ID de la obra: 1303

Linea Blanca

Slash
NC-17
Finalizada
0
Tamaño:
228 páginas, 129.285 palabras, 25 capítulos
Descripción:
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Capítulo 12

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La luz del mediodía se filtraba a través de las persianas del hospital, creando líneas doradas que danzaban sobre las sábanas blancas. Koichi abrió los ojos lentamente, como si emergiera de un sueño profundo y turbio. Sus pestañas, largas y rubias como las de su padre, parpadearon varias veces mientras su cerebro procesaba lentamente el entorno familiar: las paredes asépticas, el olor a desinfectante, el zumbido constante de las máquinas médicas. Su garganta aún conservaba esa sensación áspera y dolorosa, como si hubiera estado gritando durante horas. Pero estaba consciente. Podía respirar. Podía pensar. Y eso, después de los episodios que había experimentado, se sentía como un milagro menor. Giró la cabeza con cuidado hacia la derecha, donde una figura familiar descansaba en una posición que parecía profundamente incómoda. Ryōsuke estaba desplomado sobre la silla de plástico del hospital, su torso inclinado hacia adelante hasta que su frente tocaba el colchón. Sus cabellos blancos como la nieve se derramaban sobre su rostro, ocultando sus facciones, mientras que sus orejas de lobo se movían ligeramente con cada respiración profunda del sueño. El albino había pasado ahí toda la noche, eso era evidente. Su postura hablaba de horas de vigilia inquieta, de momentos en los que probablemente había luchado contra el cansancio para mantener los ojos abiertos, vigilante ante cualquier cambio en el estado de su pareja. Un mechón rebelde caía sobre su rostro pálido, y Koichi no pudo evitar que una sonrisa suave se dibujara en sus labios agrietados. Con movimientos lentos y cuidadosos, estiró su mano hacia el cabello sedoso de Ryōsuke. Sus dedos se deslizaron entre los mechones blancos con una delicadeza casi reverencial, como si tocara algo frágil y precioso. No quería despertarlo, no después de la vigilia que obviamente había mantenido. El contacto era suave, apenas un roce, pero cargado de una gratitud silenciosa que Koichi no sabía cómo expresar con palabras. En ese momento de quietud, mientras acariciaba el cabello de quien lo había cuidado incansablemente, Koichi se permitió sentir algo que rara vez se permitía: estar agradecido por no estar solo. Por tener a alguien que lo amara lo suficiente como para sacrificar su comodidad, su sueño, su bienestar, solo para estar presente en sus peores momentos. El chirrido leve de la puerta interrumpió la tranquilidad del momento. Ryōsuke se incorporó de golpe, como un resorte que hubiera sido liberado de su tensión. Sus ojos rojos permanecían cerrados por la confusión del sueño repentino, pero sus orejas puntiagudas se agitaban nerviosamente, captando los sonidos del entorno con esa sensibilidad animal que su quirk le otorgaba. Su cabello estaba completamente despeinado, creando una corona desorganizada alrededor de su cabeza, y su expresión somnolienta le daba un aire tan vulnerable y descompuesto que Koichi no pudo contener una risa breve y clara. Esa risa, cristalina y genuina después de horas de silencio preocupante, fue lo primero que recibieron sus padres y Kaede al cruzar el umbral de la habitación. El efecto fue inmediato y transformador. Aizawa, que había entrado con esa expresión controlada pero tensa que caracterizaba sus momentos de mayor preocupación, dejó que sus hombros se relajaran visiblemente. Sus ojos negros, normalmente cansados y distantes, se suavizaron con un alivio tan profundo que parecía físico. Hizashi, por su parte, sintió como si un peso gigantesco se hubiera levantado de su pecho. Su sonrisa, habitualmente radiante y performática, se volvió pequeña y genuina, cargada de una emotividad que rara vez mostraba fuera del ámbito privado. Kaede cerró la puerta tras ellos con cuidado, pero sus ojos no se apartaron ni un segundo del rostro de su hermano gemelo. Las ojeras profundas bajo sus ojos negros revelaban que ella tampoco había dormido bien, probablemente pasando la noche en vela, preocupada por su otra mitad. Los tres se acercaron a la cama con pasos que intentaban ser firmes pero que revelaban la fatiga emocional de los últimos días. La habitación se llenó de esa energía particular que surge cuando una familia se reencuentra después de haber rozado el miedo de perderse mutuamente. — Buenos días —murmuró Koichi, su voz aún frágil y ronca, pero audible. Había algo de vergüenza en su tono, una disculpa silenciosa por la crisis que había causado, por haber llevado a sus seres queridos al borde del pánico. Pero lo único que encontró en los rostros que lo rodeaban fue amor incondicional, alivio palpable y sonrisas cargadas de orgullo por verlo despierto y hablando. La conversación comenzó de manera ligera y cuidadosa. Hizashi, con su instinto paternal en pleno funcionamiento, se inclinó hacia la cama y comenzó a hacer las preguntas básicas que cualquier padre habría hecho: ¿cómo se sentía? ¿tenía hambre? ¿podía mover el cuerpo sin experimentar molestias? Sus dedos, casi involuntariamente, revisaban la temperatura de la frente de Koichi, verificaban que sus ojos siguieran sus movimientos correctamente, pequeños gestos médicos aprendidos durante años de ser héroe profesional. Koichi respondía con frases cortas pero cálidas, su voz ganando un poco más de fuerza con cada intercambio. No podía ocultar lo agradecido que estaba de tenerlos ahí, de despertar rodeado de amor en lugar de despertar solo en la soledad aséptica de un hospital. Cada pregunta, cada gesto de cuidado, era recibido con una gratitud que se reflejaba en sus ojos negros, tan parecidos a los de Aizawa. Ryōsuke, mientras tanto, había logrado recomponerse un poco. Aunque su cabello seguía siendo un desastre adorable y sus mejillas conservaban las marcas rojas que las sábanas arrugadas habían dejado en su rostro, se había despertado completamente y observaba la reunión familiar con una mezcla de alivio y cariño. Su cola, que antes se agitaba nerviosamente, ahora se movía con un ritmo más relajado, aunque seguía enroscada protectoramente alrededor de la pata de su silla. Finalmente, después de varios minutos de charla reconfortante, un cruce de miradas entre Aizawa y Hizashi cambió la atmósfera de la habitación. Fue un intercambio silencioso pero cargado de significado, el tipo de comunicación no verbal que solo las parejas que han compartido años de experiencias extremas pueden desarrollar. El aire se volvió más denso, más serio. Koichi, con su capacidad innata para leer las sutilezas emocionales de quienes lo rodeaban, captó inmediatamente que se avecinaba una conversación importante. Su postura se enderezó ligeramente contra las almohadas, y sus ojos se movieron entre los rostros de sus padres, buscando pistas sobre lo que estaban a punto de discutir. Ryōsuke también lo sintió. Sus hombros se tensaron de manera casi imperceptible, y su cola se enroscó más firmemente alrededor de la pierna de la silla, un gesto inconsciente que revelaba su ansiedad creciente. Había estado presente durante las conversaciones familiares previas, sabía exactamente de qué se trataba esta tensión repentina. — Hemos considerado tu petición —dijo Hizashi finalmente, su voz manteniendo esa suavidad característica pero adquiriendo un tono más formal, más oficial. Se inclinó un poco hacia su hijo, estableciendo contacto visual directo—. Y creemos que podemos darte una respuesta. Los ojos de Koichi se iluminaron instantáneamente, como si alguien hubiera encendido una luz en su interior. La expectativa se pintó en cada línea de su rostro, desde sus cejas ligeramente alzadas hasta la forma en que sus labios se separaron en una pequeña 'o' de anticipación. Era la expresión de un niño al borde de recibir un regalo muy esperado, vulnerable en su esperanza, completamente expuesto en su deseo. — Puedes volver al campo —anunció Hizashi, y las palabras cayeron en la habitación como piedras en un estanque, creando ondas de emoción que se expandieron por todo el espacio. El corazón de Koichi dio un salto tan violento que por un momento temió que fuera audible para todos los presentes. Un "¡Sí!" se escapó de sus labios en un susurro exaltado y emocionado, acompañado por un pequeño gesto de victoria con el puño que reveló toda la alegría contenida de los últimos días. Su sonrisa se extendió por todo su rostro, transformando completamente sus facciones y devolviéndole esa vitalidad que había estado ausente durante su recuperación. Pero antes de que esa sonrisa pudiera asentarse completamente, antes de que pudiera sumergirse completamente en la euforia del momento, la voz grave y controlada de Aizawa cortó a través de su alegría como una cuchilla precisa y fría. — Bajo condiciones. Las dos palabras cayeron con el peso de una sentencia. Koichi tragó saliva audiblemente, su expresión de alegría infantil transformándose en algo más maduro, más cauteloso. Se enderezó un poco más en la cama, preparándose mentalmente para lo que sabía que vendría. Estaba dispuesto a aceptar casi cualquier cosa con tal de poder regresar a lo que consideraba su verdadero propósito en la vida, pero una parte de él temía que las condiciones fueran tan restrictivas que convirtieran su regreso en una victoria pírrica. Aizawa cruzó los brazos sobre su pecho, adoptando esa postura que Koichi conocía bien de sus días como estudiante en la U.A. Era la postura del profesor que estaba a punto de establecer reglas no negociables, del padre que había tomado una decisión después de mucha deliberación y que no toleraría discusiones. Sus ojos negros se fijaron en los de su hijo con una intensidad que no admitía evasivas. — Primero —comenzó, su voz cargada de esa firmeza inquebrantable que lo había convertido en uno de los héroes más respetados de su generación—: no volverás a forzar tu Quirk al límite. Si lo haces, si siquiera intentas empujarte más allá de lo que tu cuerpo puede manejar, te retiraré del campo inmediatamente y sin dudarlo. No habrá segundas oportunidades, no habrá discusiones. ¿Está claro? Koichi asintió rápidamente, aunque una parte de él se rebeló contra la restricción. Su Quirk, esa combinación única del "Borrado" de Aizawa y el poder vocal de Hizashi, había sido siempre su mayor fortaleza e, irónicamente, su mayor debilidad. La tentación de empujarlo hasta sus límites, especialmente en situaciones de crisis, sería siempre una constante. — Segundo —continuó Aizawa sin pausa—: después de cada misión, sin excepción, tendrás revisiones médicas obligatorias. No me importa lo menor que haya sido la misión, no me importa lo bien que te sientas. Cada. Misión. Revisión médica. No habrá excepciones, no habrá excusas, no habrá "esta vez no es necesario". ¿Entendido? Otra serie de asentimientos rápidos de Koichi, quien comenzaba a comprender la magnitud del miedo que había causado en su familia. Cada condición era una respuesta directa a los errores que había cometido, a las veces que había ignorado su bienestar en nombre del deber heroico. — Tercero —la voz de Aizawa se volvió aún más seria, si eso era posible—: tomarás tu medicación en tiempo y forma, sin fallos, sin olvidos, sin excusas. Y si durante una misión notas que está fallando, si sientes siquiera un indicio de que tu condición está empeorando, abandonarás inmediatamente el campo. Repito: sin excepciones, sin heroísmos mal entendidos, sin "puedo aguantar un poco más". La misión puede continuar sin ti, tu vida no. Koichi sintió un nudo en la garganta. Esa última frase, pronunciada con la dureza característica de Aizawa pero cargada de un amor paternal innegable, lo golpeó más fuerte que cualquier regaño. Era una declaración cruda de lo mucho que significaba para su familia, de lo irremplazable que era su presencia en sus vidas. — Cuarto —continuó Aizawa, y por primera vez desde que había comenzado a enumerar las condiciones, su mirada se desvió brevemente hacia Kaede—: tu hermana te acompañará en las misiones más exigentes como apoyo directo. Trabajarán como equipo, se cuidarán mutuamente, y ella tendrá autoridad para sacarte del campo si considera que tu condición se está deteriorando. Al escuchar su nombre mencionado en este contexto, Kaede levantó la mano con una sonrisa radiante que iluminó toda su cara. Era una sonrisa llena de orgullo y emoción, como si acabara de recibir el mejor regalo de su vida. La posibilidad de trabajar oficialmente al lado de su hermano gemelo, de estar ahí para protegerlo y apoyarlo, era algo que había deseado desde que ambos se habían graduado de la U.A. — ¡Sí! —exclamó con entusiasmo apenas contenido, casi saltando en su lugar—. ¡Finalmente podré cuidarte oficialmente, y no solo regañarte cuando haces estupideces! Koichi, en contraste, frunció los labios en una expresión de protesta que resultaba adorablemente infantil. Sus mejillas se inflaron ligeramente, un gesto inconsciente que lo hacía parecer más joven que sus diecinueve años. Había asentido con rapidez y sin cuestionamientos a las tres primeras condiciones, reconociendo su lógica y necesidad, pero esta cuarta condición tocaba directamente su orgullo como héroe independiente. — ¿De verdad? —bufó, desviando la mirada hacia su hermana con una mezcla de exasperación y cariño fraternal—. ¡No necesito una niñera! ¡Soy un héroe profesional con licencia, por el amor de...! — ¡Claro que sí la necesitas! —replicó Kaede inmediatamente, su voz llena de diversión maliciosa. Sin dudarlo ni un segundo, le sacó la lengua con un descaro que los transportó a ambos de vuelta a su infancia, cuando este tipo de intercambios eran parte de su rutina diaria—. ¡Eres el héroe más imprudente que conozco, y créeme, conozco muchos! La escena, tan natural y llena de la dinámica familiar que caracterizaba a los gemelos Yamada, arrancó una risa genuina y cálida a Hizashi. Era el tipo de risa que surge cuando se ve a los hijos comportarse exactamente como siempre lo han hecho, cuando la normalidad regresa después de momentos de crisis. Hasta Aizawa, conocido por su expresividad limitada, dejó escapar un suspiro que rozaba peligrosamente la resignación divertida, aunque el fantasma de una sonrisa tocó brevemente las comisuras de sus labios. Ryōsuke, observando desde su silla, no decía nada, pero internamente agradecía cada una de las condiciones impuestas por Aizawa. Si él no podía estar presente en cada misión para proteger a Koichi, si no podía ser quien lo cuidara directamente en el campo de batalla, al menos Kaede estaría ahí. Al menos su pareja no estaría completamente solo enfrentando los peligros que su trabajo conllevaba. La cola de Ryōsuke se movía con un ritmo más relajado, reflejando este alivio silencioso. Koichi se dejó caer de nuevo contra las almohadas con un bufido dramático, cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto teatral que habría sido digno de un actor consumado. Murmuraba cosas en voz baja, palabras ininteligibles que sonaban como rezongos de protesta pero que carecían de verdadera indignación. Era más una actuación para mantener su dignidad que una queja real. Hizashi observó a su hijo con una mezcla de diversión y ternura, negando suavemente con la cabeza. Esa actitud, tan característica de un niño frustrado que no ha conseguido exactamente lo que quería pero que en el fondo está contento con lo que ha recibido, era una señal clara de que Koichi estaba mejor, de que había recuperado fuerzas suficientes para tener caprichos y mostrar su personalidad. — Míralo —susurró Hizashi, dándole un pequeño codazo cómplice a Aizawa, su voz cargada de ese tipo de orgullo paternal que surge cuando se ve a un hijo recuperarse de una crisis. Aizawa observó a Koichi durante unos segundos más, tomando nota mental de cada detalle: el color que había regresado a sus mejillas, la vivacidad en sus ojos, la forma en que su cuerpo había recuperado esa tensión vital que había estado ausente durante los peores momentos de su crisis. Aunque quería mantener el semblante serio, apropiado para la gravedad de las condiciones que acababa de establecer, un suspiro se le escapó junto con una expresión que, sin ser exactamente una sonrisa, era infinitamente más suave que su expresión habitual. Finalmente, después de permitir que Koichi tuviera su momento de protesta dramática, Aizawa se inclinó un poco hacia él, su postura volviéndose menos formal y más paternal. — Hay personas que quieren verte —dijo con calma, pero había algo en su tono que sugería que estas visitas serían especialmente significativas. Koichi abrió la boca, claramente preparado para preguntar quién había venido a visitarlo, pero antes de que las palabras pudieran salir, la respuesta llegó en forma de acción. La puerta de la habitación se abrió con suavidad, y por el marco apareció una figura que inmediatamente llenó el espacio con una presencia cálida y familiar. Era una mujer que aparentaba unos veintisiete años, con un porte elegante y seguro que hablaba de madurez y experiencia. Su cabello largo caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro que, aunque había perdido la redondez infantil de años anteriores, conservaba esa dulzura innata que la había caracterizado desde pequeña. Sus movimientos eran decididos pero cuidadosos, especialmente porque cargaba en brazos a un niño pequeño que parecía nervioso por encontrarse en el ambiente extraño del hospital. Los ojos de Koichi se iluminaron instantáneamente, como si toda la habitación hubiera sido tocada por un rayo de sol. El reconocimiento fue inmediato y la alegría, explosiva. — ¡Eri! ¡Kentarō! —la emoción lo desbordó completamente, su voz se alzó mucho más de lo que su garganta dañada podía soportar de manera segura. El resultado fue inmediato: un acceso de tos violenta lo dobló sobre sí mismo, obligándolo a encogerse mientras su cuerpo protestaba contra el abuso vocal. — ¡Koichi! —Kaede reaccionó instantáneamente, corriendo hacia él con una expresión de exasperación mezclada con preocupación genuina—. ¡No grites así! ¡Te vas a lastimar más la garganta, idiota! Pero Eri, lejos de parecer preocupada por el acceso de tos, soltó una risa suave y comprensiva, como si esa reacción hubiera sido completamente predecible e incluso esperada. Para ella, ver a Koichi tan efusivo, tan lleno de vida y emoción que se lastimaba a sí mismo en su entusiasmo, era un alivio mayor que cualquier preocupación que la tos pudiera generar. Era la confirmación de que, a pesar de todo lo que había pasado, él seguía siendo esencialmente el mismo: impulsivo, emocional, incapaz de moderar sus reacciones cuando se trataba de las personas que amaba. — Sigues siendo el mismo imprudente de siempre —dijo con cariño, acercándose a la cama con pasos medidos, su sonrisa cargada de años de historia compartida y afecto genuino. Con movimientos delicados y cuidadosos, Eri depositó al pequeño Kentarō en los brazos extendidos de Koichi. El niño, que había estado observando el entorno hospitalario con ojos grandes y algo asustados, inmediatamente se transformó al encontrarse en los brazos familiares de su padre adoptivo. Sus pequeñas manos se aferraron a la tela de la bata de hospital con un gesto que hablaba de necesidad y alivio, como si finalmente hubiera encontrado su lugar seguro en el mundo. Koichi lo apretó contra su pecho en un abrazo firme pero cuidadoso, sintiendo cómo el pequeño cuerpo de Kentarō se relajaba contra él. Comenzó a balancearlo ligeramente, un movimiento instintivo que había perfeccionado durante los meses que llevaba siendo padre, un gesto que siempre lograba calmar al niño sin importar cuán alterado estuviera. — Tranquilo, pequeño —murmuró con voz ronca pero infinitamente tierna, una mano acariciando la espalda pequeña con movimientos circulares y reconfortantes—. Papá está bien... todo va a estar bien. El niño lo miró con esos ojos grandes y expresivos, aún con rastros de la confusión y el miedo que había experimentado durante los días en que Koichi había estado ausente. A sus cuatro años, Kentarō no podía comprender completamente la gravedad de lo que había pasado, pero había sentido la tensión en el aire, había percibido la preocupación de los adultos, y eso había sido suficiente para alterarlo profundamente. Poco a poco, sin embargo, su respiración se fue calmando. La presencia sólida y cálida de Koichi, combinada con su voz familiar y sus caricias suaves, fueron disolviendo gradualmente la ansiedad que había estado cargando. Finalmente, el niño enterró el rostro en el pecho de su padre, buscando ese refugio que solo él podía proporcionarle. Fue en ese momento de tranquilidad, mientras sostenía a Kentarō y sentía cómo su pequeño mundo se recomponía, que Koichi levantó la vista hacia Eri. Su expresión se había suavizado considerablemente, la sonrisa que le dirigió era más serena, más madura, cargada de una gratitud que iba más allá de las palabras. — Eri... me alegra mucho verte —dijo, y aunque su voz seguía siendo ronca, había una calidez en ella que hablaba de años de cariño y respeto mutuo. Para Koichi, Eri no era simplemente una amiga de la familia o una conocida de sus padres. Era mucho más que eso: había sido como una hermana mayor durante los años más formativos de su vida y la de Kaede, alguien que había estado presente durante momentos cruciales, alguien cuya presencia había sido una constante reconfortante durante su crecimiento. El vínculo entre ellos tenía esa calidad especial que solo se desarrolla entre personas que han compartido experiencias fundamentales de la vida. Eri le devolvió la sonrisa, acercándose un poco más para acariciarle la cabeza con la misma ternura familiar que había mostrado cuando él era más joven. Sus dedos se deslizaron suavemente entre los mechones rubios desordenados, un gesto que llevaba consigo años de historia y afecto incondicional. — Yo también, Kō —respondió, usando ese apodo cariñoso que solo ella y muy pocas personas se permitían usar. Luego, su expresión se transformó sutilmente, volviéndose un poco más seria aunque sin perder nunca esa dulzura característica que la definía—. Y además de visitarte, vengo a ayudarte de una manera muy específica. — ¿Ayudarme? —preguntó Koichi, su curiosidad genuinamente despertada mientras ajustaba mejor a Kentarō en sus brazos, asegurándose de que el niño estuviera cómodo. Eri asintió con determinación, y cuando habló, sus palabras llevaron consigo el peso de una promesa que había sido cuidadosamente considerada. — Seré yo quien se encargue de curar tu garganta por completo. El silencio que siguió a esta declaración fue diferente a cualquier otro silencio que hubiera caído sobre la habitación durante esa mañana. Se cargó de un peso distinto, de expectativas y posibilidades, pero también de un respeto casi reverencial por lo que esas palabras implicaban. Aunque el Quirk de Eri ya no era un misterio para ninguno de los presentes, aunque todos habían sido testigos de su poder en diferentes ocasiones a lo largo de los años, escuchar de sus propios labios aquella promesa tan directa llenó de esperanza a Koichi y, al mismo tiempo, le causó un leve escalofrío de respeto por la magnitud de lo que ella estaba ofreciendo hacer. El poder de Eri, esa capacidad de "rebobinar" el cuerpo humano a estados anteriores, había evolucionado considerablemente desde sus días como niña asustada. Ahora era controlado, preciso, y ella lo manejaba con una maestría que había tomado años desarrollar. Pero aún así, cada uso de su poder era un acto de confianza mutua, un regalo que no se daba a la ligera. Aizawa y Hizashi, casi como si hubieran estado esperando este momento, dieron un paso al frente para reforzar y contextualizar las palabras de Eri. — Ya hablamos con los médicos que han estado supervisando tu caso —explicó Aizawa, su tono manteniendo esa seriedad profesional que adoptaba cuando discutía asuntos relacionados con la salud y seguridad de sus seres queridos—. Obtuvimos su visto bueno completo. Revisaron todos tus estudios, evaluaron los riesgos y beneficios, y llegaron a la conclusión unánime de que no hay nadie mejor que Eri para esta tarea específica. Hizashi añadió: — Los médicos estaban especialmente preocupados por el daño acumulativo en tus cuerdas vocales. Con tratamientos convencionales, podrías recuperarte, pero siempre existiría el riesgo de recaídas o daño permanente. Con Eri... será como si nunca hubiera pasado nada. Koichi bajó la vista, alternando entre Eri y el pequeño Kentarō que seguía acurrucado en sus brazos. Era como si las piezas de un rompecabezas cósmico estuvieran encajando frente a él, como si el destino hubiera conspirado para darle exactamente lo que necesitaba en el momento exacto en que lo necesitaba. Por primera vez en mucho tiempo, la esperanza de volver a ser el héroe que quería ser, de usar su voz sin miedo a perderla para siempre, parecía no solo posible sino inevitable. La sonrisa que se extendió por su rostro fue diferente a todas las que había mostrado esa mañana. No era la sonrisa nerviosa de quien está tratando de ocultar dolor, ni la sonrisa forzada de quien quiere tranquilizar a otros. Era pura, genuina, cargada de una esperanza que había estado dormida durante demasiado tiempo. — ¿Escuchaste eso, pequeño? —murmuró, dirigiéndose a Kentarō con una voz cargada de emoción apenas contenida, manteniendo un volumen bajo para no forzar su garganta nuevamente—. La tía Eri me va a curar, y entonces podré volver a ser un héroe de verdad otra vez. Podré volver a proteger a las personas, podré volver a hacer el trabajo que amo. Kentarō lo miró con esos ojos grandes e inocentes que parecían captar cada matiz emocional en la voz de su padre, como si entendiera no solo las palabras sino también todo el peso emocional que llevaban consigo. Sus pequeñas manos se aferraron con más fuerza a la tela de la bata de hospital, y una sonrisa pequeña pero brillante se dibujó en su rostro. Luego, como solo los niños saben hacer, soltó una risita clara e inocente que llenó toda la habitación de una calidez que todos los presentes sintieron en lo profundo del pecho. Aizawa e Hizashi intercambiaron una de esas miradas rápidas y cargadas de significado que solo las parejas que han compartido décadas de experiencias extremas pueden intercambiar. En esa mirada silenciosa se comunicaron todas sus dudas restantes, todos sus miedos aún presentes, pero también su decisión compartida de confiar en su hijo, de apoyarlo en su regreso a la vida que había elegido. Ambos estaban llenos de aprensión sobre lo que vendría después. Los peligros del trabajo heroico no habían disminuido, y las condiciones físicas y mentales de Koichi, aunque mejorando, seguían siendo una fuente constante de preocupación. Pero ver a su hijo sonreír con tanta vida, ver cómo se llenaba de propósito y esperanza ante la perspectiva de regresar a su vocación, hacía que todo ese miedo valiera la pena. El procedimiento fue sorprendentemente rápido, mucho más de lo que Koichi había imaginado en sus momentos de mayor ansiedad. Había esperado algo complejo, quizás doloroso, ciertamente dramático. Pero cuando Eri se acercó a él, cuando sus manos se posicionaron cuidadosamente cerca de su garganta sin llegar a tocarla, todo fue tan natural como respirar. Eri cerró los ojos y tomó una respiración profunda y controlada, centrándose en esa sensación familiar de su poder fluyendo a través de ella. El aire en la habitación pareció volverse más denso, cargado de una energía invisible pero palpable. Era como si el tiempo mismo contuviera la respiración, esperando a ser manipulado por la voluntad experta de la joven. Koichi sintió una sensación extraña, no desagradable, pero definitivamente única. Era como si su cuerpo estuviera siendo suavemente deshecho y reconstruido a nivel celular, como si cada fibra dañada de su garganta fuera siendo cuidadosamente restaurada a un estado anterior de perfección. No había dolor, solo una especie de cosquilleo profundo y una sensación de... regreso. El mundo pareció "rebobinarse" alrededor de la zona afectada mientras el cuerpo de Koichi era devuelto al estado exacto en que se encontraba apenas una semana atrás, antes del incidente que había dañado tan severamente sus cuerdas vocales. En cuestión de segundos que se sintieron como una eternidad suspendida, toda la tensión, toda la inflamación, todo el dolor acumulado simplemente... desapareció. Cuando Eri abrió los ojos y bajó las manos, Koichi se llevó instintivamente la suya al cuello, tocándolo con una mezcla de incredulidad y asombro. La opresión constante que había sentido durante días había desaparecido por completo. El ardor que había sido su compañero constante se había desvanecido como si nunca hubiera existido. En su lugar, solo quedaba una sensación de limpieza, de aire fluyendo libre y sin obstáculos a través de su garganta completamente restaurada. El impulso de gritar, de probar inmediatamente los límites de su voz recién curada, fue inmediato y casi irresistible. Era como tener un instrumento musical recién afinado y querer tocar inmediatamente la nota más alta posible. Pero logró contenerse, sabiendo instintivamente que el regaño de Kaede, o peor aún, la mirada de decepción de Aizawa, caerían sobre él de inmediato si cedía a esa tentación impulsiva. En lugar de eso, murmuró un suave "gracias" dirigido a Eri, y incluso ese susurro le reveló la diferencia. Su voz sonaba clara, sin rastros de la ronquera que lo había acompañado, sin esa calidad áspera que había caracterizado cada palabra durante su recuperación. — Ya informamos de tu situación actual a la agencia —explicó Aizawa, retomando la conversación práctica con ese tono firme y directo que utilizaba para asuntos profesionales, aunque esta vez había un matiz de cansancio en su voz que no pasó desapercibido para su hijo—. Cuando llamamos para reportar tu estado mejorado, agradecieron genuinamente que estuvieras dispuesto a volver al campo a pesar de todo lo que has pasado. Hay una escasez real de héroes con tu tipo de Quirk especializado. La siguiente información cayó sobre Koichi con el peso de una realidad inmediata: — Tu próxima misión ha sido programada para esta noche —continuó Aizawa, observando cuidadosamente la reacción de su hijo—. Es una patrulla de rutina, nada demasiado exigente, perfecta para tu regreso gradual. Así que te sugiero que aproveches el resto del día para descansar completamente. Vas a necesitar estar al cien por ciento. Koichi asintió con una mezcla de emoción y nerviosismo, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a correr por sus venas ante la perspectiva de regresar finalmente a la acción. Había soñado con este momento durante cada segundo de su estancia en el hospital, y ahora que estaba tan cerca, casi no podía creer que fuera real. Los siguientes minutos transcurrieron en una conversación más relajada, poniéndose al día con detalles cotidianos que habían quedado pendientes durante su hospitalización. Kaede le contó sobre algunos de sus proyectos musicales recientes, Hizashi compartió anécdotas divertidas sobre sus clases actuales, y hasta Aizawa participó con comentarios ocasionales que revelaban su alivio por tener a su hijo fuera de peligro inmediato. En un momento dado, durante una pausa natural en la conversación, Aizawa se levantó de su silla y se acercó a la cama. Sin previo aviso, se inclinó hacia Koichi y lo envolvió en un abrazo que fue completamente inesperado por su rareza. Aizawa no era una persona físicamente afectiva por naturaleza. Sus demostraciones de amor tendían a ser prácticas: estar presente en los momentos importantes, ofrecer consejos cuando se necesitaban, proporcionar apoyo silencioso durante las crisis. Los abrazos eran extraordinariamente raros, reservados para momentos de máxima emotividad o trauma significativo. Este abrazo, por lo tanto, llevó consigo el peso de todo el miedo que había sentido durante los peores momentos de la crisis de Koichi, toda la preocupación que había mantenido cuidadosamente controlada para poder funcionar como el patriarca fuerte que su familia necesitaba. — Cuídate... por favor —susurró Aizawa contra el cabello de su hijo, su voz apenas audible pero cargada de una vulnerabilidad que rara vez permitía que otros vieran—. No puedo... no podemos pasar por esto otra vez. El calor de ese abrazo, tan inesperado y tan cargado de emoción genuina, desarmó completamente a Koichi. Sintió cómo sus mejillas se ruborizaban, no por vergüenza sino por una ternura abrumadora que no sabía cómo procesar. Era raro sentirse tan mimado, tan claramente amado, y la intensidad de esa demostración de afecto paternal lo dejó momentáneamente sin palabras. Kaede, observando la escena desde su posición al costado de la cama, no pudo evitar sentir una punzada de celos fraternales. Era comprensible, dadas las circunstancias, que Koichi recibiera toda la atención emocional en ese momento, pero una parte infantil de ella también quería ser incluida en esa demostración de cariño. Su expresión se torció en un pequeño puchero que habría sido adorable si alguien hubiera estado prestándole atención. Hizashi, por su parte, observaba la escena con una sonrisa que mezclaba ternura y algo de rubor propio. Ver a su pareja, normalmente tan controlado y emocionalmente reservado, mostrando tan abiertamente su lado más vulnerable y cariñoso, era algo que nunca dejaba de sorprenderlo y enternecerlo profundamente, incluso después de todos sus años juntos. Finalmente, después de varios minutos más de conversación y despedidas apropiadas, la familia se retiró de la habitación. Aizawa y Hizashi se fueron con la tranquilidad de saber que su hijo estaba verdaderamente recuperado, Kaede partió con planes para prepararse para su primera misión oficial junto a su hermano gemelo, y Eri se despidió con la satisfacción de haber podido contribuir significativamente a la recuperación de alguien que quería como familia. La habitación quedó envuelta en un silencio diferente al que había caracterizado las últimas horas. No era el silencio tenso de la preocupación o la espera ansiosa, sino algo más cálido y tranquilo. El espacio estaba ocupado ahora solo por Koichi, con Kentarō acurrucado cómodamente en sus brazos, y Ryōsuke, que había regresado a su silla pero ahora se veía considerablemente más relajado que en días anteriores. Ahora que estaban solos, ahora que las voces familiares y las preocupaciones inmediatas habían salido de la habitación, Ryōsuke finalmente se permitió exhalar completamente. El aire le salió de los pulmones como si hubiera estado conteniendo la respiración durante horas, lo cual, en cierto sentido metafórico, era exactamente lo que había estado haciendo. Durante todo el tiempo que había durado la visita familiar, había mantenido una compostura casi inquebrantable. Se había mostrado sereno, atento, solidario, exactamente la imagen del novio perfecto que apoya incondicionalmente durante una crisis médica. Pero ahora, en la privacidad relativa de la habitación del hospital, con solo Koichi y Kentarō como testigos, podía finalmente permitir que sus verdaderas emociones salieran a la superficie. Estaba feliz, más de lo que podría admitir en voz alta incluso ante sí mismo, de ver a Koichi completamente recuperado. Ver esa chispa característica de nuevo en los ojos de su pareja, escuchar su voz clara y sin dolor, presenciar cómo había recuperado esa vitalidad que lo definía, era un alivio tan profundo que rayaba en lo físico. Se sentía como si un peso enorme hubiera sido levantado de sus hombros, como si pudiera respirar completamente por primera vez en días. Pero junto con esa felicidad venía algo más oscuro y complicado: la certeza incómoda de que Koichi volvería a pelear, volvería a lanzarse de cabeza hacia un mundo que lo desgarraba tanto como lo definía. Cada misión sería una nueva oportunidad para que algo saliera mal, cada día de trabajo sería una nueva razón para que Ryōsuke se quedara despierto por las noches preocupándose. Y luego estaba la otra nube, la más oscura de todas, aquella que se había formado en su mente gracias al encuentro con Shimura Touma en el hospital días atrás. Desde ese momento, Ryōsuke no había podido sacarse de la cabeza las imágenes que su inseguridad fabricaba sin descanso, escenarios mentales tortuosos donde Koichi se reencuentra con su antiguo amor, donde descubre que nunca había dejado de sentir algo por él, donde decide que lo que tienen juntos no es suficiente comparado con lo que una vez tuvo con Touma. Su mente, traidora en su ansiedad, construía escenas detalladas: Koichi riendo con Touma de la manera en que solía reír con él en sus mejores momentos, Koichi siendo cuidado por Touma durante alguna crisis futura, Koichi finalmente admitiendo que nunca había podido amar completamente a Ryōsuke porque su corazón siempre había pertenecido parcialmente a alguien más. Estas imágenes no eran justas, no eran racionales, y Ryōsuke lo sabía. Pero el conocimiento intelectual de que sus inseguridades eran infundadas no las hacía menos dolorosas, no las hacía menos persistentes. Era como tener una astilla emocional clavada en algún lugar profundo de su pecho, algo que dolía constantemente pero que era demasiado pequeño para ser removido fácilmente. Quería preguntarle a Koichi sobre Touma. Quería tener una conversación honesta sobre lo que había sentido al verlo de nuevo, sobre si había despertado viejos sentimientos, sobre si su relación actual se veía amenazada de alguna manera por la presencia renovada de un amor pasado. Pero las palabras se le atoraban en la garganta como espinas cada vez que intentaba formar las preguntas. Más que nada, no quería tener esa discusión frente a Kentarō. El niño no merecía presenciar las inseguridades adultas, no merecía ser testigo de conversaciones que podrían alterar la estabilidad del único hogar que había conocido. A sus cuatro años, Kentarō necesitaba la seguridad de saber que los adultos en su vida tenían todo bajo control, que su pequeño mundo era sólido e inquebrantable. Koichi, con esa sensibilidad emocional que lo caracterizaba, esa capacidad casi sobrenatural para detectar las tensiones no expresadas en las personas que amaba, notó inmediatamente el cambio en la atmósfera. Podía percibir la rigidez en los hombros de Ryōsuke, la forma en que su cola se movía con un patrón de agitación sutil pero constante, la manera en que evitaba el contacto visual directo. Era evidente que algo estaba pesando en la mente de su pareja, algo que necesitaba ser discutido pero que requería el momento y el espacio apropiados. Y Koichi, a pesar de su naturaleza generalmente impulsiva, entendía que este no era ni el momento ni el lugar para forzar esa conversación. — Ryōsuke... —lo llamó suavemente, su voz cargada de esa calidez particular que reservaba para los momentos más íntimos y vulnerables—. ¿vamos a casa? Su voz era baja, casi un susurro, pero llevaba consigo toda la ternura del mundo. No era solo una pregunta práctica sobre logística; era una invitación a regresar a su espacio seguro, donde podrían hablar libremente, donde cualquier conversación difícil que necesitara suceder podría desarrollarse en la privacidad y comodidad de su propio hogar. Y aunque en la mente de Ryōsuke aún revoloteaban esos pensamientos dolorosos sobre Koichi con otra persona, aunque las imágenes de su pareja siendo cuidado por Touma seguían proyectándose insistentemente en su imaginación, cada vez que escuchaba a Koichi hablarle con esa ternura específica, con esa calidez que parecía reservada exclusivamente para él, no podía evitar pensar que tal vez, solo tal vez, era realmente el único. Después de todo, Kaede se lo había dicho con total claridad y convicción: no tenía que pelear por algo que ya le pertenecía. Koichi lo había elegido a él, había construido una vida con él, había adoptado a Kentarō junto con él. Y aunque la inseguridad doliera como un diente podrido, aunque las dudas lo carcomieran desde adentro, se aferró a esa certeza como a un salvavidas en medio de una tormenta emocional. Con un movimiento sutil de la cabeza, Ryōsuke asintió en respuesta a la pregunta de Koichi. Era una respuesta afirmativa cargada de alivio, de anticipación por finalmente estar en casa, por poder relajarse completamente en un ambiente familiar y seguro. Koichi sonrió apenas, una expresión pequeña pero genuinamente agradecida, y comenzó el proceso de cambiarse de ropa. Se quitó la bata de hospital con movimientos cuidadosos, ayudado ocasionalmente por Ryōsuke cuando las mangas se atoraban o cuando necesitaba equilibrarse mientras se vestía. La ropa limpia que Ryōsuke había traído se ajustaba perfectamente, y Koichi no pudo evitar sentir una oleada de gratitud hacia su pareja por haber pensado en cada detalle, por haber anticipado cada necesidad práctica durante su hospitalización. Ryōsuke observaba el proceso en silencio, sintiendo esa mezcla extraña de orgullo doméstico y ternura protectora. Cada pequeño detalle que había manejado correctamente —desde elegir la ropa adecuada hasta asegurarse de que los zapatos de Koichi estuvieran limpios— se sentía como una pequeña victoria, como una forma de demostrar su amor a través de acciones prácticas cuando las palabras parecían insuficientes. Cuando salieron del hospital, el sol de la tarde los recibió con una calidez suave que se sentía casi como una bendición después de los días encerrados en la atmósfera estéril del hospital. El aire fresco llenó los pulmones de Koichi, y por primera vez en días, se sintió completamente libre, completamente vivo. Caminaron los tres juntos por las calles familiares de su vecindario, formando una pequeña procesión que a cualquier observador casual le habría parecido la imagen perfecta de una familia feliz. Kentarō avanzaba en el medio de ellos, sus pequeñas piernas moviéndose con determinación, feliz de poder tomar la mano de su padre con una mano y la de Ryōsuke con la otra. El niño iba charlando sin parar, llenando el aire con historias desordenadas sobre sus aventuras en el jardín de niños durante los días que Koichi había estado hospitalizado. Sus relatos eran típicos de un niño de cuatro años: saltaban de un tema a otro sin transición lógica, estaban llenos de detalles irrelevantes que para él eran fascinantes, y ocasionalmente se interrumpían cuando algo en el entorno capturaba su atención. — ¡Y entonces Yuki-chan me dijo que su mamá le había empacado galletas con forma de estrella! —exclamó Kentarō con el entusiasmo que solo los niños pueden manejar para los detalles más mundanos—. ¡Pero yo le dije que las mías eran mejores porque Ryō-papa las había hecho con forma de dinosaurio! Esta mención casual pero cariñosa de Ryōsuke como "Ryō-papa" hizo que el corazón del joven se saltara un latido. Aunque Kentarō había estado usando ese término durante meses, cada vez que lo escuchaba se sentía como la primera vez. Era una validación constante de su lugar en esa pequeña familia, una confirmación de que, a pesar de todas sus inseguridades y dudas, había logrado construir algo real y significativo con Koichi y el niño. Koichi, escuchando la historia de su hijo, sonrió con esa expresión de orgullo paternal que se había vuelto cada vez más natural en él durante el último año. Ver a Kentarō tan feliz, tan seguro en su mundo pequeño pero completo, le recordaba constantemente por qué había tomado la decisión impulsiva de adoptarlo, por qué había estado dispuesto a cambiar completamente su estilo de vida para acomodar las necesidades de un niño pequeño. Las historias de Kentarō aligeraban el peso de los pensamientos adultos que tanto Koichi como Ryōsuke llevaban consigo. Por momentos, mientras escuchaban al niño describir con seriedad dramática cómo había logrado construir el castillo de bloques más alto de toda su clase, era fácil olvidar las tensiones no resueltas, las preocupaciones sobre el futuro, las inseguridades que acechaban en los márgenes de su felicidad. Después de unos veinte minutos de caminata, cuando las piernas pequeñas de Kentarō comenzaron a mostrar signos de cansancio —se frotaba los ojos con regularidad creciente y había comenzado a arrastrar ligeramente los pies—, Ryōsuke reaccionó con la naturalidad de alguien que había internalizado completamente su rol paternal. Sin decir una palabra, se agachó frente al niño y le ofreció su espalda. Kentarō, con una sonrisa cansada pero feliz, trepó a los hombros de Ryōsuke, acomodándose con la práctica de alguien que había hecho esto muchas veces antes. Sus pequeñas manos se aferraron al cabello blanco como la nieve de Ryōsuke, usándolo como apoyo y riendas al mismo tiempo. — ¡Soy un vaquero! —declaró Kentarō con una risita que hablaba de cansancio pero también de felicidad pura. Ryōsuke ajustó su posición para sostener mejor al niño, asegurándose de que estuviera completamente seguro antes de continuar caminando. Su fuerza natural, potenciada por su herencia de lobo, hacía que cargar a Kentarō fuera tan fácil como llevar una mochila ligera. Koichi, caminando a su lado, se acercó instintivamente y se aferró al brazo libre de Ryōsuke. Era un gesto casual en apariencia, pero cargado de significado: buscaba ese contacto físico que lo tranquilizaba, esa conexión tangible con la persona que había estado a su lado durante su crisis más reciente. Ryōsuke sintió el peso y la calidez del brazo de Koichi alrededor del suyo, y por un momento, todas sus inseguridades y dudas se desvanecieron como niebla al sol. En ese instante, mientras caminaba hacia casa con Kentarō en sus hombros y Koichi aferrado a su brazo, se sentía completamente completo, como si esta fuera exactamente la vida que había estado destinado a vivir. Koichi lo miró de reojo, observando el perfil de Ryōsuke mientras caminaban. Había algo en su expresión que revelaba una satisfacción profunda, una paz momentánea que hacía que sus facciones se suavizaran de manera hermosa. La luz del sol de la tarde se reflejaba en su cabello blanco, creando pequeños destellos que lo hacían parecer casi etéreo. En ese momento, Koichi sintió una oleada de ternura tan intensa que casi lo tomó por sorpresa. No era amor romántico exactamente —esa emoción específica seguía siendo esquiva para él—, pero era algo profundo y genuino: gratitud, cariño, respeto, la satisfacción de saber que había encontrado a alguien que no solo lo amaba sino que también amaba completamente a su hijo.
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