Capítulo 8
16 de octubre de 2025, 10:58
La habitación se había convertido en una cápsula de dolor contenido, donde cada respiración parecía resonar con el eco de heridas que no cicatrizaban. Koichi yacía en la cama, su cuerpo frágil envuelto en mantas que Aizawa había acomodado con la precisión de alguien que había repetido ese gesto mil veces antes. El joven había caído en los brazos del sueño forzoso de la narcolepsia, pero incluso inconsciente, sus facciones no encontraban paz. Sus cejas se fruncían ocasionalmente, como si las pesadillas continuaran su asalto silencioso.
Aizawa permanecía sentado en la silla junto a la cama, sus ojos negros fijos en el rostro de su hijo. Sus manos descansaban sobre sus rodillas, pero los nudillos estaban blancos por la tensión. Cada tanto, sus dedos se contraían involuntariamente, como si quisieran alcanzar algo que estaba fuera de su control.
— Shouta... —la voz de Hizashi rompió el silencio como un susurro cuidadoso. Estaba de pie cerca de la cama, con Kaede recostada contra él, la chica había encontrado refugio en el calor de su padre rubio mientras procesaba la escena que acababa de presenciar.
Aizawa no respondió inmediatamente. Sus ojos siguieron clavados en Koichi, observando el sutil subir y bajar de su pecho, cada respiración como una confirmación de que su hijo seguía allí, seguía luchando.
— No sé qué hacer —admitió finalmente, su voz tan baja que apenas era audible—. He enfrentado villanos, he visto estudiantes heridos en combate, he perdido compañeros... pero esto... esto es diferente.
Hizashi se acercó lentamente, manteniendo a Kaede pegada a él. Ella había estado inusualmente silenciosa desde que Koichi comenzó su crisis, sus ojos alternando entre su hermano inconsciente y la expresión descompuesta de Aizawa.
— Es diferente porque es nuestro hijo —dijo Hizashi, su habitual energía reemplazada por una gravedad que rara vez mostraba—. Y porque sabemos que cada decisión que tomemos podría ser la diferencia entre salvarlo y perderlo para siempre.
Aizawa cerró los ojos, y por un momento, los años se desvanecieron. Volvió a ver a Koichi a los cinco años, corriendo hacia él después de su primer día en el jardín de infantes, sus pequeñas manos extendidas para mostrarle un dibujo del héroe Eraserhead. "¡Papá, mira! ¡Eres tú salvando a todos!" había gritado con una sonrisa que iluminaba toda su cara.
¿Cuándo había comenzado a cambiar todo? ¿Cuándo esa luz en los ojos de Koichi había empezado a apagarse, reemplazada por la presión constante de ser el hijo de dos héroes profesionales?
— Recuerdo cuando tenía pesadillas de pequeño —murmuró Aizawa, su voz cargada de nostalgia dolorosa—. Venía corriendo a nuestra habitación, gritando que había monstruos en su cuarto. Y yo... yo siempre podía "borrar" esos monstruos con mi quirk, al menos en su imaginación. Le decía que papá había usado sus poderes para ahuyentarlos.
Una sonrisa amarga tocó sus labios.
— Pero ahora los monstruos están en su cabeza, y mi quirk no puede tocarlos. No puedo borrar el trauma, no puedo borrar la culpa, no puedo borrar la presión que siente por ser nuestro hijo.
Kaede se separó ligeramente de Hizashi y caminó hacia su padre. Sus manos se posaron sobre las de Aizawa, sus dedos intentando cubrir los nudillos tensos.
— Papá —susurró—, ¿Koichi va a estar bien?
La pregunta, formulada con el miedo de perder a su hermano, de perder una parte de ella, golpeó a Aizawa como un puñetazo en el estómago. ¿Cómo explicarle a su hija que no sabía la respuesta?
— No lo sé, cariño —admitió, y las palabras le supieron a cenizas en la boca—. Pero vamos a hacer todo lo que podamos para ayudarlo.
Hizashi se sentó en el borde de la cama, cuidando de no disturbar el sueño frágil de Koichi. Sus ojos verdes, habitualmente tan brillantes y llenos de vida, ahora reflejaban una preocupación profunda.
— Tenemos que hablar sobre lo que dijo —murmuró, sus palabras medidas—. Sobre volver al campo.
Aizawa levantó la vista, y por un momento, Hizashi vio en esos ojos negros un miedo tan puro, tan descarnado, que tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar la mirada.
— No —la respuesta fue inmediata, tajante—. Absolutamente no.
— Shouta, escúchame...
— ¡No! —la voz de Aizawa se alzó ligeramente, y rápidamente miró hacia Koichi para asegurar que no lo había despertado—. No voy a escuchar ningún argumento que termine con mi hijo volviendo a ese infierno. ¿Viste su estado? ¿Viste cómo se desplomó? Está perdiendo la voz, Hizashi. Su quirk se está desvaneciendo junto con su cordura.
— Lo sé —Hizashi extendió una mano hacia él, pero Aizawa se apartó—. Crees que no veo lo que le está pasando? ¿Crees que no me duele igual que a ti? Pero también veo lo que le hace el estar aquí, sintiéndose inútil, sintiéndose como una carga.
— Prefiero que se sienta como una carga a que termine muerto —la respuesta de Aizawa fue cruda, sin filtros—. O peor, completamente roto.
Kaede, que había estado escuchando en silencio, se acurrucó más cerca de Aizawa. Sus ojos cansados se llenaron de lágrimas, pero no dijo nada. Podía sentir la gravedad de la situación, el peso de las decisiones que se cernían sobre su familia.
El silencio se extendió por varios minutos, roto solo por el tic-tac del reloj en la pared y la respiración irregular de Koichi. Aizawa observaba a su hijo, notando cada detalle que hablaba de su deterioro: la palidez de su piel, la forma en que sus manos se contraían ocasionalmente incluso en sueños, las líneas de tensión que nunca parecían abandonar su rostro.
— ¿Sabes qué es lo que más me duele? —murmuró finalmente Aizawa, su voz tan baja que Hizashi tuvo que inclinarse para escucharlo—. Que cada vez que lo veo así, veo a Oboro.
El nombre cayó como una piedra en agua quieta, creando ondas de dolor que se extendieron por toda la habitación. Hizashi se tensó, porque sabía exactamente lo que Aizawa quería decir. Shirakumo Oboro, su compañero de clase, su amigo, cuya muerte había marcado a Aizawa de formas que aún estaban sanando décadas después.
— Koichi no es Oboro —dijo Hizashi suavemente.
— ¿No? —Aizawa giró hacia él, y había algo salvaje en sus ojos—. Un joven héroe, lleno de potencial, empujado más allá de sus límites, sacrificándose por otros hasta que... hasta que ya no puede más. ¿En qué se diferencia?
— En que Oboro murió en un accidente —Hizashi mantuvo su voz firme—. Koichi está vivo. Está aquí. Y podemos ayudarlo.
— ¿Ayudarlo? —Aizawa se puso de pie abruptamente, comenzando a caminar de un lado al otro de la habitación como un animal enjaulado—. ¿Cómo? ¿Enviándolo de vuelta para que termine como... como...
No pudo terminar la frase. Las palabras se quedaron atascadas en su garganta, mezcladas con años de culpa no procesada y el terror presente de perder a su hijo.
Hizashi se levantó también, pero se movió con más calma, consciente de Kaede, que observaba a sus padres con creciente ansiedad.
— Shouta, siéntate. Por favor.
Había algo en el tono de Hizashi, una autoridad tranquila que rara vez usaba, que hizo que Aizawa se detuviera. Lentamente, regresó a la silla junto a la cama de Koichi.
— Voy a decirte algo, y necesito que me escuches realmente —continuó Hizashi—. Koichi no es solo nuestro hijo. Es un héroe. Es un joven que ha elegido ponerse en peligro por otros, y por mucho que nos duela, por mucho que queramos protegerlo, no podemos quitarle esa elección.
— Puedo y lo haré —replicó Aizawa—. Soy su padre. Mi trabajo es protegerlo.
— Tu trabajo como padre es prepararlo para el mundo, no encerrarlo para protegerlo de él —Hizashi se sentó de nuevo, tomando las manos de Aizawa entre las suyas—. Y como héroe, sabes que a veces la única forma de salvar a alguien es permitirle enfrentar el peligro.
Aizawa quiso apartarse, pero la calidez de las manos de Hizashi lo ancló. Miró hacia Koichi, cuyo rostro seguía contraído en sueños, y sintió que algo se partía dentro de su pecho.
— No quiero perderlo... —susurro, su voz quebrada con el dolor angustiante de no saber que hacer para ayudarlo.
Por primera vez en décadas, las barreras que había construido meticulosamente alrededor de su corazón se desmoronaron. Las lágrimas que había contenido durante crisis anteriores, durante misiones fallidas, durante cada momento en que había visto a sus estudiantes en peligro, finalmente encontraron su camino hacia la superficie. Cada gota que resbalaba por sus mejillas llevaba consigo el peso de un hombre que se había dedicado toda su vida a proteger a otros, solo para descubrir que no podía proteger lo que más amaba.
Su respiración se había vuelto irregular, entrecortada por sollozos que parecían desgarrar su pecho desde adentro. El heroísmo, esa armadura invisible que había llevado durante tanto tiempo, se había convertido en una carga insoportable. Porque un héroe debía tener respuestas, debía encontrar soluciones, debía proteger a su familia. Y él se sentía completamente impotente.
Hizashi observaba a su esposo desmoronarse y sintió como si su propio corazón se partiera en mil pedazos. Durante años había sido testigo de la fortaleza inquebrantable de Shouta, había encontrado seguridad en esa solidez que parecía inmutable. Ver esa fortaleza convertirse en polvo lo aterrorizaba más que cualquier villano que hubieran enfrentado juntos.
Sus propios ojos se llenaron de lágrimas mientras extendía sus brazos para envolver a Shouta en un abrazo que intentaba ser refugio y fortaleza al mismo tiempo. Sus dedos se deslizaron por el cabello negro de su esposo, un gesto automático que había repetido miles de veces durante noches de insomnio, después de pesadillas, en momentos de vulnerabilidad que solo ellos compartían.
— Todo estará bien… —susurró con una voz que temblaba tanto como la de Shouta—. Nuestro pequeño león es fuerte. Has visto cómo lucha, cómo se levanta cada vez. Tenemos que creerlo, Shouta. Estaremos aquí para él, pase lo que pase.
Las palabras sonaban huecas incluso para él mismo, pero las pronunció con la desesperación de alguien que intenta convencerse de que la esperanza aún existe. Sus propias lágrimas cayeron silenciosamente sobre el cabello de Shouta, mezclándose con el dolor compartido de dos padres que se enfrentaban a la posibilidad de perder a su hijo.
— Y si algo ocurre… —continuó, su voz quebrada pero decidida— lo sostendremos. No está solo, nunca lo estará. Somos su familia, somos su hogar.
El abrazo se intensificó, dos cuerpos aferrados el uno al otro como si esa unión pudiera mantener a raya la cruel realidad que los amenazaba.
.
.
.
Los suaves toques en la puerta interrumpieron la intimidad dolorosa del momento. Kaede, que había permanecido en una esquina de la habitación respetando el duelo privado de sus padres, se acercó lentamente y abrió la puerta con movimientos cuidadosos, como si tuviera miedo de quebrar la frágil calma que se había establecido.
— Pase —murmuró con voz ronca por las lágrimas que había derramado en silencio.
La puerta se abrió para revelar a Ryōsuke, y la imagen que presentaba era desgarradora. Su cabello blanco, habitualmente peinado con cuidado, estaba despeinado y revuelto, como si se hubiera pasado las manos por él una y otra vez en un intento desesperado de calmarse. Su ropa, aunque casual, estaba arrugada de manera que sugería que se había vestido a toda prisa, sin prestar atención a su apariencia, algo completamente fuera de carácter en él.
Pero lo que más impactaba eran sus ojos rojos, hinchados y enrojecidos por horas de llanto. Las lágrimas habían dejado rastros salados en sus mejillas, y su expresión era la de alguien que había perdido toda esperanza y la había recuperado solo para volver a perderla.
Se inclinó en una reverencia que fue tanto saludo como disculpa, sus manos temblando ligeramente mientras mantenía la posición.
— Perdón… por molestar —dijo con voz quebrada, cada palabra saliendo como si le costara un esfuerzo sobrehumano pronunciarla.
Sus pasos hacia la cama fueron vacilantes, como si el peso del aire en la habitación lo empujara hacia atrás. Cada metro que avanzaba hacia Koichi parecía requerir toda su fuerza de voluntad. Sus instintos animales, usualmente dormidos, parecían susurrarle que se alejara del peligro, pero su corazón humano lo empujaba hacia adelante.
Cuando finalmente llegó junto a la cama y vio a Koichi, tan pálido y frágil entre las sábanas blancas del hospital, su labio inferior comenzó a temblar incontrolablemente.
Los sollozos volvieron a escapar de su garganta, crudos y primitivos, el sonido de un corazón que se quebraba en tiempo real. Su amor por Koichi había sido siempre intenso, devocional, el tipo de amor que lo consume todo y no deja espacio para la racionalidad. Ver al objeto de su adoración reducido a esta fragilidad era más de lo que podía soportar.
— ¿Cómo está…? —preguntó con voz rota, aunque parte de él temía conocer la respuesta.
Hizashi respondió con la delicadeza de alguien que había aprendido a suavizar la verdad sin mentir completamente, explicando que Koichi se encontraba estable pero que necesitaría tiempo para recuperarse, que el reposo era esencial. Pero conscientemente omitió mencionar la presión que existía para que regresara al campo de batalla, esa realidad brutal que pendía sobre todos ellos como una espada de Damocles.
Ryōsuke no percibió la omisión en ese momento. Estaba completamente absorto en la contemplación del rostro dormido de su amado. Con movimientos deliberadamente lentos, como si temiera que cualquier contacto brusco pudiera despertarlo o lastimarlo, extendió una mano temblorosa hacia la mejilla de Koichi.
La caricia que siguió fue tan leve que apenas existía, un roce de dedos que temían quebrar la piel pálida. Era el toque de alguien que ama tanto que tiene miedo de su propio amor, que teme que incluso su afecto pueda ser dañino.
— ¿Cuándo podrá volver a casa? —murmuró sin apartar la mirada del rostro de Koichi, su voz cargada de una esperanza frágil.
El silencio que siguió a su pregunta fue denso, cargado de significados no dichos. Aizawa e Hizashi intercambiaron una mirada que Ryōsuke no pudo ver, una comunicación silenciosa llena de dudas y temores. Ambos sabían que cualquier respuesta que dieran sería inadecuada, que la verdad era demasiado cruel y la mentira demasiado frágil.
Finalmente, fue Aizawa quien rompió el silencio, su voz grave y cargada de una amargura que no pudo ocultar:
— No lo sabemos… —pausó, como si las siguientes palabras fueran veneno en su boca— Hay presiones… presiones para que regrese al campo antes de tiempo.
Las palabras de Aizawa cayeron sobre Ryōsuke como un rayo en una noche despejada. Por un momento, su mente se negó a procesar lo que había escuchado, como si su cerebro estuviera protegiéndolo de una verdad demasiado brutal. Sus ojos rojos se abrieron completamente, fijos en el rostro de Aizawa, buscando algún signo de que había malinterpretado, de que sus oídos lo habían traicionado.
Pero el silencio pesado que llenó la habitación confirmó sus peores temores. No había malentendido. La realidad era exactamente tan cruel como había sonado.
Su cuerpo comenzó a temblar, no con el temblor de la tristeza, sino con algo más primitivo, más feroz. Era como si cada célula de su ser se hubiera puesto en alerta, como si un interruptor interno se hubiera activado sin su consentimiento. Sus manos se apretaron en puños tan cerrados que sus nudillos se volvieron blancos como la nieve, contrastando dramáticamente con el rojo encendido de sus ojos.
— Él no puede volver ahí —protestó, y su voz, usualmente dulce y suave, adquirió un tono áspero, casi gutural—. Tiene mucho por delante… demasiado para que lo manden a morir como si fuera desechable.
Se inclinó hacia adelante, su postura cambiando de la sumisión respetuosa a algo más desafiante, más desesperado. Las lágrimas seguían cayendo por su rostro, pero ahora llevaban consigo una furia que no sabía que poseía.
— Tiene una familia que lo espera en casa —continuó, su voz quebrándose no solo por la emoción, sino por la fuerza con la que estaba conteniendo algo mucho más salvaje— ¡Yo lo espero en casa! Tengo una vida planeada con él, tenemos sueños, tenemos…
Su voz se cortó abruptamente cuando se dio cuenta de que, sin darse cuenta, se había movido para interponerse entre la cama de Koichi y el resto de la habitación. Era un movimiento instintivo, automático, que había surgido de una parte de él que usualmente mantenía dormida.
Sus orejas de lobo, usualmente relajadas y caídas hacia los lados de su cabeza, se habían erguido completamente, tensas y alertas, capturando cada sonido en la habitación. Su cola, que normalmente colgaba tranquila, se había alzado y se movía en un vaivén lento pero deliberadamente agresivo, marcando un territorio que su instinto animal había decidido proteger.
Cuando volvió a hablar, algo había cambiado en su voz. Los colmillos, que normalmente permanecían ocultos, asomaron ligeramente entre sus labios, dándole a sus palabras un matiz más primitivo, más salvaje:
— No pueden quitármelo así… —gruñó, y el sonido que salió de su garganta mezclaba la rabia y la desesperación—. No podría vivir con la culpa si algo le pasara. No podría… no podría seguir existiendo en un mundo donde lo dejé ir.
Su transformación no era consciente. Ryōsuke no se daba cuenta de que su Quirk estaba activándose, de que el instinto protector del lobo estaba emergiendo para defender lo que consideraba su manada, su pareja, su territorio. Para él, solo existía una necesidad desesperada de proteger a Koichi de cualquier amenaza, incluso si esa amenaza venía de personas que también lo amaban.
Aizawa e Hizashi reconocieron inmediatamente lo que estaba sucediendo. Habían visto suficientes Quirks animales a lo largo de sus carreras para entender que Ryōsuke no estaba siendo agresivo intencionalmente; estaba siendo protector de la única manera que su naturaleza híbrida sabía ser.
— Ryōsuke… —intentó Hizashi con voz conciliadora, extendiendo lentamente una mano en un gesto de paz—. Entendemos tu dolor, creeme que lo entendemos. Nosotros tampoco queremos que vuelva al campo pero…
Pero Ryōsuke sacudió la cabeza violentamente, su cabello blanco volando alrededor de su rostro como una melena agitada por el viento.
— ¡No pueden quitármelo así! —gritó, y su voz se quebró en una nota suplicante llena de desesperación— ¡Apenas estamos construyendo algo juntos! No pueden arrancarlo de mi lado como si no importara, como si lo que sentimos no valiera nada.
Su llanto se intensificó, pero ahora había algo feroz en él, una desesperación que iba más allá de la tristeza. Cada lágrima que caía parecía arrastrar consigo pedazos de su alma, dejándolo más crudo, más vulnerable, pero también más dispuesto a luchar.
— No podría vivir con la culpa si algo le pasara… —repitió, su voz ahora un susurro roto—. No podría despertar cada mañana sabiendo que no hice todo lo posible para protegerlo. Sé que ustedes piensan que soy solo su pareja, que no tengo derecho a opinar en las decisiones familiares, pero… pero yo también lo amo. Lo amo tanto que me duele respirar cuando no está cerca.
Kaede había observado toda la escena desde su posición algo alejada, sus propios ojos llenándose de lágrimas al ver el dolor desgarrador de Ryōsuke. Como hermana gemela de Koichi, entendía mejor que nadie lo que significaba amarlo, lo frustrante que podía ser su naturaleza autodestructiva, lo desesperante que era ver cómo se lastimaba a sí mismo una y otra vez.
Pero también reconocía en Ryōsuke algo genuino, algo real. Durante los meses que había estado con su hermano, había visto cómo el joven albino lo cuidaba con una devoción que rozaba en lo sagrado. Había visto cómo Ryōsuke se levantaba en las noches cuando Koichi tenía pesadillas, cómo preparaba comidas especiales cuando estaba deprimido, cómo había aprendido a reconocer los signos de sus episodios narcolépticos para estar siempre cerca cuando los necesitara.
Más importante aún, había visto cómo Koichi, a pesar de su aparente indiferencia, buscaba inconscientemente la presencia de Ryōsuke cuando se sentía perdido. Tal vez no era el amor ardiente que había sentido por Touma, pero era algo estable, algo bueno, algo que su hermano necesitaba aunque no supiera admitirlo.
Dando un paso adelante, Kaede se acercó lentamente a Ryōsuke. Sus movimientos fueron deliberadamente pausados, no amenazantes, consciente de que los instintos animales del joven estaban en alerta máxima.
— Ryōsuke… —dijo suavemente, su voz llevando el mismo tono calmante que había heredado de Hizashi, pero templado con la serenidad de Aizawa— Mírame.
Extendió su mano y la posó gentilmente sobre el hombro de su cuñado. El contacto fue firme pero no invasivo, un recordatorio de que no estaba solo en su dolor, de que había otras personas que también amaban a Koichi y que entendían su desesperación.
Ryōsuke levantó la vista y se encontró con esos ojos negros tan parecidos a los de Koichi, tan familiares que por un momento sintió como si estuviera mirando a su amado despierto. La similitud era tan intensa que su instinto animal inmediatamente se calmó, reconociendo en Kaede no una amenaza, sino una extensión de la persona que estaba protegiendo.
El temblor de su cuerpo disminuyó gradualmente. Su respiración, que había sido errática y agitada, comenzó a volverse más profunda, más controlada. Sus orejas se relajaron ligeramente, aunque permanecieron alertas, y su cola dejó de moverse con esa agresividad defensiva.
— Ven… —dijo Kaede en un murmullo, guiándolo suavemente hacia la puerta—. Hablemos afuera. Hay cosas que necesitas saber, cosas que mis padres no pueden decirte aquí.
Ryōsuke dudó por un momento, su mirada volviendo hacia la cama donde Koichi yacía inconsciente. Cada fibra de su ser le gritaba que no se alejara, que no abandonara su puesto de guardián. Pero había algo en la voz de Kaede, una comprensión que prometía respuestas, que finalmente lo convenció.
Asintió con movimientos torpes, dejándose guiar hacia la puerta. Antes de salir, Kaede giró la cabeza hacia sus padres, su expresión comunicando sin palabras lo que ambos necesitaban escuchar: yo me ocupo de esto. Confíen en mí.
Aizawa e Hizashi asintieron casi imperceptiblemente, observando cómo su hija desaparecía por el pasillo llevando consigo al joven que amaba a su hijo con una intensidad que era tanto hermosa como dolorosa de presenciar.
.
.
.
Una vez que la puerta se cerró tras Kaede y Ryōsuke, la habitación quedó sumida en un silencio que parecía tener peso físico. Solo se escuchaba el pitido constante de las máquinas y la respiración débil pero constante de Koichi.
Hizashi se acercó a la ventana y miró hacia el exterior, donde la ciudad continuaba su rutina diaria, ajena al drama que se desarrollaba en esa pequeña habitación de hospital. Las personas caminaban por las calles, los héroes patrullaban, la vida seguía adelante como si nada hubiera cambiado, como si su mundo no estuviera al borde del colapso.
— ¿Crees que estamos haciendo lo correcto? —preguntó sin volverse hacia Aizawa, su voz cargada de una duda que lo carcomía desde hacía días— ¿Permitir que regrese al campo cuando apenas puede mantener los ojos abiertos?
Aizawa no respondió inmediatamente. Se había acercado a la cama de su hijo y ahora observaba su rostro pálido, buscando en sus rasgos dormidos algún signo de la fortaleza que había mostrado durante su entrenamiento en la U.A., algún indicio de que el joven héroe que habían criado todavía existía bajo esa fragilidad.
— No lo sé —admitió finalmente, su honestidad brutal incluso consigo mismo—. Pero tampoco sé si prohibírselo sería mejor. Conoces a nuestro hijo, Hizashi. Conoces esa necesidad que tiene de demostrar que vale algo, de ser útil. Si lo mantenemos aquí contra su voluntad, si le quitamos lo único que le da propósito…
Su voz se desvaneció, incapaz de completar el pensamiento que ambos compartían: que Koichi podría encontrar otras maneras de lastimarse, maneras que podrían ser permanentes.
— Pero Ryōsuke tiene razón —continuó Hizashi, volviéndose finalmente hacia su esposo—. Koichi tiene mucho por lo que vivir. Tiene a Kentarō, nos tiene a nosotros, tiene a ese chico que lo ama con una devoción que me rompe el corazón. ¿Por qué no puede ver eso? ¿Por qué siempre tiene que buscar su valor en el peligro?
Era una pregunta que ambos se habían hecho miles de veces durante los años de adolescencia problemática de Koichi, durante sus episodios autodestructivos, durante esas noches en que volvía a casa oliendo a alcohol y desesperación.
— Porque es nuestro hijo —respondió Aizawa con una sonrisa amarga—. Lleva nuestros genes, nuestra tendencia a cargar con el peso del mundo en los hombros. La diferencia es que nosotros aprendimos a encontrar equilibrio. Él… él todavía lo está buscando.
Se acercó a la cama y, con un gesto que había repetido cuando Koichi era pequeño y tenía pesadillas, apartó suavemente un mechón de cabello rubio de su frente. El contacto era tierno, paternal, cargado de todo el amor que no sabía cómo expresar con palabras.
— Solo espero que tengamos tiempo para ayudarlo a encontrarlo —murmuró, y sus palabras flotaron en el aire como una oración desesperada.
.
.
.
Mientras tanto, en el pasillo del hospital, Kaede guiaba a Ryōsuke hacia una pequeña área de descanso que había cerca de las máquinas expendedoras. El lugar estaba desierto a esa hora, iluminado únicamente por las luces de emergencia que creaban un ambiente íntimo, casi confesional.
Ryōsuke se dejó caer en una de las sillas de plástico como si todas las fuerzas lo hubieran abandonado de golpe. Sus manos temblaban mientras se las pasaba por el rostro, tratando de limpiar las lágrimas que seguían cayendo sin que pudiera controlarlas.
— Siento mucho haber perdido el control ahí adentro —murmuró, su voz cargada de vergüenza— No quería faltarle el respeto a tus padres. Ellos han sido tan buenos conmigo, tan acogedores. Es solo que… cuando escuché que querían mandarlo de vuelta al campo…
— No tienes que disculparte —interrumpió Kaede, sentándose en la silla contigua—. Lo que sentiste es completamente natural. De hecho, me alegra ver que alguien más está dispuesto a luchar por mi hermano, incluso si esa lucha es contra nuestros propios padres.
Ryōsuke la miró con sorpresa, no esperando esa respuesta. En los ojos de Kaede vio algo que no había anticipado: comprensión, pero también una determinación férrea que le recordaba poderosamente a Koichi.
— Hay cosas que necesitas entender sobre Koichi —continuó Kaede, su voz tomando un tono más serio—. Cosas sobre por qué hace las elecciones que hace, sobre por qué siempre parece estar corriendo hacia el peligro en lugar de alejarse de él.
Se inclinó hacia adelante, sus manos entrelazadas mientras elegía cuidadosamente sus palabras.
— Mi hermano no se valora a sí mismo de la manera que debería. Durante años, desde que éramos adolescentes, ha estado convencido de que su único valor reside en ser útil para otros, en sacrificarse por causas más grandes. Es como si creyera que si no está salvando el mundo, no merece existir.
Las palabras de Kaede golpearon a Ryōsuke como puñetazos, porque explicaban tantas cosas que había observado pero no había sabido interpretar. Las noches en que Koichi se quedaba despierto estudiando reportes de misiones, la manera en que se tensaba cuando recibía noticias sobre ataques de villanos, esa necesidad constante de demostrar que era digno del apellido que llevaba.
— Pero él tiene tanto por lo que vivir —protestó Ryōsuke, su voz quebrándose—. Tiene a Kentarō, que lo adora. Nos tiene a nosotros. Tiene una vida que podría ser hermosa si tan solo se permitiera vivirla.
— Lo sé —respondió Kaede con tristeza—. Y creo que en el fondo, él también lo sabe. Pero hay algo en su pasado, algo que nunca ha logrado superar completamente, que lo hace sentir como si no mereciera esa felicidad.
Ryōsuke sintió como si algo frío se instalara en su estómago. Había intuido durante meses que había partes de la historia de Koichi que no conocía, sombras en su pasado que emergían en pesadillas y momentos de vulnerabilidad.
—¿Qué pasó? —preguntó, aunque parte de él temía la respuesta.
Kaede suspiró profundamente, como si estuviera preparándose para revelar un secreto que había guardado durante demasiado tiempo.
— Hubo alguien… hace años. Alguien que mi hermano amó de una manera que nunca ha vuelto a amar. Se llamaba Touma, y cuando las cosas terminaron entre ellos, algo se rompió en Koichi que nunca ha logrado reparar completamente.
La mención de ese nombre hizo que Ryōsuke sintiera como si el aire hubiera sido succionado de sus pulmones. Durante su relación con Koichi, había sentido la presencia de una sombra, de un amor pasado que nunca había sido nombrado pero que siempre estaba ahí, influyendo en cada interacción, en cada momento de intimidad.
— ¿Él… él todavía lo ama? —preguntó, y su voz sonó más pequeña de lo que hubiera querido.
— Creo que una parte de él siempre lo amará —respondió Kaede honestamente, porque sabía que Ryōsuke merecía la verdad, por dolorosa que fuera—. Pero eso no significa que no te ame a ti también. Es solo que… es un amor diferente. Contigo, mi hermano ha encontrado paz, estabilidad, algo que nunca tuvo con Touma.
Las palabras de Kaede eran a la vez consoladoras y desgarradoras. Ryōsuke había sabido, en algún nivel instintivo, que no era el gran amor de la vida de Koichi. Pero había esperado, había trabajado tan duro por ser suficiente, por llenar todos los espacios vacíos en el corazón de su pareja.
— Entonces… ¿qué hago? —murmuró, sintiéndose perdido—. ¿Cómo compito con un fantasma? ¿Cómo hago que se quede cuando parte de su corazón siempre estará en otra parte?
— Tienes que entender algo —respondió Kaede firmemente— Tú no tienes que competir con un fantasma. Sé que el corazón de Koichi es complicado —dijo, inclinando apenas el rostro hacia él—. Sé que Touma fue su primer amor, y sé que esa sombra todavía lo persigue de alguna forma. Pero eso no significa que tú estés en segundo lugar.
El chico bajó la mirada, un sollozo ahogado escapando de su pecho. Kaede esperó unos segundos, dándole espacio, y luego suspiró otra vez.
— No luches contra lo que ya es tuyo, Ryōsuke. Él te eligió a ti. Y aunque el camino sea duro, aunque su corazón arrastre cicatrices… eres tú con quien quiere caminar. —se tomo un momento para respirar— Touma más allá de un amor, es una herida. Como un recordatorio de que lastimo a alguien que amaba, y creo que tiene miedo de repetir la historia contigo.
Ryōsuke se quedó en silencio por un largo momento, procesando las palabras de Kaede. En su corazón, sabía que ella tenía razón. Su amor por Koichi no había sido nunca condicional; había sido total, devocional, dispuesto a aceptar cualquier fragmento de afecto que Koichi pudiera ofrecerle.