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22 de octubre de 2025, 10:39
Descargo de responsabilidad: Vertigo de Mr. G and Me, traducida con su permiso. Gracias a arrobale por su apoyo como prelectora. Aviso: la historia toca temas sensibles de salud mental — recuerda que siempre es importante buscar ayuda cuando se necesita.
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Capítulo 31
Edward
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Bella es buena fingiendo. Puede mirarte directo a los ojos y asegurarte que todo está bien, incluso cuando los suyos contradicen cada palabra que sale de su boca.
Eso fue lo primero que noté en ella aquella noche en su auto, frente al apartamento de la novia de Jake: sus ojos. Lo torturados que se veían, a pesar de todo su esfuerzo por convencerme de lo contrario. Esos ojos suyos… Cristo, puede sacarme de quicio como nadie, pero no puedo seguir enojado con ella cuando me mira así. Siempre me dice que me disculpo demasiado, y es cierto, pero lo que no se da cuenta es que ella también lo hace. Tal vez no con palabras, pero sí con los ojos.
Todavía recuerdo cómo eran en la secundaria, incluso detrás de esas gafas que solía usar. Cuando te miraba, los engranajes en su cabeza empezaban a girar hasta que te tenía completamente descifrado… aunque conmigo se equivocó por completo. Al menos en ese entonces, sus ojos combinaban con su personalidad. Los ojos de una cínica con un ingenio afilado como un rayo, y aunque Bella sigue siendo cínica y demasiado directa, sus ojos ya no reflejan eso. Ahora reflejan la pesadilla que nadie debería tener que vivir jamás, mucho menos una chica de dieciséis años.
Me contó mucho y demasiado pronto. Ambos lo sabemos, pero no es como si pudiera retroceder. Tiene que aprender a vivir con ello -con que yo conozca todos sus secretos- y yo tengo que intentar no sofocarla ni romper sus reglas. Sí, me dejó claro que siguen vigentes. Nada de lástima, en ningún momento.
—No cambia el pasado, Edward. Solo te recuerda lo mierda que fue —eso fue lo que me dijo anoche cuando la hice enojar tanto que literalmente me echó de su cama a patadas.
No sé por qué sigo sacando el tema, especialmente cuando sé lo mucho que le avergüenza haberme contado tanto. Sé cómo va a reaccionar, pero de nuevo, son esos ojos suyos. Es como si me suplicaran en silencio que la saque de esa pesadilla, aunque nunca lo diga en voz alta.
Estábamos acostados en la cama; ella se había quedado callada otra vez. Lo único que hice fue recordarle que, sin importar lo que haya pasado, o lo que su abuela le haya hecho creer, eso nunca cambiaría lo que siento por ella. Reaccionó de forma completamente exagerada y me empujó con fuerza en el pecho, haciéndome caer de espaldas fuera de la cama.
Me senté en el suelo, furioso. Estaba enojado, frustrado, pero entonces me miró directo a los ojos, se disculpó y me explicó por qué lo odiaba tanto.
—Todos en el hospital -las enfermeras, los doctores, incluso las señoras que empujaban los carritos de bebidas- me miraban igual. Como si fuera un gatito atropellado y abandonado al costado del camino para morir. «Ay, pobrecita», me decían una y otra vez, y, carajo, lo único que hacía era recordarme, cada segundo de cada día, lo que me pasó. No necesito que me lo recuerden, Edward. ¡Yo lo vivo!
—Jesús, Bella, lo siento —le respondí de inmediato, sin siquiera darme cuenta de lo que estaba diciendo.
Eso la hizo sonreír y cambió por completo el ambiente. Y luego, porque las disculpas de Bella vienen en forma de sexo, eso fue lo que hicimos, a pesar de su resfriado que ya se le venía encima y de lo sonrojada que estaba su piel.
En su defensa, era el final de un fin de semana largo después de una semana aún más larga. Creo que los dos ya estábamos cansados de las confesiones -por irónico que suene. Todavía hay cosas que no me ha contado, pero podrá hacerlo cuando esté lista; yo nunca volveré a presionarla.
Aun así, sus ojos... Es como si alguien hubiera presionado pausa y ahora estuvieran congelados en un estado permanente de ansiedad. Me tiene inquieto tener que dejarla, pero no puedo decirle eso. Sería una violación a las reglas, y lo tomaría como prueba de que no confío en ella. La confianza es importante para ella -como debería ser para cualquiera-, pero Bella necesita que tenga fe en ella. Fe en que no hará nada para lastimarse. Y no estoy seguro de tenerla aún, porque por más que intente convencerme de que está bien, sus ojos cuentan otra historia.
Ella no está bien, pero eso ya lo sabía desde el principio.
*V*
Me contagié del resfriado de Bella.
Esta mañana, el día del campamento, desperté con la garganta irritada y la cabeza palpitándome, y si me guío por Bella, esto solo va a empeorar. Ella empezó a toser durante la noche, luego no paraba de estornudar y ya ni siquiera podía respirar por la nariz. Ninguno de los dos durmió bien, pero a primera hora ella ya estaba completamente dormida. Ni siquiera se movió cuando sonó mi alarma.
Después de ducharme, me visto con la ropa que voy a tener que usar durante los próximos tres días. Luego de asegurarme de haber empacado todo -sobre todo el abrelatas- dejo la mochila junto a la puerta de su cuarto antes de volver a entrar, encendiendo la luz con cuidado.
No son ni las cinco, aún está oscuro afuera, y ella duerme profundamente. Durante varios segundos solo me quedo ahí, observándola. Está pálida, con las mejillas sonrojadas, y junto con esos labios rojos y su largo cabello oscuro, solo la hacen ver más hermosa. Ahora lo tengo claro: no puedo perderla. No estoy seguro de que podría superarlo, y eso solo aumenta la ansiedad general que siento casi todos los días por ella.
Además -y no sé por qué- tengo el impulso repentino de despertarla y explicarle que cuando le pregunté si quería casarse conmigo, lo decía en serio. Me salió todo mal, claro, pero era verdad. Por supuesto que tenía que arruinarlo. Sigo siendo un desastre en esto de las relaciones, y de pronto me molesta pensar que ella cree que estaba bromeando. Que se va a quedar con esa idea durante los próximos tres días.
Cristo… esta chica me descoloca más que mi propia madre.
Me inclino y paso el dorso de los dedos por su mejilla antes de besarle la frente. Su piel está caliente. Demasiado caliente.
—Ey... —la llamo con suavidad.
Ella murmura algo ininteligible antes de interrumpirse con una serie de toses.
—Ey —repite al fin, con la voz ya ronca y rota. Me sonríe, pero sus ojos arden con fiebre—. Diviértete.
Suelto una risa por lo bajo, aunque también sonrío.
—Lo intentaré. —Le pongo el inhalador en la mano—. Quédate en la cama hoy, ¿sí, amor? Nada de trabajo, estás enferma.
Solo emite un murmullo, abraza el inhalador contra el pecho y se gira de lado.
La beso de nuevo, esta vez en la sien, dejando mis labios y mi nariz pegados a ella un momento más de lo necesario. Me preocupa, y no se me pasa.
—Si necesitas algo, llama a Jake, ¿sí? —le digo. Incluso aceptaría que llamara a Jasper, pero él todavía está en Queensland con Alice.
—Edward —murmura con suavidad—, te preocupas demasiado.
—Prométemelo, por favor —insisto, haciendo una pausa para inhalar ruidosamente con la nariz congestionada.
Frunce el ceño y me mira entornando los ojos.
—Tienes la nariz tapada. ¿Te estás enfermando también? —Extiende la mano y me toca la frente.
—Sí —admito con ligereza—. Me contagiaste.
—Puedes quedarte en cama conmigo —ofrece, lo cual no es propio de ella.
—Si hago eso, me van a despedir de verdad —respondo con una pequeña sonrisa, antes de soltar el aire. En serio me estoy empezando a sentir como una mierda.
Ella gime bajito y cierra los ojos por un momento.
—Asegúrate de llevar un abrigo. Está nevando en las montañas.
—Ya lo tengo —la tranquilizo.
—Y compra pastillas para el resfriado antes de irte. —Vuelve a toser; no suena nada bien, y a pesar del calor que irradia, empieza a temblar.
Le subo las cobijas hasta los hombros y le aparto el cabello del rostro con los dedos.
—Bueno... Nos vemos el jueves.
—Chao, guapo... —susurra, cerrando los ojos y volviendo a dormirse.
Con un suspiro contenido, salgo del cuarto. Me echo la mochila al hombro, agarro las llaves y salgo. Dejo el celular. Es inútil llevarlo. No habrá dónde cargarlo ni señal donde voy.
Paso primero por la casa. La puerta está sin llave, como casi siempre, porque el maldito Jake todavía cree que vive con sus padres, que tienen seguridad armada en la propiedad.
Él sigue dormido, y al abrir de golpe la puerta de su cuarto, enciendo la luz.
—¡Oye! —grito cuando ni siquiera se inmuta.
—¡¿Quééé?! —se queja con un gruñido, la cara aún hundida en la almohada.
—¡Despierta!
Levanta la cabeza y me mira con cara de borracho.
—¿Qué carajos, hermano? ¡Son las cinco de la mañana!
—Me voy al campamento. Tengo que estar temprano en la escuela, pero en fin, quiero que me prometas que vas a revisar cómo está Bella por mí.
—Sí, sí, okay —murmura, volviendo a pegar la cara a la almohada.
—Lo digo en serio. ¡Y podrías aprender a cerrar con llave la maldita puerta! —Camino hasta él, agarro su cobija y se la arranco de encima.
—¡Cristo, está bien! —gruñe, apurándose a volver a taparse. Está desnudo.
—¿No tienes pijama?
—¿Para qué? Voy a cuidar de Bella, ¿ahora puedes largarte? No tengo que levantarme en una hora.
—¿No ibas a renunciar?
Suelta un bufido sarcástico.
—Sí, claro...
—¿Tienes pastillas para el resfriado? —le pregunto, porque Jake es el sueño húmedo de cualquier farmacéutico.
—No sé. Tal vez. Revisa en el baño —murmura, dándose la vuelta para darme la espalda.
Sin decir más, entro a su baño y, Jesús, tiene cinco cajas de distintas marcas. Tomo la primera que veo, me la meto al bolsillo, salgo de su cuarto y apago la luz mientras sus ronquidos ya empiezan a sonar otra vez.
*V*
Cincuenta chicos y siete miembros del personal asistimos al campamento. Chicos de los Grados 11 y 12 que, en esencia, son un desastre y están en riesgo de reprobar. Hay siete grupos con siete chicos por profesor. Naturalmente, a mí me tocan los siete más revoltosos de último año, y lo primero que hago antes de subir al bus es requisarlos para quitarles los celulares y cualquier otra cosa que hayan intentado colar.
—Dejen de quejarse. Son tres días, no el resto de sus vidas —les recuerdo después de que actuaran como si les estuviera amputando una pierna en vez de quitarles el teléfono.
—¿Y si nos rompemos una pierna o algo? —pregunta Ben.
—Radio CB —respondo, mientras todos gimen.
—¿Qué carajos es esto? —Levanto la botella de Wild Turkey que saqué de la mochila de William.
—Es agua —dice con una sonrisa descarada.
—Agua… —bufé.
—Puedo compartirla contigo —me ofrece.
—Debería hacerte tomarla entera solo para ver qué tan mal te pones —murmuro, metiéndola en mi mochila, solo porque sé el problemón en que se metería si maestro titular de último año, Sam Uley, se entera—. No te sientas tan listo. Voy a deshacerme de esto apenas lleguemos.
—Claro. —Me guiña un ojo—. Además, yo no vomito.
Pongo los ojos en blanco.
—Súbete al maldito bus.
—¿Se está enfermando, señor Cullen? ¿No vamos a tener que cargarlo, cierto? —pregunta uno de ellos, no sé cuál. Todavía está oscuro y todos son unos imbéciles con iniciativa.
—Tengo un resfriado. Ahora muévanse antes de que se los pegue —los amenazo, agarrando la parte de atrás del abrigo del último en la fila y empujándolo hacia adelante.
El viaje a Katoomba toma tres horas. Duermo la mayor parte del trayecto, a pesar del escándalo de los chicos, y con cada minuto que pasa me siento peor. Cuando llegamos, tengo la garganta tan irritada que apenas puedo tragar, y la cabeza me late como si fuera a explotar.
Nos dividen en grupos antes de trasladarnos en helicóptero a distintas zonas del Parque Nacional Blue Mountains, con nada más que una brújula, un mapa y un walkie-talkie de largo alcance. A cada uno nos colocan un rastreador en caso de que nos perdamos o nos separemos, pero el resto depende de mí. Tengo que sacar a todos de ahí el jueves en la tarde. Además de nuestras carpas individuales, nos indicaron que trajéramos comida enlatada para sobrevivir tres días, y una cantimplora. Tengo que encontrar agua potable para todos, enseñarles a pescar y lograr que lleguemos en una pieza cada noche al punto de encuentro para armar el campamento.
Bella tenía razón. Está nevando, y para un chico de Sídney que creció en una zona donde rara vez baja de quince grados durante el día, esto es un golpe al sistema. Nos pidieron llevar ropa abrigada, y después de ponerme el abrigo, los guantes y una gorra de lana sobre la de béisbol, pongo a los chicos en marcha y salimos a buscar el primer punto de encuentro.
Para el mediodía, siento que deliro por la fiebre y ya ni siquiera reacciono cuando los chicos se quejan del frío. Estoy demasiado enfermo para importarme. Demasiado enfermo para comer. Apenas logro tragar las pastillas para el resfriado que tomé del baño de Jake, y no tengo idea de cómo demonios voy a sacarlos a todos de aquí con vida.
Después de que almuerzan sus latas de frijoles, seguimos caminando. No tengo ni puta idea de cómo llegamos al campamento indicado ni de cómo logro armar mi carpa. Luego de mandar a los chicos a buscar leña, enciendo una fogata y me arrastro hasta mi tienda. Estoy literalmente acabado por hoy, y después de tomarme el doble de la dosis nocturna de medicina, me desplomo.
—¿Señor Cullen? ¿No está muerto, cierto? —Es como me despierta uno de los chicos al día siguiente.
—No... —respondo justo antes de empezar a toser. Estoy ardiendo y temblando al mismo tiempo. Me siento como si estuviera muriendo. Logro salir de la tienda y ponerme de pie con dificultad, sabiendo que me espera otra noche igual—. ¿Dónde están los demás? —pregunto con la voz ronca y áspera, mientras reviso el reloj en la manga de mi abrigo. Pasan apenas las ocho de la mañana.
—Todavía duermen —responde Riley.
—Despiértalos.
—Okay... pero, eh... va a estar difícil... —responde con evasivas.
—¿Por qué?
—Están borrachos… bueno, menos Ben y yo.
Ahí es cuando recuerdo la maldita botella de bourbon que olvidé tirar ayer. Los imbéciles obviamente la sacaron de mi mochila mientras yo estaba inconsciente.
—¡Jesucristo bendito! —grito, avanzando hacia la primera carpa que tengo cerca y abriéndola de un tirón—. ¡William! —grito, mi voz casi no aguanta. Él gime con lástima—. ¡Muévete ya!
Sale... solo para vomitarme justo a los pies. Lo agarro del cuello del abrigo y lo empujo de nuevo, de cabeza, dentro de la tienda.
—¿No te lo advertí? —intento gritarle, pero ni siquiera tengo fuerza para eso, y él está demasiado hecho mierda para importarle—. No puede ser... —murmuro.
Pronto descubro que, aunque atrapé a William con una botella, los cabrones lograron colar otras dos. Encuentro las tres vacías junto a las brasas de la fogata. Ni siquiera intentaron esconderlas.
Los cinco están con resaca brutal y vomitando, pero si yo tengo que cruzar el bosque sintiéndome al borde de la muerte, no voy a tenerles compasión. Mi paciencia ya no existe, y les grito que se pongan en marcha hasta que mi voz se quiebra por completo y casi toso hasta escupir un pulmón. La única forma de que cooperen es prometerles que no los voy a reportar con el señor Uley. Aun así, la batalla es cuesta arriba y apenas tengo fuerzas para motivarme a mí mismo, mucho menos a cinco adolescentes borrachos.
Llegamos al siguiente campamento con tres horas de retraso, considerando que tuvimos que parar varias veces para que alguno vomitara. Una vez montadas las tiendas, los cinco borrachos y yo nos desplomamos. Dejo a Ben y Riley por su cuenta. Son los únicos medio responsables del grupo, lo cual es casi cómico. Probablemente no debería haberles confiado los fósforos para encender el fuego, pero hoy me siento peor que ayer.
A este ritmo, será un milagro si todos regresamos enteros, y no puedo evitar que la preocupación por Bella me enferme aún más. Si yo me siento así de mal, odio pensar cómo estará ella. Solo espero que Jake cumpla su palabra y la revise.
A la mañana siguiente no estoy ni cerca de mejorar, a pesar de toda la medicina que he tomado para aliviar los síntomas. Los chicos ya se han recuperado relativamente de su noche de borrachera, y logramos llegar a la zona de encuentro sin aprender absolutamente nada sobre cómo sobrevivir en la naturaleza, salvo que el aire de la montaña da muy buen sueño.
Subimos al autobús y regresamos a la civilización poco después de las tres de la tarde. Después de asegurarme de que los siete chicos estén firmados y recogidos, me subo a mi auto y me voy directo a casa de Bella.
No tengo idea de si todavía está tan enferma como yo, o si ya se ha recuperado y volvió al trabajo, pero cuando me estaciono al lado de su auto en el garaje, obtengo mi respuesta. Está en casa; lo que significa que obviamente sigue mal.
La puerta principal está cerrada, y tras darme cuenta de que todavía no tengo una llave, golpeo. No hay respuesta, aunque escucho a Oppa ladrar del otro lado. Golpeo de nuevo. Y otra vez.
—¿Bella? —la llamo con una voz completamente rota y ronca, mientras el corazón me da un brinco de preocupación—. Ya llegué.
Nada.
Tal vez está en la ducha, intento racionalizar mientras cruzo el jardín hasta la ventana mirador de su habitación. Coloco las manos contra el vidrio, me asomo, y apenas logro distinguir la silueta inmóvil de Bella acostada boca abajo, atravesada en la cama, por encima de las cobijas.
—¡Bella! —grito, sintiendo de inmediato el terror apoderarse de mí mientras golpeo el cristal con las palmas. No se mueve; ni siquiera se inmuta—. ¡BELLA!
En un pánico ciego regreso a la puerta, casi resbalando en el jardín, y me lanzo contra ella con el hombro. Es de madera maciza y necesito varios intentos para derribarla, hasta que finalmente las bisagras ceden y se desprenden del marco. Trepo por encima, cayendo sobre el suelo de madera del pasillo, y me reincorporo a toda prisa para llegar hasta Bella. Lo único en lo que puedo pensar, lo único que mi mente puede concebir, es que Bella no haría nada para lastimarse. Me lo prometió. Tiene que estar enferma. No puede ser otra cosa.
En cuanto está a mi alcance, la jalo hacia mí. No se mueve, su piel está pálida y húmeda, y sus labios están azules. Pero respira; apenas, pero alcanzo a percibir el sonido débil del aire entrando y saliendo de sus pulmones.
Por reflejo, miro a mi alrededor con desesperación, buscando mi celular, cuando lo noto. Mis ojos se clavan en él de inmediato, y en lo que implica, mientras el corazón se me congela en el pecho. El frasco blanco de Prozac está volcado, vacío, sobre su mesa de noche.
—¡Bella! —grito, dándole palmadas en las mejillas en un intento desesperado por despertarla, pero no reacciona—. ¡Jesucristo! —La alzo en brazos, completamente inerte, y corro al baño. Si se tomó pastillas, tengo que hacer que las vomite.
Sosteniéndola como puedo sobre el inodoro, logro meterle los dedos en la boca y hasta la garganta. Algo cálido y espeso sube, pero no es lo que esperaba. Lo intento de nuevo, pero esta vez ella extiende el brazo con debilidad y me aparta la mano de la boca, y casi me quiebro del alivio.
—¿Por qué harías esto, Bella, ah? ¿Por qué carajo harías esto? —suelto, y volviendo a asegurarla entre mis brazos, corro otra vez hacia la habitación.
Puso a cargar mi celular, gracias a Dios, y al acostarla en la cama, lo agarro y, con los dedos temblorosos, marco el triple cero.
—¿Ambulancia, policía o bomberos? —pregunta la operadora.
—Amb... ambulancia —balbuceo.
—¿Puede indicarme su dirección? —pregunta otra mujer segundos después. Se la doy de prisa, pero tengo la voz hecha trizas y estoy tan al borde del colapso que no me entiende. La repito.
—Lo siento... tengo gripe —me excuso.
—Está bien. ¿Cuál es la emergencia?
—Mi... mi novia... creo que tomó una sobredosis.
—Está bien, cálmese, señor. ¿Sabe qué tomó?
—Prozac.
—De acuerdo, ¿está respirando?
—Sí, pero con dificultad.
—¿Ha vomitado?
—La hice vomitar... sí.
—Eso es bueno. Quiero que la recueste de lado y se asegure de que sus vías respiratorias estén despejadas. Una ambulancia va en camino, pero necesito que se quede en línea conmigo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. ¿Cuánto falta? ¡Tienen que apurarse! ¡Se está poniendo azul! —Y empieza a sudar frío.
—Está aproximadamente a siete minutos, señor. Por favor, mantenga la calma. ¿Cuál es su nombre?
—Edward.
—Edward, ¿sabe hacer RCP?
—Sí.
Bella de pronto gime débilmente e intenta abrir los ojos; se le van hacia atrás.
—Ed...
—¿Qué tomaste, nena? —le grito, completamente fuera de mí por el pánico.
—¿Es ella? ¿Está consciente? —me pregunta la operadora.
—Más o menos... no sé. Quédate conmigo, Bella. Estás bien —intento tranquilizarla antes de perder la compostura—. ¿Por qué harías esto?
—Ed... ward... qué...da...te... —susurra con una voz apenas audible, justo cuando empieza a convulsionar como si se estuviera ahogando.
—¿Cómo está ella? —pregunta la operadora.
—Mal... Jesús, tienen que apurarse, mierda. Le cuesta respirar.
—La ambulancia ya está cerca, Edward. ¿Hay algo más que debamos saber sobre ella?
—Tiene asma.
—¿Sufre de depresión u otra enfermedad mental?
—Sí.
—¿Ha intentado quitarse la vida antes?
—...Sí... —admito, y finalmente me derrumbo por completo.
Nota de la autora: Iba a poner una advertencia al inicio, pero luego pensé... bueno, no lo arruinaré. No me odien demasiado.