Capítulo 11
16 de octubre de 2025, 10:58
La lluvia había comenzado a caer cuando Touma Shimura arrastraba los pies por las calles vacías del distrito comercial. El asfalto mojado reflejaba las luces de neón intermitentes de los locales cerrados, creando charcos de colores que se distorsionaban con cada paso. Sus botas militares, parte del uniforme de héroe en formación, chapoteaban sin cuidado alguno, empapándose hasta los calcetines.
El peso de la misión recién terminada no era solo físico —aunque sus músculos gritaban de agotamiento después de cinco horas consecutivas excavando entre los escombros de un edificio colapsado—, era el peso insoportable de sus pensamientos lo que verdaderamente lo aplastaba. Cada respiración se sentía densa, cada latido de su corazón resonaba como un eco hueco en su pecho.
"Es mi pareja".
Las palabras de Ryōsuke aún resonaban en su cabeza con la nitidez cruel de una sentencia. Firmes, tajantes, duras. Como un martillo que golpeaba una y otra vez contra su cráneo, recordándole una verdad que preferiría no conocer.
Touma se detuvo bajo la débil luz de una farola, sintiendo cómo las gotas de lluvia se deslizaban por su rostro pálido. Cerró los ojos con fuerza, pero las imágenes lo asaltaban una y otra vez: la noche en que se entregó a Koichi, el calor de su piel contra la suya, la risa suave en medio del secreto compartido. Los dedos temblorosos de Koichi trazando líneas invisibles sobre su espalda, la forma en que susurraba su nombre como si fuera una oración.
Luego, la imagen se transformaba: la cama del hospital, Koichi pálido y frágil, sonriéndole como si él fuera lo único que lo sostenía en este mundo. Esos ojos negros brillando con una luz que lo desarmaba completamente.
Y finalmente, el golpe seco de la realidad. Ryōsuke corrigiendolo cuando lo llamo amigo, con una firmeza que le decía que lo reconocía como una amenaza a su relación. Y que por instinto le negaba el derecho de estar cerca de Koichi.
Era verdad. Él no tenía derecho. Y esa certeza lo estaba desgarrando desde adentro, como su propio Quirk: lenta, inexorablemente, convirtiéndolo en polvo.
Touma reanudó su camino, las manos hundidas profundamente en los bolsillos de su chaqueta empapada. Sus pensamientos se arremolinaban como la lluvia que caía con más fuerza, creando un torbellino de culpa y deseo que lo mareaba. Cada paso lo acercaba más a su departamento, pero también a una confrontación consigo mismo que ya no podía evitar.
Cuando al fin alcanzó la puerta de su edificio —un complejo residencial modesto pero limpio donde vivían muchos estudiantes de la U.A.—, lo único que quería era hundirse en la soledad de su departamento y dejar que el agotamiento lo venciera. Tal vez si dormía lo suficiente, las imágenes dejarían de atormentarlo. Tal vez mañana sería más fácil fingir que nada había pasado.
Pero la suerte —o el destino, como solía decir su difunta abuela— parecía tener otros planes para él.
Una silueta conocida se recortaba bajo la tenue luz del pasillo del tercer piso. Cabello castaño húmedo por la lluvia, una chaqueta verde que Touma reconocería en cualquier parte, y esos ojos marrones que siempre lo miraban con una devoción que no sabía cómo manejar.
Hirosha Nakamura estaba ahí, esperándolo.
Apenas lo vio doblar la esquina del pasillo, esa figura se irguió como un resorte y corrió hacia él con los brazos abiertos, sus pasos resonando en el silencio del edificio.
— ¡Touma, querido...! —la voz de Hirosha lo envolvió, cálida y ansiosa, cargada de un alivio palpable que hizo que el estómago de Touma se contrajera con culpa.
El abrazo fue inmediato, fuerte, desesperado. Los brazos de Hirosha se cerraron alrededor de su torso como si temiera que fuera a desvanecerse, y Touma pudo sentir cómo su respiración se agitaba contra su cuello. Era un refugio inesperado que lo tomó completamente por sorpresa, un ancla en medio de la tormenta emocional que había estado navegando solo durante horas.
Touma se quedó rígido unos segundos, los brazos colgando a los costados como los de un muñeco. No sabía cómo reaccionar. Parte de él quería derretirse en ese abrazo, dejar que el cariño de Hirosha lo curara. Pero otra parte —la más grande, la más dolorosa— se sentía como un impostor, como alguien que no merecía esa ternura.
Finalmente, devolvió el gesto con torpeza, sus brazos rodeando la espalda de Hirosha de manera mecánica, incapaz de corresponder con la misma entrega. Sus manos temblaron ligeramente cuando se apoyaron en la tela húmeda de su chaqueta.
Hirosha se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos, sus manos subiendo para enmarcar el rostro de Touma con una delicadeza que partía el corazón. Sus pupilas brillaban con una mezcla de alivio y preocupación que lo hacían ver más joven de sus dieciocho años.
— ¿Cómo estás? —preguntó, su voz temblorosa—. Vine a verte hace como dos horas y no estabas en casa... Me asusté porque no respondías los mensajes. Revisé mi teléfono como mil veces pensando que tal vez se había dañado o que-
— Hiro —lo interrumpió Touma suavemente, porque sabía que cuando Hirosha se ponía nervioso tenía la tendencia de hablar sin parar.
Touma tragó saliva, buscando en su interior una sonrisa que no sentía. Sus músculos faciales se tensaron, forzando una curva débil y vacilante en sus labios. Era un disfraz tan frágil que cualquiera con ojos atentos podía ver a través de él, pero esperaba que la poca luz del pasillo lo ayudara a ocultarlo.
— Estoy bien, recién salgo de una misión —se excusó, la voz un poco más ronca de lo habitual por el cansancio—. Perdona por no responderte. Tenía el comunicador en silencio y no revisé el teléfono personal.
Los dedos de Hirosha se deslizaron con ternura por su rostro, acariciando la línea de su mandíbula como si quisiera borrar el cansancio con sus yemas, como si sus caricias pudieran recomponerlo pieza por pieza. Sus ojos marrones lo recorrieron con atención, deteniéndose en las ojeras, en la tensión que se acumulaba en la comisura de sus labios.
— Sé que la situación no está buena con toda esta guerra... —murmuró, el ceño fruncido por una preocupación genuina—, pero ¿no te estás esforzando demasiado? Cada vez que te veo parece que vienes arrastrando los pies. No quiero que algo te pase, amor.
La última palabra cayó entre ellos como una piedra en un lago quieto, creando ondas invisibles que Touma sintió hasta en los huesos. Amor. Una palabra que Hirosha usaba con naturalidad, sin dudar, sin medir las consecuencias. Una palabra que Touma ya no sabía si podía devolver con honestidad.
Las palabras de Hirosha eran sinceras, llenas de un amor puro que Touma debería haber sentido como un bálsamo para sus heridas. Pero en lugar de alivio, lo único que encontró en su interior fue una punzada de culpa tan aguda que casi lo hizo tambalearse. Porque en esos mismos instantes, mientras lo miraba con esos ojos llenos de devoción, su mente seguía atada al rostro de otro hombre. A ojos negros en lugar de marrones, a cabello rubio revuelto en lugar de castaño ordenado, a una sonrisa atrevida en lugar de una dulce.
Touma negó suavemente con la cabeza, apartando el tema con una calma que no sentía, como quien repite un guión memorizado.
— Yo me encargo más de los rescates... —explicó, su voz tomando ese tono automático que usaba cuando no quería profundizar en algo—. Mi Quirk solo sirve para desintegrar... y sería muy cruel usarlo en la guerra contra otras personas. No podría vivir conmigo mismo si lastimara a alguien así.
La confesión dejó un aire pesado entre ambos, cargado de todas las cosas que Touma no decía. Su Quirk era su mayor bendición y su peor maldición. Desintegración: el poder de convertir todo lo que tocara en polvo con sus cinco dedos. El mismo Quirk que había destruido todo a su paso en manos de su padre biológico, Tomura Shigaraki.
Pero él había elegido ser diferente. Había aprendido a controlar cada dedo, a usar guantes especiales, a canalizar su poder solo cuando era absolutamente necesario. En lugar de destruir, rescataba. En lugar de sembrar terror, llevaba esperanza. Era su forma de redimirse por los pecados de una sangre que no había elegido.
Hirosha lo miró con ese mismo brillo preocupado que siempre llevaba en los ojos cuando se trataba de él. Era una mirada que conocía bien, llena de admiración y tristeza a la vez. Admiración por su fortaleza, tristeza por las cargas que llevaba sobre los hombros.
Touma lo agradecía en silencio, pero no lo soportaba. No ahora. Lo último que quería en ese instante era compasión o cariño; lo único que necesitaba era soledad para procesar el torbellino que tenía en la cabeza y el corazón.
Se apartó lentamente, reduciendo el abrazo a un simple contacto de manos. Fue un gesto pequeño, sutil, pero Hirosha lo notó. Notó la distancia emocional disfrazada de ternura, la forma en que Touma se retraía sin alejarse físicamente. Y aun así guardó silencio, eligiendo no presionar, porque conocía a su pareja lo suficiente para saber cuándo necesitaba espacio.
— Vamos adentro —murmuró Touma, buscando las llaves en su bolsillo—. Estás empapado y va a hacer frío.
Entraron juntos al departamento, un espacio pequeño pero acogedor que Touma había decorado con la ayuda de Hirosha meses atrás. Las paredes beige estaban adornadas con fotografías de sus días en la U.A. y una pequeña planta suculenta que se empeñaba en mantener viva a pesar de su tendencia a olvidar regarla.
El silencio se instaló entre ellos como un huésped incómodo. Touma se quitó las botas mojadas junto a la entrada, después la chaqueta, moviéndose con gestos mecánicos que hablaban de lo agotado que estaba. Hirosha lo observaba desde el pequeño recibidor, secándose el cabello con una toalla que había tomado del baño sin pedir permiso —una familiaridad que habían construido con tiempo y confianza.
Touma, en un intento por sonar cotidiano y romper la tensión que se palpaba en el aire, se aclaró la garganta:
— ¿Ya has comido?
El "no" de Hirosha llegó acompañado de una sonrisa ligera, casi tímida, como si sintiera que había interrumpido algo importante al aparecer sin avisar.
— Estaba esperándote, pensé que tal vez podríamos cenar juntos —añadió, con esa esperanza pequeña pero brillante que siempre lo caracterizaba.
Touma, reprimiendo la punzada de culpa que le atravesó el pecho como una flecha, asintió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
— Entonces prepara algo, por favor. Yo me daré una ducha primero —dijo, ya dirigiéndose hacia el baño—. Hay ingredientes en el refrigerador, puedes hacer lo que quieras.
El ofrecimiento fue aceptado con el entusiasmo genuino que Hirosha ponía en las cosas más simples. Se dirigió hacia la cocina con paso tranquilo, feliz de tener una pequeña rutina compartida, de sentirse útil y querido. Silbó bajito mientras revisaba los ingredientes disponibles, decidiendo qué podría preparar que fuera nutritivo pero no demasiado pesado para alguien que se veía tan agotado.
Mientras tanto, Touma se refugiaba en el baño, cerrando la puerta tras de sí como si fuera la entrada a un búnker.
Se encontró con su reflejo en el espejo del baño, y lo que vio lo hizo detenerse en seco. Su rostro estaba más pálido de lo normal, con ojeras sutiles que no había notado hasta ese momento. Pero no eran solo marcas físicas lo que veía: eran las huellas invisibles que lo perseguían.
Los labios de Koichi sobre su piel, grabados en su memoria como un tatuaje. Las manos recorriéndolo con desesperada ternura, cada caricia como una marca de fuego que se negaba a desvanecerse. La forma en que Koichi había gemido su nombre, la vulnerabilidad en su voz cuando le había susurrado que lo había extrañado todos estos años.
Su pecho se agitó, el estómago se contrajo en un nudo extraño donde se enredaban la culpa y el deseo como serpientes venenosas. Koichi lo habitaba por completo, ocupaba cada rincón de su mente y de su cuerpo, mientras Hirosha —el hombre que le daba todo sin pedir nada a cambio— quedaba relegado a un segundo plano que no merecía.
— ¿En qué me he convertido? —murmuró a su reflejo, su voz apenas un susurro quebrado.
Sus propios ojos celestes lo juzgaron desde el cristal. Eran los ojos de su padre, Touya Todoroki, pero también llevaban algo de la intensidad de Tomura Shigaraki. Una mezcla que a veces lo asustaba, que le recordaba que la sangre que corría por sus venas estaba marcada por la tragedia y la destrucción.
Pero él había elegido ser diferente. Había elegido ser bueno, amable, comprensivo. ¿Entonces por qué se sentía como el peor de los villanos?
Abrió la ducha con manos temblorosas. El agua caliente comenzó a llenar el espacio de vapor, empañando el espejo hasta que su reflejo desapareció. Era mejor así. No quería seguir viéndose a sí mismo cuando no sabía quién era realmente.
Se desnudó lentamente, cada prenda que se quitaba parecía llevarse una capa de la máscara que había estado usando todo el día. Cuando finalmente estuvo desnudo, pudo ver las marcas reales: pequeños moretones en sus muslos donde Koichi lo había sostenido con fuerza, marcas de dientes en sus hombros que ya estaban desvaneciendo pero que aún eran visibles si uno sabía dónde buscar.
Testimonio silencioso de una traición que lo carcomía por dentro.
Entró bajo el chorro de agua caliente y fue ahí, escondido tras el ruido constante del agua golpeando los azulejos, donde se permitió romperse. Sus lágrimas se confundieron con el agua que corría por su rostro, pero no aliviaron nada. Si acaso, lo hacían sentir peor, más pequeño, más perdido.
Todo sería tan fácil si ambos estuvieran solos. Tan simple si el mundo no estuviera lleno de compromisos, heridas del pasado y elecciones ya tomadas. Si Koichi no tuviera a Ryōsuke, si él no tuviera a Hirosha, si pudieran encontrarse en un universo paralelo donde solo existieran ellos dos y nada más.
Pero la realidad era cruel: él y Koichi tenían vidas construidas, parejas que los amaban con sinceridad, obligaciones morales que no podían ignorar. Y aun así, en medio de la guerra y del caos, lo único que habían encontrado era un amor imposible que se empeñaba en crecer como una flor venenosa en tierra árida.
Touma apoyó la frente contra el azulejo frío, el contraste de temperatura haciéndolo estremecer. Su respiración se agitó, entrecortada por sollozos silenciosos que nacían desde lo más profundo de su pecho.
¿Por qué tenemos que amarnos, si el destino no nos quiere juntos?
La pregunta resonó en su mente como un eco infinito, sin respuesta, sin consuelo. Solo el peso aplastante de una verdad que no sabía cómo cargar.
Se quedó así durante largo rato, dejando que el agua caliente corriera por su cuerpo mientras luchaba por recomponerse. Tenía que salir de ahí, tenía que fingir que estaba bien, que era el mismo Touma de siempre. Hirosha lo esperaba afuera, probablemente preparando algo delicioso con la paciencia y el amor que lo caracterizaban.
No merecía esto. Hirosha no merecía tener una pareja que fantaseaba con otro hombre, que lo engañaba no solo físicamente sino emocionalmente cada segundo de cada día.
Pero tampoco podía simplemente terminar con él. No ahora, cuando Hirosha estaba pasando por una de las peores etapas de su vida con el conflicto de su hermano menor. Sería cruel, egoísta. Sería exactamente el tipo de persona que había jurado nunca convertirse.
Al salir del agua, Touma tomó la toalla con movimientos lentos, casi meditados. Secar su piel era enfrentarse de nuevo a la realidad, a las marcas que llevaba tatuadas en el alma más que en el cuerpo. Cada gota que absorbía la tela lo acercaba más al momento en que tendría que salir de ahí y fingir que todo estaba normal.
Cerró los ojos un instante, pero en la oscuridad también lo veía: el cuerpo de Koichi debajo del suyo, la piel pálida contrastando con las sábanas grises de la cama, los labios entreabiertos, la voz temblorosa pronunciando su nombre con un deseo tan vivo que le había desgarrado el alma en el mejor de los sentidos.
Apresuró sus manos, secándose con más fuerza de la necesaria. Se vistió rápido —unos pantalones de pijama cómodos y una camiseta holgada—, como si con cada prenda pudiera cubrir esas huellas invisibles que ardían en su piel. Quería ocultarle a Hirosha la verdad, esa verdad que lo consumía: que había sido tocado por otro hombre, que se había entregado completamente, y que no se arrepentía ni un solo segundo.
Antes de salir, se miró una última vez en el espejo, ya desempañado. Sus ojos seguían enrojecidos, pero podía culpar al cansancio y al vapor caliente. Su expresión era más serena, la máscara bien puesta. Respiró profundo, llenando sus pulmones de aire húmedo y vapor, preparándose para la actuación de su vida.
Cuando salió del baño, el aroma cálido de la cena lo recibió como un abrazo. No era nada elaborado —podía distinguir el olor del arroz cocido, tal vez algunos vegetales salteados, algo simple pero nutritivo—, pero sabía que había sido hecho con cuidado. Con amor.
Hirosha lo esperaba en la mesa del pequeño comedor, con esa sonrisa suave que siempre intentaba ser un refugio para todos los que lo rodeaban. Había puesto dos platos, dos pares de palillos, y una pequeña vela en el centro que no estaba encendida pero que hablaba de su intención de hacer la cena especial a pesar de las circunstancias.
Touma lo supo de inmediato: Hirosha había pensado en su cansancio, en que tal vez preferiría comer rápido e ir a dormir. Por eso había preparado algo sencillo pero reconfortante. Un gesto pequeño, aparentemente insignificante, pero lleno de la consideración y el cuidado que siempre lo caracterizaban.
— Espero que tengas hambre —dijo Hirosha, levantándose para servir la comida—. No es nada del otro mundo, pero pensé que algo caliente te caería bien después de estar bajo la lluvia.
Touma asintió, forzando una sonrisa más convincente que la de antes.
— Huele delicioso. Gracias por tomarte la molestia.
Se sentaron frente a frente en la mesa pequeña que apenas cabía en el comedor. El silencio que se instaló entre ellos no era cómodo como solía ser antes; estaba cargado de palabras no dichas, de tensiones que flotaban en el aire como humo invisible.
Touma apenas podía probar la comida, aunque objetivamente sabía que estaba bien preparada. La garganta se le cerraba con cada bocado, como si su cuerpo rechazara la normalidad que estaba tratando de fingir. Los sabores se volvían opacos en su lengua, eclipsados por el sabor persistente de la culpa.
Hirosha comía en silencio, pero lo observaba de reojo, notando cómo Touma movía la comida en el plato más de lo que realmente comía. Sus instintos de cuidador se activaron, preocupado por el poco apetito y la palidez que no había mejorado ni siquiera después de la ducha caliente.
Entonces, como si hubiera estado reuniendo valor durante toda la cena, Hirosha dejó sus palillos a un lado y habló:
— Quería disculparme contigo —murmuró, la voz temblorosa pero decidida.
Touma alzó la vista, sorprendido por la seriedad repentina en el tono de Hirosha.
— Estuve muy ausente estas semanas... —continuó, los ojos brillando con una mezcla de dolor y determinación—. Siento que descuidé nuestra relación, que te dejé solo cuando más me necesitabas. Y lo siento mucho, Touma. De verdad que lo siento.
Las palabras cayeron entre ellos como piedras en un lago tranquilo, creando ondas que se expandían hasta llegar a los rincones más oscuros del corazón de Touma. Notó cómo la mirada de Hirosha se detenía en sus ojos enrojecidos, en la tensión de sus hombros, en los signos evidentes de agotamiento emocional.
Y entendió lo que estaba pensando. Hirosha creía que él había llorado por sentirse abandonado, por sentirse relegado a segundo plano mientras él lidiaba con el drama familiar de su hermano menor. Creía que todas esas lágrimas, toda esa tristeza, era culpa suya.
El peso de esa culpa mal dirigida se reflejaba en la expresión de Hirosha con tanta fuerza que casi partía el aire entre ellos. Sus ojos marrones se llenaron de una pena genuina, de un arrepentimiento que lo carcomía desde adentro.
Touma escuchó en silencio, sintiendo cómo cada palabra era como un cuchillo que se clavaba más profundo. Esas eran las palabras que había querido oír durante tanto tiempo, las disculpas que había esperado, las promesas que había deseado como un rayo de luz en medio de la soledad.
Pero ahora, cuando finalmente las tenía, su corazón estaba en otra parte. Estaba atado a un viejo amor que había regresado con la fuerza de un huracán, arrasando con todo lo que había construido pacientemente durante estos meses.
No podía emocionarse. No podía celebrarlo. No podía sentir el alivio que debería haber sentido.
Dejó sus propios palillos a un lado y, en un gesto que nació de la memoria muscular más que de un sentimiento genuino, tomó la mano de Hirosha entre las suyas.
— Está bien, Hiro —dijo suavemente, acariciando sus nudillos con el pulgar—. Sé que no lo has hecho porque quisieras hacerme daño. Estás en una situación muy difícil con tu hermano. No quiero que sientas que tienes que elegir entre él o yo.
Acarició su mano con la ternura que había aprendido a darle durante todos estos meses juntos, porque Touma tenía un corazón demasiado bondadoso para reclamar algo en un momento tan vulnerable. Comprendía el dolor de Hirosha, la angustia de ver cómo su hermano menor se hundía cada vez más en el mundo de los villanos, alejándose de todo lo que había intentado enseñarle.
Esa preocupación había consumido a Hirosha durante meses, robándole el sueño, el apetito, la capacidad de estar completamente presente en cualquier momento. Y Touma no podía recriminarle por ello, no cuando él entendía tan bien lo que significaba cargar con el peso de una familia complicada.
Hirosha, ajeno a los fantasmas que poblaban la mente de su pareja, sonrió con un alivio tan palpable que iluminó todo su rostro. Esa sonrisa tenía un matiz de esperanza renovada, la ilusión de que una vez que todo aquello pasara, una vez que lograra ayudar a su hermano a salir del hoyo en el que había caído, podrían retomar lo que habían dejado atrás. Podrían trabajar en su relación hasta hacerla más fuerte que nunca.
— Gracias por entenderme —murmuró, apretando las manos de Touma entre las suyas—. Te prometo que las cosas van a cambiar. Cuando todo esto termine, te voy a dedicar todo el tiempo que te mereces. Vamos a ser felices, Touma. Como antes, pero mejor.
Touma sostuvo su mano, respondió a su sonrisa, asintió en los momentos correctos. Pero por dentro sintió un vacío tan profundo que lo mareó. Como si estuviera engañando no solo a Hirosha, sino a sí mismo. Como si fuera un actor interpretando un papel en una obra de la que ya no recordaba el guión.
La cena continuó transcurriendo en un silencio que se había vuelto más pesado después de las disculpas. Los palillos golpeaban suavemente contra la loza, creando una melodía melancólica que se mezclaba con el sonido de la lluvia que seguía cayendo tras la ventana. El murmullo lejano de la ciudad parecía provenir de otro mundo, de una realidad paralela donde las cosas eran más simples.
Ambos habían dicho lo que tenían por decir, o al menos lo que eran capaces de pronunciar sin romperse completamente. Las palabras flotaban entre ellos como un barniz delgado: debajo, cada uno luchaba con sus propios demonios, con verdades que no se atrevían a confesar.
Hirosha, con la cabeza ligeramente gacha y una sonrisa que no terminaba de llegar a sus ojos, se castigaba en silencio. El peso de sentirse como un mal hermano lo hundía cada día un poco más —no había logrado evitar que su hermano menor cayera en las drogas, en las malas compañías, en ese mundo oscuro que parecía tragárselo poco a poco.
Y ahora, además, se sentía como una pésima pareja. Había descuidado a Touma en los momentos en que más lo necesitaba, lo había dejado solo para lidiar con sus propias batallas mientras él se consumía tratando de salvar a alguien que tal vez ya no quería ser salvado.
Se obligaba a pensar que aún podía remediarlo, que con tiempo y paciencia y mucho amor podría reparar el daño que había causado. Que Touma lo perdonaría de verdad, no solo con palabras sino con el corazón.
Touma, en cambio, masticaba la comida como si fuera ceniza en su boca. Cada bocado requería un esfuerzo consciente, cada trago de agua se sentía como tratar de ahogar las llamas de la culpa que lo consumían desde adentro.
La culpa se adhería a cada fibra de su ser como una segunda piel. Había engañado a Hirosha de la peor manera posible, y lo sabía bien: si alguna vez llegaba a enterarse de la verdad, si descubría lo que había pasado entre él y Koichi en ese hotel, quedaría completamente destruido.
Y él... él no estaba seguro de estar listo para cargar con esa destrucción. No estaba seguro de tener la fortaleza para ver cómo se desmoronaba el mundo de la persona que había estado a su lado durante tantos meses, que lo había cuidado, que lo había amado con una pureza que ahora se sentía como un reproche constante.
Cuando terminaron de cenar —o más bien, cuando quedó claro que ninguno de los dos iba a comer más—, se movieron con la sincronía de una pareja que había compartido esa rutina muchas veces antes. Hirosha recogió los platos, Touma guardó los condimentos. Pequeños gestos domésticos que en otros tiempos los habían llenado de una calidez simple y genuina.
Ahora, cada movimiento se sentía como actuar en una obra de teatro donde había olvidado su papel.
Cuando se recostaron en la cama —la cama que habían compartido tantas noches, donde habían hablado sobre el futuro, donde habían hecho el amor con la ternura de dos personas que creían conocerse completamente—, la distancia emocional se hizo más evidente que nunca.
La habitación estaba sumida en una penumbra suave, iluminada apenas por la luz de la calle que se filtraba a través de las cortinas semicerradas. El colchón se hundió ligeramente cuando Hirosha se acomodó a su lado, buscando esa cercanía física que siempre había sido su forma de comunicarse sin palabras.
Se acurrucó contra el costado de Touma, su brazo rodeándolo por la cintura con esa familiaridad que habían construido con meses de noches compartidas. Su respiración se fue acompasando gradualmente, relajándose con la tranquilidad de alguien que creía que lo peor había pasado, que las disculpas habían sido suficientes, que todo volvería a su cauce natural.
Hirosha se permitió creer que había reparado algo importante esa noche. Que sus palabras habían llegado al corazón de Touma, que el perdón había sido genuino. Se quedó dormido con una sonrisa pequeña curvando sus labios, con la paz de quien ha hecho lo correcto, de quien ha asumido sus errores y está dispuesto a enmendarlos.
Pero Touma... Touma permaneció despierto.
Sus ojos permanecían abiertos en la penumbra, fijos en el techo que conocía de memoria. Podía contar cada grieta pequeña en el yeso, cada sombra que proyectaban los muebles, cada patrón que creaba la luz de la farola al filtrarse entre las cortinas. Lo había hecho muchas otras noches, pero nunca con este peso aplastante en el pecho.
Con la respiración controlada para no despertar a Hirosha, giró ligeramente la cabeza para observar el rostro dormido de su pareja. En el sueño, Hirosha se veía más joven, más vulnerable. Sus facciones se relajaban completamente, borrando las líneas de preocupación que últimamente se habían vuelto permanentes. El cabello castaño caía desordenado sobre su frente, y sus labios estaban ligeramente entreabiertos en esa posición que siempre le había parecido adorable.
El vaivén tranquilo de su respiración creaba un ritmo constante en el silencio de la habitación. Su pecho subía y bajaba con la regularidad de alguien que había encontrado la paz, al menos temporalmente. La vulnerabilidad de estar completamente entregado al descanso, confiando en que estaba seguro, en que estaba amado, en que la persona a su lado lo protegería incluso en sus momentos más indefensos.
Y ahí, en ese contraste brutal entre la paz de Hirosha y la tormenta que rugía en su interior, Touma sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta tan apretado que le costaba respirar.
Tuvo que morderse el labio inferior hasta casi hacerse sangre para contener las lágrimas que pugnaban por salir. No podía llorar ahora, no con Hirosha tan cerca. No podía arriesgarse a despertarlo y tener que explicar por qué estaba sollozando cuando se suponía que todo estaba bien.
Pero no lloraba solo por la culpa que lo carcomía desde adentro como ácido. No lloraba únicamente por la traición que había cometido, por la mentira que había construido, por la confianza que había roto.
Lloraba por algo mucho más oscuro y doloroso: los celos que le desgarraban las entrañas con garras afiladas.
Celos enfermizos, tóxicos, que lo hacían desear con un hambre voraz ocupar el lugar de otro. Quería ser él quien cuidara a Koichi cuando estuviera enfermo, no Ryōsuke. Quería ser él quien recibiera esa sonrisa suave al despertar cada mañana, quien fuera el último rostro que Koichi viera antes de dormir. Quería ser él quien conociera todos sus secretos, sus miedos, sus sueños más profundos.
Quería recibir ese cariño que había visto en el hospital, esas miradas llenas de devoción, esa voz dulce susurrando palabras de amor que aún retumbaban en su memoria como ecos dolorosos. Quería que fuera su nombre el que Koichi pronunciara con esa ternura infinita, no el de otro.
Quería que fuera Koichi el hombre a su lado en esta cama. Quería abrir los ojos en la mañana y encontrar su rostro iluminado por el sol matutino, ver cómo sus párpados temblaban antes de despertar, ser testigo de esa transición mágica entre el sueño y la vigilia. Quería conocer todos sus rituales matutinos, sus manías, sus pequeñas vulnerabilidades cotidianas.
Y ese deseo lo estaba matando, gota a gota, segundo a segundo, hasta dejarlo completamente vacío.
Giró apenas la cabeza sobre la almohada, presionando el rostro contra la tela para ahogar cualquier sonido que pudiera escapársele. Sus hombros temblaron ligeramente con el esfuerzo de contener los sollozos que nacían desde lo más profundo de su pecho.
Apretó los labios hasta formar una línea delgada, usando toda su fuerza de voluntad para mantener el llanto silencioso. Las lágrimas corrían por sus mejillas y se perdían en la funda de la almohada, dejando manchas húmedas que se enfriarían durante la noche.
El corazón le palpitaba en una guerra constante, un campo de batalla donde se enfrentaban lo que tenía y lo que deseaba, lo que era correcto y lo que lo consumía, lo que debería sentir y lo que realmente sentía.
En el silencio de la habitación, roto apenas por la respiración profunda de Hirosha y el murmullo distante de la ciudad que nunca dormía completamente, Touma luchaba con una revelación que lo aterrorizaba y lo consolaba al mismo tiempo.
Aunque Koichi estaba lejos, aunque en ese mismo momento dormía en otros brazos, en una cama que pertenecía a otra vida, en el fondo Touma sabía que algo había cambiado para siempre esa noche en la fiesta.
Lo había visto en la forma en la que Koichi lo miraba, como si fuera la única luz en medio de la oscuridad. Lo había sentido en la forma en que había pronunciado su nombre, con una reverencia que trascendía el deseo físico. Lo había reconocido en la forma en que se había entregado completamente, sin reservas, sin máscaras, mostrando una vulnerabilidad que probablemente no le mostraba a nadie más.
Y lo más importante: lo había confirmado en la forma en que Koichi había llorado después, no de tristeza sino de alivio, como alguien que finalmente había vuelto a casa después de años perdido en el desierto.
Koichi lo amaba. Lo amaba de una forma que probablemente ni él mismo entendía completamente, de una forma que lo asustaba y lo consolaba por igual. Lo amaba como había amado a ese chico de diecisiete años que había conocido en la U.A., pero también como amaba al hombre en que se había convertido.
Y quizás, solo quizás, esa certeza podía ser suficiente consuelo para sobrevivir a esta noche. Para sobrevivir a todas las noches que vendrían, donde tendría que fingir que su corazón no estaba partido en pedazos, donde tendría que actuar como si no hubiera dejado la mitad de su alma en una habitación con un hombre que no podía tener.
Porque si el corazón de Koichi siempre sería suyo —aunque fuera en secreto, aunque fuera imposible, aunque fuera doloroso—, entonces tal vez podría encontrar la fuerza para seguir adelante. Para ser la pareja que Hirosha merecía, al menos hasta que pudiera encontrar el valor para ser honesto. Para ser el héroe que el mundo necesitaba, incluso si su vida personal era un desastre.
Por más que otro hombre durmiera en la cama de Koichi, por más que otros labios lo besaran cada mañana, por más que otras manos lo consolaran en las noches difíciles, Touma se aferró a esa verdad como a un salvavidas en medio del naufragio:
El corazón de Koichi Yamada le pertenecía. Y tal vez, solo tal vez, eso podía ser suficiente para no volverse loco.