ID de la obra: 1331

Vértigo

Het
R
En progreso
0
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 500 páginas, 166.876 palabras, 47 capítulos
Descripción:
Notas:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

33

Ajustes de texto
Descargo de responsabilidad: Vertigo de Mr. G and Me, traducida con su permiso. Gracias a arrobale por su apoyo como prelectora. Aviso: la historia toca temas sensibles de salud mental — recuerda que siempre es importante buscar ayuda cuando se necesita. . Capítulo 33 Bella . Para cuando tenía seis años, ya me habían hospitalizado al menos una docena de veces -sin contar que pasé los primeros tres meses de mi vida en la UCI Neonatal. Nací trece semanas antes de tiempo, y mis pulmones estaban tan poco desarrollados que nunca se recuperaron por completo. Los doctores solían decirles constantemente a mis padres que eventualmente lo superaría, pero nunca fue así. No es como si yo hubiera conocido otra cosa -no sabía lo que era vivir sin esta enfermedad crónica, o por qué la tenía. Al menos, no hasta que volví del hospital después de un ataque especialmente grave justo después de mi cumpleaños número seis. Mis padres estaban peleando, y aunque eso no era inusual, el tema sí lo era. Estaban peleando por mí. —Si te hubieras guardado la polla en los pantalones hasta después de que naciera, no estaría tan enferma todo el tiempo. Es tu culpa, hijo de puta... toda tu culpa —gritó mi madre desde varias habitaciones de distancia, seguida del sonido de lo que solo podía suponer era un vaso estrellándose contra la pared. Su vaso de brandy, para ser más precisa. A mi lado, Sammy sollozó y se tapó los oídos. Él y Charlie se habían metido a mi cama conmigo como siempre hacían al primer indicio de una pelea entre nuestros padres. Lo que solía pasar justo después de que mamá nos arropaba a los tres. Rodeé con el brazo a Sammy y lo atraje más hacia mí, tratando de protegerlo lo mejor posible. —Eso es el colmo —la voz atronadora de mi padre explotó en respuesta, convirtiendo los sollozos de Sammy en lágrimas—, ¡considerando que tú estabas igual de borracha cuando estabas embarazada -de los tres- que ahora! —¿Qué es estar borracha? —susurró Charlie, con la voz temblorosa por el miedo. —Es alguien a quien le gusta tomar todas esas cosas que están en la bodega —le expliqué. —¿Lo olvidaste, maldito bastardo? Me puse de parto el mismo día que te descubrí con una de tus putas, ¡así que no te atrevas a culparme a mí! Ella está enferma por tu culpa, ¡y si muere será toda tu maldita culpa! —No te vas a morir, ¿verdad, Bella? —lloró de repente Sammy. —¡Claro que no me voy a morir, tonto! —le prometí, mientras mi mente infantil intentaba procesar de qué estaban discutiendo mis padres. Lo entendí un par de años después. El shock de la infidelidad de mi padre hizo que mi madre entrara en trabajo de parto prematuramente, y su alcoholismo no ayudó precisamente. El resultado fue una vida de lucha constante por respirar, de estancias hospitalarias que muchas veces eran en cuidados intensivos, y de medicamentos que podían tener efectos secundarios capaces de enfermarme aún más; como neumonía. Todo porque mis padres eran un par de completos y absolutos imbéciles que arruinaron mi vida antes siquiera de nacer. Durante mucho tiempo los resentí a ambos. Y con cada nueva visita al hospital y cada nuevo lote de medicamentos que me obligaban a tomar, empecé a odiarlos tanto como odiaba la sensación aterradora de quedarme sin aire, o de despertarme tan débil y agotada que me encontraba deseando morir. Hasta que empecé a desear que fueran ellos quienes murieran. Y la Muerte escuchó mis pensamientos más íntimos. Escuchó todo mi resentimiento, mi ira y mi amargura, y actuó. O tal vez siempre había estado cerca de mí, esperando. Se suponía que no debía sobrevivir a un nacimiento tan prematuro, pero lo hice. Tal vez se enfadó tanto por quedarse con las manos vacías que decidió aprovechar cada oportunidad que se le presentó. Si no podía tenerme a mí, se llevaría a mis padres, a mis hermanos... Pero todavía me quiere a mí. De eso estoy segura. Nunca te acostumbras a ser arrastrada a una pesadilla de la que no puedes despertar. Desde que era niña siempre tuve el mismo sueño recurrente de correr por el bosque siendo perseguida por monstruos que solo podía oír, pero nunca ver. La mente febril puede imaginar los horrores más terribles, y el miedo que los acompaña siempre es vívido. Al principio hay oscuridad, una oscuridad que lo abarca todo y de la que no se puede escapar, y desde esa oscuridad surge un sonido. Un sonido que no logro entender. Es como oír voces bajo el agua, pero está por todas partes, como si la oscuridad fuera sonido y el sonido fuera oscuridad. Luego, lentamente, la luz empieza a romper la oscuridad y el sonido se convierte en voces que puedo comprender. Voces que reconozco. La voz de Edward, pero no la voz de Edward... Y entonces llega el momento en que la claridad me invade por completo, y entiendo lo que pasó y por qué. Estoy en cuidados intensivos por asma, neumonía o ambas cosas, y he perdido otra vez Dios sabe cuántas semanas. —Siete días, dulzura —responde la enfermera a mi pregunta apenas coherente—, pero lo superaste como una estrella de rock. La luz quema mis ojos, y con cada bocanada de aire que entra en mis pulmones, el pecho me arde.—Gua...po... —la palabra se escapa de entre mis labios como un suspiro rasposo. —¿Perdón, cielo? ¿Qué dijiste? —Inclina su oído hacia mí. —Edwa... Ed... —jadeo buscando aire, mis ojos cerrándose por el agotamiento. Dios, odio sentirme así. —¡Oh, Edward! —exclama con una voz más animada—. Ya debe estar por llegar, querida —dice mientras coloca una mascarilla de oxígeno sobre mi rostro, y con debilidad, la aparto. —No... —musito justo cuando me siento arrastrada nuevamente hacia la inconsciencia, al tiempo que siento cómo vuelve a colocarme la mascarilla. Cuando despierto otra vez, ahí está él. Se ve hecho mierda, no se ha afeitado en quién sabe cuánto, y esos ojos intensos suyos están llenos de una maraña de capilares rotos. —Hola, nena... —dice suavemente con una voz quebrada y ronca, aún más marcada por ese dolor constante que siempre lo acompaña. Pero me encanta cuando me llama nena, y ahora mismo, necesito oírlo. Siempre pensé que sería un término cursi que me haría poner los ojos en blanco, pero no cuando lo dice Edward. —Hola... —respondo, sintiendo de inmediato cómo la sonrisa se tensa en mi rostro antes de darme cuenta de que es la mascarilla de oxígeno. Me la bajo justo cuando los ojos de Edward se agrandan alarmado. —Bella... —susurra como si el simple acto de quitarme esa maldita cosa fuera a matarme. Me la vuelve a colocar sobre la boca y la nariz justo cuando rompo en llanto. Empiezo a balbucear cosas hasta que termino tosiendo sin control. Apenas puedo respirar y la lástima que suelo detestar de los demás ahora se vuelve hacia mí misma. Lo agarro, intentando atraerlo hacia mí, pero tengo la fuerza de un gatito recién nacido. Ni siquiera sé por qué estoy llorando. Solo me siento tan aliviada de haber salido de la oscuridad y estar de nuevo en la luz... con él. Se inclina sobre mí, su mano acariciando mi mejilla; sus ojos ardiendo con tanta emoción que su frente se arruga por completo.—Hey... Nena, está bien. Estoy aquí —intenta tranquilizarme, y todo lo que puedo oír en el tono de su voz es dolor, tanto dolor a pesar de lo enfermo que ha estado—. ¿Quieres que me acueste contigo? De alguna manera logro asentir, y en cuanto está a mi lado me giro y me aferro a él. Él me envuelve con sus brazos, y esa sensación de seguridad que me da se vuelve casi tangible. Ahora sé que cuando vuelva a dormirme ya no habrá más monstruos en el bosque. De hecho, lo único que me sigue en los sueños es su calor y su aroma. Estoy en el RPA. Una enfermera lo dejó escapar un par de días después, pero ¿qué puedo hacer? ¿Ponerme histérica por algo ridículo e insignificante? Excepto que para mí sí es importante. Hay demasiados recuerdos ligados a este hospital. Recuerdos que nunca olvidaré, por más que finja que no pasaron. Lo único por lo que debo preocuparme ahora es por concentrarme en mejorar para poder irme. Al principio fue fácil. Solamente soy realmente consciente de la proporción entre inconsciencia y lucidez que lucho por regular cada día. Y Edward, por supuesto. Edward, cuya presencia constante es la única paz a la que puedo aferrarme. Está aquí a mi lado cada vez que abro los ojos, ya sea de noche o de día. Hasta que deja de estarlo, y es entonces cuando vuelven las pesadillas. La oscuridad me consume otra vez, mientras la voz de Sammy, y de Charlie, me llaman desde ese vacío interminable. Hasta que es la voz de Edward, gritándome. —¡¿Qué hiciste, Bella?! —grita con una voz desgarrada por un miedo tan intenso que solo incrementa el mío. —¡Edward! —escucho mi propia voz llamarlo una y otra vez mientras la suya se desvanece—. Edward, vuelve... —lloro, hasta que despierto gritando en la penumbra apenas iluminada del ala del hospital donde estoy. Me incorporo de golpe, y el pitido acelerado del monitor al que siguen empeñados en conectarme me devuelve el sonido de mi corazón. Me aferro el pecho con una mano mientras intento recuperar el aliento, y mis ojos recorren la habitación apresuradamente, buscándolo. Una enfermera entra corriendo segundos después y empieza a alborotarse a mi alrededor. —¿Qué sucede, niña linda? —pregunta, tomándome la temperatura y volviéndome a poner el monitor de pulso en el dedo. ¿Niña linda? Cristo, las enfermeras y sus modales junto a la cama. En realidad, prefiero a las firmes, sin rodeos, que van directo al grano, a esas que, por alguna razón, insisten en tratarte como si tuvieras la capacidad mental de una niña de dos años. —¡Bella! —insisto. —¿Perdón, linda? —Puedes llamarme Bella. ¿Y dónde está él? —¿Quién, niña linda? —pregunta mientras me introduce la cánula de oxígeno en la nariz. Odio estas cosas más que las máscaras. El flujo constante de oxígeno suele sentirse como si me penetrara directo en el cerebro. —¡Cristo! —exclamo, cada vez más frustrada—. ¡Es imposible no notarlo! Alto, con ojos de acero, una maldita expresión torturada grabada permanentemente en la frente... Ayer -creo que fue ayer- me desperté y lo vi dormido en la silla junto a mí. El codo apoyado en el brazo del asiento, la cabeza descansando sobre la palma, y sus largas piernas estiradas al frente, cruzadas por los tobillos. Me quedé mirándolo por largo rato, maravillada de cómo se había adueñado de mi corazón con tanta facilidad, a pesar de todos mis esfuerzos por mantener distancia. Se veía tan cansado, aún tan agotado por el maldito virus que yo misma le había contagiado. No quería despertarlo, pero, como era de esperarse, mi pecho empezó a picarme hasta que no pude contener los espasmos de tos que me sacudieron. Se despertó de golpe, con una expresión sorprendida, hasta que sus ojos encontraron los míos y una sonrisa cálida y adormilada fue extendiéndose lentamente en su rostro. —¿Oh, el joven que estuvo aquí ayer? Me temo que la jefa de enfermeras lo echó, querida —explica—. Solo se permite que la familia pase la noche en cuidados intensivos. —¿Familia? ¡Él es mi familia, carajo! —niego con la cabeza, intentando despejar la niebla mental, y ella me entrega mi teléfono. —¿Quieres llamarlo? Lo tomo, presionando torpemente el botón de inicio con el pulgar mientras ella se ocupa de mi suero. —¡No me drogues! —la advierto, porque Dios sabe que pronto volveré a dormirme. Mi energía aún se agota rápido. Con suerte aguanto una hora antes de que me venza el sueño otra vez. Ella levanta las manos con las palmas hacia mí, con una media sonrisa en los labios. —Solo revisando tus líquidos, niñ... —¡Bella! —la corto con impaciencia. Cristo, odio los hospitales—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? —¿Aquí en la sala o en total? —En total. —Estuviste seis días en la UCI, y esta es tu tercera noche aquí en piso. Casi una semana y media... Se siente como si fueran solo un par de días. —Gracias —murmuro, distraída. La enfermera-te-trato-como-a-una-bebé solo me dedica una sonrisa exageradamente amplia antes de conectar una bolsa de cloruro de sodio a mi IV. Espero con impaciencia a que se vaya para abrir el teléfono. Hay un mensaje de Edward: Me echaron, nena. Estaré de vuelta a primera hora en la mañana. Me dan ganas de llorar. Casi lo hago. Y justo cuando voy a marcar su número, me detengo. Son casi las tres de la mañana. Sería egoísta despertarlo. Él necesita descansar tanto como yo. No estoy convencida de que la maldita enfermera no me haya metido un sedante en el suero, porque menos de veinte minutos después el agotamiento me vence otra vez. No aguanto ni dos más. Es de mañana cuando despierto de nuevo, esta vez sin pesadillas, por una mujer regordeta de mediana edad que deja caer con estrépito la bandeja del desayuno sobre la mesa ajustable. Cuando lo hace, algo cae y golpea mi pecho, y al estirar la mano lo recojo. Es una copia de bolsillo de Orgullo y prejuicio. Tengo esa sensación familiar de como si lo acabara de leer otra vez, cuando en realidad ha pasado casi dos años. —¿Con hambre, querida? —pregunta la misma mujer, notando que me ha despertado. —Sí —miento, con una sonrisa complaciente. Si he comido algo en los últimos días, no lo recuerdo. Ayer Edward me trajo maní cubierto de chocolate, la cosa que más me gusta comer en el mundo, pero ni siquiera eso logró revivirme el apetito. Tomo el té. Es lo único que puedo tolerar sin sentir náuseas, y menos de una hora después tomo la primera de las múltiples siestas del día. Digo «siestas» como si fuera algo voluntario, pero en realidad no tengo opción. Mi cuerpo duerme quiera o no. Me despierta un médico aproximadamente una hora después. Se sienta en mi cama, con una sonrisa cálida pero cansada que se forma de manera natural en sus labios. Nos conocemos bastante bien. Es un especialista pulmonar de alto nivel en la zona y suele rotar entre el RPA, St Vincent y Westmead. El pronóstico: aún no voy a salir de aquí; al menos no por otra semana. Mi función pulmonar está entre el 65 % y el 70 %, y no me dejarán ir hasta que vuelva a estar por encima de noventa, algo que me hace dar ganas de sollozar, a pesar de que ya lo esperaba. No estoy en negación. Sé que estoy demasiado enferma como para ir a ningún lado en este momento. Repasa conmigo todos mis resultados. Sabe que no necesita usar términos simples conmigo. Entiendo perfectamente toda la jerga médica que está usando. Por el amor de Dios, la he escuchado toda mi vida. Después de revisar mi función pulmonar y niveles de hemoglobina, empieza a explicarme los resultados de toxicología. Es entonces cuando lo interrumpo. —¿Toxicología…? —Es la primera vez que lo oigo y me siento confundida—. Espera… ¿me hicieron un test de drogas? Hace una pausa y se aclara la garganta sutilmente, desviando la mirada por un instante. —Sí, es correcto. —¿Qué estaban buscando? —Fuiste admitida como un posible intento de suicidio —confiesa finalmente, volviendo a aclararse la garganta y ajustándose los lentes sin marco sobre el puente de la nariz. Abro la boca para hablar, pero no me sale nada. No tengo idea de cómo llegué al hospital. No tengo recuerdos. Quiero decir que fue Edward quien me encontró, pero… ¿intento de suicidio? —¿Quién… quién sospechó eso? —pregunto con la voz casi quebrada. —Creo que fue tu… ¿compañero de casa? —me responde, alzando las cejas. —¿Mi compañero de casa? —repito, en blanco—. ¿Ese compañero… era hombre? —Creo que sí, lo era. —¡Dios mío! ¡¿Cómo pudo pensar eso?! —exclamo, sin dirigirme a nadie en particular, y mucho menos al doctor, pero aun así él responde. —Resultó ser una bendición disfrazada, porque eso te obligó a expulsar mucho esputo que despejó tus vías respiratorias. Solo lo miro, intentando asimilar lo que acaba de decir. ¿Una bendición? ¿Pensó que intenté matarme y eso fue una bendición? Mi mente comienza a correr más rápido que yo, tratando de entender, pero no logro pensar con claridad estando así de débil. Lo único que consigo es sentirme mareada y aturdida. —¿Pensó que me había sobredosificado? —susurro, dejándome caer contra la almohada. La almohada que Edward trajo de casa. —Supongo que sí —responde el doctor en voz baja. —No confía en mí… —murmuro, y no es por incredulidad, sino por decepción, porque pensé que ya habíamos superado ese último obstáculo. Pero no lo hemos hecho. Eso ahora está más que claro. Edward no confía en mí, y al darme cuenta, me echo a llorar. Por supuesto, llorar desata una serie de complicaciones. No solo se me llenan los ojos de lágrimas, sino todo lo demás, y muy pronto empiezo a ahogarme. Es entonces cuando el doctor me inyecta otra ronda de inconsciencia involuntaria. Estoy inconsciente por un buen par de horas y, cuando despierto, Edward está sentado en una silla junto a mi cama. Llevo puesta de nuevo la maldita cánula nasal y sé que no puedo quitármela; no sin provocarle un infarto a mi guapo. En cuanto nuestras miradas se encuentran, él sonríe, y a pesar de que está recién afeitado y huele condenadamente bien, está hecho un desastre. Se ve demacrado y consumido, como si no hubiera comido en semanas. Es evidente ahora cuánto lo ha afectado mi más reciente encuentro cercano con la muerte. Sus ojos no solo están desbordados de miedo, sino también de dolor, y junto con ese tono tan intenso suyo, casi parece alarmado. Se pone de pie y se inclina sobre mí para presionar sus labios suavemente contra mi frente. Por un momento, me envuelve el aroma embriagador de su cuerpo. Casi logra distraerme por completo del dolor con el que desperté en el pecho. Casi… No estoy en condiciones de siquiera pensar en contener mis emociones, y las lágrimas frescas empiezan a arderme detrás de los ojos antes de que siquiera sea consciente de ellas. Con una mano me las seco torpemente, mientras con la otra rompo la mirada de Edward para buscar el control que me permita inclinar la cama. Él me lo entrega, con los ojos fijos en los míos, cada vez más llenos de preocupación. —Hey… —dice, acunando mi mejilla con la palma—. ¿Qué pasa, nena? —Su tono está impregnado de ternura, y eso solo lo empeora todo. —Edward… —logro articular antes de detenerme para toser flema y lo que sea que empiece a escurrirme por la garganta—, tú… tú pensaste que… me había sobredosificado. —Es una afirmación. No me molesto en preguntar, y su expresión por sí sola es prueba suficiente. Su ceño se frunce con fuerza apenas unos segundos antes de que sus ojos se aparten de los míos y caigan al suelo. Respira hondo, con los hombros hundidos por la culpa. —Lo siento, Bella —dice suavemente, en su defensa. Sacudo la cabeza de inmediato. No era mi intención hacerlo sentir culpable, sino entender por qué. Así que le lanzo esa única palabra en un susurro apenas audible, seguida de nuevas lágrimas que se derraman silenciosas por mi rostro. Sus ojos regresan a los míos, ahora llenos de ansiedad. —Lo siento, nena. Yo… vi el frasco vacío y… todo pasó tan rápido. Solo quería llevarte a que te ayudaran. Lo siento… —repite, y lo dice en serio. Si su tono no fuera prueba suficiente, la súplica en sus ojos lo confirma. Vuelvo a negar con la cabeza, porque no quiero escuchar sus disculpas. —¿De verdad crees que sería capaz de eso? —le pregunto, y de verdad me aterra su respuesta… esa que nunca llega. Abre la boca para responder, pero la cierra enseguida. Su silencio dice mucho más. —Dios mío —sollozo, y casi de inmediato me quedo sin aire—. ¡Te dije que nunca lo haría de nuevo! —estallo. No tengo fuerzas para enfadarme con él, pero me duele hasta lo más profundo del alma que no pueda confiar en mí. —Lo sé —dice ansioso, dando un paso hacia atrás—. Yo solo… —Tú solo lo sientes —lo interrumpo—. Si no puedes confiar en mí, Edward, ¿entonces hacia dónde vamos desde aquí? En respuesta, baja la cabeza con una expresión completamente derrotada, y no puedo soportarlo. —¡Edward! —mi voz se eleva y luego se quiebra, y durante los siguientes dos minutos siento que voy a vomitar los pulmones. Edward reacciona de inmediato, ayudándome a sentarme por completo mientras me da palmadas en la espalda. Siento que los pulmones se me van a colapsar, y cuando llega la enfermera a ponerme la mascarilla del nebulizador en la cara, ya estoy casi inconsciente contra su pecho. Pero no lo suelto, no puedo. Me aferro a él, porque es lo único que me impide caer en el abismo que se abre debajo de mí. —No quiero alterarte, nena. Tal vez debería irme un rato para que descanses —murmura contra mi frente, una vez que por fin respiro con normalidad, pero estoy rindiéndome rápidamente al agotamiento. —Si te vas, te mato —respondo débilmente, apretando su camisa con los puños, incluso mientras mis fuerzas se desvanecen con cada respiración. —No voy a dejarte —responde en voz suave, distraída. —¿Edward…? —murmuro, cerrando los ojos, sintiendo cómo ya empiezo a irme otra vez. —¿Sí? —Yo… yo solo creo que no puedes con alguien como yo.
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)