ID de la obra: 1303

Linea Blanca

Slash
NC-17
Finalizada
0
Tamaño:
228 páginas, 129.285 palabras, 25 capítulos
Descripción:
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Capítulo 23

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El aire vibraba con la intensidad de mil batallas cuando Touma Shimura apareció en el frente sur del campo de guerra. Su presencia era diferente, más cruda que la de los otros héroes que luchaban con estrategias calculadas y movimientos medidos. Él no. Cada músculo de su cuerpo se tensaba como un resorte a punto de estallar, cada paso resonaba con la fuerza de alguien que no tenía nada que perder y todo por demostrar. Sus puños se cerraron con fuerza mientras observaba el caos que se extendía ante él. Los villanos avanzaban como una marea oscura, sus gritos de guerra mezclándose con el estruendo de las explosiones que sacudían la tierra bajo sus pies. Pero Touma no retrocedió. Su cuerpo se lanzó hacia adelante como un proyectil humano, una mezcla perfecta de instinto salvaje y disciplina forjada en las calles más duras de la ciudad. Había poca elegancia en su estilo de combate. Donde otros héroes buscaban la precisión, él optaba por la fuerza bruta. Sus movimientos eran directos, sin adornos, como puñaladas certeras dirigidas al corazón del enemigo. Cada golpe llevaba consigo años de rabia contenida, de frustración acumulada, de noches en vela preguntándose por qué el destino le había dado un don tan destructivo. El primer villano cayó ante él con un grito ahogado. Touma había extendido su palma completa hacia el pecho del hombre, y en segundos, el cuerpo se desintegró en una cascada de polvo gris que el viento arrastró como si nunca hubiera existido. El segundo corrió la misma suerte. Y el tercero. Y el cuarto. Con cada muerte, el sudor resbalaba más abundante por su frente, pegando mechones negros a su rostro contraído por el esfuerzo. El polvo de sus víctimas se adhería a su ropa blanca, creando una máscara macabra que lo transformaba en algo más siniestro de lo que realmente era. Sus manos temblaban imperceptiblemente después de cada desintegración, no por el agotamiento físico, sino por el peso emocional que cada muerte depositaba sobre sus hombros. "No quiero matarlos…" pensaba una y otra vez, mientras sus dedos se extendían hacia otro enemigo que se abalanzaba sobre él con un cuchillo en alto. "Pero no hay otra opción." El arma se desintegró primero, reducida a fragmentos metálicos que cayeron como lluvia dorada. Luego fue el turno del brazo que la sostenía, y finalmente, todo el cuerpo del atacante se desvaneció en el aire como una pesadilla que se disuelve al amanecer. Cada vez que alguien se convertía en cenizas entre sus dedos, Touma sentía como si un puñal frío se hundiera más profundo en su pecho. Su quirk no conocía la piedad. No ofrecía segundas oportunidades ni medias tintas. Era un don creado para destruir, para borrar, para acabar con todo lo que tocara. Y aun así, él debía usarlo. Debía cargar con esa condena que parecía haberse grabado a fuego en su alma desde el día que nació. El eco de una frase lo perseguía incluso en medio del combate: "Los hijos de…" Nunca eran ellos mismos, nunca eran individuos con identidad propia. Siempre eran herencias andantes, apellidos que pesaban como cadenas, ecos de batallas que otros habían peleado antes que ellos. Touma odiaba esa sombra con cada fibra de su ser, pero allí estaba, incrustada en su espalda como un hierro candente, empujándolo hacia adelante sin darle descanso. ... Un estruendo ensordecedor lo arrancó de sus pensamientos tortuosos. Una explosión cercana iluminó el cielo nocturno con destellos naranjas y rojos, pintando las nubes de humo con colores infernales. Pero no fue el sonido lo que heló la sangre en sus venas. Fue esa presencia. Esa aura familiar y terrible que conocía mejor que a su propia sombra. Se giró lentamente, como si el movimiento fuera a confirmar sus peores temores. De entre los escombros humeantes, una silueta emergió con pasos medidos y elegantes. Kūgirō caminaba entre la destrucción como si fuera el dueño indiscutible de aquel infierno. Su porte era impecable, tan fuera de lugar como inquietante. El traje negro sin una sola arruga, los guantes blancos inmaculados, incluso su cabello violeta perfectamente peinado a pesar del caos que lo rodeaba. No necesitaba levantar la voz ni hacer gestos dramáticos para dominar la situación. Su simple presencia bastaba para que el aire mismo pareciera obedecerle. Caminaba como un director de orquesta dirigiendo una sinfonía de muerte y destrucción, y el campo de batalla entero parecía moverse al compás de sus pasos. Sus mechones morados cubrían parcialmente sus ojos, ocultando una mirada vacia, pero la tensión que lo rodeaba era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Y entonces, detrás de él, la sombra se volvió un cuerpo sólido. Avanzaba con pasos firmes y decididos, haciendo que el suelo temblara ligeramente con cada pisada. El polvo del campo de batalla comenzó a vibrar en su presencia, los fragmentos de piedra se elevaban del suelo para flotar en torno suyo como un enjambre de proyectiles obedientes. La tierra misma parecía reconocer a su maestro y se alzaba para servirle. Touma lo supo antes de que el rostro quedara completamente al descubierto. Su corazón se detuvo por un instante, luego comenzó a latir con una violencia que le dolía en el pecho. — No… —murmuró, sintiendo como su garganta se cerraba hasta convertir su voz en poco más que un susurro ahogado—. No puede ser… Pero la realidad era implacable. Allí, emergiendo de las sombras con la misma determinación férrea que lo había caracterizado desde niño, estaba Tatsuo Shimura. Su hermano mayor. Su compañero de infancia. Su mejor amigo. Su peor pesadilla. El ruido ensordecedor de la guerra se desvaneció como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo entero. Las explosiones distantes, los gritos de batalla, las sirenas de emergencia, todo se apagó hasta convertirse en un murmullo lejano e irrelevante. Un cristal invisible parecía encapsular a los dos hermanos, aislándolos del resto del universo para que pudieran enfrentarse a solas con su destino. El silencio que los rodeaba era extraño, denso, cargado de una tensión que hacía difícil respirar. Era el silencio que precede a las tormentas más devastadoras, esa calma antinatural que anuncia que algo terrible está a punto de suceder. — Tatsuo… —La voz de Touma salió como un susurro desgarrado, cargado de años de dolor y nostalgia. Su hermano mayor lo observaba con una calma que resultaba más aterradora que cualquier explosión de ira. No había afecto en esos ojos que una vez lo habían mirado con cariño fraternal. No había la calidez que recordaba de las noches de tormenta, cuando Tatsuo lo consolaba y le prometía que siempre estarían juntos. Ahora lo miraba con la frialdad de un juez que está a punto de dictar una sentencia de muerte. — Touma. —No fue un saludo. Fue una condena pronunciada con la solemnidad de quien está cumpliendo con un deber doloroso pero necesario. En ese instante, los recuerdos se amontonaron en la mente de Touma como avalancha imparable. Noches compartidas bajo las estrellas, planeando el futuro y jurándose lealtad eterna. Entrenamientos juntos en el patio trasero de la casa, cuando todavía creían que sus quirks los convertirían en el dúo de villanos más poderoso del mundo. Risas bajo el mismo techo, comidas en familia, peleas tontas que terminaban en abrazos y disculpas. Dos años atrás habían sido inseparables. Solo dos años. Veinticuatro meses. Setecientos treinta días. Y sin embargo, parecían haber transcurrido siglos desde la última vez que fueron verdaderamente hermanos. Ahora eran enemigos, parados en lados opuestos de una guerra que ninguno de los dos había buscado pero que ambos estaban condenados a pelear. — ¿Cómo puedes hacer esto? —Touma apretó el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos, temblando de una rabia que no sabía si dirigir hacia su hermano o hacia el destino cruel que los había separado— ¡Sabes perfectamente el daño que están causando! ¿Qué estás haciendo, Tatsuo? ¡Eres la cabeza de esto, no lo niegues! El aire alrededor de Tatsuo cobró vida instantáneamente. El polvo se alzó en espirales violentos, girando como cuchillas microscópicas que prometían cortar todo lo que se interpusiera en su camino. Su voz salió como un látigo, cada palabra cargada de desprecio y decepción. — No hables como si no lo supieras —Los ojos de Tatsuo se encendieron con una luz fría—. Yo cumplo con mi deber. Sigo el camino que nuestro linaje me ha marcado desde antes de nacer. Tú, en cambio… —hizo una pausa, y cuando continuó, su voz destilaba una amargura que cortaba más profundo que cualquier arma—. Deberías sentir vergüenza. Has traicionado tu sangre. Nos traicionaste a nosotros. Me traicionaste a mí. Touma apretó los dientes, sintiendo como el aire se volvía cada vez más pesado y difícil de respirar. Sus pulmones luchaban contra la opresión que parecía querer aplastarlo. El peso de los recuerdos se sumaba a la densidad del ambiente, creando una sensación de ahogo que lo hacía tambalear. Fue entonces cuando notó un movimiento diferente. Kūgirō, que hasta ese momento había permanecido inmóvil como una estatua, dio un paso hacia Tatsuo. No era un movimiento hostil ni agresivo. Era delicado, cuidadoso, lleno de una devoción silenciosa que hablaba más fuerte que cualquier declaración amorosa. Como un guardián silencioso que se posiciona para proteger lo que más ama en el mundo. El gesto fue suficiente. Touma lo entendió todo en un instante, y una risa amarga, cargada de ironía y tristeza, se le escapó de los labios. — Ya veo… —Alzó el rostro hacia su hermano, y su sonrisa era tan rota que mostraba más dolor que cualquier lágrima—. Al final te enamoraste. Estás saliendo con el mayordomo de la Liga. Sabía que la palabra era veneno puro. Kūgirō detestaba ser reducido a esa etiqueta despectiva, y Touma lo sabía perfectamente. Pero lo que más lo destrozaba no era herir al villano, sino darse cuenta de que lo que más le dolía era ver a su hermano parado en el lugar equivocado, luchando por las causas equivocadas, amando a la persona equivocada. — Quisiera alegrarme por ti, de verdad. —Su voz se quebró ligeramente—. Pero no puedo. No cuando estás parado en ese lugar. No cuando has elegido ese camino. Tatsuo giró el rostro apenas unos centímetros hacia Kūgirō, y en ese gesto mínimo había más intimidad y cariño que en mil palabras de amor. — Aléjate. —Su voz se suavizó por primera vez desde que había aparecido—. Este es un asunto mío. Debo arreglarlo con mi hermano. Kūgirō obedeció con un leve asentimiento, aunque no se apartó completamente del área. Sus ojos fríos y calculadores siguieron cada movimiento, cada respiración, cada parpadeo. Su cuerpo permanecía listo para interponerse si alguien más osaba interrumpir lo que estaba a punto de convertirse en un duelo entre hermanos. El silencio se quebró como un cristal impactado por un martillo. El polvo se levantó del suelo con la violencia de una ráfaga cortante, avanzando hacia Touma como miles de cuchillas microscópicas que buscaban desgarrar su piel y abrir heridas que nunca sanarían. Él reaccionó con los reflejos acerados que había desarrollado durante años de entrenamiento con su familia y la U.A. Lanzó la mano hacia los escombros más cercanos, desintegrándolos en cascadas de polvo fino que inmediatamente redirigió hacia su hermano para crear una cortina que cubriera su retirada. Cada vez que su palma se extendía completamente hacia Tatsuo, la detenía en el último segundo. No podía tocarlo. No podía matarlo. No así. No de esa manera. Tatsuo avanzaba con la mirada encendida de una determinación férrea, cada ataque que lanzaba venía acompañado de palabras que golpeaban tan fuerte como sus puños: — Eres débil. —Un proyectil de polvo compactado silbó junto al oído de Touma—. No puedes escapar de lo que eres, de lo que siempre has sido. —Otro ataque, más certero, que arrancó un pedazo de la chaqueta del héroe—. Aún puedes volver. Todavía estás a tiempo de tomar la decisión correcta. Touma retrocedía como podía, deshaciéndose de proyectiles, esquivando ataques, resistiendo con los dientes apretados hasta que la mandíbula no daba más presión. — ¡Prefiero ser débil antes que un monstruo como tú! —gritó de vuelta, lanzando su propia andanada de escombros desintegrados. Ambos se lanzaron al mismo tiempo, y el mundo entre ellos se convirtió en un torbellino de polvo, gritos desgarrados y escombros que se desintegraban y reintegraban en un ciclo interminable de destrucción. El duelo era físico y emocional al mismo tiempo: cada golpe llevaba consigo reproches acumulados durante años, cada esquiva era un recuerdo roto que se hacía añicos contra el pavimento. Tatsuo lanzaba puñetazos cargados de polvo compactado, golpes que podían atravesar muros de concreto. Touma respondía con desintegraciones precisas, convirtiendo los ataques en nubes inofensivas que se dispersaban en el aire. Era una danza mortal entre dos hermanos que se conocían mejor que a ellos mismos, que podían predecir cada movimiento del otro porque habían crecido juntos, entrenado juntos, soñado juntos. Y a lo lejos, Kūgirō observaba con una intensidad que quemaba. Inmóvil como una estatua, firme como una montaña, apartando con precisión quirúrgica a cualquier héroe o villano que intentara acercarse al duelo. Como si protegiera la intimidad sagrada de una tragedia familiar que nadie más tenía derecho a presenciar. Los minutos pasaban como horas. Los hermanos sangraban, sudaban, jadeaban, pero ninguno cedía terreno. Era una pelea que podría durar eternidades, porque ambos conocían tan bien al otro que era como luchar contra un espejo. La tensión había alcanzado un punto insoportable. El aire mismo parecía vibrar con la electricidad de mil tormentas contenidas. Con cada minuto que transcurría, la guerra se iba consumiendo a sí misma como una serpiente que se devora la cola. El humo, espeso y negro, se mezclaba con el olor metálico de la sangre y el polvo de los escombros hasta crear una atmósfera irrespirable. Los gritos de batalla, que al principio de la noche habían resonado con la fuerza de mil guerreros sedientos de gloria, ahora salían roncos y apagados de gargantas resecas. Eran ecos fantasmales que anunciaban el colapso inevitable de ambos bandos. Los héroes caían sobre las ruinas como hojas muertas, algunos sin vida, otros arrastrando cuerpos heridos que parecían desarmarse con cada movimiento. Los villanos no estaban en mejor situación; sus filas, antes imponentes, habían sido derribadas por la brutalidad de un enfrentamiento que había durado demasiado y costado más de lo que cualquiera había imaginado. Era la recta final. Todos lo sabían, aunque ninguno se atrevía a decirlo en voz alta. La guerra estaba llegando a su clímax, y el precio que habría que pagar sería más alto de lo que cualquier bando había calculado. En medio de aquel paisaje desolador, los hermanos Shimura continuaban su duelo personal, ajenos al resto del mundo. Se mantenían encerrados en su propio infierno particular, donde solo existían ellos dos y el peso aplastante de una historia compartida que se estaba deshaciendo a golpes. Peleaban como si el destino del universo dependiera únicamente de sus puños. Golpes directos que resonaban como disparos, patadas certeras que levantaban nubes de polvo, el sonido seco y brutal de huesos chocando contra carne. Escombros lanzados con la precisión de quienes conocían los ritmos del otro desde que aprendieron a caminar. Cada ataque llevaba un reproche grabado a fuego, cada esquiva contenía un recuerdo que se hacía pedazos. El dolor que compartían no era únicamente físico. Era el eco de una infancia que se había vuelto cenizas, de una promesa de unidad que se había quebrado como cristal al caer. Habían crecido jurándose que jamás pelearían solos, que siempre serían dos contra el mundo, inseparables, complementarios como las dos mitades de una misma alma. Y sin embargo, cuando una rama se pudre, todo el árbol termina por marchitarse. Esa imagen flotaba entre ambos mientras sus cuerpos sangraban, golpe tras golpe, como si el lazo inquebrantable que los había unido durante la infancia se deshiciera con cada impacto. El sol comenzaba a asomar por el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja agrietado que reflejaba perfectamente el estado del campo de batalla. Su luz débil se filtraba entre el humo y las nubes, creando sombras alargadas que parecían fantasmas de todos los caídos. Ambos hermanos estaban exhaustos, respirando con dificultad, el sudor y la sangre mezclándose en sus rostros endurecidos por horas de combate. Sus movimientos se habían vuelto más lentos, menos precisos. Los golpes ya no tenían la fuerza devastadora del inicio, y los ataques de polvo de Tatsuo perdían intensidad con cada uso de su quirk. Era evidente que el duelo estaba llegando a su fin, que uno de los dos tendría que ceder pronto. Fue entonces que Tatsuo, con un movimiento que tomó por sorpresa a su hermano menor, bajó completamente la guardia. Su respiración temblaba como la de alguien que está haciendo el esfuerzo más grande de su vida. Cuando habló, su voz salió por primera vez con un calor genuino que derritió la dureza del ambiente como el sol derrite la nieve: — Ven conmigo. —Las palabras salieron cargadas de una súplica que no había mostrado hasta ese momento—. Aún estás a tiempo. Vuelve a casa, Touma. Vuelve conmigo. Touma lo miró, y en ese instante, todo cambió. La guerra desapareció de su percepción. El humo se desvaneció, los gritos se silenciaron, las explosiones distantes se convirtieron en susurros inaudibles. Frente a él ya no estaba el guerrero endurecido por el odio, el líder implacable de la Liga de Villanos, el enemigo que había venido a detener. Frente a él estaba el niño de ocho años que lo protegía de las tormentas nocturnas. El hermano mayor que se metía en su cama cuando los truenos sonaban demasiado fuerte, que lo abrazaba hasta que dejaba de temblar y le susurraba historias divertidas al oído hasta que se quedaba dormido. Recordó aquella noche específica en que una tormenta particularmente violenta había sacudido la casa durante horas, y Tatsuo había permanecido despierto toda la noche, acariciándole el cabello y prometiéndole que siempre lo protegería. "Siempre vamos a estar juntos", le había dicho aquella noche. "Pase lo que pase, siempre seremos hermanos. Eso nunca va a cambiar." Su corazón dio un vuelco tan violento que sintió como si se le fuera a salir del pecho. Las lágrimas brotaron sin permiso de sus ojos, corriendo por sus mejillas sucias de polvo y sangre. Bajó los puños, la respiración entrecortada, y con pasos torpes e inciertos comenzó a acercarse a su hermano. A lo lejos, Koichi presenció la escena con horror creciente. Maltrecho y con el cuerpo a punto de desplomarse por el agotamiento, el instinto le gritaba que corriera, que detuviera a Touma, que le gritara que no lo hiciera. Sus piernas se tensaron, listas para lanzarlo hacia adelante. Pero antes de que pudiera dar el primer paso, Kaede se interpuso con la velocidad de un rayo. Su brazo sano lo atrapó con una fuerza que lo sorprendió, considerando las heridas que ella también cargaba. La dureza en sus ojos negros no dejaba lugar a dudas: — No. —Su susurro áspero cortó el aire como un cuchillo— Si te acercas, morirás. Ella había sido testigo de primera mano de la forma cruel y eficiente en que Kūgirō eliminaba a quienes se acercaban demasiado. Había visto cómo usaba quirks diferentes, como si fuera un monstruo hecho de varias vidas robadas, una abominación que había absorbido los poderes de sus víctimas. Nadie entendía completamente cómo lo hacía, pero Kaede había presenciado suficientes ejecuciones para saber que acercarse significaba una muerte segura. No permitiría que Koichi se convirtiera en otra víctima de esa bestia vestida de traje. Mientras tanto, Touma acortaba la distancia hacia Tatsuo con pasos vacilantes, como un sonámbulo que camina hacia su destino. Para el mayor de los Shimura, la visión también se había distorsionado. Ya no veía al héroe rebelde que había elegido traicionar a su familia, al ingrato que había escogido el bando equivocado en una guerra que debería haber terminado con ambos del mismo lado. En su lugar, sus ojos le devolvían la imagen de un niño de cuatro años con mejillas regordetas y ojos brillantes. El pequeño que lo seguía a todas partes como un cachorro fiel, que lloraba cuando no lo incluían en los juegos de los niños mayores y que buscaba refugio en él cada vez que el mundo se volvía demasiado grande y aterrador. El corazón de Tatsuo se quebró con esa ilusión cruel y hermosa. Sin pensarlo dos veces, abrió los brazos y permitió que Touma lo abrazara. Por un instante que duró una eternidad, la guerra se detuvo. El contacto fue cálido como las mañanas de verano de su infancia. Era un espejismo perfecto de los días en que nada los separaba, cuando el mundo entero cabía en el patio trasero de su casa y sus mayores preocupaciones eran decidir qué jugar después del desayuno. Tatsuo bajó la guardia por completo, permitiendo que sus músculos se relajaran por primera vez en horas. Sus labios temblaron con la fuerza de emociones que había mantenido enterradas durante demasiado tiempo, y con un susurro cargado de alivio murmuró: — Has tomado la decisión correcta, Touma. —Su voz era la de un hermano mayor orgulloso, la de alguien que finalmente puede respirar en paz—. Ahora estamos juntos otra vez. Como siempre debió ser. Pero la ilusión se hizo añicos con la crueldad de un globo reventado. Un hilo de sangre espesa escapó por la comisura de la boca de Tatsuo. Sus ojos se abrieron con sorpresa y horror, y su cuerpo se tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Comenzó a perder color gradualmente, como una fotografía que se desvanece bajo el sol. Su piel se volvió gris, luego ceniza, luego nada. Cuando la bruma final se disipó llevándose los últimos restos de su hermano, Touma se quedó con la mano extendida hacia el vacío. Su palma desnuda, la misma que había desintegrado a tantos enemigos durante la noche, aún temblaba en el aire donde momentos antes había estado la espalda de Tatsuo. La realización lo golpeó como un martillo contra el pecho. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor tan pura que parecía inhumana, las lágrimas brotaron con una violencia que lo sorprendió, y un sollozo desgarrador escapó desde lo más profundo de su alma: — Lo siento, Tatsuo... —Su voz se quebró en mil pedazos—. Lo siento tanto, hermano… Perdóname, por favor, perdóname… Las palabras salían entrecortadas, ahogadas por sollozos que sacudían todo su cuerpo. Se abrazó a sí mismo, doblándose hacia adelante como si tratara de contener algo que se estaba derramando de su interior. El tiempo pareció congelarse alrededor de la tragedia. Kūgirō, que hasta ese momento había observado desde la distancia con su compostura inquebrantable, rompió por primera vez su máscara de perfección absoluta. Corrió hacia ellos con una desesperación que contrastaba brutalmente con su elegancia habitual. Sus pasos perdieron la gracia medida que siempre los había caracterizado, volviéndose torpes, urgentes, humanos. Llegó demasiado tarde, como siempre llegan quienes más aman cuando más se los necesita. Se arrodilló sin importarle que la tierra manchara su traje impecable, sin preocuparse por la sangre que empapaba la tela negra de sus pantalones. Con desesperación creciente, hundió sus manos enguantadas en la pequeña montaña de cenizas que era todo lo que quedaba del hombre que había amado más que a su propia vida. Sus dedos se aferraron a aquellos restos como si con solo tocarlos pudiera devolverle forma, sustancia, aliento. Como si el amor fuera suficiente para revertir la muerte y traer de vuelta a quien se había ido para siempre. Sus gritos sacudieron la atmósfera con una fuerza que hizo temblar los escombros cercanos. Era la primera vez que alguien lo escuchaba perder el control, la primera vez que su voz perfectamente modulada se quebraba y se volvía áspera, desesperada, completamente humana: — ¿¡Qué has hecho!? —rugió, y sus ojos se encendieron con una mezcla de odio y desesperación que era aterradora de contemplar—. ¿¡QUÉ HAS HECHO!? Por primera vez en años, su rostro perfecto y frío se desfiguraba bajo el peso de la tragedia más pura. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas pálidas, llevándose consigo la máscara de serenidad que había llevado durante tanto tiempo. Su cabello violeta, siempre perfectamente peinado, se desordenaba mientras se removía entre las cenizas con una furia que rayaba en la locura. Cuando levantó la cabeza para mirar a Touma, uno de sus ojos quedó completamente expuesto bajo la cortina desordenada de su cabello. Ese ojo reflejaba una mezcla devastadora de amor roto y odio puro, como si fuera capaz de amar y odiar con la misma intensidad destructiva. Touma, destrozado por la culpa, apenas podía mantenerse en pie. Las piernas le temblaban como las de un recién nacido, y la garganta se le cerraba hasta hacer que las palabras salieran ahogadas: — No... no quería... tenía que... era la única forma... Pero sus explicaciones se perdían en el viento. No había palabras en ningún idioma que pudieran justificar lo que había hecho. Había matado con sus propias manos al único hermano que había jurado proteger, al único hombre que lo había amado incondicionalmente desde el día que nació. El silencio se rompió con la violencia de una explosión. Kūgirō se abalanzó sobre Touma con una furia que transcendía lo humano, que pertenecía más bien al reino de las bestias heridas que luchan por vengar a sus cachorros muertos. Sus manos impactaron contra el rostro de Touma con la fuerza de martillos, cada golpe acompañado por un grito de rabia que salía desde las profundidades de su alma destrozada. Los guantes blancos, antes inmaculados, se mancharon inmediatamente de sangre. Sangre que salpicaba su traje perfecto, que convertía su elegancia en algo grotesco y primitivo. El héroe apenas se mantenía en pie, tambaleándose como un borracho, sin la voluntad ni la fuerza para defenderse. Cada puñetazo que recibía lo sentía merecido, cada gota de sangre que derramaba era un tributo insuficiente al hermano que había perdido. Sus brazos colgaban flácidos a los costados, como los de una muñeca rota. Hasta que Kūgirō, temblando de una rabia que amenazaba con consumirlo entero, colocó ambas manos alrededor del cuello de Touma. El aire comenzó a escapar lentamente, como si fuera arrancado gota a gota de sus pulmones. Touma forcejeaba débilmente, sus dedos desnudos tocando los brazos de Kūgirō una y otra vez, intentando desesperadamente desintegrarlos, pero era completamente inútil. Su don, que había sido tan efectivo contra todos los demás enemigos de la noche, no surtía ningún efecto en él. Era como si una maldición cruel los condenara a enfrentarse sin que Touma pudiera defenderse usando su poder más letal. Kūgirō escupía palabras entre dientes, cada una más envenenada que la anterior, cada sílaba cargada de un dolor que se convertía en furia asesina: — Te quitaré la vida con mis propias manos… —Su voz era un rugido ronco—. ¡Como tú se la quitaste a él! ¡Ojo por ojo! El campo de batalla entero se detuvo. Héroes y villanos por igual, los pocos que quedaban conscientes después de horas de combate brutal, contemplaban la escena con una mezcla de horror y fascinación. Su líder había caído. El hombre que había orquestado toda la operación había sido reducido a cenizas por su propio hermano. Y ahora, lo único que quedaba era la furia desatada de Kūgirō, un monstruo impredecible y devastadoramente poderoso, dispuesto a arrasar con todo y con todos para vengar al hombre que había amado. Kūgirō no escuchaba nada más que el rugido ensordecedor de su propia rabia. El mundo a su alrededor se había reducido a un punto: el cuello de Touma entre sus manos. Sus dedos enguantados se cerraban como tenazas alrededor de la garganta del héroe, apretando con un odio que no conocía límites, que transcendía cualquier forma de racionalidad. La presión era constante, implacable. Touma podía sentir como su tráquea se comprimía lentamente, como si estuviera siendo aplastada por una prensa hidráulica operada por la venganza pura. Los dedos de Kūgirō marcaban la piel de su cuello, dejando huellas que se volverían moretones si hubiera tenido tiempo de sanar. Su respiración se volvía cada vez más débil, más entrecortada, hasta que ya no fue más que un suspiro desesperado que apenas lograba filtrarse entre sus labios entreabiertos. Touma pataleó al principio, arañó los brazos de su atacante, buscó liberarse con la desesperación de quien siente que la vida se le escapa segundo a segundo, pero la fuerza lo abandonaba como agua que se derrama de un recipiente agrietado. La oscuridad se colaba en los bordes de su visión, expandiéndose hacia el centro como una mancha de tinta sobre papel húmedo. Los sonidos de la guerra se reducían a un zumbido distante e irrelevante, como el murmullo de conversaciones en otra habitación. Su pulso, que había latido con violencia durante toda la noche, comenzó a hacerse irregular, más lento, como un reloj al que se le acaba la cuerda. Sus manos, antes tensas y llenas de vida, cayeron flácidas a los costados de su cuerpo. Sus ojos, que habían ardido con determinación durante horas de combate, se cerraron con la pesadez de un sueño del que sabía que no podría despertar jamás. Kūgirō bajó el rostro, jadeando como un animal agotado después de la caza. Sus cabellos violetas cubrían la mitad de su expresión deshecha, creando sombras que hacían aún más dramática su transformación de aristócrata refinado a bestia vengativa. Cuando habló, su voz salió quebrada, tan distinta de la frialdad habitual que resultaba casi inhumana: — Dile a Tatsuo... —Las palabras salían entrecortadas, interrumpidas por sollozos que hacían temblar todo su cuerpo—. Dile a Tatsuo que lo amo. Que siempre lo amé. Que todo lo que hice... fue por él. Antes de que la última palabra se desvaneciera en el aire cargado de humo y muerte, un golpe inesperado y brutal interrumpió la ejecución. Koichi, con los ojos enrojecidos por la desesperación y las lágrimas, había logrado liberarse de Kaede de la forma más directa posible. Le había dado un codazo feroz en las costillas, dirigido exactamente al punto donde sabía que ella tenía una herida abierta. El dolor la dobló sobre sí misma como una navaja que se cierra, obligándola a soltarlo mientras un grito ahogado escapaba de sus labios. Era la primera vez que Koichi lastimaba intencionalmente a alguien que no fuera un enemigo, pero la desesperación lo había llevado más allá de cualquier consideración moral. Corrió con todas las fuerzas que le quedaban en el cuerpo, atravesando el humo espeso y esquivando los charcos de sangre que manchaban el pavimento destrozado. Sus piernas, que habían estado a punto de ceder por el agotamiento, encontraron una energía sobrenatural alimentada por el terror puro de perder a la persona más importante de su vida. Con un empuje que nació desde lo más profundo de su alma, embistió a Kūgirō con la fuerza de un proyectil humano, arrancándolo de encima de Touma y derribándolo contra las ruinas humeantes de lo que una vez había sido un edificio. Koichi atrapó el cuerpo inmóvil de Touma antes de que golpeara contra el suelo. Lo sostuvo entre sus brazos con la urgencia desesperada de quien quiere negar la realidad a pura fuerza de voluntad, pero sus dedos temblorosos, al palpar el cuello en busca del pulso, confirmaron la verdad que no quería aceptar. No había latido. No había respiración. No había nada. Touma estaba muerto. El mundo se quebró para Koichi como un cristal que impacta contra el pavimento. La realidad se hizo añicos a su alrededor, dejando solo fragmentos cortantes de una verdad imposible de asimilar. Las lágrimas brotaron de sus ojos negros como ríos desbordados, cayendo sin control sobre el rostro inmóvil del hombre que había amado más que a su propia vida. Abrazó aquel cuerpo inerte con una fuerza que nacía de la desesperación más pura, balanceándolo suavemente como si fuera un niño enfermo al que está tratando de arrullar para que se sienta mejor. Como si el simple hecho de no soltarlo jamás pudiera mantenerlo anclado a la vida, pudiera evitar que su alma se fuera a un lugar donde ya no podría seguirlo. Su garganta ardía como si hubiera tragado brasas encendidas. Quería gritar hasta que se le desgarraran las cuerdas vocales, quería insultar al cielo y maldecir al destino cruel que les había hecho esto, pero el nudo que se había formado en su pecho no lo dejaba sacar sonido alguno. Era como si el dolor fuera tan grande que hubiera bloqueado todas sus funciones vitales excepto la capacidad de sufrir. Sus dedos acariciaban el cabello negro de Touma, aún tibio, aún suave. Tocaba su rostro como si fuera la primera vez, memorizando cada línea, cada cicatriz pequeña, cada imperfección que lo había hecho perfecto a sus ojos. Las lágrimas caían sobre las mejillas pálidas del muerto, mezclándose con la sangre seca y el polvo de la batalla. Hasta que levantó la mirada y vio a Kūgirō. El villano se estaba levantando con movimientos torpes, como un depredador herido que aún conserva suficiente fuerza para un último ataque. Se limpió la sangre que resbalaba por la comisura de sus labios con el dorso de la mano, manchando el guante blanco con un rojo brillante que parecía obsceno contra la tela inmaculada. Desde el suelo, lo observó con el mismo odio concentrado que había dirigido a Touma, pero ahora amplificado, purificado, convertido en algo más peligroso aún. El silencio se tensó entre ellos como una cuerda a punto de romperse, hasta que Kūgirō habló con una voz áspera, cargada de veneno y satisfacción cruel: — Él me lo quitó primero. —Sus palabras salían lentas, cada una elegida para causar el mayor daño posible—. Lo mató sin compasión, sin dudarlo siquiera. Yo solo devolví el favor… —Sus labios se curvaron en una sonrisa rota, que era más terrible que cualquier expresión de odio—. Agradece que al menos tienes un cuerpo sobre el cual llorar. Yo no tuve esa suerte. Una niebla morada comenzó a cubrir su silueta como un manto funerario, envolviéndolo lentamente mientras su figura se desvanecía en el aire cargado de humo. Sus últimas palabras flotaron como una maldición, dejando tras de sí un rastro de resentimiento que parecía contaminar el mismo aire: — La guerra ha terminado. Todos hemos perdido algo irreemplazable esta noche. Que vivas con ese conocimiento el resto de tu patética vida. ... El pecho de Koichi ardió como si una supernova hubiera explotado en su interior. Sentía que algo dentro de él se estaba quebrando, no solo emocionalmente, sino físicamente. Era como si un río de lava líquida estuviera ascendiendo por su esófago, quemando todo a su paso, buscando una salida que le permitiera expulsar todo el dolor que no cabía en su cuerpo. Su diafragma se contrajo con una violencia que lo sorprendió, y en un impulso que nació desde el centro mismo, de su alma destrozada, abrazó con más fuerza el cuerpo sin vida de Touma contra su pecho. Como si el dolor pudiera transformarse en un escudo protector, como si el amor fuera suficiente para traer de vuelta a los muertos. Entonces lo sintió. Una vibración que comenzó en lo más profundo de su garganta, algo que se había estado gestando durante toda su vida sin que él lo supiera. Un poder que había permanecido dormido en su sangre, esperando el momento exacto en que el dolor fuera tan grande que no quedara otra opción más que liberarlo. Cuando abrió la boca, el sonido que salió no fue humano. Era un rugido primordial que nació desde las profundidades de la Tierra, un grito que contenía todo el sufrimiento acumulado durante generaciones de su linaje. Alto como el aullido de una sirena de guerra, roto como el corazón que lo había generado, devastador como un huracán que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Era la misma potencia sónica que alguna vez había visto manifestarse en su padre durante momentos de furia extrema, el mismo poder que Kaede había heredado y refinado a lo largo de años de entrenamiento. Pero nunca en él. Nunca había mostrado ni el más mínimo indicio de poseer ese don terrible y magnífico. Un don imposible, heredado por un eco escondido en su sangre, se manifestaba en el momento de mayor dolor, como si el universo hubiera estado esperando esta tragedia específica para revelarle su verdadero potencial. El grito arrasó con todo lo que se encontraba a su paso con la fuerza de una bomba sónica. Las ondas se expandieron en círculos concéntricos, visibles como distorsiones en el aire, como ondas en un estanque pero hechas de puro sonido destructivo. Las ventanas de los edificios cercanos, las pocas que habían sobrevivido a la batalla, explotaron simultáneamente en cascadas de cristales que reflejaban la luz del amanecer como diamantes ensangrentados. Los muros agrietados se resquebrajaron completamente, desmoronándose como castillos de naipes bajo la presión invisible de las ondas sonoras. Las ruinas que aún quedaban en pie se derrumbaron con estruendos que se perdían en el rugido continuo que salía de la garganta de Koichi. Era como si el mundo entero estuviera siendo desmontado pieza por pieza por el poder puro del dolor convertido en sonido. Los héroes y villanos más cercanos fueron lanzados hacia atrás por la violencia de aquel estallido como muñecos de trapo arrojados por un huracán. Sus cuerpos rodaron por el pavimento destrozado, algunos chocando contra escombros, otros quedando enterrados bajo los derrumbes que el grito había causado. Muchos de ellos, incapaces de cubrirse los oídos a tiempo, cayeron al suelo con hilos de sangre brotando de sus canales auditivos. La sangre era roja brillante, casi fluorescente bajo la luz del amanecer, y formaba charcos pequeños que se expandían lentamente alrededor de sus cabezas inconscientes. Los que habían alcanzado a protegerse instintivamente, llevándose las manos a los oídos en un gesto desesperado de autopreservación, sintieron un horror aún más profundo y perturbador. Sus quirks, los poderes que los definían como individuos únicos, que habían sido parte de ellos desde el día que nacieron, desaparecieron. No fue un proceso gradual. No hubo advertencias ni síntomas previos. Simplemente se fueron, como si hubieran sido borrados de golpe de sus códigos genéticos, arrancados del alma por una fuerza que no entendían y contra la cual no podían defenderse. Algunos intentaron activar sus habilidades por instinto, moviendo las manos en los gestos familiares que siempre habían utilizado, pero no pasó nada. Era como tratar de encender una luz después de que se había cortado la electricidad. El interruptor estaba ahí, pero ya no había conexión con la fuente de poder. El pánico se extendió entre los supervivientes como un incendio. Héroes que habían dependido de sus quirks durante décadas se encontraron súbitamente normales, vulnerables, tan frágiles como cualquier civil. Villanos que habían construido toda su identidad alrededor de sus poderes destructivos se vieron reducidos a simples humanos sin nada especial que los distinguiera. En el centro de toda esa devastación, Koichi permanecía de rodillas sobre el pavimento destrozado. Sus ojos, hinchados e inundados de lágrimas que no dejaban de caer, aún sostenían el cuerpo de Touma contra su pecho mientras el mundo a su alrededor temblaba bajo el peso de su dolor. No era solo un héroe llorando una pérdida personal. Era la manifestación física del sufrimiento puro, un epicentro de dolor tan intenso que había logrado alterar la realidad misma. Su grito había sido más que un sonido; había sido una fuerza de la naturaleza, un fenómeno que desafiaba las leyes de la física y la lógica. El rugido continuó durante minutos que parecieron horas, alimentado por una reserva aparentemente infinita de dolor y desesperación. Su garganta debería haberse desgarrado, sus cuerdas vocales deberían haberse roto, pero el poder que lo poseía parecía protegerlo de su propia destrucción. Cuando finalmente se detuvo, el silencio que siguió fue ensordecedor. No era la ausencia de sonido, sino un vacío tan completo que parecía absorber incluso los pensamientos. El campo de batalla entero había quedado paralizado, congelado en un momento de shock colectivo que ningún superviviente olvidaría jamás. Koichi respiraba con dificultad, como si hubiera corrido una maratón, pero sus brazos no aflojaron el abrazo alrededor de Touma. Sus labios se movían en susurros inaudibles, palabras de amor y disculpas que solo el muerto podía escuchar. El amanecer había llegado completamente, bañando la destrucción con una luz dorada que contrastaba cruelmente con la tragedia. Los rayos del sol se filtraban entre el humo que aún se elevaba de los edificios destruidos, creando columnas de luz que parecían conectar el cielo con la tierra ensangrentada. La guerra había terminado, pero no porque uno de los bandos hubiera ganado. Había terminado porque el precio había sido demasiado alto, porque todos habían perdido algo irreemplazable, porque el costo de la victoria se había vuelto indistinguible del de la derrota. En el silencio que siguió al grito más poderoso que el mundo había escuchado jamás, los supervivientes comenzaron a entender que nada volvería a ser igual. Un nuevo tipo de héroe había nacido esa noche, uno forjado en el dolor más puro y armado con un poder que podía cambiar el mundo entero. Pero todo lo que Koichi quería era que Touma abriera los ojos una vez más.
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