencia. Pero justo antes de cruzar el umbral, en el limbo entre la vigilia y el sueño, donde las mentiras no existen y las verdades salen a la luz en susurros, murmuró contra la piel de Touma, con una voz tan frágil que casi se desvanece en el aire:
— Te amo... Siempre te amé.
Touma no respondió. Solo apretó el abrazo, sus ojos celestes abiertos de par en par, mirando el patrón repetitivo del papel de la pared. Las palabras de Koichi resonaron en su interior, dulces y amargas a la vez. Eran lo que siempre había querido oír, y ahora eran el sonido más doloroso del mundo. Porque fuera de esta habitación a Koichi lo esperaba un hijo, una pareja estable, una hermana y las sombras alargadas de sus apellidos.
Sabía, con una certeza que le partía el alma, que este momento era solo eso: un momento. Un eco en la penumbra de una habitación. Un paraíso perdido que habían visitado una última vez antes de tener que volver a sus vidas rotas.
Y así, abrazando al hombre que amaba pero con el que no podía estar, Touma permaneció despierto, vigilando el sueño de Koichi, hasta que su propio cansancio lo atrapó.