ID de la obra: 1331

Vértigo

Het
R
En progreso
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Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 500 páginas, 166.876 palabras, 47 capítulos
Descripción:
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24

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Descargo de responsabilidad: Vertigo de Mr. G and Me, traducida con su permiso. Gracias a arrobale por su apoyo como prelectora. Aviso: la historia toca temas sensibles de salud mental — recuerda que siempre es importante buscar ayuda cuando se necesita. . Capítulo 24 Bella . La represa se rompió. Siempre iba a pasar, sin importar cuánto huyera de ello. Debería haberme preparado, y debería haber escuchado a mi maldito terapeuta. El doctor Jenks lleva meses diciéndome que, si no enfrentaba las emociones que Edward me obligaba a sentir, terminaría encontrando una razón para alejarlo, y que me arrepentiría. Soy culpable de ambas cosas. Quiero desesperadamente arreglarlo, pero no sé cómo. En verdad, no sé qué carajo estoy haciendo; solo sé que he caído. Caí directo en las garras de todas las etiquetas que mi terapeuta me ha puesto, y no existe ninguna etiqueta que me saque de ahí. Como un tsunami, todo me golpeó de una vez. Cada segundo del infierno de la última década. Todo lo que traté de suprimir para sobrevivir. Todo. Fue demasiado, todo al mismo tiempo, hasta el punto en que ya no podía diferenciar una cosa de otra. Lo que sentía por Edward, lo que sentía por el hecho de que Edward me ocultara cosas y me mintiera, y cómo ni siquiera podía procesarlo cuando él me lanzaba encima una avalancha de emociones. —Estás buscando una razón para herirlo, Bella, para que él no te hiera primero. Eso fue lo último que el doctor Jenks me dijo el jueves, y le respondí de inmediato que era una tontería. No estaba buscando una razón para hacerle daño a Edward. No soportaría la idea de hacerlo, y Edward, por dulce que sea, jamás me haría daño a propósito. De eso estaba segura. Pronto descubriría cuán ciertas eran sus palabras. Después de mi cita con el doctor Jenks, volví a casa para cambiarme. Edward y yo íbamos a ir de nuevo a Fratelli Fresh en Bridge Street. El mismo restaurante italiano de nuestra primera cita, para celebrar nuestros nueve meses juntos. Suena tonto ahora, pero para mí era algo enorme. No solo nunca había estado tanto tiempo con alguien, sino que jamás había sentido algo parecido a lo que sentía por Edward. Era muy importante para mí, y estaba orgullosa del progreso que había logrado. No llegamos a la cena. Estaba en medio de quitarme la ropa para meterme a la ducha cuando empezó a sonar en mi cuarto el tema de Final Fantasy, ese que Edward tiene como tono de llamada. Estaba sobre mi mesa de noche, y me di cuenta de que se le había quedado ahí cuando se fue a casa después de su inesperada visita a las cuatro de la mañana la noche anterior. —¿Hola? —Hola, linda. Habla Garrett Biers, de Audi Mechanics. ¿Puedo hablar con... —hizo una pausa mientras se escuchaban papeles moviéndose—, Edward Cullen? —No está aquí ahora mismo. ¿Le puedo tomar un mensaje? —Sí, dile que ya terminamos las reparaciones de su A7 y está listo para recogerlo. —Ah, ¿lo encontraron? —¿Perdón, linda? —El auto. Lo encontraron. Lo habían robado el mes pasado. —No sabría decirte. Lo trajeron el mes pasado después de que lo chocaron por detrás. Me quedé en silencio por un momento. —¿Quién lo llevó? —El propietario, el señor Cullen —empezaba a sonar confundido, como si también se estuviera dando cuenta de algo. —Disculpa, ¿qué fecha fue eso? —Un segundo, linda. —Suenan papeles—. Doce de junio. —Doce de junio... —repetí, haciendo los cálculos mentales de las últimas semanas. Fue entonces cuando la sangre se me heló—. Está bien... le diré. Colgué, y por unos segundos me sentí aturdida, mientras el corazón me latía con fuerza brutal bajo las costillas. Me mintió. ¿Por qué me mentiría? Bueno, entiendo por qué me mintió, pero... él no puede mentirme. No sobre eso. Me duché y me vestí para salir a cenar mientras esperaba a que Edward llegara. Estaba enojada, y más aún a medida que pasaban los minutos. Llegó temprano, como siempre maldita sea lo hace, y apenas abrí la puerta, lo agarré del pecho de la camisa y lo metí de un tirón. —¿Tienes algo que decirme? —le solté en cuanto cerré la puerta de un portazo. Me miró confundido por un momento, frunciendo el ceño. —No... —Piénsalo bien. ¿Has sido ciento por ciento honesto conmigo en los últimos... quién sabe cuántos meses? —Bella... —empezó, con esa voz suya tan suave como el whisky, pero solo lograba irritarme más. —¡Edward! Ya, déjalo, ¡ya lo sé! —le solté, y fue entonces cuando su expresión cambió y se le llenó de culpa de inmediato. —Lo siento —dijo con un suspiro profundo, bajando la mirada al suelo—. No lo sabía. —¡¿No lo sabías?! —repetí, incrédula ante semejante excusa—. ¿Cómo que no lo sabías? —Bella... —empezó, con los ojos abiertos y suplicantes, pero lo interrumpí. —¡Me lo hicieron a mí en el hospital, Edward! ¿Sabes qué me dijeron? —Negó con la cabeza—. Dijeron: «todo está bien, cariño. Tus padres están bien, tus hermanos están en St. Vincent's y están bien». «Están bien», dijeron. ¡Pues NO estaban bien! ¿Cómo pudiste mentirme? —No estaba actuando con lógica, lo sabía. Incluso mientras decía las palabras, quería tragármelas, moderarlas. No podía culparlo por lo que había pasado entonces, pero aun así me dolía. Solo que no entendía por qué me dolía tanto. —Bella —repitió, con ese tono suplicante, pero a la vez empezaba a sonar frustrado—, si me lo hubieras dicho... —¿Qué? —solté, negando con la cabeza, sin entender cómo funcionaba su lógica—. ¿Eso es lo que vas a decir? ¿Que no te expliqué por qué no deberías mentirme? Abrió la boca, pero la cerró de nuevo; su mirada volvió a caer al suelo. —Lo siento —murmuró. —¿Y qué más da? Siempre lo sientes. Mi novio, el que siempre lo lamenta todo, y cuando no lo lamenta, me miente. —Estaba siendo una perra, pero, carajo, ¿por qué no podía detenerme? ¿Por qué esto me dolía tanto? Su mirada volvió a encontrarse con la mía al instante. —¡Jesús, Bella! ¿Qué quieres de mí? —Un poco de honestidad sería un maldito comienzo —respondí. Eso ni siquiera debería tener que decirse—. Y tal vez que no me trates como si fuera una frágil bebé de cristal. —Mira... —Puso sus manos en su cintura, con la cabeza gacha—. Ya sé cómo se ve esto, pero te juro que no sabía que teníamos al mismo terapeuta. No te estoy mintiendo, Bella. Me tomó unos treinta segundos procesar bien sus palabras. Y entonces, de pronto, la realidad me golpeó tan fuerte que sentí que el corazón se me detenía en el pecho. —¿Q-qué...? ¿Tú... qué? —la voz apenas me salió, y de pronto sentí que me iba a desmayar. ¿Él estaba viendo a mi terapeuta? Volvía a verse confundido, negando lentamente con la cabeza, y su expresión ya empezaba a mostrar un borde de pánico. —¿Qué hiciste, Edward? —le pregunté apenas en un susurro. Me sentía enferma, pero... él no me haría esto. No iría a mis espaldas así. —S-solo quería consejo sobre cómo ayudarte. Eso es todo —insistió. Dio un paso hacia mí, pero yo retrocedí enseguida y casi me tropecé. Entonces caí en cuenta. Me tapé la boca con la mano, y por un momento horrible sentí que iba a vomitar. —Oh, Dios... por eso viniste anoche... por eso estabas tan asustado de que yo... ¡OH, DIOS! De pronto me costaba respirar, y dándole la espalda, corrí al baño a buscar mi inhalador. Y también por si tenía que vomitar. Me siguió en silencio, se quedó parado frente a mí sin saber qué hacer, mientras yo me aferraba al lavabo con una mano y me disparaba el inhalador con la otra. —Nena... Jesús, no es como piensas —me dijo, pero lo único que podía pensar era que Edward ya sabía cosas sobre mí para las que yo ni remotamente estaba preparada. Se había ido por su cuenta a descubrirlo todo. —Así que sabes que intenté matarme. ¡¿QUÉ MÁS SABES?! —Estaba temblando, las piernas me flaqueaban, y al darse cuenta, Edward se apresuró a sostenerme antes de que me cayera. No reaccioné; simplemente me quedé colgada en sus brazos. —Bella... —Tienes que irte, Edward —dije con una calma que no sentía en absoluto. Por dentro, una tormenta me estaba destrozando, lanzando mi mente al caos. No intenté apartarlo; no podía. No tenía fuerzas—. Dios mío, ¿qué hiciste? —La voz se me quebró. —Nena, por favor, déjame explicarte —suplicó, pero lo único que podía ver era la culpa en sus ojos, la culpa en todo su rostro. —¿Explicarte? —Ya no podía comprenderlo—. No estoy segura de saber quién eres. Siguió mirándome fijamente, y algo se rompió en su mirada y se reflejó en su rostro. Lo había herido. —He estado viéndolo desde hace años, Bella. No es como tú crees. Reí con sequedad. O al menos lo intenté. —Qué conveniente. Suéltame —dije con voz débil, haciendo un leve tirón con el brazo, pero él se mantuvo firme—. No estoy bromeando ni un poco, Edward. Tienes exactamente tres segundos para soltarme. Mi voz era tan fría y dura que ni yo misma me reconocía, y por su expresión, Edward tampoco. Me soltó de inmediato. —¿Me vas a dejar explicarte? —preguntó con una derrota tan absoluta que dolía escucharlo, mientras yo me dejaba caer torpemente sobre la tapa del inodoro cerrada. No respondí; no podía. Solo bajé la cabeza a mis manos y luché por mantener la compostura. —No quise hacerte daño —murmuró, y pude oír el dolor en su voz, pero sorprendentemente no me afectó como imaginé que lo haría. —Por cierto —añadí, levantando la cabeza para mirarlo directamente, sin una pizca de emoción—. Llamó Garrett de Audi. Tu auto ya está listo para recoger. Me miró por un momento, y vi sus ojos intensos, abiertos, abrumados, cuando la comprensión finalmente lo golpeó. En ese instante bajó la cabeza, pasándose los dedos rígidos por el cabello hasta la nuca. —Mierda... —susurró. Fue toda la validación que necesitaba para saber que me había estado mintiendo, y antes de darme cuenta, las lágrimas ya me quemaban la garganta y se deslizaban por mi rostro. —Pensé que podía confiar en ti —le dije. Me sentía vulnerada, y de pronto, solo su presencia me hacía sentir la piel erizada, como si quisiera salir corriendo. —Puedes confiar en mí —prometió, dando un paso más hacia mí, pero casi me estremecí por completo. —No puedo. Ya no. No puedo. Cristo, ¿cómo pudiste hacerme esto, Edward? —le supliqué que me ayudara a entender, porque yo no podía. —Bella... —empezó, pero soltó un suspiro pesado, desvió la mirada y la dejó ir. —Por favor, vete —susurré con un sollozo roto—. No puedo mirarte. No se movió. Solo negó con la cabeza, una y otra vez, los brazos tensos a los costados. —¡Lárgate, Edward! —intenté alzar la voz, pero fue más un esfuerzo ahogado que un grito—. No quiero volver a verte nunca más. Y cerrando los ojos, hundí el rostro entre las manos y lloré. Lloré sin aire, sin control, cuando todo lo que quería era que me tomara en sus brazos y me dijera que todo era un error. Que me dijera cualquier cosa que no fuera la verdad que ahora se interponía entre nosotros. Que había traicionado mi confianza. Y que mi maldito terapeuta también lo había hecho. Pero no lo hizo. Durante el momento más largo, no dijo una sola palabra. Solo se quedó ahí, inmóvil y en silencio. —Te amo, Bella —susurró por fin, con una voz que sonaba al borde del llanto, y luego se fue. No se quedó en la puerta esta vez. Solo... se fue. Y yo me quedé sola. *V* No lloré cuando perdí a mi familia. El shock fue tan gigantesco, tan abrumador, que no supe cómo procesarlo, mucho menos cómo sumergirme en el duelo en el que me lanzó de golpe. Fue más fácil enterrarlo todo y desviar mi atención, y eso mismo fue lo que planeaba hacer después de que Edward se fue. No quería llorar. No quería lamentarlo. No sabía cómo, pero tampoco podía detener las lágrimas, como tampoco puedo detener que salga el sol. Una vez que se abrieron las compuertas, ya no hubo forma de cerrarlas. Edward había estado desgastando lentamente la represa que contenía los últimos diez años de mi corazón, y ahora todo salía a raudales y me estaba ahogando. Esa misma noche me envió un mensaje. Dos palabras que ya son sinónimo de él: Lo siento. Y luego otro, unos minutos más tarde: Te daré todo el tiempo que necesites, pero por favor, vuelve a mí. Solo los miro. Mi mente, nublada por el dolor, es incapaz de procesarlos, hasta que se vuelven poco más que un revoltijo de letras. Me dijo que permitirá que me tome un par de días para despejar la cabeza y reevaluar todo, pero con cada hora que pasa, me doy cuenta de que me estoy saturando tanto que ya no sé de dónde proviene el dolor. Solo sé que viene desde todos los ángulos. Intento rechazarlo, bloquearlo, pero ya es demasiado tarde. Y de pronto se vuelve evidente por qué temía tanto acercarme a Edward. Por qué mi subconsciente me estuvo advirtiendo desde el principio. Amarlo es tan fácil, que no entendía por qué nunca podía librarme de esa inquietud constante en el fondo de mi mente. Pero ahora lo sé. Me enamoré de él, y al hacerlo, quedaron expuestas todas las emociones que llevaba años enterrando. Emociones que me daba miedo enfrentar. Emociones que era demasiado joven para procesar.Esas emociones no desaparecieron, como yo creía. Solo estaban dormidas, y aunque amar a Edward abrió la puerta, haber sido herida por él las dejó entrar. Y ahora estoy a merced de ellas, y me están desgastando con rapidez. No puedo hacer nada para protegerme. Ya no tengo defensas. Quiero llamarlo. Sé que encontraría paz en sus brazos, en su cuerpo, en esa intensa mirada suya. Pero estoy tan desbordada que ya no estoy segura de si mis pensamientos son racionales, mucho menos coherentes. Siento que estoy perdida en un laberinto, envuelta en una niebla tan densa que no puedo encontrar la salida, y el dolor que ruge en mi pecho es tan nítido que comienzo a sentir que estoy en shock. Tuvimos una pelea, eso es todo. Solo fue un malentendido, y sé, en lo más racional de mi mente, que necesitamos hablarlo. Pero no puedo. Ya no sé lo que siento, si algo de esto es real o si son proyecciones. Solo sé que el dolor del que estuve huyendo durante casi una década finalmente me alcanzó. Me alcanzó, y me detuvo en seco. Ha pasado una semana, y aún no estoy más cerca de salir de este infierno en el que me encuentro. El trabajo es lo único que me mantiene cuerda. Es la distracción que necesito para evitar que mis pensamientos tomen el rumbo equivocado, y para mantener la cabeza por encima del caos hasta que logre encontrarme de nuevo. Hasta que recupere la voluntad que alguna vez tuve para seguir viviendo un día tras otro. Sé que necesito volver con mi terapeuta, pero no puedo. Ya no puedo confiar en él tampoco, pero necesito sacarme de esta miseria antes de que termine por destruirme. Cuanto más tiempo permanezco atrapada en ella, más siento cómo me arrastra y me contagia esa sensación paralizante de desesperanza. Y extraño a Edward. Lo extraño tanto que a veces me cuesta respirar, pero lo he perdido, tan segura como estoy perdiéndome a mí misma en este remolino de dolor que gira alrededor de mi corazón como un desagüe. Me ha llamado varias veces. Las he ignorado todas. No estoy segura de qué decirle; no sé si hay algo que pueda decirle. Solo sé que el doctor Jenks tenía razón. Nunca estuve lista para estar en una relación. ¿Cómo iba a entregarme a alguien si ni siquiera podía ser sincera conmigo misma? ¿Cómo podía amar a alguien si apenas entiendo lo que significa sentir? Pero necesito hablar con alguien; me estoy volviendo loca. *V* Estoy teniendo un día de mierda en el trabajo. Uno de esos días en los que simplemente no logro alcanzar lo que estoy haciendo, y cada vez me atraso más. Después del almuerzo, mi jefe me llama a su oficina y me pregunta si estoy bien, con una mirada cargada de preocupación. —Estoy bien —respondo con paciencia y sin emoción a todas sus preguntas. —¿Necesitas tomarte un tiempo? —me ofrece. —¡No! —respondo, con demasiada brusquedad—. Necesito mantenerme ocupada —explico rápidamente, justificando mi reacción. —Bella… —dice, con la voz suavizada—. Está bien pedir ayuda a veces. No te hace débil. Te hace humana. —Estoy bien —repito, con tono apagado. —Vete a casa —dice de pronto—. Te doy los próximos días libres, y no quiero oír quejas. Vete a casa, duerme… cuídate. Sacudo la cabeza de inmediato, invadida por el pánico. —¡No! —insisto, suplicándole—. No puedo… necesito mantenerme ocupada. —Bella… —suspira, quitándose las gafas para frotarse los ojos—. ¿Tienes a alguien con quien hablar? ¿Alguien que sepa por lo que has pasado? —Yo… no lo sé —admito en voz baja. —Puedes hablar conmigo —me propone, y aunque es un hombre amable, que trata a su equipo con respeto y cortesía, ha vivido una vida afortunada y privilegiada. Sus únicas preocupaciones son las pensiones alimenticias y las matrículas escolares; no estoy segura de qué tipo de consejo podría darme. Niego con la cabeza y repito el mismo mantra: —Estoy bien… Su mirada se endurece, cargada de frustración evidente. —Podría ser sordo y ciego y aun así saber que eso es una tontería. ¿Quién es tu terapeuta? —El doctor Jenks. —¿Quieres que te saque una cita? —No. —Bella… —comienza, pero al soltar un suspiro seco, se rinde—. Anda. No quiero verte de nuevo por aquí hasta el martes. Y fue entonces cuando cedí y lo llamé. Llamé al único familiar que me queda: mi hermano.
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