Capítulo 21
16 de octubre de 2025, 10:58
El último clic de la correa resonó en el silencio de su habitación como un veredicto final. Koichi había repetido ese gesto cientos de veces antes de entrenamientos y misiones menores, pero esta vez sus dedos temblaron imperceptiblemente al ajustar la hebilla. El chaleco le quedaba más apretada de lo habitual, como si el material mismo hubiera absorbido la tensión que lo embargaba.
Se detuvo frente al espejo, observando su propio reflejo con una mezcla de desconocimiento y resignación. El mechón rebelde que caía sobre su frente se balanceaba suavemente con cada exhalación, un detalle íntimo que contrastaba con la seriedad del momento. Sus compañeros de clase siempre le decían que se lo cortara, que podría obstaculizar su visión durante el combate, pero Koichi se aferraba a esa pequeña rebeldía como a un talismán. Era suyo, genuino, una parte de él que no había sido moldeada por las expectativas de ser un héroe.
"¿Cuándo dejé de reconocerme?" El pensamiento lo asaltó sin previo aviso. En el espejo no veía al estudiante entusiasta que había ingresado a UA, sino a alguien que portaba el peso de decisiones que nunca había querido tomar. Sus ojos, antes brillantes de determinación, ahora reflejaban una madurez prematura que le dolía reconocer.
Tomó aire lentamente, dejando que el oxígeno llenara sus pulmones hasta el límite. Luego lo expulsó, llevándose consigo los últimos vestigios de la persona que había sido hasta ese momento. Cuando salió de su habitación, Koichi ya no era completamente el mismo.
Las botas chocaban contra el suelo de la agencia con un eco que parecía multiplicarse infinitamente por los corredores. Cada paso resonaba como un martillo contra metal, un ritmo constante que marcaba el tiempo hacia lo inevitable. El sonido lo perseguía, lo envolvía, hasta convertirse en el latido de su propio corazón amplificado por la arquitectura fría del edificio.
A medida que avanzaba, el peso sobre sus hombros se intensificaba de manera tangible. No era solo el equipo que portaba, ni siquiera la responsabilidad de la misión. Era algo más profundo y asfixiante: la sensación de que cada paso lo alejaba de la persona que había sido y lo acercaba a alguien que no estaba seguro de querer conocer.
La entrada de la agencia bullía de actividad organizada. Camionetas blindadas se alineaban en formación perfecta, sus motores rugiendo con una potencia contenida que hacía vibrar el aire. Los asistentes corrían de un lado a otro cargando maletines de apoyo, comunicadores de emergencia y kits médicos que esperaban no tener que usar. Sus voces se entremezclaban creando una sinfonía de urgencia controlada, donde cada orden gritada y cada respuesta apresurada añadía otra capa a la tensión que saturaba el ambiente.
Los héroes más experimentados subían a los vehículos con movimientos mecánicos, eficientes, pero Koichi podía percibir algo más en su lenguaje corporal. Una rigidez que no venía del protocolo, sino de memorias que preferían mantener enterradas. Otros héroes, aquellos cuyas habilidades les permitían trasladarse por medios propios, se apartaban hacia un costado. Sus posturas eran seguras, confiadas, pero sus miradas traicionaban la misma inquietud que Koichi sentía creciendo en su pecho.
Un murmullo colectivo se alzó cuando alguien mencionó el destino: Musutafu. El nombre cayó sobre los presentes como una piedra en aguas tranquilas, creando ondas de tensión que se expandieron por todo el lugar. Los mayores intercambiaron miradas cargadas de significado, memorias compartidas que no necesitaban palabras para ser comprendidas.
En medio del caos organizado, un contacto leve en su hombro lo arrancó de la marea de sonidos y movimiento. La mano era cálida, firme, familiar. Koichi giró la cabeza y encontró los ojos de Kaede, esos mismos ojos que lo habían acompañado a través de años de entrenamiento y crecimiento.
No hubo palabras. No las necesitaban. En el rostro de Kaede había una sonrisa pequeña, contenida, que brillaba con una luz propia en medio de la turbulencia que los rodeaba. No era la sonrisa forzada de quien trata de aparentar valentía, ni la mueca tensa de quien oculta el miedo. Era algo más auténtico, más profundo: una expresión de fe inquebrantable, de solidaridad absoluta.
"Saldremos de esta. Juntos." Las palabras no fueron pronunciadas, pero Koichi las escuchó con la misma claridad que si hubieran sido gritadas. Esa mirada decía todo lo que necesitaba saber: que no estaba solo, que sin importar lo que les esperara, enfrentarían juntos las consecuencias de esta decisión.
El frío que había estado creciendo en su pecho desde la mañana cedió apenas, como hielo que se derrite bajo el primer rayo de sol primaveral. Por un instante, el peso sobre sus hombros se volvió más llevadero. No desapareció, pero se distribuyó, se compartió entre dos corazones que latían al mismo ritmo.
Kaede le dio un pequeño apretón en el hombro antes de soltarlo, un gesto final que selló el pacto silencioso entre ambos. Luego, sin más ceremonia, caminaron juntos hacia la camioneta que los esperaba.
El interior de la camioneta olía a cuero nuevo y metal frío, a equipo recién fabricado y a una tensión que parecía haberse impregnado en las paredes durante el trayecto de otros equipos. Los asientos estaban dispuestos de manera funcional, diseñados para transportar héroes hacia zonas de conflicto, no para ofrecer comodidad.
Se acomodaron junto a otros héroes y estudiantes, jóvenes como ellos que habían tomado la misma decisión imposible. Koichi observó sus rostros mientras el vehículo se ponía en marcha: algunos intentaban mostrar seguridad con barbillas alzadas y mandíbulas apretadas, otros miraban fijamente por las ventanas como si pudieran encontrar respuestas en el paisaje que comenzaba a deslizarse. Todos, sin excepción, llevaban esa misma expresión de madurez prematura que Koichi había visto en su propio reflejo.
"¿Qué hacen aquí?" La pregunta le ardía en la garganta como ácido, pero la mantuvo en silencio. Miró a sus compañeros, a estos jóvenes que apenas unos meses atrás se preocupaban por exámenes y entrenamientos básicos, y sintió una mezcla de protección y frustración que no sabía cómo procesar. El más joven de ellos tenía apenas tres años menos que él, pero en ese momento esos tres años se sentían como décadas de diferencia.
Quería decirles que se detuvieran, que regresaran, que esta no era su guerra. Quería protegerlos de lo que fuera que los esperaba en Musutafu. Pero también sabía que él mismo era apenas un niño jugando a ser adulto, que sus propios miedos y dudas no lo calificaban para ser el guardián de nadie.
El vehículo avanzaba por autopistas que parecían ajenas a la gravedad del momento. A través de las ventanas, el mundo continuaba su curso normal: carteles publicitarios iluminados que prometían productos y servicios para una vida que se antojaba imposiblemente lejana, edificios que crecían hacia el cielo como si desafiaran la realidad de lo que estaba por suceder.
Las dos horas del viaje se extendieron como una eternidad elástica. El silencio entre los pasajeros era un pacto invisible, un acuerdo tácito de que había pensamientos demasiado pesados para ser compartidos. De vez en cuando, alguien intentaba iniciar una conversación sobre tácticas o estrategia, pero las palabras se desvanecían rápidamente, ahogadas por el peso de la incertidumbre.
Koichi mantuvo la mirada fija en sus manos entrelazadas, observando cómo sus nudillos se ponían blancos cada vez que el vehículo tomaba una curva. A su lado, Kaede respiraba con un ritmo constante que había aprendido a reconocer como su forma de mantener la calma. Estos pequeños detalles se volvieron sus anclas, puntos fijos en un mundo que parecía tambalearse hacia lo desconocido.
Cuando las camionetas finalmente se detuvieron, el cambio fue inmediato y perturbador. El aire mismo parecía diferente, más denso, cargado de una quietud que no era paz sino ausencia. Las puertas se abrieron con clics metálicos que resonaron en calles completamente desiertas, un sonido que debería haber sido insignificante pero que se amplificó hasta convertirse en algo casi violento.
Koichi bajó del vehículo y sus botas tocaron el asfalto de Musutafu con un sonido que pareció despertar ecos dormidos. Las calles se extendían ante ellos como arterias de una ciudad fantasma, vacías de la vida que debería haber pulsado a través de ellas. Los semáforos parpadeaban en bucles inútiles, proyectando luces de colores sobre un escenario que no tenía audiencia. Rojo, amarillo, verde, rojo otra vez: un ciclo sin sentido que continuaba por inercia mecánica.
Los escaparates de las tiendas permanecían oscuros, sus cristales reflejando distorsionadas las formas de los héroes que comenzaban a llenar las avenidas. No había rastro de civiles, ni siquiera el eco lejano de una vida normal. Era como si la ciudad hubiera contenido la respiración y hubiera olvidado cómo volver a exhalar.
Héroes de diferentes agencias emergían de múltiples vehículos, llenando gradualmente el espacio con una diversidad de trajes coloridos y miradas tensas. Pero incluso con tantas personas reunidas, el silencio de la ciudad permanecía intacto, como si se hubiera vuelto una entidad propia que se resistía a ser perturbada.
Fue entonces cuando Koichi notó la diferencia entre los veteranos y los novatos. Los jóvenes, como él mismo, observaban las calles con una mezcla de asombro y aprensión, procesando el escenario como algo completamente nuevo. Pero en los rostros de los héroes veteranos había algo más profundo y perturbador: reconocimiento.
Sus ojos se movían por las calles no como quien descubre un lugar nuevo, sino como quien regresa a un escenario de pesadillas. Cada grieta en el asfalto parecía contarles una historia que preferían no recordar. Cada pared marcada por antiguas explosiones los golpeaba con memorias que habían tratado de enterrar durante dos décadas.
Koichi observó cómo Uravity se tensaba imperceptiblemente al mirar hacia un cruce particular. Vio cómo Phantom Thief ajustaba su postura de manera casi imperceptible. Estos héroes, leyendas vivientes que habían enfrentado incontables peligros, mostraban signos de una vulnerabilidad que raramente dejaban ver.
Trataban de mantener la compostura profesional, las posturas heroicas que se esperaban de ellos, pero el cuerpo humano no sabe mentir. Los hombros permanecían tensos sin razón aparente, las mandíbulas se apretaban involuntariamente, las miradas se desviaban hacia rincones específicos como si fueran atraídas por imanes invisibles.
El aire mismo parecía cargado de ecos: el olor fantasma a polvo y sangre, el eco de gritos que ya no resonaban pero que seguían vibrando en alguna frecuencia que solo ellos podían percibir. Veinte años no habían sido suficientes para borrar completamente las huellas de lo que había sucedido en estas calles.
Koichi sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura. La guerra aún no había comenzado oficialmente, pero ya estaba sucediendo en las mentes y corazones de quienes habían estado aquí antes. Se preguntó si él y sus compañeros terminarían igual: si décadas después, el mero pensamiento de este lugar los haría retroceder en el tiempo hacia memorias que preferirían no tener.
La tensión colectiva creció hasta volverse casi tangible, como electricidad estática que hace erizar los cabellos antes de una tormenta. Cada héroe presente, veterano o novato, parecía estar conteniendo la respiración, esperando la primera chispa que encendiera el conflicto inevitable.
...
Fue entonces cuando el eco de unos pasos rompió el silencio absoluto que había envuelto las calles. No eran los pasos apresurados de alguien que corre hacia la batalla, ni los movimientos furtivos de quien se oculta. Era un ritmo pausado, deliberado, que retumbaba contra las paredes desiertas con una cadencia casi musical.
El efecto en los héroes fue instantáneo y uniforme. Músculos que ya estaban tensos se volvieron cuerdas de acero. Posturas relajadas se transformaron en poses defensivas perfeccionadas por años de entrenamiento. Miradas que habían estado dispersas se enfocaron como rayos láser hacia la fuente del sonido, penetrando las sombras con una intensidad que parecía capaz de materializar enemigos de la oscuridad.
El aire se espesó hasta volverse casi sólido. Koichi sintió como si estuviera respirando a través de algodón, cada inhalación requiriendo un esfuerzo consciente. A su alrededor, pudo sentir cómo cada héroe se preparaba para la confrontación, dones activándose en modo de espera, armas siendo ajustadas mentalmente, estrategias formándose en mentes entrenadas para la guerra.
Pero lo que emergió de entre las sombras no fue lo que ninguno de ellos había esperado.
De la oscuridad surgió una figura que desafió todas las expectativas: un joven que no podía tener más de veinte años, con una presencia que mezclaba juventud e inexplicable autoridad. Su cabello de un morado profundo le cubría completamente los ojos, cayendo como una cortina sedosa que dejaba visible apenas el puente de su nariz y la curva contenida de sus labios.
Vestía un traje que parecía haber sido confeccionado por un sastre de otro siglo: negro, impecablemente entallado, cada línea y costura hablando de una perfección que contrastaba de manera perturbadora con la palidez enfermiza de su piel visible. El material parecía absorber la luz en lugar de reflejarla, creando la ilusión de que el joven estaba parcialmente desconectado de la realidad que lo rodeaba.
Pero lo que más perturbaba no era su apariencia, sino su porte. Cada paso era medido con precisión matemática, cada movimiento de sus manos calculado al milímetro. Su postura era erguida con una elegancia que parecía antinatural, como si hubiera sido programado para moverse de manera perfecta en lugar de haber aprendido a caminar como cualquier ser humano.
Se detuvo a exactamente tres metros de distancia del grupo de héroes más cercano. La distancia no parecía casual; había algo deliberado en esa separación específica, como si hubiera sido calculada para optimizar algún efecto psicológico particular.
Con una fluidez que parecía ensayada durante años, llevó una mano a su pecho y la otra a su espalda, ejecutando una reverencia que era un estudio en perfección formal. El gesto duró exactamente tres segundos, ni más ni menos, antes de erguirse nuevamente con la misma lentitud controlada.
El silencio que siguió fue más denso que el anterior. Los héroes permanecieron en guardia, pero había algo desconcertante en la cortesía formal del joven que los hacía dudar de sus primeros instintos. Era como si hubieran preparado sus armas para enfrentar a un lobo y se encontraran con alguien ofreciéndoles té.
El joven aclaró su garganta con un sonido suave, casi musical, antes de hablar. Su voz emergió tranquila, firme, imbuida de una cortesía que sonaba genuina pero que llevaba un eco de algo más profundo y perturbador.
— Permítanme presentarme... —Su tono era el de un anfitrión recibiendo invitados distinguidos en su hogar, no el de un enemigo en medio de lo que prometía ser una guerra—. Soy Shirakumo. Shirakumo Kūgirō.
El apellido cayó sobre algunos como un meteorito impactando la superficie de un lago tranquilo. Las ondas de shock se expandieron de manera visible, especialmente entre los veteranos retirados cuyas expresiones cambiaron instantáneamente de preparación cautelosa a algo mucho más complejo y doloroso.
En la base de observación, a kilómetros de distancia, Aizawa sintió como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies. Su respiración se detuvo completamente, sus ojos se abrieron hasta mostrar más blanco que iris. El nombre resonó en su mente como un eco de décadas, despertando memorias que había mantenido cuidadosamente sedadas.
"Shirakumo."
A su lado, Hizashi había quedado completamente helado frente a la pantalla de transmisión. Sus característicos gestos animados habían cesado por completo, reemplazados por una rigidez que hablaba de trauma reactivado. Sus labios se movían silenciosamente, repitiendo el nombre como si fuera una oración o una maldición.
Oboro. Su amigo. Su hermano de armas. El joven héroe cuya muerte había cambiado todo, cuyo legado había sido manchado por años de manipulación bajo All For One. Liberado finalmente después de décadas de esclavitud mental, devuelto a la paz que se merecía. ¿Cómo podía ese apellido volver a resonar en labios de un extraño?
El joven frente a los héroes no podía tener más de veinte años. Las matemáticas no tenían sentido: era imposible que fuera hijo de Oboro, quien había muerto siendo poco más que un adolescente. Y sin embargo, había algo en la manera en que pronunció el nombre, una familiaridad que no podía ser fingida, que sugería una conexión real y profunda.
Los dos veteranos se miraron desde sus respectivas posiciones en la base. No había necesidad de palabras; ambos veían la misma imposibilidad reflejada en los ojos del otro. Preguntas se formaban y se disolvían sin encontrar respuestas: ¿quién era este joven? ¿Cómo conocía ese apellido? ¿Y por qué su mera presencia se sentía como una profanación de memorias sagradas?
Kūgirō continuó su discurso con la misma calma ceremonial que había caracterizado su entrada. Agradeció la presencia de los héroes como si estuviera dirigiéndose a invitados en una gala benéfica, los felicitó por haber tomado "la decisión correcta" con un tono que sugería aprobación, y concluyó con una disculpa suave por cualquier inconveniente causado y por la espera.
La disrupción cognitiva era palpable. Los héroes habían venido preparados para enfrentar villanos sedientos de sangre, monstruos hambrientos de destrucción, enemigos que encajaran en las categorías familiares del bien y el mal. En lugar de eso, se encontraban con alguien que parecía haber escapado de una novela de época, alguien cuya cortesía era tan impecable que se volvía siniestra.
Koichi sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. Había algo profundamente perturbador en esa amabilidad, algo que desafiaba todos sus instintos y lo hacía sentir como si estuviera parado en arenas movedizas. No podía identificar exactamente qué era lo que estaba mal, pero cada célula de su cuerpo le gritaba que corriera.
Entonces, sin romper la compostura ni alterar su expresión serena, el cuerpo del joven comenzó a elevarse lentamente del suelo.
La levitación no fue dramática ni explosiva. Fue gradual, controlada, como si las leyes de la gravedad simplemente hubieran decidido hacer una excepción personal para él. Sus pies se separaron del asfalto centímetro a centímetro, manteniendo la misma postura elegante que había mostrado desde su aparición.
Los héroes lo siguieron con la mirada, músculos tensándose aún más si eso era posible, mientras el joven extendía un brazo hacia ellos en un gesto que era simultáneamente invitador y amenazante. Su mano se abrió como una flor marchita, dedos extendiéndose con gracia sobrenatural.
De su palma brotó una nube espesa, de un color morado que parecía absorber la luz circundante. La neblina se desplegó como un telón viviente, extendiéndose en todas direcciones con una fluidez que desafiaba los patrones normales de dispersión de gases. No se movía empujada por el viento; se movía con propósito, con intención, como si fuera una extensión de la voluntad del joven.
Los veteranos sintieron como si un puño invisible les hubiera golpeado el estómago. Esa niebla, ese color específico, esa manera de moverse... era imposible no reconocerla. Era el mismo don que había aterrorizado a una generación, el mismo poder que había sido forjado en dolor y manipulación durante décadas.
Kurogiri.
El nombre no necesitó ser pronunciado para resonar en las mentes de todos los presentes. Los más jóvenes no comprendían completamente el significado histórico, pero podían sentir el miedo ancestral que emanaba de sus superiores. Los veteranos, por su parte, estaban siendo transportados contra su voluntad a batallas que creían haber dejado atrás para siempre.
El silencio se quebró como cristal impactado por un martillo. Los héroes se movieron como un organismo único, adoptando posiciones defensivas con una sincronización que hablaba de años de entrenamiento conjunto. Armas aparecieron en manos expertas, dones se activaron llenando el aire de energía potencial, músculos se tensaron preparándose para la explosión de violencia que parecía inevitable.
Sus rostros se habían transformado en un mosaico de emociones complejas: ira por haber sido manipulados emocionalmente por la cortesía falsa del enemigo, temor por lo que representaba ese poder familiar, angustia por las memorias que había despertado, y por encima de todo, una determinación férrea que ardía con la intensidad de años de entrenamiento y sacrificio.
Koichi sintió cómo su propio don respondía a la tensión, la misma presión que se extendía por su garganta hasta su pecho en anticipación. A su lado, Kaede había adoptado una postura que reconocía de incontables sesiones de entrenamiento, pero que ahora llevaba un peso diferente, más mortal.
La niebla morada continuó creciendo, extendiéndose por las calles como una infección sobrenatural. Su densidad aumentaba gradualmente, oscureciendo primero los edificios distantes, luego los cercanos, creando la sensación claustrofóbica de que el mundo se estaba encogiendo a su alrededor.
Y entonces, desde las profundidades de esa bruma imposible, comenzaron a surgir las primeras figuras.
Las siluetas emergieron una por una, materializándose desde la niebla como pesadillas cobrando forma física. No aparecieron de manera dramática; simplemente... estuvieron allí, como si siempre hubieran estado esperando su momento para ser reveladas.
Los primeros en aparecer fueron rostros que las generaciones anteriores reconocieron inmediatamente: villanos de renombre que habían marcado épocas enteras, nombres que habían sido pronunciados en susurros por padres advirtiendo a sus hijos sobre los peligros del mundo. Algunos llevaban décadas muertos, otros habían sido encerrados en prisiones de las que supuestamente era imposible escapar.
Pero junto a estos veteranos del mal aparecieron figuras más jóvenes, herederos de legados oscuros que continuaban tradiciones de destrucción iniciadas por generaciones anteriores. Sus rostros eran desconocidos para la mayoría, pero llevaban la misma marca inconfundible de quienes han elegido caminar por senderos de sombras.
La niebla continuó vomitando figuras hasta que las calles se llenaron con un ejército que parecía no tener fin. Cientos, tal vez miles de villanos llenando cada espacio disponible, creando una masa humana que se extendía más allá de lo que los ojos podían abarcar.
Koichi sintió cómo su garganta se secaba mientras contaba mentalmente. Los números no cerraban, no podían cerrar. Incluso sumando todos los héroes profesionales, estudiantes avanzados y veteranos salidos del retiro, seguían siendo superados numéricamente por una proporción que hacía que la palabra "batalla" pareciera un eufemismo optimista.
El joven Shirakumo, aún flotando serenamente sobre la multitud, mantuvo su sonrisa cortés mientras observaba la formación de ambos ejércitos. Su expresión no mostraba triunfo ni malicia, sino algo mucho más perturbador: satisfacción tranquila, como si estuviera viendo desarrollarse exactamente el escenario que había previsto.
La guerra había comenzado oficialmente. No con explosiones ni gritos de batalla, sino con la aparición silenciosa de un ejército que desafiaba toda lógica y la sonrisa educada de un joven que llevaba un apellido que debería haber permanecido enterrado para siempre.
En la base de observación, Aizawa y Hizashi continuaban mirando la pantalla con expresiones de horror creciente. Las preguntas se multiplicaban sin respuesta: ¿quién era realmente este Kūgirō? ¿Cómo había obtenido ese poder? ¿Y por qué su presencia se sentía como una violación de todo lo que habían logrado sanar después de perder a su amigo?
Las sombras del pasado no solo habían regresado; habían traído consigo refuerzos que nadie había anticipado. Y en medio de todo, un joven de identidad imposible sonreía con la cortesía de quien invita a cenar, mientras preparaba lo que prometía ser el banquete más sangriento que el mundo heroico hubiera presenciado jamás.