El baño
22 de octubre de 2025, 10:39
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Capítulo 19: El baño
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El doctor Banner se inclinó sobre el cuerpo inmóvil de Carlisle y colocó su moderno estetoscopio estereofónico sobre el pecho del señor Cullen. Frunció el ceño al escuchar ruidos gruesos de burbujeo y crujidos en ambos pulmones cada vez que el hombre respiraba. Negó con la cabeza y miró a la señora preocupada que estaba al otro lado de la cama.
—Me temo que está muy enfermo. La congestión en sus pulmones es bastante severa. Hacen bien en bajarle la fiebre con compresas frías. Les sugiero que continúen con eso. Deberíamos tratar de mantenerle la cabeza elevada para que le sea más fácil respirar.
Se inclinó para sostenerle la espalda superior mientras Esmé colocaba más almohadas detrás de él.
El doctor se irguió y dijo:
—Pero hay algo que me causa curiosidad.
Con voz temblorosa, Esmé preguntó:
—¿Qué es, doctor?
—¿Qué le pasó en los glúteos y los muslos? —El doctor retiró las cobijas para revelar llagas rojas e irritadas en el cuerpo de Carlisle.
Esmé y el señor Phelps habían descubierto las heridas cuando le quitaron los calzones largos para poder aplicarle mejor las compresas. No estaban tan sorprendidos como el doctor al verlas. Ya conocían bien la terquedad de Carlisle.
—C-creo que mi esposo no está acostumbrado a montar tanto tiempo seguido como lo hizo esta semana cuando acompañó a nuestros hijos a Denver.
El doctor negó con la cabeza, lamentándose de la necedad de los tercos.
—Tengo un ungüento que pueden aplicarle y que ayudará. Mantengan las llagas limpias, pero deben dejarlas al aire para que sanen más rápido. Debió de estar muy incómodo en la silla.
—Estoy segura de que lo estuvo. Y también estoy segura de que no se lo mencionó a nadie. Mantendré sus heridas limpias, como sugiere. Pero, ¿qué hay de sus pulmones? ¿Y la fiebre? ¿Tiene un diagnóstico? —preguntó Esmé, llena de preocupación.
—A mí me parece que tiene neumonía. No creo que sea influenza, así que no tendré que poner el rancho en cuarentena, pero sí voy a pedir que el señor Cullen permanezca aislado por precaución.
—Eso es un alivio. Estoy muy preocupada por que los bebés se contagien.
—No creo que nadie pueda contagiarse con lo que tiene su esposo, señora Cullen. Estoy convencido de que todo comenzó como un resfriado. La infección en sus piernas y glúteos agotó su sistema y eso hizo que el resfriado avanzara hasta convertirse en neumonía. La enfermedad es bastante grave. Por ahora, no puedo dar un pronóstico.
Esmé perdió todo el color del rostro y se dejó caer en la silla junto a la cama, tomando la mano de Carlisle.
—Ya veo.
—El tiempo lo dirá, señora Cullen. Ahora, voy a preparar el ungüento para sus piernas.
Salió de la habitación con pasos enérgicos y bajó las escaleras. El doctor pasó junto a Edward al cruzar el vestíbulo. Parecía tener prisa, así que Edward no lo detuvo y siguió subiendo las escaleras hacia la habitación de sus padres. Encontró a su padre aún inconsciente y a su madre sentada en la silla junto a la cama, con la mirada perdida en el vacío.
—Madre, ¿qué dijo el doctor?
—Dijo que cree que tu padre tiene neumonía… y no está seguro de si vivirá o morirá.
BVR
Lo primero que hizo Bella al enterarse de la enfermedad de Carlisle fue torcerle el cuello a una gallina gorda. Sabía que lo mejor para una persona enferma era el caldo de pollo y vegetales de su abuela. Cuando era niña, en Occoquan, ayudaba a la anciana a preparar tazones y tazones del caldo cada año. Gente de tan lejos como Fairfax City lo solicitaba cuando tenían algún ser querido decaído. Esperaba que tuviera el mismo efecto en su suegro.
Después de preparar la gallina para la olla, salió al jardín y evaluó los daños que había causado el oso. La mitad de sus papas estaban arruinadas y varias guías de frijoles se habían arrancado de raíz, pero fuera de eso, pensó que habían salido con suerte. El oso podría haber causado mucho más destrozo, y probablemente lo habría hecho si Rascal no lo hubiera distraído hasta que Lauren logró matarlo. Le debía las gracias a ambos.
Rápidamente cosechó algunos frijoles, zanahorias, cebollas y espinacas. Los limpió y los agregó a los trozos de pollo que hervían a fuego lento en la parte trasera de la estufa. Justo cuando terminó de preparar las verduras, oyó un llanto proveniente del diván de bebé. Secándose las manos, se acercó y vio que la pequeña Joy se agitaba inquieta. Sonriendo, preguntó:
—¿Tienes hambre, Joycita?
La bebé le sonrió a su madre y se sacudió de alegría, pateando las cobijas con sus piernitas regordetas. Bella la alzó y le dio un beso en la mejilla. Cuánto amaba a su pequeña. No había nada más dulce. Mirando hacia la olla, Bella decidió llevar a Joy a la casa para amamantarla. El caldo necesitaba hervir un rato más.
Justo al darse vuelta para entrar, el doctor Banner apareció con una expresión ansiosa en el rostro.
—Señora Cullen, ¿tiene manteca pura?
—¿Manteca? Sí, tengo en la despensa fría. Se la traeré.
Cargando a Joy, salió y pronto regresó con un tazón cubierto lleno de manteca -la grasa de cerdo que se encuentra alrededor de los órganos internos, llamada manteca de cerdo. Había sido batida hasta ablandarla y se usaba para hornear.
—Aquí está todo lo que tenemos, doctor.
—Oh, no necesito mucho. —Sobre la mesa frente a él tenía una botella de vidrio con un polvo amarillo brillante y un instrumento que usaba para mezclar sus fórmulas médicas.
—¿Tiene un tazón que pueda usar?
—Por supuesto —respondió Bella, y fue hasta la alacena, tomó un tazón y se lo llevó. El doctor acababa de abrir el frasco del polvo amarillo, y un hedor espantoso se esparció por el aire. A Bella se le llenaron los ojos de lágrimas, y trató de respirar por la boca mientras lo veía mezclar una porción del polvo con un poco de la manteca.
—¿Qué va a hacer con eso?
—Su suegro tiene unas llagas muy infectadas por pasar tanto tiempo seguido montado. Creo que eso lo debilitó tanto que lo que pudo haber sido una congestión leve se volvió algo más grave. Este ungüento no le servirá para los pulmones, pero sí ayudará a sanar sus heridas.
—¿Carlisle tiene que ponerse eso en las piernas?
—Entre otras partes —respondió el doctor con evasivas. Suponía que la señora de Edward Cullen no querría saber que su distinguido suegro tenía también las posaderas en carne viva.
Bella no podía imaginar al elegante Carlisle Cullen untándose algo que olía como si hubiera salido de una letrina.
—Nunca he olido algo así.
El doctor se rio.
—Huele fuerte, ¿cierto? Es azufre en polvo. La manteca lo mantiene en su lugar. Reduce las infecciones con bastante rapidez, que es justo lo que necesitamos para que el señor Cullen pueda concentrar sus fuerzas en sanar los pulmones.
—¿Qué tiene el señor Cullen? —preguntó Bella.
—Tiene neumonía. No es algo contagioso, pero es mejor mantener a los bebés alejados hasta que esté bien.
Bella asintió y miró a su dulce bebé con un nudo en el pecho. ¿Qué haría si Joy enfermaba? Suspiró.
—¿Podemos seguir usando la casa, entonces?
—Oh, sí. Solo mantengan a los bebés fuera de su habitación y asegúrense de lavar cualquier utensilio que él use con agua muy caliente y buen jabón de lejía. Lo mismo con la ropa de cama. Y todo el que lo atienda debe lavarse las manos antes de salir del cuarto. En medicina, he aprendido que la limpieza está muy cerca de la santidad.
—Entiendo, doctor. Debo ir a alimentar a mi hija. ¿Necesita algo más?
—No, gracias, señora.
BVR
Bella entró a la casa con Joy en brazos y fue directo a su habitación. Se sorprendió al ver la bañera colocada frente a la chimenea, con una pila de toallas -más de las que una sola persona podría necesitar- apiladas al lado. Sonrió con picardía al recordar exactamente lo que Edward había pedido durante el camino de regreso. Pero no había rastro de Edward, ni tampoco agua caliente. Vería qué podía hacer al respecto después de alimentar a la pequeña Joy.
Rápidamente cambió a Joy y le puso un pañal limpio. Luego se dejó caer en la mecedora y se desabotonó el vestido para amamantarla.
—Tenemos que mantenerte sana y fuerte, Joycita —murmuró mientras la bebé se prendía de su pecho. Bella se recostó y se relajó.
Los únicos momentos en que estaba quieta durante el día eran cuando amamantaba a su hija. Eso le daba un instante para conectarse con la pequeña, pero también le permitía reflexionar sobre su vida. Le habían ocurrido tantas cosas en los últimos dos años. Su vida apenas si se parecía a la existencia tranquila que llevaba en Virginia. Casi dos años atrás había encontrado por casualidad el anuncio de Edward en el Matrimonial News, y ahora, pensándolo bien, se dio cuenta de que probablemente se había enamorado un poco de él desde el principio, solo por la poesía de sus palabras.
Cada carta después de esa la había cautivado más, hasta la que decía: «Señorita Bella, le pido que venga a mí». No había sentido ninguna duda al aceptarlo, y no le sorprendió en absoluto descubrir que esas palabras escritas habían sido el mejor cimiento para su amor. La conversación siempre fluía entre ellos, y compartían ideas con entusiasmo. Era como si fueran dos mitades de un mismo todo… y cada día lo eran más.
Suspiró feliz y miró a su hija somnolienta. La levantó para apoyarla sobre su hombro y hacerla eructar, y dijo:
—Señorita Joy, creo que soy una mujer muy afortunada.
—¿Y por qué crees eso? —preguntó una voz profunda.
Bella miró hacia la puerta y vio a Edward de pie, con dos latas grandes de agua humeante en las manos. Cerró la puerta de una patada y se dirigió a la bañera para vaciar una de las latas en su interior. Bella ladeó la cabeza, un leve rubor coloreándole las mejillas. Por la forma en que Edward la miraba, sabía que tenía algo muy específico en mente. Y solo de pensarlo, se le estremecía el cuerpo.
—Le decía a la señorita Joy que soy afortunada de tenerla… y de tener a su papá.
Edward se agachó junto a Bella y Joy, justo cuando la bebé terminaba su comida y se quedaba dormida.
—Oh, me tienes por completo. ¿Crees que dormirá un rato?
—Bueno, tiene la pancita llena y el pañal seco. Diría que hay buenas posibilidades.
—Perfecto. —Sonrió Edward.
Tomó a la bebé con ternura y la miró con cariño.
—Se parece a ti, Bella.
Se inclinó y besó la frente de Joy.
—¿De verdad? Yo creo que sus ojos van a ser del mismo tono que los tuyos.
—¿Dices que le heredé estas pupilas color guisante? Pobre criatura —bromeó Edward mientras llevaba a su hija hasta la cuna al otro lado de la habitación y la acostaba con cuidado. La niña suspiró y se acomodó en su mantita.
Cuando Edward se volvió hacia su esposa, la encontró de pie junto a la bañera, con una toalla colgada del brazo. Sonreía con aire travieso.
—Creo que hoy solicitaste mis servicios como lavadora de espaldas, señor.
Él se acercó con paso lento, una sonrisa torcida en los labios y una chispa ardiente en la mirada.
—Me parece que sí, señora.
—Entonces déjame ayudarte con tus prendas, caballero. El agua está caliente y lista para ti.
—Mmm. ¿Hay algo más caliente y listo para mí?
Hubo una pausa mientras Bella procesaba lo que acababa de decir. Sus ojos se abrieron como platos y soltó una exclamación encantada:
—¡Edward Cullen!
Riendo, él la levantó entre sus brazos y la giró en el aire, susurrándole:
—Me encanta cuando estás caliente y lista. Ha pasado demasiado tiempo.
Luego la besó… y encendió cada fuego que Bella había mantenido apagado durante esa última semana.
—Oooh —gimió ella cuando él se apartó para besarle el cuello—. ¿Estás seguro de que quieres ese baño ahora mismo? —El deseo había tomado el control.
—Mmm —respondió él mientras le recorría la mandíbula con la nariz y luego delineaba sus labios con los suyos—. Hueles tan bien, esposa mía…
Ella se inclinó hacia él, deseando deleitarse en su Edward, y aspiró profundamente… pero de pronto se tensó un poco. Con el corazón rebosante de amor y deseo, volvió a oler y luego lo miró directo a los ojos, mordiéndose el labio inferior.
—Uhm… bueno, tal vez deberías darte ese baño primero.
—Huelo «a campo», ¿eh?
—Solo hueles como el hombre trabajador que eres, mi amor… pero un baño no te caería nada mal.
Riendo, Edward la soltó y dio un paso atrás mientras empezaba a desabotonarse la camisa. Bella fue hasta el aparador y sacó una pastilla nueva de jabón que había hecho durante el verano. Tenía aroma a lavanda. Usó un cuchillo plegable para raspar trocitos que echó al agua caliente justo antes de que Edward, ya desnudo, se deslizara dentro de la bañera.
Gimió de gusto.
—Esto es lo segundo que más extrañé mientras estuve fuera.
Bella empezó a desatarse el delantal.
—¿Ah, sí? Apuesto a que puedo adivinar qué fue lo primero.
—Apuesto a que no tienes que adivinarlo —dijo mientras empezaba a enjabonarse el brazo—. Te extrañé.
Ella sonrió con dulzura mientras comenzaba a desabotonarse el vestido.
—Qué alegría que estés en casa.
Él la miró con curiosidad, pero su corazón empezó a latir con emoción.
—¿Te estás desvistiendo?
Agradecía que la mayor parte de su cuerpo estuviera bajo el agua, o su soldado inquieto habría comenzado a hacer una demostración que no era apta para todo público.
—He aprendido que, con los clientes más revoltosos, es mejor estar preparada para empaparse —dijo con una sonrisa—. Solo me quitaré el vestido, me dejaré puestos la camisola y los calzones. Así no me preocupo por mojar la ropa.
Edward sonrió y arqueó las cejas.
—Si te quitaras todo, Bella, no tendrías que preocuparte por mojar ninguna prenda.
—Qué observación tan aguda, señor. ¿Prevés que me moje durante esta labor?
Él empezó a frotarse el pecho.
—Es una posibilidad.
—Sin embargo, no me quitaré todo, no vaya a ser que nos desviemos del propósito.
Se arrodilló junto a la tina y extendió la mano para tomar el jabón que Edward tenía. Él lo dejó caer entre sus piernas.
—Ups.
—Tsk, tsk, ahora tendré que ir a pescarlo.
Metió la mano en el agua jabonosa y, sin querer-queriendo, rozó al señor Soldado, que ya estaba a medio camino de ponerse en posición, como todo un caballero: siempre de pie cuando su dama estaba cerca… y en camino a hacer una entrada espectacular.
Rescató el jabón y comenzó a hacer espuma en un paño.
—Estás muy sucio, señor Cullen. ¿Dormiste con los animales mientras estuviste fuera?
—Intenté no hacerlo, pero se metían en mi cama.
—¿El ganado?
—No. Los caballos.
Bella enjabonó el paño y pasó detrás de Edward para hacer lo que él había pedido: lavarle la espalda.
—¿Los caballos querían dormir contigo?
—Claro. Mi encantadora personalidad. Siempre conquista a los caballos.
—Y a las mujeres también.
Él la miró y se encogió de hombros.
—Nunca lo noté hasta que te conocí. Pero entonces, sí estaba tratando de conquistarte.
—Yo diría que lo lograste —dijo Bella mientras le acariciaba la espalda con ternura. Le encantaba cómo se flexionaban los músculos bajo el agua que le corría por la piel. Parpadeó para centrarse de nuevo en la tarea y agarró una lata de agua caliente, la mezcló con agua fría y dijo—: Inclínate, Edward, y te lavaré el cabello.
Le vertió el agua sobre la cabeza mientras él obedecía.
—¿Cómo te fue con la arriada?
Edward soltó una risita mientras ella le enjabonaba el cabello y empezaba a hacer espuma, masajeándole el cuero cabelludo.
—Tuvimos algo de emoción: un hombre terco, una estampida y una subasta decepcionante.
La mano de Bella se detuvo.
—¿Perdimos muchas reses?
—Unas seis. Pudo ser mucho peor.
—Lo siento, Edward.
—Sirvió de entretenimiento. A veces pasa así.
Ella siguió lavándole el cabello.
—¿Y sobre qué eran tan tercos?
Edward resopló.
—Yo no era el terco. Mi padre lo era.
—Oh…
—¿Crees que soy terco? —preguntó, sorprendido.
—¿Y tú crees que yo soy terca? —respondió ella, asomándose para ver su expresión. Él la miró con una sonrisa ladeada.
—Bueno… supongo que estamos bien emparejados.
—La terquedad no es mala si uno es terco por las razones correctas.
—¿Como montar un garañón medio domado para perseguir a un tonto perro bribón?
Bella bufó y le vertió el resto del agua sobre la cabeza.
—Yo amo a mis bribones.
—Y es buena cosa que tus bribones te amen a ti, mi amor.
Ella rio.
—Espero que sepas que tú eres mi bribón mayor.
—Lo tengo muy claro —dijo él, al tiempo que le acariciaba el brazo con un dedo.
—¿Entonces, sobre qué fue tan terco tu padre?
—Pues, se le hicieron llagas por estar demasiado tiempo a caballo, como todos le dijeron que pasaría. Cabezón como él solo, no quiso detenerse. Y ahora la infección en las piernas hizo que un simple resfriado se volviera neumonía.
Hizo una pausa y luego añadió, con preocupación:
—Está muy enfermo, Bella. Puede que no lo logre.
Bella suspiró y se inclinó para besarle los labios.
—El doctor parece saber qué hacer. Tu madre y el señor Phelps están haciendo lo posible por bajarle la fiebre. Es un hombre fuerte, Edward. Es demasiado terco para morirse.
Le sonrió con suavidad.
—El hombre más terco que conozco.
—¿Ves? Se va a poner bien, querido —le dijo, y levantó su pie derecho para lavarlo, frotando con movimientos circulares el arco, el metatarso y el talón—. ¿Y no obtuvimos ganancias con el ganado?
—Sí ganamos, Bella. Solo que no tanto como el año pasado. Este año no podremos ampliar el rancho.
—Eso no está tan mal, Edward. Estaremos bien.
Siguió con su pantorrilla y subió hacia su muslo. Pensó en contarle su emprendimiento con la señorita Kitty, pero decidió esperar hasta que él no estuviera tan preocupado por su padre. Y, para ser sincera, tampoco sabía cómo lo tomaría. Sí, mejor esperar. O al menos eso se repitió a sí misma.
Terminó de lavarle las piernas y luego lo miró desde debajo de sus pestañas.
—Bueno, ya estás casi completamente limpio, señor Cullen.
—Casi… —dijo él con una sonrisa ladeada.
Bella inclinó la cabeza con picardía.
—¿Quieres que yo termine el trabajo o prefieres hacerlo tú?
Su voz bajó de tono, casi un gruñido.
—Creo que necesitas terminarlo tú.
Ella se acercó más para poder alcanzar la zona en cuestión y deslizó el paño por su pierna. Al llegar a su soldado, se sorprendió de encontrarlo ya de pie y saludando. Lo miró y sonrió.
—Parece que tienes algo en mente, señor Cullen.
Él le acarició el rostro con una mano y dijo:
—Tú siempre estás en mi mente, señora Cullen.
Se inclinó hacia ella y sus labios se encontraron. Fuegos artificiales.
No le sorprendió nada encontrarse sentada a horcajadas sobre su regazo. No le sorprendió nada sentir su mano acariciándola justo ahí, justo como le gustaba. No le sorprendió nada sentir a su soldado presentarse ante sus lugares suaves y cálidos. No le sorprendió nada cuando su orgasmo le recorrió el cuerpo, haciendo que el agua salpicara fuera de la tina y cayera al suelo. No le sorprendió nada escuchar su exclamación de placer cuando él también alcanzó el clímax. Y no le sorprendió nada cuando compartieron un beso torpe y amoroso después.
Lo que sí la sorprendió fue escuchar un golpe en la puerta y la voz de Lauren diciendo:
—¿Señora? El hombre de la señorita Kitty, Festus, está aquí para verla.
Parecía que iba a tener que explicarle su emprendimiento a Edward antes de lo que quería.