Una Navidad en Bear Valley, 1909
22 de octubre de 2025, 10:39
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Una Navidad en Bear Valley, 1909
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El joven recogió su maletín del portaequipajes y bajó los escalones de la estación de tren de Bear Valley. Era alto y delgado, con el cabello del color de la seda de maíz, como el de su madre. Vestía un traje elegante y su maletín era de cuero, lo que denotaba su posición acomodada en la vida.
Observó el bullicioso pueblito a su alrededor. Habían pasado dos largos años desde su última visita y sentía que por fin había vuelto a casa. La ciudad de Bear Valley seguía creciendo, pero no tanto como para perderse. Hubo un tiempo en que no pasaba junto a un desconocido al caminar por el pueblo, pero hoy no reconocía ni una sola cara. Aun así, sus pies lo guiaron con familiaridad por la calle principal hasta el Estudio de Fotografía y Arte de Swan.
Las campanillas colgadas en lo alto tintinearon cuando empujó la puerta, y el hombre de mediana edad detrás del mostrador alzó la vista esperando un cliente, pero su expresión cambió rápidamente a una grata sorpresa.
—¡Abraham!
—Hola, tío Michael. Me alegra verte.
El joven se acercó y le ofreció la mano.
—¿Dónde has estado? —preguntó Michael, encantado.
—He estado en Chicago. Decidí que ya era hora de volver a casa.
—Bueno, sin duda es maravilloso tenerte de vuelta.
Abraham suspiró en silencio al recordar su largo viaje desde su infancia en el Bear Valley Ranch hasta ese momento. Al reconocer pronto su intelecto prodigioso, los Cullen lo enviaron a la misma escuela a la que había asistido el patrón en Chicago, y después Abraham continuó su educación estudiando Medicina. Volvió al rancho de forma esporádica al principio de sus estudios, pero con menos frecuencia en los últimos años. Había estado practicando en un hospital de Chicago, pero siempre anhelaba regresar definitivamente, no solo porque era el lugar donde nació y vivía su familia, sino también porque era el hogar de su verdadero amor.
Michael le dio una palmada en el hombro y dijo:
—Molly estará feliz de verte.
Abraham sonrió.
—¿Cómo está ella estos días?
—Floreciente. Simplemente floreciente. Ve por el patio de atrás. Probablemente esté preparando el almuerzo. Yo me les uno en un rato.
Abraham asintió agradecido y siguió las indicaciones de Michael. Le alegraba mucho la bienvenida, aunque no esperaba otra cosa. Michael era muy parecido a la señora: auténtico, honesto y de buen corazón. Cuando abrió su estudio de fotografía en Bear Valley, Abraham solía ayudarle. Michael también vendía pinturas y retratos, pero descubrió que lo más rentable era tomar retratos con su elegante cámara. Antes de que él llegara a Bear Valley, el estudio más cercano estaba en Denver. No le costó mucho aprender a usar el voluminoso equipo; de hecho, parecía tener un talento natural para ello. Así que se arriesgó, invirtió las ganancias de la venta de su antigua granja y valió la pena. Ahora tenía un buen negocio, suficiente para disfrutar de los frutos de su trabajo.
Abraham llamó a la puerta de la casita detrás del estudio y dijo:
—¿Hola? ¿Molly?
—¿Abraham? ¿Eres tú? —La antigua niñera de los Cullen fue hasta la puerta, caminando con dificultad, para saludar a su inesperado visitante.
—Bueno, Molly, Michael dijo que estabas floreciente, pero pensé que era solo una forma de decirlo. Me alegra tu dulce espera.
Molly se sonrojó y le dio un abrazo. Mientras trabajaba en el rancho, Abraham ya era demasiado mayor para estar a su cuidado, pero lo conocía bien.
—Tramposo. Se supone que debes ignorar mis proporciones de ballena hasta que nazca el bebé.
—Nunca he sido de ignorar lo obvio, Molly, y creo que somos lo suficientemente buenos amigos como para desearte lo mejor, ¿no?
Ella rio y le indicó que se sentara en el diván del salón.
—Por supuesto que sí. Cuéntame, ¿cómo has estado? Hace tiempo que no sabemos mucho de ti.
Abraham se sintió avergonzado. Cuando dejó Bear Valley dos años atrás, estaba decidido a demostrar algo. Estaba tan centrado en sus ambiciones que olvidó que había personas aquí que se preocuparían y pensarían en él.
—Lo siento, Molly, por haber sido tan descuidado con mis amigos. Nunca estuvieron lejos de mis pensamientos mientras estuve fuera.
—Bueno, lo que importa es que estás aquí ahora y, por lo que parece, sano y salvo.
Se levantó con dificultad.
—Ven a la cocina conmigo y podrás contarme tus aventuras mientras termino de preparar el almuerzo. Te quedarás a comer, ¿verdad?
—Pues muchas gracias, señora Swan, si no es mucha molestia.
—El poco trabajo que implica, Abraham, valdrá la pena por tu compañía. Se te ha extrañado mucho.
Mientras pasaban por el salón, Abraham vio una jaula de pájaros llamativa y dorada en un ventanal. En su interior revoloteaban pequeños pájaros de colores, y él sonrió al verlos.
—¿Aún tienen la jaula de Jessie Swan?
Molly soltó una risita.
—Sí. Fue lo único que la pobre mujer dejó en el mundo, así que parecía un desperdicio hacer otra cosa con ella.
TCoBVR
Abraham estuvo allí el día en que, tres años atrás, llegó un aviso de que había un paquete en la estación a nombre del señor Michael Swan. Pensando que era algún equipo fotográfico, Michael envió a Abraham con una carretilla para traerlo. Abraham se sorprendió al encontrar la llamativa jaula y su soporte esperándolo en la estación, pero lo que más lo sorprendió fue cómo se le fue el color del rostro a Michael cuando la introdujo en el estudio.
La carta que la acompañaba lo explicaba todo: Jessica Stanley Swan había muerto. Había fallecido durante el gran terremoto de San Francisco en 1906, a causa de su propia imprudencia. Estaba a salvo afuera, conversando con una amiga chismosa cuando ocurrió el primer temblor, pero al presentir el desastre, corrió de nuevo a su alojamiento para salvar su ridícula jaula de pájaros. Así fue como encontró su destino, cuando el edificio colapsó sobre ella. Irónicamente, la jaula sobrevivió intacta.
Jessie nunca logró divorciarse de Michael como pensaba, ya que el trámite era costoso y complicado, así que simplemente fingió ser viuda. Decidió que podía vivir sin un hombre en su vida -además, tras la vergüenza que pasó con Edward Cullen, aprendió que sus encantos femeninos ya no eran tan irresistibles como creía- así que abrió una tienda de confección en uno de los barrios elegantes de San Francisco. Ganaba lo suficiente para evitar la miseria, pero no para prosperar.
Cuando murió, lo único de valor que tenía era la jaula. Entre sus papeles encontraron el nombre y la dirección de Michael, por lo que él heredó el emblema de su mayor error: su matrimonio con Jessica Stanley. Conservó la jaula como un recordatorio de la naturaleza humana.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo después de recibir la jaula cuando Michael cabalgó hasta el rancho y pidió hablar en privado con la señorita Molly Mallory. Desde la primera vez que la vio, sintió una atracción extraña e intensa por la joven, pero había dejado de lado sus sentimientos, ya que no era un hombre libre. Pasó siete largos años solo, pero en sus frecuentes visitas a su hermana siempre encontraba un momento para cultivar la amistad de la señorita Molly. No estaba seguro de si sus sentimientos más profundos eran correspondidos.
Bella no era ajena al creciente afecto de Michael por la niñera de sus hijos, aunque se lo guardaba para sí, y se preguntaba si su nuevo estado de viudez lo animaría a dar un paso al frente. Estaba totalmente a favor, si él lo estaba. Así que, tras dejar a Michael en su salita privada, asegurándose de cerrar bien las puertas que llevaban a su dormitorio, fue en busca de Molly.
—John Henry, si terminas tus sumas, saldremos a jugar a la pelota antes de la cena —animaba Molly a su pequeño de ocho años. El resto de los hijos de los Cullen ya no necesitaban sus cuidados o estaban ocupados en otras tareas del rancho. Molly no temía perder su puesto porque los Cullen la consideraban parte de la familia, pero lo cierto era que ya casi no tenía niños a quienes atender. Edward y Bella tuvieron cuatro hijos en la primera década de su matrimonio y ninguno en la segunda por razones misteriosas. Molly sabía que no era por falta de afecto entre ellos. Era evidente para todos que el señor Cullen adoraba a su esposa, y aunque Bella lo demostraba de forma más discreta, correspondía de corazón.
—Ay, Molly, ¿tengo que hacerlo? —se quejaba el robusto niño. Su carácter alegre y su energía lo hacían un favorito en el rancho, pero no se le daban los estudios como a sus hermanos. Prefería ayudar a los vaqueros que leer en el estudio con su padre. Pero sí disfrutaba de una buena historia, siempre y cuando tuviera piratas, soldados y tesoros. Bella solía leerle relatos llenos de acción, pero justo antes del clímax, siempre recordaba alguna tarea urgente y dejaba a su hijo solo con el libro. Su frustración por no saber el final lo llevaba a intentar leer por su cuenta, y de ese modo, poco a poco, fue mejorando, aunque era como hacer volar a una gallina.
Molly estaba a punto de insistirle a John Henry que se concentrara en las matemáticas cuando Bella entró al cuarto de los niños.
—Molly, yo ayudaré a John Henry con la lección. Tienes un visitante esperándote en mi salón.
Molly se sorprendió. No esperaba a nadie, y menos ser recibida en los aposentos privados de la señora, pero con los años había aprendido a seguir la guía de Bella. Tras alisarse el cabello y quitarse el delantal que llevaba sobre su vestido modesto, fue a la parte principal de la casa para ver quién la esperaba.
—¡Señor Swan! —exclamó sorprendida al entrar. Él estaba de pie, sombrero en mano, sin saber cómo empezar.
—Señorita Molly, espero no haber interrumpido su día.
—Oh, no, señor Swan. Siempre es bienvenido. ¿Cómo ha estado?
Michael se aclaró la garganta con nerviosismo.
—He estado bien, gracias.
Se quedó mirándola, preguntándose de repente si estaba cometiendo una tontería. Ya había sido un tonto por amor antes. Al verla tan radiante, comprendió que, en comparación, él era un hombre mayor, próximo a cumplir cuarenta y seis, mientras que ella apenas si había llegado a los treinta. Sabía que había tenido muchos pretendientes en el pasado, pero los había rechazado a todos. Podía tener a quien quisiera, ¿y él qué era sino un hombre triste y solitario? No sabía cómo proceder. No sabía si debía hacerlo.
Hubo un silencio incómodo, hasta que Molly preguntó con suavidad:
—¿Tenía algún motivo especial para visitarme hoy?
Michael asintió.
—Sí, señorita Molly, pero no estoy seguro… ciertamente estoy siendo muy… No sé…
Molly estaba más confundida que nunca, pero sus mejores instintos afloraron y dijo:
—¿Por qué no nos ponemos cómodos? La señora Cullen siempre tiene lo necesario para preparar té. Déjeme hacer una tetera mientras usted se sienta junto al fuego y tenemos una conversación amistosa.
Aliviado de tener algo que hacer, él aceptó su sugerencia, y ella preparó el té con destreza. Los pocos minutos que tomó le sirvieron a Michael para decidir qué decir.
Cuando ella le entregó su taza, él habló:
—Señorita Molly, hace unos días recibí una noticia que quería compartir con usted.
Ella lo miró con interés y dio un sorbo a su té.
—Recibí la noticia de que mi esposa murió hace unos meses. Aunque hace muchos años que no tenía esposa en el verdadero sentido de la palabra, fue extraño enterarme.
—Mis más sinceras condolencias, señor Swan. Estoy segura de que fue un golpe.
Él ya no pudo quedarse sentado. Se levantó y comenzó a pasearse:
—No, no fue un golpe. El golpe lo recibí años atrás, cuando descubrí quién era realmente Jessie. No era lo que yo había esperado cuando… bueno, no es correcto hablar mal de los muertos.
Se volvió hacia Molly, su rostro era una máscara de ansiedad:
—Señorita Molly, detesto revelarle cuán mezquinos pueden ser mis sentimientos, pero debo hacerlo. El primer pensamiento que tuve al enterarme de la muerte de Jessie no fue de tristeza, sino que ahora soy un hombre libre. Libre para expresar lo que siento por usted.
El corazón de Molly latía con fuerza; jamás, jamás se había imaginado esto.
De pronto, Michael se arrodilló frente a ella y le tomó las manos:
—Sé que soy mucho mayor que usted, y que podría tener a cualquier hombre que quisiera, pero… ¿me daría esperanza, señorita Molly? ¿Esperanza de poder cortejarla?
Las lágrimas brillaban en los ojos de Molly, mientras su corazón estallaba de alegría, y dijo:
—Señor Swan, sería un verdadero placer recibirle de ese modo. Nunca supe que me veía como algo más que una amiga.
Michael le apretó las manos y las llevó a su pecho:
—La he considerado más que una amiga desde hace muchos años, señorita Molly. ¿Está segura de que me quiere a mí?
—Señor Swan, nunca he estado más segura.
Cuando Edward pasó junto a la puerta del salón de Bella, se sorprendió al ver a la niñera en brazos de su cuñado, enfrascados en un beso apasionado.
Negando con la cabeza, decidió ir a buscar a su esposa. Ella lo había predicho cuando se enteraron de la muerte de Jessie.
Se preguntó si los Mallory tendrían más hermanas disponibles.
TCoBVR
Michael pronto se unió a su esposa y a Abraham para la cena, y pasaron una hora agradable poniéndose al día. Al final, Abraham preguntó:
—Tío Michael, me preguntaba si podría prestarme un caballo ensillado para ir al rancho. Me gustaría llegar antes del anochecer.
—Por supuesto. Matilda está engordando en el establo sin moverse. No la he sacado últimamente. Disfrutará del paseo. Nosotros iremos en el coche para la cena de Navidad, así que puedes dejarla allá hasta que necesites volver.
Abraham agradeció a los Swan por su hospitalidad y pronto, envuelto en su grueso abrigo, cabalgaba hacia el lugar que siempre había considerado su hogar. Era una fría tarde de invierno, pero el ejercicio lo reconfortaba. Con cada milla que lo acercaba al rancho Bear Valley, su espíritu se elevaba y su corazón latía con más entusiasmo.
Los pastos estaban en reposo, así que los pinos verdes ofrecían un contraste llamativo con el color marrón de la hierba y el cielo azul como un huevo de petirrojo. Abraham tomó el camino largo hacia la casa del rancho, pero a mitad de la colina se desvió y desmontó. Se acercó a un abeto solitario, apartado al borde del camino. Ató las riendas a una rama baja, se quitó el sombrero y caminó hacia el montículo cubierto de hierba que descansaba bajo el árbol.
Suspiró, dejando que su mente y su corazón recordaran. Recordó unos ojos verdes y un cabello color seda de maíz. Recordó el roce suave de una mano endurecida por el trabajo y una dulzura serena que impregnaba el aire que ella respiraba. Recordó la sabiduría sencilla y las palabras amorosas. Su corazón se encogió con un viejo dolor que nunca lo abandonaba, aunque ya hubieran pasado casi diez años desde que la perdió.
Sintió un nudo en la garganta al recordar aquel día, el día en que fue presentado al dolor que la vida podía traer. Estaba leyendo en el estudio del patrón, como solía hacerlo, en vez de ir a la escuelita con los otros niños. Amaba los libros y todo lo que contenían. Aprendía muchísimo con ellos, cualquier cosa que deseara saber. Podía viajar a cualquier lugar, a cualquier época, y su imaginación se desbordaba. El patrón tenía una biblioteca increíble. Aunque la había ampliado a lo largo de los años, Edward mencionó que la había heredado en gran parte de su abuelo, quien tenía un gusto bastante particular por la literatura. Algunos volúmenes estaban en otros idiomas, y Abraham recién comenzaba a entender los que estaban en español.
También había curiosas traducciones de libros de todo el mundo. Una vez, cuando tenía quince años, encontró un libro de la India muy sorprendente e interesante. Estaba mal ubicado en una repisa alta, y fue una suerte que lo encontrara. El patrón y la señora mantenían sus libros estrictamente organizados, y él no entendía por qué ese estaba fuera de lugar.
Cuando lo abrió, lo entendió. También comprendió que, si lo sorprendían «leyendo» ese libro, estaría en problemas. Le tomó tiempo, pero eventualmente lo leyó de principio a fin, revisando con frecuencia los pasajes más esotéricos y cuidando siempre de devolverlo al mismo lugar exacto. Su contenido era interesante, excitante y absorbente: trataba del acto sexual.
Claro que él ya conocía los hechos de la vida antes de tropezarse con ese libro. No se podía vivir ni trabajar en un rancho sin saberlo. Pero digamos que los animales no practicaban la procreación con la delicadeza e innovación que se describía en el Kama Sutra. Lo que Abraham no sabía era que Edward estaba completamente al tanto de que él lo había leído, y al igual que su propio abuelo, consideraba que ese era un tema que todo hombre debía conocer, aunque habría preferido que Abraham lo descubriera a una edad más avanzada.
El día que murió la madre de Abraham, sin embargo, él no estaba leyendo ese libro. Estaba estudiando latín, esperando que el patrón pudiera ayudarle esa noche con algunas conjugaciones. Su padre, Tyler, irrumpió de pronto en el estudio, con una expresión salvaje en su rostro normalmente imperturbable:
—¿Dónde está la señora, Boy?
Sobresaltado, porque su padre no lo llamaba «Boy» desde hacía años -y eso era señal de su extrema agitación-, respondió:
—Está con los pequeños en la guardería, creo. ¿Qué pasa, pá?
—Tu mamá. Está mal. El bebé... —gritó mientras cruzaba corriendo la sala principal hacia el ala de los niños.
Abraham cerró su libro con calma, aunque por dentro la preocupación lo desbordaba. Habían pasado nueve años desde el nacimiento de Lee cuando sus padres anunciaron que esperaban otro hijo. Pero su madre había estado enferma durante todo el embarazo. Parecía perder vitalidad con cada semana que pasaba, y ahora que el nacimiento era inminente, se estaba apagando más rápido que nunca.
Abraham decidió ir a su casa para ver en qué podía ayudar. Cuando llegó, Bella ya estaba tomando el control de la situación.
—Oh, Abraham, ve al pueblo y trae al doctor. Lo necesitamos de inmediato. Lleva a Flash.
Flash era el nuevo semental del patrón. Su nombre hacía honor a sus habilidades, y Abraham salió disparado hacia el establo para ensillarlo. Saltando al lomo del caballo, partió rumbo al pueblo tan rápido como pudo. El fogoso corcel disfrutaba la oportunidad de galopar a todo pulmón. La señora Dowling, la antigua partera, se había retirado hacía mucho tiempo. Su edad ya no le permitía cumplir con sus funciones de partería. Pero en el rancho Bear Valley, Bella, Ana María, Lauren y la hermana de Lauren, Susan, eran bastante competentes ayudándose mutuamente a traer nuevas vidas al mundo. Sin embargo, debido al difícil embarazo de Lauren esta vez, habían solicitado que el doctor supervisara su progreso. No importaba qué medicinas o alimentos fortalecedores le prescribiera, Lauren no lograba mejorar.
Abraham galopó hasta el pueblo y bajó por la calle principal hasta la casa del doctor Banner, deteniendo el caballo con un brusco derrape. Lanzó las riendas sobre el poste y corrió a los escalones del porche, golpeando con fuerza la puerta.
—¡Doctor! ¡Doctor! ¡Doctor Banner! Lo necesitamos en el rancho.
La señora Banner respondió al llamado, secándose las manos en el delantal.
—El doctor Banner está en casa de la señorita Kitty, muchacho.
—Gracias, señora —gritó Abraham y salió corriendo cruzando la calle hasta el Saloon. Se apresuró hasta la barra y preguntó al cantinero:
—Necesito al doctor Banner. Hay una emergencia en el rancho.
El doctor estaba examinando a la señorita Kitty en su salón. Ella se estaba recuperando de una congestión pulmonar y él escuchaba atentamente su pecho con el estetoscopio.
—Ahora, señorita Russell, respire profundo —le pidió, y escuchó con atención, complacido con lo que oía—. Creo que está bien ya —dijo—. Sus pulmones suenan limpios.
—Gracias, doctor —respondió ella, abrochándose la blusa nuevamente. Entonces, se escuchó el alboroto que hacía Abraham al correr por el pasillo y golpear la puerta.
—¿Doctor Banner? ¿Está ahí? Lo necesitamos.
El doctor abrió la puerta y encontró a un Abraham frenético, a punto de explotar.
—¿Qué pasa, hijo? —preguntó con amabilidad.
La voz de Abraham se quebró.
—Mi mamá. Está mal. Creo que el bebé viene, pero hay algo muy raro. La señora me mandó por usted lo más rápido que pudiera.
—Señorita Kitty, ¿me disculpa? Parece que me necesitan con urgencia.
—En lo absoluto, doctor. Vaya. La señora Crowley lo necesita más que yo.
El doctor siguió a Abraham hasta su casa, donde él había dejado el caballo.
—Doctor, tome a Flash. Es rápido y ya está ensillado. Tiene que darse prisa.
—Sí, sí. Buena idea, hijo. Sígueme después en mi coche. La señora Banner te mostrará dónde están los arreos. Yo me voy ya.
—Gracias, doctor. —Se fue para preparar el coche del doctor, pero al pensarlo mejor, regresó junto al hombre mayor—. Por favor, doctor, no deje que le pase nada a mi mamá.
El doctor Banner miró con gravedad a los ojos de Abraham.
—Haré lo que pueda, hijo. —Y giró al caballo para galopar por la calle en dirección al rancho.
Pero cuando Abraham llegó al rancho con el coche del doctor, ya era demasiado tarde. Su madre había muerto, y su hermanita con ella. Su padre estaba sentado en la entrada de la casa, el rostro vacío de toda expresión, los ojos muertos. Ni siquiera reconoció a Abraham al pasar.
Cuando el chico entró en la sala, encontró a Lee llorando en el hombro de Molly, quien lo sostenía en brazos. Molly lo miró, sus ojos llenos de compasión y dolor. Un frío miedo le apretó el pecho y Abraham subió corriendo las escaleras hacia la habitación de sus padres, deteniéndose en seco al llegar a la puerta. El doctor estaba saliendo justo entonces.
El médico puso una mano reconfortante sobre su hombro y dijo:
—Lo siento, hijo. Se fue como una nube. No hubo nada que pudiera hacer para traerla de vuelta. Tu hermanita no alcanzó a dar su primer aliento en este lado del velo. Lo siento de verdad.
Bella estaba de pie junto al lecho de Lauren, las lágrimas le corrían por el rostro.
—Oh, Abraham. Oh, mi querido muchacho… se ha ido. Se ha ido.
Él no podía apartar los ojos del cuerpo inmóvil de su madre. Alguien había intentado arreglarla. Su cabello rubio estaba peinado con cuidado sobre los hombros, donde las puntas se rizaban. La ropa de cama estaba ordenada y, entre sus brazos cruzados, vestida con un delicado vestido de bebé, yacía la bebé más hermosa que él había visto, tan blanca y tan quieta.
—¡Má! ¡Má! —lloró con la voz rota—. ¡Má, no nos dejes! ¡Por favor, má! —Se arrodilló junto a la cama y le tomó la mano. No había chispa, no había vida. Se había ido. Recordó cómo hundió el rostro en las cobijas junto a ella y sollozó con agonía.
Ese día aprendió que la vida duele. Y también tomó una decisión: haría todo lo posible por evitar que otros sufrieran un dolor innecesario como el que él estaba sintiendo. Ese fue el día en que decidió convertirse en doctor.
Enterraron a Lauren y a su bebé juntas, bajo un abeto al borde del camino largo que conducía al rancho. Según murmuraba su padre, ese lugar era especial. Pero eso fue casi todo lo que Tyler dijo. Cumplió con los rituales. El patrón se mantuvo a su lado en todo momento, pero Abraham sabía que el espíritu de su padre se había marchado junto con los de su madre y su hermanita. Ya no estaba allí. Solo quedaba su cuerpo, como una cáscara vacía.
Después del funeral, Tyler Crowley desapareció. Se esfumó. Lo único que se llevó fueron las ropas que llevaba puestas, su viejo rifle y la alfombra de piel de oso que solía estar frente a la chimenea de su pequeña casa. Aunque organizaron grupos de búsqueda, nunca lo encontraron, y Abraham no lo ha vuelto a ver desde entonces.
Jamás olvidaría la confusión y desesperación que sintió cuando él y Lee se pararon frente al escritorio del estudio en la casa grande, con el patrón y la señora al otro lado, mirándolos.
El patrón dijo:
—Muchachos, estos han sido los días más tristes que he vivido. Perdimos a una querida hermana, un hermano y una pequeña niña en un solo golpe. Lo único que sé que puede ayudarnos a superar esto es la familia. La señora Cullen y yo queremos que sepan que son como nuestros propios hijos, y estaremos para ustedes como sus padres.
La señora añadió:
—Su madre me dijo una vez que aquí, en Bear Valley Ranch, somos familia. Que si alguien tenía hambre, lo alimentábamos; si tenía frío, lo abrigábamos; y si estaba cerca, lo abrazábamos.
Salió de detrás del escritorio y rodeó con un brazo a cada joven, con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada.
—Los abrazaré como su madre lo hizo con todos nosotros.
Y así, él y Lee se mudaron a la casa grande con los otros niños y descubrieron que todos lloraban y sanaban juntos, lo mejor que podían.
Pero ahora, de pie frente a su tumba, Abraham recordaba el día en que la perdió… y, en muchos sentidos, también a su padre. Leyó la inscripción en la piedra:
«Lauren Crowley, esposa, madre, hermana, amiga.
Daisy Crowley, su hija, una flor demasiado dulce para pisar esta tierra».
Suspiró.
—¿Hermano? ¡Hermano!
Abraham se volvió hacia la voz alegre y sonrió. Su hermano menor, Lee, venía trotando cuesta arriba a caballo.
—¡Lee! —Abraham se acercó mientras su hermano desmontaba.
Lee se parecía a una versión más alta de su padre, pero tenía los ojos verdes de su madre. Sin embargo, en personalidad no se parecía en nada a su papá. Era relajado y alegre, muy hijo de su madre. No era tan estudioso como Abraham, pero tenía muy buenas manos. De hecho, asumió el papel que su padre había dejado atrás y pronto fue tan hábil como Tyler para construir muebles, reparar casas y arreglar lo que estuviera roto. Y eso venía bien. Todo rancho necesita un buen hombre para las reparaciones.
Los hermanos se abrazaron, enormes sonrisas en el rostro. Siempre habían sido cercanos, a pesar de que había casi cinco años de diferencia entre ellos.
—¿Cómo está todo en el rancho? —preguntó Abraham.
—Todos están bien. Pero no esperábamos que volvieras a casa.
—De pronto decidí que este era el lugar donde quería estar. Pensé en sorprenderlos a todos.
—La señora va a estar en las nubes. Ya están todos en casa.
—¿Todos? —Abraham lo miró intensamente.
—Sí, Abraham. Todos. Las chicas regresaron de casa de los tíos Alice y Jasper.
—¿No trajeron galanes con ellas, cierto?
—No, aunque por lo que escuché, un montón de tipos intentaron cortejarlas. Pero, según dijeron, las damas no estuvieron interesadas.
Abraham contuvo un suspiro de alivio.
Le había prometido a la tía Alice mantenerse alejado mientras ella se encargaba de presentar en sociedad a Joy y a su propia hija, Angelica. Aún no entendía por qué tenía que hacerlo precisamente en Francia. Y como si eso no fuera suficiente, luego tuvo que repetir todo el proceso en Denver, ya de vuelta en Estados Unidos. La pequeña Gracie, que ahora tenía quince años, se les unió allá y pasó con ellos la temporada social de otoño con los Cullen de Denver.
Abraham vivía con el temor de que la tía Alice tuviera éxito y que las chicas volvieran enamoradas, o peor aún, que él pareciera un rústico ranchero comparado con los caballeros de esos círculos refinados. En realidad, ese era su mayor miedo.
A decir verdad, no le habría molestado que Angelica regresara con un pretendiente… pero si Joy lo hacía… entonces se moriría. O al menos, se sentiría como si se estuviera muriendo. Hacía años que sabía que Joycita era la única chica para él, y creía que en algún momento ella había sentido lo mismo por él. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Había regresado para averiguarlo.
—¿Y saludaste a má? —Lee lo sacó de sus pensamientos con un codazo, señalando la tumba detrás de ellos.
—Sí. Aún la extraño con fuerza.
—Eso nunca se va. Uno solo se acostumbra al dolor.
Abraham asintió y tomó las riendas de Matilda.
—¿Subimos a la casa?
—Claro que sí.
Ambos hombres montaron sus caballos y comenzaron a subir la colina. Abraham preguntó, como siempre lo hacía:
—¿Ha habido algún rastro de pá?
—No, Abraham. ¿Crees que algún día aparecerá?
—No lo sé. Espero que sí. También lo extraño.
Lee asintió, luego espoleó su caballo al trote ligero.
—Vamos, es hora de cenar. Vamos a sorprenderlos en la casa.
TCoBVR
—Ay, mamá, no creerías los sombreros que usan las damas hoy en día. Son ridículamente grandes y algunos no tienen forma alguna. —Los ojos de Grace brillaban con diversión.
—La verdad, Gracie, no fue muy amable de tu parte reírte de aquella mujer —comentó Joy con dulzura.
—Lo siento mucho y ya le pedí disculpas, pero me sorprendió. ¡Juro que parecía que llevaba una ensalada en la cabeza!
—Ay, Grace, ¿te reíste de ella? Te enseñé mejor que eso —se lamentó Bella—. ¿Pero por qué una ensalada?
—Porque supongo que a alguien le pareció atractivo y convenció a otra persona de lo mismo.
Bella negó con la cabeza, riendo.
—Me gusta cómo llevas el cabello ahora. ¿Se llama estilo Gibson Girl?
—Sí. Es muy fácil de arreglar, mamá. Si quieres, te lo peino así. Estoy segura de que a papá le encantaría vértelo —ofreció Joy.
—Ay, Joycita, mamá podría llevar el cabello en trenzas y a papá igual le gustaría. A él simplemente le gusta ella —dijo Grace, y las chicas soltaron risitas, sabiendo cuánto quería su padre a su madre.
Las tres chicas Cullen estaban en la habitación de Bella revisando las últimas revistas de moda que las menores habían traído de sus viajes. Gracie estaba tumbada sobre la cama de sus padres mientras Joy tiraba suavemente de Bella para ponerla de pie y empezar a quitarle las horquillas del cabello.
—Mamá, tu cabello sigue tan grueso como siempre. ¿Cómo lo mantienes tan bonito?
—Lo enjuago con agua de lluvia y ya sabes que siempre uso la receta de jabón para el cabello de mi madre. No reseca tanto el cuero cabelludo como el jabón normal.
Joy empezó a cepillar el cabello de su madre, luego lo peinó todo hacia atrás, sin hacerle raya.
—Ahora, mamá, inclínate desde la cintura y deja que el cabello cuelgue hacia abajo.
Bella obedeció, y Joy lo recogió suavemente en la coronilla.
—Ahora, enderézate.
Cuando su madre estuvo de pie otra vez, Joy torció la cola en un moño plano sobre la parte superior de la cabeza y lo sujetó con horquillas rápidamente. Al retroceder para ver el resultado, sonrió, satisfecha.
—Ven, mamá, mírate en el espejo. —La llevó hasta el tocador para que viera su reflejo—. Aquí, dejamos caer unos mechones.
—Vaya… definitivamente es un estilo diferente para mí. —Bella se estudió en el espejo.
—¿Te gusta? —preguntó Joy.
—Madre, te ves preciosa. Le harías competencia a esas chicas Gibson —declaró Grace.
—Ay, niñas. —Se rio Bella, aunque le gustaba cómo le quedaba el peinado. Tal vez lo conservaría.
—Veamos qué más hay en esas revistas. —Bella volvió a acomodarse en la cama junto a Gracie, y Joy se unió a ellas. Pasaron un rato muy agradable hojeando y comentando las ilustraciones de moda, y Bella obtuvo algunas ideas para un vestido nuevo que pensaba hacerse. Edward le había regalado una pieza de seda color burdeos profundo y aún no sabía bien qué quería hacer con ella.
Los años habían sido generosos con Edward. Su rancho prosperaba y su familia en Bear Valley parecía feliz y satisfecha. Sentado en su estudio, contemplaba el regalo que le había comprado a la fuente de toda su felicidad: su dulce esposa. Era un juego de granates -collar, anillo y pulsera-. Hacía juego perfecto con la tela de seda que le había dado, aunque en ese momento pensaba en cómo resaltarían las joyas sobre su piel de porcelana. Se preguntaba si podría convencerla de usarlas solas una noche en la cama. Eso sí que sería algo.
Cerró de golpe el estuche y lo escondió bajo unos papeles en el cajón de su escritorio, sonriendo con picardía ante lo emocionado que se ponía solo de imaginar a Bella desnuda y adornada únicamente con las joyas. Estaba agradecido de que Bella no se hubiera cansado de su entusiasmo constante en el dormitorio. Era algo que valoraba profundamente.
Se levantó, convencido de que ya debía estar cerca la hora de la cena, y caminó hasta la puerta del estudio. Sonrió al oír risas femeninas provenientes del ala privada de él y Bella, y decidió ir a ver qué tramaban sus mujeres. Cuando entró en la salita de Bella, pudo ver a sus hijas a través del marco de la puerta del dormitorio, recostadas sobre la cama. Tenían las cabezas juntas sobre una revista, riendo y conversando. Las observó con ternura; cada una ocupaba un lugar especial en su corazón.
Aunque Bella ya estaba en sus cuarentas, seguía siendo un verdadero espectáculo, tan grácil y encantadora como una flor. Su corazón latía con más fuerza al contemplar su belleza y al saber que era suya. Sus hijas también eran muy bonitas por derecho propio, pero él solo tenía ojos para su Bella.
—¿Se le permite a un hombre unirse a esta fiesta de risas? —preguntó.
—Ay, papá, siempre eres bienvenido, pero dudo que haya espacio para ti en la cama —dijo Joy.
—Mmm. Entonces tendremos que buscar una solución. ¿Quizá algunas deban desalojar?
Grace y Joy soltaron una risita.
—Ay, papá, solo quieres a mamá para ti. No engañas a nadie —Joy se levantó de la cama y le dijo a Grace—: Vamos, hermana. Estoy segura de que Nana tendrá algo para nosotras en la cocina.
—Pero no llegues tarde a cenar, papá. No podemos comer hasta que tú des la bendición —dijo Grace. Las dos salieron del cuarto, riendo y cerrando la puerta tras ellas.
Edward levantó las cejas con picardía.
—Entonces, ¿quién es esta belleza en mi cama? —Se sentó junto a Bella y llevó su mano hasta su cabello—. Te ves hermosa.
Los ojos de Bella brillaban cálidos y su sonrisa era de puro deleite.
—Tú también te ves hermoso, esposo mío.
Y, de hecho, lo hacía. Su cabello mostraba algunas canas en las sienes y las líneas en su rostro, por tanto mirar al sol, eran más marcadas, pero su cuerpo aún parecía digno de una estatua de Miguel Ángel. Y siempre era una ventaja que conservara la mayoría de sus dientes -los que le faltaban no se veían cuando sonreía, de todos modos.
Su toque seguía derritiéndola y sus besos aún le provocaban escalofríos. Se acurrucó en sus brazos mientras él se acomodaba a su lado y suspiró con dicha.
—Te amo, ¿lo sabes?
—Creo que sí lo sé, señora.
—Entonces, ¿por qué espantaste a las niñas?
—Debo confesar, querida, que soy un hombre egoísta. Vi esta rosa floreciendo en mi cama y tuve que arrancarla. No pensé que necesitáramos testigos. Sería un poco escandaloso para sus delicadas sensibilidades, ¿no crees? —Le besó la sien.
—No tenemos tiempo para tonterías, Edward. Además, las chicas sabrían lo que estamos haciendo.
Edward frunció el ceño.
—¿Qué fue exactamente lo que aprendieron estando con Alice?
Bella soltó una carcajada.
—Te aseguro que saben algo sobre lo que ocurre entre un esposo y una esposa, pero no con muchos detalles. Sin embargo, tienen claro que a veces me besas hasta hacerme perder la razón.
—Bueno, es que te distraes fácilmente. —Le dio un beso en la nariz.
Bella resopló.
—Podría decir lo mismo de ti, querido. Basta con que te mire de cierta forma y todas tus ideas sensatas se van por la ventana.
—¿Con solo una mirada? ¡Jamás!
—Podría probarlo.
—Soy inmune a tales encantos.
Bella volvió a resoplar.
—Me estás tentando a demostrártelo, señor Cullen, y no tenemos tiempo para las consecuencias.
—Te prometo que no tendrás de qué preocuparte. Solo quiero ver esa supuesta mirada de sirena de la que presumes.
Bella resopló de nuevo, se puso de rodillas frente a él y sin tocarlo, dijo:
—Te lo voy a mostrar.
Edward se recostó contra la almohada, puso las manos detrás de la cabeza y le sonrió con aire desafiante, listo para que hiciera su peor... o mejor intento.
Bella inclinó la cabeza con coquetería y lo miró desde debajo de sus pestañas. Sonrió con conocimiento, apenas un leve levantamiento de labios, luego los entreabrió y pasó lentamente la punta de su lengua por el borde del labio superior. Suspiró con anhelo y luego atrapó el labio inferior entre los dientes, apenas con el borde. Todo el tiempo mantuvo la mirada fija en sus ojos, luego en sus labios, y después la deslizó lentamente por su cuerpo... hasta ver el bulto en sus pantalones.
Al volver a mirarlo a los ojos, vio que ardían. Sonrió triunfante.
—¿Ves? Solo hizo falta una mirada.
Y con eso, él se le echó encima, sujetándola contra la cama con su cuerpo y besando justo esos labios con los que lo había estado tentando.
—Eres una bribona —murmuró.
—Y tú prometiste que no llegaríamos tarde.
Edward empezó a subirle las faldas con una mano mientras se desabrochaba los pantalones con la otra.
—No te preocupes, amor —dijo—. Siempre apunto a complacer... además de ser el pistolero más rápido del oeste.
Se ocupó de arrancar su rosa, y ella se ocupó de quedar bien complacida.
Y no llegaron tan tarde a la cena.
TCoBVR
—¿Dónde está Lee? —preguntó Bella al mirar alrededor de la mesa del comedor y ver un asiento vacío.
Charlie respondió:
—Estaba buscando una vaca perdida por la carretera del río. Tal vez eso lo retrasó un poco.
—Le daremos unos minutos antes de comenzar —dictó Bella.
El color aún era alto en sus mejillas y el brillo travieso en los ojos de Edward delataba sus recientes actividades, pero si alguien en la mesa lo notó, no lo tomó a mal.
Se oyó un ruido afuera, como si alguien se quitara las botas en el zócalo, luego se abrió la puerta trasera y pronto el rostro alegre de Lee apareció en el umbral del comedor. Su cabello estaba peinado hacia atrás, recién lavado en el baño, y sus manos y rostro lucían bien limpios. Eso era algo que Bella exigía desde hacía años. Quería limpieza en su hogar, y eso incluía a las personas dentro de él. Sus vaqueros aprendieron rápido que había una gran diferencia entre lo que ellos consideraban limpio y lo que ella consideraba limpio. Y ganaba ella.
Lee se quedó de pie sonriendo en el marco de la puerta hasta que todos levantaron la vista. Entonces, anunció con tono grandilocuente:
—¡El hijo pródigo ha regresado!
Se hizo a un lado y Abraham entró en escena.
Fue una locura.
Bella juraría después que no gritó, pero la verdad es que sí lo hizo al levantarse y correr a abrazarlo.
—¡Estás en casa! ¡Estás en casa! Abraham, esto es el regalo más maravilloso que podría imaginar.
Charlie saltó de su silla y soltó un grito de alegría, mientras John Henry silbaba fuerte de la emoción. La sonrisa de Gracie casi le partía la cara al ver al apuesto joven, pero enseguida echó una mirada disimulada a su hermana mayor. Joy estaba inmóvil como una cierva sorprendida, con los ojos enormes y un rubor tan intenso en las mejillas que parecía tener cerezas por cara. La sonrisa de Grace se transformó en una sonrisa burlona. Esto iba a ser divertido.
Edward se levantó para darle la bienvenida a Abraham con una sonrisa, pero en su corazón había cautela. Consideraba a Abraham como un hijo y parte de él se alegraba de verlo, pero la otra parte sabía exactamente por qué había vuelto en este momento en particular. Después de todo, se lo había prometido.
Dos años atrás, Abraham había estado en su estudio y le dijo sin rodeos:
—Patrón, quiero casarme con su hija.
—¿Casarte con Joy? ¡Absolutamente no! —Edward se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio, con los puños firmes sobre la superficie.
—Pero ¿por qué no? Usted sabe qué clase de hombre soy. Sabe que sería bueno con ella, que la cuidaría bien.
Edward se volvió hacia la ventana del estudio, sin querer que Abraham viera la expresión en sus ojos.
—Es muy joven. No ha visto lo suficiente del mundo como para saber lo que quiere o darse cuenta de cuáles son sus opciones. —Edward se pasó la mano por el cabello con frustración y repitió—: Es demasiado joven.
—La mayoría de las chicas de su edad ya están casadas y han tenido su primer hijo, señor Cullen.
—La mayoría de las chicas no son mi Joy —dijo Edward, girando desde donde estaba mirando por la ventana—. ¿Joy sabe lo que estás tramando aquí?
—No sabe que estoy pidiendo su mano. Ella sí sabe lo que siento por ella, pero no tenía intención de pedirle que se comprometiera conmigo hasta tener su permiso.
—¿Sabes lo que ella siente por ti? —exigió Edward.
Fue el turno de Abraham de desviar la mirada—. Creo que podría tener sentimientos por mí. Creo que sí.
Edward entrecerró los ojos—. ¿Crees? ¿Piensas? Entonces no tienes mi permiso…
El rostro de Abraham se descompuso. Edward sintió un poco de culpa, pero continuó:
—… todavía. Su tía Alice quiere llevarla al extranjero y presentarla en sociedad. —Esa era una idea a la que Edward se había opuesto rotundamente… hasta ese momento—. Creo que sus planes incluyen presentar a Joy y a Angelica juntas. Dale esa experiencia a mi hija y, si después de eso aún te quiere, lo cual no sabes con certeza ahora mismo, entonces no me interpondré.
Abraham se sintió decepcionado, pero la parte lógica de su mente reconocía la verdad en lo que decía el patrón. Su corazón quería seguir adelante, pero su cabeza le decía que lo mejor era esperar: esperar hasta que ella conociera el mundo… y hasta que él se estableciera en su carrera.
—Lo entiendo, señor Cullen. Cuando Joy regrese de su viaje, volveré para cortejarla. ¿Me permitirá hacerlo?
Edward carraspeó y respondió con cierta reticencia—: Supongo que sí.
Y así, Abraham partió, regresó a Chicago y se volcó por completo en su trabajo en el hospital. Sin embargo, Edward siempre supo que Abraham volvería… y ese día había llegado.
Bella rápidamente puso otro cubierto en la mesa, y pronto todos estaban disfrutando de la comida juntos. Ella colocó el plato extra entre Joy y Grace. Estaba completamente a favor de alentar los sentimientos que ya podía notar entre los dos jóvenes. También sabía que Edward iba a tener un ataque por ello. Se daba cuenta de que él aún veía a Joycita como la niña para quien su papá era el hombre favorito del mundo. También sabía que su terco esposo no quería admitir que lo habían destronado en el corazón de su hija. Estaba decidida a hacer lo que pudiera para ayudarlo a entrar en razón.
—Entonces, Abraham, ¿qué te trae de vuelta a Bear Valley? —preguntó Bella.
Él sonrió a su madre adoptiva, manteniendo la mirada fija en su rostro, esforzándose muchísimo por no mirar a Joy. En el momento en que volvió a ver a su amor, apenas podía funcionar. Santo cielo, estaba sentado justo al lado de la chica de todos sus sueños… tan cerca que podía percibir el sutil aroma de su perfume. Se dio cuenta, casi demasiado tarde, de que todos esperaban su respuesta.
Carraspeó—. Bueno, señora, me cansé de Chicago y decidí que ya era hora de volver a casa. Espero quedarme aquí ahora.
—Siempre tendrás un lugar con nosotros, Abraham —le aseguró Bella.
—Gracias, señora Bella. Pero he estado en contacto con el doctor Banner. Cree que Bear Valley ha crecido lo suficiente como para que haya trabajo para dos doctores, y, además, él ya está en edad y le gustaría reducir el ritmo. Antes de ofrecerme un lugar con él, me hizo muchas preguntas sobre mis conocimientos médicos. Aunque soy un chico de Bear Valley, quería asegurarse de que también fuera un buen médico para este lugar. Creo que quedó satisfecho, así que buscaré un lugar donde vivir en el pueblo.
Charlie intervino:
—¿Estarás cerca? ¡Estupendo! ¡Recuperé a mi compañero de cacería!
Abraham rio:
—Lo espero con gusto, Charlie, pero no estoy seguro de cuánto tiempo libre tendré. Hay muchas cosas en el aire en este momento.
No pudo evitar lanzar una mirada de soslayo a Joy, que estaba sentada en silencio a su lado, revolviendo la comida en su plato. ¿No estaba comiendo? ¿Se estaría enfermando de algo? La observó más de cerca, tratando de detectar otros síntomas. Tenía el color subido y estaba callada. Recordaba su efervescencia habitual. ¿Tal vez estaba enferma?
En medio del bullicio habitual de la cena, logró preguntarle en voz baja:
—¿Te sientes bien, señorita Joycita?
Su rubor se intensificó, y con la mirada aún baja respondió:
—Estoy muy bien, gracias, doctor Crowley.
Abraham quedó desconcertado:
—¿Doctor Crowley? ¿Por qué tan formal, señorita Joy?
Por primera vez esa noche lo miró directamente, sus ojos verdes llenos de emoción:
—Estoy muy orgullosa de tus logros, Abraham… y muy feliz de que estés en casa.
El corazón le subió a la garganta mientras la contemplaba con adoración, ajeno a las miradas que los observaban con reacciones variadas. Grace estaba encantada, Bella emocionada… y Edward molesto.
No les tomó mucho a los jóvenes aclarar lo que sentían el uno por el otro. Aunque se habían criado juntos, nunca se consideraron como hermanos. Siempre existió un lazo especial que iba más allá. El hecho de que Abraham hubiera sido enviado a estudiar solo avivó sus sentimientos románticos. Recordaba bien la primera vez que volvió de Chicago durante un receso escolar, y cómo quedó anonadado al ver a Joy, que a sus catorce años ya había dejado de ser una niña. Había pasado de niña a mujer en el tiempo que él había estado fuera, pero, respetando su corta edad, se mantuvo tan distante como pudo.
Cuando ella cumplió dieciocho, él se le declaró. En ese momento, Joy se sorprendió por su declaración, ya que jamás había imaginado que él la viera de esa manera. Siempre asumió que la quería como a cualquier miembro de la familia del rancho Bear Valley. Sabía que le importaba, pero no pensaba que la amara «de esa manera». Así que cuando él le explicó sus sentimientos, ella se quedó muda, sin saber qué decir. Por eso Abraham fue a hablar con Edward sin saber realmente el estado del corazón de Joy. Cuando Abraham partió abruptamente hacia Chicago poco después, ella temió que hubiera cambiado de opinión.
Aunque disfrutó los viajes con su tía Alice, con toda la emoción, elegancia y experiencias de Europa y el Este, Abraham jamás fue desplazado del primer lugar en su corazón. Regresó a Colorado y al rancho Bear Valley melancólica, amándolo y creyendo que era un dolor que nunca podría aliviarse.
Hasta el día de su muerte, Joy jamás olvidaría la imagen de él parado en la entrada del comedor aquella noche. El corazón se le hinchó tanto dentro del pecho que temió que la ahogara. Cuando mamá puso el cubierto de Abraham justo a su lado, no sabía si dar gracias o salir corriendo de la habitación. Tenía las emociones totalmente alborotadas. Pero cuando cruzaron esa primera mirada de amor, supo que los sentimientos de él seguían siendo los mismos que dos años atrás… y su corazón voló.
Una cosa era segura en un rancho: todos tenían tareas que cumplir. Y como era invierno, había que alimentar al ganado. Abraham se ofreció para encargarse de los caballos en el establo. Después de la cena, subió su bolso a la vieja habitación que solía compartir con Lee, y se cambió a sus pantalones vaqueros deslavados pero familiares, camisa de franela, medias gruesas y botas. Tomó prestada una chaqueta de piel de cordero con forro de lana de Lee, se acomodó el Stetson en la cabeza y bajó hacia el granero.
Esa noche estaba solo allí, así que se tomó su tiempo haciendo algo que realmente disfrutaba, mientras pensaba cómo pasar más tiempo con Joy… y exactamente qué haría cuando pudiera. Acababa de verter la última palada de grano en el último comedero cuando escuchó un paso suave detrás de él… y una voz aún más suave:
—¿Abraham?
Se giró y encontró al objeto de sus sueños parado con timidez en las sombras, sosteniendo una lámpara. El sol se ponía temprano en esa época del año, así que los lámparas eran necesarias.
—Estoy aquí, Joycita —respondió él con una sonrisa encantada mientras se acercaba hasta donde ella estaba.
—Pensé que podrías necesitar ayuda —preguntó ella.
—Acabo de terminar.
—Oh —parecía decepcionada.
—Pero me alegra que hayas venido. Estaba pensando en ti, ¿sabes?
—¿De veras?
—Claro que sí. Estaba tratando de idear una manera de visitarte sin que tu padre decidiera que necesita practicar tiro al blanco.
Joy rio.
—¿Y por qué pensarías que papá querría practicar puntería contigo?
—Porque… bueno… creo que él sabe lo que tengo en la cabeza… y en el corazón.
—¿Lo sabe? —dijo Joy mientras entraba más al granero. Colgó la lámpara en un poste y se sentó sobre una paca de heno cercana—. Pues tengo dos preguntas sobre eso.
Abraham se paró frente a ella.
—¿Qué preguntas tienes?
Ella lo miró con una sonrisa.
—Primero, ¿por qué papá sabría lo que tienes en la cabeza… y en el corazón? Y segundo, ¿por qué eso le haría querer dispararte?
Abraham soltó una risa suave y se sentó a su lado.
—Tu padre sabe lo que tengo en la cabeza y el corazón porque se lo dije hace dos años. Y la respuesta a tu segunda pregunta es que probablemente no lo apruebe.
—¿No lo apruebe? —repitió ella.
Asintiendo, tomó sus manos enguantadas entre las suyas.
—Sí. Le dije hace dos años que te amaba y que quería casarme contigo.
Joy soltó un jadeo. En verdad no tenía idea… ninguna en absoluto de que él aún se preocupara por ella, de que la quisiera tanto. ¿Todavía la amaba? ¿Tanto como para querer casarse con ella? Se quedó sin habla, otra vez.
Él observaba su rostro con ansiedad, temiendo haber sido demasiado apresurado al declarar de nuevo sus sentimientos, pero había esperado tanto que no quería perder ni un segundo más.
El silencio se alargó entre ellos y Abraham comenzó a pensar que tal vez se había equivocado. Tal vez, al viajar por el mundo, ella había descubierto que él no era más que un pueblerino y ya no le parecía digno.
Tenía que saberlo.
—¿Joy?
Como si todos sus nervios se reactivaran, de repente recuperó el control de su cuerpo y se lanzó a sus brazos, abrazándolo del cuello y sollozando de felicidad.
—¿Me amas? ¿Quieres casarte conmigo?
Nunca antes la había abrazado tan cerca, bueno… sin contar cuando ella era un bebé y él, con cinco años, tenía permiso de sostenerla con cuidado mientras estaba sentado en el columpio del porche. Pero desde que crecieron y los sentimientos y el deseo por ella se habían vuelto tan intensos, no había tenido el privilegio de abrazarla así. Sin embargo, al ver que ella se alegraba al saber de sus intensos sentimientos, se sintió más que emocionado, y logró reír entrecortadamente.
—Sí, Joycita, te amo y sí, quiero casarme contigo.
—¿Cuándo?
Le soltó los brazos del cuello para poder mirarla a los ojos y ver esa expresión de éxtasis.
—Tan pronto como tú quieras, Joycita. ¿Aceptas?
—¿Aceptar? ¡Ay, cielos, claro que sí!
Su voz se volvió más profunda cuando preguntó, con algo de timidez:
—¿Tú también…?
Quería oírla decir que lo amaba.
Ella se quedó quieta, nunca antes se había atrevido a expresar sus sentimientos por él en voz alta, aunque se sorprendería al saber que algunos en su familia ya lo sabían. Así que respondió con voz temblorosa:
—Sí, te amo… con todo mi corazón. Te he amado durante muchos años.
—Temía que al irte con la tía Alice descubrieras que soy un torpe o que algún francés o tipo del este te hiciera perder la cabeza.
—No. Ellos nunca podrían compararse contigo, Abraham. Siempre estuve nostálgica por ti. Así que, si tú eres un torpe, entonces yo también debo serlo.
—Entonces, ¿te casarás conmigo, Joy?
—Sí, Abraham.
—¿No te molestará ser la esposa de un médico rural?
—No me molestaría ser tu esposa sin importar lo que decidas hacer. No es el cargo lo que quiero. Es al hombre.
Ante eso, no pudo evitar besarla. Y así lo hizo. Temía estar soñando, pero aquello era mejor que cualquier sueño que hubiera tenido.
Un rato después, estaban de nuevo en el despacho de Edward, esta vez con Joy, pidiendo su bendición. Edward era plenamente consciente de que su hija ya tenía edad para hacer lo que quisiera, y sabía que Abraham la trataría bien y la proveería más que adecuadamente. Entonces, ¿por qué sentía tanta oposición a la idea? No encontraba las palabras para responderles.
Se levantó de su silla y dijo:
—Creo que debería llamar a la señora Cullen. Por favor, esperen.
Se sentía como un niño que va en busca de su madre para consuelo. Sabía que Bella podría calmar su corazón y su mente.
Bella estaba remendando una camisa junto al fuego en la sala principal. John Henry yacía en el suelo a sus pies jugando con sus soldaditos, y Grace escribía una carta sobre su escritorio cerca de ellos.
—Mamá, ¿puedo hablar contigo en privado un momento? —preguntó Edward. Siempre la llamaba «mamá» frente a los niños, como era costumbre.
Sorprendida y preocupada por la expresión que vio en su rostro, ella se levantó y lo siguió a su sala privada.
—¿Qué sucede, Edward?
—Es Joy. Abraham ha venido a llevársela —dijo con voz lúgubre.
Los ojos de Bella brillaron.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Están sentados en mi despacho, esperando que bendiga sus intenciones.
—¿Ya? ¿Cuándo ocurrió eso?
—Ese Abraham no deja que crezca el pasto bajo sus pies —bufó Edward—. Supongo que se escaparon juntos después de la cena. Joy, al parecer, estaba en el plan desde el principio.
—Ay, Edward, esto es perfecto para ella. Está enamorada de Abraham desde hace años.
Edward se quedó pasmado.
—¿Cómo lo sabes?
—Una madre sabe estas cosas de sus hijos, Edward. Lo único que no sabía era cómo se sentía Abraham al respecto.
—Bueno, yo podría habértelo dicho hace dos años.
—¿Qué? ¿Cómo así?
—Él pidió casarse con ella en aquel entonces.
—No dijiste ni una palabra sobre esto, Edward Cullen —reprochó Bella con firmeza, con las manos en las caderas. ¡De todas las cosas que podía guardarse para sí!
—Pues no, supongo que no lo hice. No quería pensarlo. Tenía la esperanza de que se desvaneciera.
—Mmm. Bueno, dice mucho de ambos que todavía se inclinen el uno por el otro después de tanto tiempo. ¿Por qué no le diste permiso hace dos años?
—Era demasiado joven.
—Edward, por aquí la mayoría de las chicas ya están casadas a los diecisiete.
—El que todos los demás sean insensatos no significa que nosotros debamos serlo. Además, tú tenías veinticinco cuando nos casamos.
—Es cierto, pero en mi pueblo ya me consideraban una solterona. Además, recuerdo que una vez que nos conocimos, no perdiste el tiempo en casarte conmigo tan pronto como pudiste.
—Tampoco te opusiste.
—No. Pero te das cuenta, Edward, de que ya estaba esperando a Joy apenas un año después de enviarte mi primera carta, ¿verdad? Estos dos muchachos han esperado mucho por su amor.
Edward suspiró con fuerza.
—Simplemente no me gusta.
—Edward, ¿lo que no te gusta es la idea de que Abraham Crowley se case con nuestra Joy… o no te gusta la idea de que alguien se case con ella?
—Quiero a Abraham como a un hijo, pero… no me gusta la idea de que mi niña esté con ningún hombre.
Bella se echó a reír.
—Ay, Edward, ¿le negarías a nuestra hija la oportunidad de una vida feliz solo porque no quieres verla como la mujer en la que se ha convertido? ¿No ves lo feliz que me has hecho tú con nuestra vida juntos? ¿Sabes lo miserable que habría sido yo si no nos hubiéramos conocido, casado y amado? Nuestra hija merece la misma oportunidad que tuvimos nosotros, si así lo elige.
Edward resopló, sabiendo que tenía razón.
—Y Edward, sabes que Abraham tratará a Joy como a una reina. Solo mira el ejemplo que ha tenido en casa. Nunca conocí a un hombre que amara tanto a su esposa como Tyler Crowley amaba a Lauren.
Edward se derritió y envolvió a Bella entre sus brazos.
—Tyler Crowley sí amaba a su Lauren… pero no puedes decir que la amaba más de lo que yo te amo a ti.
La miró con ternura y añadió:
—«…porque mi caudal es tan infinito como el mar, mi amor tan profundo; cuanto más te doy, más tengo, pues ambos son infinitos».
Dijo las últimas palabras sobre sus labios, y Bella volvió a estremecerse con su toque. No debería sorprenderle, pues siempre tenía ese efecto en ella, pero cada vez era un deleite.
—Oh, mi Romeo, hemos tenido una vida tan buena juntos. Quiero lo mismo para nuestros hijos. Si eso significa que tomen pareja, entonces no veo daño alguno. No podría elegir mejor pareja para Joy.
—Supongo que tienes razón —concedió Edward—. Al menos se quedarán cerca. Viví con el miedo estos últimos dos años de que algún extranjero hiciera que Joycita perdiera la cabeza y no la volviéramos a ver.
Bella lo besó en la mejilla y dijo:
—Entonces debemos darles nuestra bendición, querido.
—Así sea.
Y lo tomó del brazo y lo condujo por el pasillo hasta el despacho, donde sorprendieron a los jóvenes compartiendo un beso, aprovechando su tiempo a solas.
Bella se rio al ver cómo, avergonzados, se separaban de inmediato.
Edward refunfuñó:
—Tienen nuestra bendición para casarse… mientras no tenga que volver a presenciar eso.
Joy y Abraham decidieron casarse lo más pronto posible. De hecho, eligieron el día de Navidad, que sería la semana siguiente. Como la familia vendría de todas formas para las festividades, parecía la decisión más sabia.
—Joycita, ¿no necesitas tiempo para organizar todo tu… ajuar? —preguntó Abraham al día siguiente mientras estaban sentados juntos en la sala. Joy estaba cosiendo botones en el nuevo vestido burdeos de su madre, y Abraham había decidido hacerle compañía.
—¿Qué ajuar, Abraham?
—Bueno, no lo sé con exactitud, pero recuerdo que la tía Alice una vez dijo que le tomó un año preparar su ajuar para su boda con el tío Jasper.
—Ah, pero es que esa es la tía Alice. ¿Sabes cuánto tiempo les tomó a mi mamá y a mi papá planear su boda? —preguntó Joy con un brillo travieso en los ojos.
—Creo que nunca lo escuché.
—Unos diez minutos. Papá dijo que en cuanto la vio bajarse del tren en Denver, decidió que se casaría con ella. Le propuso matrimonio en el desayuno del día siguiente y se casaron en la primera iglesia que encontraron al salir del restaurante —rio Joy.
—Podríamos hacer eso. El predicador está a solo un paseo en coche —Abraham empezó a emocionarse con esa posibilidad.
—Bueno, mamá y papá no tenían familia cerca para celebrar con ellos, así que ahí es donde nuestra situación es distinta. Me gustaría tener a mi familia presente.
—A mí también. Pero ¿no necesitas un vestido especial?
—Abraham, tengo un baúl lleno de vestidos elegantes que probablemente nunca volveré a usar antes de que pasen de moda. De hecho, tengo uno blanco que usé en mi presentación en París y que estará perfecto. Mamá le pidió a la tía Alice que trajera su velo cuando venga la próxima semana, así que tengo todo lo que necesito. Voy a llevar un ramo hecho con ramas de acebo y hiedra, y como ya habíamos planeado un banquete navideño, servirá también como uno de bodas.
—¿No te importa casarte en el rancho en lugar de una iglesia? —preguntó Abraham.
—No, Abraham. Bear Valley Ranch fue el principio de todo para nosotros. Aquí nacimos los dos, aquí crecimos; es una gran parte de lo que somos. Quiero casarme aquí… contigo.
Le sonrió y él no pudo resistirse a robarle otro beso.
Desafortunadamente, justo en ese momento Edward entró en la sala y los sorprendió abrazados.
—Jum. Aún no están casados, se los recuerdo. Tal vez, Abraham, deberías estar sentado en la silla en lugar del diván con mi hija.
Abraham se levantó con cierta vergüenza y dijo:
—De todas formas, tengo que ir al pueblo, señor Cullen. Tengo unos mandados pendientes.
Le sonrió a su futura esposa y pronto se marchó. Edward carraspeó, suspiró y salió de la habitación. No solía estar tan gruñón.
La primera parada de Abraham en el pueblo fue en la consulta del doctor Banner.
—Gracias, doctor, por darme la oportunidad de unirme a su práctica.
—Es un verdadero placer, Abraham. Me alegra tenerte con nosotros. ¿Cuándo deseas comenzar?
—En realidad, quería hablarle sobre eso. Me voy a casar con la señorita Joy Cullen el día de Navidad. Me gustaría tener un tiempo con mi esposa antes de iniciar con la práctica. ¿Estaría de acuerdo con que empiece después de Año Nuevo?
—Felicitaciones, Abraham. No sabía que estabas comprometido.
—En verdad, no lo estaba hasta ayer, pero como era algo que ambos deseábamos desde hace tiempo, no vimos razón para esperar más. Necesito encontrar un lugar donde vivir y amoblarlo rápido.
—¿Un lugar donde vivir, eh? Bueno, la viuda Cope quiere deshacerse de su vieja casa. ¿Crees que le gustaría a tu esposa?
A Abraham se le erizó la piel al oír a Joy referida como su esposa por primera vez. Definitivamente, eso le dibujó una sonrisa en el rostro.
Conocía la vieja casa de los Cope. En su día, fue la más elegante de Bear Valley, pero ahora, no tanto. Se preguntó si los Cope habrían llegado a modernizarla. Solo había una forma de averiguarlo.
La señora Cope estaba detrás del mostrador de su tienda. Ahora vendía casi exclusivamente dulces. Abraham recordó cuánto le gustaban a su madre los de menta de la señora Cope y sonrió al pensarlo.
—Vaya, Abraham Crowley, qué gusto volver a verte. ¿Qué haces por estos lados?
—He regresado, señora Cope. Ahora soy doctor, y el doctor Banner me ha invitado a unirme a su práctica. Estoy buscando un lugar para vivir, y él me mencionó que usted quería vender su antigua casa.
—Vaya, vaya, tienes razón en eso, y déjame ser de las primeras en darte la bienvenida de vuelta a Bear Valley. ¿Quieres que vayamos a ver la mansión?
Abraham parpadeó.
—¿Mansión? Me temo que eso está fuera de mis posibilidades, señora Cope. —Empezó a preguntarse si recordaba bien cuál era la casa. La señora Cope soltó una risita.
—Sally, atiende la tienda. Regreso en un santiamén —gritó por encima del hombro mientras se acomodaba el chal sobre sus redondos hombros.
Abraham siguió a la robusta mujer hasta la casa que recordaba. No tenía nada de mansión. En realidad, era apenas una cuarta parte del tamaño de la casa grande del rancho, lo cual estaba perfecto para Joy y para él. De hecho, si fuera más grande, sería demasiado para que Joy la mantuviera sola.
La señora Cope le mostró el interior del edificio de dos pisos con estructura de madera. Necesitaba una mano de pintura, pero por lo demás parecía estar en buen estado. Tenía un porche que rodeaba el frente de la casa, con amplios escalones que llevaban hasta él. Le alegró ver que habían añadido un baño en el primer piso, completo con retrete y una tina profunda con patas de garra. La señora Cope le mostró el agua corriente y habló sin parar de la caldera en el sótano. La cocina también estaba actualizada, así que Joy tendría las comodidades modernas para facilitar su trabajo. La puerta principal daba a un pasillo central, con un comedor y una sala a un lado y una habitación grande al otro. La cocina estaba al fondo del pasillo, y el baño al lado. Una escalera ancha conducía al segundo piso, donde había cuatro habitaciones de buen tamaño. Era perfecto para ellos.
—¿Cuánto pide por la casa, señora Cope?
Ella se volvió coqueta:
—Oh, puedes ver la calidad de la casa, ¿verdad? Significó mucho para mí y para el señor Cope. La mejor casa de Bear Valley —suspiró teatralmente y luego, en un tono más práctico, dijo—: Quiero mil dólares por ella.
Abraham parpadeó.
—Bueno, muchas gracias por mostrármela, señora Cope, pero eso está muy por encima de mis posibilidades. —Se dio vuelta para irse.
—Oh, pero quizá, siendo tú un hijo de Bear Valley, podamos negociar un poco. Eh… ¿cuánto estarías dispuesto a ofrecer?
—Señora Cope, esta es una casa muy linda y perfecta para nosotros, pero apenas podría pagar unos pocos cientos de dólares.
La mujer suspiró.
—¿Qué te parece cuatrocientos dólares en efectivo?
Con una sonrisa, Abraham extendió la mano.
—Trato hecho, señora Cope.
Fueron a la oficina del escribano local para firmar los papeles y, pronto, Abraham regresaba al rancho con una llave en el bolsillo y una sonrisa en el rostro. Esperaba que a Joy le gustara su nuevo hogar.
—Edward, tengo una propuesta para ti —dijo Bella detrás de su esposo, rodeándole el cuello con los brazos mientras él estaba sentado en su escritorio, revisando sus libros contables.
Él se recostó y la miró. Había estado bastante taciturno desde que Joy y Abraham anunciaron su próximo matrimonio. Sabía por qué. Bella también lo sabía. Le costaba dejar ir a su hija, aunque sabía que era el momento correcto.
—¿Qué propones?
—Pongámonos los abrigos y botas y vayamos a buscar el árbol de Navidad.
—¿No querían hacer eso los niños?
—Están ocupados preparando todo para la celebración y dijeron que podíamos hacerlo por ellos.
Él sonrió.
—¿Así que seremos solo tú y yo?
Ella le guiñó un ojo.
—Solo nosotros dos.
—Suena perfecto —dijo Edward, sonriendo ampliamente por primera vez en varios días.
Salieron corriendo de la mano hacia el cuarto de barro para abrigarse bien del frío. Bella se envolvió un pañuelo de lana alrededor de la cabeza y el cuello y recogió una pequeña bolsa que había preparado con un termo de sidra de manzana caliente. Se puso los mitones, se colgó la bolsa al hombro y siguió a Edward afuera. Él tomó una escopeta pesada en vez del hacha.
—¿No necesitas un hacha, Edward?
—Nah. Esta vieja escopeta de búfalo bastará.
Bella estaba desconcertada, pero confiaba lo suficiente en su esposo como para no preguntar más.
—He visto algunos árboles lindos junto al claro del pastizal. ¿Vamos a caballo o caminando?
—Caminando. Será más fácil si llevamos el árbol. No está lejos.
Así que se dirigieron hacia la arboleda de pinos al otro lado del campo. Rowdy, el bisnieto del Rascal original, decidió acompañarlos, ladrando y correteando delante de ellos.
—Me recuerda a aquel primer chucho que elegiste para cuidar el jardín —comentó Edward.
—Sí, se parece mucho al viejo Rascal y tiene el mismo carácter. El otro día tumbó toda una cuerda de ropa. Pensé que Ana María iba a despellejarlo.
—Me alegra no haber estado allí para verlo… ni oírlo —dijo Edward. Ana María tenía una lengua afilada en dos idiomas, y tanto niños como vaqueros y cachorros sabían que debían mantenerse alejados cuando estaba de mal humor.
Bella metió su mano en el pliegue del brazo de su esposo mientras caminaban por el campo. Aproximadamente a tres cuartos del camino, Edward se detuvo. Bella lo miró con curiosidad y vio que observaba la copa de los pinos que se alzaban al otro lado del pastizal.
—¿Ves alguno que te guste, Bella?
—Los que podemos ver desde aquí son demasiado altos, Edward.
—No, fíjate en las copas de los árboles. Encuentra una que tenga una forma perfecta y señálamela.
Bella entrecerró los ojos y miró.
—Bueno, ese que está justo al borde del campo se ve bonito en la parte de arriba, pero…
—Ya lo vi. Mira esto.
Edward se acomodó el rifle en el hombro, apuntó a un punto aproximadamente a unos tres metros y medio por debajo de la punta del árbol y disparó. Un estruendo tremendo retumbó por el valle, seguido del crujido de la copa del abeto inclinándose hasta caer al suelo del bosque.
—Ahora vamos a asegurarnos de que se vea tan bien de cerca como desde lejos.
Encontraron la copa del árbol en el suelo. Edward la levantó y Bella caminó alrededor, examinándola en busca de imperfecciones.
—Parece casi perfecta para mí, Edward, salvo donde se quebró.
Él le sonrió y se echó la copa del árbol al hombro.
—Por eso disparé un poco más abajo. Cortaremos la parte astillada y, voilà, un árbol de Navidad perfecto. No nos tomó nada de tiempo.
Bella hizo un puchero.
—Yo quería pasar la tarde contigo.
—Bueno, ya terminamos la tarea, así que ahora podemos pasar el resto del tiempo como queramos —le brillaban los ojos.
Riendo, Bella preguntó:
—¿Y qué tenías en mente?
—¿Trajiste algo para comer en tu bolsita?
—Claro que sí. Busquemos un lugar soleado para sentarnos y disfrutarlo.
Había un saliente rocoso sobre el pastizal que ofrecía una vista completa del rancho, así que se dirigieron en esa dirección. Edward dejó el árbol en el suelo, luego ayudó a Bella a subir a la roca y trepó junto a ella. Estaba despejado y hacía frío, pero no había viento gracias al risco que tenían detrás.
—Tendremos que compartir. No pensé que te importara —dijo Bella, pasándole la taza humeante de sidra.
—Para nada —sonrió él al tomarla—. Me asombra que ese artilugio mantenga las cosas calientes por horas.
—Sí. El termo de vacío fue hecho para días como este… y para gente como nosotros.
Ella se recostó sobre sus manos y contempló el paisaje.
—Ah, Edward, solo mira lo hermoso que está el valle hoy.
Él miró los campos dorados, los grupos de pinos, el río resplandeciendo abajo y las majestuosas montañas al fondo, y suspiró.
—Sí. Es una vista hermosa. Desde la primera vez que vi Bear Valley, supe que quería echar raíces aquí.
—¿Cuándo fue eso, Edward?
—Poco después de llegar en el '77.
—Eso fue hace ya bastante.
Se inclinó y le pasó la taza, sonriéndole suavemente a los ojos.
—Sí, pero se convirtió en mi paraíso después de traerte conmigo.
Aún lograba hacerla sonrojar.
—También ha sido un pequeño Edén para mí, Edward. Tú y los niños son las luces de mi vida. Y fue Bear Valley lo que me trajo hasta aquí también. ¿No recuerdas lo que escribiste en tu anuncio? Puedo recitártelo, si quieres: «Las tierras altas son un lugar místico donde he encontrado consuelo para mi alma cansada. Las montañas se han vuelto amigas entrañables con los años; pilares púrpuras de majestad, castillos helados en el invierno y refugios verdes en el verano. Me gustaría compartirlas con alguien que pudiera apreciarlas tanto como yo». Tu amor y aprecio por tu hogar se notaba en cada palabra que escribiste. Me alegra haber sido yo a quien elegiste.
Él se acercó más para rodearla con el brazo.
—Tú eras la única, siempre lo fuiste. He creído durante mucho tiempo que estábamos destinados a estar juntos, y fue el buen Dios quien guiaba mi pluma cuando escribí eso.
Ella se acurrucó a su lado.
—Da miedo pensar lo cerca que estuvimos de no encontrarnos.
—¿Cómo así?
—El día que encontré tu anuncio fue muy extraño, fuera de lo común para mí. En esos días, solía ir con frecuencia a la biblioteca pública, pero nunca entraba al salón donde estaban los periódicos y revistas. Siempre iba directo a los libros encuadernados. Pero ese día, mi hermano necesitaba la carreta, así que tuve que ir caminando al pueblo. Comenzó a llover y no pude regresar hasta que parara, así que esperé en la sala de periódicos. Mientras esperaba allí, vi un periódico curioso llamado The Matrimonial News y me pareció muy extraño. Lo tomé para echarle un vistazo y me horrorizaron los anuncios. Los hombres que escribían allí parecían desesperados y algo inquietantes.
»Doblé el periódico para dejarlo sobre la mesa junto a mí, pero de reojo noté algunas de tus palabras. Creo que vi «pilares púrpuras de majestad, castillos helados en el invierno y refugios verdes en el verano», y me dejaron sin aliento.
»Leí todo tu aviso, y las palabras resonaban en mi cabeza. No podía olvidarlas al caminar de regreso a casa. No podía olvidarlas al irme a dormir. No podía olvidarlas durante el día.
»Una semana después, decidí escribirte y regresé a la biblioteca solo para descubrir que el periódico ya no estaba. Te juro que sentí que el corazón se me rompía. Resultó que la bibliotecaria se lo había llevado a casa para forrar la jaula de su canario. Por suerte pudo rescatar el anuncio, y así pude escribirte… y el resto es historia. Fue un golpe de suerte. Aun así, me sorprendió que me respondieras.
—Aprecié tu evidente intelecto y tu agudo sentido del humor, señorita Swan. Cada carta era una joya. Cuando te dije que las memoricé, te decía la verdad. Estaba desesperado por conocerte, y lo supe desde la segunda carta. Me di cuenta de que traer a una joven a Colorado en pleno invierno no era lo ideal, así que tuve que esperar. Fue el invierno más largo que recuerdo.
Bella suspiró.
—¿Valió la pena la espera?
Él pasó su otro brazo alrededor de ella y rio suavemente.
—Te vi bajar de ese tren y fue como escuchar a un coro de ángeles cantar. Lo supe en ese mismo instante. Eras la indicada para mí. Me habría arrodillado allí mismo para pedirte matrimonio, pero incluso yo, con lo osado que era, sabía que eso era demasiado pronto. Pensé darte al menos medio día antes de hacerte la pregunta —añadió con una sonrisa irónica.
—Fue el mejor día de mi vida, aunque algunas partes fueron bastante confusas.
Edward la miró con curiosidad.
—¿Confusas? ¿En qué sentido?
—La boda no me sorprendió, pero lo que vino después sí que lo hizo.
—¿Te refieres a cuando nos fuimos a la cama?
—Me sentí avergonzada de ser tan ignorante, Edward. Me sentía una tonta, y tú acababas de decirme que me habías elegido porque admirabas mi intelecto. Estaba demostrando lo estúpida que realmente era.
—No, no, no, Bella. ¿Ignorante? Tal vez. ¿Pero estúpida? Jamás. La culpa es de nuestra sociedad tonta que mantiene a las doncellas en la oscuridad sobre esos temas. Yo estaba más que complacido con mi esposa. Sigo estándolo —declaró, sellando sus palabras con un beso cariñoso en la sien.
—¿Te gustó que no supiera nada sobre las relaciones matrimoniales?
—Digamos que me gustó enseñarte sobre ello.
—Fuiste el mejor maestro —sonrió.
—Estaba muy orgulloso de ti, esposa mía.
—¿Orgulloso de mí?
—Sí. Después de lo que te dijo aquella matrona en el hotel para mujeres sobre serpientes, profundidades y... apéndices de caballo, podrías haberte asustado y haberme cerrado la puerta en la cara. Y no te habría culpado. Pero abriste tu corazón con valentía y confiaste en mí, aun cuando te daba miedo. Eso fue un acto de coraje.
Bella soltó una carcajada.
—Ay, Edward. Eso no fue coraje para nada.
—¿No?
—No. Vi tu rostro tan apuesto, tus hombros anchos, y esos soñadores ojos verdes tuyos y, aunque en ese momento no comprendía exactamente lo que sentía, ahora sé que te deseaba. Fue una sensación eléctrica. No podía tener suficiente de ti. Quería más.
Ahora Edward también reía, y Bella añadió:
—Aún no puedo tener suficiente de ti.
Él la abrazó con fuerza.
—Sé exactamente lo que quieres decir, amor mío.
—Me alegra tanto que haya salido todo así.
—A mí también.
—Y por eso voy a tomar a Joy aparte y explicarle todo antes de que se case con Abraham.
Todo el cuerpo de Edward se tensó, al igual que su tono de voz.
—No quiero pensar en eso.
—Lo sé, pero no quiero que ella sea tan ignorante como yo. Gracias a Dios que fuiste gentil y comprensivo, Edward, si no, todo podría haber sido muy distinto para mí. Espero que alguien también pueda hablar con Abraham antes.
Edward puso cara de horror.
—¡Ni lo pienses, mujer! No voy a hablar con él sobre cómo debe complacer a mi hija. Además, Abraham se pasó buena parte de un año espiando el Kama Sutra cuando se suponía que debía estar haciendo sus deberes escolares.
—¿De verdad? ¿Cómo lo sabes? ¿Lo sorprendiste?
—No exactamente. Era cuidadoso, pero un día noté que salió de la habitación con el rostro bastante sonrojado, así que supuse que andaba en algo. El libro seguía en su sitio, así que puse una trampa: coloqué un papel doblado detrás de él en la repisa de forma que, si movía el libro, el papel caería. Él no lo vería ni lo oiría... pero yo sí.
—¿Y por qué no lo detuviste?
Edward suspiró.
—Bella, en ese momento pensé que era algo que debía saber. No me imaginaba a Tyler hablándole sobre los aspectos más delicados del amor, y no era mi lugar hacerlo, así que me pareció una buena forma de que aprendiera. Claro, no sabía entonces que la chica a la que estaría seduciendo sería ¡mi propia hija!
—¿Seduciendo? ¿Así lo llamas? ¿Me sedujiste a mí también?
—Lo hice.
—Edward, ¿cómo puedes decir eso? —protestó Bella.
Él empezó a trazar círculos con un dedo en su hombro y sonrió.
—Bueno, sabía que, si lograba llevarte a la cama y luego «despertarte el gusto», querrías más. Estaba dispuesto a detenerme si lo deseabas, pero tenía el presentimiento de que podría convencerte de no querer parar. Y tenía razón.
—¿Así que «me despertaste el gusto»? Te ves muy orgulloso de ti mismo.
—Lo estaba. Lo estoy —contestó él, sonriendo como el gato de Cheshire.
—Menos mal que aprendí rápido, porque no tardé mucho en «despertar tu gusto» y seducirte de vuelta.
Él rio.
—Y tienes todo mi permiso para seducirme cuando quieras, señora Cullen.
Ella le quitó el sombrero y rozó sus labios con los suyos.
—¿Edward?
Él la besó de vuelta.
—¿Sí?
—No es seducción si es bienvenida —susurró, y luego lo besó trazando el borde de sus labios con la lengua. Él gimió suavemente y abrió la boca para entrelazar su lengua con la de ella. Bella se quitó los mitones y enredó los dedos en su cabello mientras el beso le provocaba escalofríos.
El viento sopló de repente.
—Bella, hace demasiado frío aquí afuera para llevar esto hasta sus últimas consecuencias —dijo Edward, respirando hondo mientras intentaba calmar su creciente deseo.
Ella suspiró.
—Supongo que no sería buena idea terminar con congelación en nuestras partes íntimas.
—Podríamos echarle la culpa a una rozadura de silla, pero no quisiera que le pasara nada a tu gatita perfecta... ni a mi soldado impaciente —dijo, deslizando la mano para tomarle el trasero.
—O podríamos simplemente disfrutar del coqueteo ahora y esperar con ansias la noche cuando nos retiremos.
—¿Estás sugiriendo una tarde entera de provocaciones? —preguntó él, poniendo la mano sobre su pecho. A pesar de todas las capas de ropa, ella sintió la reacción en su cuerpo.
—Te gusta que te provoque, esposo —murmuró, enterrando el rostro en su cuello y besando y succionando ese punto sensible que sabía que estaba ahí.
—Ay, esposa, debes tener cuidado o desatarás al monstruo.
—¿El monstruo?
—Si me provocas demasiado, podrías verlo.
—Edward, llevo más de veinte años viviendo contigo. No hay ningún monstruo.
—Eso es porque lo he mantenido bien encadenado, y tú, tentadora, estás haciendo que tire con fuerza de sus grilletes.
—¿Y qué haría él si lo liberaras? —susurró Bella antes de morderle el lóbulo de la oreja.
Edward gruñó y la tumbó sobre la espalda, sujetándola firmemente entre sus brazos.
—Temo que arruinaría tu ropa y posiblemente cualquier mueble cercano.
—Probablemente lo disfrutaría tanto que ni me daría cuenta, Edward.
Él la besó de nuevo y presionó su cuerpo contra el de ella para que sintiera su deseo.
—Regresemos a la casa, Bella.
—Cuando lleguemos, nos absorberá el ajetreo y no podremos saciar nuestra sed —dijo ella con pesar.
Él gruñó frustrado y rodó a un lado, soltándola.
—Esperaremos, pero prepárate esta noche, señora. Ahora debo intentar calmarme.
Bella se incorporó y le lanzó una sonrisa traviesa.
—Solo imagina que soy yo la que le está contando todo esto a Joy. Seguro que eso apaga cualquier fuego ardiente que tengas.
Edward se quedó pasmado y luego gimió con disgusto.
—Eso lo logró. Gracias… supongo. —Se levantó y saltó del peñasco, luego le tendió la mano para ayudarla a bajar. Al hacerla girar, no pudo resistirse a darle otro beso—. Señora Cullen, me alegra tanto que nunca usara ese boleto de regreso a Virginia.
—Señor Cullen, jamás soñé con querer hacerlo.
Bella tenía razón: cuando regresaron a la casa con el árbol, lo primero que Charlie y John Henry quisieron hacer fue instalarlo en la sala. Así que Edward se fue al cobertizo de herramientas -una reliquia de la época de Tyler Crowley- para cortar el último pie y medio de la base, y luego armó los implementos necesarios para sostenerlo.
Bella y las chicas sacaron los adornos navideños que habían hecho con amor a lo largo de los años, entre madre e hijas. Cada año confeccionaban un tipo distinto de adorno para agregar a su colección. Gracie sugirió hacer algo especial para conmemorar la boda de Joy, y decidieron recortar pequeños cojines en forma de corazón con la seda burdeos sobrante del vestido nuevo de Bella, y bordarles las iniciales entrelazadas de A y J. La incorporación de la nueva máquina de coser Singer de Bella les permitió hacer los pequeños cojines a una velocidad increíble. Antes de que sirvieran la cena, el árbol ya estaba instalado con orgullo frente a la gran ventana, y antes de irse a la cama esa noche, ya estaba completamente decorado.
Al día siguiente sería Nochebuena. La familia Cullen extendida llegaría desde Denver, y al día siguiente celebrarían el nacimiento del Salvador y el inicio de la vida en común de Joy y Abraham. Pero esa noche era la última en que la familia Cullen estaría reunida como en los viejos tiempos: madre, padre, hijas, hijos e hijos adoptivos. Como era costumbre y su preferencia, Charles se sentó al piano y acompañó la decoración del árbol tocando viejos villancicos, algunas piezas nuevas y complicadas de ragtime, y cualquier capricho que se le ocurriera a sus dedos en ese momento. Era verdaderamente un músico talentoso y disfrutaba compartiendo ese don con su familia.
Charlie disfrutaba sentarse al piano por otro motivo: le daba la oportunidad de hacer lo que más le gustaba, observar. Charles era una persona callada, pero siempre con una sonrisa lista. De todos los hijos de Bella y Edward, él era el más apegado al rancho y a su gente. Cuando tuvo edad suficiente, sus padres lo enviaron a estudiar, como a Abraham, pero Charlie se sintió tan nostálgico que lo mandaron de regreso y contrataron a un tutor para que completara su educación en el rancho. Como beneficio adicional, Gracie, Joy y John Henry también fueron instruidos por el caballero. Los resultados fueron muy satisfactorios y Bella honestamente no entendía por qué no lo habían considerado antes.
Así que, en esa víspera de Nochebuena, Charlie observó a su familia decorando el árbol. Habían hecho una generosa tanda de palomitas en la chimenea, y Abraham ayudaba a su prometida a ensartarlas para hacer una guirnalda. Joy estaba sentada en un taburete bajo cerca del fuego, con una aguja grande enhebrada con hilo de bordar resistente. Abraham estaba a sus pies, encargado de seleccionar los granos de maíz reventado adecuados. Charlie notó que Abraham a veces miraba alrededor para ver si Bella o Edward los estaban observando y, si no era así, le metía un grano de palomita en la boca a su prometida en vez de dárselo para que lo ensartara. Los ojos de Joy brillaban mientras fingía morderle los dedos. Él hacía como si le doliera y le pedía a Joy que lo besara para que sanara. Por supuesto, Joy le daba un tierno beso y se quedaban mirándose como si estuvieran perdidos en los ojos del otro. Charlie pensó que debía ser cosa de novios a punto de casarse.
Excepto que Charlie notó que no eran la única pareja coqueteando. Sus padres parecían estar jugando un sutil juego del gato y el ratón. Estaban atando guirnaldas de pino en la baranda de la escalera. Como Joy bajaría por esas escaleras para encontrarse con su esposo junto a la chimenea que haría de altar, Bella pensó que debían decorar el lugar. Los muchachos habían salido a cortar ramas de pino y Bella pasó la mañana uniéndolas en cuerdas largas y fragantes. Había decidido sujetarlas con cintas, pero no estaba yendo muy bien.
—Creo que deberíamos clavar esto a la madera, Bella —decía Edward.
—¿Clavarlas? —exclamó su escandalizada esposa—. No voy a arruinar mi barandal con clavos.
Edward se inclinó y le dijo en voz baja, cerca del oído:
—Podrías sostenerlas mientras yo martillo. Creo que te gustará el resultado.
Charlie vio a su madre sonrojarse mientras miraba a su padre por debajo de las pestañas y le sonreía con coquetería.
—Pero preferiría que tú las sujetaras así mientras yo las ato con alambre. Así… —demostró, colocando las manos de Edward sobre la guirnalda para sostenerla mientras ella lo rodeaba y la fijaba en su lugar. A Bella le tomó más tiempo del que Charlie pensaba que debería. La expresión de su padre lo decía todo. Charlie lo vio enrojecer y luego tragar saliva. Cuando Bella terminó, Edward se giró rápidamente y le susurró algo al oído que hizo que ella riera, aunque negó con la cabeza y bajó un escalón, indicándole que la siguiera. Charlie vio a su padre darle una palmada en el trasero a su madre. Eso no era algo que viera todos los días, pensó. Le alegraba la felicidad de sus padres, pero seguía sorprendiéndolo ver que aún fueran tan románticos a su edad.
Grace estaba sentada en una mesa, recortando delicados copos de nieve de papel blanco. Se mordía el labio en concentración y Charlie se sorprendió al notar lo adulta que se veía. No faltaba mucho para que fuera ella la novia a la que estarían preparando. Lee y John Henry sacudían a escondidas algunos de los paquetes que ya estaban bajo el árbol, hasta que Bella los sorprendió y los mandó a la cocina a traer sidra para todos.
Pronto, el árbol estuvo decorado, las guirnaldas colgadas y todo listo para los eventos venideros. Pero esa noche, esa noche la familia estaba feliz simplemente por estar junta, disfrutando de la compañía mutua.
Más tarde, Edward y Bella por fin tuvieron libertad para dejar que el monstruo se manifestara. Ningún mueble fue arruinado, pero Bella luego tuvo que convertir en trapos lo que quedaba de su camisón de franela.
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Joy y Bella trabajaban juntas en la habitación que ocuparían los abuelos Cullen durante su estadía en el rancho para las celebraciones. Habían puesto sábanas y mantas limpias y alisaban la colcha sobre la cama.
—Ahí. Se ve muy bonita y acogedora —dijo Bella con satisfacción—. Creo que estamos listas para nuestros invitados.
—No puedo creer que mañana me voy a casar —exclamó Joy.
Bella se sentó en el diván frente a la ventana y dio una palmadita al cojín junto a ella.
—Ven, siéntate conmigo. Tenemos un ratito antes de que lleguen los invitados.
Joy se sentó a su lado y aprovechó para recostarse contra ella. Su madre era probablemente la persona más reconfortante que conocía y le encantaba tener un momento a solas con ella.
—Joy, estoy tan feliz por ti y por Abraham. No puedo imaginar un mejor esposo para ti. Es un hombre muy bueno.
—Lo sé. Soy muy afortunada.
—Yo sentí lo mismo cuando me casé con tu padre.
—¿Cómo supiste que papá era un buen hombre, mamá?
Bella rio suavemente.
—Sus cartas hacia Virginia decían mucho, y supe que nuestras mentes seguían caminos similares. Pero cuando nos conocimos… —suspiró—, hubo un reconocimiento inmediato de algo más profundo, casi espiritual, pero también muy físico.
Joy se sorprendió.
—¿Físico?
Bella arqueó las cejas y reprimió una sonrisa.
—Era una atracción magnética, una chispa. No deseaba nada más que estar con él, aunque en ese momento no comprendía del todo lo que eso significaba.
—¿A qué te refieres?
—Joy, tú te criaste en un rancho y sé que sabes cómo nacen los potrillos, terneros y cachorros, empezando con el semental y la yegua, el toro y la vaca, el perro y la perra.
Joy se sonrojó y asintió rápido.
—¿Y sabes que los bebés humanos llegan de forma similar?
Las mejillas de Joy se tornaron carmesí y volvió a asentir. Deseaba que su madre dejara el tema. Conocía lo básico. Era imposible ignorarlo viviendo tan cerca del ciclo natural de la vida. Pero no quería que su madre pensara en ella haciendo esas cosas. De hecho, tampoco quería pensar en sus padres haciéndolas.
Pero Bella continuó:
—Joy, cuando me casé, estaba tan protegida que no tenía ni idea de lo que pasaba entre un esposo y una esposa. No había nadie que me lo explicara. Bueno, nadie que yo conociera. La matrona del hotel en el que me hospedaba antes de casarme se tomó la tarea de explicarme lo que iba a pasar… —Bella rio al recordar aquel día.
Joy preguntó con cautela:
—¿Qué te dijo, mamá?
Bella se inclinó hacia su hija.
—Ay, hija. Me dijo que los hombres llevaban serpientes en los pantalones, que se levantaban para saquear las profundidades de una dama. Cuando dudé de ella, me señaló un viejo caballo en la calle y dijo que lo que él tenía colgando debajo del vientre era parecido a lo que los hombres ocultaban en sus pantalones.
Joy estalló en carcajadas y Bella se unió a ella.
—Ay, mamá. Seguro que te asustaste muchísimo.
—Afortunadamente, tu padre es un hombre sensato y dulce. Reconoció mi ignorancia y fue gentil y paciente… bueno… estoy segura de que no quieres escuchar más al respecto.
Joy negó con la cabeza con fuerza.
—No, señora.
—Joy, solo quería que tú supieras lo que yo no supe. Tu futuro esposo es un buen hombre y es evidente que te ama con todo su corazón. Confía en él. Disfrútalo. Ámalo, y tendrás el mejor de los matrimonios.
—Lo amo, mamá, y cuando me toca, siento como si volara.
Bella soltó una risita.
—Solo espera a que no solo sientas que vuelas… sino que realmente lo hagas. Es algo verdaderamente asombroso. Pero ten paciencia, eso viene con práctica. Solo confía en tu esposo. Él no te llevará por mal camino.
—Lo haré, mamá.
—Ahora, la mecánica de todo eso puede parecer extraña al principio. Así que déjame explicarte… —Bella le explicó con calma los fundamentos del acto conyugal, incluyendo que la primera vez podría resultar incómoda y que podía haber algo de sangre, pero que después… Los ojos de Joy se agrandaban a medida que su madre hablaba, pero no la interrumpió.
—Así que, Joy, solo confía en el amor que se tienen y se convertirá en una gran dicha.
Bella la miró a los ojos.
—¿Tienes alguna pregunta?
—¿Esto es lo que trae los bebés?
—Sí.
El rostro de Joy se tornó de todos los tonos de rojo mientras bajaba la voz hasta convertirla en un susurro escandalizado:
—¿Entonces tú y papá lo han hecho cuatro veces?
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—Honestamente, Edward, creo que hubiera sido mejor decirle lo de las serpientes y profundidades.
—Bella, de verdad no quiero hablar de eso, ni escucharlo, ni pensarlo. —Edward seguía en negación. Esa mañana había llegado su familia extendida y el reloj avanzaba sin piedad hacia el momento en que tendría que entregar a su niña. Todavía estaba intentando asimilarlo.
Bella le sonrió con ternura.
—Edward Cullen, todo saldrá bien. Tengo que ir a la cocina y terminar de hacer los Orange Blossoms de mi abuela. No podemos tener una boda o un nacimiento sin ellos.
Edward asintió y Bella se apresuró hacia la cocina. Cuando ella llegó por primera vez al rancho, la cocina estaba en un edificio separado que se conectaba con la casa principal a través de un pasillo techado, pero con los años, ese pasillo fue cerrado. Juan Carlos y Ana María seguían al mando de la cocina y sus hijos los ayudaban, al menos los que aún vivían en el rancho. Magdalena se había casado hacía años y se mudó al pueblo. El pequeño Tomás estaba en el seminario para convertirse en sacerdote, pero los otros hijos, aunque ya eran adultos, seguían en casa.
—¿Cómo van las cosas, Juan Carlos? —preguntó Bella al entrar en la sala bulliciosa.
—Muy bien, señora. Los pastelitos que hizo ya se enfriaron y están sobre la mesa de trabajo.
—Gracias. —Bella fue hacia la despensa y sacó un tazón lleno de naranjas y limones fragantes. Los había mandado traer especialmente para la festividad. Cortó con cuidado cinco por la mitad, luego sacó un exprimidor de vidrio y extrajo todo el jugo dulce de cada una. Vertió el jugo en un bol, le añadió azúcar para hacer un jarabe y luego sumergió cada pastelito uno por uno. Los volvió a poner en la rejilla para que se endurecieran. Luego los acomodaría en una bandeja de vidrio tallado y había guardado algunas hojas de naranjo que venían con los tallos para decorar. Nunca tenían un bautizo ni una boda en Bear Valley Ranch sin este tradicional manjar.
—Bueno, eso es todo. Juan Carlos, el resto queda en manos tuyas y de Ana María —dijo Bella con una sonrisa antes de regresar a la casa para pasar más tiempo con su familia antes de la cena.
Joy se emocionó cuando Abraham llegó al rancho con la noticia de que había comprado la antigua propiedad Cope. Sabía que era una casa muy bonita, con un patio de buen tamaño al frente y otro atrás. Ella y Grace pasaron un día completo en la casa vacía, limpiándola a fondo para poder llevar sus muebles. John Henry y Abraham trabajaron todo el día en el jardín, rastrillando hojas y ramas, y limpiando los parterres. El pequeño John adoraba trabajar al aire libre, más aún si podía ayudar a sus ídolos, Joy y Abraham. Él y Gracie incluso escogieron los cuartos que serían «suyos» cuando vinieran de visita. Al final del día, habían logrado bastante y la casa estaba lista para recibir los muebles.
Bella y Edward les dieron vía libre en el depósito de muebles, permitiéndoles llevar lo que quisieran de allí. Por fortuna, había un juego de dormitorio decente, muebles de cocina y el antiguo comedor que Bella y Edward acababan de reemplazar. Carlisle y Esmé los sorprendieron enviando muebles para la sala, incluyendo un gran escritorio y un piano vertical. Edward había enseñado a todos sus hijos a tocar, y algunos se destacaban más que otros. Joy era una de las Cullen que había aprendido con gusto. Se transformaba cuando se sentaba frente al instrumento y Esmé lo sabía. Alice se divirtió de lo lindo equipando la cocina de Joy, desde cubiertos hasta ollas para sopa, pasando por tazas medidoras y buena vajilla. También le escribió lo que parecía un volumen entero de recetas para la nueva esposa.
El día antes de Navidad, Abraham echó un vistazo a su hogar ya listo para recibir a su esposa al día siguiente. Los muebles estaban en su lugar, las alfombras tendidas, las cortinas colgadas. Habían entregado una carga de carbón y la caldera estaba funcionando bien. Los Cope habían instalado radiadores por toda la casa, así que no había necesidad de una estufa o chimenea en cada cuarto, aunque sí había una en la sala grande del primer piso y otra en el dormitorio principal del segundo. Había dejado la leña lista para encender el fuego en su habitación cuando llegaran esa noche de bodas.
Subió lentamente las escaleras, apenas pudiendo creer que al día siguiente traería a Joy aquí como su esposa. Llevaba años soñando con casarse con ella, y que todo se concretara tan pronto lo dejaba sin aliento. Pensó en compartir ese hogar con ella, en oír su risa en la cocina y sus pasos en la escalera. Su corazón rebosaba de felicidad hasta dolerle.
Al entrar en su habitación, se sentó en la cama. Estaba hecha con impecables sábanas blancas, cubiertas con mantas suaves y cálidas, y una colcha que Joy había cosido años atrás y guardado en su baúl de esperanzas. Las mejillas de Abraham se encendieron al pensar en todo lo que compartirían allí. Había estado conteniéndose tanto cuando la tocaba o besaba esa semana, que tenía miedo de mostrarse demasiado ansioso una vez que se liberaran todas las restricciones. Solo tendría que recordar el amor que sentía por ella, y esperaba poder literalmente mantener la cabeza fría en ese momento. Pero, oh, cuánto lo anhelaba. No deseaba nada más que amarla por el resto de sus vidas.
Miró su reloj de bolsillo y vio que debía regresar al rancho para llegar a tiempo a la cena. Esa noche conmemorarían la Navidad y mañana celebrarían la boda, y no quería llegar tarde. Tal vez en el camino encontraría un poco de muérdago para colgar y robar un beso… o muchos… esa noche de su amada.
Tras asegurarse de que todo estaba cerrado, cerró la casa con llave y montó a Matilda, que se la seguía prestando el tío Michael. Tendría que comprar sus propios caballos y también un coche para hacer visitas médicas. Cabalgó por el pueblo saludando con alegría a viejos amigos mientras pasaba. Sabía que era noticia en el valle: por regresar a ejercer la medicina y por casarse con Joy Cullen. Se sentía el hombre más afortunado del planeta.
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El regreso al rancho fue tranquilo hasta que dobló por el camino largo. Vio la tumba de su madre y se sintió impulsado a detenerse. No había vuelto desde el primer día en que llegó a casa y pensó que era momento de ponerla al tanto de lo que estaba ocurriendo. Bajó del caballo, ató las riendas de Matilda a la rama de siempre, se quitó el sombrero y caminó hacia la lápida de su madre. Estaba por abrir la boca para hablar cuando notó algo muy curioso a los pies de la piedra. Era una pequeña bolsa que reconoció al instante, llena de algo que su madre siempre atesoraba: caramelos de menta.
El corazón de Abraham se apretó mientras su mente comenzaba a sumar los hechos que apuntaban a una posibilidad maravillosa. Observó la bolsa con atención y supo que había sido colocada allí recientemente, en las últimas horas.
—¿Pá? ¡¿Pá?! —llamó Abraham desesperado. Apretaba la pequeña bolsa en la mano y miraba a su alrededor con desesperación, tratando de encontrar al único que sabía que podía haberla dejado allí.
—¡PÁ! —gritó mientras corría, aún escudriñando el terreno cercano, buscando al hombre que tanto amaba. No vio nada más que campos, árboles y unas cuantas reses.
Entonces se le ocurrió mirar al suelo para ver si había huellas, pero debido al clima helado, no se marcaba nada en la tierra endurecida.
El dulce tenía que haber sido dejado ese mismo día, porque aunque la bolsa estaba arrugada, se sentía crujiente. ¿Seguramente no pudo haber estado mucho tiempo a la intemperie?
—¡PÁ! —volvió a llamar. Una vieja herida que Abraham había cargado durante una década se abrió de golpe, y sintió un anhelo inmenso por la familia que una vez tuvo. Recordó cómo seguía a su padre como un perrito mientras el hombre trabajaba, idolatrándolo como solo un hijo puede hacerlo. Había creído que su padre era capaz de todo, pero el día en que su madre murió, aprendió que había una cosa que el hombre no podía hacer: sobreponerse a perderla.
Volvió a recorrer con la mirada el paisaje, sin encontrar nada una vez más. Intentó tragar el nudo en su garganta y empujar el dolor de regreso a donde pertenecía. Su padre estaba allí, o había estado, pero evidentemente no quería ser encontrado. Abraham tendría que aceptarlo. Se sacudió metafóricamente, tratando de recuperar el estado de dicha en el que había estado antes de encontrar los dulces. Después de todo, al día siguiente cumpliría su mayor deseo, y ella lo estaba esperando justo en ese momento, en la casa del rancho.
Volvió a montar a Matilda y la instó con los talones a avanzar. Ella no puso resistencia, pues sabía que la esperaban un establo cálido y su cena. Subieron la colina y entraron en la larga avenida de pinos que conducía al patio del establo, cuando una figura salió de entre los árboles y se plantó en su camino.
Abraham tiró de las riendas, con los ojos bien abiertos, clavados en el hombre que tenía delante.
El hombre vestía a la usanza indígena: pantalones y túnica de piel de búfalo. Llevaba un rifle colgado a la espalda y una capa de piel de oso sobre los hombros. De forma incongruente, llevaba un Stetson desgastado en la cabeza y botas gastadas en los pies. Su largo cabello era más gris que negro, y su rostro estaba surcado por profundas arrugas.
El hombre lo miraba fijamente, sin decir una palabra.
Pero Abraham lo supo.
—¿Pá? —susurró, y luego se lanzó del caballo gritando de nuevo—: ¡PÁ! —Corrió hasta él y se detuvo a un brazo de distancia, devolviéndole la mirada fija.
Tras un momento, el hombre mayor comenzó a asentir lentamente, y su expresión se suavizó en una ternura familiar que Abraham recordaba de su infancia. Tyler extendió los brazos con cautela, como si no estuviera seguro de ser bien recibido.
Abraham tragó con dificultad y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras daba dos pasos al frente y abrazaba a su padre. Quería hablar. Quería preguntarle por qué se fue. Quería decirle cuánto lo había extrañado y cuántas veces había pensado en él. Quería suplicarle que se quedara. Pero no podía decir ni una palabra. El nudo en su garganta no se lo permitía. Todo lo que pudo hacer fue sollozar como cuando era un niño pequeño y dejar que su padre lo consolara.
Tyler sostuvo a su hijo con fuerza y le dio unas palmaditas en la espalda, con lágrimas resbalando también por su propio rostro, hasta que Abraham se apartó. Avergonzado por perder el control, el joven empezó a buscar el pañuelo en su bolsillo.
Tyler se limpió los ojos con la manga y dijo con voz áspera:
—Hijo, tienes que devolverle los dulces a tu má.
Juntos, caminaron hasta la tumba para volver a colocar los caramelos de menta. Se quedaron mirando la lápida en silencio. Tyler soltó un gran suspiro.
—Pá, tienes que quedarte —exclamó Abraham.
—No lo sé, hijo.
—Te necesitamos aquí. Eres parte de nosotros y te hemos extrañado. Vuelve.
—No sé si pueda.
—Pero ¿por qué no? No entiendo.
El rostro de Tyler se descompuso de dolor mientras miraba fijamente la tumba de Lauren.
—Cuando ella murió, yo morí.
—¿A dónde fuiste, pá?
—Simplemente empecé a caminar.
—¿Por diez años?
Tyler negó con la cabeza.
—No sé cuánto tiempo ha pasado. Solo caminaba hasta que me daba sueño, y al despertar, volvía a caminar. Un día llegué a un campamento Ute y me dejaron quedarme mientras quisiera. Me dejaban ir y venir. Muchas veces me fui.
—¿Un campamento Ute? Es extraño que Carlisle Cullen no supiera de ti.
—No es tan extraño. No usaba el nombre de Tyler Crowley. Me llamaban Wicasa Blaska.
—¿Qué significa eso?
—El Hombre Vacío.
Abraham guardó silencio por un momento, pero luego dijo en voz baja:
—Lee y yo los perdimos a los tres ese día. Sería un consuelo que al menos uno de ustedes regresara. Sé que el patrón y la señora te aceptarían con gusto.
—Ya no estoy acostumbrado a estar rodeado de gente.
—No tienes que estarlo si no quieres. Ahora mismo hay un montón de personas en el rancho por Navidad, pero son solo gente que conoces.
Tyler asintió, y luego preguntó—: ¿Cómo está Lee?
—Bien. Es el encargado de mantenimiento del rancho. Siguió donde tú lo dejaste. Aún vive en la casa grande.
—¿No vive en la cabaña?
—No, pá. Lee y yo nos mudamos a la casa grande después de… bueno, después de ya sabes. El patrón y la señora fueron como padres para nosotros mientras has estado ausente. Me enviaron a estudiar al este. Lee se quedó feliz trabajando aquí. La cabaña donde vivíamos tuvo varias familias después de que nos mudamos, pero ahora está vacía.
Tyler gruñó.
—¿Estás trabajando en el rancho?
—No, pá. Voy a vivir en el pueblo. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste.
Tyler asintió de nuevo y se agachó para posar suavemente una mano áspera sobre la tumba cubierta de pasto.
—El tiempo sigue su curso.
Guardaron silencio un rato, recordando cada uno a su manera.
—Pá, mañana me caso.
Tyler lo miró, sorprendido.
Abraham asintió.
—La conoces.
—¿Quién?
—Joycita Cullen.
—¿No es muy joven?
—Pá, tiene veinte. Es más que suficiente.
Tyler se puso de pie.
—¿Y por qué vas a vivir en el pueblo?
—Soy médico ahora. Estaré ayudando al viejo Doctor Banner con su consulta.
—¿Doctor Crowley? —Tyler probó el nombre. Le sonó extraño.
—Supongo que así me podrían llamar.
Tyler volvió a mirar a su hijo.
—Lo único que puedo ver son los ojos de ella —dijo, sacudiendo la cabeza como si quisiera ahuyentar el dolor.
—Sí. Me han dicho toda la vida que me parezco a má, pero Lee es tu viva imagen… aunque en su forma de ser, se parece más a ella. Vamos a la casa. Es hora de la cena.
Los dos hombres caminaron juntos hasta el establo, guardaron a Matilda y luego se dirigieron a la casa. De repente, Edward apareció en el porche frente a ellos.
—¿Tyler Crowley? —preguntó con asombro.
—Sí, patrón.
Los dos viejos amigos se miraron un momento, luego Edward asintió.
—Bienvenido a casa.
TCoBVR
—¿Estás lista, Joycita? —preguntó Edward.
—Sí, papá, estoy más que lista.
Joy irradiaba felicidad con su vestido de novia. Sus ojos brillaban de dicha.
—Es la hora. Puedo oír a tu hermano empezando la marcha nupcial.
Charlie estaba dando un gran espectáculo antes de la boda, asistido por un entusiasta John Henry que le ayudaba a pasar las páginas de la partitura. En la gran sala, los muebles habían sido retirados o empujados contra las paredes, y se habían dispuesto sillas en filas para que los invitados se sentaran cómodamente frente a la chimenea, donde Abraham y Joy harían sus votos.
Hubo un suave golpecito en la puerta del dormitorio y Gracie asomó la cabeza, radiante.
—Todos están listos para ti, hermana.
Joy tomó su ramo de acebo y hiedra, y miró feliz a su padre.
—Papá, es un día maravilloso.
—Así es, Joycita. —Él acomodó su mano en el pliegue de su brazo y le sonrió con ternura—. Por mi experiencia, este será el primero de muchos días maravillosos.
Se detuvieron en lo alto de la escalera y miraron a su familia de Bear Valley reunida abajo, luego comenzaron a bajar lentamente los escalones siguiendo a Grace. Joy sonrió a los rostros alegres que la miraban desde abajo. La familia Hernández estaba reunida en la parte de atrás, con Juan Carlos luciendo su traje adornado con filigranas de plata para la ocasión. El tío Michael se aseguró de que la tía Molly tuviera la silla más cómoda que pudo encontrar. Susan y Eric Yorkie estaban con su creciente familia, al igual que los hermanos Flannigan con la suya. Los McCarty estaban alineados junto a la pared, Rosalie tan hermosa como un amanecer y Emmett orgulloso como un pavo real de ser su esposo y padre de sus cinco inquietos hijos. Vio a sus primos sentados junto al tío Jasper y la tía Alice, quien resplandecía de emoción. Sus abuelos, aún elegantes y saludables a pesar de estar en sus setenta, le sonreían con ternura. Tyler Crowley, vestido con un traje prestado y el cabello recién recortado, estaba sentado incómodo cerca del frente del salón, pero curiosamente lucía en paz.
La alegría de Bella era evidente mientras observaba a su hija y a su esposo acercarse al novio que esperaba. Bella llevaba el vestido burdeos que había hecho con la lujosa tela que Edward le regaló.
Esa mañana, mientras se sentaba en su tocador arreglándose el cabello, Edward se acercó por detrás, apoyando las manos sobre sus hombros. Sus miradas se encontraron en el espejo y Edward suspiró:
—Sigues siendo la mujer más hermosa del mundo, señora Cullen.
—Y tú todavía me haces sentir como una potranca alocada, señor Cullen. Siempre has podido quitarme el aliento.
Ella puso la mano sobre la de él, que descansaba en su hombro.
Él se inclinó y besó suavemente la parte superior de su cabeza, luego su sien, su oído, y su cuello. Recorrió con los labios su mandíbula mientras murmuraba:
—Oh, cuánto te amo.
Ella se derritió en su abrazo, conmovida por la magia de su tacto y la emoción de sus palabras.
—Oh, Edward —susurró.
Cerró los ojos solo para saborear sus sentimientos, cuando sintió que algo le era colocado alrededor del cuello. Al mirar al espejo, vio que Edward le estaba poniendo el collar de granates más hermoso que había visto.
Jadeó y él dijo:
—Feliz Navidad, amor mío.
Después de abrocharle el collar, la besó en la nuca.
—Feliz Navidad, mi corazón.
Luego levantó su brazo y le colocó la pulsera a juego, besándole la muñeca.
—Feliz Navidad, mi alma.
Tomando su mano derecha, le colocó un anillo de granate y también la besó.
—Feliz Navidad, mi vida.
Bella estaba atónita, abrumada y tan llena de amor por él. Se levantó de su asiento para volverse en sus brazos y devolverle los besos con los suyos. Por unos breves momentos, el mundo se detuvo y lo único que existía era el amor que se tenían. Por unos breves momentos, reafirmaron sin palabras las promesas que se hicieron en aquella pequeña iglesia presbiteriana en Denver más de veintiún años atrás. Por unos breves momentos, celebraron su perfecta devoción, que había perdurado más de veinte años.
Cuando se separaron, los ojos verdes de Edward se habían oscurecido de emoción, y sus dedos recorrieron con ternura sus hombros, sus brazos, sus delicadas muñecas, y al tomar sus manos, las llevó a sus labios. Sin apartar la mirada, recitó:
—«Tan bella eres, mi amada doncella, tan profundo es mi amor por ti; y te amaré por siempre, mi vida, hasta que se sequen los mares».
Bella no pudo contener sus lágrimas.
—Edward, algún día encontraré un verso que exprese lo que siento por ti. Lo he buscado antes, pero ninguno parece decirlo lo suficientemente bien, así que solo me quedan mis propias palabras, débiles como son: Eres el primer pensamiento que tengo por la mañana, el último por la noche, y estás presente en innumerables momentos a lo largo de cada uno de mis días. No entiendo qué hice para merecerte ni tu amor por mí, pero estoy infinitamente agradecida. Nunca supe la profundidad ni la magnitud del amor hasta que te conocí.
Él le besó las lágrimas y le dijo con ternura:
—Ven, mi querida alma. Hoy tenemos una hija que entregar en matrimonio.
Y tomándola amorosamente del brazo, la condujo hacia la gran sala donde se llevarían a cabo los festejos.
Una hora más tarde, todos estaban reunidos y la dicha de Abraham no podía contenerse. Se había despertado con una sonrisa ese día y estaba seguro de no haber dejado de sonreír desde entonces. Su corazón latía con fuerza en su pecho mientras él y Lee tomaban sus lugares junto a la chimenea, al lado del predicador. Charlie comenzó a tocar la marcha nupcial de Wagner y Gracie bajó las escaleras flotando, con un pequeño ramo de hojas de acebo y hiedra en las manos. En el instante en que Abraham vio a su hermosa novia descendiendo por las escaleras del brazo de su padre, sintió que el corazón le iba a estallar de tanto amor por ella. Y una vez que sus miradas se encontraron, ninguno de los dos pudo apartar los ojos del otro.
Por fin estaban de pie frente al predicador, listos para prometerse amor eterno. Edward besó la mejilla de su hija, rebosante de amor y felicidad por ella, aunque no pudo evitar sentir una ligera melancolía. Volviéndose hacia Abraham, colocó la mano de Joy en la del joven y dijo:
—Dios los bendiga, hijos.
Luego fue a sentarse junto a su esposa, tomando su mano y sujetándola como si jamás fuera a soltarla.
Los votos se pronunciaron pronto, y la señorita Joy Elizabeth Cullen se convirtió en la señora de Abraham Ulysses Jefferson Robert Crowley. Hubo un brindis, seguido por un almuerzo planeado en el gran comedor, pero alguien se dio cuenta de que había comenzado a nevar. Joy y Abraham decidieron que era mejor partir cuanto antes, o de lo contrario tendrían que pasar su luna de miel en una casa con cerca de una docena de sus parientes más cercanos. Y aunque Abraham los quería a todos, eso no iba a suceder esa noche.
Ana María lloraba de felicidad mientras envolvía comida para que la nueva pareja se la llevara y la disfrutara en su nuevo hogar.
—Mis bebés. Mis queridos —sollozaba, y al entregarle el gran paquete a Abraham, se desplomó contra el hombro de su esposo.
Juan Carlos abrazó con cariño a su mujer y luego miró a los sorprendidos presentes -que más de una vez habían recibido el filo de la lengua de Ana María- y explicó con un encogimiento de hombros:
—A los niños, los ama.
Pronto, todos estaban reunidos frente a la casa del rancho lanzando buenos deseos y arroz mientras la joven pareja subía al carruaje prestado para la ocasión. John Henry y Charlie habían atado anteriormente viejos zapatos y latas al eje trasero con cabuya. Un cartel hecho a mano colgaba de atrás, proclamando: «Recién Casados».
Riéndose, Joy se puso de pie y lanzó su ramo hacia el grupo de muchachas que esperaban ese momento, y aplaudió feliz cuando su hermana Grace lo atrapó. Luego se acomodó de nuevo, acurrucándose al lado de su esposo. Abraham habló al caballo y partieron. Lee, Charlie, John Henry, varios primos y amigos jóvenes corrieron tras el carruaje, lanzándole cuanto arroz pudieron hasta que el vehículo los dejó atrás y los recién casados desaparecieron de la vista.
Entre vítores, los muchachos regresaron junto a los adultos más reservados que estaban en el porche.
—¡Esa fue una boda bárbara! —exclamó John Henry mientras corría hacia sus padres.
—¿Supongo que eso significa que te gustó? —preguntó Bella mientras le acomodaba el cuello de la camisa.
—¡Claro que sí, mamá! ¡No puedo esperar a la próxima!
Edward parpadeó, desconcertado, y buscó desesperadamente con la mirada a Grace. Casi de inmediato la vio entrando en la casa, sosteniendo el ramo de su hermana y charlando animadamente con su prima Angelica. No había ningún joven pretendiente a la vista, gracias al buen Señor.
Suspirando de alivio, se volvió hacia su entusiasta hijo y dijo:
—Bueno, yo, por mi parte, definitivamente sí puedo esperar.
Nota de la autora: En aquella época, una persona aprendía en un entorno formal según su capacidad individual. Abraham era brillante, así que empezó en un nivel alto y no le tomó mucho tiempo aprender y avanzar en lo que hoy sería nuestro equivalente a la universidad y la escuela de medicina (que era en gran parte aprendizaje práctico). Por eso fue posible que se convirtiera en médico a la temprana edad de 23 años. En esta parte de la historia, Abraham tiene 25.
La cita es de Romeo y Julieta. Edward todavía puede lanzar una referencia literaria en medio del acto amoroso. (Se nota que esto es una obra de ficción. Creo que mi esposo se atragantaría antes de citar a Shakespeare en un momento así).
Nota de la traductora: Si estás leyendo estas líneas, felicidades, has leído 96 hojas de una hermosa parte de esta historia. Este, y el que sigue, son mis favoritos de todos.