Los cambios
22 de octubre de 2025, 10:39
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Capítulo 4: Los cambios
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Tyler colocó el último tornillo que sujetaba el picaporte a la puerta principal y se quedó de pie, sacudiéndose las manos. Mirando alrededor de la cabaña a la que acababa de darle los últimos toques, negó con la cabeza y suspiró. El patrón y la señora querían una cabaña; para él, una choza sencilla habría sido suficiente. Pero una cabaña venía con adornos, como una escalera hacia el altillo en lugar de una escalerilla. Había habitaciones separadas en la planta baja, y un gran porche en el frente. Era elegante y diferente, y no estaba seguro de que le gustara. Tyler suspiró de nuevo. La señora había puesto el rancho patas arriba desde su llegada, y todos esos cambios le dificultaban ubicarse.
Por ejemplo, no había nada de malo con la antigua caseta del pozo. Si uno quería agua, entraba al pequeño edificio, movía la bomba y listo: agua. Pero la señora quería un lugar para bañarse todos los santos días, y ahora tenían una casa de baño. Era elegante, con una estufa, una tina, una pila de toallas y cosas que olían bonito. Ciertamente más de lo que alguien necesitaría o querría. A él le parecía bien un baño semanal con una jofaina y una jarra. Al patrón no le importó tener que redirigir la bomba para que pudiera usarse tanto por dentro como por fuera. Todo ese problema y trabajo solo para un baño. Jamás lo entendería. Pero había algo que entendió rápidamente después de que la señora llegara el año pasado: si la señora lo quería, el patrón se lo conseguía.
Pero en cuanto a cambios, la casa de baño era solo una cosa. La señora tenía una obsesión con la limpieza. No solo de su cuerpo, sino de todo. La casa grande brillaba con la cantidad de cera que se le había aplicado. Las alfombras eran sacudidas como si se les fuera la vida en ello al menos una vez al mes. Las ventanas estaban tan claras que uno no podía decir que estaban ahí. Y hacía que todos se quitaran las botas al entrar. Por el amor de Dios, vivían en un rancho. Uno tenía que esperar que se entrara un poco de estiércol. Pero la señora no aceptaba eso. Instaló un quita botas en cada puerta y esperaba que todos los usaran. Tyler estaba seguro de que algunos pies estaban más sucios que las botas, pero no le pidieron su opinión, así que él se quitaba las botas como todos los demás.
También había mucha construcción en el rancho esta temporada y, mientras él trabajaba en varios edificios, el patrón trajo un equipo para hacer la mayor parte. Tyler los supervisó y, a regañadientes, tuvo que admitir que hicieron un buen trabajo. Desde el deshielo de primavera, habían construido una cabaña para su familia, otro granero para el heno que era muy necesario, y ahora esta segunda cabaña para la familia del cocinero. El patrón también había contratado más personal permanente, así que la casa de peones tuvo que expandirse. Bear Valley Ranch se estaba convirtiendo en una maldita ciudad. Tyler bufó. No le gustaban las malditas ciudades. Había demasiado ajetreo, confusión y tonterías en una ciudad. Estaba feliz de haberse librado de eso.
Tyler estaba contento en Bear Valley Ranch, especialmente después de la llegada de Lauren. Luego, con el tiempo, llegó Abraham para alegrarles la vida. Suponía que el patrón también necesitaba esposa e hijos, así que no se sorprendió cuando le dijo que había encontrado una dama para casarse. Le caía bien la señora, solo que era muy rápida. Su mente siempre estaba trabajando y se movía como un colibrí. Era pequeña, y él pensaba que era porque toda la comida que comía se le iba al cerebro en lugar de al cuerpo. Eso pasa cuando uno usa demasiado el cerebro.
Sin embargo, había algo que agradecía: a Lauren le agradaba mucho la señora. Cuando vio cuánto cariño le tenía su esposa, se dio cuenta de cuán sola había estado ella sin una amiga. Así que Tyler estaba dispuesto a soportar todos los cambios mientras su esposa fuera feliz.
Lauren.
La preocupación lo atravesó como una lanza cuando pensó en lo que estaba por venir. Su nuevo retoño estaba por llegar en cualquier momento, y no dejaba de angustiarse por el bienestar de su esposa. Se había acostumbrado a observarla mientras dormía, para asegurarse de que aún estaba con él. Sabía que ese comportamiento era inusual, pero no podía evitarlo, especialmente cuando la luna brillaba.
En esas noches, la observaba y quedaba encantado con la visión. Parecía una criatura mágica, un hada, con su cabello rubio extendido sobre la almohada mientras yacía junto a él. Su mirada acariciaba sus cejas rectas, la curva de su mejilla, el arco de sus labios. Se quedaba pasmado hasta que la luna se ocultaba y su habitación quedaba nuevamente a oscuras.
Pero anoche, Tyler se despertó con la luz de la luna iluminándole el rostro. Se giró con cuidado para poder contemplar una vez más a su esposa hada mientras dormía. Era tan hermosa. Temía respirar, por si arruinaba la magia. Pero esa noche, su adoración fue interrumpida por los ojos de ella abriéndose para mirarlo fijamente, sin parpadear. En ese momento, no hubo barreras, ni distracciones. Solo existía la pureza de sus sentimientos por ella y los de ella por él; una comunión total y absoluta entre dos almas.
Lentamente y con delicadeza, Lauren levantó la mano y trazó la línea de su mejilla y mandíbula.
—Nunca vi algo tan hermoso —susurró, con asombro en cada sílaba.
Tyler soltó el aliento, maravillado de descubrir que ella sentía por él lo mismo que él por ella. Sabía que jamás podría encontrar las palabras adecuadas para expresarle lo que llevaba en el corazón, ni siquiera desde que comenzaron. Así que, sin romper el contacto visual, simplemente asintió, tomó con ternura la mano que lo había acariciado y la colocó justo sobre su corazón. Ella podía sentir en sus latidos constantes su amor y devoción por ella. Volvió a asentir, manteniendo su mano allí, de manera íntima, amorosa y perfecta.
Ella le sonrió e hizo algo que rara vez hacía: se acurrucó a su lado y apoyó la cabeza sobre su pecho, para oír a su corazón decirle, sin palabras, lo que sentía.
Se dejó arrullar hasta dormir de nuevo, envuelta en el tierno abrazo de sus brazos. Puede que él no supiera expresarlo en palabras, pero mientras ella se quedaba dormida, lo sabía por el latido constante y firme de su corazón.
BVR
—Juan Carlos, te ves muy bien —aseguró Bella al hombre que luchaba con el cuello de su camisa. Nunca había visto a alguien tomarse tanto tiempo para arreglarse. Primero pidió permiso para usar la casa de baños y se quedó allí casi toda la mañana. Luego pidió a uno de los peones que le recortara el cabello y lo peinara con agua de violetas. Se afeitó todo salvo el bigote, y hasta se pulió las uñas hasta dejarlas brillantes. Se puso un hermoso traje negro con bordados plateados intrincados. Su sombrero negro de ala ancha complementaba de manera majestuosa su atuendo.
—¿Está segura, señora? ¿Le gustaré? —preguntó Juan Carlos.
—Juan Carlos, no conozco a tu esposa, pero estoy segura de que estará feliz de verte de nuevo sin importar lo que lleves puesto. Te ves maravilloso. Ven, ven conmigo y míralo por ti mismo. —Lo condujo hasta la casa principal y luego a su dormitorio, donde estaba el espejo de cuerpo entero.
—Ah, esto está bien, señora. Me veo guapo, ¿verdad?
—Te ves guapo. —Bella rio por su tontería.
—Bella, ¿qué hombre has metido en nuestro dormitorio? —Edward apareció en el umbral de la puerta.
Ella sonrió. —Juan Carlos no me creía cuando le dije que se veía bien. Tuve que demostrárselo.
Edward observó al cocinero y sonrió con picardía. —Pues pareces un pavo de Navidad, desplumado y listo para la mesa.
—A Ana María le gustará —dijo el cocinero.
—¿Cuándo esperas que llegue?
—Voy a tomar un caballo hacia Bear Valley para esperarla. Sé que salió de Denver esta mañana. Mi hermano la está escoltando hasta allá.
Bella intervino—: Asegúrate de traer también a tu hermano de visita, Juan Carlos.
—Sí, señora. Es usted muy amable. De todas formas, voy a necesitar su ayuda. Ana María está trayendo nuestros muebles con ella.
—¿Te vas pronto? —preguntó Edward.
—Sí, señor. De hecho, en este mismo momento. —Les saludó con la mano, salió del dormitorio y se dirigió a los establos para preparar su caballo.
Edward se volvió hacia Bella. —Puedes imaginar mi sorpresa al oír la voz de un hombre saliendo de esta habitación.
Bella rodeó su cintura con los brazos y lo provocó: —¿Ah, sí? ¿Pensaste que estaba entreteniendo a alguien aquí, Edward? No confías mucho en mí.
—Confío en ti, Bella, claro que sí. Lo que no hago es confiar en ningún otro hombre cerca de ti. —La abrazó y le besó la frente—. De hecho, ni siquiera confío en mí mismo cerca de ti. Mi mente tiende a divagar... —Sus manos se deslizaron hasta tomarle el trasero.
Bella soltó una risita. —Edward, tú eres el único hombre que piensa en mí de esa manera. La cabeza de Juan Carlos está llena de su Ana María. La ha extrañado mucho.
Edward suspiró. —Puedo imaginarlo. Pero te equivocas respecto a tu atractivo para otros hombres, Bella. Por favor, ten cuidado con ellos.
—Tú me cuidas muy bien, Edward, que ningún daño puede llegarme.
—Olvidas lo que ocurrió el año pasado.
—Eso fue una casualidad.
Edward negó con la cabeza y se inclinó para besarle los labios. Había contratado hombres adicionales el otoño anterior cuyo principal trabajo era proteger a los habitantes del Bear Valley Ranch, especialmente a su esposa y ahora a su hija. Hacían otros trabajos también, pero sabían por qué habían sido contratados. Bella no lo sabía.
Sus gastos ese año eran enormes. Fue una suerte que hubiera obtenido ganancias adicionales el otoño pasado cuando llevó su ganado a Denver. Había necesitado hasta el último centavo para pagar los salarios extra y todas las construcciones que se habían hecho. Pero como hombre de negocios, reconocía la necesidad del crecimiento. Como esposo y padre, reconocía la necesidad de protección. El rebaño había pasado el invierno de forma excelente gracias al forraje que había producido con la siembra, y esperaba obtener aún más ganancias con su venta en el otoño, si Dios quería.
—¿Cómo está Lauren? Vi la carreta de la señora Dowling en el establo.
—Sí, la señora Dowling se ha mudado a su cabaña por el momento. Dice que falta poco ya. Lauren está muy bien. En este momento está cuidando a Joy por mí. Parece feliz como una alondra, aunque Tyler está de un humor bastante agrio.
Edward se encogió de hombros mientras sus manos recorrían la figura esbelta de su esposa. —Siempre se pone así cuando se acerca el momento. Creo que se preocupa.
—¿Tyler? ¿Preocupado? No parece del tipo que se preocupa.
—Tyler nunca ha sido de los que muestran sus sentimientos, Bella. Los suyos son profundos. No sé qué va a hacer cuando llegue el nuevo bebé. La última vez estaba fuera de sí.
—¿Oh? ¿Qué hizo?
—Se bebió una botella de whisky y desgastó la alfombra y el piso debajo de tanto caminar durante el parto. Cuando perdieron a su pequeña niña, no hizo nada durante una semana salvo sentarse y mirar a su esposa. No fue hasta que ella se levantó de la cama que él volvió a su rutina. Lauren lo es todo para él.
—Ay, Edward, qué tierno es eso. Supongo que eso me enseña que hay otras formas de demostrar el afecto de un hombre por su esposa además de andar agarrándole el trasero a toda hora.
Sus ojos brillaron mientras le daba un apretón. —¿Y qué clase de hombre haría semejante cosa?
—Uno terriblemente dulce y amoroso. —Bella se puso de puntillas y le besó la mejilla—. Ahora, tengo que ir a la cocina a preparar la cena para todos.
Edward la acompañó fuera del dormitorio y se separaron cuando él regresó a su estudio. Revisó una vez más sus libros de cuentas para asegurarse de tener suficiente dinero en efectivo para sostenerse hasta la próxima arriada. Salvo alguna catástrofe, deberían estar bien. Suspiró aliviado. Según sus cálculos, llevarían a Denver un veinte por ciento más de ganado, en peso, que el año anterior. Con suerte, obtendrían un buen precio.
Justo a tiempo para la cena, una caravana de caballos y dos carretas sobrecargadas serpenteó por la colina hacia el rancho Bear Valley. Bella estaba de pie en el porche de la cocina, con Joy en brazos, y se quedó boquiabierta. No esperaba aquello. Las carretas venían llenas hasta rebosar de enseres del hogar. Una la conducía Juan Carlos y la otra un hombre que debía de ser su hermano, pues se le parecía muchísimo. A su lado venía una mujer con rostro de querubín. Sus mejillas redondeadas y su sonrisa amplia, mientras se inclinaba para hablar con una niñita junto a ella, eran preciosas. Aunque su sonrisa no se comparaba con la expresión de deleite que iluminaba el rostro de su esposo. Se detuvieron frente a Bella, y Juan Carlos bajó de un salto para ayudar a su esposa e hija a bajar del carruaje. Luego, tan regio como un rey, le ofreció su brazo a su esposa y la condujo hasta Bella.
—Señora, permítame presentarle a mi ciela, la señora Ana María Esperanza Martínez de Hernández. En brazos lleva a mi guapo hijo recién nacido, Tomás Eduardo Hernández. Esta niña hermosa es mi hija, Magdalena Lucía Hernández, y este joven tan apuesto es mi primogénito, Pedro Roberto Hernández.
Bella bajó hasta donde estaba Ana María, le ofreció la mano y dijo:
—Soy la señora de Edward Cullen, y les doy la bienvenida al rancho Bear Valley. He estado esperando su llegada con muchas ganas.
—Gracias, señora. Estoy feliz de estar aquí con mi esposo. Muchas gracias —dijo Ana María haciendo una pequeña reverencia.
—Sé que deben de estar cansados por el viaje. Justo estamos por cenar, ¿les gustaría acompañarnos?
—Sí, señora. Pero no podemos dejar a los caballos parados tanto tiempo. ¿Podemos descargar primero y luego unirnos a ustedes?
—Eso se puede resolver fácilmente, señora Hernández.
—Gracias.
—Déjeme buscarle ayuda —dijo Bella mientras entraba a la cocina y le pedía a los hombres, que acababan de llegar de trabajar en el rancho, que acompañaran las carretas hasta la cabaña de los Hernández para ayudar a descargar. Les prometió un postre como recompensa. Sabía cómo tentar sus debilidades: nadie podía resistirse a los postres de Bella.
Así que Bella mandó a los hombres y retrasó la cena para esperarlos. Luego fue caminando hasta la cabaña de los Hernández para ver si podía ayudar en algo. Se sorprendió al encontrar a Ana María de pie en la entrada, dando instrucciones con total eficiencia mientras los hombres bajaban los objetos y los acomodaban dentro.
—Esa cama va arriba, al dormitorio grande. Y el colchón también.
—¡Usted! —dijo señalando a uno de los peones—. Tenga cuidado con esa caja. Es muy frágil. Colóquela allá, contra la pared.
Con órdenes rápidas y claras, las carretas se vaciaron sin problemas. Dos peones llevaron los carros de regreso al establo para ocuparse de los animales. Ana María, satisfecha con el trabajo, miró a sus hijos y les dijo que la siguieran mientras ella y Bella regresaban caminando a la cocina.
—Gracias por la ayuda de sus hombres, señora Bella. Mañana solo quedará desempacar. Miguel, el hermano de Juan Carlos, regresará mañana mismo a Denver con la ayuda de su hijo —comentó. Bella había notado al muchacho delgado montado en uno de los caballos.
En lugar de sentarse a la mesa, Ana María le indicó a sus hijos que se acomodaran en una esquina de la cocina y, con la ayuda de su esposo y de Bella, sirvió la cena a los hombres. Bella les dio generosas porciones de pastel de moras y se sentó con su café en mano mientras los observaba comer.
—Su bebita es preciosa, señora —dijo Ana María mientras daba de comer a Magdalena. El pequeño Tomás iba envuelto en una especie de fular que Ana María llevaba cruzado sobre el torso. Bella observaba asombrada su utilidad, cuando notó que Ana María acomodaba su blusa y se dio cuenta de que el bebé estaba mamando mientras su madre trabajaba.
Eso le pareció asombroso.
—Ese fular donde lleva a Tomás es maravilloso, Ana María. Puede cuidar del bebé y trabajar al mismo tiempo.
—Oh, sí. Tomás es mi asistente —dijo con ternura mirando a su pequeño—. Con tres bebés, una siempre tiene algo entre manos. Sería muy difícil sentarme cada vez que pide leche, con tantas cosas por hacer.
Bella pensó que quizá podría adoptar la idea. Prefería tener a Joy con ella mientras hacía las tareas. Esa misma mañana, al dejar a la niña en su canasta para trabajar en el huerto, Rascal había venido a darle su versión de un baño. La baba de perro, por bien intencionada que fuera, no era lo mejor para lavar a un bebé. Lauren había cuidado bastante a Joy últimamente por su condición delicada, pero Bella sabía que eso no duraría mucho más. Tener algo tan práctico sería ideal para cuidar a su hija y seguir con sus labores.
Bella se sorprendió de lo rápido que Juan Carlos y Ana María lograron alimentar a los hombres y dejar la cocina lista para la comida del día siguiente. Luego de despedirse de Bella, los Hernández se marcharon a su cabaña. Ella los vio caminar cuesta abajo, tomados del brazo, y pensó en lo maravillosa pareja que hacían. Estaba decidida a entregarles por completo las responsabilidades de la cocina. Un peso menos sobre sus hombros.
Se levantó y llevó el plato que le había preparado a Edward a su casa. Lo encontró sentado en su escritorio del estudio, perdido en sus pensamientos.
—Edward, ¿hace cuánto estás aquí sentado?
Él parpadeó y dijo:
—No mucho.
Ella colocó el plato frente a él y se sentó en una silla cercana, poniéndose a Joy al pecho.
—¿En qué piensas tan intensamente?
—En la invasión.
Los ojos de Bella se abrieron.
—¿Qué invasión?
Él le entregó un telegrama.
Los padres de Edward venían al rancho Bear Valley.