Capítulo 3: pesadillas y Cámaras Rotas
12 de noviembre de 2025, 22:13
Ángel llegó a casa exhausto, el autobús lo dejó en la puerta del edificio gris donde vivían. Subió las escaleras mecánicamente, las llaves tintineando en su mano temblorosa. La puerta se abrió con un chirrido familiar, y el apartamento estaba en penumbras, solo la luz del microondas parpadeando en la cocina. Rich no estaba; probablemente aún en alguna reunión tardía. Ángel dejó la mochila en el suelo, se quitó los zapatos y se dejó caer en el sofá sin encender las luces. El silencio lo envolvió como una manta pesada, pero su mente no paraba.
Cerró los ojos y allí estaban de nuevo: los ojos rojos del Prototipo, flotando en la oscuridad de la jaula, perforándolo. —Eres nuestro. Pero no te quiero cerca, hijo no deseado— murmuró la voz distorsionada en su cabeza, y Ángel se incorporó de golpe, el corazón latiéndole en los oídos. Intentó respirar profundo, contar hasta diez, pero el sueño lo atrapó de todos modos, arrastrándolo a un abismo rojo y metálico.
En la pesadilla, corría por pasillos infinitos de Playtime Co., las paredes sangrando gas rojo que lo asfixiaba. Detrás de él, tentáculos lo perseguían, garras arañando el suelo. Poppy aparecía de repente, su vestido azul ondeando como una bandera, extendiendo una mano diminuta. —Ven conmigo, Ángel— decía ella con voz dulce, pero cuando la tocaba, su piel se volvía fría como el metal, y el Prototipo emergía de su espalda, riendo con esa voz mecánica. —No eres un accidente— gruñía, y los tentáculos lo envolvían, apretando hasta que no podía respirar. Despertó sudando, la camiseta pegada al cuerpo, el reloj marcando las 3:17 a.m. Se levantó, bebió agua del grifo, el sabor metálico recordándole la fábrica. No durmió más esa noche; se quedó mirando el techo, contando grietas invisibles hasta que el sol tiñó las cortinas de naranja.
Rich llegó al amanecer, oliendo a café y cigarrillos. Ángel ya estaba vestido, preparando un desayuno simple: tostadas y jugo. Rich revolvió su cabello rubio al pasar, un gesto raro de afecto.
—Buenos días, chico— dijo Rich, voz ronca por el cansancio, mientras buscaba su teléfono en los bolsillos de la chaqueta. Frunció el ceño, palpando el abrigo colgado en la puerta, luego el escritorio del pasillo. —Maldita sea, ¿dónde lo dejé?— murmuró para sí mismo, revisando la cocina, abriendo cajones con prisa. Ángel lo observó desde la mesa, mordiendo su tostada.
—¿Perdiste el teléfono?— preguntó Ángel, tragando el bocado seco.
Rich sacudió la cabeza, forzando una sonrisa tensa.
—Nada grave. Debe estar en la oficina. Salgo temprano hoy— respondió, agarrando las llaves del auto sin más explicaciones. No mencionó la llamada de la noche anterior, ni el mensaje que vibró en su bolsillo robado. Ángel se encogió de hombros; Rich siempre era así, secretos envueltos en prisas. Terminó el desayuno solo, el silencio del apartamento amplificando sus miedos.
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En la fábrica, el día empezó mal. Ángel llegó a su sección de mantenimiento, donde un equipo de tres mujeres ensamblaba prototipos de Bunzo Bunny en la línea principal. Ellas lo miraron con desdén habitual, susurrando mientras él firmaba la entrada.
—Llegas tarde, rubiecito— dijo una de ellas, Carla, con brazos cruzados y casco ladeado, su voz cargada de sarcasmo mientras ajustaba una herramienta.
—No es tarde, son las 7:58— replicó Ángel, revisando su reloj, pero ya sentía el nudo en el estómago.
La mañana transcurrió en tensión. Ángel reparaba una máquina atascada, sudando bajo las luces calientes, cuando un estruendo sacudió la línea. Una cinta transportadora se aceleró de repente, lanzando juguetes por los aires; un Bunzo defectuoso voló y golpeó un panel eléctrico, provocando chispas y un cortocircuito que llenó el aire de humo acre. Las alarmas aullaron, trabajadores gritando, corriendo a apagar el fuego incipiente con extintores.
Carla señaló a Ángel inmediatamente, su dedo acusador temblando.
—¡Fue él! ¡Lo vi manipulando los controles!— gritó, rostro enrojecido, mientras el supervisor llegaba corriendo.
Ángel retrocedió, ojos abiertos de incredulidad.
—¡No! ¡Yo solo ajustaba los engranajes! ¡Fueron ustedes las que sobrecargaron la velocidad!— protestó, voz elevándose por encima del caos, pero las otras dos mujeres asintieron con vehemencia, respaldando a Carla.
El supervisor, un hombre corpulento con bigote gris, lo agarró del brazo.
—Ángel, esto es grave. Daños por miles, y posible lesión. Podrías perder el trabajo— dijo, aliento a menta y enojo, arrastrándolo hacia la oficina temporal. —Leith verá esto personalmente. Él decide los despidos por negligencia—.
El nombre golpeó a Ángel como un puñetazo. Leith. Había oído historias: el jefe de seguridad, un tipo cruel que disfrutaba humillando a los empleados, despidiendo con sonrisas sádicas, rumores de palizas en sótanos. Ángel palideció, el miedo trepando por su espina como hielo. Su mente gritó “no, no otra vez” recordando extracciones de sangre, máquinas conectadas, dulces como soborno. No podía perder esto; era su única estabilidad, su puente al mundo "normal".
Sin pensar, se zafó del agarre del supervisor, el pánico nublando todo.
—¡Suéltenme!— gritó, empujando y corriendo por el pasillo, piernas bombeando, corazón estallando. Pasó por puertas de emergencia, ignorando gritos detrás de él: "¡Deténganlo!", "¡Loco!". Bajó escaleras prohibidas, carteles de "Zona Restringida" borrosos en su visión periférica. El aire se volvió más frío, húmedo, el olor a desinfectante reemplazado por polvo viejo. Llegó a un pasillo olvidado, vitrinas rotas, y allí, en una sala iluminada por luces tenues, estaba Poppy.
Ella estaba sentada en el borde de una plataforma, piernas colgando, vestido azul impecable contra el fondo gris. Sus ojos azules se alzaron al oír pasos, y cuando vio a Ángel jadeante, algo se removió en su pecho: un tirón cálido, maternal, inexplicable. Él sintió lo mismo, un calor en el estómago, como reconocer a alguien en un sueño. Se detuvieron, mirándose, el vínculo invisible tejiéndose en el aire.
Poppy bajó de la plataforma con gracia, acercándose despacio, su voz suave como una nana.
—¿Qué te pasa, niño? Estás temblando— preguntó, extendiendo una mano pequeña, tocando su brazo. Su piel era cálida, real, y Ángel no se apartó; en cambio, lágrimas picaron sus ojos verdes.
—Un accidente en la línea… me culpan a mí, aunque no fui yo— explicó Ángel, voz quebrada, sentándose en el suelo polvoriento, rodillas al pecho. —Dijeron que Leith lo verá. He oído… cosas horribles. Es cruel, despide gente por nada, peor. Tengo miedo de perder todo—.
Poppy se sentó a su lado, su presencia calmante como un abrazo no dado. El vínculo pulsaba: ella sentía protección instintiva, como si este chico rubio fuera parte de ella, un eco de su propio ADN. Él sentía seguridad, un ancla en la tormenta.
—Tal vez si explicas a Leith, y pides hablar con Elliot— sugirió Poppy, voz gentil, mano aún en su brazo. —Ellos revisan cámaras. Se puede comprobar tu inocencia. No todo está perdido—.
Ángel sacudió la cabeza, lágrimas cayendo ahora.
—Tengo miedo de que no lo hagan— confesó, voz ahogada. —Siempre me culpan. Soy diferente, lo saben. ¿Y si me mandan de vuelta al orfanato, o peor?—
En ese momento, la puerta se abrió con violencia. Harley irrumpió, bata blanca ondeando, ojos oscuros brillando de furia al ver la escena: Ángel vulnerable, Poppy consolándolo. El aire se cargó de tensión.
—¿Qué demonios haces aquí, Ángel?— espetó Harley, voz cortante como un bisturí, avanzando con pasos medidos. —Zona prohibida. Y hablando con… ella. Esto suma a tu lista de problemas—.
Poppy se puso de pie, interponiéndose ligeramente, pero Harley la ignoró, enfocándose en Ángel con esa mirada posesiva que lo evaluaba como un espécimen.
Ángel se encogió, el miedo renovado, pero el vínculo con Poppy lo ancló un poco. Harley notó el contacto residual, y algo oscuro cruzó su expresión: celos, quizás atracción retorcida.
—Levántate— ordenó Harley, extendiendo una mano. —Vamos. Antes de que Leith te encuentre primero—.
Ángel tomó la mano a regañadientes, el toque de Harley frío y firme, enviando un escalofrío mixto: miedo y esa extraña electricidad que siempre sentía cerca del científico. Poppy los miró irse, el tirón en su pecho intensificándose, preguntándose por qué este chico se sentía como hogar.
El pasillo se cerró detrás de ellos, dejando ecos de pasos y secretos no dichos.