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22 de octubre de 2025, 10:39
Descargo de responsabilidad: Vertigo de Mr. G and Me, traducida con su permiso. Gracias a arrobale por su apoyo como prelectora. Aviso: la historia toca temas sensibles de salud mental — recuerda que siempre es importante buscar ayuda cuando se necesita.
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Capítulo 37
Bella
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El aniversario de la muerte de mi familia pasó envuelto en la niebla del duelo. También pasó el cumpleaños del guapo. Ya tiene veintinueve; a veces cuesta creerlo, pero sí.
He renunciado a los remordimientos. El remordimiento de haber llevado a Edward con el terapeuta, o de haberle permitido, una vez más, verme hecha pedazos. La aceptación es mucho más fácil de todas formas; tan fácil como caer. Al menos así fue al principio, y luego se volvió difícil.
Difícil.
Carajo, ojalá hubiera sido simplemente difícil, pero fue mucho peor. Fue devastador. Fue un dolor tan abrumador que ahora entiendo por qué me encogí ante él. Por qué huí de él.
Al final, fue tan inútil como correr de mi propia sombra.
Tenía que dejar de huir eventualmente; era inevitable. Dejé de huir por Edward, y lo demás simplemente siguió. El destino, al parecer, nunca ha sido mi amigo.
Dormí mucho en los días que siguieron. Es una buena vía de escape; el mecanismo de defensa natural del cuerpo. Estaba segura de que no sobreviviría a ese dolor espantoso que se me había incrustado en el corazón. Las lágrimas lo hacían un poco más llevadero, pero el dolor siempre estaba ahí. Se hacía presente en el instante en que abría los ojos por la mañana, y era lo último que sentía antes de cerrarlos por la noche. Me cubría con pesadez, opresivo, como una nube de tormenta constante que tapaba el sol.
Dicen que el tiempo lo cura todo, y no diría que sea del todo cierto; solo lo vuelve más llevadero. El tiempo también te hace más fuerte, más resistente, más firme.
Cada día, uno a la vez y a un ritmo condenadamente lento, las nubes comenzaron a abrirse y el dolor empezó a disiparse. Nunca se fue por completo, simplemente aprendí a archivarlo en lo más profundo de mi corazón, donde ya no podrá tener poder sobre mí. Lo sacaré en aniversarios, cumpleaños y fechas así. No estoy segura de tener opción, pero necesitaba guardarlo por pura necesidad.
La vida sigue, y tus instintos más básicos siempre te empujan a seguirla. Así que la seguí, al principio a regañadientes, y pronto volví a ver al guapo, y luego me descubrí queriendo seguirlo; queriendo seguirlo a él.
Después llegó mi cumpleaños. Veintisiete. Carajo, estoy envejeciendo. Edward me regaló un relicario dorado en forma de corazón. Dentro tenía una pequeña foto de los chicos de un lado y de mi madre del otro. Lloré muchísimo, maldita sea, y le dije que si algún día pensaba en dejarme, lo mataría. Me prometió otra vez, con esa voz suya tan profunda, grave y áspera, que se va a quedar conmigo.
Estoy empezando a creerle.
Pronto fue Navidad, y visité sus tumbas. Nunca lo había hecho… nunca. Llevé flores, me quedé mirando sus nombres grabados en piedra, me dejé consumir por la autocompasión por un momento, y luego lloré. Hice todas las cosas que se supone que uno debe hacer, pero odié cada segundo, y no veía la hora de irme. Si me ponía a pensar demasiado en el hecho de que todos están ahí debajo, muertos y descomponiéndose, me darían náuseas.
Carajo, ya he vomitado suficiente este año.
Finalmente llegó Año Nuevo. Este año fue tranquilo; solo yo, el guapo y Oppa. Me puse bastante entonada y logré meter al señor Ojos Intensos en la cama dos veces, y luego vimos los fuegos artificiales desde el balcón trasero. Edward me susurró al oído que me ama, y abrí la boca para decirle que era adorable, pero se me adelantó. Ya me conoce demasiado, maldita sea.
—Este año estaré mejor. Nada más de traumas —le prometí, girando la cabeza para posar los labios en su garganta y aspirar su aroma. Estaba detrás de mí; mi espalda descansaba contra su pecho, sus brazos envueltos alrededor de mis hombros, y volvió a sorprenderme lo segura que me hace sentir.
—Te voy a amar sin importar qué —me respondió, inclinándose para susurrarlo en mi oído, y antes de darme cuenta ya estaba llorando.
De verdad tengo al novio más increíble del mundo, y no estoy segura de qué hice para merecerlo.
Tal vez, después de todo, el destino sí es mi amigo.
El 2018 fue el peor y el mejor año de mi vida, pero me alegra verlo terminar. Incluso siento una especie de expectativa por lo que viene. Nunca me había sentido así antes. Siempre recibí el Año Nuevo con una sensación de angustia. Pero no este año, porque el melodrama de Isabella Swan finalmente ha terminado.
Gracias al bendito Cristo.
*V*
Los dos tenemos libre todo el mes de enero. Edward está en receso escolar y mi jefe me dio una buena dosis de licencia por lástima. Solo puedo imaginarme que Edward lo puso al tanto, pero esta vez no me molestó tanto. Estar en casa todo el día con el guapo es una muy buena compensación por estar en la ruina. Solo se afeita una vez por semana cuando está de vacaciones, y carajo… Si no lo hubiera visto con mis propios ojos docenas de veces, no creería que es posible que se vuelva aún más atractivo.
—Vámonos a algún lado… —murmura contra mi frente un domingo perezoso, una semana después de Año Nuevo. Estamos en la cama, por supuesto; aún tenemos mucho que recuperar.
—¿A dónde? —pregunto estirándome con pereza y girándome para apoyar la cara contra el vello suave y algo húmedo de su pecho. Colonia Aramis, madera almizclada y sexo. Así huele siempre. Un afrodisíaco constante tras otro.
—¿Tailandia? —propone, y yo gimo mi oposición contra su piel.
Todavía no olvido el asqueroso caso de intoxicación que me dio allá, en unas vacaciones familiares fingidamente felices.
Él suspira y lo deja escapar con un leve murmullo pensativo.
—¿Bora Bora?
—Vivimos en el Pacífico, guapo. ¿Para qué gastar dinero en ver el mismo océano que veo cada mañana?
—¿Dónde quieres ir tú? —gira la cabeza hacia mí, y su barba de cinco días me roza deliciosamente la cara.
—A algún lugar frío. No veo nieve desde que tenía catorce.
Enero es cuando Sídney saca todo su arsenal para matarte. Si no son arañas o tiburones, es el maldito calor. Edward ya mató dos arañas de tela en embudo que cruzaron el patio trasero buscando pareja. Me niego a salir sin botas de goma durante el verano. Maldito país.
—La última vez que vi nieve, me estaba muriendo en las montañas —dice con ligereza, riéndose suavemente por la nariz.
—Y yo me estaba muriendo en el jodido RPA —respondo.
—Bella, Jesús… —Lo he perturbado.
Suelto un resoplido breve.
—Si no me río de esto, carajo, voy a llorar.
—No tiene gracia —dice en voz baja—. Cuando te encontré, pensé que estabas muerta.
—Lo sé. Pensaste que me había intentado matar.
Suelta un suspiro cargado y gime.
—Me estás jodiendo la cabeza —murmura.
—New York —decido, para sacarlo del tema. Prefiero a Edward relajado antes que melancólico, aunque el aspecto intenso le sienta condenadamente bien.
—Demasiado concurrido —responde—. Italia.
—Egipto.
—Demasiado… inestable —dice.
—Como nosotros.
Vuelve a suspirar, como si yo fuera la persona más exasperante del mundo. Sospecho que lo soy.
—Uluru.
Me apoyo en su pecho.
—¿Sabes el calor que hace allá? ¿Eres masoquista?
—Estoy saliendo contigo, ¿no? —se burla, inclinándome el mentón.
Hago un puchero.
—Eso no fue nada bonito.
Riendo, me pasa el codo por detrás del cuello y me atrae de nuevo hacia él, presionando sus labios ardientes contra mi sien.
—¿Vas a decidirte de una maldita vez?
—Hmm… —me lo pienso—. Francia.
—Allá están en plena revuelta —me informa, apoyando una mano detrás de la cabeza.
—¡Cristo! Entonces no sé.
—New Zelanda.
Inclino la cabeza y lo considero un momento. Nunca he ido.
—Seguro.
Nos vamos diez días después.
New Zelanda es preciosa. Hace fresco, con montañas nevadas por todas partes, y un océano más azul que el azul. Empezamos en la isla sur, en Queenstown, en el lago Wakatipu. Hago puenting desde el puente suspendido de Kawarau Gorge, con los Alpes del Sur detrás, mientras Edward me observa con cara de estar a punto de sufrir un aneurisma. No hay forma de convencerlo; se niega rotundamente. Pero qué subidón. Lo hago otra vez, y estaba lista para hacerlo una tercera cuando el guapo me sacó arrastras de ahí.
Remamos en kayak por el lago Manapouri, hacemos senderismo en los parques nacionales de Fiordland y Abel Tasman, y vamos a ver ballenas en Kaikoura. Edward se marea; aunque, bueno, el mar está bastante agitado. Por las noches nos alojamos en hoteles cinco estrellas porque el guapo tiene el privilegio de no tener que preocuparse por el dinero… así que no lo hace. Nunca mira etiquetas de precio, y muchas veces saca su tarjeta platino mientras yo me llevo la mano al pecho del susto. Tal vez nací entre el uno por ciento, pero he pasado la última década de mi vida muy lejos de eso.
No es como si Edward viviera como alguien que está cerca de ser un maldito multimillonario, además, y no se le nota al verlo. Es maestro de escuela -lo cual sigue siendo una de las cosas más extrañas del universo-, no usa ropa de diseñador, se corta el pelo en barberías, y bueno, vive conmigo en mi casita antigua, de una sola habitación, con patrimonio histórico (también conocido como «vieja»). Aunque ese reloj Franck Muller que tiene debe haber costado fácilmente cinco dígitos… tal vez seis. Fue un regalo de graduación de su abuelo, me dijo al principio, cuando solía burlarme de él por eso.
Nuestra siguiente parada es el Parque Nacional Aoraki, cerca de Christchurch. Los glaciares son increíbles y el aire tan limpio que casi no necesito el inhalador. Christchurch es hermosa, y recorremos la ciudad durante un par de días antes de ir al siguiente destino: Wellington, en la isla norte, y luego Rotorua. En el valle geotermal Whakarewarewa asistimos a una ceremonia tradicional de bienvenida maorí. Una mujer maorí arrastra a Edward para bailar y el pobre hombre está en agonía. Lo intenta, pero está tan tenso como una película de Hitchcock, y después se necesita mucho para calmarlo.
De hecho, hacemos bastante de eso: calmarnos. Nuestro mejor «calmarnos» hasta ahora. Nadie se imaginaría que el guapo alguna vez tuvo una aversión tan fuerte al encanto femenino. Se pone bastante aventurero conmigo, y rudo. Me gusta cuando se pone rudo. Bueno, tal vez «rudo» signifique algo un poco distinto en el diccionario de Edward, pero no voy a quejarme después de todo lo que le he hecho pasar.
Nuestra última parada antes de regresar a casa es la Bahía de las Islas.
Edward nos reservó en el hotel retiro Eagles Nest, y cuando llegamos me quedo parada en el vestíbulo que da a la bahía con la mandíbula colgando por los suelos. Va más allá de cinco estrellas; es una locura absoluta, pero considerando que Edward rara vez parece gastar su dinero y que esta es nuestra primera vacación juntos, se lo dejo pasar. Aun así, realmente se está pasando.
—Carajo, guapo, ¿cómo conseguiste siquiera una reserva? —le pregunto después de que recoge las llaves de nuestra villa privada y volvemos al auto rentado.
Sonríe para sí mismo y se inclina para responder:
—Mi apellido tiene bastante peso en algunos lugares.
Solo pongo los ojos en blanco mientras rodea mis hombros con su brazo y me atrae contra su costado.
Conducimos unos minutos hasta la villa que se encuentra sobre una línea de cresta rodeada de naturaleza. Hay un garaje al costado, y después de estacionar y tomar nuestras maletas, Edward me guía hacia la entrada.
—Abue solía venir aquí. Mucho. Y era muy generoso —añade mientras abre la puerta y la empuja para que yo entre primero.
—¿Has estado aquí antes? —pregunto, mirando alrededor. Es opulento, pero súper moderno. Contemporáneo; muy parecido a la casa de Edward.
—Una vez, cuando era niño —responde entrando detrás de mí y dejando las maletas sobre el piso de madera.
—Eagles Nest, entre siete estrellas y el cielo —leo en voz alta una tarjeta de presentación sobre la mesa del recibidor, antes de lanzarle una sonrisa sarcástica—. Oh, mira, tiene helipuerto, amor.
Carajo, de verdad lo tiene.
Edward sonríe ampliamente, conteniendo la risa.
—Basta.
La villa tiene tres habitaciones, cocina, lavandería, comedor y sala de estar que se abre a la terraza mediante una pared de puertas de vidrio. Fuera de la terraza hay una piscina infinita y un jacuzzi, pero la vista…
—¿Quieres nadar? —Edward se acerca por detrás y me susurra al oído—. Está climatizada.
—Mmm… —Me relajo contra él un momento y ladeo la cabeza para besarle debajo de la mandíbula—. ¿Sin traje de baño?
Su risa sale suave por la nariz y baja la cabeza para besarme el hombro descubierto.
—Está bien.
—¿Cómo estás? —me pregunta con demasiada cautela después de que tenemos un rapidito torpe en el jacuzzi. Ducha aparte, el sexo en el agua no es tan placentero como uno se imagina. Es incómodo, terminas irritado y con agua en los ojos.
Después nos pasamos a la piscina, por razones obvias, y mientras yo me cuelgo del borde mirando la bahía, Edward se me acerca por detrás y me rodea los hombros con los brazos.
—Estoy bien —digo en voz baja, ladeando la cabeza para darle espacio mientras me acaricia el cuello con la nariz. Estoy haciendo lo que me indicó mi terapeuta: mantener abierta la comunicación con él. Ni siquiera tengo que recordármelo ya. No tenía idea de lo liberador que puede ser el duelo; una vez superas el infierno inicial, claro. Edward lo sabe todo de mí ahora. Todo, y se quedó a mi lado.
—¿Quieres salir a caminar más tarde? —murmura contra mi piel, sus labios cálidos contrastando con el aire fresco de Nueva Zelanda.
—Claro —respondo, cerrando los ojos.
Carajo, en Eagles Nest puedes pedir un chef personal para que venga a tu villa y te cocine una comida cinco estrellas. Edward lo hace, y mientras el sol se pone sobre la bahía, cenamos venado con una copa de vino tinto del viñedo del lugar.
Después de cenar nos duchamos y compensamos el desastre del jacuzzi -otro par de tacones arruinados, maldita sea- y nos vestimos para salir a dar un paseo. El verano en Nueva Zelanda tiene temperaturas similares al invierno de Sídney, así que me pongo jeans y un cárdigan y dejo que Edward me lleve. Está todo tenso, su mano envuelta en la mía está sudada, y empiezo a preguntarme…
Un sendero de madera lleva desde la villa hasta una colina entre la vegetación, hacia un claro con mirador. Caminamos despacio, disfrutando del paisaje mientras el aire limpio y frío nos envuelve. Nunca he respirado mejor en mi vida, y casi considero preguntarle a Edward si deberíamos mudarnos aquí.
—¿Qué pasa, guapo? —le pregunto por fin cuando suelta mi mano para apoyarse en la baranda al borde del acantilado. Me pone algo nerviosa, así que le agarro la mano y lo alejo—. Aléjate de ahí antes de que me dé un infarto.
Él se vuelve hacia mí, y de pronto, ese niño que tan bien sabe ser me está mirando.
—Ya no puedo pedirte que me beses primero, nena…
—¿Eh? —digo, confundida—. ¿Qué…?
Y antes de poder decir otra palabra, se arrodilla de golpe.
—Carajo… —susurro, completamente en shock, creo. Pensé que estaba preparada para esto, pero claramente no lo estaba.
Saca una pequeña caja negra del bolsillo y, tras forcejear un poco para abrirla, me la muestra. Hay un diamante que debe tener por lo menos cuatro malditos quilates. Corte redondo, montado en una banda de oro blanco. Clásico, pero hermoso. Demasiado parecido al hombre que lo sostiene.
—¿Quieres casarte conmigo, Bella? —pregunta con una voz entrecortada, tan increíblemente dulce e insegura que, antes de darme cuenta, ya tengo lágrimas rodándome por las mejillas.
—¡Oh, Dios mío, Edward! —exclamo, asintiendo antes de poder pronunciar esa única palabra—. Sí.
Se pone de pie en un instante, y rodeándome la cintura, me levanta del suelo para besarme. Nos besamos y reímos como colegialas durante varios segundos, hasta que, como si recién se diera cuenta, Edward saca el anillo de la caja y lo desliza en mi dedo anular. Me queda perfecto, y al alzar la mirada desde el anillo, lo observo con sospecha.
—¿Cómo…?
—Alice —admite, sonriendo para sí antes de que termine la pregunta—. Ella robó este —pasa el dedo por el anillo de sello que llevo en la mano derecha desde que tenía ocho años- y lo mandó a medir.
—¿Cuándo?
—Un par de días antes de Navidad.
—¡Esa bruja! Me engañó completamente con su cara de póker —me río a medias. Alice y Jazz vinieron a cenar en Navidad y Alice no dio ni la más mínima pista.
—Me prometió que no lo haría —dice Edward con un suspiro profundo. Luego, moviéndome frente a él, me atrae contra su pecho y me envuelve entre sus brazos—. Nunca vas a estar sola otra vez, nena —se inclina y me susurra al oído.
—Carajo, Edward —digo, con la voz entrecortada de nuevo—. Eres tan condenadamente adorable… ¿qué se supone que haga contigo?
—Se supone que te cases conmigo y dejes que te consienta hasta el cansancio.
Llevo mis manos a sus brazos y giro la cabeza para mirarlo.
—¿Y que me compres bebés? —le recuerdo, conteniendo las lágrimas.
Él se echa a reír y asiente.
—Y comprarte bebés.
—O… puedes comprarme un útero.
—¿Qué...? —pregunta, confundido, ladeando la cabeza para encontrar mi mirada.
—Podemos tener un bebé juntos, solo necesitamos a alguien que lo geste.
—Ah… —Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios—. Está bien, te compro un útero. Me gusta más esa idea.
—A mí también —respondo, soltando un suspiro enorme—. Carajo, qué año hemos tenido.
—Qué año… —repite él, con un tono más serio—. Por cierto, Jazz —pronuncia con burla el nombre artístico de mi hermano— se ofreció a llevarte al altar.
—Hmm… lo tienes todo planeado, ¿verdad? —digo, y deposito un beso justo debajo de su oreja—. Nada de una boda grotescamente cara, ¿sí? Queremos evitar salir en las páginas sociales, ¿recuerdas?
Él abre la boca para responder, pero me adelanto:
—Carajo, ¿te imaginas? Me pintarían como una especie de historia estilo Cenicienta y tú quedarías completamente expuesto.
Se ríe, con un tono suave, y de pronto está más relajado de lo que lo he visto nunca.
—Te dejo todo eso a ti. ¿Cuándo quieres que sea?
—Primavera —respondo—. Me gusta la primavera. La primavera fue cuando un tipo ridículamente guapo de mi pasado volvió de repente a mi vida.
—Bella… —se queja con un gemido fingido—. Tienes que dejar de decir esas cosas. Nunca voy a estar a la altura de lo que esperas de mí.
—¿Expectativas? —lo miro con una ceja arqueada, incrédula—. A veces eres tan denso, guapo.
Una ráfaga de aire frío pasa sobre nosotros y me estremezco. Edward me abraza más fuerte. Guarda silencio un momento, claramente perdido en sus pensamientos.
—¿Qué pasa? —le pregunto, sin apartar la mirada de las luces de los barcos que se mecen en la bahía.
—Necesito que hagas algo por mí, nena —su voz se vuelve casi seria, y cuando lo miro, una expresión preocupada le marca el entrecejo.
—Lo que sea por mi futuro esposo —le agarro la barbilla, y una pequeña sonrisa le aparece enseguida en los labios.
—¿Puedes hablar con Ness por mí? Quiero decir, por Jake. —Sus ojos se encuentran con los míos con calma.
—Claro, pero carajo, ¿qué pasó?
—Se desató el infierno, eso pasó —responde con frustración repentina, y su tono tiene un filo amargo.
—Okey… ¿Vas a contarme?
Suelta un brazo de mi cintura y se frota la frente.
—Jake les dijo a sus padres que quiere casarse con ella. Su padre se lo prohibió de inmediato y le dijo que si no terminaba con ella lo echaría de la empresa y lo desheredaría.
—Carajo… —susurro—. Qué imbécil. Ness es encantadora.
—Sí —murmura Edward—. En fin, Jake perdió el control y le gritó al viejo que «se metiera la empresa y su dinero por el culo», y luego lo amenazó con ir a la prensa y contarles qué clase de bastardos elitistas y esnobs son. En represalia, el viejo amenazó con arruinarle la vida a Ness.
Suelto un jadeo, y Edward se apura a seguir:
—Jake lo noqueó. Lo dejó tirado, y el viejo lo hizo arrestar.
—¿Qué? —susurro, completamente en shock.
—Sí, presentó cargos. Yo pagué la fianza.
—Carajo, Edward… ¿Y qué pasó con Ness? ¿Se asustó?
—¿Que si se asustó?, sí que lo hizo —murmura—. Se puso como loca al ver que Jake la eligió a ella por encima de su familia y del dinero. Está convencida de que eventualmente va a resentirla, así que terminó la relación.
—Dios mío —suspiro—. No te preocupes, hablaré con ella.
—Gracias, nena —exhala profundamente—. Jake está muy mal. Yo estoy pagando su abogado. Es tu jefe.
—¿Marcus? —pregunto, girándome rápidamente para mirarlo.
—Sí —responde, casi con una sonrisa.
—Perfecto. Es un devorador de hombres, y le encanta enfrentarse a peces gordos como el viejo de Jake.
—Por eso lo contraté —dice, apretándome aún más contra él, mientras apoya su barbilla sobre mi cabeza y deja escapar un leve murmullo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —rompo el silencio momentáneo.
—Estabas lidiando con demasiadas cosas —murmura como respuesta.
—Me habría venido bien la distracción.
—No quería que te distrajeras. Necesitabas llegar hasta el final.
Suelto un bufido.
—De verdad necesito buscarme otro terapeuta. Ustedes dos están conspirando contra mí —comento con sarcasmo.
Sospecho que sonríe para sí mismo, porque deja escapar una de esas risillas silenciosas por la nariz que suele dedicarme cuando le causo gracia.
—He decidido vender la casa —me informa Edward mientras volvemos a la villa—. Voy a darle la mitad a Jake. Le daría todo, pero jamás lo aceptaría.
—Eres un dulce —digo, acurrucándome contra su costado.
—Jake nunca quiso estar en el mundo de los negocios, de todos modos. ¿Sabes qué quiere ser?
—¿Qué?
—Mecánico. —Ríe por lo bajo.
—Creo que este estilo de vida tan poco ortodoxo que llevas está contagiando a todos, guapo —lo molesto.
—Eso es bueno, ¿no? —de repente suena inseguro.
—Por supuesto que lo es. Eres el único chico rico y pobre de North Shore que quiere casarse con alguien aún más pobre.