Capítulo 20
16 de octubre de 2025, 10:58
El chirrido metálico de la puerta resonó en el aire como un presagio, cortando el silencio que había reinado en los pasillos de la agencia durante los últimos días. Koichi fue el primero en traspasar el umbral, y al hacerlo, sintió que cruzaba una línea invisible hacia algo que no tenía vuelta atrás. Sus ojos, entrenados por años de patrullaje nocturno y enfrentamientos callejeros, barrieron la habitación con la precisión de un escáner. Cada sombra, cada reflejo, cada movimiento sutil quedó registrado en su mente antes de que su primer paso resonara contra el suelo pulido.
La oficina palpitaba con vida artificial. Decenas de pantallas LCD creaban un mosaico de luces azuladas y rojizas que danzaban contra las paredes como fantasmas digitales. Los números corrían sin cesar: estadísticas de criminalidad, índices de actividad villana, reportes en tiempo real de incidentes menores que, en circunstancias normales, habrían sido su principal preocupación. Pero hoy no había nada normal en el aire que respiraba.
En algunas pantallas más grandes, las transmisiones en vivo mostraban sectores estratégicos de la ciudad: intersecciones vacías que antes bullían de actividad, parques donde los niños solían jugar y que ahora permanecían desiertos, calles comerciales con escaparates cerrados como párpados que se negaran a abrirse. Era como contemplar el esqueleto de una ciudad que se preparaba para morir.
Koichi avanzó hacia el centro de la sala, consciente de que cada paso lo acercaba más al núcleo de una tormenta que llevaba semanas gestándose. Los héroes y asistentes que se encontraban dispersos por la habitación apenas alzaron la vista de sus tareas; algunos le dirigieron asentimientos breves, otros murmuraron saludos veloces que se perdían en el zumbido constante de los equipos electrónicos. Las sonrisas, cuando aparecían, eran tensas como cuerdas de guitarra a punto de romperse.
Nadie desperdiciaba energía en formalidades. Todos habían aprendido que las cortesías eran un lujo que ya no podían permitirse. El tiempo se había vuelto un enemigo tan peligroso como cualquier villano, y cada segundo perdido en conversaciones triviales podría significar una vida menos que salvar después.
En el centro de la habitación, la mesa de operaciones se alzaba como un altar de guerra moderno. Los mapas de la ciudad y las poblaciones vecinas yacían extendidos bajo la luz implacable de las lámparas LED, sus superficies marcadas por una constelación de símbolos que contaban la historia de las últimas semanas: círculos rojos que señalaban ataques confirmados, flechas negras indicando rutas de escape utilizadas por criminales, líneas discontinuas marcando perímetros de evacuación que se habían expandido como ondas en un estanque.
Era un caos organizado, una sinfonía visual de la guerra que se libraba más allá de esas paredes protegidas. Cada marca representaba vidas alteradas, familias desplazadas, héroes que habían arriesgado todo para mantener a raya lo inevitable. Y sin embargo, todos sabían que esas marcas eran apenas los primeros compases de una melodía mucho más oscura.
Los minutos se arrastraron como horas hasta que la puerta volvió a abrirse. Kaede entró con el paso firme de quien había tomado una decisión y no pensaba cuestionarla. Su presencia cambió sutilmente la atmósfera de la sala; había algo en su postura, en la forma en que sus hombros se mantenían rectos y su barbilla alzada, que irradiaba una determinación contagiosa. Se dirigió directamente hacia donde estaba Koichi, situándose a su lado como si fuera el lugar más natural del mundo.
No intercambiaron palabras. En las circunstancias que los habían reunido allí, las palabras eran insuficientes. Un simple cruce de miradas bastó para confirmar lo que ambos ya sabían: estaban juntos en esto, sin importar hacia dónde los llevara el camino.
Sin embargo, tan pronto como se reconocieron como aliados, su atención se desvió hacia la figura que dominaba el espacio frente a la mesa de operaciones. Nighthide se alzaba allí como una columna de autoridad inquebrantable, su silueta recortada contra el mural de pantallas que parpadeaban a sus espaldas. Su sombra se proyectaba larga y oscura contra la pared, creando la ilusión de que era más grande de lo que realmente era, como si la gravedad de la situación hubiera añadido centímetros a su estatura.
Koichi lo observó con una mezcla de respeto y aprensión que no lograba ocultar del todo. Conocía las historias, había escuchado los relatos de primera mano sobre el hombre que había sido alumno de Eraserhead, sobre el héroe que había fundado la agencia después de graduarse entre los mejores de su generación. Pero el Nighthide que tenía frente a él ahora parecía distinto, endurecido por algo que iba más allá de la experiencia o la edad.
Sus cabellos morados, habitualmente perfectamente peinados, mostraban signos de que había pasado las manos por ellos más veces de las que recordaba. Su traje negro, siempre impecable, conservaba la elegancia pero había perdido esa perfección casi sobrenatural que lo caracterizaba. Eran detalles minúsculos, imperceptibles para la mayoría, pero que hablaban de noches sin dormir, de decisiones que pesaban sobre sus hombros como montañas.
Su expresión era más dura de lo habitual, esculpida en líneas que no admitían discusión ni contemplación. Los músculos de su mandíbula se tensaban y relajaban en un ritmo casi hipnótico, como si estuviera masticando palabras que prefería no pronunciar. Sus ojos, normalmente calculadores pero cálidos, habían adquirido una frialdad metálica que hacía que quienes lo miraban directamente sintieran un escalofrío involuntario.
Los murmullos que habían llenado la sala desde que comenzaron a reunirse se fueron apagando gradualmente, como si una mano invisible estuviera girando lentamente el volumen hacia abajo. Era un proceso natural, instintivo; todos reconocían cuando su líder estaba a punto de hablar, y todos sabían que lo que tenía que decir requería atención absoluta.
Nighthide levantó la mirada, barriendo lentamente a los presentes. No era una mirada casual; era un inventario, un recuento mental de las fuerzas disponibles, una evaluación silenciosa de quién tenía la fortaleza necesaria para lo que se avecinaba y quién podría no resistir la presión. Cuando finalmente habló, su voz cortó el aire como una hoja afilada, modulada para penetrar hasta el último rincón de la habitación.
— Escuchen —dijo, y esa única palabra cargó sobre sí el peso de una orden absoluta.
La tensión se materializó de inmediato, como si hubiera sido invocada por un conjuro. Se acomodó en los hombros de cada persona presente, se instaló en sus estómagos como un nudo frío, se enroscó alrededor de sus gargantas haciendo que tragar se volviera un esfuerzo consciente. Los héroes se reagruparon instintivamente alrededor de la mesa, mientras los asistentes permanecían pegados a las pantallas, sus dedos suspendidos sobre teclados, listos para capturar cada palabra, cada dato que pudiera ser relevante para la supervivencia.
— La próxima misión será más dura que cualquiera que hayan enfrentado hasta ahora —continuó Nighthide, dejando que cada palabra se hundiera en la carne de quienes lo escuchaban como clavos ardientes. Su mirada se deslizó de rostro en rostro, deteniéndose apenas una fracción de segundo más en Koichi y Kaede, como si quisiera asegurarse de que entendían la magnitud de lo que estaba por decir.
Un murmullo nervioso brotó entre los héroes más jóvenes, un sonido inconsciente nacido del miedo que se negaban a admitir. Pero se extinguió tan rápido como había aparecido, aplastado por el peso de la disciplina y la comprensión de que este no era momento para debilidades.
Nighthide continuó, implacable como la marea:
— Al iniciarla, no habrá descanso hasta que todo termine. No habrá pausas para reagruparse, no habrá momentos para dudar, no habrá oportunidades para retroceder.
Las palabras flotaron en el aire como sentencias, cada una más pesada que la anterior. Algunos de los presentes sintieron que el suelo bajo sus pies se volvía menos sólido, como si la realidad misma estuviera reajustándose para acomodar la nueva verdad que se les presentaba.
Pero fue lo que siguió lo que realmente los golpeó como un martillazo directo al pecho:
— No puedo asegurar que todos regresen enteros. Ni siquiera puedo asegurar que todos regresen vivos.
El silencio que siguió no fue la ausencia de sonido, sino algo más profundo: fue la suspensión del tiempo mismo. Era como si el mundo hubiera contenido la respiración, esperando a ver quién sería el primero en exhalar, en aceptar que lo que acababan de escuchar era real y no una pesadilla de la que podrían despertar.
Fue un silencio cargado de respeto solemne hacia la honestidad brutal de su líder, de miedo contenido que se aferraba a las costillas como hielo, y de algo más profundo: la aceptación gradual de un destino que los trascendía como individuos. Ya no se trataba de sus propias vidas, de sus propios sueños, de sus propias esperanzas. Se trataba de algo más grande, algo que exigía sacrificios que ninguno de ellos había imaginado cuando decidieron convertirse en héroes.
Koichi sintió que su corazón se saltaba un latido, luego dos, antes de retomar un ritmo acelerado que resonaba en sus oídos como tambores de guerra. A su lado, Kaede mantenía la compostura externa, pero él pudo percibir la tensión que se acumulaba en sus músculos, la forma casi imperceptible en que sus manos se cerraron en puños.
Nighthide apoyó ambas manos sobre el borde de la mesa, inclinándose apenas hacia adelante. El gesto añadió gravedad a su presencia, lo transformó de líder a confesor, de comandante a alguien que estaba compartiendo una carga demasiado pesada para llevarla solo. Su voz bajó, volviéndose más grave, más directa, más humana:
— Necesito que estén listos. No solo físicamente, no solo tácticamente. Necesito que estén preparados mentalmente para lo que viene. No habrá margen para errores, no habrá segundas oportunidades. Lo que decidamos y ejecutemos en esta operación marcará la diferencia entre contener el caos que se acerca… o perderlo todo.
La última frase resonó en la habitación como el eco de una campana funeraria. Perderlo todo. No solo sus vidas, no solo la ciudad, sino todo aquello por lo que habían luchado, todo aquello en lo que creían, todo aquello que daba sentido a la existencia del heroísmo como concepto.
Los ojos de Koichi y Kaede se encontraron en ese momento, y en ese breve contacto visual hubo una comunicación completa. Ambos habían escuchado descripciones de misiones difíciles antes, habían enfrentado villanos peligrosos, habían estado en situaciones donde la supervivencia no estaba garantizada. Pero nunca habían escuchado a su líder hablar con esa crudeza descarada, con esa ausencia total de esperanza decorativa. No había promesas vacías de que todo saldría bien, no había palabras tranquilizadoras sobre planes de contingencia. Solo la verdad desnuda y fría: podrían morir, y era probable que algunos lo hicieran.
El aire en la sala se había vuelto pesado, casi viscoso, como si ya estuvieran respirando la atmósfera de la batalla que se avecinaba. Era un aire cargado de adrenalina anticipada, de miedo transformado en determinación, de la comprensión colectiva de que habían llegado al momento que definiría no solo sus carreras como héroes, sino el futuro mismo de todo lo que conocían y valoraban.
En las pantallas que los rodeaban, los números seguían corriendo, las estadísticas continuaban actualizándose, las cámaras de seguridad seguían transmitiendo imágenes de una ciudad que esperaba sin saber que su destino se estaba decidiendo en esa habitación llena de héroes que habían aceptado caminar voluntariamente hacia lo desconocido.
Los murmullos comenzaron como un susurro distante, apenas audible por encima del zumbido constante de los equipos. Pero gradualmente fueron creciendo, alimentándose de la ansiedad colectiva que llenaba la sala como gas tóxico. Eran conversaciones fragmentadas, palabras sueltas que se escapaban de labios temblorosos: "¿Crees que...?", "No puede ser tan malo como...", "¿Qué piensas que significa...?"
Era el sonido de mentes tratando de procesar lo imposible, de corazones intentando encontrar ritmo después del shock, de almas buscando desesperadamente algún asidero de esperanza en la oscuridad que se había instalado sobre ellos. Era humano, comprensible, pero completamente inapropiado para el momento.
Shinsou —porque en ese instante había dejado de ser simplemente Nighthide para convertirse en el líder absoluto que la situación demandaba— no podía permitirse dudas ni vacilaciones, mucho menos permitir que se extendieran entre sus subordinados como una enfermedad contagiosa. Su mirada se endureció hasta volverse casi metálica, y con un gesto simple pero cargado de autoridad absoluta, elevó una mano.
El efecto fue inmediato y total. El murmullo se cortó como si alguien hubiera desconectado un altavoz, los labios entreabiertos se cerraron de golpe con sonidos secos y pequeños, las miradas se enfocaron en él con la precisión de reflectores. No necesitó pronunciar una sola palabra; su autoridad era tan absoluta, tan incuestionable, que bastaba un gesto para restaurar el orden.
Recorrió a cada persona presente con los ojos, deteniéndose apenas un instante en cada rostro. Era más que una mirada; era un escaneado, una evaluación, una orden silenciosa transmitida directamente de su voluntad a la de ellos: guardar silencio, contener el miedo, escuchar con la atención que la situación merecía. Cada contacto visual duraba lo suficiente para establecer conexión, para transmitir expectativas, para recordar a cada individuo que formaba parte de algo más grande que sus propios temores.
A pesar de la disciplina exterior, la inquietud latía en los pechos como un segundo corazón, invisible pero tan real como el sudor que algunos apenas lograban disimular, tan tangible como el temblor casi imperceptible que recorría las manos de quienes creían tenerlo bajo control. Era la respuesta natural del cuerpo humano ante la proximidad de un peligro que aún no podía definir pero que ya podía sentir acechando en los márgenes de su percepción.
Con un suspiro que parecía cargar sobre sí el peso de decisiones no tomadas y responsabilidades no deseadas, Shinsou se inclinó sobre la mesa central. Sus movimientos eran deliberados, cargados de una solemnidad ritual, como si estuviera a punto de oficiar una ceremonia cuyo significado trascendía la comprensión inmediata de los presentes.
Sus dedos, normalmente seguros y precisos, mostraron una fracción de vacilación antes de dejar caer sobre la superficie de la mesa un sobre que había estado sosteniendo. Era un sobre de un color morado distintivo, como si hubiera sido teñido con tinta de la mejor calidad, y estaba abierto de tal manera que parecía haber sido manipulado múltiples veces, leído y releído hasta que cada palabra estuviera grabada en la memoria de quien lo había recibido.
El impacto del sobre contra la mesa fue seco, definitivo, y por la fuerza calculada del gesto, el contenido se deslizó hacia fuera con la elegancia de una revelación teatral: un mapa que había sido doblado con cuidado y una carta que parecía haber sido escrita con la paciencia meticulosa de quien sabía que cada palabra tendría consecuencias trascendentales.
Hubo un momento de vacilación colectiva, un instante de duda universal en el que nadie se atrevía a ser el primero en tocar aquellos objetos. Era como si todos comprendieran instintivamente que al hacerlo estarían sellando un pacto, aceptando un destino, cruzando una línea después de la cual no habría vuelta atrás.
Los documentos yacían sobre la mesa como evidencias de un crimen que aún no se había cometido, como profecías esperando a ser cumplidas. El aire alrededor de ellos parecía vibrar con una energía siniestra, como si fueran objetos malditos que irradiaran una influencia corruptora sobre todo lo que los rodeaba.
Fue Koichi quien finalmente rompió la inercia. Con pasos que vacilaron apenas lo suficiente para revelar su humanidad, se acercó a la mesa. Sus movimientos traicionaban la lucha interna que se libraba en su interior: la parte racional que le gritaba que retrocediera, que encontrara una excusa para alejarse de aquellos documentos, contra la parte heroica que le recordaba que huir nunca había sido una opción para él.
Sus dedos temblaron apenas al extenderse hacia el mapa, como si estuviera tocando algo vivo, algo que podría morderle si no era cuidadoso. Por una fracción de segundo consideró retroceder, fingir un mareo, inventar una emergencia que lo sacara de esa situación. Pero la mirada severa de Shinsou lo ancló en el lugar con la fuerza de un ancla de acero. No podía mostrar debilidad, no frente a sus compañeros, y mucho menos frente a su superior. La reputación que había construido, el respeto que había ganado, todo dependía de que mantuviera la compostura en ese momento crítico.
Con un gesto que logró parecer más firme de lo que realmente se sentía, desplegó el mapa sobre la superficie de la mesa. El papel se extendió con un susurro suave, revelando su contenido como un rollo pergamino que contuviera los planos de una fortaleza enemiga.
No era el tipo de documento militar complejo que podrían haber esperado, no estaba marcado con coordenadas GPS ni códigos tácticos. Era casi decepcionantemente mundano en su apariencia: parecía el tipo de mapa que un turista compraría en una estación de servicio para orientarse en una ciudad desconocida. Tenía esa calidad ligeramente borrosa de las reproducciones masivas, esa simplicidad que hablaba de propósito práctico más que de sofisticación estratégica.
Sin embargo, lo que lo distinguía, lo que lo convertía de un objeto banal en una declaración de guerra, era inconfundible y aterrador en su simplicidad: sobre el centro de Musutafu, la ciudad que había sido el hogar de la Academia U.A. y símbolo de esperanza para generaciones de aspirantes a héroes, se extendía un círculo rojo amplio y agresivo.
No era una marca hecha con prisa o descuido. Era perfectamente circular, trazado con la precisión de quien había usado una regla y un compás, pintado con un rojo que era demasiado oscuro para ser casual, demasiado perfecto para ser accidental. Era del color de la sangre arterial, el color de las advertencias que no pueden ser ignoradas.
El círculo encerraba no solo el corazón geográfico de la ciudad, sino su corazón simbólico: las calles donde habían caminado las generaciones más grandes de héroes, los edificios que habían sido testigos de victorias legendarias, los espacios donde se había forjado la identidad heroica de una sociedad entera. Era una profanación deliberada, una declaración de que nada era sagrado, de que ningún símbolo estaba fuera del alcance de la destrucción.
Las miradas de los héroes se clavaron en el papel con una intensidad casi física, como si pudieran quemar agujeros en la superficie con la fuerza de su atención. La respiración colectiva se hizo más pesada, más laboriosa, como si el aire mismo se hubiera vuelto más denso alrededor de ellos. Algunos sintieron que sus pulmones tenían que trabajar más para extraer oxígeno de una atmósfera que parecía haberse empobrecido súbitamente.
Koichi, con un nudo en la garganta que amenazaba con cortar su respiración, alzó los ojos hacia Shinsou. En esa mirada había una súplica silenciosa, una búsqueda desesperada de alguna señal de que aquel mapa no significaba lo que parecía, de que había una interpretación alternativa, de que todo era parte de un malentendido que podría resolverse sin derramamiento de sangre.
Pero Shinsou no era un hombre dado a ofrecer consuelos falsos o esperanzas vacías. Era un pragmático forjado en la realidad brutal del trabajo heroico, alguien que había aprendido que la verdad, por dolorosa que fuera, era siempre preferible a las mentiras piadosas. Su expresión no cambió, no ofreció la sonrisa tranquilizadora que Koichi buscaba desesperadamente.
En lugar de eso, con la calma imperturbable de quien había tenido tiempo de procesar lo imposible y aceptar lo inevitable, comenzó a explicar la situación con la precisión de un cirujano describiendo una operación compleja.
No eran los únicos en recibir aquel mensaje, les dijo. Cada agencia de héroes, sin excepción alguna, había despertado esa mañana para encontrar el mismo sobre de color morado inconfundible esperándolos. No importaba cuán grande o pequeña fuera la agencia, cuán prestigiosa o modesta, cuán rural o urbana: el mensaje había llegado a todas por igual, como si hubiera sido distribuido por una red de comunicación más eficiente que cualquier cosa que el gobierno hubiera logrado establecer.
Era una demostración de poder en sí misma, una prueba de que quien había orquestado aquello tenía recursos, organización y alcance suficientes para coordinar una operación de esa magnitud sin ser detectados. Cada sobre contenía exactamente lo mismo: el mismo mapa con el mismo círculo rojo sangriento, la misma carta escrita en una caligrafía que era demasiado elegante para ser accidental, demasiado artística para ser casual.
La letra era perfecta, cada trazo ejecutado con la precisión de quien había dedicado tiempo considerable a perfeccionar su técnica caligráfica. No era la escritura apresurada de alguien transmitiendo información urgente, sino la obra cuidadosa de un artista que entendía que la presentación era parte del mensaje. Era elegante hasta el punto de ser pretenciosa, hermosa hasta el punto de ser inquietante, como la escritura que podría encontrarse en la invitación a una boda o en la dedicatoria de un libro de poesía.
Pero bajo esa belleza superficial se ocultaba una amenaza tan palpable que parecía emanar del papel mismo. Era una provocación cuidadosamente orquestada, una demostración de que quien había escrito aquellas líneas no solo tenía la capacidad de llegar a ellos, sino que había elegido hacerlo de la manera más teatral posible.
La carta era un estudio en brevedad letal. No había palabras desperdiciadas, no había elaboraciones innecesarias. Cada frase había sido destilada hasta su esencia más pura, cada concepto reducido a su impacto máximo. Era el tipo de escritura que solo podía producir alguien que había pensado largamente sobre lo que quería decir y cómo quería decirlo.
El mensaje era claro hasta la brutalidad: los villanos más influyentes del momento, las mentes criminales que habían estado operando desde las sombras durante meses, estaban saliendo finalmente a la luz. Ya no se contentaban con operaciones encubiertas, con ataques sorpresa, con la guerra de guerrillas que habían estado librando. Querían algo más grande, más definitivo, más espectacular.
Los estaban convocando a un enfrentamiento final, a una confrontación que pondría punto final a la escalada de violencia que había estado construyéndose durante tanto tiempo. Era una invitación a recrear aquella batalla legendaria que dos décadas atrás había marcado la memoria colectiva de la sociedad heroica, que había definido una generación y establecido los paradigmas bajo los cuales habían operado desde entonces.
Pero esta vez, prometían con una confianza que helaba la sangre, el resultado sería diferente. Esta vez no habría héroes alzándose victoriosos sobre los escombros de la destrucción. Esta vez no habría símbolos de esperanza emergiendo de la oscuridad. Esta vez, aseguraban con una certeza que parecía inmutable, serían ellos quienes escribirían el desenlace, quienes determinarían el futuro, quienes emergerían como los verdaderos dueños del mundo que habían estado codiciando desde las sombras.
No había lugar para interpretaciones ambiguas o lecturas optimistas. El lenguaje era directo, las intenciones inequívocas, las implicaciones terriblemente claras. Era una declaración de guerra disfrazada de invitación, una amenaza envuelta en la retórica de un desafío honorable.
Pero la parte más insidiosa del mensaje, la que realmente clavaba sus garras en la garganta de quien la leía, era lo que venía después. Porque los autores de la carta habían anticipado la posibilidad de que los héroes simplemente eligieran no responder, de que decidieran ignorar la provocación y buscar formas alternativas de manejar la crisis.
Con una frialdad que revelaba la profundidad de su planificación, el mensaje añadía que si los héroes elegían no presentarse al enfrentamiento propuesto, las calles lo notarían muy pronto. El silencio aparente que había caracterizado los últimos días, la calma tensa que había hecho que algunos se preguntaran si tal vez la tormenta había pasado sin llegar a materializarse, se rompería de la manera más brutal posible.
El rugido del caos llegaría a cada rincón de la ciudad, a cada barrio, a cada hogar. La violencia no se limitaría a los sectores más pobres o marginales, como había ocurrido históricamente. Se extendería como una plaga, tocando las vidas de cada ciudadano hasta que nadie pudiera pretender que no los afectaba, hasta que la negación dejara de ser una opción viable.
No era una amenaza vacía hecha para intimidar. Era un plan detallado que había sido preparado con la meticulosidad de una operación militar. Tenían los recursos, tenían la organización, y lo más aterrador de todo, tenían la voluntad de llevarlo a cabo sin importar el costo en vidas inocentes.
El mensaje dejaba claro que no se trataba de una elección real, sino de un ultimátum disfrazado con la retórica del honor y el desafío. Los héroes podían acudir al enfrentamiento en el corazón de Musutafu, en el centro simbólico de todo lo que representaban, o serían arrastrados a una guerra extendida que cobraría vidas inocentes a cada minuto que pasara.
Era chantaje a escala masiva, una demostración de que los villanos habían aprendido que la mayor debilidad de los héroes no era su fuerza física o sus habilidades tácticas, sino su incapacidad fundamental para ignorar el sufrimiento de los inocentes. Habían utilizado la compasión, convertido la empatía en una vulnerabilidad que podían explotar a voluntad.
El silencio que siguió a la explicación de Shinsou no fue simplemente la ausencia de conversación. Era algo más profundo y más ominoso: era el sonido del futuro reescribiéndose en tiempo real, era el peso de decisiones que cambiarían el mundo acomodándose sobre los hombros de personas que nunca habían pedido llevar esa carga.
No era el mismo silencio nervioso que había caracterizado el comienzo de la reunión. Este silencio tenía peso, tenía textura, tenía una presencia física que se podía sentir presionando contra el pecho, haciendo que respirar requiriera un esfuerzo consciente. Era el silencio de quienes habían comprendido finalmente que se encontraban en el epicentro de eventos que los historiadores estudiarían durante siglos, asumiendo que hubiera historiadores no queda nada por estudiar.
Estaba cargado de la certeza terrible de que el futuro inmediato los estaba empujando hacia un destino que se había vuelto inevitable en el momento en que habían abierto aquel sobre morado. No había escape, no había alternativas cómodas, no había forma de posponer lo que se avecinaba hasta encontrar una solución más palatable.
Shinsou se mantuvo erguido detrás de la mesa, sus manos aún apoyadas sobre el borde, su postura transmitiendo una autoridad que se había forjado no en títulos o ceremonias, sino en años de decisiones difíciles y responsabilidades imposibles. Sus ojos fijos recorrieron una vez más a los héroes reunidos, no buscando signos de miedo o vacilación, sino esperando a capturar esa chispa de determinación que separaba a los verdaderos héroes de aquellos que simplemente habían adoptado el título.
Porque al final, después de que todas las palabras hubieran sido pronunciadas y todas las explicaciones hubieran sido dadas, después de que la realidad de la situación se hubiera asentado en sus mentes como sedimento en el fondo de un lago, lo que quedaba era la necesidad de una elección fundamental.
Las palabras de la carta, con toda su elegancia caligráfica y su retórica cuidadosamente elaborada, no eran más que un recordatorio brutal de una verdad que todos los héroes aprendían eventualmente: que el poder de salvar vidas venía siempre acompañado de la responsabilidad de decidir cuántas vidas se perderían en el proceso de salvar a otras.
La única variable que realmente quedaba bajo su control era decidir cuántas vidas inocentes se sacrificarían antes de que aceptaran lo inevitable y se presentaran en el lugar designado para el enfrentamiento que determinaría el futuro de todo lo que conocían y valoraban.
En ese momento, con el peso de la decisión presionando sobre ellos como una montaña invisible, cada héroe en la habitación se enfrentó a su propia versión de la misma pregunta fundamental: ¿estaban dispuestos a morir por la posibilidad de que otros vivieran? Y más importante aún, ¿estaban dispuestos a vivir con las consecuencias de esa elección, sin importar cuál fuera el resultado?
Koichi sintió que algo se quebraba en su interior, no de manera dramática o dolorosa, sino con la quieta finalidad de una rama que se parte bajo el peso de demasiada nieve. Era la última resistencia de su mente a aceptar que ya no había vuelta atrás, el último vestigio de la ilusión de que podría despertar de esta pesadilla y encontrar que todo había sido un mal sueño.
Junto a él, Kaede mantuvo su compostura externa, pero su respiración se había vuelto más profunda, más controlada, como si estuviera preparándose mentalmente para una carrera cuya distancia no conocía pero cuya dificultad ya podía anticipar. Sus ojos, normalmente brillantes con una confianza natural, habían adquirido una intensidad nueva, más sombría, la mirada de alguien que había aceptado que las reglas del juego habían cambiado permanentemente.
Los otros héroes distribuidos por la habitación procesaban la información cada uno a su manera: algunos con puños cerrados que revelaban su frustración, otros con mandíbulas tensas que hablaban de determinación endurecida, unos pocos con lágrimas que se negaban a caer pero que brillaban en los bordes de sus ojos como testimonios de la humanidad que se aferraba a conservar incluso en circunstancias inhumanas.
Las pantallas continuaban parpadeando alrededor de ellos, los números seguían corriendo, las cámaras de seguridad continuaban transmitiendo imágenes de una ciudad que aún no sabía que su destino se estaba decidiendo en esa habitación llena de personas dispuestas a dar sus vidas por la supervivencia de algo más grande que ellos mismos.
Pero ya nada de eso parecía relevante. Los datos en tiempo real, las estadísticas actualizadas, los reportes de incidentes menores: todo se había vuelto secundario ante la comprensión de que se acercaba algo que haría que todas esas preocupaciones cotidianas parecieran triviales en comparación.
Nighthide enderezó lentamente su postura, sus manos deslizándose desde el borde de la mesa hasta quedar colgando a sus costados. Era un gesto que marcaba el final de la explicación y el comienzo de algo diferente: el momento en que las palabras daban paso a la acción, en que la teoría se convertía en práctica, en que la planificación se transformaba en ejecución.
—Tienen hasta el anochecer para prepararse —dijo finalmente, y su voz había recuperado algo de la calidez que lo caracterizaba habitualmente, aunque ahora estaba teñida con una solemnidad que no había estado allí antes—. Usen ese tiempo sabiamente. Descansen si pueden. Hablen con quienes necesiten hablar. Hagan las paces que necesiten hacer.
Se detuvo, y por primera vez desde que había comenzado la reunión, pareció dudar sobre si debería continuar. Cuando finalmente habló de nuevo, fue con una suavidad que contrastaba profundamente con la dureza de todo lo que había dicho antes:
— Y recuerden por qué elegimos ser héroes en primer lugar. Porque en unas horas, cuando estemos allí parados frente a todo lo que viene, eso podría ser lo único que nos mantenga en pie.
Con esas palabras, la reunión llegó a su fin no con pompa o ceremonias, sino con la simplicidad de una verdad compartida y aceptada. Los héroes comenzaron a dispersarse lentamente, algunos formando pequeños grupos para continuar conversaciones privadas, otros dirigiéndose directamente hacia la salida como si necesitaran aire fresco para procesar lo que habían escuchado.
Koichi y Kaede permanecieron junto a la mesa un momento más, observando el mapa que seguía extendido allí como una herida abierta sobre el papel. El círculo rojo parecía pulsar con vida propia, como si fuera el corazón de algo malévolo que ya hubiera comenzado a latir en anticipación de la violencia que se avecinaba.
— ¿Crees que estamos listos para esto? —murmuró Kaede, y fue la primera vez en toda la tarde que su voz traicionó la incertidumbre que había estado conteniendo.
Koichi la miró, y en sus ojos encontró el reflejo de sus propios miedos y determinaciones. Cuando habló, fue con una honestidad que los sorprendió a ambos:
— No lo sé. Pero algo me dice que tenemos la fuerza para hacerlo de todas formas.
Y con esa admisión, con esa aceptación de la incertidumbre como parte inevitable del heroísmo, comenzaron a caminar hacia un futuro que ninguno de los dos podía predecir, pero que ambos habían decidido enfrentar juntos, sin importar lo que les esperara al amanecer.