Preocupación
23 de noviembre de 2025, 10:59
El miedo que una vez la había llenado parecía ahora un vago recuerdo; se disipaba poco a poco, reemplazado por una calidez que Vidia jamás imaginó. Cuando Terence llegaba de su trabajo, ella apenas le daba tiempo de cenar antes de arrojarse a sus brazos, sintiendo que lo suyo era algo dulce y poderoso, un refugio del que no quería salir. El matrimonio resultaba ser mucho mejor de lo que pensó, más que las caricias que él solía darle con ese polvillo de esencia de flores. La seguridad de tenerlo a su lado la envolvía y poco a poco, sin darse cuenta, fue dejando de lado sus reservas.
Ya no le importaba compartir cama; ya no le importaba desnudarse para él ni madrugar al día siguiente. Ni siquiera le importaba si el aroma del polvillo impregnaba toda la habitación, o si las reglas y temores que alguna vez la asfixiaron parecían desvanecerse en su abrazo. Lo único que importaba era la forma en que él la amaba: tan plena, tan dulce. Esa paz, esa dulzura y vulnerabilidad que compartían al hacer el amor borraba cualquier sombra de peligro.
Y después de esa tormenta de pasión, cuando los dos yacían juntos, arrebujados el uno en el otro con sus respiraciones aún descompasadas, Vidia se repetía a sí misma que no había nada malo en esto. Se preguntaba cómo habían podido postergarlo tanto, cómo fue que había llegado a temer algo tan hermoso e íntimo, algo que sentía tan suyo y tan de Terence a la vez.
Terence, por su parte, parecía desbordante de felicidad y respondía a los deseos de Vidia cuantas veces ella quisiera, como si no pudiera resistirse a verla feliz, a ver ese brillo en sus ojos que parecía encenderse solo para él. Era nuevo para ambos, pero una cosa era clara: ninguno quería separarse. La vida que compartían era cada vez más profunda, más entrelazada. Vidia se refugiaba más y más en el calor de su pecho, en la protección de sus brazos, preguntándose en qué momento había llegado a depender tanto de él, de su sonrisa y de sus caricias. Y cuando Terence no estaba, sentía un vacío difícil de ignorar, una nostalgia que le recordaba cuánto lo necesitaba para sentirse completa.
El aroma a flores lo llenaba todo y el calor saturaba todo lo demás. Vidia y Terence se sentían en el verdadero paraíso.
Entonces Tinkerbell entró en trabajo de parto.
Las hadas más cercanas escucharon cuando los guardias la escoltaron junto a Bubble, y aunque todo sucedió muy rápido, cada hada, cada criatura del bosque, sintió una mezcla de sorpresa y temor. Vidia, que observaba desde la distancia, no pudo evitar pensar en la historia de aquella otra pareja de la que tanto se rumoraba y que parecía haber encontrado un final menos afortunado. Sin embargo, cuando quiso investigar más a fondo, Terence se mostró inflexible.
—La reina podría molestarse —le recordaba con firmeza, pero sin perder esa dulzura que tanto la desarmaba—. Deja que las cosas sigan su curso, Vidia. Nosotros estamos bien. No estamos haciéndolo con ningún otro fin.
Y, una vez más, él la envolvía en sus palabras y en sus caricias, y Vidia sentía cómo sus preocupaciones se desvanecían momentáneamente, como si flotaran lejos. Pero en su interior algo seguía alerta, observando cada pequeño cambio en el Árbol del Polvillo, donde había visto a Tink y a Bubble ingresar esa noche. Esperaba ansiosa, aunque sin saber bien qué, como si cualquier detalle pudiera revelarle el misterio que percibía, apenas oculto bajo la superficie.
Poco tiempo después, llamaron a Terence del trabajo, y él, visiblemente emocionado, fue a buscarla antes de irse.
—Es Tinkerbell —le confió—. Ha dado a luz a los gemelos sin problemas. Al parecer, son bebés sanos, gorditos y con un cabello rubio que ya es tan despeinado como el de Bubble.
Vidia suspiró, una mezcla de irritación y alivio en su voz.
—Ya era hora —murmuró, aunque en su mirada se notaba el alivio—. Pero ¿por qué te lo dijeron a ti?
Terence sonrió, algo orgulloso.
—Porque soy el guardián del polvillo, y se supone que debo esparcirlo sobre los recién nacidos el día de su ceremonia de bienvenida. Supongo que quieren que me encargue de hacerlo con los gemelos ahora.
Ella asintió, aceptando la respuesta.
—Tiene sentido. ¿Podré acompañarte?
Él la tomó de las manos y plantó un beso en sus labios.
—Claro que sí, Vidia. Prepárate; la ceremonia será esta noche, justo al cumplirse el primer mes del nacimiento de los gemelos.
A medida que caía la noche y el bosque se sumía en un silencio solemne, Vidia y Terence se alistaron para el evento. Por un instante, Vidia sintió una chispa de esperanza y emoción; no solo porque era un momento histórico, sino porque por primera vez algo tangible estaba sucediendo, algo que podría desvelar los secretos que tanto la inquietaban.
Esa noche, bajo la luz de las estrellas, Vidia observó a Terence esparcir con devoción el polvillo dorado sobre los gemelos, que se movían, curiosos y tranquilos, bajo el manto reluciente. Pero algo estaba mal, porque Tinkerbell no estaba por ningún lado ni Bubble tampoco. Incluso la hermana de las nieves de Tink estaba ahí, pero no ella ni su esposo. Eso era raro, era preocupante. La reina era la que sostenía a los bebés en sus cunas pequeñas como nidos de colibríes.
Vidia no dejó de sentirse preocupada en ningún momento, ni siquiera cuando pusieron a los bebés con las alitas sin desarrollar, en el centro del circulo de elementos. Ambos escogieron el martillo, por obvias razones, sus padres les habían heredado esa creatividad y también el talento. Los primeros nacidos por medio carnal así como la última hada nacida por medio mágico eran artesanos. Muy conveniente.
La reina les otorgó los nombres a ambos varones de Tinker y Forge, en obvia alusión a la madre de ambos y a las forjas de los artesanos. Todo el reino de las hadas se maravilló y se llenó de alegría ante la noticia, pero cuando Terence y Vidia se miraron entre la multitud, pensaron lo mismo: ¿Dónde está Tink?
Al finalizar la ceremonia, la Reina pronunció una breve bendición, su voz suave y resonante bajo la luz de las luciérnagas. Sin embargo, Vidia y Terence intercambiaron una mirada; ambos sabían que algo estaba siendo ocultado. La preocupación de Vidia la atenazaba como un nudo en el estómago, y mientras todos se dispersaban, supo que no se iría de allí sin saber más. La Reina, notando su persistente mirada, le dirigió una breve y enigmática sonrisa antes de dar media vuelta y desaparecer entre los árboles, rodeada de su séquito.
Terence, notando la inquietud en el rostro de Vidia, apretó suavemente su mano.—No hagamos nada precipitado —le susurró, aunque en su propia voz había un dejo de duda—. Quizá solo… no pueden estar aquí.