Cuerno de la abundancia – 1911
22 de octubre de 2025, 10:39
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Cuerno de la abundancia – 1911
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Bear Valley Ranch, Colorado
—¡Jala el freno! —gritó John Henry a su hermano mayor.
—¡Lo estoy jalando! ¡Lo estoy jalando! —respondió Charles, lleno de pánico. El Stanley Steamer tembló y soltó una nube pestilente, pero aún así siguió desbocado cuesta abajo por el camino de tierra que seguía el arroyo al fondo del valle.
—¡JÁLALO MÁS FUERTE! —chilló John Henry mientras el auto se lanzaba de frente hacia un viejo árbol de álamo que se alzaba entre el camino y el arroyo.
—¡NO FUNCIONA! —gritó Charles mientras tiraba del freno de mano.
—¡AY, DIOS MÍO, PAPÁ NOS VA A MATAR! —berreó John Henry.
—¡SI ES QUE NO MORIMOS ANTES! —añadió su hermano.
Faltaban solo segundos para chocar de lleno contra el retorcido tronco del árbol. John Henry se agachó y agarró el freno de mano para ayudar a su hermano, y ambos muchachos tiraron con todas sus fuerzas.
Con un chillido y una explosión de escape, el auto finalmente derrapó hasta detenerse a solo unos pasos del árbol.
Los muchachos se desplomaron en sus asientos, la adrenalina y el alivio haciéndolos reír sin control.
—Ay, Charlie, pensé que esta sí nos llevaba —dijo John Henry—. Papá nos habría matado si estrellábamos el auto.
—¡No me lo digas! Será mejor que lo llevemos de vuelta al cobertizo antes de que descubra que lo sacamos.
—¿Y cómo vamos a hacer eso? Yo no manejo más esa cosa.
—Ni yo tampoco —respondió el otro. Ambos jóvenes, que seguían siendo unos niños en el fondo, se miraron sin saber qué hacer.
—¿Y si buscamos a Lee? —sugirió Charles. Lee Crowley era el encargado de mantenimiento del rancho y podía hacer prácticamente cualquier cosa, o al menos eso creían Charles y John Henry.
—Vamos antes de que papá baje del pastizal alto, o vamos a estar en serios problemas.
Ambos saltaron del vehículo averiado y corrieron colina arriba hacia el establo con la esperanza de encontrar al increíble Lee antes de que descubrieran su fechoría.
Lee estaba recostado en una baranda, masticando una brizna de pasto mientras observaba a un potrillo nervioso trotar por el corral. El potrillo había nacido en Bear Valley Ranch, descendiente del infame semental blanco y de la célebre Kate. Esa línea producía los mejores caballos de montar que él había visto, tanto aquí como en Denver. Si el patrón decidía vender ese joven caballo, seguro que podría sacarle buen provecho, pensaba Lee. Sus reflexiones fueron interrumpidas por una voz desesperada.
—Lee, necesitamos tu ayuda —dijo John Henry mientras él y su hermano se detenían frente al hombre.
—¿Qué hicieron ahora? —La voz de Lee sonaba resignada, pero un brillo en sus ojos contradecía el tono.
Charles y John Henry se miraron con culpa, titubeando.
—Suelten la sopa. ¿Qué pasó?
—Bueno, verás, «tomamos prestado» el auto de papá por un ratito, solo para ver cómo corría, y bueno… se apagó en el camino del río y no nos atrevimos a moverlo por si algo se dañaba —explicó Charles.
—Saben muchachos, «tomar prestado» algo sin permiso en realidad se llama robar —les lanzó Lee, sin intención de dejarlos salir ilesos.
Los dos jóvenes Cullen agacharon la cabeza, avergonzados.
—Lo sabemos, pero si preguntábamos, papá seguro decía que no.
—Claro que lo haría… al menos hasta que les enseñara a manejar ese cacharro.
—¿De verdad crees que nos enseñaría a manejar? —preguntó John Henry, esperanzado.
—Nunca lo sabrán si no le preguntan —respondió Lee, quien siempre había encontrado al patrón bastante razonable, aunque algo particular con su nuevo y moderno automóvil—. Bueno, déjenme ir por mi soga y por Sal y Andy.
Sal y Andy eran dos caballos de tiro que habían quedado obsoletos con la llegada de la maquinaria motorizada, pero Lee confiaba en ellos más que en cualquier máquina. Le gustaba saber que alguien lo escuchaba cuando hablaba.
Los muchachos lo ayudaron a guiar a los caballos hasta el camino del río, donde habían dejado el automóvil. Lee echó un vistazo al árbol contra el que casi se estrellan y comentó:
—Menos mal que no chocaron, porque ese es el árbol bajo el cual nací.
Ambos muchachos lo miraron sorprendidos.
—¿Tú naciste bajo ese árbol? —preguntó Charlie.
—Así es. El día que nací, a mi madre le dio por salir a caminar, pero antes de poder regresar a casa, decidí hacer mi aparición justo allí mismo. Sorprendí a todos, especialmente a mi madre —dijo Lee, riendo mientras desenrollaba la soga y se agachaba para atarla al parachoques.
Unos minutos después, ya tenía a los caballos enganchados al auto.
—Ahora, uno de ustedes tiene que subirse y maniobrar. Mientras que yo y los caballos lo jalaremos hasta arriba.
Charles se ofreció a tomar el volante, ya que había sido quien metió el auto en ese lío. Luego de un inicio fallido -Charles había olvidado soltar el freno de mano-, los caballos tiraron sin esfuerzo del vehículo cuesta arriba y en pocos minutos el auto estaba de regreso en su cobertizo. Papá no tendría por qué enterarse. John Henry y Charles sintieron que habían esquivado una bala.
TCoBVR
Bella se miró en el espejo y suspiró mientras se arrancaba una cana. Estaba envejeciendo. Lo sentía en cada parte de su cuerpo al final del día, y eso la tenía bastante deprimida. Era curioso, nunca se había sentido vieja hasta que Joycita -casada ya hacía dos años- vino, toda sonrojada, a contarle que se convertiría en madre en el próximo verano. Desde entonces, parecía que el paso del tiempo se había vuelto una carga pesada sobre los hombros de Bella.
La noche anterior, mientras ella y Edward estaban acurrucados en la cama, él había soltado un comentario casual sobre cómo su trasero ahora era más que un puñado. Bella se volvió a mirar el trasero en el espejo. Era más grande que cuando se casaron, y al volverse a mirar al frente, notó también que tenía un pequeño abultamiento donde antes tenía un vientre plano. Y para colmo, sus pechos estaban caídos. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se sentía gorda.
Flácida.
Arrugada.
Cansada.
Vieja.
Fea.
Quería acurrucarse en su cama, meterse debajo de la colcha, llorar y no volver a salir, pero no podía. Tenía trabajo sin fin por hacer, y había muchos que dependían de ella, aunque estuviera gorda, flácida, arrugada, cansada, vieja y fea.
Suspirando, se recogió el cabello en la parte alta de la cabeza y hábilmente lo sujetó con horquillas. Alisó el vestido sobre sus caderas y se puso los zapatos.
Exhalando un suspiro profundo, se miró severamente al espejo y pensó: «Isabella Cullen, necesitas controlarte. Estás envejeciendo, pero aún no eres vieja. Cuarenta y siete no es ser anciana. Y Edward no quiso decir nada con lo del tamaño de tu trasero. Él llega a casa feliz como una alondra por verte, y no podrías pedir un mejor esposo. ¿Por qué estás tan sensible? Vamos, hay trabajo que hacer y vida por vivir».
Con eso, Bella se apartó decidida del espejo y se dirigió hacia su vida en Bear Valley. Tomando algunas prendas del canasto de costura, salió al porche delantero para trabajar en ellas. El porche seguía siendo su lugar favorito para sentarse y coser. La vista era maravillosa. Podía ver el rancho hasta el otro lado del valle y apreciar la belleza con la que Dios había bendecido su hogar. Sonrió al recordar aquel viejo anuncio que describía esas montañas como «pilares púrpuras de majestad, castillos helados en el invierno y refugios verdes en el verano». Esas habían sido las palabras que resonaron tanto en ella que se sintió obligada a escribirle a su autor, y a partir de ahí, su vida se decidió.
Suspiró con ternura al pensar en Edward. Estaba más enamorada de él que nunca; cada día traía su propia dicha. Él era generoso y amable, leal y trabajador. No podría haber soñado con un mejor esposo ni con un mejor padre para sus cuatro hijos.
Había envejecido bien, decidió. A sus casi cincuenta y tres años, su cabello castaño rojizo era ya más gris que bronce, pero eso le daba un aire distinguido y no le restaba nada a su atractivo original. Aún montaba erguido en la silla, y las líneas que el sol había trazado en su rostro estaban igualadas por las que la risa había dejado también. Solo esperaba que él estuviera igual de complacido con ella en estos días.
Sacó una camisa que necesitaba un botón y, mientras enhebraba la aguja, notó un alboroto en el patio frente al establo. Una recua de caballos estaba jalando por el camino el bien más preciado de Edward, su Stanley Steamer. Lee guiaba a los caballos, John Henry corría a un lado y Charles conducía el artefacto.
Negó con la cabeza. Esos chicos estaban tan locos por ese auto como Edward. Él lo había traído de Denver hacía unos meses y se deleitaba conduciéndolo por Bear Valley. Le había dicho que podía imaginar a ambos recorriendo el lugar en él, disfrutando del paisaje. Incluso le compró un sombrero y una bufanda especiales solo para esas ocasiones. Los chicos estaban fascinados con el auto y rogaban por aprender a manejarlo, pero hasta el momento, Edward se había mostrado renuente a enseñarles. Había algunas cosas que el hombre simplemente no le gustaba compartir, tenía que admitirlo.
Y así, aparentemente, sus hijos decidieron tomar cartas en el asunto y salieron con el auto sin la aprobación de Edward. Sería mejor que ella llegara al fondo de eso.
Charles y John Henry se dirigían hacia el antiguo comedor de la casa de cocina. Era donde los peones todavía comían, aunque la familia solía hacerlo en el nuevo comedor que ella y Edward habían añadido a la casa años atrás. Conociendo a sus hijos, seguramente iban a tratar de conseguir algún dulce de Nana, el nombre que sus hijos le daban a la esposa del cocinero, Ana María.
La pareja, Juan Carlos y Ana María, trabajaban codo a codo en la cocina ayudando a alimentar al rancho y a preparar alimentos para vender en los restaurantes del pueblo. Los huertos de verduras y frutas de Bella se habían convertido en una gran fuente de ingresos con los años. Ahora vendían una variedad de compotas, mermeladas, jaleas y salsas en conserva, además de los vegetales y frutas frescos en temporada.
Bella dejó su costura y siguió a sus hijos a la casa de cocina. Ya habían conseguido un pedazo de pan de maíz cubierto con mantequilla y miel de parte de Nana y estaban sentados en una de las largas mesas, molestándose entre ellos como suelen hacer los hermanos. Los ocho años que los separaban no parecían importar mucho en su comportamiento, pensó Bella. Charles siempre había adorado a sus hermanos, y John Henry siempre estaba listo para una travesura, así que formaban una pareja traviesa.
Bella se acercó a donde estaban sentados, cruzó los brazos sobre el pecho y los observó.
—Hola, mamá —fue Charles quien la vio primero. También notó la mirada de «estás en problemas, jovencito» en el rostro de su madre. John Henry captó la misma expresión y asintió, avergonzado.
—Espero que no hayan dañado el automóvil de su padre —dijo Bella.
—No, má, no lo hicimos. Está como nuevo.
—¿Entonces por qué Lee lo estaba subiendo con los caballos?
Ambos hijos se vieron avergonzados. Charles habló:
—Lo sacamos a dar una vuelta, madre, y pronto nos dimos cuenta de que no teníamos el dominio, así que, en lugar de seguir arriesgando, le pedimos a Lee que lo subiera al establo.
—¡Tuvieron suerte de no estrellarlo!
—¡Casi lo hacemos! —añadió el incorregible John Henry.
—¿De verdad? —Bella estaba horrorizada. Sus hijos podrían haberse lastimado.
—Sí, señora. Menos mal que pudimos detenerlo. Se dirigía directo hacia ese gran álamo cerca del arroyo.
Bella se llevó la mano al pecho.
—¡Podrían haberse matado, tontos!
—Ah, má, estaríamos bien. Nos habríamos tirado al canal —dijo John Henry.
Bella negó con la cabeza.
—¿Me prometen que no lo volverán a hacer? Esperen a que alguien les enseñe a manejar antes de intentarlo. ¿Lo prometen?
Ambos chicos asintieron a regañadientes. No tenían corazón para decepcionar a su madre. Bella los atrajo a cada uno en un fuerte abrazo y los besó en la cabeza.
—No sé qué haría si algo les llegara a pasar.
—Ah, mááá… —John Henry fue el primero en protestar por la muestra pública de afecto. Charles lo aguantó estoicamente, como correspondía a su estatus de adulto. Bella sabía que se creían demasiado grandes para ser mimados, pero no le importaba. Los amaba con todo el corazón.
—Charles, recibí una nota de Rosalie. Emma viene a casa desde su internado la próxima semana.
Los ojos de Charlie brillaron como fuegos artificiales.
—¿De verdad, madre? ¿Viene a casa? ¿De visita o para quedarse?
—Esta vez se queda. Parece que terminó la escuela de señoritas.
Charlie no dijo nada más, solo sonrió para sí, pensando en lo emocionado que estaba por ver de nuevo a la hija de sus vecinos. Siempre había sentido algo por ella. De hecho, no había conocido a ninguna chica que le gustara más.
—Dime, má, ¿vamos a tener una fiesta para el cumpleaños de papá?
—La tendremos. De hecho, hijo mío, planeo servir helado. Y creo que habrá baile por la noche.
La sonrisa de Charlie se hizo aún más amplia.
Bella observó con cariño las expresiones de su hijo mayor. Sabía de su debilidad por la señorita Emma. Quizás pronto habría otro hijo Cullen casado. Sintió que le salía otra cana en ese mismo instante.
Reprimiendo un suspiro, dijo:
—Bueno, necesito ayudar a Nana en la cocina, así que ustedes límpiense y manténganse lejos del auto. A su padre le daría un infarto si se entera de lo que hicieron.
—Sí, señora —respondieron al unísono, y ella los dejó terminando su merienda mientras se dirigía cansada a ayudar con la cena. El tiempo y la marea no esperan a nadie, ni a hombre ni a mujer.
TCoBVR
—Pero, amor, quiero que tengas un parto seguro —suplicó Abraham a su esposa mientras ella se sentaba frente al tocador cepillándose el cabello.
—Lo tendré, Abraham. Mi madre dio a luz a todos nosotros en el rancho sin problema. No veo por qué yo no podría también. Quiero que estén mi madre, Nana y Susan. Ellas siempre se ayudaron entre sí durante los partos y todas salieron bien.
—Pero mi madre no. Murió al tener a la pequeña Daisy, y eso casi acaba con mi padre. Nunca entendí cómo pudo simplemente rendirse con la vida después de eso, pero ahora lo comprendo. Si algo te pasara, Joycita, yo moriría. No podría imaginar vivir sin ti.
El rostro de la joven se suavizó al ver el amor que su esposo sentía por ella.
—Oh, mi amor… según cuenta mi madre, tu madre estuvo muy delicada durante todo su embarazo con Daisy. Yo he estado sana como un roble durante el mío. No puedes asegurar que la señora Lauren habría vivido si hubiera tenido acceso al hospital.
Abraham suspiró profundamente.
—Es cierto, pero como médico me sentiría más tranquilo si tuvieras al bebé en el hospital. Tú tienes una opción que mi madre no tuvo.
—Pero yo no me sentiría tranquila. El hospital es un lugar frío y estéril para que nazca nuestro hijo. No se siente como hogar ni como familia. Abraham, ambos nacimos en el rancho. Quiero que nuestros hijos también formen parte de eso.
—El que sean parte del rancho o no depende más de cómo los criemos que de dónde nazcan. Además, esa esterilidad del hospital es lo que te mantendría segura.
Joy suspiró.
—¿No podemos llegar a un acuerdo?
—¿De qué tipo?
—¿Qué tal si tengo al bebé aquí en casa, que está a un paso del hospital? Si surge cualquier complicación, puedes llevarme allá en un instante. No creo que a mi madre le moleste venir a quedarse con nosotros al final, así puede estar pendiente.
Abraham contempló a su encantadora esposa y evaluó sus opciones. Era, sin duda, una mujer hermosa, y el embarazo le daba un brillo que lo dejaba sin aliento. Su cabello sedoso resplandecía tras el cepillado, y su bata caía con gracia sobre su vientre redondeado. Los sentimientos que tuvo cuando ella le anunció que estaban esperando un hijo eran indescriptibles. Había estado en la luna de felicidad, pero, como médico, inmediatamente empezó a preocuparse. Conocía los peligros reales del parto. Miró a su alrededor, pensando en cómo podría hacer que la habitación fuera lo más antiséptica posible.
—Creo que puedo vivir con eso, mi Joy.
Ella le sonrió, amándolo más de lo que podía expresar. Sintió una patadita y, sonriendo, extendió la mano hacia su esposo y, al tomar la de él, la colocó suavemente sobre su vientre.
—Creo que nuestro bebé está de acuerdo con nosotros.
Se quedaron allí juntos, sintiendo al bebé haciendo acrobacias dentro de su vientre, sonriendo el uno al otro ante las travesuras del pequeño.
—Este bebé es un revoltoso —comentó Abraham.
—Eso es muy cierto. A veces no puedo dormir por sus ejercicios nocturnos.
—¿Crees que es niño?
—No lo sé con certeza, pero he estado pensando que me gustaría nombrarlo en honor a sus abuelos, si lo es.
—¿Tyler Edward Crowley?
—O Edward Tyler Crowley. Creo que como ya hay un Tyler Crowley, tal vez así se evite la confusión.
—Es verdad. ¿Y si es niña?
—¿Lauren Isabella Crowley?
—Me parece perfecto, Joycita. ¿Crees que mi padre se opondría a eso?
—No lo sé. Lástima que no podamos preguntarle. —Tyler nunca volvió a ser el mismo después de la muerte de Lauren. Desapareció durante años, y solo volvió a aparecer justo cuando Joy y Abraham se casaron. Desde entonces, iba y venía, ausentándose por meses, regresando tan silenciosamente como se iba. En ese momento estaba lejos, y como siempre, nadie sabía dónde estaba ni cuándo volvería.
—Quizás regrese antes de que nazca el bebé —dijo Abraham.
—Faltan unas semanas todavía.
—¿Cuándo es la fiesta de cumpleaños de tu padre?
—Este sábado. Voy a llevar pollo frito.
—Joycita, ¿crees que deberías ir? ¿Y si entras en labor de parto allá?
—Es muy pronto para eso, Abraham, y quiero estar en la fiesta de cumpleaños de papá. No quiero perderme la diversión. Prometo que seré cuidadosa, y si llego a sentirme rara, me regreso de inmediato a casa.
A Abraham no le quedó más que conformarse con eso.
TCoBVR
Edward sabía que algo no andaba bien con Bella. Le faltaba el brillo en los ojos y se la notaba triste. Le había preguntado al respecto, solo para recibir como respuesta que ella estaba bien, él estaba bien, todos estaban bien… y luego se quedaba sentada, enfrascada en su melancolía, claramente todo menos bien.
La observaba mientras estaban sentados frente al fuego una noche. Ella leía una novela de la biblioteca que él había heredado de su abuelo al comienzo de su matrimonio, pero el periódico que había llegado esa mañana desde Denver no lograba retener su atención. Estaba preocupado por su chica y luchaba por pensar en algo que pudiera animarla.
Dejó el periódico a un lado, se acercó y se paró detrás de su silla, comenzando a masajearle los hombros. Bella suspiró, dichosa, y dejó el libro sobre su regazo.
—Eso se siente celestial, Edward.
Cerró los ojos y se dejó llevar por el suave contacto. Edward se inclinó, le besó la sien y luego le susurró al oído:
—¿Qué te parece si buscamos ese libro indio y probamos algo nuevo?
—¡Edward! ¿Por qué querrías hacer eso?
Edward se quedó atónito. Después de veinticuatro años de matrimonio, ella debería saber muy bien por qué querría hacer eso. De hecho, disfrutaba mucho hacerlo… y esperaba seguir haciéndolo durante muchos años más. Siempre había entendido sus deseos, así que ¿por qué actuaba con pudor ahora?
Se movió al frente de su silla y se agachó para mirarla a los ojos.
—Quiero hacer eso porque tengo antojo de mi hermosa y cautivadora esposa.
—Ay, no exageres —dijo Bella, apartando la mirada para que no viera las lágrimas que, sin previo aviso, se le habían acumulado en los ojos—. No puedes desear a una mujer vieja como yo. Estoy muy gorda, muy arrugada, y me estoy poniendo canosa.
El asombro de Edward se convirtió en incredulidad.
—Bella, ¿cómo se te ocurre eso? No tiene ni una pizca de verdad.
—Oh, claro que sí, Edward Cullen. Mi espejo no me lo endulza. He visto las canas, y mira las comisuras de mis ojos. He llegado al climaterio, Edward. Soy una vieja bruja. Me siento cansada, mareada y tengo arrugas. ¡Hasta tú dijiste la otra noche que mi trasero se había puesto demasiado grande!
—¡Yo nunca dije eso!
—Sí lo dijiste. Dijiste que se necesitaban las dos manos para sujetarlo.
Edward se sintió como si estuviera caminando descalzo y con los ojos vendados por un campo lleno de serpientes de cascabel. No sabía dónde pisar, pero sabía que debía hacerlo bien o lo lamentaría por mucho tiempo. No estaba seguro de qué palabras usar para corregir la idea errónea de Bella.
Así que no usó palabras.
La tomó en brazos, sin importar sus protestas, y la llevó a su habitación, cerrando la puerta con el pie. Luego la depositó suavemente sobre la cama y la besó. Primero con dulzura, y luego con intención. En lo más profundo comenzaron a avivarse fuegos antiguos, y él sintió esa sensación familiar de éxtasis que siempre le provocaba expresar su amor por esa mujer maravillosa y perfecta. Pero había algo que necesitaba decir antes de continuar.
Se apartó un poco, la miró a los ojos, enmarcando su rostro con sus manos callosas y endurecidas por el trabajo.
—No sé qué decirte, salvo que eres igual de hermosa para mí que siempre lo has sido… incluso más. Si las canas volvieran a alguien poco deseable, tú me habrías echado de la cama hace cinco años, y no lo has hecho.
Le besó la punta de la nariz.
—Y si tu amiga mensual ya no vendrá más, podemos celebrar que ya no hay restricciones.
Le besó las comisuras de los ojos.
—Estas pequeñas arrugas fueron puestas ahí por la vida que hemos compartido. No las cambiaría por todo el oro de California.
Deslizando las manos hasta su trasero, le susurró con voz ronca:
—Esto tiene el tamaño perfecto para que lo acaricie y lo sostenga mientras te amo.
La besó de nuevo y dijo:
—Te amo, Isabella Cullen. Te amo más hoy que ayer, pero no tanto como mañana. Nunca vuelvas a pensar que no adoro y venero tu cuerpo. Para mí, nuestros momentos íntimos son las estrellas de nuestro firmamento, y los espero como un hombre sediento espera el más hermoso oasis.
Colocó de nuevo ambas manos a los lados de su rostro y le besó las lágrimas que habían brotado… y luego continuó con sus palabras en acción. Puso todo su amor en ese beso, intentando llenar los vacíos que ella había desarrollado en su propia percepción.
Los besos pronto se convirtieron en caricias y la ropa fue cayendo al suelo, prenda por prenda. Los gemidos, jadeos y susurros de deseo fueron seguidos por abrazos prolongados. Calor fue correspondido con más calor, hasta que la urgencia creció en una pasión que solo el amor podía calmar. La languidez dio paso a un frenesí delicioso, hasta que Edward gritó su exultación.
—Oh, mi amor… oh, mi vida —exclamó.
Se derrumbó sobre ella, con la cabeza apoyada en la curva de su cuello. Bella le acarició la espalda con ternura, disfrutando de la firmeza de esos músculos trabajados. El peso de él, presionándola contra el colchón, era un consuelo que atesoraba mientras sus muslos lo acogían. Se dio cuenta de que se sentía mejor de lo que se había sentido en meses. Su corazón dio un brinco al reconocer que el amor de su vaquero la había sanado. Nunca volvería a dudar del poder de ese amor.
TCoBVR
El día del cumpleaños de Edward amaneció soleado y despejado. Charles finalmente había logrado convencer a su padre de que le enseñara a manejar el auto, así que pasaron la mañana en el camino del río, subiendo y bajando a toda velocidad, para disgusto del ganado que pastaba cerca. Finalmente, Edward declaró que Charlie ya manejaba tan bien como él y le dio permiso para hacerlo solo. Después de dejar a Edward en el campo bajo para atender unos trabajos agrícolas, Charles condujo hasta la casa para buscar a Bella y darle una vuelta de celebración.
—¡Vete, muchacho! Tengo trabajo que hacer. Esta tarde viene una cantidad de gente para la fiesta.
—Ay, mamá, solo iríamos un poco más abajo por el camino. No te tomaría mucho tiempo —suplicó Charles.
Bella no tenía mucho interés en ir, pero al ver la cara de decepción de su hijo, cedió.
—Está bien, solo un tramo y de regreso, ¿me oyes?
Su sonrisa fue contagiosa.
—¡Bárbaro, mamá! Anda, ponte el sombrero.
Bella entró a la casa grande y encontró su sombrero colgado en un gancho cerca de la puerta lateral, preparado para justo ese tipo de salida. Se paró frente al espejo y se lo ató con la pañoleta para que no se le volara, y luego se reunió con Charlie en el patio.
Después de ayudarla a subir a su asiento, él se acomodó también y dijo—: ¡Sujétate, mamá!
Charlie puso el vehículo en marcha y pronto bajaban por la colina rumbo al camino principal que llevaba al pueblo.
—¿Deberíamos ir a ver al tío Michael, madre?
—Me encantaría, pero me temo que no tengo tiempo. Él, Molly y la pequeña Renée vendrán para la fiesta de todas formas. No estoy segura de que Joycita y Abraham puedan venir, eso sí.
—¿Por qué no?
—Está muy cerca de su fecha como para viajar. Es mejor que se quede cerca de casa.
—¿Y si pasamos por casa de los McCarty, entonces? —dijo Charles, intentando sonar indiferente.
Pero no sirvió de nada. Bella lo miró con picardía.
—Ellos también vendrán a la fiesta de tu papá.
Con una sonrisa satisfecha, Charles siguió manejando, pero tal como prometió, pronto se orilló y, después de una serie de giros y maniobras -algo que aún necesitaba practicar-, ya estaban de regreso rumbo a casa. Charles entró en el patio y apagó el motor. Saltó para ayudar a su madre a bajar, cuando de repente ella se tambaleó con un mareo.
—Ay, cielos —exclamó Bella.
—¿Qué pasa?
—Nada. Solo un pequeño mareo, eso es todo. —Charles la ayudó a bajar del auto y ella se apoyó en él, necesitando su fuerza.
—Deberías recostarte, má.
—No puedo. Tengo muchas cosas por hacer.
—No puedes hacerlas con la cabeza dando vueltas. Déjame llevarte a tu habitación.
—No. Llévame a la cocina. Me sentaré allí hasta que se me pase.
Charles la condujo con cuidado por la casa hasta una silla en la esquina de la cocina.
—¡Madre de Dios! ¿Qué le pasa, señora? —exclamó Nana.
—Solo un pequeño mareo. Nada de qué preocuparse —respondió Bella mientras Charles la ayudaba a sentarse.
—Oh, mamá, te traeré una taza de té con azúcar. Eso te hará bien —Gracie, la hija de diecisiete años de Bella, corrió a ayudar a su hermano con su madre. Bella había tenido varios episodios de mareo últimamente y, aunque nadie decía mucho al respecto, todos en la familia estaban un poco preocupados.
Nana la observaba con atención y, cuando Charles salió del cuarto, finalmente habló:
—Señora, apostaría lo que sea a que está pasando por el cambio de vida. Tiene muchos de los síntomas.
Bella asintió.
—Eso creo yo también. Pasarán y volveré a estar como nueva.
—Cuídese, señora. Conozco una infusión de hierbas que le aliviará un poco —dijo Ana María mientras se movía rápido preparando el té.
—¿Estás segura de que estás bien, má? —preguntó Gracie, preocupada.
—Es algo natural, nada de qué preocuparse, y el té que me trajiste es justo lo que necesito. —Bella sonrió con ternura a su hija.
Justo entonces hubo un alboroto en la puerta y Joy Crowley entró tambaleándose ligeramente, con Abraham siguiéndola con expresión preocupada.
—¿En qué puedo ayudar, mamá? —preguntó.
—Oh, Joycita, no pensé que vinieras hoy.
—No me perdería el cumpleaños de papá por nada, mamá. Estoy bien. Abraham trae la canasta con el pollo frito que preparé esta mañana —dijo, haciendo un gesto hacia su esposo, que seguía parado con cara de preocupación.
—¡Hola, Abraham! —Sonrió Bella—. Deja el pollo sobre la mesa. Joy, siéntate aquí, ya te buscaré algo que puedas hacer desde la mesa.
Pronto, Bella dirigía las actividades en la cocina como siempre, y el mareo se le había pasado por el momento.
—Pero, señorita Emma, ¡qué bien te ves! —dijo Charles cuando la familia McCarty entró al viejo comedor. Como se esperaba mucha gente ese día, Bella había decidido hacer la celebración en el salón grande en lugar del comedor de la casa principal.
Emma se sonrojó y le hizo una reverencia.
—Muchas gracias, señor Charles. Hoy sí me siento bastante radiante.
—Mi madre dijo que te vas a quedar en casa ahora.
—Así es. Convencí a mamá y papá de que no quería pasar un solo día más en Denver. Extrañaba demasiado el valle.
—¿Y si me atrevo a decir que el valle también te extrañaba? Ven, te traeré un poco de ponche. —Charles la llevó a su asiento y luego corrió a la mesa del ponche para servirle una copa. Emmett se quedó de pie observando el coqueteo entre ambos, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
Rosalie guiaba a sus hijos menores hacia sus asientos y notó la expresión de su esposo.
—¿Qué te molesta, Emmett?
Emmett no dijo nada, solo señaló discretamente a Emma y Charlie con un movimiento de cabeza. Rosalie siguió la dirección de su mirada y soltó una risita.
—Pues a mí me parece lindo.
—¿Qué tiene de lindo eso? —gruñó Emmett.
—Esos dos se han gustado desde que eran niños. Ahora que ya son adultos, quizás al fin hagan algo al respecto.
—¿Hacer qué?
—Ya sabes, Emmett —dijo empujándolo suavemente con una sonrisa.
—No, no sé.
—¿No sabes o no quieres saber?
Emmett resopló.
—Piénsalo, Emmett. Extrañabas a Emma mientras estaba en la ciudad —le susurró Rosalie, bajando la voz para que solo él pudiera oír—. Si esos dos terminan juntos, estará aquí cerca, no en Denver casada con algún mocoso de ciudad.
—¿Y por qué tiene que casarse?
—Suenas igualito a Edward cuando Joy se casó. Yo creo que Charles hará feliz a Emma.
—Tú ya los estás llevando al altar. ¿Cuál es la prisa?
—No hay prisa, pero debemos mantenernos al margen y dejar que la naturaleza siga su curso.
Emmett gruñó:
—Más le vale a la naturaleza NO seguir su curso, o le doy una buena zurra con una faja de cuero.
—Pórtate bien, Emmett —rio Rosalie, y volvió su atención a los hermanitos de Emma, que peleaban por una bandeja de dulces que habían encontrado en la mesa del buffet.
La comida y la fiesta continuaron, y Edward fue homenajeado, celebrado, brindado y hasta un poco tomado del pelo. Bella se sentó a su lado, riendo con las bromas y sonriendo ante los cumplidos. Estaba orgullosa de su ranchero, y no tenía reparo en demostrarlo. Cuando los discursos terminaron, se puso de pie y dijo:
—Creo que el helado ya debe estar listo en el porche.
Hubo una corrida general hacia la parte trasera de la casa, ya que ese manjar era el favorito de muchos, no solo de los niños. Bella sonrió al ver la alegría en los rostros de su familia y amigos. Le había tomado años desarrollar la relación profunda y amorosa que tenía con cada persona allí: su esposo y sus hijos, los McCarty, su hermano y su familia, la familia de sus cocineros, y sus hijos adoptivos, Abraham y Lee. Comenzaba a sentirse más en paz con su situación actual, reconociendo que su vida era feliz y que el regalo del tiempo era una verdadera bendición.
Al pasar junto a Joy, que estaba sentada en una de las mesas del comedor, Bella notó que su hija tenía una expresión curiosa, como si algo la preocupara. Abraham no la había dejado de vigilar en ningún momento, pero justo entonces estaba hablando con su hermano Lee, que estaba sentado al otro lado.
—¿Joycita, te sientes bien? —preguntó Bella en voz baja.
La joven levantó la mirada hacia su madre.
—Estoy lo suficientemente bien, mamá. Déjame ayudarte con el postre.
Se levantó de su asiento y, justo cuando dio un paso hacia la cocina, un chorro de agua empapó su vestido y formó un charco en el suelo.
Joy miró hacia abajo, horrorizada.
—¡Madre… me hice encima!
Bella soltó una carcajada.
—No, querida. No es lo que piensas. Se te rompió la fuente. ¡Tu bebé ya viene en camino!
Abraham comprendió al instante lo que había ocurrido y puso cara de pánico.
—Joycita, sabía que esto iba a pasar. Ese bebé está decidido a nacer en Bear Valley Ranch, le guste o no a su papá.
No pasó mucho tiempo antes de que Bella, Nana y Susan -la esposa del capataz del rancho y tía de Abraham- tuvieran a Joy instalada en su antigua habitación del segundo piso. Era el cuarto donde Tyler y Lauren habían dormido antes de mudarse a su cabaña, y el mismo lugar donde había nacido Abraham. El hecho de que el primer nieto de Edward y Bella naciera en Bear Valley Ranch parecía destinado. Muchos de los invitados decidieron quedarse para ayudar a recoger después de la fiesta y celebrar la nueva vida que estaba por llegar.
Abraham apoyó a su esposa durante el parto, en lugar de actuar como médico. Tenía que admitirlo: las mujeres de Bear Valley eran parteras muy capaces. Tras varias horas, el bebé nació sin mayores complicaciones. Cuando finalmente se escucharon los fuertes llantos del recién nacido, un aplauso estalló por todo el rancho.
Y Edward se convirtió en abuelo… el día de su cumpleaños número cincuenta y tres.
Abraham subió una copa de helado de fresa para su esposa después de que la emoción se calmara un poco. Entró en la habitación y la vio sentada en la cama, acunando al bebé con ternura mientras este mamaba.
—Te traje un regalo, Joycita.
—Muchas gracias, Abraham —Joy estaba exultante por el nacimiento de su bebé, pero también agotada.
Abraham se sentó con cuidado al borde de la cama y pasó un brazo por detrás de su esposa y su hijo, observando cómo el bebé se alimentaba con avidez.
—¿Va bien?
—Parece tener buen apetito.
Ambos se quedaron un rato contemplando al bebé mientras Abraham le daba cucharadas de helado a su esposa. Cuando terminó, él se inclinó y la besó en la sien.
—Joycita, estoy tan feliz esta noche que creo que voy a explotar.
—Bueno, Abraham, no lo hagas. Este bebé y yo te necesitamos enterito y no en pedacitos. —Joy sonrió y luego lo besó con ternura. Se separaron al oír pasos subiendo la escalera. El bebé ya se había dormido, así que Joy se cubrió el pecho y alisó la ropa de cama antes de que llegaran las visitas.
Lee asomó la cabeza por la puerta.
—¿Podemos pasar?
—Claro que sí, tío Lee —dijo Abraham con una sonrisa.
Lee se volvió y dijo:
—Vamos. El bebé ya llegó.
Entrando lentamente en la habitación, apareció Tyler Crowley, con una tímida sonrisa dirigida a su hijo y nuera.
—¡Pá! —Abraham se levantó de la cama y puso una mano en el hombro de su padre—. Me alegra que estés aquí. Ven a conocer a tu nieta.
Tyler se acercó a la cama y miró el pequeño rostro de la niña dormida en brazos de su madre.
—Sí… eso es un bebé. Y parece bien bonito también.
—¿Cómo supiste que tenías que estar aquí hoy, pá? —preguntó Abraham.
Tyler se encogió de hombros.
—Solo tuve un presentimiento.
—¿Quieres cargarla? —preguntó Joy a su suegro.
—Sí, creo que sí. —Extendió los brazos con cuidado y Joy le depositó con ternura a la bebé. Tyler la sostuvo con suavidad, contemplando su carita dormida.
Las lágrimas asomaron en los ojos del anciano mientras miraba a su hijo.
—¿Cómo se llama la bebé, hijo?
—Si te parece bien, pá, se llama Lauren Isabella Crowley. En honor a sus dos abuelas.
La voz de Tyler se quebró. No pudo responder, solo asintió con la cabeza mientras miraba a su nieta a través de las lágrimas. Luego de un momento, se aclaró la garganta y dijo:
—A tu má le habría encantado eso.
Bella y Edward llegaron justo a tiempo para escuchar el final de la conversación, y el corazón de Bella se aceleró al oír el nombre de la pequeña. Tyler miró hacia ella y dijo:
—¿Te gustaría cargar a tu tocaya, señora?
Sonriendo, Bella respondió:
—Claro que sí.
Tyler le entregó con cuidado a la pequeña, y sonrió al ver a Bella sostener a la bebé.
—Esa es una imagen que he visto antes —comentó, recordando todos los bebés que Bella había cargado durante su tiempo en el rancho.
—Sí, trae muchos recuerdos hermosos —dijo Edward mientras Bella se acercaba para pararse junto a él.
Tyler observó a la pareja admirando al bebé por unos instantes, luego le preguntó a Bella:
—¿Y para cuándo es el suyo, señora?
Bella lo miró, sorprendida, y abrió la boca para decir que no esperaba ningún bebé… pero luego se detuvo. De repente, todas las piezas encajaron. Ella había atribuido sus síntomas al cambio de vida, pero podía haber otra razón. Su vientre abultado, el aumento de peso, la falta de su ciclo, los mareos, sus emociones desbordadas… todo apuntaba a una cosa: estaba embarazada.
Miró a Edward con ojos grandes, asombrados, y vio cómo en su rostro aparecía la misma comprensión.
—¿Bella… podrías estar…?
—Explicaría muchas cosas.
Edward comenzó a reír.
—¡Vamos a tener otro bebé!
TCoBVR
Cuatro meses después, Edward y Bella dieron la bienvenida al mundo a su quinto hijo, una niña concebida «en medio del cambio», que aunque no planeada, fue completamente esperada y profundamente amada. Bella encontró que dar a luz tantos años después de su último parto fue un poco más difícil de lo que recordaba, pero al final todo salió bien, tanto para ella como para su nueva hijita.
Charity Surprise Cullen era una bebé hermosa y encantaba a todos los que la conocían, especialmente a su padre. Tenía grandes ojos castaños, igual que su madre, y su cabello parecía estar oscureciéndose hacia un tono marrón. A Edward le encantaba llevarla a ella y a Bella de paseo en su Stanley Steamer y presumirla ante sus vecinos… al menos cuando lograba quitarle el vehículo a Charles. Al parecer, Charlie disfrutaba cortejar a Emma llevándola a recorrer el campo. Y también parecía que habría otra boda en primavera.
Edward no les pensaba regalar el Steamer.
Cuando Edward miraba a los suyos -su esposa, sus hijos y la gente del rancho Bear Valley- sabía la verdad de aquel pasaje de las Escrituras:«Den, y se les dará: una medida buena, apretada, sacudida y rebosante será volcada sobre su regazo. Porque con la misma medida con que ustedes midan, serán medidos también».
Había comenzado, tantos años atrás, decidiendo amar a esa mujer, Isabella Swan, con todo su corazón. Las bendiciones que eso trajo eran un verdadero cuerno de la abundancia: apretado, remecido y rebosante. Era un hombre que había amado mucho, y a cambio había recibido una vida mejor de lo que jamás hubiera podido imaginar: su maravillosa vida en Bear Valley Ranch.
La cornucopia, también conocida como cuerno de la abundancia, es un símbolo de prosperidad y afluencia que data del siglo V a. C.