ID de la obra: 1331

Vértigo

Het
R
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Tamaño:
planificada Mini, escritos 500 páginas, 166.876 palabras, 47 capítulos
Descripción:
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35

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Descargo de responsabilidad: Vertigo de Mr. G and Me, traducida con su permiso. Gracias a arrobale por su apoyo como prelectora. Aviso: la historia toca temas sensibles de salud mental — recuerda que siempre es importante buscar ayuda cuando se necesita. . Capítulo 35 Bella . Me encanta vivir con Edward. Me encanta su olor impregnado por toda mi casa, y ver su ropa en mi armario. Me encanta sentirlo presionado contra mi espalda cada noche mientras duermo, y lavar los platos con él después de cenar. Me encanta que todavía sea tan torpe e inseguro, y que se esfuerce tanto por mí. No sabía que era posible amar a alguien tanto, pero por más que lo amo, por más que la idea de perderlo me aterra más que cualquier otra cosa, sé que no soy buena para él mientras mi cabeza esté tan desordenada. Al mismo tiempo, mi maldito terapeuta tiene toda la razón. Edward tiene la capacidad de destrozarme estando yo en este estado. Solo con esa mirada acerada suya me arranca el corazón del pecho, y aún así me hace sentir demasiado; más de lo que puedo soportar la mayoría de los días. Y cada vez que estoy en esa montaña rusa emocional con él, empiezo a actuar de forma irracional. Tengo dos opciones: romper con él y perder lo que queda de mi corazón y mi alma, o dejar que vea todo de mí y que sea él quien decida si realmente quiere estar conmigo. Mi única alternativa es lo segundo, porque no pienso dejarlo ir; no por nada del mundo. Pero lo más importante es que recupere la confianza con él, hayamos tenido esa confianza antes o no. No puedo confiar en él cuando es evidente que él no confía en mí, y eso nos tiene atrapados en un limbo. Me dije a mí misma en los primeros días con él que si llegábamos a un año, estaríamos bien. En ese entonces realmente no creía que fuera posible, pero aquí estamos. Apenas recuerdo nuestro aniversario, y empiezo a preocuparme de que me esté convirtiendo en una alcohólica furiosa como mi madre. Una borracha como mi madre y una ninfómana como mi viejo. Carajo, como si necesitáramos más complicaciones. Desde mi primera cita de regreso, el Dr. Jenks ha estado sugiriendo que traiga a Edward conmigo. Al principio, fui desconfiada, segura de que se habían puesto de acuerdo para planear esto, hasta que tuve que recordarme que él fue el terapeuta de Edward primero. No puedo permitirme caer en la misma trampa de desconfianza que casi nos rompe antes. —No puedes esperar que Edward confíe plenamente en ti si tú no estás siendo completamente honesta con él —me dice en nuestra última sesión. —¡No le estoy mintiendo! —declaro de inmediato, acomodándome incómoda en el rígido sillón chesterfield, ofendida de que sugiera algo así. Suelta un breve suspiro exasperado. —No se trata de mentir, ni siquiera de negarte a compartir partes de tu pasado con él. Se trata de mantenerlo deliberadamente a distancia a pesar de saber que eso será perjudicial para la relación. Niego con la cabeza, decidida. —Le conté muchas cosas de mi pasado. Un montón, y lo único que logré fue convencerlo de que estaba más jodida que antes. ¡Creyó que había tenido una sobredosis… carajo! —Estoy al tanto de eso —dice con paciencia—. Pero resultó ser… —¡Ese no es el punto! —lo interrumpo. Sí, si Edward no hubiera pensado que me había sobredosificado, no me habría hecho vomitar, y probablemente me habría asfixiado, pero aun así… —Bella… —usa ese tono excesivamente paciente y ligeramente condescendiente otra vez—. ¿Cómo crees que se siente él al saber que te estás cerrando deliberadamente a él? —Es que… no quiero que piense eso de mí. Que no soy hermosa. De cualquier otra persona más no me importaría, ¡pero de él no! —Dudo que haya pensado eso de ti por lo que le revelaste. Es más probable que fuera porque fue algo repentino e inesperado, después de meses dándole muy poco —señala con calma. —No fue planeado, créeme. —Nadie dice que tengas que contarle todo lo que sientes en cada momento, pero sí debes mantener abierta esa línea de comunicación con él. —¿Qué sugieres? —cedo, resoplando frustrada. —Simplemente dile cuando estás teniendo un mal día. —Solía hacerlo, todo el maldito tiempo, pero nunca era suficiente para él. Siempre me atosigaba con preguntas, luego le solté todo y de inmediato creyó que quería suicidarme. —Cerrarte ahora no va a disipar esas preocupaciones que tiene. —¡Lo sé! —declaro con impaciencia—. Es que… él se preocupa demasiado, ¿y sabes cómo me mira? Niega con la cabeza, con una leve sonrisa asomando en los labios. —Como si lo hubiera alcanzado la maldita flecha de Cupido. Carajo, a veces creo que el que está loco es él. —No puedes culparlo por amarte, Bella —responde, como si intentara ocultar su diversión. —Pero no lo entiendo. ¿Por qué yo? —¿Y por qué él? —retruca. —¿Lo has visto? —arqueo una ceja para enfatizar. —Eso es muy superficial. Encogo un hombro. —Soy humana, y él es condenadamente guapo. —No creo ni por un segundo que eso sea lo único que ves en él. —Claro que no. Es el hombre más dulce del mundo, y con todo ese dolor que carga… Carajo, me despierta un instinto maternal, lo cual es irónico considerando que soy más estéril que la península arábiga. —Siempre está la opción de la subrogación. —Lo sé. —Suspiré. —Además de guapo y dulce, ¿qué más sientes por él? —Inclina la cabeza y apoya la punta del bolígrafo contra su sien. Apoyo la frente en la palma y me froto la piel con fuerza. —No sé… Muchas veces no tiene sentido para mí. Me tomó mucho tiempo darme cuenta siquiera de que estaba enamorada de él. —Porque reprimiste tus emociones hasta dejarlas dormidas. —No jodas, Sherlock. —¿Eres así con él? —¿Así cómo? —lo desafío. —Combativa, difícil… —¿Te refieres a ser yo misma? Sonríe con picardía. —Sí. —Supongo. Quiero decir, siempre me dice que le doy dolor de cabeza. Exhala con fuerza por la nariz, como si fuera a reír. —Si Edward te pidiera matrimonio, ¿aceptarías? —Por supuesto que sí, carajo. No pienso dejarlo escapar ahora. —¿Eso es lo que te preocupa? ¿Revelar demasiado sobre ti y perderlo? —¿Acaso no es eso lo que todos temen? —le devuelvo. —Es cierto. —Es que… necesito que confíe en mí. No soporto que piense mal de mí. Me vuelve loca. ¡Lo odio! —Claro que lo harías. Es comprensible. —Y no es solo eso… —añado en voz baja, mientras mis pensamientos comienzan a divagar. —¿No es solo qué? —se inclina hacia delante en su silla, visiblemente curioso. —A veces, cuando lo miro, solo veo la peor decisión que tomé en mi vida. Me preocupa mucho que un día simplemente sea excesivo para mí. —No estoy seguro de a qué te refieres, Bella —dice, confundido, y lo miro justo cuando me cae el veinte. —Carajo, es verdad, nunca te lo conté… —¿Te gustaría contármelo ahora? Niego de inmediato con la cabeza. —No. —¿Ayudaría si Edward estuviera contigo? —Carajo, ¡no! Además, ya se lo dije. Se enojó conmigo. —¿Lo has hablado con él desde entonces? —No. —Porque se enojaría contigo —no es una pregunta, es una afirmación. —Se enojó, y ya de por sí se preocupa demasiado, carajo. —Si tiene que ver con él, deberías ser más abierta con él. —¡No tiene nada que ver con él! ¡Es todo culpa mía! —exclamo con demasiada pasión, porque ni muerta le echaría eso encima. —Bella, tienes que entender que tu renuencia a incluirlo eventualmente va a levantar una barrera entre ustedes dos. —Por supuesto que sí. Eventualmente se dará cuenta de todas esas malditas chicas que babean por él, y decidirá que soy demasiado problema. Es inevitable, pero por ahora lo mantengo conmigo. Niega con la cabeza como si yo fuera una tragedia griega. —Con tus acciones solo estás acelerando ese desenlace. Suelto un bufido. —Considerando que soy la única chica a la que le deja que lo toque, creo que estará pegado a mí por un buen rato. —¿Eso crees que es lo único que lo mantiene contigo? —Eso y que claramente está bajo algún tipo de hechizo de amor. —Bella… —Suspira como si estuviera diciendo tonterías; que lo estoy—. Estás al tanto del trauma en la infancia de Edward. Es evidente que se siente atraído hacia ti porque no necesita explicarse ni justificarse contigo. —Solo estoy aumentando ese trauma. Lo veo todos los malditos días, lo que le estoy haciendo —confieso, y me duele más de lo que puedo soportar decirlo en voz alta. —No tiene que ser así. —¡No sé de qué otra forma hacerlo! —exclamo, con la voz quebrada. Me doy la vuelta apresuradamente y carraspeo. —Necesitas terapia con él, o ese desenlace del que estás tan convencida será inevitable. Y en ese caso, tú y yo sabemos que no lo vas a soportar. Y así es como llego hasta aquí. Romper con Edward o esperar a que él termine conmigo. Eso es lo que finalmente me convence, porque el Dr. Jenks tiene razón. A duras penas sobreviví a la muerte de mi familia, pero sé con absoluta certeza que no sobreviviré si pierdo a Edward. Él ha hecho algo en mí que jamás pensé que fuera posible. Me devolvió la vida, y no puedo arriesgarme a perderlo, a pesar de saber, en el fondo, que ese es el destino que nos espera. A menos que haga algo al respecto. Edward me espera después de mi sesión, como todos los jueves. En el momento en que empujo las puertas dobles de la clínica para salir a la calle, ahí está, con esa sonrisa luminosa extendida en su rostro apuesto. Se la devuelvo de forma inconsciente, y cuando se acerca, me pongo de puntas y le rodeo el cuello con los brazos. —Hola, guapo —lo saludo, deslizando los labios y la nariz por el costado de su cuello, inhalando ese aroma ridículamente seductor que tiene. —Hola, nena —responde, con la voz suave y tan preocupada como ha estado la mayoría de los días desde que salí del hospital. Me aparto y lo beso, una y otra vez, y como siempre, es él quien se aleja primero. —¿Cómo te fue? —pregunta, aclarándose la garganta con discreción mientras se le sonrojan las mejillas. —Lo de siempre —respondo con indiferencia, limpiándole el labial de la boca—. ¿Dónde quieres comer? —¿De qué tienes antojo? —devuelve la pregunta, porque es un maldito caballero. —¿Maccas? —Lo miro alzando las cejas. Una leve sonrisa tira de sus labios. —¿Segura? —Segurísima. —Entonces vamos —dice, y tomándome de la mano me guía hacia Pitt Street. Elegí McDonald's por una sola razón, y solo una: estará lleno y será ruidoso. Nadie escuchará nuestra conversación, y probablemente tampoco les importe si lo hacen. Los malditos restaurantes caros a los que a Edward le gusta llevarme cada jueves me sacan de quicio. Sofocantes, elegantes y llenos de imbéciles pretenciosos. Imbéciles pretenciosos que a menudo nos reconocen. Al menos reconocen quiénes fueron nuestros padres, mientras fingen no estar escuchando cada palabra que decimos. No sé por qué insiste en llevarme a lugares tan incongruentes con quienes somos los dos, y muchas veces, el guapo parece aún más incómodo que yo. Supongo que las viejas costumbres no mueren fácilmente. Claro que podría esperar a llegar a casa para decírselo, pero hablar suele ser lo último que tengo en mente cuando se pone pijama… si es que se pone. Casi siempre duerme solo con sus bóxer Bonds, y por eso no hablamos muy seguido. Aunque eso, claro, generalmente tiene una intención de mi parte. —Entonces… —empiezo con reticencia, sacando una papa frita del pequeño sobre de papel y masticándola pensativamente—, he estado cerrándome otra vez contigo. Se detiene a mitad de un mordisco a su Big Mac, y clava en mí esa mirada intensa con toda seriedad. No dice nada, es evidente que está esperando que continúe. —Lo sé —suspiro, respondiendo a las preguntas que sus ojos me lanzan sin necesidad de palabras—. No es mi intención, Edward. De verdad que no. —Lo sé —dice, con una voz suave y cargada de comprensión, porque ese es el maldito problema. Es demasiado comprensivo. Podría pasarle por encima si quisiera, pero jamás lo aprovecharía, y me odio solo por pensar en la posibilidad. —Es solo que… no quiero que pienses… —Suelto un resoplido exasperado y abandono la frase a medio camino. —Dímelo, Bella. Por favor —su tono es suplicante y hay un leve tinte de desesperación, y me siento una verdadera perra. —¡No quiero que pienses que soy una jodida loca suicida si te cuento más! —digo, con más dureza de la que debería, atrayendo la atención de un grupo de colegialas a nuestro lado. Se ríen como tontas y yo las callo enseguida con una sonrisa sarcástica. Cuando vuelvo a mirar a Edward, tiene la cabeza inclinada sobre una mano extendida, con los dedos presionando el nacimiento del cabello. Levanta la vista hacia mí, de pronto con una expresión cansada. —Nena, ¿cuántas veces tengo que decirte…? —Mil veces, y aun así no te voy a creer —lo interrumpo antes de que termine. Suspira de nuevo como si lo estuviera agotando. Y debería estarlo. Tiendo a causar ese efecto en la gente, y el guapo ha estado conmigo más tiempo que todos los demás. —¿Qué puedo hacer para convencerte? Sus ojos… Cristo, a veces me pregunto cómo pueden contener tanto dolor, intensidad e intimidación al mismo tiempo. —Bella… —me llama, trayéndome de vuelta de mis pensamientos. —Voy a dejar que vengas —cedo con una vocecita, porque si no lo digo ya, no lo diré nunca. —¿Venir…? —repite, confundido. —A ver al Dr. Jenks conmigo —respondo, con más impaciencia de la que pretendía, pero no va dirigida a él. Traga con dificultad mientras su expresión se vuelve cautelosa. —¿Estás segura? —No —resoplo con amargura—, pero esto no va a terminar bien para nosotros si no hago algo, y no pienso perderte a ti también. Su expresión se vuelve tierna, y esos ojos suyos se multiplican con esa ternura. —Nunca me vas a perder —me promete, y ojalá pudiera creerle. —¿Por qué no? Si ya perdí a todos los demás —confieso, con la voz temblorosa, al borde de las lágrimas. De inmediato se inclina hacia mí y toma ambas manos entre las suyas. —Yo no soy todos los demás —dice con firmeza, y, carajo, estoy a punto de desmoronarme en medio de un McDonald's, frente a dos docenas de turistas japoneses y un grupo de chicas que están desnudando mentalmente a mi novio a dos pasos de distancia. —¿Podemos irnos? —le suplico, y él se pone de pie al instante, atrayéndome contra el calor de su pecho mientras me guía de nuevo hacia la calle. —¿Quieres ir a casa? —murmura contra mi cabello, presionando los labios contra un costado de mi frente. Asiento, aferrándome a él por un momento, antes de soltarme por completo. —Está bien —inhalo profundamente, tragándome las lágrimas. No dice mucho en el camino a casa. Es como si temiera que cualquier palabra de más rompiera el hechizo que me ha vuelto tan dócil, pero hay un alivio claro en él. Se nota en la forma en que relaja los hombros, en sus largos dedos que envuelven el volante con naturalidad, y en esa sonrisa lánguida que se dibuja inconscientemente en su rostro mientras conduce. Vuelvo a preguntarme qué clase de hechizo llevaba el arco de Cupido para hacer que alguien como él se apegara tanto a alguien como yo. Debo ser la peor novia del mundo, pero él se ha mantenido firme como una roca. Nos duchamos juntos, y me dejo puestos los tacones porque necesito descomprimirme en serio, y él está tan relajado contra mí que parece casi líquido. Y eso a pesar de que su cuerpo es una barra de músculos tensos, hierro puro, que se clavan en mí una y otra vez hasta que estoy segura de que mis omóplatos van a marcar los azulejos. —Tienes que prometerme algo, guapo —le digo después, con las manos enredadas en su cabello mojado, una pierna enroscada en sus caderas, y la cabeza dándome vueltas mientras las últimas oleadas de placer se desvanecen lentamente. Tiene la cabeza caída hacia adelante, el rostro apoyado contra la curva de mi cuello mientras jadea, y cada latido pesado de su corazón retumba en mí como un boomerang. —Lo que sea… —susurra contra mi piel, aún intentando recobrar el aliento. —Pase lo que pase, no puedes perder la fe en mí —digo en serio, porque esa es mi única condición. Levanta la cabeza, sus ojos se encuentran con los míos, y aunque todavía están nublados por el eco de su reciente clímax, también hay tormento en ellos. —Lo prometo. Suena tan malditamente sincero, pero no consigo creerle del todo. Los hechos pesan más que las palabras, y todo eso. Supongo que no tengo más opción que esperar y ver cómo reacciona, porque todo va a salir. Todo. Mi pasado pasa a segundo plano frente a Edward. Es inevitable, y ya lo he postergado bastante. Llamo a la recepcionista del Dr. Jenks por la mañana y consigo una cita de emergencia. No puedo esperar hasta el lunes, o voy a estallar. Después de hablar con ella, nos agenda a Edward y a mí para las cinco y media. Estoy hecha un desastre y Edward se ve tan nervioso que casi me da risa. Si pudiera reírme. El Dr. Jenks parece sinceramente aliviado de ver a Edward conmigo, y cuando nos llama a su consultorio lo hace con una amplia sonrisa. Le estrecha la mano a Edward y posa una mano empática sobre mi hombro antes de que los dos nos sentemos frente a él en los mismos sillones tan duros e incómodos como parecen. El doctor se acomoda frente a nosotros, con un bolígrafo y un bloc de notas en la mano. Su mirada se posa primero en mí, cálida y comprensiva. —Has tomado la decisión correcta, Bella —dice, asintiendo una sola vez. —¿Ves? Sí te escucho —respondo con ironía. Sus labios se curvan en una sonrisa fugaz antes de que su expresión habitual, más serena, vuelva a instalarse. —¿Dónde te gustaría comenzar? —¿Existe más de un punto de partida? —replico con sequedad. Inclina la cabeza levemente. —¿Te gustaría hablar de lo que terminamos ayer? Encogo un hombro con brusquedad. —Edward ya sabe eso —le recuerdo. —¿Qué sé? —pregunta Edward con voz cautelosa. —Strip poker —me giro hacia él para explicarle, al ver cómo frunce el ceño. —Sí, lo sé —dice en voz baja. —Bella mencionó que fue algo muy significativo para ella, así que creo que vale la pena explorarlo —añade el Dr. Jenks. —Depende de Bella —responde Edward, y ya suena incómodo. —¿Bella? —me llama el doctor. Niego con la cabeza, frustrada ya desde el inicio. —No tiene sentido. —Considerando tu reacción, yo diría que sí lo tiene —replica él. —Es solo que… me equivoqué con Edward, ¡y yo nunca me equivoco con nadie! Y no fue solo una equivocación, ¡me equivoqué completamente! —Nena, todos se equivocaron conmigo —intenta calmarme Edward, pero es inútil. —¿Podrías explicarlo mejor, Bella? —interviene el Dr. Jenks. —Lo conocí en la secundaria —suelto de golpe—. Me invitó a salir el día que mi familia… Le mentí porque pensé que era un maldito mujeriego que solo quería meterse en mis bragas. —¿Edward te invitó a salir la noche del accidente? —aclara él. Asiento. —Le mentí y le dije que tenía que ir a la final de natación de Charlie. —Bella… —la voz suave y angustiada de Edward me interrumpe—. No podías saberlo. Niego con la cabeza, descartándolo por completo. —¡Me equivoqué tanto contigo! —insisto—. Fue como si el maldito universo hubiera preparado todo y yo hubiera sido quien presionó el botón de lanzamiento, y a veces, cuando te miro, ¡eso es todo lo que veo! Él solo me observa, y su expresión se vuelve tan atormentada que empiezo a arrepentirme de todo esto. —¿Cómo habría provocado el accidente que fueras a ver a tu hermano nadar, Bella? —pregunta el Dr. Jenks, sacándome de la mirada de Edward. Le explico lo que pasó en McDonald's, cómo olvidé mi cartera y eso obligó a mi papá a regresar a buscarla, y de inmediato lo comprende. —Bella —dice, con voz tranquila pero cargada de preocupación—, ¿de verdad crees que una sola decisión tuya selló el destino de tu familia? —¡Por supuesto que sí! —declaro, porque siempre lo he creído. —¿Es tu culpa y no la del conductor del camión que iba a exceso de velocidad? —me lanza, con un tono escéptico que deja claro lo irracional que le parece, pero no me afecta. —¡Si hubiera salido con Edward cuando me invitó, nada de eso habría pasado! —exclamo, sintiendo las lágrimas subir por la garganta, rompiéndome la voz. Y me vuelvo a preguntar por qué demonios pensé que esto era una buena idea. Una buena idea con Edward sentado justo a mi lado. Él me toma la mano, y cuando nuestras miradas se cruzan, niega con la cabeza. Creo que intenta tranquilizarme, pero lo único que veo es ese mismo dolor de siempre, tan arraigado en él. —Bella, ¿alguna vez has oído hablar del efecto mariposa? —pregunta el Dr. Jenks. Me giro hacia él, luchando por contener el tsunami emocional que se aproxima. —Agita sus alas en México y provoca un huracán en China —respondo, con voz quebrada. —Correcto. Hay más de seis mil millones de personas en este mundo y un universo infinito. Eres solo una persona. Es absurdo culparte por lo que ocurrió. —Si no hubiera ido, nada habría pasado. Y Sammy… Sammy solo fue porque supo que yo iba. —Las lágrimas finalmente se desbordan por mi rostro y no puedo detenerlas. —Bella, yo… yo tenía que ir —dice Edward, y ahora su voz también está cargada de dolor. Me giro hacia él, sin entender. —Emmett y yo —aclara—. Ambos llegamos a la final, pero nos graduábamos, era nuestro cumpleaños y teníamos otros planes. ¿Y si hubiéramos ido? Niego con la cabeza, completamente perdida. —Eso es correcto, Bella —añade el Dr. Jenks, captando claramente su punto—. Si Edward y su hermano hubieran asistido, los dos chicos que ocuparon su lugar no lo habrían hecho, y todo habría cambiado. ¿Entonces es culpa de Edward que tu familia muriera? —¡Claro que no! —respondo, molesta por lo ridículo de la sugerencia—. El factor común soy yo, ¡no Edward! —¿Hubo salidas en falso? —Edward continúa, captando mi atención otra vez. —¿Qué? —digo, desconcertada, secándome los ojos torpemente—. Yo… no lo sé. —Siempre hay —insiste, y la vena en su frente está tan marcada que me dan ganas de alisársela con los dedos. —Las salidas en falso agregan tiempo —el doctor desarrolla la idea de Edward, y me frustra que él lo entienda y yo no—. Si uno de esos chicos no hubiera salido en falso, habrían salido antes. Carajo, empiezo a entenderlo, pero no puedo aceptarlo, porque fue una decisión enorme, ir y luego hacer que mi padre regresara; ponerlo en la carretera justo en ese momento. —Bella, si es tu culpa, entonces es culpa de cada persona en el planeta —dice el Dr. Jenks, suavizando el tono—. Si insistes en que es tu culpa por ir, entonces también es culpa de Edward y su hermano por no ir. Así de ilógica es tu forma de pensar. —¡No lo es! —reviento, terca, porque ya sé qué están haciendo y me niego a jugar su juego—. Supe esa noche, en mi auto, que me había equivocado contigo, Edward —confieso, girándome hacia él. —No importa, nena —dice él, negando con la cabeza, con una voz demasiado dulce; demasiado herida. —¡Sí importa! —alzo la voz, viéndolo encogerse sutilmente—. Acepté salir contigo por una sola razón. Necesitaba confirmar que eras el imbécil que creía. Te invité a mi casa esa noche para tentarte deliberadamente. Todo porque necesitaba calmar mi conciencia. Pero no lo eras, estabas tan… t-tan roto. ¿Cómo pude equivocarme tanto contigo? —empiezo a divagar; las palabras se escapan de mis labios tan fácil como las lágrimas que las acompañan. —Bella… —me llama Edward, frunciendo el ceño profundamente mientras posa una mano en mi mejilla—. Yo también me equivoqué contigo. Si hubiera tenido el valor de dejarte conocerme, habrías aceptado salir conmigo. Estaba enamorado de ti desde el día en que te vi en la oficina. Perdí tres años porque fui un maldito cobarde. El Dr. Jenks tiene razón. Si yo hubiera hecho una sola cosa diferente, tú no habrías creído esos rumores sobre mí. Habrías salido conmigo. Me detengo, preparándome casi por instinto ante el desgarramiento que le he abierto a mi corazón. Es tan implacable que me roba el aliento, recordándome por qué pasé la última década haciendo todo lo posible por mantenerlo a raya. Por negarlo. —E-estoy completamente sola —sollozo, interrumpida por los espasmos violentos de mi pecho—. Eres todo lo que tengo. —Tú eres todo lo que tengo —su voz se quiebra junto con la mía—. Si vas a culparte por lo que pasó, entonces yo me quedo con la mitad de la culpa.
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